La ciudad venusiana de Kar resplandecía bajo un cuenco invertido de cielo azul. Era un día perfecto para una demostración cívica como puede ser dar la bienvenida, en su retorno al hogar, a la primera expedición a la Tierra en muchos siglos. Los ciudadanos apreciaron la cooperación del tiempo; la Plaza Libertad estaba atestada de una muchedumbre multicolor y murmurante, que se arremolinaba en caleidoscópicas figuras. Algo zumbó en la bóveda del espacio; el. caleidoscopio se volvió uniformemente rosado, cuando quinientos mil rostros se elevaron hacia el firmamento. En lo alto de la estratosfera aparecieron un par de lápices metálicos, cuyos extremos posteriores vomitaban llamas de color carmesí. El rugido de los escapes cohéticos llegaba a oleadas, retumbando en los tímpanos de la multitud expectante. Los lápices aumentaban de tamaño; las llamas rojas se expandieron bajo su superficie al ponerse en funcionamiento los cohetes de freno con su máxima potencia. En un breve lapso los objetos habían tomado la forma de naves espaciales de alargadas y aerodinámicas líneas. Con sorprendente velocidad aparecieron enormes a la vista, hundiéndose tras la poderosa mole del edificio de la universidad. Parecieron detenerse un instante, mientras las grandes troneras circulares de sus costados asomaban por encima de la cúpula como contemplando la multitud reunida en la plaza. Luego desaparecieron. Se escuchó un tremendo estallido retumbante seguido de un absoluto silencio que duró un instante. La gran cantidad de público recobró el habla, y estalló en un confuso parloteo, al tiempo que, de común acuerdo, se convertía en una corriente de individuos que se precipitaba por la avenida de la Universidad hacia el Aeropuerto Kar. Las pistas de aterrizaje del Aeropuerto Kar ofrecían una escena de completa confusión. En un extremo estaban las naves espaciales rodeadas de la rugiente y alborotada multitud. El clamor de voces era mayor en el punto donde los abrumados Guardias de la Ciudad se habían apostado formando una cuña y se abrían paso desesperadamente a través de la barrera de ciudadanos. El rumor de voces y gritos se elevó en un crescendo, cuando la muchedumbre se dio cuenta de que se abría la escotilla de proa de la nave espacial más cercana. Firmemente, la puerta circular metálica giraba sobre sus goznes, penetrando más y más en las sombras. Un último giro y se hundió en el interior de la nave, al tiempo que la figura de un hombre se recortaba en la abertura. La multitud bramó con el rostro enrojecido: -¡Urnas Karin! ¡Urnas Karin! Karin dio muestras de agradecer las aclamaciones y levantó la mano para imponer silencio. La mitad de la multitud siseó reclamando silencio y la otra mitad continuó vitoreando. Los primeros reprobaron a los bulliciosos, y éstos a su vez reaccionaron contra aquellos. Alguien le dio un empujón a su vecino, y alguien más se sintió agredido por ello. Una mujer se desmayó, desplomándose al suelo, y un hombrecillo a diez metros de distancia recibió un golpe en el cráneo como represalia. En un abrir y cerrar de ojos, cincuenta individuos distintos recibieron cincuenta versiones diferentes de lo que consideraron como una actitud amenazadora. Un perro agazapado lanzó un aullido, al ser pisado por alguien, y desde el fondo de la multitud una aguda vocecita chilló: -¡Woopsey! ¡Woopsey! Inmediatamente, la muchedumbre estalló en una carcajada; la tensa situación se relajó y se impuso el silencio. Karin saltó al suelo, seguido por veinte de sus compañeros de viaje. Allí cerca se alzaba una pequeña plataforma, de unas dos veces la altura de un hombre. Karin subió a ella y con su aguda mirada observó al público expectante. Un guardia uniformado colocó ante él una pequeña caja de ebonita montada en un trípode. Despidió al guardia con un gesto, se acercó a la caja y habló: -Amigos míos -dijo su voz agradablemente amplificada por el propalador que utilizaba-, vuestra maravillosa bienvenida es una recompensa en sí misma. ¡Personalmente os lo agradezco; y de parte de mis colegas os doy de nuevo las gracias! Ahora, estoy seguro de que todos estáis lógicamente ansiosos por saber si esta expedición ha efectuado algún descubrimiento sorprendente en nuestro Planeta Madre. Hizo una pausa y sonrió, mientras la muchedumbre confirmaba con su criterio que estaba lógicamente ansiosa. – Bien, me temo que nuestra historia es demasiado larga para narrarla con detalle. Baste que os diga que no encontramos rastro alguno de la civilización de los que fueron nuestros antepasados. Las grandes ciudades, las poderosas máquinas de que se servían en una época, se han convertido en polvo y han sido borradas completamente por el paso del Tiempo. En nuestra vieja Madre Tierra ha desaparecido el aire, el agua y la vida, completa y absolutamente. Pero hicimos un notable descubrimiento. – Vaciló durante un exasperante instante-. ¡Encontramos el cuerpo de un hombre prehistórico! Fue en verdad un descubrimiento asombroso. Allí, en un mundo tan viejo que toda señal artificial había sido borrada, donde la atmósfera se había disipado en el espacio y donde había cesado incluso la rotación axial, yacía el cuerpo de un hombre. »El examen del cadáver demostró el hecho aparentemente imposible de que la vida le había abandonado apenas cincuenta horas antes. Afortunadamente, llevábamos con nosotros, como parte de nuestro equipo estándar de primeros auxilios, una cámara normalizadora. Colocamos el cadáver en su interior, le aplicamos calor, licuamos la sangre y hemos logrado traerle en tal estado que todo nos hace suponer que los expertos de nuestro Instituto de Medicina y Cirugía lograrán resucitarlo. »El cuerpo de este hombre está en perfectas condiciones. La causa de su muerte fue, literalmente, la falta de aliento. Al parecer pertenece a un período situado varios miles de años antes de que nuestros antepasados partieran de la agonizante Tierra y se instalaran aquí, en Venus, un período tan lejano en el tiempo,:que nuestras películas de historia no hablan de él. ¡Imaginaos, su cabeza está cubierta de pelo y hasta tiene pelos en el pecho y las piernas! »La habilidad de los científicos, en esta nuestra sumamente progresiva época, para revivir a los muertos en aquellos casos en que la muerte no se debe a la edad avanzada y no va acompañada de lesiones graves, es una maravilla harto conocida por todos como para que sea necesario que haga su apología. Posiblemente haya personas aquí presentes que no se encontrarían con nosotros si no fuese por los milagros realizados por nuestros hombres y mujeres más capaces. Fue interrumpido por varios gritos de asentimiento. – Considero que ésta es una excelente oportunidad para que el instituto retorne la vida a este hombre a fin de que él nos pueda contar su historia con sus propios labios. Si mis esperanzas son justificadas, pretendo formular una petición oficial a Orca Sanla, presidente de la comisión de estéreo-visión, a los efectos de que este solitario habitante de un planeta muerto tantos siglos ha pueda presentarse ante la pantalla de la Estación Estéreo Kar con el fin de dar a nuestro mundo una explicación respecto de unas circunstancias que, para ser completamente sincero con vosotros, consideramos totalmente inexplicables. Karin se volvió y señaló a un individuo corpulento que estaba en la primera fila del grupo de acompañantes. – En cualquier caso, esta noche podréis solazaros con un buen entretenimiento. Olaf Morga, con la colaboración de su hermano Reca, que se encuentra en la nave hermana, ha realizado un completo informe gráfico de nuestra empresa desde el momento que partimos de Kar hasta el instante que abandonamos la Tierra. El informe se enviará a la Estación E. K. y será transmitido esta tarde a partir de la puesta del sol. Karin empezó a descender de la plataforma, cuando estallaba una tormenta de vítores. Una mujer desde el centro de la multitud gritó: -¡El cinturón! El grito fue coreado por miles de voces; antes de que Karin pusiera el pie en el primer escalón todo el gentío estaba clamando: -¡El cinturón! ¡Queremos el cinturón! Morga y Karin intercambiaron una sonrisa. El último regresó al centro de la plataforma al tiempo que, con toda lentitud y deliberación, se desabrochaba el flexible cinturón metálico que le rodeaba la cintura. Lo levantó sosteniéndolo por un extremo, mientras la muchedumbre brincaba presa de excitación. De pronto, Karin lo hizo girar por encima de.su cabeza y lo lanzó por los aires. El cinturón serpenteó hacia donde la gente estaba más apiñada. Medio centenar de hombres saltaron para cogerlo cuando caía. Luego desapareció bajo una masa de seres humanos que se peleaban locamente por el preciado trofeo. Aprovechando rápidamente la distracción, los guardias de la ciudad abrieron camino entre el gentío desde las naves espaciales hasta la torre de control. Karin y su tripulación, junto con la de la nave hermana, se apresuraron a recorrer aquel pasillo y penetraron en la torre. El enjambre de gente abandonó el aeropuerto, volcándose en un colorido torrente hacia la avenida de la Universidad, y las aceras móviles que se deslizaban hacia los suburbios tuvieron que soportar una carga de prueba. Las sombras del anochecer cayeron sobre Venus. El resplandor de las estrellas de un firmamento sin luna penetraba el espeso velo de la atmósfera sólo en grado suficiente para arrancar leves destellos de la brillante superficie acerada de las dos naves viajeras del espacio interplanetario. Una al lado de la otra, en un campo cubierto de basura, las aeronaves cohete dormían.



2


Dos meses más tarde, Bem Hedan, el hombre que había cogido la hebilla del cinturón, manipulaba los controles de su aparato estéreo y lanzaba juramentos. La flamante pantalla pan-selenita ofrecía, en colores naturales y efecto estereoscópico, la etapa final de transformación de una muestra de vida primaria venusiana. Un locutor que no aparecía en la pantalla revelaba el hecho de que los fieles admiradores de Sanla consideraban una fúnebre melodía interpretada con un oboe asmático como un acompañamiento adecuado para las acrobacias de un pez de cara batracoidea de tres meses. – ¡Por la muerte de Terra! – exclamó Hedan, usando el más espantoso juramento que su imaginación pudo concebir en aquel momento-. Pago cincuenta y cinco yogs al contado y doce más cada pleamar para poder tener el aparato. Pago facturas exorbitantes por la energía que consume; tengo que abonar dieciocho yogs anuales por el derecho de usar lo que he comprado… o que aún no he terminado de comprar… Gesticulaba sin referirse a nada en particular y hablaba en voz alta. Le encantaba charlar consigo mismo. Le gustaba sacar conclusiones que tuvieran sentido común. – ¿Y qué obtengo a cambio de esos gastos escandalosos? ¿Qué obtenemos, digo? Demostraciones gráficas de los hábitos domésticos de los babuinos venusianos de posaderas coloradas acompañadas por el ruido quejumbroso de unas cuerdas de tripa. O las aventuras amatorias de un gusano de las profundidades marinas que hace la corte a la sinfonía para diez armónicas de algún fulano. ¡Bah! Hizo girar salvajemente la llave de coordinación que sobresalía de la parte anterior del aparato estéreo. La pantalla se obscureció para aclararse acto seguido y mostrar una nueva escena. Era una vista interior de la Cámara de Debates en la ciudad de Nuevalondres. Dos hombres estaban sentados en sendas butacas de una plataforma semicircular, frente a un gran paraninfo repleto de gente desde la platea hasta la última fila cercana al techo. Un tercer individuo estaba de pie en el estrado ante una pantalla de estéreo. Bern Hedan observó que un espejo suspendido al fondo de aquella plataforma era el causante del extraño efecto de reflejar la pantalla de transmisión en su propia pantalla, ofreciéndole una doble imagen de las tres personas del escenario. El locutor de estéreo estaba diciendo: -Esta tarde han oído y presenciado un debate sumamente interesante y extraordinariamente instructivo acerca de otra Gran Migración. Todos ustedes conocen las razones por las cuales la raza humana se vio obligada a valerse de sus descubrimientos de los medios de viajar a través del espacio cósmico para emprender una expedición masiva hasta nuestra actual residencia: Venus. Los síntomas de senil decadencia planetaria, tales como pérdida de la atmósfera, pérdida de las velocidades de rotación axial, se tornaron tan alarmantes que finalmente se hizo evidente que las características de la Tierra se estaban alterando a un ritmo tan rápido. que la humanidad no podría adaptarse al cambio. Los días de la Tierra estaban contados, por lo menos desde el punto de vista de los seres humanos. Venus ofrecía un hábitat satisfactorio para nuestros antecesores, para nosotros mismos y para los hijos de nuestros hijos, y los medios para llegar a Venus estaban disponibles. »La cuestión que se ha tratado esta noche ha sido, resumida en breves palabras: “¿Se repetirá la historia?” Con el correr del tiempo, en algún momento del futuro distante nuestro planeta correrá la misma suerte que la Tierra. Aunque no nos guste reconocerlo, es un hecho, un hecho absolutamente natural e inevitable. ¿Perecerán los venusianos juntamente con su planeta, o bien se llevará a cabo otra Gran Migración? Señaló con la mano al hombre sentado a su derecha. – El pesimista piensa que estamos condenados por las razones que nos ha expuesto, la más incuestionable de ellas es el que el próximo salto en el espacio deberá hacerse hacia el planeta Mercurio… y Mercurio es desde todo punto de vista inhabitable para los.seres humanos. – Hizo un ademán hacia el otro lado-. El optimista cree que la humanidad jamás desaparecerá de la creación, debido fundamentalmente a nuestros permanentes avances científicos que, según ha manifestado, nos permitirán perfeccionar la tecnología de la navegación espacial hasta tal punto que tendremos la oportunidad de poder elegir entre una docena de mundos antes de que las condiciones en el nuestro se hayan vuelto del todo intolerables. "Y así concluye el debate entre Leet Horis de Kar y Reca Morga de la Sociedad Polemista de Nuevalondres. Permaneció mirando fijamente la pantalla de transmisión mientras un aplauso cerrado atronaba en el auditorio. – Ahora llegamos al evento que todo Venus ha estado esperando con la más aguda impaciencia. Desde que, dos meses atrás, el Instituto Kar resucitó con éxito al hombre prehistórico, el mundo entero ha estado ansioso por oír su historia. Se han hecho algunos comentarios con respecto a esta demora de dos meses, la cual, debo aclarar ahora, se debió al hecho de que la resucitación de ese hombre no fue suficiente, en sí misma, como para justificar su inmediata aparición. Necesitó un período de convalecencia, durante el cual ha aprendido a hablar nuestra lengua. Como verán, la habla con bastante corrección; ello se debe a que su propio idioma resulta ser la raíz del nuestro. Bern Hedan ajustó la llave de brillo de su aparato, haciendo que el escenario se destacase con más nitidez. Colocó una butaca ante el estéreo, se sentó en ella y puso en marcha el masajeador de cabeza automático. Sosegado por la comodidad que le brindaban los almohadones y las suaves fricciones y el cosquilleo del masajeador, se dispuso a escuchar con ánimo condescendiente. Los dos participantes en el debate abandonaron el estrado. El locutor se dirigió al fondo, abrió una puerta y, con aire teatral, hizo entrar al hombre prehistórico. Éste se detuvo ante la pantalla y observó a doce mil. venusianos. Dos mil millones de venusianos le observaron a él. Los venusianos -se sintieron ligeramente decepcionados. El objeto de su atención no tenía aspecto de haber vivido en los árboles, alimentándose de nueces. Su cabeza estaba cubierta de una desagradable cabellera, pero por lo demás parecía completamente normal. Tendría un metro ochenta de estatura; sus ojos eran obscuros, vivaces, y su rostro tenía una expresión inteligente aun de acuerdo con el criterio crítico de los venusianos. Un silvoid karossa tejido colgaba de sus hombros; el inevitable cinturón venusiano le ceñía la cintura. Parecía muy tranquilo; era evidente que no aprobaba la actitud del público que otorgaba a su personalidad un valor meramente arcaico. – Es un privilegio para mí -dijo el locutor- presentarles a Glyn Weston, el hombre del año dos mil siete: fecha que corresponde aproximadamente a setenta mil años antes de la Gran Migración, alrededor de ciento cincuenta mil años a contar de nuestros días. Murmullos de sorpresa se elevaron de las apretadas filas de asientos. – Glyn Weston ha contado su historia a la junta universitaria de Kar; la suya constituye una valiosa aportación a las páginas de la historia antigua. Ahora le solicitaré que repita su relato, y considero que una vez hayan escuchado lo que tiene que decirnos, estarán de acuerdo en que su voz del pasado nos ha contado la más sorprendente historia que jamás se haya transmitido por estéreo. ¡He aquí con nosotros a Glyn Weston!



3


–Amigos míos -comenzó diciendo Weston, hablando con una voz agradablemente modulada-, hay una cosa que debo decir antes de narrar mi historia. El don más grande que Dios ha otorgado al hombre es. la vida. Yo no puedo decir que vosotros me habéis dado la vida, pero a los admirables descubrimientos de vuestra maravillosa civilización debo la devolución de lo que me había sido quitado: ¡la vida! La pobre y deficiente capacidad de expresión verbal es completamente inadecuada para manifestaros la gratitud que siento. Deseo que cada uno de vosotras sepa cuán profundamente aprecio lo que la ciencia venusiana ha hecho por mí. (Un estallido de aplausos sacudió el auditorio. El público llegó a la conclusión de que escucharía a un hombre y no a un salvaje.) -Tal como se os ha informado, mi nombre es Glyn Weston. Mi edad. yo no la conozco; la razón surgirá más adelante de mi propio relato. En lo que podría llamar mi época, si es que alguna época en particular puede recibir esa denominación, yo era físico. »Mis investigaciones se iniciaron a la edad de veintiocho años, cuando tuve la suerte de heredar una fuerte suma de dinero. En ese entonces era ayudante del famoso profesor Vanderveen, astrofísico del Observatorio de Glasgow. Durante muchos años mi pasión había sido el estudio de la obra de McAndrew, popularmente llamado "El hombre del rayo de la muerte". »McAndrew era un científico de la década precedente. La labor que llevó a cabo durante toda su vida había superado la de ciertos matemáticos y físicos del siglo xx, en particular la de Einstein, Graham, Forest y Schweil. Era el más autorizado exponente, en el nivel mundial, del concepto espacio-tiempo y, al igual que muchos otros genios, murió desacreditado por sus contemporáneos porque había asegurado que se descubriría el medio de viajar en el tiempo, a través del tiempo hacia el futuro. »Schweil, con quien McAndrew había colaborado, demostró que el tiempo no era un concepto independiente sino un aspecto del movimiento. El movimiento no podía existir sin el tiempo… ni el tiempo sin el movimiento. »Esto puede parecer más bien oscuro para alguno de vosotros, pero en rigor es muy simple. Tratad de imaginaros el tiempo sin movimiento; considerad los medios por los cuales tenéis noción del tiempo. Ambos conceptos no pueden separarse, pues son meramente aspectos distintos de la misma cosa, McAndrew dedicó toda su vida a descubrir la verdadera relación entre estos dos aspectos y, por así decirlo, definir la "diferencia". »Su labor fue coronada por el éxito dos años antes de su muerte. Trabajando sobre la teoría de que la velocidad del movimiento y el ritmo del tiempo mantenían invariablemente un paralelo constante, produjo un rayo con el que logró hacer desaparecer un número de objetos. Según manifestaba, ese rayo aceleraba la velocidad del movimiento electrónico, haciendo que los átomos experimentaran el tiempo a un ritmo, más rápido y proyectando, así, los objetos hacia el futuro. Por supuesto, se burlaron de él. »Su descubrimiento se describió con los términos más absurdos, tales como "el desintegrador automático" y "el rayo de la muerte". McAndrew dejó todos sus apuntes en la caja fuerte del único científico que creyó en él. Ese hombre de ciencia era Vanderveen, mi superior. »Vanderveen estaba cerca de los sesenta años cuando recogió la antorcha que empuñara el caído McAndrew. Durante mi relación con él me alentó de manera constante, casi paternalmente. Al recibir yo mi herencia. le dije que deseaba utilizarla para proseguir las investigaciones donde McAndrew había llegado. »-Weston -me contestó, poniendo una mano sobre mi hombro- he rogado para que ésa fuera tu ambición. McAndrew tuvo en mí un perro demasiado viejo para aprender trucos nuevos. Pero tú…, tú eres joven. »Así la semilla fue sembrada. Pero Vanderveen no vivió lo suficiente como para asistir a la cosecha. Veintidós años más tarde me convertí en el sujeto humano de un experimento de viaje en el tiempo. Había instalado mi laboratorio en los bosques del Peak District de Derbyshire, en Inglaterra. donde los trabajos podían llevarse a cabo con el mínimo de interferencias. Desde ese laboratorio despaché hacia lo desconocido, presumiblemente hacia el futuro. una multitud de objetos. incluyendo varios seres vivos como ratas, ratones, palomas y aves domésticas. En ningún caso logré traerlos de vuelta una vez les hice desaparecer. En cuanto desaparecía. el sujeto se desvanecía para siempre. No había manera posible de saber exactamente dónde había ido. Lo único que podía hacer era correr el riesgo y partir yo mismo. »Con este propósito proyecté una cabina hermética para viajar en el tiempo y la hice fabricar de inmediato. La cabina tenía espacio para contener el superperfeccionado proyector de rayos Schweil-McAndrew, a mí mismo y una cantidad de material que consideraba imprescindible llevar conmigo. El equipo proyector fue construido de tal manera que la cabina íntegra, con todo su contenido, desaparecería inmediatamente en cuanto funcionara el rayo. Sabía, por supuesto, que si aquella cabina había de transportarme realmente al futuro era imperativo que tuviera en cuenta las posibles alteraciones de los desniveles del terreno durante el espacio de tiempo que cubriría. Hubiese sido una locura realizar el experimento en un punto donde el terreno pudiera elevarse, dejándome enterrado a varios metros bajo la superficie de la Tierra. De manera que arrendé un campo en una colina situada a unos quince kilómetros al noroeste de Bakewell, un lugar muy solitario; y aparejé las vigas del techo con un paracaídas de mi invención, con el fin de prevenir la posibilidad contraria. »El catorce de abril de mil novecientos noventa y ocho, todo estaba preparado para la gran prueba. Con respecto a mi situación financiera, tomé los recaudos necesarios con miras al futuro, contemplando todas las contingencias posibles. La cabina de viaje en el tiempo, pródigamente provista de ventanas y con el aspecto de una gran cabina telefónica, esperaba en medio del campo del granjero Wright. Mientras me dirigía hacia él, sin saber qué me tenía reservado el Hado, pensé cuán fuera de lugar parecía aquel objeto en medio de los surcos. Sin la más leve vacilación, abrí la puerta, penetré en su interior y volví a cerrar con llave, puse en marcha el aparato purificador de aire, eché una última mirada a la Tierra, lozana con el aura de la primavera, y cerré el conmutador del proyector.



4


»La sensación al encontrarme bajo la influencia de los rayos fue desagradable en extremo. Mi mente pareció quedar vacía de todo pensamiento, reteniendo tan sólo alternativas impresiones de aspereza y suavidad, viscosidad y lustre, de todas las cosas del mundo como si la naturaleza de mi cerebro oscilara entre la pseudofibrosidad de la melcocha batida y una satisfactoria blandura como la de una bola de masilla recién amasada. Un velo de niebla cayó, separándome del mundo que mis ojos se esforzaban por contemplar. La niebla era elusiva, intangible. Cierta falla óptica pasajera frustró todos mis esfuerzos por comprobar si aquella niebla velaba las ventanas de la cabina o cubría los globos de mis ojos. »Me asaltó un súbito pánico, y apreté hacia abajo la manija del conmutador a la que mi mano aún estaba aferrada. Una sensación de inmensa tensión recorrió mi cuerpo de pies a cabeza; en mis vasos sanguíneos había una efervescencia como si su contenido hubiera sido substituido por agua de seltz. La niebla fugitiva fue aventada como el velo de gasa de una danzarina oriental. Yo me sentía tan enfermo como un perro. »Hice girar la llave de la puerta. Salí al exterior y miré a mi alrededor. Todo parecía exactamente igual a como lo había dejado. El campo aún estaba arado; unos pocos árboles y arbustos ofrecían muestras de la proximidad de la primavera; el cielo todavía estaba nublado, y el aire era tan estimulante como antes. Mi experimento había fracasado. »Yo era un hombre desgraciado que se dirigía por los solitarios senderos hacia su laboratorio. Recuerdo que los pájaros cantaban, pero yo no los oía, en aquel momento; las flores tempranas agregaban su belleza a la fealdad de mi mundo y yo no las veía en aquel instante. »Maldiciendo mentalmente mi falta dc previsión al no haber dejado estacionado mi automóvil en el campo arrendado, doblé el recodo del camino y comencé a subir por la colina que separaba el campo del laboratorio. Un granjero salió de una senda a mi izquierda y siguió caminando detrás de mí. Aceleró el paso y, al llegar a mi altura, me preguntó la hora. Era un viejo locuaz y, según supuse, su pregunta era meramente una excusa para entrar en conversación. Sin embargo, tiré de mi cadena de oro y eché una ojeada al reloj de poco precio que colgaba de su extremo. »-Lo siento -le dije-, mi reloj se ha parado. »-El mío también -repuso él-. Tendré que averiguarla por la radio cuando llegue a casa. – Prendió un cigarrillo y siguió ascendiendo por la colina en silencio durante un rato-. ¿Qué opina usted del. vuelo del gran cohete? – me preguntó de pronto. »Me quedé sin saber qué decir, y tuve que hacer un verdadero esfuerzo mental antes de responder. Sea como fuere, logré recordar el sensacional vuelo de Robert Clair a través del Canal de la Mancha. Había sido considerado el primer experimento con un cohete tripulado llevado a cabo con éxito. La ciencia de los cohetes sólo despertaba el interés de muy pocas personas; resultaba extraño que aquel hombre aún delatara tanta curiosidad por un hecho que había ocurrido un mes antes. Por educación debía darle una respuesta. »-Simplemente un paso más en la inevitable marcha del progreso -contesté. »-¿Usted cree que conseguirán llegar a la Luna? »-Quién sabe -repuse evasivamente. »-Bueno, ya se habla de ello, ya se habla de ello -insistió-. Estuve leyendo en el diario hace sólo unos días que un profesor había calculado cuánto se tardaría en llegar a Venus, cómo debería construirse un cohete que reuniera todas las condiciones y cuánto costaría. Siempre pensé que Venus era una mujer desnuda y no un planeta. Eso demuestra cuánto ha avanzado el conocimiento desde mis días mozos. »-¡Ah! Fatalmente todos debemos considerarnos ignorantes de acuerdo con todos los adelantos recientes -dije tratando de conformarle. »-¿A dónde llegará el mundo? – inquirió. echando furiosas bocanadas de humo-. Primero las máquinas de vapor, luego los automóviles, los aviones y esos heli… como se llamen. que parecen molinos de viento y no tienen alas, los aviones estratosféricos… ¡Y ahora los cohetes! Recuerdo que cuando era chico los diarios se enloquecieron porque Ginger Leacock circun…, circun… dio la vuelta al mundo sin parar, en uno de esos viejos y estrafalarios aviones estratosféricos. Desde entonces han logrado dar seis vueltas ¡y aún no están satisfechos! Por eso ahora han empezado a fastidiar con los cohetes. »"Primero un loco sobrevoló una casa Y se rompió el cuello. Le llamaron 'un mártir de la ciencia'. Luego otro idiota que quiere convertirse en mártir vuela con un cohete a través del Canal y se fractura las dos piernas. Para no ser menos, otro imbecil parte de Dublín y se estrella contra un rascacielos de Nueva York, haciéndose papilla… »-¡Basta! – le interrumpí-. ¿De qué diablos está usted hablando? »-De cohetes -respondió, sobresaltado-. Y ahora que pueden ir de aquí a Nueva Zelanda en veinticuatro horas, con escalas, o en dieciocho sin parar, lo que yo digo es… »-¿Quiere hacer el favor de escucharme? – le grité, cogiéndole por los hombros-. En nombre del Cielo, ¿de qué está usted hablando? »-¡No se ofenda. señor, no se ofenda! – exclamó con nerviosidad, tratando de liberarse-. ¡No quise ofender. de veras! »-Por supuesto que no quiso ofenderme -vociferé. Luego, dándome cuenta de que mi comportamiento le ponía nervioso, me calmé bajando el tono de mi voz-. Le ruego que me perdone. Este tema sobre el que está hablando me interesa muchísimo y, por ciertas razones, que no vienen al caso, no me he enterado de las últimas novedades sobre la materia. Mi estúpida excitación se debió a que usted habló de un vuelo cohético a Nueva York. ¿Puede decirme cuándo se realizó? »-¡Déjeme pensarlo! – Aparentemente tranquilizado. se detuvo y contempló el firmamento mientras hacía memoria-. Me parece que fue a fines del verano del año dos mil cuatro. »-¿Qué año dice? »-Dos mil cuatro -repitió. »-¿Y cuándo se efectuó ese gran vuelo cohético al que se refirió al principio? – le pregunté, haciendo un tremendo esfuerzo para dominarme. »-Ayer. »-Le extrañará que le haya hecho esa pregunta -le expliqué-, pero no vaya a creer que me ocurre nada grave. Soy un poco desmemoriado. Ahora dígame: ¿qué día era ayer? »El hombre me miró compasivamente, extrajo un diario doblado de su bolsillo izquierdo, lo abrió con gesto decidido y me lo entregó. Un gran titular ocupaba la parte superior de la primera página. Decía: NUEVA MARCA COHÉTICA. Debajo se leía: A N. Z. EN DIECIOCHO HORAS. – LAMPSON SE ESTRELLA EN LA BAHÍA HAWKES. A pesar de lo sensacional de la noticia. no le dediqué mucha atención. Mis ojos recorrieron ávidamente el encabezamiento del diario. Allí estaba claramente impreso. sin dejar lugar a dudas: "Daily Óbice – 22 de mayo de 2007". »Antes de que el sorprendido granjero tuviese tiempo de moverse le abracé y le di un beso. Tiré el diario al aire y le encajé un poderoso puntapié antes de que llegara al suelo. Lancé un aullido con toda la fuerza de mis pulmones y me puse a bailar un fandango en medio del camino. Se me cayó el sombrero y rodó por el polvo hasta detenerse en un charco; mi reloj saltó de mi bolsillo y me acompañó en la danza colgado del extremo de la cadena. ¡Mi experimento de viajar a través del tiempo había tenido éxito! Durante cinco minutos no fui dueño de mis actos, con la mirada extraviada, mientras mi accidental compañero, olvidándose de la dignidad de su edad y del reumatismo, subió la colina al galope como un venado perseguido y desapareció tras la cresta.



5


»La notable hazaña de haber realizado un breve viaje a través del tiempo tuvo en mí un efecto completamente distinto del que hubiera profetizado unos años antes. No corrí, embriagado por el triunfo, a anunciar la noticia ante un mundo asombrado. Por el contrario, me volví tan desconfiado y reservado como un aldeano. Mis ansias de fama y de respeto de parte del mundo de la ciencia se esfumaron, siendo reemplazadas por una curiosidad insaciable que cada día no era más que un mero periodo de especulación acerca del mañana. El futuro me dominaba como una droga maligna. »Anteriormente había sido reservado porque estaba decidido a no permitir que mi trabajo cayera en manos extrañas. Ahora, el motivo residía en el temor de verme privado de los medios para satisfacer mi deseo de explorar el futuro tan a fondo como me fuese posible. »Desde todo punto de vista me parecía conveniente emprender mi próxima aventura de inmediato. Mi fortuna personal no debía ser motivo de preocupación por el momento; mi dinero estaba bien invertido…, pero no lo suficientemente seguro como para soportar los ataques del tiempo. Llegué a la conclusión de que podía darme el lujo de ignorar la suerte que podían correr ciertas pertenencias terrenales; era improbable que pudiese reclamarlas en un distante futuro. »En la tranquila atmósfera del laboratorio cubierto de polvo, recapacité. La cabina para viajar en el tiempo debía ser sacada de aquel lugar cuanto antes. Sólo el Cielo sabía qué extraña historia debía de haber contado mi accidental compañero al llegar a su hogar, qué ojos curiosos y entrometidos dedos estarían examinándola en el campo de Wright. Por cierto que no sabía si todavía pertenecía al granjero Wright. El propietario. quienquiera que fuese, podría desalojar arbitrariamente al intruso que invadiese sus predios. El próximo paso debía darlo aquella misma noche. »Una hora después de la puesta del sol penetraba en la cabina para viajar en el tiempo y cerraba la puerta, disponiéndome a emprender mi segunda aventura. Tenía el estómago vacío; en el laboratorio no había comida y hacía varias horas que nada había entrado en mi boca. Me conformé con un cigarrillo que tenia nueve años… ¡Y aún se conservaba en perfecto estado! Leves franjas de luz todavía teñían el cielo hacia el lado de Staffordshire; la Luna en cuarto creciente estaba suspendida sobre el horizonte y las estrellas parpadeaban con toda nitidez. El cigarrillo me ofreció su última bocanada de fragante humo. Aplasté la colilla con el pie y exclamé: "¡Hasta nunca, año dos mil siete!" »Con la mano en el conmutador. vacilé un instante. La última vez, el conmutador había estado cerrado de seis a diez segundos, según mi cálculo más aproximado, y había salvado un lapso de nueve años. La distancia recorrida ¿estaba en relación directa con el tiempo que el conmutador permanecía cerrado? ¿Caería muerto cuando el rayo me llevase al día que la Naturaleza había fijado como el día de mi muerte, o bien, tanto si parecía lógico como si no lo parecía, era posible que uno viajara más allá del día de su propia muerte? Sólo el silencio respondió a mis mudas preguntas. No podía hacer nada más que comprobarlo. La única alternativa era el éxito o el suicidio. Conecté el conmutador con exagerada decisión. ¡El dado estaba lanzado! »No os cansaré con otra descripción del malestar provocado por lo que he denominado la náusea del tiempo. Los rayos actuaron durante un lapso diez veces más largo que en la última ocasión: alrededor de un minuto. Luego desconecté el conmutador; mi organismo fue sometido a una poderosa aunque momentánea tensión y… había llegado. La llave giró en la cerradura; la puerta se abrió hacia el interior. Con la mirada fija en las distantes colinas, salí al exterior. Mis pies tropezaron con algo y caí de bruces. Al ponerme en pie, descubrí que la cabina estaba hundida en el suelo unos quince centímetros; había tropezado con el montículo de tierra que se alzaba ante la puerta. Por suerte no había proyectado la cabina con una puerta que se abriese hacia e! exterior. en cuyo caso hubiera quedado prisionero en ella. »Al mirar a mi alrededor, la primera cosa que noté fue que el campo no estaba cultivado. Unos cuantos árboles y arbustos de miserable aspecto extendían los últimos harapos de follaje oscuro. El cielo era gris, estaba cubierto y poseía un aire amenazador; llegué a la conclusión de que debía de ser fines de otoño o comienzos del invierno. Mientras cruzaba el campo en dirección al camino, vi que no había ni un alma por los alrededores. »Al llegar a un muro de piedra, de poco más de un metro de altura. me trepé a él y observé el distante horizonte y el terreno que se extendía a mis pies. No había señal alguna de vida o de vivienda humana. Mis ojos, que recorrían ansiosamente los accidentes del terreno, percibieron una extraña forma a una cierta distancia, a unos seis o siete kilómetros. Saqué mis gafas, limpié cuidadosamente los cristales y me las puse. El objeto era una enorme semiesfera de un gris parduzco. »El edificio, si eso era, se alzaba en la cima de un mojón como una verruga en la nariz de la Tierra. Estaba situado en dirección opuesta al lugar donde estaba, o donde había estado, mi laboratorio. Me sentía desfallecer de hambre; mi estómago sugería que aquello, la única cosa artificial del paisaje, prometía ofrecer una suculenta comida. Abandoné el muro de un salto y comencé a caminar en dirección al mojón distante. »Conservando un paso rápido durante la mayor parte de una hora, llegué a unos centenares de metros del objeto que resultó ser una giba, enorme y lisa, de cemento de unos trescientos metros de diámetro por ciento cincuenta de altura. Parecía haber un enorme agujero en la parte superior. No tuve oportunidad de pararme a examinarla con detenimiento antes de acercarme más; vacilé un momento y una voz se materializó surgiendo de la nada detrás de mí. Tenía un acento curiosamente cerrado, parecido al de los escoceses, seco y escueto. Dijo: »-¡No se mueva! »Me giré. Ante mí había un hombre vestido con unas ropas de un color pardo oscuro, mezcla de un mono de ingeniero y de un uniforme de soldado. Un casco, nada más que un absurdo casquete metálico, coronaba su cabeza; sus manos sostenían un objeto que sólo se parecía muy remotamente a un rifle, con el que me apuntaba. Su atuendo carecía completamente de ornamentos; por su aspecto, igual podría haber sido un soldado de infantería que un plomero. »-¿De dónde sale usted? – exclamé. »-De debajo de una col -contestó, con una amplia sonrisa-. ¿Y usted? »-Del año dos mil siete. »-¡No me diga! Luego el pasado se vuelve contra nosotros. »Una nota sarcástica alteró su voz, pero parecía un muchacho inteligente. »-Debe usted creerme -argüí-. Es una larga historia la mía, pero cuando la haya escuchado la encontrará… »-¡Muy convincente! – me interrumpió-. Si es usted mejor embustero que la mayoría de nosotros, debe ser usted muy bueno. Ahora, en marcha. Una vez dentro, podrá explicarnos cómo salvó el mundo en el año dos mil treinta. »-¡En el año dos mil treinta! ¿Dijo usted el año dos mil treinta? »Traté de cogerle del brazo. Él apoyó el cañón de su arma contra mi cintura. »-Claro que dije el año dos mil treinta. Será mejor que mueva los pies con más ligereza que la lengua. Y, si aún tiene intención de continuar el juego, Matusalén, puedo anticiparme a su pregunta, diciéndole que estamos en el año de desgracia de dos mil cuatrocientos ochenta y seis. »-¡Santo Cielo! – exclamé, volviéndome y comenzando a subir por la ladera-. ¡He dado un salto de casi cinco siglos! »-Huyó del fuego y fue a dar en las brasas -comentó mi compañero. »-¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir? »-Exactamente lo que dije -repuso, al tiempo que su rostro adoptaba una expresión sardónica-. Tal vez sea un buen saltarín, pero su elección fue pésima. ¿Por qué no dio un salto más corto o más largo? El saltarín que es capaz de elegir este año debe de estar loco. ¡Diablos, ya sabía que estaba usted loco! »-Sí, pero… »-¡Camine. saltarín. camine! – ordenó-. No tengo ningún deseo de utilizar mi rifle económico contra un hombre blanco, aunque esté loco. »-¿Por qué llama a su arma un "rifle económico"? – le pregunté. »Él dejó escapar un suspiro. »-Bueno, si no puede quedarse callado, y tiene que simular que ignora las cosas más comunes, le diré que se debe a que dispara dardos envenenados y funciona con aire comprimido, con el fin de poder ahorrar explosivos que se necesitan rabiosamente en otra parte. »Yo estaba a punto de preguntarle dónde eran más necesarios los explosivos y con qué propósito, cuando me di cuenta de que habíamos llegado al pie de la giba de cemento y estábamos ante una puerta metálica situada en un costado. »Mi acompañante tocó la puerta e hizo deslizar hacia un lado una pequeña tapa colocada en el centro de ella, que dejó al descubierto una pantalla fluorescente. Acercó el rostro a la pantalla y habló. »-Número KH.32851B4, con un caballero del año dos mil siete.



6


»La puerta se abrió silenciosamente. Entramos. Ante nosotros se extendía un largo pasillo iluminado con luz indirecta que salía de unas ranuras abiertas en ambos lados. Con pasos sincronizados, que a mí me fastidiaban y trataba en vano de alterar, marchamos por el pasillo, doblamos a la derecha en cuanto llegamos al final, seguimos caminando a lo largo de un corredor de cemento, acompañados por el resonar de nuestros pasos, y entramos en una amplia estancia. »Un individuo bigotudo de piel apergaminada nos miró desde detrás de su escritorio. »-¿Qué quiere usted? – me espetó. »-Comer -le contesté, secamente. – Tráigale de comer -ordenó a mi guardián. Dirigiéndose a mí de nuevo, me dijo-: Siéntese. »Detrás de mí se elevaba del suelo un alto cubo de goma roja. Me senté en él con sumo cuidado. Era un colchón de aire y me sentí muy cómodo. El hombre del escritorio se inclinó hacia delante y puso en marcha un instrumento que tenía un vago parecido a los antiguos aparatos grabadores de la voz. Se acarició el bigote y me miró de arriba abajo. »-¿Nombre? – inquirió. »-Profesor Glyn Weston. »-Profesor, ¿eh? ¿De qué casa de estudios? »-Al principio del Observatorio de Glasgow; luego he estado investigando en mi propio laboratorio, situado a unos quince kilómetros de aquí. »-No hay laboratorio alguno en veinte kilómetros a la redonda -observó, ácidamente. »-Mi laboratorio estaba a quince kilómetros de aquí en el año dos mil siete -repliqué, con obstinación. »-¡En dos mil siete! ¿Qué edad tiene usted, entonces? »-Desde un punto de vista, algo más de cincuenta años; desde otro, casi cerca de quinientos. »-¡Eso es absurdo! – exclamó-. ¡Obviamente absurdo! »-Existe una explicación para esta absurdidad aparente. En el año dos mil siete fui el primer hombre que había emprendido un viaje en el tiempo…, es decir, hacia el futuro. Había viajado hasta ese año desde mil novecientos noventa y ocho. El experimento se repitió. Éste es el resultado… ¡Aquí estoy! »-¡Ah! – se frotó un costado de la nariz con el índice, mientras me contemplaba con desconfianza-. La popularidad de la ciencia-ficción ha logrado que el tema del viaje en el tiempo nos resulte absolutamente familiar. Pero viajar a través del tiempo es imposible. »-¿Por qué? – le pregunté. »-Es ilógico. »-La vida es ilógica; los terremotos son ilógicos. »-Es cierto -concedió-. En algunos aspectos eso es profundamente cierto. Pero, ¿cómo puede hacerse a la idea de estrechar la mano a sus antepasados unos cuantos siglos antes de que usted hubiera nacido? – No…, eso sería realmente ilógico. Mis experimentos me han demostrado que el tiempo sólo se puede recorrer en una dirección…, y es hacia delante, hacia el futuro. No se puede regresar, no se puede volver al pasado ni siquiera la fracción de un segundo. »Él se levantó, se separó del escritorio para acercarse a una librería rinconera, buscó entre los apretados volúmenes y extrajo un enorme y negro tomo. Pasó rápidamente las hojas. Se volvió hacia mí, con el libro abierto en la mano, y me preguntó: »-¿Qué población tenía Bakewell en el año dos mil siete? »-No puedo decírselo -repuse-. Pasé muy poco tiempo en ese año. Pero en mil novecientos noventa y ocho tenía unos cuatro mil quinientos habitantes. »-¡Hum! ¿Quién era el primer ministro en Gran Bretaña? »-Richard Grierson. »-¡Correcto! Ese año Clair voló sobre el Canal. ¿Quién proyectó el cohete? »-El experimentador en astronáutica alemán Fritz Loeb. »-¡Correcto de nuevo! »-Escúcheme -le pedí-. Si eso que tiene ahí es alguna enciclopedia antigua, sírvase buscar el concepto del tiempo y vea quién escribió sobre el tema. "Se humedeció el dedo y empezó a buscar pasando las hojas de su libro. Dejándolo sobre el escritorio, cogió otro volumen y lo hojeó también. Revisó cuatro volúmenes más antes de encontrar lo que buscaba. »-Aquí está. Por cierto, soy el capitán Henshaw -agregó, como si de pronto se hubiese acordado de presentarse-. Veamos, Schweil, Herman, filós. Holandés "Der no-sé-cuántos"; Schweil de nuevo, con otro libro; McAnders, Fergus, "Coordenadas espacio-tiempo"; McAnders otra vez, "Aceleración atómica en el flujo temporal"; de nuevo: Weston, Glyn, "Teorías simplificadas de Schweil-McAnders". Otro y otro más; uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¡seis! Glyn Weston… ¡ése es usted! »-Y puedo demostrarlo -dije, sumamente complacido al ver que mi obra había sido asentada en las enciclopedias durante cinco siglos. »-¿Cómo? – preguntó el capitán Henshaw. »-Mi cabina para viajar en el tiempo espera que la examine en un lugar que sólo puedo describirle como el campo del granjero Wright. Está a una hora de aquí, caminando. »De pronto se abrió una puerta a mi izquierda. Apareció un hombre uniformado empujando un carrito de comedor construido con brillantes caños metálicos y montado sobre ruedas de gruesas llantas de goma. Con suma destreza hizo virar el carrito, colocándolo ante mi asiento, destapó una bandeja bien provista que había encima y, con el aire despreocupado de un mago experto, extrajo cuatro patas telescópicas de la parte inferior del carrito. Después de ajustarlas a una altura conveniente, retrocedió un par de pasos, extendió un mantel e hizo una reverencia con una descarada sonrisa. »-¡Debe de estar hambriento después de quinientos años de ayuno! – dijo. »Dirigiendo otra sonrisa a Henshaw, abandonó la estancia. »-Para ser completamente sincero con usted -dijo Henshaw, mientras yo me concentraba en la grata comida-, debo decirle que su historia es demasiado ridícula como para que se le pueda dar crédito, a pesar de las pruebas que me ha brindado. Ahora bien, no crea usted que pretendo llamarle embustero, pues eso no es así. Todo cuanto puedo decir es que intento mantener una actitud desprejuiciada acerca de todo este asunto hasta que tenga la oportunidad de examinar ese quiosco mágico de que me habla, e iré a echarle una mirada en cuanto termine la guardia, dentro de un par de horas. »-Con mucho gusto -musité con la boca llena, agitando el tenedor en el aire. »-Después que haya visto su artefacto, mandaré un informe a Manchester. Mis superiores decidirán qué hacer con usted. »-Eso suena como una amenaza -observé, masticando rápidamente. »-Y, en el caso de que su historia sea verdadera en todos sus aspectos, ¿hay algo que desee saber? »-¡Sí! – Hinqué el tenedor en una patata-. ¿Dónde me encuentro? »-Está usted en el interior de la Fortaleza Interceptora número treinta y siete. »Se alejó de su escritorio y empezó a pasearse por la estancia. »-¿La qué número treinta y siete? – pregunté con súbita energía. »-La Fortaleza Interceptora -repitió él-. Estamos en guerra. »-¡En guerra! – exclamé, débilmente. »-La guerra más grande y feroz que haya conocido el mundo. Hace cinco años que dura y es probable que continúe durante cinco años más. Una décima parte de la población ha sido borrada de la faz de la Tierra, eliminada. La Metrópolis, que en su época se llamaba "Londres", ya no existe; sólo resta una vasta área de ladrillos, tejas y cemento convertido en polvo, que alberga los huesos de aquellos que había albergado en vida. Si es cierto que puede viajar en el tiempo, como usted afirma, vivirá para maldecir el invento que le trajo al momento presente. »El rostro de Henshaw adquirió una amarga expresión; su voz se tomó áspera. »-¿Con qué país está en guerra Gran Bretaña? – pregunté, habiéndome casi olvidado de la comida. »-No existe Gran Bretaña alguna -repuso Henshaw-. Ese nombre ya hace dos siglos que fue borrado del mapa. Tampoco existe el Imperio Británico. Ahora está viviendo en Inglaterra, que es un estado autónomo y que forma parte del Mundo Blanco, al igual que Escocia, Irlanda, Australia, Alemania, Rusia y todas las demás integran también el Mundo Blanco. La Tierra actualmente está dividida sólo en tres partes: el Mundo Blanco, el Mundo Amarillo y el Mundo Moreno. »"El Mundo Moreno es el más pequeño y más insignificante de los tres. Incluye las así llamadas razas negras y es neutral por el momento. El Mundo Blanco y el Mundo Amarillo se están diezmando mutuamente para afirmar su derecho a reproducirse sin tener en cuenta el espacio habitable. Pero estoy perturbando su almuerzo; le ruego que termine y le llevaré a la cámara del telescudriñador. Allí podré mostrarle algo de la guerra. »-Con la mente asaltada por un sinnúmero de pensamientos dispares, continué comiendo en silencio, mientras Henshaw se afanaba ante la librería, extrayendo volúmenes y volviendo a colocarlos de nuevo en su sitio. Al fin, la comida se terminó. Me bebí la última gota de líquido, mastiqué el último fragmento de galleta y me levanté. »-Henshaw me indicó la puerta por la que yo había entrado. Salimos por ella, enfilamos un largo corredor, penetramos por otra puerta, subimos por una escalera de caracol hasta otro corredor y, al llegar al final del mismo, nos encontramos en una cámara alargada, rectangular, situada bajo el techo de la fortaleza. »-Esta es la cámara del telescudriñador -explicó Henshaw.



7


»El suelo y los muros de la cámara estaban cubiertos de una masa de instrumentos y equipos. Cuatro hombres deambulaban entre ellos, ocupados en distintas tareas, mientras, en el extremo más alejado, otros dos estaban sentados ante lo que deduje serían los tableros de control de algo. El objeto más notable era un gran disco de cristal montado en una estructura metálica en el centro de la cámara. El disco estaba ligeramente inclinado sin llegar a la posición horizontal, tenía una superficie azogada y se parecía enormemente a los reflectores astronómicos de mi época. »Henshaw sacó una silla de alguna parte. Colocándola ante el espejo, me.indicó que me sentara, se acercó a los hombres del control y mantuvo una breve conversación con ellos. Regresó y se quedó de pie junto a mi silla. »-Este telescudriñador fue el resultado de haber permitido jugar con la televisión a los aficionados investigadores de la onda corta. Es mucho más complicado de explicar que el hecho de que esté usted aquí pero, para resumirlo en pocas palabras, se trata de un haz de ondas que se dirige hacia el firmamento, pasa a través de las capas de Heaviside y Appleton y rebota contra la capa de Grocott, que se encuentra a una altitud de mil trescientos kilómetros. El haz de ondas retorna a la Tierra y capta la escena del sitio donde choca. » "Luego se desplaza hacia la derecha alrededor de la Tierra, registrando las escenas de lo que va encontrando por el camino; la primera impresión es la más intensa, y cuando recibimos el haz de nuevo no tenemos dificultad alguna en sintonizar y filtrar las escenas superpuestas, dejando la primera que aparece clara y con definidos contornos. Los operadores están tratando de captar una vista de la Metrópolis. En cualquier momento obtendremos algún resultado. »Aún estaba hablando cuando el disco azogado adquirió vida con sorprendente presteza. No hubo imágenes borrosas ni nebulosidades previas, Un instante, la superficie estaba desprovista de reflejos, salvo un intenso brillo; en el instante siguiente, ofrecía una escena con sorprendente claridad. Yo me incliné sobre ella y miré. Una avenida calamitosa, sembrada de baches, se extendía a través de un área cubierta de montones de escombros. A pesar de que observaba con toda atención, no logré percibir un lugar donde hubiera un ladrillo sobre otro, ni pude encontrar un solo ladrillo entero. La escena presentaba una horrible uniformidad desde primer término hasta el fondo: doscientas cincuenta hectáreas de patética evidencia. »Nada se movía en aquella escena desoladora; ningún paso era dado donde un día anduvieran diez millones de pares de pies; ninguna voz se alzaba donde un día habían sonado las voces de cientos de niños absortos en sus juegos. Se me hizo un nudo en la garganta al comprender que la Metrópolis, el viejo y querido Londres, ya no existía. Se abría como una enorme cicatriz gris en lo que yo aún imaginaba como la dulce y verde faz de la Madre Tierra; se abría como una cicatriz en el alma de la humanidad. »El Espejo cambió de foco cuando los hombres en el extremo de la cámara manipularon los controles. El cabo más cercano de la venida pareció elevarse hacia mí y se me ofreció con todos sus detalles. De un montón de escombros, a cincuenta metros de un gran cráter, vi que surgían unos huesos; cerca de las piernas yacía el esqueleto aplastado de un perro. Henshaw agachó la cabeza, frotándose la barba, con un ruido sordo, y habló: »-Ante sus ojos aparece uno de los más conmovedores incidentes de la guerra. El perro no quiso abandonar a su amo muerto. Permaneció ahí hasta que murió de hambre. Millares de personas presenciaron su prolongado y desgarrador acto de devoción a través del telescudriñador con maldiciones en los labios lágrimas en los ojos, fruto de la impotencia. El teniente de vuelo O’Rourke, desobedeciendo órdenes, realizó un desatinado intento de rescatar al perro, cuando ya tenía el vientre hundido entre las costillas. Un escuadrón Amarillo le derribó. Su avión cohete está sepultado bajo el polvo del Marble Arch. ¡Dios tenga en Su gloria a un aguerrido caballero! – ¿Están ganando los Amarillos? – pregunté, con el corazón en un puño. »-No, yo no diría eso. El arte de la guerra en la actualidad ha alcanzado el grado de perfección en el que nadie gana y todos pierden. La Metrópolis, o lo que queda de ella, no está en peores condiciones que Kobe o Tokio. La contienda consiste en una serie de ataques destructivos, seguidos de una represalia igualmente destructora; no se han producido prolongadas batallas como se estilaba en el pasado, sino descargas de golpes rápidos de uno y otro bando. El aniquilamiento de esta gran ciudad fue el resultado de uno de dichos golpes; la destrucción de Tokio fue nuestra respuesta. Vamos, echaremos una mirada a su cabina para viajar a través del tiempo. »Al oír esas palabras me levanté. Abandonamos la cámara del telescudriñador, volvimos sobre nuestros pasos por los corredores y llegamos a la puerta metálica. Al acercarnos, se abrió silenciosamente, y apareció ante nuestros ojos un pequeño vehículo de líneas aerodinámicas, que nos esperaba en el camino. Henshaw bregó por introducir sus largas piernas bajo el volante, mientras yo me acomodaba en el asiento a su lado. Cerrando la portezuela exterior, Henshaw oprimió un botón que sobresalía en el centro del volante de mando. Un suave zumbido surgió de debajo y partimos. »-No deje que la imagen del telescudriñador le conmueva demasiado -dijo Henshaw, maniobrando con el volante-. Nuestro excelente servicio de espionaje nos advirtió que se produciría ese ataque y logramos evacuar las nueve décimas partes de la población a tiempo. La décima parte restante fue aniquilada, pero la mortandad no fue tan tremenda como sugiere la imagen. »-¿Qué es lo que causó la destrucción? – inquirí. »-Bombas…, bombas de alto poder destructivo lanzadas desde aviones estratosféricos y también desde naves cohete volando a extraordinaria altura. El próximo bombardeo se efectuará sobre Manchester o Sheffield, pues son las ciudades meridionales de más importancia, y además son los centros de la industria bélica. Nuestra fortaleza forma parte de una cadena que se extiende a través de las colinas de Derbyshire para proteger Manchester. No podemos evitar los ataques aéreos, pero estamos en condiciones de administrar un severo castigo mediante nuestros obuses cohéticos y torpedos aéreos, que pueden ascender a considerable altura, estos últimos merced a la energía que reciben de la Estación Septentrional de Radiación. »-¡El Continente debe de haber recibido su parte! – sugerí. »-No tanto como usted supone -replicó-. Las fuerzas opositoras han concentrado su veneno en lo que consideran constituye el centro neurálgico del enemigo; por ello Inglaterra y Japón son los objetivos favoritos. Ninguno de los bandos utiliza su flota aérea con el objeto de defenderse sino para llevar a cabo la represalia. Es por eso que estas fortalezas resultan tan importantes: constituyen una de las pocas concesiones para la defensa arrancadas a los poderes que adoran la política del ataque, el ataque y de nuevo el ataque. »Con un rápido giro del volante, esquivó la curva de un muro de piedra y siguió hablando con un tono cada vez más amargo. »-No espero el próximo bombardeo ansiosamente, se lo aseguro. Nos ha llegado información, de ciertas fuentes, de acuerdo con la cual los Amarillos han perfeccionado una bomba desintegradora, fruto de cierto científico curioso que se ha ocupado del problema de cómo se mantiene la radiación solar. Tengo entendido que la bomba cae, estalla, altera la estabilidad de la materia circundante y hace que se consuma. »"El proceso no continúa indefinidamente, sino que perdura mientras se conserva la energía original en la bomba; cuanto más grande sea la bomba, más extensa será el área de materia afectada. El proceso me lo describieron como 'reajuste del equilibrio electrónico', y creo que se produce a una velocidad a la que sólo podría escapar un atleta muy veloz. »El vehículo llegó a la cresta de una colina. Un campo apareció ante nuestra vista. Simultáneamente, vimos la cabina para viajar en el tiempo. Descendimos raudos por una suave ladera en su dirección, ascendimos por una cuesta igualmente suave y nos detuvimos junto al muro desde el cual había vislumbrado la fortaleza distante. Henshaw abandonó su asiento con una forzada contorsión, sacó un reloj y consultó las minuteras. »-Cuatro minutos… No está mal considerando el estado de la carretera. »-Un promedio de cien kilómetros por hora -dije-. ¿Qué clase de motor es ése? – pregunté, señalando el vehículo. »-Eléctrico. Funciona con acumuladores Freimeyer de alta capacidad a base de placas de una aleación de plata-tantalio. »Se subió al muro, y contempló el objeto que se encontraba en el medio del campo. Así que ésa es la caja mágica, ¿eh? Vamos y pondremos una moneda en la ranura. »Me trepé al muro. Ambos nos quedamos contemplando la cabina. Henshaw se mecía el bigote, con una expresión de vivo interés en el rostro. El césped estaba húmedo y resbaladizo bajo nuestros pies. Habíamos recorrido la mitad de la distancia hasta la cabina cuando un ronco silbido se expandió por sobre las colinas y resonó en el valle. Henshaw se detuvo abruptamente. El silbido enmudeció, y luego se sucedieron seis pitidos breves. »Henshaw giró en redondo, me aferró el brazo y me arrastró hacia el vehículo. »-Por el Botón del Mandarín -rugió, con el rostro colorado de excitación-, ¡Un ataque aéreo! ¿No oyó la sirena? Es la alarma de bombardeo de la fortaleza. ¡Debemos regresar en seguida! ¡Muévase, por el amor de Dios! ¡No hay un segundo que perder! »Corrimos hacia el muro. Veinte metros antes de llegar, resbalé, trastabillé agitando desesperadamente los brazos, resbalé de nuevo y caí de espaldas chocando con tanta violencia que se me cortó la respiración. Henshaw, a media docena de pasos más adelante, describió un círculo, volvió a mi lado y me cogió las manos, dispuesto a ayudarme a levantarme. »-¡Mire! – grité con el aliento entrecortado, mirando el cielo con los ojos que se me salían de las órbitas-. ¡Mire! »A un par de kilómetros de distancia, viniendo en dirección a nosotros a gran velocidad, se veía una máquina aérea de color dorado, en forma de bala, de pequeño tamaño, con alas romas en los costados, de cuya cola surgía una extensa estela de fuego. Su aspecto era siniestro, amenazador; mi corazón se volvió de hielo. »-¡Por todos los diablos del infierno! Un caza de los Amarillos -gritó Henshaw-. Nos ha descubierto y pretende divertirse un poco. Corra o podemos considerarnos hombres muertos. »Mientras hablaba, de un tremendo tirón me hizo poner de pie. Yo me apoyé en sus hombros. Dimos unas vueltas, tratando de mantener el equilibrio, como un par de bailarines clásicos, resbalamos y caímos los dos al suelo. Alguien hizo repicar una piedra dentro de una lata monstruosa; un rugido pasó raudo por encima de nuestras cabezas; una oleada de aire caliente rozó nuestros cuerpos recostados. Nos pusimos en pie. El caza había pasado y, a un par de kilómetros de donde estábamos nosotros, se elevaba describiendo un gran rizo. El vehículo era un montón de chatarra humeante. »-¡Vuelve por nosotros! – gritó Henshaw-. Estamos listos. ¡No tenemos dónde escondernos! »-Que el Cielo nos… -comencé a decir, pero me interrumpí al ocurrírseme una idea-. ¡La cabina! Vamos. Con un poco de suerte lograremos llegar a ella. Allí estaremos a salvo.



8


»Me volví, comenzando a correr hacia el centro del campo, con los brazos funcionando como los émbolos de una máquina, y mis pasos frenados por el temor de caerme. Henshaw corría junto a mí, jadeando, con el rostro lívido. »A pesar de la frenética carrera, logró tomar suficiente aliento para formularme una pregunta. »¿Qué ganaremos con meternos dentro de esa cosa? Simplemente la hará volar en pedazos. »Espere y verá -gruñí. »Un ruido crecía en intensidad detrás de nosotros, llenándonos de terror, que no hacía más que aumentar nuestra velocidad. Con sorprendente presteza, el caza rugió sobre nuestras cabezas seguido por su estela de aire caliente. Una terrorífica explosión se produjo en algún lugar a nuestras espaldas. Henshaw miró hacia atrás por encima del hombro. »-¡Una bomba desintegradora! – gritó-. Avanza como un relámpago hacia nosotros. ¡Corra! ¡Corra como jamás haya corrido en su vida! »Mis protestantes pies incrementaron su velocidad. La distancia total del muro a la cabina apenas alcanzaba a los quinientos metros. Nunca hubiera imaginado que semejante distancia pudiera llegara ser un calvario tan terrible. Unos treinta metros nos separaban de la cabina: parecía que fueran treinta kilómetros. La distancia recorrida se hacía sentir en ese tramo final; ya no corríamos, trastabillábamos. »Henshaw, delante de mí, llegó a la cabina y comenzó a tirar desesperadamente de la puerta, mientras una sensación de calor me subía por la parte posterior de la piernas. Él danzaba con gran excitación mientras tiraba en vano. Yo le grité: “¡Empuje! ¡Empuje!”, y Henshaw cayó de cabeza en el interior de la cabina. Una fracción de segundo más tarde yo me precipitaba por la puerta abierta; me volví y contemplé como la tierra literalmente se derretía y hervía a un metro de distancia del cancel. Lo logramos por un pelo. »Sin perder un instante, cerré la puerta y conecté el conmutador del aparato de rayos. Unas llamas rojas saltaron hacia arriba y nos espiaron a través de las ventanillas; una película de niebla las borró. Mi cuerpo se estremeció presa de la antigua y familiar sensación y, mientras musitaba una plegaria de gracias, la cabina entera cayó hacia un costado. Mi cabeza golpeó con un saliente de la pared. Frenéticamente, me aferré a la manija del conmutador al tiempo que me sumía en la inconsciencia. »El sopor duró un breve lapso… o por lo menos así me pareció. Recobré el conocimiento, alargué una mano en busca del conmutador, lo alcancé y tiré de él. »Alguien exclamó: "¡Ay! " »Yo me senté prestamente. ¡Estaba en una cama! »Resulta fácil imaginar mi estupor. Estaba en una cama, de ello no había la menor duda. Palmeé y palpé las cobijas, estudié los dibujos del tejido y me pellizqué a mí mismo. No había que darle vueltas: definitivamente, más allá de toda discusión, me encontraba sentado en una cama cubierto con un camisón de color carmesí. »Algo que se movió ligeramente a mi lado atrajo mi atención. Me froté los ojos y miré de nuevo. De pie junto a la cama, con una afable solicitud pintada en..el rostro, había un hombre totalmente calvo vestido con un traje enterizo de un tinte brillante. Tenía una ancha frente, ojos grandes, límpidos y castaños, y la boca y el mentón eran pequeños, casi femeninos. De una cadena que rodeaba su cuello pendía un instrumento plateado, del cual, según supuse, había recibido el tirón que había provocado el "¡Ay!" »Me quedé mirándole fijamente. ÉI me contemplaba con plácida serenidad. »-¿Dónde estoy? – pregunté débilmente, utilizando la frase convencional para tales circunstancias. »-Usted se encuentra en mi casa situada en la ciudad de Leamore -respondió con voz agradablemente modulada-, y estamos en el año setecientos sesenta y dos del nuevo cómputo, o en el treinta y cuatro mil seiscientos cincuenta y seis del antiguo. ¡Ha efectuado un salto sobre un abismo de tiempo que representa unos treinta y dos mil años! »-¿Cómo sabe usted que soy un viajero del tiempo? – inquirí. »-Porque su aparato para viajar en el tiempo se materializó de la nada ante los ojos de medio centenar de ciudadanos. Eligió el centro de una avenida muy concurrida como punto de llegada. Docenas de personas fueron testigos del fenómeno que, en un pasado lejano, indudablemente se le hubiera dado una explicación sobrenatural. Nosotros llegamos a la conclusión de que usted había viajado a través del tiempo: una conclusión muy simple puesto que su hazaña es la segunda que se lleva a cabo en los últimos cinco siglos. Luego, su compañero confirmó nuestra… »-¡Henshaw! – le interrumpí, recordando que había tenido un compañero en aquel viaje en el tiempo-. Henshaw… ¿Dónde está él? »-Se está haciendo arrancar los cabellos -fue la sorprendente respuesta. »-¡Arrancar los cabellos! ¡Los cabellos! ¿Por qué? ¿Cómo? »Mi mente se hundió en la confusión ante aquel giro tan sin sentido de la conversación. Por segunda vez me pellizqué para convencerme de que no estaba soñando. El hombre del enterizo azul sonrió al notar el efecto de sus palabras. Sentándose en el borde de la cama, se cogió una rodilla entre las manos y continuó: »-Su amigo parece una persona acostumbrada a tomar rápidas decisiones. Apenas han transcurrido treinta minutos desde el instante en que su aparato conquistador del tiempo efectuó su dramática aparición, sin embargo él ya se ha dado cuenta de que, de acuerdo con las convenciones actuales, el cabello está considerado como algo desagradable. Según parece está dispuesto a adquirir un aspecto agradable a toda costa, por ello se está haciendo sacar la cabellera mediante un método indoloro de extracción. Le estamos depilando el bigote y la pilosidad craneana. Los pelos de la cara tendrán que crecer más antes que podamos ocuparnos de ellos. »-Bien, ¡que me condenen! – estallé-. ¡Henshaw…, el chivo sagrado! Le hago viajar a través de múltiples siglos y ¿qué sucede? Se va corriendo a un salón de belleza y me abandona agonizando en la cama. – La indignación me obligó a saltar del lecho y a ponerme en pie-. ¡Y en un camisón carmesí! – agregué. »Mi acompañante lanzó una carcajada. »-No hay temor de que expire aún -me aseguró-. Se dio un tremendo porrazo del que no tardará en recobrarse. En cuanto al camisón, como usted le llama, se lo pusimos después de un baño que buena falta le hacía, mientras buscábamos algunas prendas a su medida. »-¿Y mis ropas? – inquirí. »-Han sido incineradas; las de su amigo también. El contenido de sus bolsillos ha sido fumigado, al igual que su cabina. Ha venido a parar a un mundo muy aséptico. No nos importa que hayan venido. pero nos oponemos enérgicamente a que importen grandes cantidades de gérmenes de unas características que nos ha costado considerables esfuerzos eliminar. Sentimos simpatía por usted; sentimos simpatía por su amigo; pero no nos gustan los pasajeros que les acompañaban. »-¡Lo siento! – dije. humildemente. »-No tiene importancia -repuso él, liberando su rodilla y poniéndose de pie-. Tal vez me expresé de una manera demasiado brusca. Soy yo quien debe pedirle disculpas. »Cruzó la habitación y oprimió un botón. Un panel de pared se deslizó silenciosamente hacia abajo. Detrás de él se escondía un armario empotrado. Hurgó en su interior. extrajo un atuendo completo de un material parecido a la seda y lo tiró sobre la cama. »Liberándome con secreto alivio del camisón carmesí, comencé a ponerme aquellas ropas. El suave y casi delicado material cubrió mi cuerpo, recién bañado y vivificado. causándome una placentera sensación. El traje no tenía un solo botón. Todo se abrochaba mediante una especie de cremalleras mágicas. Me puse una prenda de extraño corte tras otra, las aseguré cerrando las cremalleras y, por fin, me situé ante el espejo contemplando mi flaca figura embutida en un enterizo verde esmeralda, calcetines verdes y sandalias que hacían juego y un tricornio verde gallardamente ladeado en la cabeza. Me quedé mirando fijamente el espejo. considerando que en él se reflejaba el estúpido más grande que haya existido nunca. »-¿Qué le parece? – me preguntó mi espectador. »-No está mal. Ahora sólo me hace falta el gato. »-¿El gato? – repitió. confundido. »-Sí, el gato. Parezco el personaje principal en "Dick Whittington"**. »-¿Dick Whittington? – murmuró. »-Usted no lo comprendería… ¡Olvidémoslo! – Traté de colocarme el tricornio con una inclinación distinta; el resultado fue abominable. Por fin. desistí. Si todo el mundo se vestía de aquella manera, un idiota más pasaría inadvertido. »-Bueno, estoy listo, señor señor… »-Me llamo Ken Melsona -contestó él. »- Y yo, Glyn Weston. »Nos estrechamos la mano. Melsona abrió una puerta, se adelantó por un pasillo hasta llegar a otra puerta, que se hundió en el suelo al oprimir un botón-. La puerta daba a la calle. Consciente de mi estrafalario atuendo, vacilé; Melsona, vestido como Muchachito Azul, cruzó decididamente el umbral. Yo le seguí.



9


»La escena que se ofreció a mi vista era tan inesperada, que me detuve y sentí que me quedaba sin aliento. Entre los bordillos del pavimento se deslizaba una acera móvil, de mullida y suave superficie, que corría permanentemente de oeste a este. Estaba dividida en tres secciones, todas desplazándose hacia la misma dirección, las externas a unos ocho kilómetros por hora y la central a unos diez. Cientos de personas, vestidas con enterizos de alegres colores, permanecían de pie en las aceras conversando, o pasaban de una sección a otra, todas desplazándose como una hilera de blancos en una galería de tiro. El ancho total de la acera tendría alrededor de treinta metros; estaba bordeada por pavimentos fijos, adornados con vistosos mosaicos. »A ambos lados de la avenida se alineaban pintorescos chalets, rodeados de pródigos y bien cuidados jardines. En los pavimentos fijos, a intervalos de treinta metros, había árboles ornamentales de todos los tamaños y colores, cuyas copas habían sido podadas dándoles las formas más inimaginables. Sin duda, era una bella vista, la más bella que haya contemplado en mi vida. La avenida ostentaba el nombre de Bulevar del Paraíso. »-Melsona se dirigió a la sección móvil más cercana de la acera, advirtiéndome que al pasar a ella tuviera cuidado de ponerme de cara a la dirección que llevaba. Nos trasladamos a la sección central y permanecimos de pie en ella, uno al lado del otro, y nos dejamos llevar hacia el este. Yo me sentía tan feliz como un niño en una feria. »-Vamos a visitar un par de tiendas -sugirió mi guía-. Luego podemos pasar a buscar a su compañero…, ¡hum!… Henshaw, dijo usted que se llamaba, ¿no es cierto? »-Contesté entre dientes afirmativamente, mientras mis ojos vagaban atentos por todo lo que me rodeaba, incluyendo la multitud que nos acompañaba en aquel viaje sobre las aceras móviles, seducido por la novedad de todo. »-Recorrimos casi un par de kilómetros, antes de que Melsona llamara mi atención con un codazo, al tiempo que se trasladaba hábilmente al carril lento de la derecha, lo cruzó y llegó al pavimento. Seguido por mí, se dirigió en línea recta hacia un sector donde había una media docena de tiendas y entró en una donde se exhibían una variedad de productos que no tuve tiempo de examinar. Un hombre y una mujer, ambos vestidos brillantemente e igualmente calvos, se adelantaron para atendemos. »-Tengan a bien servir a este caballero -dijo Melsona, señalándome con un gesto condescendiente. »-Oh, por supuesto, con mucho gusto -ronroneó el dependiente masculino, lavándose las manos con jabón invisible-. ¿Qué necesita el caballero? »-Dinero -contesté secamente. »-¡Dinero! – repitió como un loro-. ¡Dinero! ¡Qué pedido más raro! Se puede conseguir, claro, pero tendrá que recurrir a un coleccionista. »-Entonces, ¿cómo diablos puedo…? »-De la manera más simple -me interrumpió Melsona.-. Todo cuanto tiene que hacer es pedir lo que precise. Si en esta tienda lo tienen, se lo darán; si no lo tienen, entonces quizá lo consiga en otra. »-Pide y te será concedido -acoté. »La idea me parecía una locura, pero ¿quién era yo para cuestionar el sistema económico de esa época? »-Cigarrillos -pedí, esperanzado. »Apenas había pronunciado la palabra que la dependienta ya se encontraba junto a un estante, habiendo ganado a su colega por un paso; cogió una docena de cajetillas de distintos tamaños y formas y las dejó sobre el mostrador. Mis ojos se clavaron en ellas con asombro y placer. Eran cajetillas de cigarrillos. Elegí una de las más grandes. La dama quiso saber si podía ofrecerme algo más. Pedí una pitillera y la obtuve. Solicité un encendedor automático. La dependienta me proporcionó un instrumento idéntico al que colgaba del cuello de Melsona, y que yo había confundido con la manija del conmutador. Después de pasar media hora en aquella tienda, salí convencido de que había ido a parar a Utopía. »Nos detuvimos en él pavimento. Abrí mi cajetilla de cigarrillos, me llevé uno de los ansiados cilindros a los labios, y Melsona me enseñó a usar el encendedor. Tenía la forma alargada de un abeto cónico, estaba hecho de metal y sujeto a la convencional cadena-collar. Uno meramente tenía que oprimirlo. Se levantaba una minúscula tapa del extremo más ancho, dejando al descubierto un filamento incandescente en su interior. Encendí el cigarrillo, inhalando el aromático humo con indescriptible satisfacción. »-¿Cuánto tiempo durará esto? – pregunté, estudiando con curiosidad el extremo ardiente del encendedor. »-Durante el resto de su vida -contestó-. Es… »De pronto, miró hacia el cielo, al escuchar un ruido atronador que provenía de las nubes. »-¡Mire! ¡Es una nave de línea transcontinental! »Un cigarro titánico, plateado, se elevaba en el cielo; flameo, atemorizador. Las circunstancias no ayudaban a contemplarlo con la perspectiva adecuada. Juzgué que el monstruo tendría unos dos kilómetros de largo por doscientos metros de diámetro. Flotando sobre las tenues y casi transparentes nubes, presentaba un aspecto realmente majestuoso, con su cónica nariz apuntando hacia el sol poniente, la cola vomitando lanzas flamígeras que se disipaban. expandiéndose y formando un abanico de vapor. »Se desplazaba a una altitud de por lo menos diez kilómetros, sin embargo, debido a su tamaño y a la diafanidad de la atmósfera, las hileras de ventanillas circulares de sus costados eran claramente visibles. Sembrando la ciudad de Leamore con un ruido atronador, aceleró hacia poniente, su tremenda mole empequeñeciendo los diminutos seres humanos responsables de su fabricación. »-¿Qué le parece? – inquirió Melsona, con orgullo. »-¡Es magnífico! ¡Maravilloso! – respondí. »Un grito atrajo nuestra atención hacia la avenida. Un hombre de pie en el carril más lento y más distante agitaba los brazos como un loco; se precipitó hacia nosotros, tropezó con el filo del carril intermedio, que corría a dieciséis kilómetros por hora. y ejecutó un incompleto salto mortal de costado. Al caer sobre el carril móvil, rodó cuan largo era en la dirección contraria, derribando docenas de personas. Sin dejar de rodar, surgió entre una masa informe, dio unas vueltas a través del carril y trató de ponerse en pie en el filo de la acera. »Permaneció, durante una fracción de segundo, con un pie en el carril central y el otro en el más lento y cercano a nosotros; luego la diferencia de velocidad le hizo trastabillar. Eligió el carril más lento y cayó en él sobre sus posaderas, dándose un tremendo batacazo. Pasó ante nosotros, que le contemplábamos llenos de interés, tendido de espaldas, con los pies en el aire. A unos cincuenta metros, logró alcanzar la seguridad del pavimento mediante un súbito y acrobático salto, se giró y corrió hacia nosotros. »Al acercarse, note que tenía una tez más obscura que la mayoría de la gente que había visto. Su traje enterizo era de un horrible color amarillo, de la cintura hacia arriba, y negro de la cintura hacia abajo; sus calcetines eran negros, y las sandalias, negras con motas amarillas. Un sombrero amarillo, parecido a una tarta, estaba encasquetado en lo alto de su cabeza; del centro de su corona surgía una borla amarilla que se balanceaba sobre su oreja izquierda. »-¡Weston! – bramó-. ¡Soy yo… Henshaw! »Se acercó a nosotros, con el rostro resplandeciente de satisfacción, y me dio una cordial palmada en la espalda. Yo le examiné con más detenimiento. Tenía menos pelo que un huevo. »-No puedo creerlo -dije secamente. »-Y yo apenas puedo creerlo cuando le miro a usted -retrucó. ».-Entonces ¿cómo me reconoció? »-Porque la de usted es la única cabeza de mono en todo el ancho mundo. – Retrocedió un paso y me contempló de pies a cabeza-. El único Robin Hood que viste y calza -comentó-. ¿Qué le parece mi atuendo? »Extendió los brazos y lentamente fue girando hasta dar la vuelta completa ante nosotros. »-Prefiero no decirlo -repuse, apartando la mirada de aquel amarillo bilioso-. Para hablar con justicia, tendría que emplear términos vulgares. »-¡Está celoso! – comentó, lanzando una carcajada-. Personalmente, pienso que un atavío como éste presta color a la vida. El único defecto que le encuentro es que resulta difícil distinguir a los “sahibs" de las "memsahibs". Así que anduvo de compras, ¿eh? – Golpeó con el dedo el encendedor que pendía de mi cuello-. ¿Y qué me dice de este mundo sin dinero? »-Puesto que está enterado de ello, es evidente que también anduvo de compras -comenté. »-¡Oh, no! – me aseguró-. Quise pagarle al depilador y reaccionó como si le hubiera fulminado un rayo. Entonces me enteré de ese asunto del dinero. Ávidamente, me dijo que aceptaría una moneda rara, si tenía alguna. Así que dejé que revisara mi monedero, que logré rescatar cuando se llevaron mis ropas para quemarlas. Cuando vio lo que yo tenía, se le salieron los ojos de las órbitas, como si fuesen los registros de un órgano: dieciocho dólares y cuarenta centavos en legítimo y viejo oro blanco. »-¿Dinero blanco? – exclamé con sorpresa. »-Claro. ¿Acaso supone usted que yo tenía dinero de su época? Bueno, buscó y rebuscó entre las monedas y escogió una de medio dólar que era la que tenía la fecha más antigua. Se puso tan contento como un perro con dos colas. Le pregunté qué iba a hacer con ella. Jamás adivinaría qué me respondió. »-¿Qué? – dije para estimularle. »-Aún no he logrado determinar si soy un deficiente mental o bien si en este mundo están todos chiflados salvo yo. ¡Tanto si usted lo cree como si no lo cree, me dijo que pensaba canjear ese medio dólar por un pez de cristal! »-¡Un pez de cristal! – repetí, incrédulo. »-¿Para qué diantre lo debía querer? – siguió diciendo Henshaw-. Si hubiese hablado de un pez vivo, ya habría sido sorprendente; si hubiera dicho un pescado, me habría parecido más razonable, ¡pero un pez de cristal! »-Eso tiene su explicación -intervino Melsona-. Como comprenderán, este mundo ha progresado tanto, que resulta un gran problema mantener a la gente ocupada. No existe sistema monetario alguno; todo se puede conseguir por el solo hecho de pedirlo. Todas las tareas, las manufacturas y similares, las efectúan personas voluntarias, pero nuestros métodos son tan eficaces que nunca hay suficiente trabajo para todos los que se ofrecen. Los habitantes de este mundo tienen que encontrar la manera de llenar larguísimos ratos de ocio de una manera u otra; en consecuencia, el trabajo, que en una época era una maldición, ahora es una bendición. »”¿Qué hacen en su tiempo libre nuestros ciudadanos? Yo se lo diré. Algo menos de la mitad se dedican a la ciencia; más de la mitad se consagran al arte. La gente inventa cosas o las crea, y todo el mundo trata que su obra sea original o superior a las de los demás. »”La gente exhibe en los bazares los productos artesanales que no desea, poniéndolos a la disposición de las personas que los piden. La vergüenza más grande que puede sentir un ciudadano es ver que sus productos permanecen en una tienda durante varios meses. El mayor triunfo que puede experimentar es ver que una de sus obras la solicitan tantas personas que deben echarla a suertes. »”Las personas que coleccionan las obras de un artista determinado o sienten un especial deseo de adquirir una de ellas, pueden obtenerla de tres maneras: solicitándola al bazar, si la tienen; o, si el artista es tan popular que sus obras nunca llegan a las tiendas, pueden pedirle a él mismo que les tenga en cuenta con los demás solicitantes cuando la obra se eche a suertes; o bien, si se da el caso de que el artista también es un coleccionista, pueden permutarla por alguna obra propia. »"Eso explica la intención de su hombre de canjear una moneda por un pez de cristal. Las monedas de su época no son raras; son absolutamente desconocidas y, por lo tanto, de incalculable valor espiritual para el coleccionista. Uno de los más destacados coleccionistas de esos antiguos símbolos de cambio es Torquilea, el más grande artista en obras de cristal de la Tierra. Me gustaría que vieran una muestra de su obra. Acompáñenme.



10


»Guiados por Melsona caminamos a lo largo del pavimento en dirección contraria al movimiento de la acera. Manteníamos una conversación muy animada, que consistía, fundamentalmente, en preguntas de parte de Henshaw y de mí, y en las respuestas de Melsona. Pudimos colegir que un.sistema de aceras móviles se proyectaban desde el centro de Leamore hacía los suburbios como los radios de una rueda, que las calzadas corrían en una y otra dirección alternativamente, que la gente que deseaba ir en el sentido opuesto al del movimiento de la acera podía caminar por el pavimento fijo o bien tomar por una calle transversal hasta la otra avenida. La nuestra se dirigía al centro de la ciudad; si Melsona quería volver a su casa desde el centro y no tenía ganas de caminar, no tenía más que tomar la avenida adyacente, que se dirigía hacia las afueras, y entrar por la puerta trasera. Todas las avenidas que excedían los treinta metros de ancho eran móviles; las calles más estrechas eran fijas. Todo el sistema de transporte era absurdamente simple. »Melsona nos contaba que existía un gran número de máquinas aéreas y vehículos particulares, pero no se les permitía entrar en las ciudades ni volar sobre ellas, quedando confinadas sus actividades a los espacios entre ciudades. En aquel instante pasamos ante un restaurante al aire libre. Apenas caminamos unos pasos, cuando de común acuerdo retrocedimos, entramos en él y pedimos una mesa. »-…así sólo las grandes naves de línea pueden sobrevolar las áreas pobladas -dijo Melsona, concluyendo su explicación-. ¿Qué desean comer? »-Un bistec -dijo Henshaw. »-¿Un bistec? ¿Qué es eso? »-Carne -repuso Henshaw, relamiéndose los labios y aflojándose el cinturón de su enterizo. »Una expresión de inefable disgusto se pintó en el rostro de Melsona. »-Era sólo una broma -le aseguró Henshaw, comprendiendo inmediatamente que había metido la pata-. Comeré lo que usted nos recomiende. »La expresión de Melsona daba a entender que no consideraba la broma de muy buen gusto. Garabateó algo en un bloc colocado en un marco en el centro de la mesa y apoyó el pie en un pedal que sobresalía del piso. La mesa se hundió en el suelo, dejándonos ante un hueco que se abría a nuestros pies. Después de un breve instante, la mesa reapareció ante nuestra vista, con las tres comidas pedidas debidamente puestas sobre ella. Empezamos a comer. Los alimentos eran extraños, pero satisfactorios. »Luego, sintiéndome un hombre nuevo, abandoné la mesa y, junto con mis compañeros, seguí caminando por el pavimento. Me ensimismé en mis recuerdos, pensando cuán raro era que sólo hiciera unas pocas horas que había ingerido mi comida anterior… ¿o hacía miles de años? Debíamos de haber caminado unos diez minutos, cuando Melsona se detuvo tan bruscamente que, aún absorto en mis pensamientos, choqué contra él. Señaló el jardín de un bello chalet. »-Aquí hay una espléndida muestra de la obra de Torquilea -comentó-. Pasen y admírenla. – Sin dudar un instante, abrió la verja y entró en el jardín, diciéndonos que nuestra curiosidad sería considerada como un halago tanto por el artista como por el propietario. Nos llevó ante un objeto colocado en medio del césped. Lo contemplamos en silencio. Era divino; no podía calificarse de otra manera. »Una masa de mármol de color, ónix, ágata y lapislázuli, ingeniosamente dispuesta, se levantaba hasta una altura de tres o cuatro metros. Sobre ella caía una cascada de cristal tan real, que uno se sorprendía de no escuchar el rumor del agua. Tan soberbia era la habilidad del artista que hasta el veteado de la piedra de la base había sido utilizado para crear la impresión de encontrarse bajo los remolinos de una superficie acuática. Engarzadas en el cristal, por medios que no pude determinar, había burbujas, sombras y vagos destellos de luz que simulaban a la perfección el agua danzarina y en movimiento. »La cascada chocaba contra el fondo,.salpicando y arremolinándose entre las rocas de colores, mientras aquí y allá gotas diminutas pendían iridiscentes de las grietas y hendiduras. Un par de salmones de cristal saltaban entre las aguas de la cascada. Si uno se acercaba podía distinguir los finísimos alambres que les mantenían suspendidos en el aire, pero era tan perfecta la forma que les habían dado los dedos del genio, que resultaba difícil escapar a la sugestión de que algún moderno Merlín no les había inmovilizado en aquella posición cuando disfrutaban plenamente de una vida vibrante. »Henshaw se sacó la tarta de la cabeza y dijo: »-¡Ante esto me descubro! »-Fue realmente un gran triunfo para Torquilea -nos contó Melsona-. Nada menos que veintisiete personas tuvieron que echar a suertes para ver quién se quedaría con esa singular obra maestra. »Miró atentamente a Henshaw. »-Torquilea se vuelve loco por las monedas antiguas. El otro día vi una de sus obras, que no tardará en pasar a manos de alguien. Era simplemente un pequeño globo de cristal que contenía una bahía. En el fondo se veía arena y guijarros; un par de camarones semitransparentes nadaban en sus profundidades; unas algas marinas de color verde crecían en una roca, en la cual floraba una bella anémona de mar con todos sus tentáculos extendidos. Era una reproducción de la naturaleza tan lograda, tan maravillosa, que uno casi esperaba ver las ondas en la superficie del cristal. Torquilea es el más feliz de los hombres por el hecho de que sus obras son tan apreciadas y ansiadas. Estoy seguro de que estará dispuesto a considerar la posibilidad de efectuar un cambio. »Henshaw se dio por aludido. Eligió una moneda y se la entregó a Melsona, al tiempo que le decía que hiciera con ella lo que considerase más conveniente para los tres. El hecho de que se refiriera a tos tres como si fuésemos una sola persona pareció complacer inmensamente a Melsona. Aceptó el obsequio con alborozo, anunciando que se entrevistaría con Torquilea a la primera oportunidad. »Cuando regresamos a la casa de Melsona para descansar y dormir hacía varias horas que había obscurecido. Habíamos recorrido la mitad de las avenidas de Leamore en las aceras móviles, explorado muchas tiendas y edificios, visto infinidad de maravillas, y habíamos sido presentados a tantas personas que no podíamos recordar más que a un par de ellas. Melsona, en su calidad de guía voluntario de la ciudad, nos había llevado de un lado para otro, manifestando que era el más afortunado de los hombres porque nuestra llegada le había permitido aprovechar sus horas de ocio. Su conversación, bajo la presión de nuestras preguntas, nos puso en antecedentes respecto de infinidad de hechos notables. »Nos enteramos, en primer lugar, que el día era mucho más largo que en mi época, y que la rotación axial de la Tierra se tornaba cada vez más lenta a un ritmo tal que los científicos consideraban que, dentro de otros veinte mil o treinta mil años, cesaría por completo. El fenómeno se había iniciado con la llegada de El Invasor, momento en que se inauguró el nuevo calendario del que estábamos en el año 772 N. C.; las letras N. C. significaban "nuevo cómputo". »El Invasor, se nos informó, era un planeta dos veces más grande que Júpiter, que había llegado del espacio interestelar, abriéndose camino a través del sistema solar, para desvanecerse en el cosmos. Pasó entre las órbitas de Marte y el cinturón de asteroides; su influencia alteró el equilibrio normal de la mitad del sistema, haciendo las órbitas de los asteroides, de Marte y de la Tierra mucho más excéntricas, al tiempo que había capturado y arrastrado a su paso dos miembros del grupo Troyano de asteroides. »Nos contaron que, unos cincuenta años después del paso de El Invasor, naves cohete habían logrado llegar a Venus, que los viajes interplanetarios aún eran tan difíciles y arriesgados, que en aquel momento la población de Venus no ascendía a más de doce mil habitantes, y que por cada individuo que había llegado al planeta sano y salvo, otro había perecido en el intento. »La población de la Tierra no había sufrido alteración alguna, en cuanto al número, durante los últimos diez mil años; la Tierra entera reconocía un gobierno central situado en Osmia, y el sistema social era el Pallarismo. Supimos que Osmia estaba situada en la ciudad que yo había conocido como Constantinopla, y que el "ismo" que prevalecía entonces estaba basado en las teorías de un filósofo llamado Palla, que había vivido hasta el año 22800 V. C.. »Con los estómagos reconfortados por una tardía cena, y las mentes preñadas de recuerdos de las exploraciones del día, fuimos a descansar. Como deferencia especial a mi gusto, nuestro anfitrión había dejado sobre mi cama lo que parecía un traje de baño negro. El camisón carmesí había sido transferido a la cama de Henshaw. Éste entró en mi habitación para saber qué me parecía su atuendo para dormir. Yo me dormí musitando una descripción que él no pudo oír.



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»Los cuatro días siguientes figuran entre los más placenteros que he vivido. Viajamos vastamente con nuestro anfitrión, familiarizándonos por completo con las características singulares de aquel mundo nuevo. La mañana del quinto día éramos transportados por el carril central de la Ruta Derby, hacia las afueras de la ciudad, cuando Melsona llamó con un silbido a un anciano que caminaba por el pavimento en dirección contraria. El viejo se detuvo; Melsona pasó al carril más lento y luego alcanzó el pavimento. Nosotros le seguimos. »-Les presento al senior Glen Moncho -dijo-. Senior es el título con que distinguimos a los hombres muy eruditos -añadió a modo de explicación. »-Como profesor -sugerí. »-Exactamente. Aquí el senior Glyn Weston y el capitán Henshaw. – Sonreía mientras le estrechábamos la mano al anciano-. El senior es nuestro más eminente historiador. Pensé que tendría especial interés en conocerles. »Henshaw no perdió el tiempo y aprovechó la oportunidad. Preguntó: »-¿Quién ganó la guerra entre Blancos y Amarillos de dos mil cuatrocientos ochenta y uno a dos mil cuatrocientos ochenta y seis? »-Las mujeres -respondió el senior prestamente. »-¡Las mujeres! – exclamó Henshaw, estupefacto. »-La guerra duró nueve años, no cinco -continuó el senior-. La terminó una organización militante de mujeres que en primer lugar, se negaron a engendrar más hijos, luego abandonaron las fábricas de municiones, por cuyo motivo ambos bandos tuvieron que retirar grandes contingentes de tropas del frente para reemplazarlas, y, finalmente, tomaron las armas y asesinaron a los individuos que, a su criterio, eran los hombres clave dc la guerra. El conflicto fue la causa directa del matriarcado mundial que predominó durante los tres mil años siguientes. »-¡Vaya, soy un puerco soldado! – exclamó Henshaw. »-Así que usted es el famoso viajero. del tiempo -dijo el senior, volviéndose hacia mí-. He oído hablar mucho de usted en los noticiarios por radio. Tengo entendido que le han invitado a la Convención Anual de Científicos que tendrá lugar en Metro dentro de una semana. Sería muy interesante que presentara su aparato. »-¡Eso sí que es curioso! – dije-. Hace varios días que estoy aquí y en ningún momento se me ocurrió preguntar qué le había ocurrido a mi artefacto. »-Está a buen recaudo -explicó Melsona-. Fue transportado por el carril móvil mientras le llevaban a usted a mi casa. Luego lo rescataron y fue a parar al Museo de Ciencias, donde está a su disposición. »-Magnífico -respondí-. ¿Les gustaría verlo? »Tanto el senior Moncho como Melsona manifestaron que estaban ansiosos por examinar la cabina para viajar en el tiempo. Tomamos una calle transversal hasta la próxima avenida, que se desplazaba hacia el centro, nos situamos en uno de los carriles lentos y regresamos hacia la ciudad. »-Lo más curioso del viaje en el tiempo -le comenté al senior- es cómo altera las ideas de uno. Por ejemplo, se diría que yo he vencido a la naturaleza al vivir miles de años, pero, como viajero del tiempo, sé que no es así. De hecho, soy tan sólo una semana más viejo que cuando inicié el experimento. Ahora comprendo que la naturaleza ha fijado la fecha de mi muerte, no en términos de años de acuerdo con los cálculos humanos, sino en relación con los años de mi vida. yo moriré dentro de un cierto número de mis propios años a partir de mi fecha de nacimiento, prescindiendo de cómo ese número de años pueda ser dividido o distribuido en el futuro. »-Hay una cuestión que, a mi juicio, es aún más curiosa -observó el senior-. Cómo es que nosotros, con nuestra gran civilización, nuestro enorme interés en todas las ramas de la ciencia, no hemos sido capaces de resolver un problema que ya ha sido solucionado por dos personas que nos anteceden por miles de años. »-Henshaw no lo ha resuelto -le señalé. »-No me refería a Henshaw, sino a su predecesor. »-¿A mi predecesor? – repetí, sin lograr comprender lo que quería decir. »-Ya le dije que el viaje en el tiempo era algo que nosotros conocíamos -intervino Melsona-. La primera vez que conversamos le comenté que se había realizado antes. »Hice un esfuerzo de memoria y me pareció recordar vagamente que había dicho algo al respecto. En aquel momento no le había prestado mucha atención, pues estaba bastante confundido. »-Cuando Schweil apareció, manifestando que… »-¡Schweil! – grité con toda la fuerza de mis pulmones-. ¿Dijo usted Schweil? »-Si -contestó el.senior, con expresión sorprendida-. Cuando él se presentó diciendo que procedía más o menos de la época de usted, se burlaron de él, y… »-Dígame -le interrumpí-, ¿de qué año manifestó que procedía? – Deje que lo piense. – Clavó la vista en el suelo y pensó durante un lapso exasperantemente largo-. Fue en mil novecientos cuarenta y cuatro, creo. – ¡Eso es! – grité, temblando literalmente de excitación-. ¡Eso es! »La gente que nos rodeaba me miraba como si pensaran que estaba loco. Me estaba poniendo en evidencia, pero no me importaba. »-¿Le conocía usted? – inquirió el senior, con tono tranquilizador. »-No. Falleció unos pocos años antes de nacer yo. O creyeron que había fallecido. Partió en su avión particular con la manifiesta intención de asistir a un congreso científico en Nueva York. Desapareció. Los restos de su avión aparecieron en las playas de Nueva Escocia un mes más tarde. Era algo excéntrico, no gozaba de muchas simpatías, y algunas personas sugirieron que era un caso evidente de suicidio. Sus teorías, y las de sus sucesores, me resultaron de suma utilidad. ¿Qué se hizo de él? ¿Dónde está? Hábleme de él, se lo ruego…, cuénteme todo lo que sepa. "El senior parecía confundido; aspiró profundamente y dijo: »-En el año trescientos doce N. C., hace cuatrocientos sesenta, este tal Schweil apareció en las afueras de Metro, nuestra gran ciudad sobre el Támesis, y aseguró que había viajado a través del tiempo, procedente del pasado. Su máquina tenía la forma de una tosca esfera metálica de unos tres metros de diámetro. A pesar de.sus características atávicas, nadie le creyó. Examinaron su máquina y decidieron que se trataba de una broma. »"Lamentablemente no estaba en condiciones de probar lo que afirmaba, salvo ofreciendo una demostración práctica y alejándose, así, de la gente a quien tenía que convencer, pues nos explicó que si bien se podía viajar hacia el futuro, no podía haber movimiento alguno hacia el pasado. »-Absolutamente cierto -dije, pendiente de cada una de sus palabras. »-Estaba muy amargado. Según él la nuestra era la octava era que había visitado y en ninguna de ellas le habían creído. Al fin, emigró a Venus, llevándose con él la esfera de metal. Vivió allí casi un año, y luego logró convencemos de que decía.la verdad. Lo hizo encerrándose en su esfera y desapareciendo ante los ojos de un millar de colonizadores. Jamás regresó. Desde entonces no hemos vuelto a saber nada de él. »-Partió hacia el futuro -dije, saltando como un gato-. Partió hacia el futuro. ¡Oh, si pudiese encontrarle! ¡Un hombre de mi propia época, un compañero ideal para mis viajes. ¡Debo encontrarle! ¡Debo encontrarle sea como fuere! Me espera en alguna parte en el mañana. ¡Tengo que buscarle! ¡Mi cabina debe ser transportada a Venus en seguida! "Y diciendo esas palabras, en mi insana excitación salté al carril central y empecé a correr por él, con una obsesión; llegar al Museo de Ciencias cuanto antes y disponer el traslado de mi cabina. »El esfuerzo de la carrera debió de calmarme. A un kilómetro avenida abajo, gané el pavimento y esperé que me alcanzaran los demás. Llegaron sin aliento, primero Henshaw, luego Melsona y por último el senior, bastante rezagado y dando señales de una gran fatiga. »Entramos juntos en el Museo, donde Melsona preguntó por el sitio en que habían colocado mi cabina. Guiados por él, llegamos al último piso. Por ese entonces yo ya había recobrado mi sangre fría en grado suficiente como para recordar que mis compañeros deseaban examinar la cabina. Abrí la puerta y procedí a explicarles cómo funcionaba el aparato de rayos y las teorías en que se basaba. »-Aparentemente la cabina no había sufrido daños serios. Las esquinas exteriores estaban bastante rayadas y golpeadas; una de las ventanillas estaba resquebrajada. Extraje las válvulas y el tubo de rayos, los observé a contraluz, y volví a colocarlos al ver que se encontraban en excelente estado. »-Revisé todo el aparato, ajustando un cable aquí y apretando un terminal allí. Durante varios minutos me comporté como una madre atendiendo a su bebé. Cuando me incliné para examinar el contacto vibrador McAndrew experimenté un mareo y el contacto se borró de mi vista.



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