Capítulo XXIII
Llegada de Cándido y Martín a las costas de Inglaterra. Lo que allí vieron

—¡Ah, Pangloss, Pangloss! ¡Ah, Martín, Martín! ¡Ah, mi querida Cunegunda! ¡Lo que es este mundo! —decía Cándido en el navío holandés.

—Cosa muy desatinada y muy abominable —respondió Martín.

—Usted ha estado en Inglaterra: ¿son tan locos como en Francia?

—Es locura de otra especie —dijo Martín—; ya sabe usted que ambas naciones están en guerra por algunas aranzadas de nieve en el Canadá, y por tan discreta guerra gastan mucho más que lo que vale todo el Canadá. Decir a usted a punto fijo en cuál de los dos países hay más locos de atar, mis cortas luces no alcanzan; lo que sí sé es que en el país que vamos a ver son locos atrabiliarios.[7]

Diciendo esto abordaron Portsmouth; la orilla del mar estaba cubierta de gente que miraba con atención a un hombre gordo, hincado de rodillas y vendados los ojos, en la cubierta de uno de los navíos de la escuadra. Cuatro soldados, apostados frente a él, le tiraron cada uno tres balas en el cráneo con el mayor sosiego, y toda la asamblea se fue muy satisfecha.

—¿Qué quiere decir esto? —dijo Cándido—. ¿Qué perverso demonio reina en todas partes?

Preguntó quién era aquel hombre gordo que acababan de matar con tanta solemnidad.

—Un almirante —le dijeron.

—¿Y por qué han muerto a ese almirante?

—Porque no ha hecho matar bastante gente; ha dado batalla a un almirante francés y han considerado que no estaba bastante cerca del enemigo.

—Pues el almirante francés tan lejos estaba del inglés como éste del francés —replicó Cándido.

—Sin duda —le dijeron—; pero en esta tierra es conveniente matar de cuando en cuando a algún almirante para dar más ánimo a los otros.

Tanto se irritó y se asombró Cándido con lo que oía y veía, que no quiso siquiera poner pie en tierra, y arregló trato con el patrón holandés, a riesgo de que lo robara como el de Surinam, para que lo condujera sin más tardanza a Venecia. Al cabo de dos días estuvo listo el patrón. Bordearon Francia, pasaron a vista de Lisboa y se estremeció Cándido; desembocaron por el Estrecho y en el Mediterráneo, y finalmente llegaron a Venecia.

—Bendito sea Dios —dijo Cándido dando un abrazo a Martín— que aquí veré a la hermosa Cunegunda. Con Cacambo cuento igual que con mí mismo. Todo está bien, todo va bien, todo va lo mejor posible.