Capítulo VI
De cómo se hizo un magnífico auto de fe para
impedir los terremotos y de los doscientos azotes que pegaron a
Cándido
Pasado el terremoto que había destruido las tres cuartas partes de Lisboa, los sabios del país no encontraron un medio más eficaz para prevenir una total ruina que ofrecer al pueblo un magnífico auto de fe.[4] La Universidad de Coimbra decidió que el espectáculo de unas cuantas personas quemadas a fuego lento con toda solemnidad es infalible secreto para impedir que la tierra tiemble.
Con este objeto se había apresado a un vizcaíno, convicto de haberse casado con su comadre, y a dos portugueses que al comer un pollo le habían sacado la grasa: después de la comida se llevaron atados al doctor Pangloss y a su discípulo, a uno por haber hablado, y al otro por haber escuchado con aire de aprobación. Los pusieron separados en unos aposentos muy frescos, donde nunca incomodaba el sol, y de allí a ocho días los vistieron con un sambenito[5] y les engalanaron la cabeza con unas mitras de papel: la coraza y el sambenito de Cándido llevaban llamas boca abajo y diablos sin garras ni rabos; pero los diablos de Pangloss tenían rabo y garras, y las llamas ardían hacia arriba. Así vestidos salieron en procesión, y oyeron un sermón muy patético, al cual se siguió una bellísima salmodia. Cándido, mientras duró la música, fue azotado a compás, el vizcaíno y los dos que no habían querido comer la grasa del pollo fueron quemados y Pangloss fue ahorcado, aun cuando ésa no era la costumbre. Aquel mismo día la tierra tembló de nuevo con un estruendo espantoso.
Cándido, aterrado, sobrecogido, desesperado, ensangrentado, se decía: «Si éste es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros? Vaya con Dios, si no hubieran hecho más que azotarme; ya lo habían hecho los búlgaros. Pero tú, querido Pangloss, el más grande de los filósofos, ¿era necesario verte ahorcar sin saber por qué? ¡Oh, mi amado anabaptista, el mejor de los hombres! ¿Era necesario que te ahogaras en el puerto? ¡Oh, señorita Cunegunda, perla de las doncellas! ¿Era necesario que te abrieran el vientre? ¿Por qué te han sacado el redaño?»
Volvíase a su casa, sin poder tenerse en pie, predicado, azotado, absuelto y bendito, cuando se le acercó una vieja que le dijo:
—Hijo mío, ¡ánimo y sígueme!