Los dos consolados

El gran filósofo Citófilo decíale cierto día a una mujer desconsolada y que tenía motivos para estarlo: «Señora, la reina de Inglaterra, hija del gran Enrique IV, fue tan desdichada como vos: la echaron de sus reinos, a punto estuvo de perecer en el océano por las tempestades, vio morir en el cadalso a su real esposo. —Lo siento por ella», dijo la dama, y echó de nuevo a llorar por su propio infortunio.

«Ea, le dijo Citófilo, acordaos de María Estuardo: amaba con gran decoro a un gallardo músico que tenía una hermosísima voz de barítono. Su marido mató al músico ante sus propios ojos, y luego su solícita amiga y buena parienta la reina Isabel, que se hacía pasar por virgen, hizo que le cortaran el cuello en un cadalso tapizado de negro, tras haberla tenido presa durante dieciocho años. —¡Qué crueldad!», respondió la dama, y volvió a sumirse en la melancolía.

«Tal vez habréis oído hablar, dijo el consolador, de la hermosa Juana de Nápoles, que fue hecha prisionera y ahorcada. —Lo recuerdo vagamente», dijo la afligida.

«Tengo que contaros, añadió el otro, la aventura de una soberana que fue destronada en mis tiempos, después de cenar, y que murió en una isla desierta. —Conozco toda esa historia», replicó la dama.

«Pues entonces os haré saber lo que le aconteció a otra gran princesa, a la que enseñé filosofía. Tenía un amante, como es de rigor entre las altas y hermosas princesas. Su padre entró un día en su aposento y sorprendió al amante, que tenía el rostro encendido y los ojos brillantes como carbunclos; la dama tenía asimismo la tez muy colorada. Desagradóle tanto al padre el rostro del mozo que le atizó el cachete más grande que nunca se diera en la comarca. El amante cogió unas tenazas y le abrió la cabeza a su suegro, que salvó la vida de milagro y lleva todavía las cicatrices de la herida. La enamorada, enloquecida, se arrojó por la ventana y se rompió un pie, de modo que en la actualidad cojea ostensiblemente, aunque sigue teniendo un admirable talle.El amante fue condenado a muerte por haberle roto la cabeza a un príncipe altísimo. Ya podéis figuraros en qué estado se hallaría la princesa cuando conducían a su enamorado al cadalso. La visité en muchas ocasiones mientras estuvo en prisión: sólo me hablaba de sus desgracias.

—¿Y entonces por qué no queréis que piense yo en las mías?, le preguntó la dama.

—Porque no hay que pensar en ellas, dijo el filósofo, y como tan altas señoras han sido desdichadas, no es correcto que vos os desesperéis. Pensad en Hécuba, pensad en Níobe. —¡Ay!, dijo la dama, si hubiera yo vivido en su tiempo, o en el de tantas hermosas princesas, y si para consolarlas les hubierais contado mis desdichas, ¿creéis que os habrían escuchado?»

Al día siguiente el filósofo perdió a su único hijo y a punto estuvo de morir de dolor. La dama mandó hacer una lista de todos los reyes que habían perdido a sus hijos y se la llevó al filósofo. Éste la leyó, la encontró muy completa, pero no dejó de llorar. Al cabo de tres meses volvieron a verse y quedaron maravillados por hallarse de muy buen humor. Hicieron erigir una hermosa estatua al Tiempo con esta inscripción: A QUIEN CONSUELA.