La ciudad venusiana de Kar
resplandecía bajo un cuenco invertido de cielo azul. Era un día
perfecto para una demostración cívica como puede ser dar la
bienvenida, en su retorno al hogar, a la primera expedición a la
Tierra en muchos siglos. Los ciudadanos apreciaron la cooperación
del tiempo; la Plaza Libertad estaba atestada de una muchedumbre
multicolor y murmurante, que se arremolinaba en caleidoscópicas
figuras. Algo zumbó en la bóveda del espacio; el. caleidoscopio se
volvió uniformemente rosado, cuando quinientos mil rostros se
elevaron hacia el firmamento. En lo alto de la estratosfera
aparecieron un par de lápices metálicos, cuyos extremos posteriores
vomitaban llamas de color carmesí. El rugido de los escapes
cohéticos llegaba a oleadas, retumbando en los tímpanos de la
multitud expectante. Los lápices aumentaban de tamaño; las llamas
rojas se expandieron bajo su superficie al ponerse en
funcionamiento los cohetes de freno con su máxima potencia. En un
breve lapso los objetos habían tomado la forma de naves espaciales
de alargadas y aerodinámicas líneas. Con sorprendente velocidad
aparecieron enormes a la vista, hundiéndose tras la poderosa mole
del edificio de la universidad. Parecieron detenerse un instante,
mientras las grandes troneras circulares de sus costados asomaban
por encima de la cúpula como contemplando la multitud reunida en la
plaza. Luego desaparecieron. Se escuchó un tremendo estallido
retumbante seguido de un absoluto silencio que duró un instante. La
gran cantidad de público recobró el habla, y estalló en un confuso
parloteo, al tiempo que, de común acuerdo, se convertía en una
corriente de individuos que se precipitaba por la avenida de la
Universidad hacia el Aeropuerto Kar. Las pistas de aterrizaje del
Aeropuerto Kar ofrecían una escena de completa confusión. En un
extremo estaban las naves espaciales rodeadas de la rugiente y
alborotada multitud. El clamor de voces era mayor en el punto donde
los abrumados Guardias de la Ciudad se habían apostado formando una
cuña y se abrían paso desesperadamente a través de la barrera de
ciudadanos. El rumor de voces y gritos se elevó en un crescendo,
cuando la muchedumbre se dio cuenta de que se abría la escotilla de
proa de la nave espacial más cercana. Firmemente, la puerta
circular metálica giraba sobre sus goznes, penetrando más y más en
las sombras. Un último giro y se hundió en el interior de la nave,
al tiempo que la figura de un hombre se recortaba en la abertura.
La multitud bramó con el rostro enrojecido: -¡Urnas Karin! ¡Urnas
Karin! Karin dio muestras de agradecer las aclamaciones y levantó
la mano para imponer silencio. La mitad de la multitud siseó
reclamando silencio y la otra mitad continuó vitoreando. Los
primeros reprobaron a los bulliciosos, y éstos a su vez
reaccionaron contra aquellos. Alguien le dio un empujón a su
vecino, y alguien más se sintió agredido por ello. Una mujer se
desmayó, desplomándose al suelo, y un hombrecillo a diez metros de
distancia recibió un golpe en el cráneo como represalia. En un
abrir y cerrar de ojos, cincuenta individuos distintos recibieron
cincuenta versiones diferentes de lo que consideraron como una
actitud amenazadora. Un perro agazapado lanzó un aullido, al ser
pisado por alguien, y desde el fondo de la multitud una aguda
vocecita chilló: -¡Woopsey! ¡Woopsey! Inmediatamente, la
muchedumbre estalló en una carcajada; la tensa situación se relajó
y se impuso el silencio. Karin saltó al suelo, seguido por veinte
de sus compañeros de viaje. Allí cerca se alzaba una pequeña
plataforma, de unas dos veces la altura de un hombre. Karin subió a
ella y con su aguda mirada observó al público expectante. Un
guardia uniformado colocó ante él una pequeña caja de ebonita
montada en un trípode. Despidió al guardia con un gesto, se acercó
a la caja y habló: -Amigos míos -dijo su voz agradablemente
amplificada por el propalador que utilizaba-, vuestra maravillosa
bienvenida es una recompensa en sí misma. ¡Personalmente os lo
agradezco; y de parte de mis colegas os doy de nuevo las gracias!
Ahora, estoy seguro de que todos estáis lógicamente ansiosos por
saber si esta expedición ha efectuado algún descubrimiento
sorprendente en nuestro Planeta Madre. Hizo una pausa y sonrió,
mientras la muchedumbre confirmaba con su criterio que estaba
lógicamente ansiosa. – Bien, me temo que nuestra historia es
demasiado larga para narrarla con detalle. Baste que os diga que no
encontramos rastro alguno de la civilización de los que fueron
nuestros antepasados. Las grandes ciudades, las poderosas máquinas
de que se servían en una época, se han convertido en polvo y han
sido borradas completamente por el paso del Tiempo. En nuestra
vieja Madre Tierra ha desaparecido el aire, el agua y la vida,
completa y absolutamente. Pero hicimos un notable descubrimiento. –
Vaciló durante un exasperante instante-. ¡Encontramos el cuerpo de
un hombre prehistórico! Fue en verdad un descubrimiento asombroso.
Allí, en un mundo tan viejo que toda señal artificial había sido
borrada, donde la atmósfera se había disipado en el espacio y donde
había cesado incluso la rotación axial, yacía el cuerpo de un
hombre. »El examen del cadáver demostró el hecho aparentemente
imposible de que la vida le había abandonado apenas cincuenta horas
antes. Afortunadamente, llevábamos con nosotros, como parte de
nuestro equipo estándar de primeros auxilios, una cámara
normalizadora. Colocamos el cadáver en su interior, le aplicamos
calor, licuamos la sangre y hemos logrado traerle en tal estado que
todo nos hace suponer que los expertos de nuestro Instituto de
Medicina y Cirugía lograrán resucitarlo. »El cuerpo de este hombre
está en perfectas condiciones. La causa de su muerte fue,
literalmente, la falta de aliento. Al parecer pertenece a un
período situado varios miles de años antes de que nuestros
antepasados partieran de la agonizante Tierra y se instalaran aquí,
en Venus, un período tan lejano en el tiempo,:que nuestras
películas de historia no hablan de él. ¡Imaginaos, su cabeza está
cubierta de pelo y hasta tiene pelos en el pecho y las piernas! »La
habilidad de los científicos, en esta nuestra sumamente progresiva
época, para revivir a los muertos en aquellos casos en que la
muerte no se debe a la edad avanzada y no va acompañada de lesiones
graves, es una maravilla harto conocida por todos como para que sea
necesario que haga su apología. Posiblemente haya personas aquí
presentes que no se encontrarían con nosotros si no fuese por los
milagros realizados por nuestros hombres y mujeres más capaces. Fue
interrumpido por varios gritos de asentimiento. – Considero que
ésta es una excelente oportunidad para que el instituto retorne la
vida a este hombre a fin de que él nos pueda contar su historia con
sus propios labios. Si mis esperanzas son justificadas, pretendo
formular una petición oficial a Orca Sanla, presidente de la
comisión de estéreo-visión, a los efectos de que este solitario
habitante de un planeta muerto tantos siglos ha pueda presentarse
ante la pantalla de la Estación Estéreo Kar con el fin de dar a
nuestro mundo una explicación respecto de unas circunstancias que,
para ser completamente sincero con vosotros, consideramos
totalmente inexplicables. Karin se volvió y señaló a un individuo
corpulento que estaba en la primera fila del grupo de acompañantes.
– En cualquier caso, esta noche podréis solazaros con un buen
entretenimiento. Olaf Morga, con la colaboración de su hermano
Reca, que se encuentra en la nave hermana, ha realizado un completo
informe gráfico de nuestra empresa desde el momento que partimos de
Kar hasta el instante que abandonamos la Tierra. El informe se
enviará a la Estación E. K. y será transmitido esta tarde a partir
de la puesta del sol. Karin empezó a descender de la plataforma,
cuando estallaba una tormenta de vítores. Una mujer desde el centro
de la multitud gritó: -¡El cinturón! El grito fue coreado por miles
de voces; antes de que Karin pusiera el pie en el primer escalón
todo el gentío estaba clamando: -¡El cinturón! ¡Queremos el
cinturón! Morga y Karin intercambiaron una sonrisa. El último
regresó al centro de la plataforma al tiempo que, con toda lentitud
y deliberación, se desabrochaba el flexible cinturón metálico que
le rodeaba la cintura. Lo levantó sosteniéndolo por un extremo,
mientras la muchedumbre brincaba presa de excitación. De pronto,
Karin lo hizo girar por encima de.su cabeza y lo lanzó por los
aires. El cinturón serpenteó hacia donde la gente estaba más
apiñada. Medio centenar de hombres saltaron para cogerlo cuando
caía. Luego desapareció bajo una masa de seres humanos que se
peleaban locamente por el preciado trofeo. Aprovechando rápidamente
la distracción, los guardias de la ciudad abrieron camino entre el
gentío desde las naves espaciales hasta la torre de control. Karin
y su tripulación, junto con la de la nave hermana, se apresuraron a
recorrer aquel pasillo y penetraron en la torre. El enjambre de
gente abandonó el aeropuerto, volcándose en un colorido torrente
hacia la avenida de la Universidad, y las aceras móviles que se
deslizaban hacia los suburbios tuvieron que soportar una carga de
prueba. Las sombras del anochecer cayeron sobre Venus. El
resplandor de las estrellas de un firmamento sin luna penetraba el
espeso velo de la atmósfera sólo en grado suficiente para arrancar
leves destellos de la brillante superficie acerada de las dos naves
viajeras del espacio interplanetario. Una al lado de la otra, en un
campo cubierto de basura, las aeronaves cohete dormían.
2
Dos meses más tarde, Bem Hedan, el
hombre que había cogido la hebilla del cinturón, manipulaba los
controles de su aparato estéreo y lanzaba juramentos. La flamante
pantalla pan-selenita ofrecía, en colores naturales y efecto
estereoscópico, la etapa final de transformación de una muestra de
vida primaria venusiana. Un locutor que no aparecía en la pantalla
revelaba el hecho de que los fieles admiradores de Sanla
consideraban una fúnebre melodía interpretada con un oboe asmático
como un acompañamiento adecuado para las acrobacias de un pez de
cara batracoidea de tres meses. – ¡Por la muerte de Terra! –
exclamó Hedan, usando el más espantoso juramento que su imaginación
pudo concebir en aquel momento-. Pago cincuenta y cinco yogs al
contado y doce más cada pleamar para poder tener el aparato. Pago
facturas exorbitantes por la energía que consume; tengo que abonar
dieciocho yogs anuales por el derecho de usar lo que he comprado… o
que aún no he terminado de comprar… Gesticulaba sin referirse a
nada en particular y hablaba en voz alta. Le encantaba charlar
consigo mismo. Le gustaba sacar conclusiones que tuvieran sentido
común. – ¿Y qué obtengo a cambio de esos gastos escandalosos? ¿Qué
obtenemos, digo? Demostraciones gráficas de los hábitos domésticos
de los babuinos venusianos de posaderas coloradas acompañadas por
el ruido quejumbroso de unas cuerdas de tripa. O las aventuras
amatorias de un gusano de las profundidades marinas que hace la
corte a la sinfonía para diez armónicas de algún fulano. ¡Bah! Hizo
girar salvajemente la llave de coordinación que sobresalía de la
parte anterior del aparato estéreo. La pantalla se obscureció para
aclararse acto seguido y mostrar una nueva escena. Era una vista
interior de la Cámara de Debates en la ciudad de Nuevalondres. Dos
hombres estaban sentados en sendas butacas de una plataforma
semicircular, frente a un gran paraninfo repleto de gente desde la
platea hasta la última fila cercana al techo. Un tercer individuo
estaba de pie en el estrado ante una pantalla de estéreo. Bern
Hedan observó que un espejo suspendido al fondo de aquella
plataforma era el causante del extraño efecto de reflejar la
pantalla de transmisión en su propia pantalla, ofreciéndole una
doble imagen de las tres personas del escenario. El locutor de
estéreo estaba diciendo: -Esta tarde han oído y presenciado un
debate sumamente interesante y extraordinariamente instructivo
acerca de otra Gran Migración. Todos ustedes conocen las razones
por las cuales la raza humana se vio obligada a valerse de sus
descubrimientos de los medios de viajar a través del espacio
cósmico para emprender una expedición masiva hasta nuestra actual
residencia: Venus. Los síntomas de senil decadencia planetaria,
tales como pérdida de la atmósfera, pérdida de las velocidades de
rotación axial, se tornaron tan alarmantes que finalmente se hizo
evidente que las características de la Tierra se estaban alterando
a un ritmo tan rápido. que la humanidad no podría adaptarse al
cambio. Los días de la Tierra estaban contados, por lo menos desde
el punto de vista de los seres humanos. Venus ofrecía un hábitat
satisfactorio para nuestros antecesores, para nosotros mismos y
para los hijos de nuestros hijos, y los medios para llegar a Venus
estaban disponibles. »La cuestión que se ha tratado esta noche ha
sido, resumida en breves palabras: “¿Se repetirá la historia?” Con
el correr del tiempo, en algún momento del futuro distante nuestro
planeta correrá la misma suerte que la Tierra. Aunque no nos guste
reconocerlo, es un hecho, un hecho absolutamente natural e
inevitable. ¿Perecerán los venusianos juntamente con su planeta, o
bien se llevará a cabo otra Gran Migración? Señaló con la mano al
hombre sentado a su derecha. – El pesimista piensa que estamos
condenados por las razones que nos ha expuesto, la más
incuestionable de ellas es el que el próximo salto en el espacio
deberá hacerse hacia el planeta Mercurio… y Mercurio es desde todo
punto de vista inhabitable para los.seres humanos. – Hizo un ademán
hacia el otro lado-. El optimista cree que la humanidad jamás
desaparecerá de la creación, debido fundamentalmente a nuestros
permanentes avances científicos que, según ha manifestado, nos
permitirán perfeccionar la tecnología de la navegación espacial
hasta tal punto que tendremos la oportunidad de poder elegir entre
una docena de mundos antes de que las condiciones en el nuestro se
hayan vuelto del todo intolerables. "Y así concluye el debate entre
Leet Horis de Kar y Reca Morga de la Sociedad Polemista de
Nuevalondres. Permaneció mirando fijamente la pantalla de
transmisión mientras un aplauso cerrado atronaba en el auditorio. –
Ahora llegamos al evento que todo Venus ha estado esperando con la
más aguda impaciencia. Desde que, dos meses atrás, el Instituto Kar
resucitó con éxito al hombre prehistórico, el mundo entero ha
estado ansioso por oír su historia. Se han hecho algunos
comentarios con respecto a esta demora de dos meses, la cual, debo
aclarar ahora, se debió al hecho de que la resucitación de ese
hombre no fue suficiente, en sí misma, como para justificar su
inmediata aparición. Necesitó un período de convalecencia, durante
el cual ha aprendido a hablar nuestra lengua. Como verán, la habla
con bastante corrección; ello se debe a que su propio idioma
resulta ser la raíz del nuestro. Bern Hedan ajustó la llave de
brillo de su aparato, haciendo que el escenario se destacase con
más nitidez. Colocó una butaca ante el estéreo, se sentó en ella y
puso en marcha el masajeador de cabeza automático. Sosegado por la
comodidad que le brindaban los almohadones y las suaves fricciones
y el cosquilleo del masajeador, se dispuso a escuchar con ánimo
condescendiente. Los dos participantes en el debate abandonaron el
estrado. El locutor se dirigió al fondo, abrió una puerta y, con
aire teatral, hizo entrar al hombre prehistórico. Éste se detuvo
ante la pantalla y observó a doce mil. venusianos. Dos mil millones
de venusianos le observaron a él. Los venusianos -se sintieron
ligeramente decepcionados. El objeto de su atención no tenía
aspecto de haber vivido en los árboles, alimentándose de nueces. Su
cabeza estaba cubierta de una desagradable cabellera, pero por lo
demás parecía completamente normal. Tendría un metro ochenta de
estatura; sus ojos eran obscuros, vivaces, y su rostro tenía una
expresión inteligente aun de acuerdo con el criterio crítico de los
venusianos. Un silvoid karossa tejido colgaba de sus hombros; el
inevitable cinturón venusiano le ceñía la cintura. Parecía muy
tranquilo; era evidente que no aprobaba la actitud del público que
otorgaba a su personalidad un valor meramente arcaico. – Es un
privilegio para mí -dijo el locutor- presentarles a Glyn Weston, el
hombre del año dos mil siete: fecha que corresponde aproximadamente
a setenta mil años antes de la Gran Migración, alrededor de ciento
cincuenta mil años a contar de nuestros días. Murmullos de sorpresa
se elevaron de las apretadas filas de asientos. – Glyn Weston ha
contado su historia a la junta universitaria de Kar; la suya
constituye una valiosa aportación a las páginas de la historia
antigua. Ahora le solicitaré que repita su relato, y considero que
una vez hayan escuchado lo que tiene que decirnos, estarán de
acuerdo en que su voz del pasado nos ha contado la más sorprendente
historia que jamás se haya transmitido por estéreo. ¡He aquí con
nosotros a Glyn Weston!
3
–Amigos míos -comenzó diciendo
Weston, hablando con una voz agradablemente modulada-, hay una cosa
que debo decir antes de narrar mi historia. El don más grande que
Dios ha otorgado al hombre es. la vida. Yo no puedo decir que
vosotros me habéis dado la vida, pero a los admirables
descubrimientos de vuestra maravillosa civilización debo la
devolución de lo que me había sido quitado: ¡la vida! La pobre y
deficiente capacidad de expresión verbal es completamente
inadecuada para manifestaros la gratitud que siento. Deseo que cada
uno de vosotras sepa cuán profundamente aprecio lo que la ciencia
venusiana ha hecho por mí. (Un estallido de aplausos sacudió el
auditorio. El público llegó a la conclusión de que escucharía a un
hombre y no a un salvaje.) -Tal como se os ha informado, mi nombre
es Glyn Weston. Mi edad. yo no la conozco; la razón surgirá más
adelante de mi propio relato. En lo que podría llamar mi época, si
es que alguna época en particular puede recibir esa denominación,
yo era físico. »Mis investigaciones se iniciaron a la edad de
veintiocho años, cuando tuve la suerte de heredar una fuerte suma
de dinero. En ese entonces era ayudante del famoso profesor
Vanderveen, astrofísico del Observatorio de Glasgow. Durante muchos
años mi pasión había sido el estudio de la obra de McAndrew,
popularmente llamado "El hombre del rayo de la muerte". »McAndrew
era un científico de la década precedente. La labor que llevó a
cabo durante toda su vida había superado la de ciertos matemáticos
y físicos del siglo xx, en particular la de Einstein, Graham,
Forest y Schweil. Era el más autorizado exponente, en el nivel
mundial, del concepto espacio-tiempo y, al igual que muchos otros
genios, murió desacreditado por sus contemporáneos porque había
asegurado que se descubriría el medio de viajar en el tiempo, a
través del tiempo hacia el futuro. »Schweil, con quien McAndrew
había colaborado, demostró que el tiempo no era un concepto
independiente sino un aspecto del movimiento. El movimiento no
podía existir sin el tiempo… ni el tiempo sin el movimiento. »Esto
puede parecer más bien oscuro para alguno de vosotros, pero en
rigor es muy simple. Tratad de imaginaros el tiempo sin movimiento;
considerad los medios por los cuales tenéis noción del tiempo.
Ambos conceptos no pueden separarse, pues son meramente aspectos
distintos de la misma cosa, McAndrew dedicó toda su vida a
descubrir la verdadera relación entre estos dos aspectos y, por así
decirlo, definir la "diferencia". »Su labor fue coronada por el
éxito dos años antes de su muerte. Trabajando sobre la teoría de
que la velocidad del movimiento y el ritmo del tiempo mantenían
invariablemente un paralelo constante, produjo un rayo con el que
logró hacer desaparecer un número de objetos. Según manifestaba,
ese rayo aceleraba la velocidad del movimiento electrónico,
haciendo que los átomos experimentaran el tiempo a un ritmo, más
rápido y proyectando, así, los objetos hacia el futuro. Por
supuesto, se burlaron de él. »Su descubrimiento se describió con
los términos más absurdos, tales como "el desintegrador automático"
y "el rayo de la muerte". McAndrew dejó todos sus apuntes en la
caja fuerte del único científico que creyó en él. Ese hombre de
ciencia era Vanderveen, mi superior. »Vanderveen estaba cerca de
los sesenta años cuando recogió la antorcha que empuñara el caído
McAndrew. Durante mi relación con él me alentó de manera constante,
casi paternalmente. Al recibir yo mi herencia. le dije que deseaba
utilizarla para proseguir las investigaciones donde McAndrew había
llegado. »-Weston -me contestó, poniendo una mano sobre mi hombro-
he rogado para que ésa fuera tu ambición. McAndrew tuvo en mí un
perro demasiado viejo para aprender trucos nuevos. Pero tú…, tú
eres joven. »Así la semilla fue sembrada. Pero Vanderveen no vivió
lo suficiente como para asistir a la cosecha. Veintidós años más
tarde me convertí en el sujeto humano de un experimento de viaje en
el tiempo. Había instalado mi laboratorio en los bosques del Peak
District de Derbyshire, en Inglaterra. donde los trabajos podían
llevarse a cabo con el mínimo de interferencias. Desde ese
laboratorio despaché hacia lo desconocido, presumiblemente hacia el
futuro. una multitud de objetos. incluyendo varios seres vivos como
ratas, ratones, palomas y aves domésticas. En ningún caso logré
traerlos de vuelta una vez les hice desaparecer. En cuanto
desaparecía. el sujeto se desvanecía para siempre. No había manera
posible de saber exactamente dónde había ido. Lo único que podía
hacer era correr el riesgo y partir yo mismo. »Con este propósito
proyecté una cabina hermética para viajar en el tiempo y la hice
fabricar de inmediato. La cabina tenía espacio para contener el
superperfeccionado proyector de rayos Schweil-McAndrew, a mí mismo
y una cantidad de material que consideraba imprescindible llevar
conmigo. El equipo proyector fue construido de tal manera que la
cabina íntegra, con todo su contenido, desaparecería inmediatamente
en cuanto funcionara el rayo. Sabía, por supuesto, que si aquella
cabina había de transportarme realmente al futuro era imperativo
que tuviera en cuenta las posibles alteraciones de los desniveles
del terreno durante el espacio de tiempo que cubriría. Hubiese sido
una locura realizar el experimento en un punto donde el terreno
pudiera elevarse, dejándome enterrado a varios metros bajo la
superficie de la Tierra. De manera que arrendé un campo en una
colina situada a unos quince kilómetros al noroeste de Bakewell, un
lugar muy solitario; y aparejé las vigas del techo con un
paracaídas de mi invención, con el fin de prevenir la posibilidad
contraria. »El catorce de abril de mil novecientos noventa y ocho,
todo estaba preparado para la gran prueba. Con respecto a mi
situación financiera, tomé los recaudos necesarios con miras al
futuro, contemplando todas las contingencias posibles. La cabina de
viaje en el tiempo, pródigamente provista de ventanas y con el
aspecto de una gran cabina telefónica, esperaba en medio del campo
del granjero Wright. Mientras me dirigía hacia él, sin saber qué me
tenía reservado el Hado, pensé cuán fuera de lugar parecía aquel
objeto en medio de los surcos. Sin la más leve vacilación, abrí la
puerta, penetré en su interior y volví a cerrar con llave, puse en
marcha el aparato purificador de aire, eché una última mirada a la
Tierra, lozana con el aura de la primavera, y cerré el conmutador
del proyector.
4
»La sensación al encontrarme bajo la
influencia de los rayos fue desagradable en extremo. Mi mente
pareció quedar vacía de todo pensamiento, reteniendo tan sólo
alternativas impresiones de aspereza y suavidad, viscosidad y
lustre, de todas las cosas del mundo como si la naturaleza de mi
cerebro oscilara entre la pseudofibrosidad de la melcocha batida y
una satisfactoria blandura como la de una bola de masilla recién
amasada. Un velo de niebla cayó, separándome del mundo que mis ojos
se esforzaban por contemplar. La niebla era elusiva, intangible.
Cierta falla óptica pasajera frustró todos mis esfuerzos por
comprobar si aquella niebla velaba las ventanas de la cabina o
cubría los globos de mis ojos. »Me asaltó un súbito pánico, y
apreté hacia abajo la manija del conmutador a la que mi mano aún
estaba aferrada. Una sensación de inmensa tensión recorrió mi
cuerpo de pies a cabeza; en mis vasos sanguíneos había una
efervescencia como si su contenido hubiera sido substituido por
agua de seltz. La niebla fugitiva fue aventada como el velo de gasa
de una danzarina oriental. Yo me sentía tan enfermo como un perro.
»Hice girar la llave de la puerta. Salí al exterior y miré a mi
alrededor. Todo parecía exactamente igual a como lo había dejado.
El campo aún estaba arado; unos pocos árboles y arbustos ofrecían
muestras de la proximidad de la primavera; el cielo todavía estaba
nublado, y el aire era tan estimulante como antes. Mi experimento
había fracasado. »Yo era un hombre desgraciado que se dirigía por
los solitarios senderos hacia su laboratorio. Recuerdo que los
pájaros cantaban, pero yo no los oía, en aquel momento; las flores
tempranas agregaban su belleza a la fealdad de mi mundo y yo no las
veía en aquel instante. »Maldiciendo mentalmente mi falta dc
previsión al no haber dejado estacionado mi automóvil en el campo
arrendado, doblé el recodo del camino y comencé a subir por la
colina que separaba el campo del laboratorio. Un granjero salió de
una senda a mi izquierda y siguió caminando detrás de mí. Aceleró
el paso y, al llegar a mi altura, me preguntó la hora. Era un viejo
locuaz y, según supuse, su pregunta era meramente una excusa para
entrar en conversación. Sin embargo, tiré de mi cadena de oro y
eché una ojeada al reloj de poco precio que colgaba de su extremo.
»-Lo siento -le dije-, mi reloj se ha parado. »-El mío también
-repuso él-. Tendré que averiguarla por la radio cuando llegue a
casa. – Prendió un cigarrillo y siguió ascendiendo por la colina en
silencio durante un rato-. ¿Qué opina usted del. vuelo del gran
cohete? – me preguntó de pronto. »Me quedé sin saber qué decir, y
tuve que hacer un verdadero esfuerzo mental antes de responder. Sea
como fuere, logré recordar el sensacional vuelo de Robert Clair a
través del Canal de la Mancha. Había sido considerado el primer
experimento con un cohete tripulado llevado a cabo con éxito. La
ciencia de los cohetes sólo despertaba el interés de muy pocas
personas; resultaba extraño que aquel hombre aún delatara tanta
curiosidad por un hecho que había ocurrido un mes antes. Por
educación debía darle una respuesta. »-Simplemente un paso más en
la inevitable marcha del progreso -contesté. »-¿Usted cree que
conseguirán llegar a la Luna? »-Quién sabe -repuse evasivamente.
»-Bueno, ya se habla de ello, ya se habla de ello -insistió-.
Estuve leyendo en el diario hace sólo unos días que un profesor
había calculado cuánto se tardaría en llegar a Venus, cómo debería
construirse un cohete que reuniera todas las condiciones y cuánto
costaría. Siempre pensé que Venus era una mujer desnuda y no un
planeta. Eso demuestra cuánto ha avanzado el conocimiento desde mis
días mozos. »-¡Ah! Fatalmente todos debemos considerarnos
ignorantes de acuerdo con todos los adelantos recientes -dije
tratando de conformarle. »-¿A dónde llegará el mundo? – inquirió.
echando furiosas bocanadas de humo-. Primero las máquinas de vapor,
luego los automóviles, los aviones y esos heli… como se llamen. que
parecen molinos de viento y no tienen alas, los aviones
estratosféricos… ¡Y ahora los cohetes! Recuerdo que cuando era
chico los diarios se enloquecieron porque Ginger Leacock circun…,
circun… dio la vuelta al mundo sin parar, en uno de esos viejos y
estrafalarios aviones estratosféricos. Desde entonces han logrado
dar seis vueltas ¡y aún no están satisfechos! Por eso ahora han
empezado a fastidiar con los cohetes. »"Primero un loco sobrevoló
una casa Y se rompió el cuello. Le llamaron 'un mártir de la
ciencia'. Luego otro idiota que quiere convertirse en mártir vuela
con un cohete a través del Canal y se fractura las dos piernas.
Para no ser menos, otro imbecil parte de Dublín y se estrella
contra un rascacielos de Nueva York, haciéndose papilla… »-¡Basta!
– le interrumpí-. ¿De qué diablos está usted hablando? »-De cohetes
-respondió, sobresaltado-. Y ahora que pueden ir de aquí a Nueva
Zelanda en veinticuatro horas, con escalas, o en dieciocho sin
parar, lo que yo digo es… »-¿Quiere hacer el favor de escucharme? –
le grité, cogiéndole por los hombros-. En nombre del Cielo, ¿de qué
está usted hablando? »-¡No se ofenda. señor, no se ofenda! –
exclamó con nerviosidad, tratando de liberarse-. ¡No quise ofender.
de veras! »-Por supuesto que no quiso ofenderme -vociferé. Luego,
dándome cuenta de que mi comportamiento le ponía nervioso, me calmé
bajando el tono de mi voz-. Le ruego que me perdone. Este tema
sobre el que está hablando me interesa muchísimo y, por ciertas
razones, que no vienen al caso, no me he enterado de las últimas
novedades sobre la materia. Mi estúpida excitación se debió a que
usted habló de un vuelo cohético a Nueva York. ¿Puede decirme
cuándo se realizó? »-¡Déjeme pensarlo! – Aparentemente
tranquilizado. se detuvo y contempló el firmamento mientras hacía
memoria-. Me parece que fue a fines del verano del año dos mil
cuatro. »-¿Qué año dice? »-Dos mil cuatro -repitió. »-¿Y cuándo se
efectuó ese gran vuelo cohético al que se refirió al principio? –
le pregunté, haciendo un tremendo esfuerzo para dominarme. »-Ayer.
»-Le extrañará que le haya hecho esa pregunta -le expliqué-, pero
no vaya a creer que me ocurre nada grave. Soy un poco desmemoriado.
Ahora dígame: ¿qué día era ayer? »El hombre me miró compasivamente,
extrajo un diario doblado de su bolsillo izquierdo, lo abrió con
gesto decidido y me lo entregó. Un gran titular ocupaba la parte
superior de la primera página. Decía: NUEVA MARCA COHÉTICA. Debajo
se leía: A N. Z. EN DIECIOCHO HORAS. – LAMPSON SE ESTRELLA EN LA
BAHÍA HAWKES. A pesar de lo sensacional de la noticia. no le
dediqué mucha atención. Mis ojos recorrieron ávidamente el
encabezamiento del diario. Allí estaba claramente impreso. sin
dejar lugar a dudas: "Daily Óbice – 22 de mayo de 2007". »Antes de
que el sorprendido granjero tuviese tiempo de moverse le abracé y
le di un beso. Tiré el diario al aire y le encajé un poderoso
puntapié antes de que llegara al suelo. Lancé un aullido con toda
la fuerza de mis pulmones y me puse a bailar un fandango en medio
del camino. Se me cayó el sombrero y rodó por el polvo hasta
detenerse en un charco; mi reloj saltó de mi bolsillo y me acompañó
en la danza colgado del extremo de la cadena. ¡Mi experimento de
viajar a través del tiempo había tenido éxito! Durante cinco
minutos no fui dueño de mis actos, con la mirada extraviada,
mientras mi accidental compañero, olvidándose de la dignidad de su
edad y del reumatismo, subió la colina al galope como un venado
perseguido y desapareció tras la cresta.
5
»La notable hazaña de haber
realizado un breve viaje a través del tiempo tuvo en mí un efecto
completamente distinto del que hubiera profetizado unos años antes.
No corrí, embriagado por el triunfo, a anunciar la noticia ante un
mundo asombrado. Por el contrario, me volví tan desconfiado y
reservado como un aldeano. Mis ansias de fama y de respeto de parte
del mundo de la ciencia se esfumaron, siendo reemplazadas por una
curiosidad insaciable que cada día no era más que un mero periodo
de especulación acerca del mañana. El futuro me dominaba como una
droga maligna. »Anteriormente había sido reservado porque estaba
decidido a no permitir que mi trabajo cayera en manos extrañas.
Ahora, el motivo residía en el temor de verme privado de los medios
para satisfacer mi deseo de explorar el futuro tan a fondo como me
fuese posible. »Desde todo punto de vista me parecía conveniente
emprender mi próxima aventura de inmediato. Mi fortuna personal no
debía ser motivo de preocupación por el momento; mi dinero estaba
bien invertido…, pero no lo suficientemente seguro como para
soportar los ataques del tiempo. Llegué a la conclusión de que
podía darme el lujo de ignorar la suerte que podían correr ciertas
pertenencias terrenales; era improbable que pudiese reclamarlas en
un distante futuro. »En la tranquila atmósfera del laboratorio
cubierto de polvo, recapacité. La cabina para viajar en el tiempo
debía ser sacada de aquel lugar cuanto antes. Sólo el Cielo sabía
qué extraña historia debía de haber contado mi accidental compañero
al llegar a su hogar, qué ojos curiosos y entrometidos dedos
estarían examinándola en el campo de Wright. Por cierto que no
sabía si todavía pertenecía al granjero Wright. El propietario.
quienquiera que fuese, podría desalojar arbitrariamente al intruso
que invadiese sus predios. El próximo paso debía darlo aquella
misma noche. »Una hora después de la puesta del sol penetraba en la
cabina para viajar en el tiempo y cerraba la puerta, disponiéndome
a emprender mi segunda aventura. Tenía el estómago vacío; en el
laboratorio no había comida y hacía varias horas que nada había
entrado en mi boca. Me conformé con un cigarrillo que tenia nueve
años… ¡Y aún se conservaba en perfecto estado! Leves franjas de luz
todavía teñían el cielo hacia el lado de Staffordshire; la Luna en
cuarto creciente estaba suspendida sobre el horizonte y las
estrellas parpadeaban con toda nitidez. El cigarrillo me ofreció su
última bocanada de fragante humo. Aplasté la colilla con el pie y
exclamé: "¡Hasta nunca, año dos mil siete!" »Con la mano en el
conmutador. vacilé un instante. La última vez, el conmutador había
estado cerrado de seis a diez segundos, según mi cálculo más
aproximado, y había salvado un lapso de nueve años. La distancia
recorrida ¿estaba en relación directa con el tiempo que el
conmutador permanecía cerrado? ¿Caería muerto cuando el rayo me
llevase al día que la Naturaleza había fijado como el día de mi
muerte, o bien, tanto si parecía lógico como si no lo parecía, era
posible que uno viajara más allá del día de su propia muerte? Sólo
el silencio respondió a mis mudas preguntas. No podía hacer nada
más que comprobarlo. La única alternativa era el éxito o el
suicidio. Conecté el conmutador con exagerada decisión. ¡El dado
estaba lanzado! »No os cansaré con otra descripción del malestar
provocado por lo que he denominado la náusea del tiempo. Los rayos
actuaron durante un lapso diez veces más largo que en la última
ocasión: alrededor de un minuto. Luego desconecté el conmutador; mi
organismo fue sometido a una poderosa aunque momentánea tensión y…
había llegado. La llave giró en la cerradura; la puerta se abrió
hacia el interior. Con la mirada fija en las distantes colinas,
salí al exterior. Mis pies tropezaron con algo y caí de bruces. Al
ponerme en pie, descubrí que la cabina estaba hundida en el suelo
unos quince centímetros; había tropezado con el montículo de tierra
que se alzaba ante la puerta. Por suerte no había proyectado la
cabina con una puerta que se abriese hacia e! exterior. en cuyo
caso hubiera quedado prisionero en ella. »Al mirar a mi alrededor,
la primera cosa que noté fue que el campo no estaba cultivado. Unos
cuantos árboles y arbustos de miserable aspecto extendían los
últimos harapos de follaje oscuro. El cielo era gris, estaba
cubierto y poseía un aire amenazador; llegué a la conclusión de que
debía de ser fines de otoño o comienzos del invierno. Mientras
cruzaba el campo en dirección al camino, vi que no había ni un alma
por los alrededores. »Al llegar a un muro de piedra, de poco más de
un metro de altura. me trepé a él y observé el distante horizonte y
el terreno que se extendía a mis pies. No había señal alguna de
vida o de vivienda humana. Mis ojos, que recorrían ansiosamente los
accidentes del terreno, percibieron una extraña forma a una cierta
distancia, a unos seis o siete kilómetros. Saqué mis gafas, limpié
cuidadosamente los cristales y me las puse. El objeto era una
enorme semiesfera de un gris parduzco. »El edificio, si eso era, se
alzaba en la cima de un mojón como una verruga en la nariz de la
Tierra. Estaba situado en dirección opuesta al lugar donde estaba,
o donde había estado, mi laboratorio. Me sentía desfallecer de
hambre; mi estómago sugería que aquello, la única cosa artificial
del paisaje, prometía ofrecer una suculenta comida. Abandoné el
muro de un salto y comencé a caminar en dirección al mojón
distante. »Conservando un paso rápido durante la mayor parte de una
hora, llegué a unos centenares de metros del objeto que resultó ser
una giba, enorme y lisa, de cemento de unos trescientos metros de
diámetro por ciento cincuenta de altura. Parecía haber un enorme
agujero en la parte superior. No tuve oportunidad de pararme a
examinarla con detenimiento antes de acercarme más; vacilé un
momento y una voz se materializó surgiendo de la nada detrás de mí.
Tenía un acento curiosamente cerrado, parecido al de los escoceses,
seco y escueto. Dijo: »-¡No se mueva! »Me giré. Ante mí había un
hombre vestido con unas ropas de un color pardo oscuro, mezcla de
un mono de ingeniero y de un uniforme de soldado. Un casco, nada
más que un absurdo casquete metálico, coronaba su cabeza; sus manos
sostenían un objeto que sólo se parecía muy remotamente a un rifle,
con el que me apuntaba. Su atuendo carecía completamente de
ornamentos; por su aspecto, igual podría haber sido un soldado de
infantería que un plomero. »-¿De dónde sale usted? – exclamé. »-De
debajo de una col -contestó, con una amplia sonrisa-. ¿Y usted?
»-Del año dos mil siete. »-¡No me diga! Luego el pasado se vuelve
contra nosotros. »Una nota sarcástica alteró su voz, pero parecía
un muchacho inteligente. »-Debe usted creerme -argüí-. Es una larga
historia la mía, pero cuando la haya escuchado la encontrará…
»-¡Muy convincente! – me interrumpió-. Si es usted mejor embustero
que la mayoría de nosotros, debe ser usted muy bueno. Ahora, en
marcha. Una vez dentro, podrá explicarnos cómo salvó el mundo en el
año dos mil treinta. »-¡En el año dos mil treinta! ¿Dijo usted el
año dos mil treinta? »Traté de cogerle del brazo. Él apoyó el cañón
de su arma contra mi cintura. »-Claro que dije el año dos mil
treinta. Será mejor que mueva los pies con más ligereza que la
lengua. Y, si aún tiene intención de continuar el juego, Matusalén,
puedo anticiparme a su pregunta, diciéndole que estamos en el año
de desgracia de dos mil cuatrocientos ochenta y seis. »-¡Santo
Cielo! – exclamé, volviéndome y comenzando a subir por la ladera-.
¡He dado un salto de casi cinco siglos! »-Huyó del fuego y fue a
dar en las brasas -comentó mi compañero. »-¿Cómo? ¿Qué quiere usted
decir? »-Exactamente lo que dije -repuso, al tiempo que su rostro
adoptaba una expresión sardónica-. Tal vez sea un buen saltarín,
pero su elección fue pésima. ¿Por qué no dio un salto más corto o
más largo? El saltarín que es capaz de elegir este año debe de
estar loco. ¡Diablos, ya sabía que estaba usted loco! »-Sí, pero…
»-¡Camine. saltarín. camine! – ordenó-. No tengo ningún deseo de
utilizar mi rifle económico contra un hombre blanco, aunque esté
loco. »-¿Por qué llama a su arma un "rifle económico"? – le
pregunté. »Él dejó escapar un suspiro. »-Bueno, si no puede
quedarse callado, y tiene que simular que ignora las cosas más
comunes, le diré que se debe a que dispara dardos envenenados y
funciona con aire comprimido, con el fin de poder ahorrar
explosivos que se necesitan rabiosamente en otra parte. »Yo estaba
a punto de preguntarle dónde eran más necesarios los explosivos y
con qué propósito, cuando me di cuenta de que habíamos llegado al
pie de la giba de cemento y estábamos ante una puerta metálica
situada en un costado. »Mi acompañante tocó la puerta e hizo
deslizar hacia un lado una pequeña tapa colocada en el centro de
ella, que dejó al descubierto una pantalla fluorescente. Acercó el
rostro a la pantalla y habló. »-Número KH.32851B4, con un caballero
del año dos mil siete.
6
»La puerta se abrió silenciosamente.
Entramos. Ante nosotros se extendía un largo pasillo iluminado con
luz indirecta que salía de unas ranuras abiertas en ambos lados.
Con pasos sincronizados, que a mí me fastidiaban y trataba en vano
de alterar, marchamos por el pasillo, doblamos a la derecha en
cuanto llegamos al final, seguimos caminando a lo largo de un
corredor de cemento, acompañados por el resonar de nuestros pasos,
y entramos en una amplia estancia. »Un individuo bigotudo de piel
apergaminada nos miró desde detrás de su escritorio. »-¿Qué quiere
usted? – me espetó. »-Comer -le contesté, secamente. – Tráigale de
comer -ordenó a mi guardián. Dirigiéndose a mí de nuevo, me dijo-:
Siéntese. »Detrás de mí se elevaba del suelo un alto cubo de goma
roja. Me senté en él con sumo cuidado. Era un colchón de aire y me
sentí muy cómodo. El hombre del escritorio se inclinó hacia delante
y puso en marcha un instrumento que tenía un vago parecido a los
antiguos aparatos grabadores de la voz. Se acarició el bigote y me
miró de arriba abajo. »-¿Nombre? – inquirió. »-Profesor Glyn
Weston. »-Profesor, ¿eh? ¿De qué casa de estudios? »-Al principio
del Observatorio de Glasgow; luego he estado investigando en mi
propio laboratorio, situado a unos quince kilómetros de aquí. »-No
hay laboratorio alguno en veinte kilómetros a la redonda -observó,
ácidamente. »-Mi laboratorio estaba a quince kilómetros de aquí en
el año dos mil siete -repliqué, con obstinación. »-¡En dos mil
siete! ¿Qué edad tiene usted, entonces? »-Desde un punto de vista,
algo más de cincuenta años; desde otro, casi cerca de quinientos.
»-¡Eso es absurdo! – exclamó-. ¡Obviamente absurdo! »-Existe una
explicación para esta absurdidad aparente. En el año dos mil siete
fui el primer hombre que había emprendido un viaje en el tiempo…,
es decir, hacia el futuro. Había viajado hasta ese año desde mil
novecientos noventa y ocho. El experimento se repitió. Éste es el
resultado… ¡Aquí estoy! »-¡Ah! – se frotó un costado de la nariz
con el índice, mientras me contemplaba con desconfianza-. La
popularidad de la ciencia-ficción ha logrado que el tema del viaje
en el tiempo nos resulte absolutamente familiar. Pero viajar a
través del tiempo es imposible. »-¿Por qué? – le pregunté. »-Es
ilógico. »-La vida es ilógica; los terremotos son ilógicos. »-Es
cierto -concedió-. En algunos aspectos eso es profundamente cierto.
Pero, ¿cómo puede hacerse a la idea de estrechar la mano a sus
antepasados unos cuantos siglos antes de que usted hubiera nacido?
– No…, eso sería realmente ilógico. Mis experimentos me han
demostrado que el tiempo sólo se puede recorrer en una dirección…,
y es hacia delante, hacia el futuro. No se puede regresar, no se
puede volver al pasado ni siquiera la fracción de un segundo. »Él
se levantó, se separó del escritorio para acercarse a una librería
rinconera, buscó entre los apretados volúmenes y extrajo un enorme
y negro tomo. Pasó rápidamente las hojas. Se volvió hacia mí, con
el libro abierto en la mano, y me preguntó: »-¿Qué población tenía
Bakewell en el año dos mil siete? »-No puedo decírselo -repuse-.
Pasé muy poco tiempo en ese año. Pero en mil novecientos noventa y
ocho tenía unos cuatro mil quinientos habitantes. »-¡Hum! ¿Quién
era el primer ministro en Gran Bretaña? »-Richard Grierson.
»-¡Correcto! Ese año Clair voló sobre el Canal. ¿Quién proyectó el
cohete? »-El experimentador en astronáutica alemán Fritz Loeb.
»-¡Correcto de nuevo! »-Escúcheme -le pedí-. Si eso que tiene ahí
es alguna enciclopedia antigua, sírvase buscar el concepto del
tiempo y vea quién escribió sobre el tema. "Se humedeció el dedo y
empezó a buscar pasando las hojas de su libro. Dejándolo sobre el
escritorio, cogió otro volumen y lo hojeó también. Revisó cuatro
volúmenes más antes de encontrar lo que buscaba. »-Aquí está. Por
cierto, soy el capitán Henshaw -agregó, como si de pronto se
hubiese acordado de presentarse-. Veamos, Schweil, Herman, filós.
Holandés "Der no-sé-cuántos"; Schweil de nuevo, con otro libro;
McAnders, Fergus, "Coordenadas espacio-tiempo"; McAnders otra vez,
"Aceleración atómica en el flujo temporal"; de nuevo: Weston, Glyn,
"Teorías simplificadas de Schweil-McAnders". Otro y otro más; uno,
dos, tres, cuatro, cinco, ¡seis! Glyn Weston… ¡ése es usted! »-Y
puedo demostrarlo -dije, sumamente complacido al ver que mi obra
había sido asentada en las enciclopedias durante cinco siglos.
»-¿Cómo? – preguntó el capitán Henshaw. »-Mi cabina para viajar en
el tiempo espera que la examine en un lugar que sólo puedo
describirle como el campo del granjero Wright. Está a una hora de
aquí, caminando. »De pronto se abrió una puerta a mi izquierda.
Apareció un hombre uniformado empujando un carrito de comedor
construido con brillantes caños metálicos y montado sobre ruedas de
gruesas llantas de goma. Con suma destreza hizo virar el carrito,
colocándolo ante mi asiento, destapó una bandeja bien provista que
había encima y, con el aire despreocupado de un mago experto,
extrajo cuatro patas telescópicas de la parte inferior del carrito.
Después de ajustarlas a una altura conveniente, retrocedió un par
de pasos, extendió un mantel e hizo una reverencia con una
descarada sonrisa. »-¡Debe de estar hambriento después de
quinientos años de ayuno! – dijo. »Dirigiendo otra sonrisa a
Henshaw, abandonó la estancia. »-Para ser completamente sincero con
usted -dijo Henshaw, mientras yo me concentraba en la grata
comida-, debo decirle que su historia es demasiado ridícula como
para que se le pueda dar crédito, a pesar de las pruebas que me ha
brindado. Ahora bien, no crea usted que pretendo llamarle
embustero, pues eso no es así. Todo cuanto puedo decir es que
intento mantener una actitud desprejuiciada acerca de todo este
asunto hasta que tenga la oportunidad de examinar ese quiosco
mágico de que me habla, e iré a echarle una mirada en cuanto
termine la guardia, dentro de un par de horas. »-Con mucho gusto
-musité con la boca llena, agitando el tenedor en el aire.
»-Después que haya visto su artefacto, mandaré un informe a
Manchester. Mis superiores decidirán qué hacer con usted. »-Eso
suena como una amenaza -observé, masticando rápidamente. »-Y, en el
caso de que su historia sea verdadera en todos sus aspectos, ¿hay
algo que desee saber? »-¡Sí! – Hinqué el tenedor en una patata-.
¿Dónde me encuentro? »-Está usted en el interior de la Fortaleza
Interceptora número treinta y siete. »Se alejó de su escritorio y
empezó a pasearse por la estancia. »-¿La qué número treinta y
siete? – pregunté con súbita energía. »-La Fortaleza Interceptora
-repitió él-. Estamos en guerra. »-¡En guerra! – exclamé,
débilmente. »-La guerra más grande y feroz que haya conocido el
mundo. Hace cinco años que dura y es probable que continúe durante
cinco años más. Una décima parte de la población ha sido borrada de
la faz de la Tierra, eliminada. La Metrópolis, que en su época se
llamaba "Londres", ya no existe; sólo resta una vasta área de
ladrillos, tejas y cemento convertido en polvo, que alberga los
huesos de aquellos que había albergado en vida. Si es cierto que
puede viajar en el tiempo, como usted afirma, vivirá para maldecir
el invento que le trajo al momento presente. »El rostro de Henshaw
adquirió una amarga expresión; su voz se tomó áspera. »-¿Con qué
país está en guerra Gran Bretaña? – pregunté, habiéndome casi
olvidado de la comida. »-No existe Gran Bretaña alguna -repuso
Henshaw-. Ese nombre ya hace dos siglos que fue borrado del mapa.
Tampoco existe el Imperio Británico. Ahora está viviendo en
Inglaterra, que es un estado autónomo y que forma parte del Mundo
Blanco, al igual que Escocia, Irlanda, Australia, Alemania, Rusia y
todas las demás integran también el Mundo Blanco. La Tierra
actualmente está dividida sólo en tres partes: el Mundo Blanco, el
Mundo Amarillo y el Mundo Moreno. »"El Mundo Moreno es el más
pequeño y más insignificante de los tres. Incluye las así llamadas
razas negras y es neutral por el momento. El Mundo Blanco y el
Mundo Amarillo se están diezmando mutuamente para afirmar su
derecho a reproducirse sin tener en cuenta el espacio habitable.
Pero estoy perturbando su almuerzo; le ruego que termine y le
llevaré a la cámara del telescudriñador. Allí podré mostrarle algo
de la guerra. »-Con la mente asaltada por un sinnúmero de
pensamientos dispares, continué comiendo en silencio, mientras
Henshaw se afanaba ante la librería, extrayendo volúmenes y
volviendo a colocarlos de nuevo en su sitio. Al fin, la comida se
terminó. Me bebí la última gota de líquido, mastiqué el último
fragmento de galleta y me levanté. »-Henshaw me indicó la puerta
por la que yo había entrado. Salimos por ella, enfilamos un largo
corredor, penetramos por otra puerta, subimos por una escalera de
caracol hasta otro corredor y, al llegar al final del mismo, nos
encontramos en una cámara alargada, rectangular, situada bajo el
techo de la fortaleza. »-Esta es la cámara del telescudriñador
-explicó Henshaw.
7
»El suelo y los muros de la cámara
estaban cubiertos de una masa de instrumentos y equipos. Cuatro
hombres deambulaban entre ellos, ocupados en distintas tareas,
mientras, en el extremo más alejado, otros dos estaban sentados
ante lo que deduje serían los tableros de control de algo. El
objeto más notable era un gran disco de cristal montado en una
estructura metálica en el centro de la cámara. El disco estaba
ligeramente inclinado sin llegar a la posición horizontal, tenía
una superficie azogada y se parecía enormemente a los reflectores
astronómicos de mi época. »Henshaw sacó una silla de alguna parte.
Colocándola ante el espejo, me.indicó que me sentara, se acercó a
los hombres del control y mantuvo una breve conversación con ellos.
Regresó y se quedó de pie junto a mi silla. »-Este telescudriñador
fue el resultado de haber permitido jugar con la televisión a los
aficionados investigadores de la onda corta. Es mucho más
complicado de explicar que el hecho de que esté usted aquí pero,
para resumirlo en pocas palabras, se trata de un haz de ondas que
se dirige hacia el firmamento, pasa a través de las capas de
Heaviside y Appleton y rebota contra la capa de Grocott, que se
encuentra a una altitud de mil trescientos kilómetros. El haz de
ondas retorna a la Tierra y capta la escena del sitio donde choca.
» "Luego se desplaza hacia la derecha alrededor de la Tierra,
registrando las escenas de lo que va encontrando por el camino; la
primera impresión es la más intensa, y cuando recibimos el haz de
nuevo no tenemos dificultad alguna en sintonizar y filtrar las
escenas superpuestas, dejando la primera que aparece clara y con
definidos contornos. Los operadores están tratando de captar una
vista de la Metrópolis. En cualquier momento obtendremos algún
resultado. »Aún estaba hablando cuando el disco azogado adquirió
vida con sorprendente presteza. No hubo imágenes borrosas ni
nebulosidades previas, Un instante, la superficie estaba
desprovista de reflejos, salvo un intenso brillo; en el instante
siguiente, ofrecía una escena con sorprendente claridad. Yo me
incliné sobre ella y miré. Una avenida calamitosa, sembrada de
baches, se extendía a través de un área cubierta de montones de
escombros. A pesar de que observaba con toda atención, no logré
percibir un lugar donde hubiera un ladrillo sobre otro, ni pude
encontrar un solo ladrillo entero. La escena presentaba una
horrible uniformidad desde primer término hasta el fondo:
doscientas cincuenta hectáreas de patética evidencia. »Nada se
movía en aquella escena desoladora; ningún paso era dado donde un
día anduvieran diez millones de pares de pies; ninguna voz se
alzaba donde un día habían sonado las voces de cientos de niños
absortos en sus juegos. Se me hizo un nudo en la garganta al
comprender que la Metrópolis, el viejo y querido Londres, ya no
existía. Se abría como una enorme cicatriz gris en lo que yo aún
imaginaba como la dulce y verde faz de la Madre Tierra; se abría
como una cicatriz en el alma de la humanidad. »El Espejo cambió de
foco cuando los hombres en el extremo de la cámara manipularon los
controles. El cabo más cercano de la venida pareció elevarse hacia
mí y se me ofreció con todos sus detalles. De un montón de
escombros, a cincuenta metros de un gran cráter, vi que surgían
unos huesos; cerca de las piernas yacía el esqueleto aplastado de
un perro. Henshaw agachó la cabeza, frotándose la barba, con un
ruido sordo, y habló: »-Ante sus ojos aparece uno de los más
conmovedores incidentes de la guerra. El perro no quiso abandonar a
su amo muerto. Permaneció ahí hasta que murió de hambre. Millares
de personas presenciaron su prolongado y desgarrador acto de
devoción a través del telescudriñador con maldiciones en los labios
lágrimas en los ojos, fruto de la impotencia. El teniente de vuelo
O’Rourke, desobedeciendo órdenes, realizó un desatinado intento de
rescatar al perro, cuando ya tenía el vientre hundido entre las
costillas. Un escuadrón Amarillo le derribó. Su avión cohete está
sepultado bajo el polvo del Marble Arch. ¡Dios tenga en Su gloria a
un aguerrido caballero! – ¿Están ganando los Amarillos? – pregunté,
con el corazón en un puño. »-No, yo no diría eso. El arte de la
guerra en la actualidad ha alcanzado el grado de perfección en el
que nadie gana y todos pierden. La Metrópolis, o lo que queda de
ella, no está en peores condiciones que Kobe o Tokio. La contienda
consiste en una serie de ataques destructivos, seguidos de una
represalia igualmente destructora; no se han producido prolongadas
batallas como se estilaba en el pasado, sino descargas de golpes
rápidos de uno y otro bando. El aniquilamiento de esta gran ciudad
fue el resultado de uno de dichos golpes; la destrucción de Tokio
fue nuestra respuesta. Vamos, echaremos una mirada a su cabina para
viajar a través del tiempo. »Al oír esas palabras me levanté.
Abandonamos la cámara del telescudriñador, volvimos sobre nuestros
pasos por los corredores y llegamos a la puerta metálica. Al
acercarnos, se abrió silenciosamente, y apareció ante nuestros ojos
un pequeño vehículo de líneas aerodinámicas, que nos esperaba en el
camino. Henshaw bregó por introducir sus largas piernas bajo el
volante, mientras yo me acomodaba en el asiento a su lado. Cerrando
la portezuela exterior, Henshaw oprimió un botón que sobresalía en
el centro del volante de mando. Un suave zumbido surgió de debajo y
partimos. »-No deje que la imagen del telescudriñador le conmueva
demasiado -dijo Henshaw, maniobrando con el volante-. Nuestro
excelente servicio de espionaje nos advirtió que se produciría ese
ataque y logramos evacuar las nueve décimas partes de la población
a tiempo. La décima parte restante fue aniquilada, pero la
mortandad no fue tan tremenda como sugiere la imagen. »-¿Qué es lo
que causó la destrucción? – inquirí. »-Bombas…, bombas de alto
poder destructivo lanzadas desde aviones estratosféricos y también
desde naves cohete volando a extraordinaria altura. El próximo
bombardeo se efectuará sobre Manchester o Sheffield, pues son las
ciudades meridionales de más importancia, y además son los centros
de la industria bélica. Nuestra fortaleza forma parte de una cadena
que se extiende a través de las colinas de Derbyshire para proteger
Manchester. No podemos evitar los ataques aéreos, pero estamos en
condiciones de administrar un severo castigo mediante nuestros
obuses cohéticos y torpedos aéreos, que pueden ascender a
considerable altura, estos últimos merced a la energía que reciben
de la Estación Septentrional de Radiación. »-¡El Continente debe de
haber recibido su parte! – sugerí. »-No tanto como usted supone
-replicó-. Las fuerzas opositoras han concentrado su veneno en lo
que consideran constituye el centro neurálgico del enemigo; por
ello Inglaterra y Japón son los objetivos favoritos. Ninguno de los
bandos utiliza su flota aérea con el objeto de defenderse sino para
llevar a cabo la represalia. Es por eso que estas fortalezas
resultan tan importantes: constituyen una de las pocas concesiones
para la defensa arrancadas a los poderes que adoran la política del
ataque, el ataque y de nuevo el ataque. »Con un rápido giro del
volante, esquivó la curva de un muro de piedra y siguió hablando
con un tono cada vez más amargo. »-No espero el próximo bombardeo
ansiosamente, se lo aseguro. Nos ha llegado información, de ciertas
fuentes, de acuerdo con la cual los Amarillos han perfeccionado una
bomba desintegradora, fruto de cierto científico curioso que se ha
ocupado del problema de cómo se mantiene la radiación solar. Tengo
entendido que la bomba cae, estalla, altera la estabilidad de la
materia circundante y hace que se consuma. »"El proceso no continúa
indefinidamente, sino que perdura mientras se conserva la energía
original en la bomba; cuanto más grande sea la bomba, más extensa
será el área de materia afectada. El proceso me lo describieron
como 'reajuste del equilibrio electrónico', y creo que se produce a
una velocidad a la que sólo podría escapar un atleta muy veloz. »El
vehículo llegó a la cresta de una colina. Un campo apareció ante
nuestra vista. Simultáneamente, vimos la cabina para viajar en el
tiempo. Descendimos raudos por una suave ladera en su dirección,
ascendimos por una cuesta igualmente suave y nos detuvimos junto al
muro desde el cual había vislumbrado la fortaleza distante. Henshaw
abandonó su asiento con una forzada contorsión, sacó un reloj y
consultó las minuteras. »-Cuatro minutos… No está mal considerando
el estado de la carretera. »-Un promedio de cien kilómetros por
hora -dije-. ¿Qué clase de motor es ése? – pregunté, señalando el
vehículo. »-Eléctrico. Funciona con acumuladores Freimeyer de alta
capacidad a base de placas de una aleación de plata-tantalio. »Se
subió al muro, y contempló el objeto que se encontraba en el medio
del campo. Así que ésa es la caja mágica, ¿eh? Vamos y pondremos
una moneda en la ranura. »Me trepé al muro. Ambos nos quedamos
contemplando la cabina. Henshaw se mecía el bigote, con una
expresión de vivo interés en el rostro. El césped estaba húmedo y
resbaladizo bajo nuestros pies. Habíamos recorrido la mitad de la
distancia hasta la cabina cuando un ronco silbido se expandió por
sobre las colinas y resonó en el valle. Henshaw se detuvo
abruptamente. El silbido enmudeció, y luego se sucedieron seis
pitidos breves. »Henshaw giró en redondo, me aferró el brazo y me
arrastró hacia el vehículo. »-Por el Botón del Mandarín -rugió, con
el rostro colorado de excitación-, ¡Un ataque aéreo! ¿No oyó la
sirena? Es la alarma de bombardeo de la fortaleza. ¡Debemos
regresar en seguida! ¡Muévase, por el amor de Dios! ¡No hay un
segundo que perder! »Corrimos hacia el muro. Veinte metros antes de
llegar, resbalé, trastabillé agitando desesperadamente los brazos,
resbalé de nuevo y caí de espaldas chocando con tanta violencia que
se me cortó la respiración. Henshaw, a media docena de pasos más
adelante, describió un círculo, volvió a mi lado y me cogió las
manos, dispuesto a ayudarme a levantarme. »-¡Mire! – grité con el
aliento entrecortado, mirando el cielo con los ojos que se me
salían de las órbitas-. ¡Mire! »A un par de kilómetros de
distancia, viniendo en dirección a nosotros a gran velocidad, se
veía una máquina aérea de color dorado, en forma de bala, de
pequeño tamaño, con alas romas en los costados, de cuya cola surgía
una extensa estela de fuego. Su aspecto era siniestro, amenazador;
mi corazón se volvió de hielo. »-¡Por todos los diablos del
infierno! Un caza de los Amarillos -gritó Henshaw-. Nos ha
descubierto y pretende divertirse un poco. Corra o podemos
considerarnos hombres muertos. »Mientras hablaba, de un tremendo
tirón me hizo poner de pie. Yo me apoyé en sus hombros. Dimos unas
vueltas, tratando de mantener el equilibrio, como un par de
bailarines clásicos, resbalamos y caímos los dos al suelo. Alguien
hizo repicar una piedra dentro de una lata monstruosa; un rugido
pasó raudo por encima de nuestras cabezas; una oleada de aire
caliente rozó nuestros cuerpos recostados. Nos pusimos en pie. El
caza había pasado y, a un par de kilómetros de donde estábamos
nosotros, se elevaba describiendo un gran rizo. El vehículo era un
montón de chatarra humeante. »-¡Vuelve por nosotros! – gritó
Henshaw-. Estamos listos. ¡No tenemos dónde escondernos! »-Que el
Cielo nos… -comencé a decir, pero me interrumpí al ocurrírseme una
idea-. ¡La cabina! Vamos. Con un poco de suerte lograremos llegar a
ella. Allí estaremos a salvo.
8
»Me volví, comenzando a correr hacia
el centro del campo, con los brazos funcionando como los émbolos de
una máquina, y mis pasos frenados por el temor de caerme. Henshaw
corría junto a mí, jadeando, con el rostro lívido. »A pesar de la
frenética carrera, logró tomar suficiente aliento para formularme
una pregunta. »¿Qué ganaremos con meternos dentro de esa cosa?
Simplemente la hará volar en pedazos. »Espere y verá -gruñí. »Un
ruido crecía en intensidad detrás de nosotros, llenándonos de
terror, que no hacía más que aumentar nuestra velocidad. Con
sorprendente presteza, el caza rugió sobre nuestras cabezas seguido
por su estela de aire caliente. Una terrorífica explosión se
produjo en algún lugar a nuestras espaldas. Henshaw miró hacia
atrás por encima del hombro. »-¡Una bomba desintegradora! – gritó-.
Avanza como un relámpago hacia nosotros. ¡Corra! ¡Corra como jamás
haya corrido en su vida! »Mis protestantes pies incrementaron su
velocidad. La distancia total del muro a la cabina apenas alcanzaba
a los quinientos metros. Nunca hubiera imaginado que semejante
distancia pudiera llegara ser un calvario tan terrible. Unos
treinta metros nos separaban de la cabina: parecía que fueran
treinta kilómetros. La distancia recorrida se hacía sentir en ese
tramo final; ya no corríamos, trastabillábamos. »Henshaw, delante
de mí, llegó a la cabina y comenzó a tirar desesperadamente de la
puerta, mientras una sensación de calor me subía por la parte
posterior de la piernas. Él danzaba con gran excitación mientras
tiraba en vano. Yo le grité: “¡Empuje! ¡Empuje!”, y Henshaw cayó de
cabeza en el interior de la cabina. Una fracción de segundo más
tarde yo me precipitaba por la puerta abierta; me volví y contemplé
como la tierra literalmente se derretía y hervía a un metro de
distancia del cancel. Lo logramos por un pelo. »Sin perder un
instante, cerré la puerta y conecté el conmutador del aparato de
rayos. Unas llamas rojas saltaron hacia arriba y nos espiaron a
través de las ventanillas; una película de niebla las borró. Mi
cuerpo se estremeció presa de la antigua y familiar sensación y,
mientras musitaba una plegaria de gracias, la cabina entera cayó
hacia un costado. Mi cabeza golpeó con un saliente de la pared.
Frenéticamente, me aferré a la manija del conmutador al tiempo que
me sumía en la inconsciencia. »El sopor duró un breve lapso… o por
lo menos así me pareció. Recobré el conocimiento, alargué una mano
en busca del conmutador, lo alcancé y tiré de él. »Alguien exclamó:
"¡Ay! " »Yo me senté prestamente. ¡Estaba en una cama! »Resulta
fácil imaginar mi estupor. Estaba en una cama, de ello no había la
menor duda. Palmeé y palpé las cobijas, estudié los dibujos del
tejido y me pellizqué a mí mismo. No había que darle vueltas:
definitivamente, más allá de toda discusión, me encontraba sentado
en una cama cubierto con un camisón de color carmesí. »Algo que se
movió ligeramente a mi lado atrajo mi atención. Me froté los ojos y
miré de nuevo. De pie junto a la cama, con una afable solicitud
pintada en..el rostro, había un hombre totalmente calvo vestido con
un traje enterizo de un tinte brillante. Tenía una ancha frente,
ojos grandes, límpidos y castaños, y la boca y el mentón eran
pequeños, casi femeninos. De una cadena que rodeaba su cuello
pendía un instrumento plateado, del cual, según supuse, había
recibido el tirón que había provocado el "¡Ay!" »Me quedé mirándole
fijamente. ÉI me contemplaba con plácida serenidad. »-¿Dónde estoy?
– pregunté débilmente, utilizando la frase convencional para tales
circunstancias. »-Usted se encuentra en mi casa situada en la
ciudad de Leamore -respondió con voz agradablemente modulada-, y
estamos en el año setecientos sesenta y dos del nuevo cómputo, o en
el treinta y cuatro mil seiscientos cincuenta y seis del antiguo.
¡Ha efectuado un salto sobre un abismo de tiempo que representa
unos treinta y dos mil años! »-¿Cómo sabe usted que soy un viajero
del tiempo? – inquirí. »-Porque su aparato para viajar en el tiempo
se materializó de la nada ante los ojos de medio centenar de
ciudadanos. Eligió el centro de una avenida muy concurrida como
punto de llegada. Docenas de personas fueron testigos del fenómeno
que, en un pasado lejano, indudablemente se le hubiera dado una
explicación sobrenatural. Nosotros llegamos a la conclusión de que
usted había viajado a través del tiempo: una conclusión muy simple
puesto que su hazaña es la segunda que se lleva a cabo en los
últimos cinco siglos. Luego, su compañero confirmó nuestra…
»-¡Henshaw! – le interrumpí, recordando que había tenido un
compañero en aquel viaje en el tiempo-. Henshaw… ¿Dónde está él?
»-Se está haciendo arrancar los cabellos -fue la sorprendente
respuesta. »-¡Arrancar los cabellos! ¡Los cabellos! ¿Por qué?
¿Cómo? »Mi mente se hundió en la confusión ante aquel giro tan sin
sentido de la conversación. Por segunda vez me pellizqué para
convencerme de que no estaba soñando. El hombre del enterizo azul
sonrió al notar el efecto de sus palabras. Sentándose en el borde
de la cama, se cogió una rodilla entre las manos y continuó: »-Su
amigo parece una persona acostumbrada a tomar rápidas decisiones.
Apenas han transcurrido treinta minutos desde el instante en que su
aparato conquistador del tiempo efectuó su dramática aparición, sin
embargo él ya se ha dado cuenta de que, de acuerdo con las
convenciones actuales, el cabello está considerado como algo
desagradable. Según parece está dispuesto a adquirir un aspecto
agradable a toda costa, por ello se está haciendo sacar la
cabellera mediante un método indoloro de extracción. Le estamos
depilando el bigote y la pilosidad craneana. Los pelos de la cara
tendrán que crecer más antes que podamos ocuparnos de ellos.
»-Bien, ¡que me condenen! – estallé-. ¡Henshaw…, el chivo sagrado!
Le hago viajar a través de múltiples siglos y ¿qué sucede? Se va
corriendo a un salón de belleza y me abandona agonizando en la
cama. – La indignación me obligó a saltar del lecho y a ponerme en
pie-. ¡Y en un camisón carmesí! – agregué. »Mi acompañante lanzó
una carcajada. »-No hay temor de que expire aún -me aseguró-. Se
dio un tremendo porrazo del que no tardará en recobrarse. En cuanto
al camisón, como usted le llama, se lo pusimos después de un baño
que buena falta le hacía, mientras buscábamos algunas prendas a su
medida. »-¿Y mis ropas? – inquirí. »-Han sido incineradas; las de
su amigo también. El contenido de sus bolsillos ha sido fumigado,
al igual que su cabina. Ha venido a parar a un mundo muy aséptico.
No nos importa que hayan venido. pero nos oponemos enérgicamente a
que importen grandes cantidades de gérmenes de unas características
que nos ha costado considerables esfuerzos eliminar. Sentimos
simpatía por usted; sentimos simpatía por su amigo; pero no nos
gustan los pasajeros que les acompañaban. »-¡Lo siento! – dije.
humildemente. »-No tiene importancia -repuso él, liberando su
rodilla y poniéndose de pie-. Tal vez me expresé de una manera
demasiado brusca. Soy yo quien debe pedirle disculpas. »Cruzó la
habitación y oprimió un botón. Un panel de pared se deslizó
silenciosamente hacia abajo. Detrás de él se escondía un armario
empotrado. Hurgó en su interior. extrajo un atuendo completo de un
material parecido a la seda y lo tiró sobre la cama. »Liberándome
con secreto alivio del camisón carmesí, comencé a ponerme aquellas
ropas. El suave y casi delicado material cubrió mi cuerpo, recién
bañado y vivificado. causándome una placentera sensación. El traje
no tenía un solo botón. Todo se abrochaba mediante una especie de
cremalleras mágicas. Me puse una prenda de extraño corte tras otra,
las aseguré cerrando las cremalleras y, por fin, me situé ante el
espejo contemplando mi flaca figura embutida en un enterizo verde
esmeralda, calcetines verdes y sandalias que hacían juego y un
tricornio verde gallardamente ladeado en la cabeza. Me quedé
mirando fijamente el espejo. considerando que en él se reflejaba el
estúpido más grande que haya existido nunca. »-¿Qué le parece? – me
preguntó mi espectador. »-No está mal. Ahora sólo me hace falta el
gato. »-¿El gato? – repitió. confundido. »-Sí, el gato. Parezco el
personaje principal en "Dick Whittington"**. »-¿Dick Whittington? –
murmuró. »-Usted no lo comprendería… ¡Olvidémoslo! – Traté de
colocarme el tricornio con una inclinación distinta; el resultado
fue abominable. Por fin. desistí. Si todo el mundo se vestía de
aquella manera, un idiota más pasaría inadvertido. »-Bueno, estoy
listo, señor señor… »-Me llamo Ken Melsona -contestó él. »- Y yo,
Glyn Weston. »Nos estrechamos la mano. Melsona abrió una puerta, se
adelantó por un pasillo hasta llegar a otra puerta, que se hundió
en el suelo al oprimir un botón-. La puerta daba a la calle.
Consciente de mi estrafalario atuendo, vacilé; Melsona, vestido
como Muchachito Azul, cruzó decididamente el umbral. Yo le
seguí.
9
»La escena que se ofreció a mi vista
era tan inesperada, que me detuve y sentí que me quedaba sin
aliento. Entre los bordillos del pavimento se deslizaba una acera
móvil, de mullida y suave superficie, que corría permanentemente de
oeste a este. Estaba dividida en tres secciones, todas
desplazándose hacia la misma dirección, las externas a unos ocho
kilómetros por hora y la central a unos diez. Cientos de personas,
vestidas con enterizos de alegres colores, permanecían de pie en
las aceras conversando, o pasaban de una sección a otra, todas
desplazándose como una hilera de blancos en una galería de tiro. El
ancho total de la acera tendría alrededor de treinta metros; estaba
bordeada por pavimentos fijos, adornados con vistosos mosaicos. »A
ambos lados de la avenida se alineaban pintorescos chalets,
rodeados de pródigos y bien cuidados jardines. En los pavimentos
fijos, a intervalos de treinta metros, había árboles ornamentales
de todos los tamaños y colores, cuyas copas habían sido podadas
dándoles las formas más inimaginables. Sin duda, era una bella
vista, la más bella que haya contemplado en mi vida. La avenida
ostentaba el nombre de Bulevar del Paraíso. »-Melsona se dirigió a
la sección móvil más cercana de la acera, advirtiéndome que al
pasar a ella tuviera cuidado de ponerme de cara a la dirección que
llevaba. Nos trasladamos a la sección central y permanecimos de pie
en ella, uno al lado del otro, y nos dejamos llevar hacia el este.
Yo me sentía tan feliz como un niño en una feria. »-Vamos a visitar
un par de tiendas -sugirió mi guía-. Luego podemos pasar a buscar a
su compañero…, ¡hum!… Henshaw, dijo usted que se llamaba, ¿no es
cierto? »-Contesté entre dientes afirmativamente, mientras mis ojos
vagaban atentos por todo lo que me rodeaba, incluyendo la multitud
que nos acompañaba en aquel viaje sobre las aceras móviles,
seducido por la novedad de todo. »-Recorrimos casi un par de
kilómetros, antes de que Melsona llamara mi atención con un codazo,
al tiempo que se trasladaba hábilmente al carril lento de la
derecha, lo cruzó y llegó al pavimento. Seguido por mí, se dirigió
en línea recta hacia un sector donde había una media docena de
tiendas y entró en una donde se exhibían una variedad de productos
que no tuve tiempo de examinar. Un hombre y una mujer, ambos
vestidos brillantemente e igualmente calvos, se adelantaron para
atendemos. »-Tengan a bien servir a este caballero -dijo Melsona,
señalándome con un gesto condescendiente. »-Oh, por supuesto, con
mucho gusto -ronroneó el dependiente masculino, lavándose las manos
con jabón invisible-. ¿Qué necesita el caballero? »-Dinero
-contesté secamente. »-¡Dinero! – repitió como un loro-. ¡Dinero!
¡Qué pedido más raro! Se puede conseguir, claro, pero tendrá que
recurrir a un coleccionista. »-Entonces, ¿cómo diablos puedo…? »-De
la manera más simple -me interrumpió Melsona.-. Todo cuanto tiene
que hacer es pedir lo que precise. Si en esta tienda lo tienen, se
lo darán; si no lo tienen, entonces quizá lo consiga en otra.
»-Pide y te será concedido -acoté. »La idea me parecía una locura,
pero ¿quién era yo para cuestionar el sistema económico de esa
época? »-Cigarrillos -pedí, esperanzado. »Apenas había pronunciado
la palabra que la dependienta ya se encontraba junto a un estante,
habiendo ganado a su colega por un paso; cogió una docena de
cajetillas de distintos tamaños y formas y las dejó sobre el
mostrador. Mis ojos se clavaron en ellas con asombro y placer. Eran
cajetillas de cigarrillos. Elegí una de las más grandes. La dama
quiso saber si podía ofrecerme algo más. Pedí una pitillera y la
obtuve. Solicité un encendedor automático. La dependienta me
proporcionó un instrumento idéntico al que colgaba del cuello de
Melsona, y que yo había confundido con la manija del conmutador.
Después de pasar media hora en aquella tienda, salí convencido de
que había ido a parar a Utopía. »Nos detuvimos en él pavimento.
Abrí mi cajetilla de cigarrillos, me llevé uno de los ansiados
cilindros a los labios, y Melsona me enseñó a usar el encendedor.
Tenía la forma alargada de un abeto cónico, estaba hecho de metal y
sujeto a la convencional cadena-collar. Uno meramente tenía que
oprimirlo. Se levantaba una minúscula tapa del extremo más ancho,
dejando al descubierto un filamento incandescente en su interior.
Encendí el cigarrillo, inhalando el aromático humo con
indescriptible satisfacción. »-¿Cuánto tiempo durará esto? –
pregunté, estudiando con curiosidad el extremo ardiente del
encendedor. »-Durante el resto de su vida -contestó-. Es… »De
pronto, miró hacia el cielo, al escuchar un ruido atronador que
provenía de las nubes. »-¡Mire! ¡Es una nave de línea
transcontinental! »Un cigarro titánico, plateado, se elevaba en el
cielo; flameo, atemorizador. Las circunstancias no ayudaban a
contemplarlo con la perspectiva adecuada. Juzgué que el monstruo
tendría unos dos kilómetros de largo por doscientos metros de
diámetro. Flotando sobre las tenues y casi transparentes nubes,
presentaba un aspecto realmente majestuoso, con su cónica nariz
apuntando hacia el sol poniente, la cola vomitando lanzas
flamígeras que se disipaban. expandiéndose y formando un abanico de
vapor. »Se desplazaba a una altitud de por lo menos diez
kilómetros, sin embargo, debido a su tamaño y a la diafanidad de la
atmósfera, las hileras de ventanillas circulares de sus costados
eran claramente visibles. Sembrando la ciudad de Leamore con un
ruido atronador, aceleró hacia poniente, su tremenda mole
empequeñeciendo los diminutos seres humanos responsables de su
fabricación. »-¿Qué le parece? – inquirió Melsona, con orgullo.
»-¡Es magnífico! ¡Maravilloso! – respondí. »Un grito atrajo nuestra
atención hacia la avenida. Un hombre de pie en el carril más lento
y más distante agitaba los brazos como un loco; se precipitó hacia
nosotros, tropezó con el filo del carril intermedio, que corría a
dieciséis kilómetros por hora. y ejecutó un incompleto salto mortal
de costado. Al caer sobre el carril móvil, rodó cuan largo era en
la dirección contraria, derribando docenas de personas. Sin dejar
de rodar, surgió entre una masa informe, dio unas vueltas a través
del carril y trató de ponerse en pie en el filo de la acera.
»Permaneció, durante una fracción de segundo, con un pie en el
carril central y el otro en el más lento y cercano a nosotros;
luego la diferencia de velocidad le hizo trastabillar. Eligió el
carril más lento y cayó en él sobre sus posaderas, dándose un
tremendo batacazo. Pasó ante nosotros, que le contemplábamos llenos
de interés, tendido de espaldas, con los pies en el aire. A unos
cincuenta metros, logró alcanzar la seguridad del pavimento
mediante un súbito y acrobático salto, se giró y corrió hacia
nosotros. »Al acercarse, note que tenía una tez más obscura que la
mayoría de la gente que había visto. Su traje enterizo era de un
horrible color amarillo, de la cintura hacia arriba, y negro de la
cintura hacia abajo; sus calcetines eran negros, y las sandalias,
negras con motas amarillas. Un sombrero amarillo, parecido a una
tarta, estaba encasquetado en lo alto de su cabeza; del centro de
su corona surgía una borla amarilla que se balanceaba sobre su
oreja izquierda. »-¡Weston! – bramó-. ¡Soy yo… Henshaw! »Se acercó
a nosotros, con el rostro resplandeciente de satisfacción, y me dio
una cordial palmada en la espalda. Yo le examiné con más
detenimiento. Tenía menos pelo que un huevo. »-No puedo creerlo
-dije secamente. »-Y yo apenas puedo creerlo cuando le miro a usted
-retrucó. ».-Entonces ¿cómo me reconoció? »-Porque la de usted es
la única cabeza de mono en todo el ancho mundo. – Retrocedió un
paso y me contempló de pies a cabeza-. El único Robin Hood que
viste y calza -comentó-. ¿Qué le parece mi atuendo? »Extendió los
brazos y lentamente fue girando hasta dar la vuelta completa ante
nosotros. »-Prefiero no decirlo -repuse, apartando la mirada de
aquel amarillo bilioso-. Para hablar con justicia, tendría que
emplear términos vulgares. »-¡Está celoso! – comentó, lanzando una
carcajada-. Personalmente, pienso que un atavío como éste presta
color a la vida. El único defecto que le encuentro es que resulta
difícil distinguir a los “sahibs" de las "memsahibs". Así que
anduvo de compras, ¿eh? – Golpeó con el dedo el encendedor que
pendía de mi cuello-. ¿Y qué me dice de este mundo sin dinero?
»-Puesto que está enterado de ello, es evidente que también anduvo
de compras -comenté. »-¡Oh, no! – me aseguró-. Quise pagarle al
depilador y reaccionó como si le hubiera fulminado un rayo.
Entonces me enteré de ese asunto del dinero. Ávidamente, me dijo
que aceptaría una moneda rara, si tenía alguna. Así que dejé que
revisara mi monedero, que logré rescatar cuando se llevaron mis
ropas para quemarlas. Cuando vio lo que yo tenía, se le salieron
los ojos de las órbitas, como si fuesen los registros de un órgano:
dieciocho dólares y cuarenta centavos en legítimo y viejo oro
blanco. »-¿Dinero blanco? – exclamé con sorpresa. »-Claro. ¿Acaso
supone usted que yo tenía dinero de su época? Bueno, buscó y
rebuscó entre las monedas y escogió una de medio dólar que era la
que tenía la fecha más antigua. Se puso tan contento como un perro
con dos colas. Le pregunté qué iba a hacer con ella. Jamás
adivinaría qué me respondió. »-¿Qué? – dije para estimularle. »-Aún
no he logrado determinar si soy un deficiente mental o bien si en
este mundo están todos chiflados salvo yo. ¡Tanto si usted lo cree
como si no lo cree, me dijo que pensaba canjear ese medio dólar por
un pez de cristal! »-¡Un pez de cristal! – repetí, incrédulo.
»-¿Para qué diantre lo debía querer? – siguió diciendo Henshaw-. Si
hubiese hablado de un pez vivo, ya habría sido sorprendente; si
hubiera dicho un pescado, me habría parecido más razonable, ¡pero
un pez de cristal! »-Eso tiene su explicación -intervino Melsona-.
Como comprenderán, este mundo ha progresado tanto, que resulta un
gran problema mantener a la gente ocupada. No existe sistema
monetario alguno; todo se puede conseguir por el solo hecho de
pedirlo. Todas las tareas, las manufacturas y similares, las
efectúan personas voluntarias, pero nuestros métodos son tan
eficaces que nunca hay suficiente trabajo para todos los que se
ofrecen. Los habitantes de este mundo tienen que encontrar la
manera de llenar larguísimos ratos de ocio de una manera u otra; en
consecuencia, el trabajo, que en una época era una maldición, ahora
es una bendición. »”¿Qué hacen en su tiempo libre nuestros
ciudadanos? Yo se lo diré. Algo menos de la mitad se dedican a la
ciencia; más de la mitad se consagran al arte. La gente inventa
cosas o las crea, y todo el mundo trata que su obra sea original o
superior a las de los demás. »”La gente exhibe en los bazares los
productos artesanales que no desea, poniéndolos a la disposición de
las personas que los piden. La vergüenza más grande que puede
sentir un ciudadano es ver que sus productos permanecen en una
tienda durante varios meses. El mayor triunfo que puede
experimentar es ver que una de sus obras la solicitan tantas
personas que deben echarla a suertes. »”Las personas que
coleccionan las obras de un artista determinado o sienten un
especial deseo de adquirir una de ellas, pueden obtenerla de tres
maneras: solicitándola al bazar, si la tienen; o, si el artista es
tan popular que sus obras nunca llegan a las tiendas, pueden
pedirle a él mismo que les tenga en cuenta con los demás
solicitantes cuando la obra se eche a suertes; o bien, si se da el
caso de que el artista también es un coleccionista, pueden
permutarla por alguna obra propia. »"Eso explica la intención de su
hombre de canjear una moneda por un pez de cristal. Las monedas de
su época no son raras; son absolutamente desconocidas y, por lo
tanto, de incalculable valor espiritual para el coleccionista. Uno
de los más destacados coleccionistas de esos antiguos símbolos de
cambio es Torquilea, el más grande artista en obras de cristal de
la Tierra. Me gustaría que vieran una muestra de su obra.
Acompáñenme.
10
»Guiados por Melsona caminamos a lo
largo del pavimento en dirección contraria al movimiento de la
acera. Manteníamos una conversación muy animada, que consistía,
fundamentalmente, en preguntas de parte de Henshaw y de mí, y en
las respuestas de Melsona. Pudimos colegir que un.sistema de aceras
móviles se proyectaban desde el centro de Leamore hacía los
suburbios como los radios de una rueda, que las calzadas corrían en
una y otra dirección alternativamente, que la gente que deseaba ir
en el sentido opuesto al del movimiento de la acera podía caminar
por el pavimento fijo o bien tomar por una calle transversal hasta
la otra avenida. La nuestra se dirigía al centro de la ciudad; si
Melsona quería volver a su casa desde el centro y no tenía ganas de
caminar, no tenía más que tomar la avenida adyacente, que se
dirigía hacia las afueras, y entrar por la puerta trasera. Todas
las avenidas que excedían los treinta metros de ancho eran móviles;
las calles más estrechas eran fijas. Todo el sistema de transporte
era absurdamente simple. »Melsona nos contaba que existía un gran
número de máquinas aéreas y vehículos particulares, pero no se les
permitía entrar en las ciudades ni volar sobre ellas, quedando
confinadas sus actividades a los espacios entre ciudades. En aquel
instante pasamos ante un restaurante al aire libre. Apenas
caminamos unos pasos, cuando de común acuerdo retrocedimos,
entramos en él y pedimos una mesa. »-…así sólo las grandes naves de
línea pueden sobrevolar las áreas pobladas -dijo Melsona,
concluyendo su explicación-. ¿Qué desean comer? »-Un bistec -dijo
Henshaw. »-¿Un bistec? ¿Qué es eso? »-Carne -repuso Henshaw,
relamiéndose los labios y aflojándose el cinturón de su enterizo.
»Una expresión de inefable disgusto se pintó en el rostro de
Melsona. »-Era sólo una broma -le aseguró Henshaw, comprendiendo
inmediatamente que había metido la pata-. Comeré lo que usted nos
recomiende. »La expresión de Melsona daba a entender que no
consideraba la broma de muy buen gusto. Garabateó algo en un bloc
colocado en un marco en el centro de la mesa y apoyó el pie en un
pedal que sobresalía del piso. La mesa se hundió en el suelo,
dejándonos ante un hueco que se abría a nuestros pies. Después de
un breve instante, la mesa reapareció ante nuestra vista, con las
tres comidas pedidas debidamente puestas sobre ella. Empezamos a
comer. Los alimentos eran extraños, pero satisfactorios. »Luego,
sintiéndome un hombre nuevo, abandoné la mesa y, junto con mis
compañeros, seguí caminando por el pavimento. Me ensimismé en mis
recuerdos, pensando cuán raro era que sólo hiciera unas pocas horas
que había ingerido mi comida anterior… ¿o hacía miles de años?
Debíamos de haber caminado unos diez minutos, cuando Melsona se
detuvo tan bruscamente que, aún absorto en mis pensamientos, choqué
contra él. Señaló el jardín de un bello chalet. »-Aquí hay una
espléndida muestra de la obra de Torquilea -comentó-. Pasen y
admírenla. – Sin dudar un instante, abrió la verja y entró en el
jardín, diciéndonos que nuestra curiosidad sería considerada como
un halago tanto por el artista como por el propietario. Nos llevó
ante un objeto colocado en medio del césped. Lo contemplamos en
silencio. Era divino; no podía calificarse de otra manera. »Una
masa de mármol de color, ónix, ágata y lapislázuli, ingeniosamente
dispuesta, se levantaba hasta una altura de tres o cuatro metros.
Sobre ella caía una cascada de cristal tan real, que uno se
sorprendía de no escuchar el rumor del agua. Tan soberbia era la
habilidad del artista que hasta el veteado de la piedra de la base
había sido utilizado para crear la impresión de encontrarse bajo
los remolinos de una superficie acuática. Engarzadas en el cristal,
por medios que no pude determinar, había burbujas, sombras y vagos
destellos de luz que simulaban a la perfección el agua danzarina y
en movimiento. »La cascada chocaba contra el fondo,.salpicando y
arremolinándose entre las rocas de colores, mientras aquí y allá
gotas diminutas pendían iridiscentes de las grietas y hendiduras.
Un par de salmones de cristal saltaban entre las aguas de la
cascada. Si uno se acercaba podía distinguir los finísimos alambres
que les mantenían suspendidos en el aire, pero era tan perfecta la
forma que les habían dado los dedos del genio, que resultaba
difícil escapar a la sugestión de que algún moderno Merlín no les
había inmovilizado en aquella posición cuando disfrutaban
plenamente de una vida vibrante. »Henshaw se sacó la tarta de la
cabeza y dijo: »-¡Ante esto me descubro! »-Fue realmente un gran
triunfo para Torquilea -nos contó Melsona-. Nada menos que
veintisiete personas tuvieron que echar a suertes para ver quién se
quedaría con esa singular obra maestra. »Miró atentamente a
Henshaw. »-Torquilea se vuelve loco por las monedas antiguas. El
otro día vi una de sus obras, que no tardará en pasar a manos de
alguien. Era simplemente un pequeño globo de cristal que contenía
una bahía. En el fondo se veía arena y guijarros; un par de
camarones semitransparentes nadaban en sus profundidades; unas
algas marinas de color verde crecían en una roca, en la cual
floraba una bella anémona de mar con todos sus tentáculos
extendidos. Era una reproducción de la naturaleza tan lograda, tan
maravillosa, que uno casi esperaba ver las ondas en la superficie
del cristal. Torquilea es el más feliz de los hombres por el hecho
de que sus obras son tan apreciadas y ansiadas. Estoy seguro de que
estará dispuesto a considerar la posibilidad de efectuar un cambio.
»Henshaw se dio por aludido. Eligió una moneda y se la entregó a
Melsona, al tiempo que le decía que hiciera con ella lo que
considerase más conveniente para los tres. El hecho de que se
refiriera a tos tres como si fuésemos una sola persona pareció
complacer inmensamente a Melsona. Aceptó el obsequio con alborozo,
anunciando que se entrevistaría con Torquilea a la primera
oportunidad. »Cuando regresamos a la casa de Melsona para descansar
y dormir hacía varias horas que había obscurecido. Habíamos
recorrido la mitad de las avenidas de Leamore en las aceras
móviles, explorado muchas tiendas y edificios, visto infinidad de
maravillas, y habíamos sido presentados a tantas personas que no
podíamos recordar más que a un par de ellas. Melsona, en su calidad
de guía voluntario de la ciudad, nos había llevado de un lado para
otro, manifestando que era el más afortunado de los hombres porque
nuestra llegada le había permitido aprovechar sus horas de ocio. Su
conversación, bajo la presión de nuestras preguntas, nos puso en
antecedentes respecto de infinidad de hechos notables. »Nos
enteramos, en primer lugar, que el día era mucho más largo que en
mi época, y que la rotación axial de la Tierra se tornaba cada vez
más lenta a un ritmo tal que los científicos consideraban que,
dentro de otros veinte mil o treinta mil años, cesaría por
completo. El fenómeno se había iniciado con la llegada de El
Invasor, momento en que se inauguró el nuevo calendario del que
estábamos en el año 772 N. C.; las letras N. C. significaban "nuevo
cómputo". »El Invasor, se nos informó, era un planeta dos veces más
grande que Júpiter, que había llegado del espacio interestelar,
abriéndose camino a través del sistema solar, para desvanecerse en
el cosmos. Pasó entre las órbitas de Marte y el cinturón de
asteroides; su influencia alteró el equilibrio normal de la mitad
del sistema, haciendo las órbitas de los asteroides, de Marte y de
la Tierra mucho más excéntricas, al tiempo que había capturado y
arrastrado a su paso dos miembros del grupo Troyano de asteroides.
»Nos contaron que, unos cincuenta años después del paso de El
Invasor, naves cohete habían logrado llegar a Venus, que los viajes
interplanetarios aún eran tan difíciles y arriesgados, que en aquel
momento la población de Venus no ascendía a más de doce mil
habitantes, y que por cada individuo que había llegado al planeta
sano y salvo, otro había perecido en el intento. »La población de
la Tierra no había sufrido alteración alguna, en cuanto al número,
durante los últimos diez mil años; la Tierra entera reconocía un
gobierno central situado en Osmia, y el sistema social era el
Pallarismo. Supimos que Osmia estaba situada en la ciudad que yo
había conocido como Constantinopla, y que el "ismo" que prevalecía
entonces estaba basado en las teorías de un filósofo llamado Palla,
que había vivido hasta el año 22800 V. C.. »Con los estómagos
reconfortados por una tardía cena, y las mentes preñadas de
recuerdos de las exploraciones del día, fuimos a descansar. Como
deferencia especial a mi gusto, nuestro anfitrión había dejado
sobre mi cama lo que parecía un traje de baño negro. El camisón
carmesí había sido transferido a la cama de Henshaw. Éste entró en
mi habitación para saber qué me parecía su atuendo para dormir. Yo
me dormí musitando una descripción que él no pudo oír.
11
»Los cuatro días siguientes figuran
entre los más placenteros que he vivido. Viajamos vastamente con
nuestro anfitrión, familiarizándonos por completo con las
características singulares de aquel mundo nuevo. La mañana del
quinto día éramos transportados por el carril central de la Ruta
Derby, hacia las afueras de la ciudad, cuando Melsona llamó con un
silbido a un anciano que caminaba por el pavimento en dirección
contraria. El viejo se detuvo; Melsona pasó al carril más lento y
luego alcanzó el pavimento. Nosotros le seguimos. »-Les presento al
senior Glen Moncho -dijo-. Senior es el título con que distinguimos
a los hombres muy eruditos -añadió a modo de explicación. »-Como
profesor -sugerí. »-Exactamente. Aquí el senior Glyn Weston y el
capitán Henshaw. – Sonreía mientras le estrechábamos la mano al
anciano-. El senior es nuestro más eminente historiador. Pensé que
tendría especial interés en conocerles. »Henshaw no perdió el
tiempo y aprovechó la oportunidad. Preguntó: »-¿Quién ganó la
guerra entre Blancos y Amarillos de dos mil cuatrocientos ochenta y
uno a dos mil cuatrocientos ochenta y seis? »-Las mujeres
-respondió el senior prestamente. »-¡Las mujeres! – exclamó
Henshaw, estupefacto. »-La guerra duró nueve años, no cinco
-continuó el senior-. La terminó una organización militante de
mujeres que en primer lugar, se negaron a engendrar más hijos,
luego abandonaron las fábricas de municiones, por cuyo motivo ambos
bandos tuvieron que retirar grandes contingentes de tropas del
frente para reemplazarlas, y, finalmente, tomaron las armas y
asesinaron a los individuos que, a su criterio, eran los hombres
clave dc la guerra. El conflicto fue la causa directa del
matriarcado mundial que predominó durante los tres mil años
siguientes. »-¡Vaya, soy un puerco soldado! – exclamó Henshaw.
»-Así que usted es el famoso viajero. del tiempo -dijo el senior,
volviéndose hacia mí-. He oído hablar mucho de usted en los
noticiarios por radio. Tengo entendido que le han invitado a la
Convención Anual de Científicos que tendrá lugar en Metro dentro de
una semana. Sería muy interesante que presentara su aparato. »-¡Eso
sí que es curioso! – dije-. Hace varios días que estoy aquí y en
ningún momento se me ocurrió preguntar qué le había ocurrido a mi
artefacto. »-Está a buen recaudo -explicó Melsona-. Fue
transportado por el carril móvil mientras le llevaban a usted a mi
casa. Luego lo rescataron y fue a parar al Museo de Ciencias, donde
está a su disposición. »-Magnífico -respondí-. ¿Les gustaría verlo?
»Tanto el senior Moncho como Melsona manifestaron que estaban
ansiosos por examinar la cabina para viajar en el tiempo. Tomamos
una calle transversal hasta la próxima avenida, que se desplazaba
hacia el centro, nos situamos en uno de los carriles lentos y
regresamos hacia la ciudad. »-Lo más curioso del viaje en el tiempo
-le comenté al senior- es cómo altera las ideas de uno. Por
ejemplo, se diría que yo he vencido a la naturaleza al vivir miles
de años, pero, como viajero del tiempo, sé que no es así. De hecho,
soy tan sólo una semana más viejo que cuando inicié el experimento.
Ahora comprendo que la naturaleza ha fijado la fecha de mi muerte,
no en términos de años de acuerdo con los cálculos humanos, sino en
relación con los años de mi vida. yo moriré dentro de un cierto
número de mis propios años a partir de mi fecha de nacimiento,
prescindiendo de cómo ese número de años pueda ser dividido o
distribuido en el futuro. »-Hay una cuestión que, a mi juicio, es
aún más curiosa -observó el senior-. Cómo es que nosotros, con
nuestra gran civilización, nuestro enorme interés en todas las
ramas de la ciencia, no hemos sido capaces de resolver un problema
que ya ha sido solucionado por dos personas que nos anteceden por
miles de años. »-Henshaw no lo ha resuelto -le señalé. »-No me
refería a Henshaw, sino a su predecesor. »-¿A mi predecesor? –
repetí, sin lograr comprender lo que quería decir. »-Ya le dije que
el viaje en el tiempo era algo que nosotros conocíamos -intervino
Melsona-. La primera vez que conversamos le comenté que se había
realizado antes. »Hice un esfuerzo de memoria y me pareció recordar
vagamente que había dicho algo al respecto. En aquel momento no le
había prestado mucha atención, pues estaba bastante confundido.
»-Cuando Schweil apareció, manifestando que… »-¡Schweil! – grité
con toda la fuerza de mis pulmones-. ¿Dijo usted Schweil? »-Si
-contestó el.senior, con expresión sorprendida-. Cuando él se
presentó diciendo que procedía más o menos de la época de usted, se
burlaron de él, y… »-Dígame -le interrumpí-, ¿de qué año manifestó
que procedía? – Deje que lo piense. – Clavó la vista en el suelo y
pensó durante un lapso exasperantemente largo-. Fue en mil
novecientos cuarenta y cuatro, creo. – ¡Eso es! – grité, temblando
literalmente de excitación-. ¡Eso es! »La gente que nos rodeaba me
miraba como si pensaran que estaba loco. Me estaba poniendo en
evidencia, pero no me importaba. »-¿Le conocía usted? – inquirió el
senior, con tono tranquilizador. »-No. Falleció unos pocos años
antes de nacer yo. O creyeron que había fallecido. Partió en su
avión particular con la manifiesta intención de asistir a un
congreso científico en Nueva York. Desapareció. Los restos de su
avión aparecieron en las playas de Nueva Escocia un mes más tarde.
Era algo excéntrico, no gozaba de muchas simpatías, y algunas
personas sugirieron que era un caso evidente de suicidio. Sus
teorías, y las de sus sucesores, me resultaron de suma utilidad.
¿Qué se hizo de él? ¿Dónde está? Hábleme de él, se lo ruego…,
cuénteme todo lo que sepa. "El senior parecía confundido; aspiró
profundamente y dijo: »-En el año trescientos doce N. C., hace
cuatrocientos sesenta, este tal Schweil apareció en las afueras de
Metro, nuestra gran ciudad sobre el Támesis, y aseguró que había
viajado a través del tiempo, procedente del pasado. Su máquina
tenía la forma de una tosca esfera metálica de unos tres metros de
diámetro. A pesar de.sus características atávicas, nadie le creyó.
Examinaron su máquina y decidieron que se trataba de una broma.
»"Lamentablemente no estaba en condiciones de probar lo que
afirmaba, salvo ofreciendo una demostración práctica y alejándose,
así, de la gente a quien tenía que convencer, pues nos explicó que
si bien se podía viajar hacia el futuro, no podía haber movimiento
alguno hacia el pasado. »-Absolutamente cierto -dije, pendiente de
cada una de sus palabras. »-Estaba muy amargado. Según él la
nuestra era la octava era que había visitado y en ninguna de ellas
le habían creído. Al fin, emigró a Venus, llevándose con él la
esfera de metal. Vivió allí casi un año, y luego logró convencemos
de que decía.la verdad. Lo hizo encerrándose en su esfera y
desapareciendo ante los ojos de un millar de colonizadores. Jamás
regresó. Desde entonces no hemos vuelto a saber nada de él.
»-Partió hacia el futuro -dije, saltando como un gato-. Partió
hacia el futuro. ¡Oh, si pudiese encontrarle! ¡Un hombre de mi
propia época, un compañero ideal para mis viajes. ¡Debo
encontrarle! ¡Debo encontrarle sea como fuere! Me espera en alguna
parte en el mañana. ¡Tengo que buscarle! ¡Mi cabina debe ser
transportada a Venus en seguida! "Y diciendo esas palabras, en mi
insana excitación salté al carril central y empecé a correr por él,
con una obsesión; llegar al Museo de Ciencias cuanto antes y
disponer el traslado de mi cabina. »El esfuerzo de la carrera debió
de calmarme. A un kilómetro avenida abajo, gané el pavimento y
esperé que me alcanzaran los demás. Llegaron sin aliento, primero
Henshaw, luego Melsona y por último el senior, bastante rezagado y
dando señales de una gran fatiga. »Entramos juntos en el Museo,
donde Melsona preguntó por el sitio en que habían colocado mi
cabina. Guiados por él, llegamos al último piso. Por ese entonces
yo ya había recobrado mi sangre fría en grado suficiente como para
recordar que mis compañeros deseaban examinar la cabina. Abrí la
puerta y procedí a explicarles cómo funcionaba el aparato de rayos
y las teorías en que se basaba. »-Aparentemente la cabina no había
sufrido daños serios. Las esquinas exteriores estaban bastante
rayadas y golpeadas; una de las ventanillas estaba resquebrajada.
Extraje las válvulas y el tubo de rayos, los observé a contraluz, y
volví a colocarlos al ver que se encontraban en excelente estado.
»-Revisé todo el aparato, ajustando un cable aquí y apretando un
terminal allí. Durante varios minutos me comporté como una madre
atendiendo a su bebé. Cuando me incliné para examinar el contacto
vibrador McAndrew experimenté un mareo y el contacto se borró de mi
vista.
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