EL FIN DE TODO

Ed Gorman

Lo peor que puede pasarle a uno después de perder a una mujer es conseguirla.

(Refrán francés)

Acepta tu destino.

(Refrán francés)

Creo que primero debería contar lo de la cirugía plástica. Lo digo porque no siempre he sido así de guapo. De hecho, si me vieras en el anuario de la universidad ni siquiera me reconocerías. Pesaba quince kilos más y tenía grasa suficiente en el pelo como para lubricar media docena de coches. Las gafas que llevaba podrían haber servido en el observatorio de Monte Palomar. Quise perder la virginidad el primer año de la escuela primaria, el mismo día en que vi a Amy Towers por primera vez, pero no la perdí hasta los veintitrés años e incluso entonces no me resultó fácil. Fue con una prostituta y, justo cuando me disponía a introducir mi sexo en el suyo, me dijo: «Lo siento, debo de haber cogido la gripe o algo parecido. Tengo que vomitar.» Y eso fue lo que hizo.

Así fue como viví mi vida hasta que cumplí cuarenta y dos años: como la clase de persona de la que la gente cruel se burla y la gente decente se compadece. Era el tipo del que nadie quiere acordarse; el hombre del que las mujeres se pasaban años hablando tras haber tenido con él una cita a ciegas; y el chico que en la tienda de discos tiene que soportar la mirada de repulsión de la niña mona de la caja registradora. Sin embargo, y a pesar de los pesares, me las arreglé para casarme con una mujer atractiva cuyo marido había muerto en Vietnam y heredar un hijastro que siempre que estaba con sus amigos cuchicheaba sobre mí a mis espaldas. No había ocasión en que estuvieran cerca de mí y no se echaran a reír disimuladamente. El matrimonio duró once años y acabó un lluvioso martes por la noche varias semanas después de que nos trasladáramos a nuestra nueva y elegante casa de estilo Tudor situada en la zona yuppy más bonita de la ciudad. Después de la cena, cuando David estaba en su habitación fumando hachís y escuchando sus discos compactos de Prince, Annette dijo: «¿Te ofenderías si te dijera que me he enamorado de otra persona?» No tardamos en divorciarnos y poco tiempo después me trasladé al sur de California, donde suponía habría espacio de sobra para un inadaptado más. Al menos habría más espacio que en una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes del estado de Ohio.

Yo era corredor de bolsa y por aquel entonces había muchas oportunidades en California para la gente que había tenido agencia propia como yo. El problema era que estaba cansado de motivar a ocho corredores más para que alcanzaran sus metas mensuales, de modo que me puse a buscar y al final entré a trabajar como un sencillo y despreocupado agente más en una antigua y prestigiosa correduría de Beverly Hills. Me costó varios meses, pero al final dejé de sentirme deslumbrado por el hecho de que mis clientes fueran estrellas de cine. A ello contribuyó el que la mayoría eran gilipollas.

Traté de mejorar mi vida sexual recorriendo todos los bares para solteros que mis amigos más agraciados me recomendaban y echando vistazos prudentemente a las columnas de anuncios personales de los numerosos periódicos que infestan Los Angeles. Pero no encontré nada de mi gusto. Ninguna de las mujeres que decían de sí misma ser heterosexuales y estar en buena forma mencionaban la palabra que a mí más me interesaba: amor. Hablaban de excursiones, ciclismo y surf; hablaban de sinfonías, películas y galerías de arte; hablaban de igualdad, poder y liberación. Pero nunca de amor, que era lo que yo deseaba con más ahínco. Había otras opciones, por supuesto, pero aunque me compadecía de los homosexuales y los bisexuales y detestaba a la gente que los perseguía, no quería ser como ellos. Y aunque hacía todo lo posible por mostrarme comprensivo hacia el sadomasoquismo, la transexualidad y el travestismo, había algo en todo ello que me resultaba cómico e inexplicable, pese a la tristeza que me inspiraba. No recurría a prostitutas por miedo a contraer enfermedades. Las mujeres que conocía en circunstancias normales (en la oficina, en el supermercado, en la lavandería del caro edificio de viviendas en que vivía) me trataban como solía hacerlo todas: con la infatigable consideración de una hermana.

Fue entonces cuando unos chiflados malnacidos se liaron a tiros en la autopista de San Diego y mi vida cambió por completo.

Ocurrió un viernes por la tarde. Había mucha contaminación en el ambiente y yo regresaba del trabajo a casa, cansado y con un fin de semana largo y solitario por delante, cuando de repente vi que dos coches se acercaban cada uno por un lado. Al parecer sus ocupantes estaban disparándose entre sí, debido sin duda a las privaciones que debían de haber sufrido durante la infancia. Siguieron disparándose aparentemente sin darse cuenta de que yo me encontraba en medio del fuego cruzado. Mi parabrisas se hizo añicos y mis dos ruedas traseras explotaron, tras lo cual salí despedido de la autopista y subí por una colina hasta que, a media altura, choqué con la base de un sólido pino enano. Esto es lo último que recuerdo de aquel episodio.

Mi recuperación duró cinco meses, aunque habría sido más corta si un buen día un cirujano plástico no hubiera entrado en mi habitación y me hubiese explicado lo que tenía que hacer para que mi cara volviera a ser la de antes.

–No quiero volver a tenerla como antes -le espeté.

–¿Cómo dice?

–No quiero volver a tenerla como antes. Quiero ser apuesto como una estrella de cine.

–Ya… -repuso como si acabara de decirle que quería volar-. Lo más conveniente será que hablemos con el doctor Schlatter.

El doctor Schlatter también dijo «Ya» cuando le dije lo que quería, pero no fue exactamente el mismo tipo de «Ya» que había proferido el otro médico. En el «Ya» de Schlatter había al menos un mínimo de esperanza.

El doctor Schlatter me lo explicó todo previamente e incluso consiguió que me resultara interesante. Me dijo que el origen de la cirugía plástica se remontaba a los antiguos egipcios y que ya en el siglo xv los italianos llevaban a cabo transformaciones realmente asombrosas. Me mostró dibujos de la cara que esperaba moldearme, me enseñó algunos de los instrumentos que iba a utilizar para que no me amedrentara cuando los viera (el bisturí, el escoplo y el retractor) y me dijo cómo tenía que prepararme para mi nueva cara.

Al cabo de dieciséis días me miré en el espejo y tuve la satisfacción de comprobar que ya no existía o, por lo menos, que ya no era el mismo de antes. La cirugía, la dieta, la liposucción y el tinte para el pelo habían dado como resultado un hombre que debería parecer atractivo a una gran variedad de mujeres. Aunque a mí me daba igual, por supuesto. Sólo me importaba una mujer. Nunca me había importado otra, y durante el tiempo que había pasado en el hospital ella había sido lo único en que había pensado y para lo que había hecho planes. No iba a desaprovechar mi belleza física en flirteos. Iba a utilizarla para ganar la mano y el corazón de Amy Towers Carson, la mujer a la que amaba desde el segundo año de instituto.

Tardé cinco semanas en verla. Este tiempo lo invertí en adaptarme al puesto de trabajo que había conseguido en una agencia de corredores de bolsa, estableciendo algunos contactos y aprendiendo a utilizar un nuevo enlace telefónico que me proporcionaba análisis de bolsa en todo momento; algo impresionante para una pequeña ciudad del estado de Ohio como ésta, que era en la que había crecido y me había enamorado de Amy.

Me divertí bastante encontrándome con antiguos conocidos. La mayoría de ellos no me creyeron cuando les dije que era Roger Daye. Algunos incluso se rieron, dando a entender que daba igual lo que hubiera podido sucederle a Roger Daye, ya que jamás podría ser tan apuesto.

Como mis padres se habían trasladado a Florida al jubilarse, tenía toda la vieja casa familiar (una bonita construcción blanca de estilo colonial situada en un barrio elegante de la ciudad) para mí solo, por lo que pude invitar a unas cuantas damas para mejorar mi técnica. Era asombrosa la confianza en mí mismo que me daba mi nueva personalidad. Daba por supuesto que iba a acabar con mis invitadas en la cama, y así fue prácticamente en todas y cada una de las ocasiones. Una mujer me susurró que incluso se había enamorado de mí, y estuve a punto de pedirle que lo repitiera para grabarlo en una cinta. Ni siquiera mi esposa había llegado a decirme que me quería, o al menos no con esas mismas palabras.

Amy volvió a entrar en mi vida durante el baile del club de campo, dos noches antes de Acción de Gracias. Yo estaba sentado a una mesa, viendo bailar el box step a parejas de todas las edades. Había muchos trajes de noche. Y muchos esmóquines. Y mucha música de saxofón interpretada por la orquesta de ocho miembros que había en el quiosco (el único punto de luz que había). Y todo el mundo bailaba arropado por la intimidad que procuraban el alcohol y la oscuridad. Amy seguía siendo hermosa; no tenía el mismo aspecto juvenil de antes, cierto, pero aún poseía la tenaz y espléndida belleza y el cuerpo menudo y esbelto que habían inspirado diez o veinte mil de mis jóvenes y melancólicas erecciones. Al verla sentí esa emoción embriagadora típica de la época del instituto que se compone a partes iguales de timidez, lujuria y amor romántico y que F. Scott Fitzgerald (mi escritor favorito) habría comprendido a la perfección. Entre sus brazos encontraría el sentido de mi existencia. Esto era lo que yo pensaba durante los primeros años del instituto, en aquellas brumosas tardes de otoño en que regresé a casa con ella. Todavía lo pensaba.

Randy estaba con ella. Hacía tiempo que se rumoreaba que su difícil matrimonio estaba condenado a desintegrarse. Randy, antiguo ala de los Big Ten y estrella del Rose Bowl, también había sido uno de los empresarios estrella del lugar durante los años ochenta (su especialidad era la construcción de edificios de viviendas), pero su éxito había menguado hacia el final de la década y se decía que había optado por recurrir al dudoso consuelo del whisky y las prostitutas.

Seguían dando la imagen que todo el mundo tiene de la perfecta pareja enamorada, y más de una persona en la pista de baile les señaló con la cabeza cuando la banda empezó animadamente a tocar un popurrí de Bobby Vinton y Randy se puso a girar en torno a Amy haciendo espectaculares movimientos. Muchos de los presentes sonrieron y alguno llegó incluso a aplaudir. Randy y Amy siempre serían el rey y la reina de todos los bailes. Quizá sus dentaduras castañetearían cuando hablaran y la próstata le haría a Randy encogerse de dolor, pero, válgame Dios, los focos siempre hallarían el ineluctable camino que conducía a ellos. Además siempre serían ricos, ya que Randy pertenecía a una antigua familia de empresarios del acero y era uno de los hombres más pudientes del estado.

Cuando Randy fue a los servicios (por la derecha se iba al bar, por la izquierda a los servicios), me acerqué a Amy. Estaba sola en una mesa, elegante, hermosa y abstraída, pero cuando sus ojos se cruzaron con los míos, sonrió.

–Hola.

–Hola -dije.

–¿Eres amigo de Randy?

Hice un gesto de negación con la cabeza.

–No, soy amigo tuyo. Del instituto.

Puso cara de perplejidad y al cabo de unos segundos dijo:

–Dios mío… Betty Anne me había dicho que te había visto y… oh, Dios.

–Roger Daye.

Se levantó apresuradamente de la silla y, poniéndose de puntillas, cogió mi caliente cara con sus frías manos, me besó y dijo:

–Estás guapísimo.

Sonreí.

–Menudo cambio, ¿eh?

–Bueno, es que antes no eras tan…

–Claro que lo era. Era un empollón…

–Pero no eras nada bobo.

–Claro que lo era.

–Bueno, no del todo.

–Al menos en un noventa y cinco por ciento -dije.

–Quizá en un ochenta por ciento, pero… -Amy volvió a mostrar su regocijo por mi presencia. Sus hombros desnudos brillaban provocativamente en la oscuridad, destacándose sobre el traje de noche burdeos que llevaba-. Eras el chico que solía acompañarme a casa…

–Hasta el segundo año de instituto, que fue cuando conociste a…

–Randy.

–A Randy. Eso es.

–No sabes lo arrepentido que está de haberte dado aquella paliza. ¿Se te curó bien el brazo? Al final, entre una cosa y otra se acaba perdiendo el contacto, ¿verdad?

–El brazo se me curó perfectamente. ¿Te gustaría bailar?

–¿Que si me gustaría bailar? Me encantaría.

Bailamos. Intenté no pensar en todas las veces que había soñado con aquel momento. Tenía a Amy entre mis brazos, ella estaba bellísima y…

–Estás en una forma estupenda -dijo.

–Gracias.

–¿Haces pesas?

–Hago pesas, footing y natación.

–Dios mío, eso es magnífico. En la próxima reunión del instituto vas a romper el corazón de todas las chicas.

La acerqué más a mí y sus senos tocaron mi pecho. El sólido y duro bulto que había en mis pantalones delataba mi erección. Estaba aturdido. Quería llevarme a Amy a una esquina y follármela allí mismo. Despedía la dulce fragancia de la limpia y hermosa piel femenina y el aún más dulce esplendor que los dientes blancos arrojan al contrastar con unas mejillas firmes y bronceadas.

–Menuda zorra… -dijo Amy.

Me había quedado tan absorto en mis fantasías que no estaba seguro de haberla oído bien.

–¿Cómo dices?

–Esa de ahí. Menuda zorra está hecha.

Vi a Randy antes que a la mujer. Cómo iba a olvidarme del tío que me había roto el brazo (Randy era bastante hábil retorciendo brazos a la espalda) delante mismo de la chica de la que estaba enamorado.

Luego vi a la mujer y me olvidé de Randy por completo.

No pensaba que alguien pudiera llegar a eclipsar al Amy jamás, pero eso era precisamente lo que hacía la mujer que estaba bailando con Randy en aquel momento. Irradiaba una aureola que era más importante que su belleza, una mezcla de valor e inteligencia que me hacía sentir vulnerable a sus encantos incluso donde me encontraba. Engalanada con un vestido blanco sin tirantes, resultaba tan atractiva que los hombres no podían por menos que mirarla fijamente, del mismo modo que si vieran un OVNI volando a poca altura o algún otro fenómeno extraordinario.

Randy empezó a darle vueltas de la misma manera que lo había hecho con Amy. Pero aquella joven (no debía de haber cumplido los veinte hacía mucho) bailaba mucho mejor que Amy. De hecho se movía con tanta suavidad que llegué a preguntarme si había estudiado ballet.

Randy la mantuvo cautiva entre sus musculosos brazos durante los tres bailes siguientes. Como la joven le causaba a Amy una visible irritación, traté de no mirarla (ni siquiera furtivamente), pese a que resultaba difícil no hacerlo.

–Menuda zorra… -decía Amy.

Por primera vez en mi vida sentí compasión por ella. Siempre había sido mi diosa y allí la tenía, sintiendo algo tan impropio de las diosas como los celos.

–Necesito una copa.

–Yo también.

–¿Serías tan amable de ir por ellas?

–Por supuesto -respondí.

–Black and White, por favor. Sin hielo.

Cuando volví con las copas, Amy se encontraba en una mesa fumando un cigarrillo. Exhalaba el humo a bocanadas largas y desiguales. Randy y su princesa seguían en la pista de baile.

–La muy jodida se considera una verdadera belleza -dijo Amy.

–¿Quién es?

Pero antes de que pudiera responderme, Randy y la joven abandonaron la pista de baile y se acercaron a la mesa. Randy no pareció alegrarse de verme. En primer lugar miró a Amy y luego a mí.

–Supongo que habrá una razón justificada para que esté sentado a nuestra mesa -dijo.

Estaba pavoneándose con su última conquista delante de su esposa y todavía era capaz de enfadarse porque ella estuviera acompañada por un amigo.

Amy sonrió afectadamente.

–Yo tampoco le reconocí al principio.

–¿A quién? – barbotó Randy.

–A él. Al chico guapo.

Para entonces había dejado de mirarlos a ellos y tenía los ojos clavados en aquella joven. De cerca resultaba aún más cautivadora. Al parecer los mayores le hacíamos gracia.

–¿Te acuerdas de aquel chico Roger Daye? – preguntó Amy.

–¿El desgraciado que te acompañaba a casa?

–Randy, te presento a Roger Daye.

–Es imposible que sea Roger Daye -dijo él.

–Lo siento pero así es -repuso ella.

Me cuidé mucho de tenderle la mano, pues sabía que no me la iba a estrechar.

–¿Dónde hay un camarero, joder? – preguntó Randy.

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba borracho. Su voz se oía pese al bullicio de la gente. Él y la joven se sentaron en el mismo momento en que apareció un camarero.

–Ya era hora, joder -dijo Randy al hombre de edad avanzada que llevaba la bandeja.

–Perdone, señor. Esta noche estamos muy ocupados.

–¿Y qué significa eso? ¿Qué tienen problemas o qué?

–Randy, por favor… -dijo Amy.

–Ya basta, papá -terció la impresionante joven.

En un primer momento pensé que se trataba de una broma acerca de la edad de Randy. Pero ella no sonrió, ni tampoco él, ni Amy.

Creo que me quedé simplemente sentado preguntándome por qué Randy acompañaba a su propia hija como si fuera su nueva amante y por qué Amy estaba tan celosa de ella.

Después de beberse seis copas y oír numerosas historias sobre el sur de California (las historias del sur de California hacen las delicias de los habitantes del Medio Oeste), Randy dijo:

–¿No te rompí el brazo en una ocasión?

Era el único tío que conocía que podía contonearse estando sentado.

–Me temo que sí.

–Te lo estabas buscando con tanto rondarle a Amy.

–Randy… -dijo ésta.

–Papá… -dijo Kendra.

–Pero si es cierto, ¿no, Roger? Amy te ponía cachondo y probablemente todavía lo haga.

–Randy… -dijo Amy.

–Papá… -dijo Kendra.

Pero yo no quería que se callara. Estaba celoso de mí y esto me hacía sentirme de maravilla. ¡Randy Carson, la estrella del Rose Bowl, estaba celoso de mí!

–¿Le apetece bailar, señor Daye?

Me había esforzado por no prestarle atención porque sabía que en cuanto empezara a prestarle un poco luego le prestaría muchísima y me sentiría incapaz de apartar mis ojos o mi corazón de ella. Acercarse a aquella joven era como jugar con fuego.

–Me encantaría -dije.

No había acabado de levantarme cuando Amy miró a Kendra y le dijo:

–Este baile me lo había prometido a mí, querida.

Para cuando quise darme cuenta, Amy me había cogido de la mano y estaba conduciéndome a la pista. Ninguno de los dos dijo nada. Sólo bailamos el box step de toda la vida. Como en el instituto.

–Kendra sabía que querías bailar conmigo -dijo Amy al fin.

–Es muy atractiva.

–Dios mío, lo que me faltaba…

–¿He dicho algo inoportuno?

–No. Lo que pasa es que ya nadie se fija en mí. Sé que es repugnante decir esto sobre mi propia hija, pero es cierto.

–Eres una mujer muy hermosa.

–Para mi edad.

–Pero ¿qué dices?

–No tengo un aspecto vibrante y fresco como Kendra.

–Kendra es un nombre muy bonito.

–Lo elegí yo.

–Pues elegiste bien.

–Ojalá la hubiera llamado Judy o Jake.

–Jake?

Amy se echó a reír.

–Soy terrible, ¿verdad? ¿Cómo puedo hablar de esta manera sobre mi propia hija? Menuda zorra está hecha…

Esta última frase la farfulló. Se había bebido sus copas a toda velocidad (Black and White sin hielo) y ahora estaban pasándole factura.

Bailamos un poco más y ella me pisó en un par de ocasiones. De tanto en tanto me sorprendía a mí mismo buscando la mesa con la mirada para echar un vistazo a Kendra. Llevaba toda la vida esperando bailar de aquella manera con Amy Towers y ahora me resultaba prácticamente indiferente.

–He sido una niña mala, Roger.

–¿Y eso?

–Lo he sido de verdad. Con Kendra, quiero decir.

–Supongo que no es raro que haya un poco de rivalidad entre madre e hija.

–No es sólo eso. El año pasado me acosté con su novio.

–Ya veo…

–Lo que deberías ver es tu cara. Tienes unas facciones preciosas. Estás azorado.

–¿Ella lo sabe?

–¿Lo de su novio? Pues claro. Lo planeé para que nos sorprendiera. Sólo quería mostrarle que… bueno, que podía resultar atractiva incluso a sus amigos.

–Supongo que luego te arrepentirías.

–Oh, no. No me arrepentí en absoluto. Kendra se lo contó a Randy, naturalmente, y él reaccionó armando un alboroto de cuidado. Destrozó varios muebles y me atizó en la cara unas cuantas veces. Fue algo estupendo. Volví a sentirme joven y apetecible. ¿Te parece que tiene sentido?

–Pues no mucho.

–De todos modos me están haciendo pagar con la misma moneda.

–¿Ah, sí?

–Claro que sí. ¿No les has visto esta noche en la pista de baile?

–No me ha parecido preocupante. Al fin y al cabo es su hija.

–Cómo se nota que últimamente no has hablado con el bueno de Randy.

–¿A qué te refieres?

–Una vez leyó un artículo en Penthouse en el que se decía que el incesto es en realidad un impulso muy natural y que no acarrea ningún problema cepillarse a los miembros de tu familia si hay consentimiento mutuo y se toman las debidas precauciones.

–Dios mío…

–De manera que ahora ella se pasea por la casa prácticamente desnuda y él se dedica a rozarla, hacerle caricias y darle unos estrujones de cuidado.

–¿Y a ella no le importa?

–Ése es el problema. Lo hacen conjuntamente. Es así como me hacen pagar el desliz con Bobby.

–Bobby es…

–El novio de Kendra. Bueno, el ex novio, supongo.

Kendra y Randy regresaron a la pista para el siguiente baile. Si Amy y yo habíamos llamado algo la atención, ellos la monopolizaron. Pero esta vez en lugar de moverse espectacularmente se decantaron por el estilo íntimo. Yo pensaba que Randy empezaría en cualquier momento a frotarse contra Kendra como hacen los estudiantes de instituto cuando se reduce la intensidad de la luz en la pista.

–Dios mío, qué asco dan… -dijo Amy.

Era difícil no estar de acuerdo con ella.

–Kendra va a intentar seducirte, ¿sabes? – dijo Amy.

–Pero ¿qué dices?

–Estoy hablando en serio. Querrá convertirte en un trofeo lo antes posible.

–Pero si no tiene más de veinte años.

–Tiene veintidós años. Pero eso no importa. Espera y verás.

Cuando volvimos a sentarnos, me bebí dos copas más. Nada estaba saliendo como había previsto. Roger el guapo iba a regresar a su ciudad natal y seducir a la antigua reina de la fiesta de aniversario del instituto. Es decir, sueños en tecnicolor. Sin embargo esto era distinto: era algo oscuro, complicado y bastante siniestro. Por un lado podía ver a Randy tocando el maravilloso cuerpo de su hija medio desnuda y, por otro, a Amy dando un espectáculo bochornoso arrojándose a los brazos de un fornido estudiante universitario especialista en gónadas.

Dios mío, en menudo lío me había metido, cuando lo único que quería era destrozar un hogar, como ha sido toda la vida…

Kendra y Randy regresaron a la mesa. Randy maltrató a un par de camareros más y luego me dijo:

–Me sorprende que con tanta cirugía plástica no te hayan convertido en una tía. Siempre fuiste un poco maricón.

–Randy… -dijo Amy.

–Papá… -dijo Kendra.

Pero para mí esto era el cumplido supremo. Randy Carson, la figura del Big Ten, estaba otra vez celoso de mí. Kendra se levantó, y me preguntó:

–¿Por qué no bailamos?

–Roger está cansado, querida -dijo Amy.

Kendra sonrió.

–Pues yo diría que aún le queda algo de energía, ¿verdad, señor Daye?

En la pista de baile, entre mis brazos, provocativa, suave, dulce, pausada, astuta y absolutamente dueña de sí misma, Kendra dijo:

–Va a intentar seducirle, ¿sabe?

–¿ Quién?

–Amy, mi madre.

–No sé si te has dado cuenta, pero está casada.

–Como si eso importara algo…

–Somos viejos amigos, eso es todo.

–He leído algunas de las cartas de amor que usted le escribió.

–Oh. ¿Las ha conservado?

–Todas. Las de todos los chicos que estaban enamorados de ella. Las tiene todas en el desván metidas en cajas por orden alfabético. Siempre que empieza a sentirse vieja, las saca y las lee. Cuando era pequeña me las leía.

–Imagino que las mías eran muy sensibleras.

–Las de usted eran muy tiernas.

Nuestras miradas se cruzaron, como les gusta decir a los novelistas. Pero no fueron lo único que se cruzó. No sé cómo, pero el dorso de su mano pasó por la parte delantera de mi pantalón y de repente tuve una erección que me hubiera envidiado un quinceañero. Luego su mano regresó a la posición de baile correcta.

–¿Sabe usted que es un hombre realmente guapo?

–Gracias. Pero ¿has visto alguna vez una foto de cómo era antes?

Sonrió.

–¿Se refiere a la del anuario del instituto? Sí, la he visto. Creo que me gusta un poquito más la foto de como es ahora.

–Se te da muy bien la diplomacia.

–Pues no es lo único que se me da bien, señor Daye.

–¿Por qué no me llamas Roger?

–Me encantaría.

Me gustaría concluir el relato de lo que ocurrió durante aquella velada en el club de campo con alguna anécdota sorprendente, pero no ocurrió nada más digno de mención. Para cuando Kendra y yo volvimos a la mesa, Amy y Randy estaban totalmente borrachos e incluso empezaban a tener dificultades para hablar de forma inteligible. Me disculpé para ir un rato al servicio y cuando salí vi a Amy en la terraza hablando con un individuo que tenía toda la pinta del típico gigoló triunfador de la clase macho. Al cabo de cierto tiempo me enteraría de que se llamaba Vic. Cuando llegué a la mesa, Randy insultó a unos cuantos camareros más y me amenazó con pegarme «si ponía las jodidas manos encima» de su esposa o su hija. Pero articuló tan mal que sus palabras prácticamente no tuvieron efecto, sobre todo cuando empezó a derramar su bebida por todas partes y el vaso se le escurrió para hacerse añicos sobre la mesa.

–Creo que éste es un buen momento para irse -dijo Kendra, y comenzó el arduo proceso de recoger a sus padres y llevarlos a su nuevo Mercedes, que, por suerte, conducía ella.

Justo antes de irse, Kendra me dijo:

–Puede que nos veamos pronto.

Y me dejó pensando qué significaba exactamente «pronto».

Después de ducharme, servirme la última copa de la noche, ver la mayor parte del programa de David Letterman y quedarme lentamente dormido, me enteré de lo que significaba «pronto».

Kendra llamó a mi puerta, engalanada con una trinchera London Fog que era, como al poco pude comprobar, lo único que llevaba encima pese al fuerte viento que soplaba.

No dijo nada. Simplemente se puso de puntillas y apretó sus maravillosos labios esperando que la besara. Yo le complací y, ciñéndola con un brazo, la hice pasar, sintiéndome algo cohibido por el pijama y el albornoz que llevaba.

No lo hicimos en el dormitorio. Me arrojó de un suave empujón sobre un enorme butacón de cuero que había delante de las débiles llamas de la chimenea y se colocó suavemente sobre mí. Fue entonces cuando me enteré de que no llevaba nada bajo su London Fog. Sus sabios y preciosos dedos consiguieron rápidamente que se me pusiera tiesa; no tardé en penetrarla, y si contuve la respiración no fue sólo por el jubiloso placer que sentía, sino también por el miedo que me embargaba.

Imagino que los adictos a la heroína tendrán la misma sensación la primera vez que consumen: al placer producido por la fortísima subida se sumará el miedo a convertirse en un verdadero esclavo de algo que nunca volverán a ser capaces de dominar.

Yo iba a enamorarme de Kendra de una manera desastrosa; lo supe en aquel mismo momento, cuando, sentado en el butacón, sentí la suave y dulce caricia de su aliento y el cálido y sedoso esplendor de su sexo.

Cuando acabamos la primera vez, volví a encender el fuego, fui por vino y queso y nos tumbamos bajo su trinchera con la mirada clavada en las llamas que chisporroteaban tras el cristal.

–Jo, no puedo creérmelo.

–¿Qué no puedes creerte?

–Lo bien que estoy contigo. Lo digo en serio.

No dije nada durante un rato.

–Kendra…

–Ya sé lo que vas a preguntarme.

–Está relacionado con tu madre.

–He acertado.

–¿Te has acostado conmigo sólo porque…

–… ella se acostó con Bobby Lane?

–Exacto. Porque ella se acostó con Bobby Lane.

–¿Quieres que te responda con franqueza?

En realidad no, pero ¿qué le iba a decir? No, no quiero que me respondas con franqueza.

–Por supuesto -mentí.

–Ésa ha sido la razón por la que se me ocurrió, supongo. Me refiero a lo de venir aquí y acostarme contigo. – Rió-. Mi madre se ha quedado realmente pasmada contigo. No había más que fijarse en la expresión de su cara esta noche. Uf… Bueno, el caso es que pensé que sería una buena forma de hacer que pagase por lo que hizo. Me refiero a acostarme contigo. Pero a última hora…, Dios, esto es una verdadera locura, Roger, pero me he dado cuenta de que estaba… no sé, totalmente colada por ti.

Quería decirle que yo también estaba colado por ella, pero no podía hacerlo. Por mucho que en apariencia fuera una persona distinta, en mi fuero interno me sentía exactamente como el Roger de toda la vida: tímido, nervioso y aterrado de que fueran a destrozarme el corazón.

Para cuando amaneció habíamos hecho el amor tres veces, la última de ellas en mi gran cama mientras un arrendajo y un cardenal que se habían posado en la ventana nos observaban y la brisa de la mañana susurraba entre los pinos que servían de barrera contra el viento.

Cuando hubimos acabado la última vez, permanecimos abrazados hasta que al cabo de unos veinte minutos ella dijo:

–Tengo que romper el hechizo.

–Estás en tu casa.

–Carne de gallina.

–¿Carne de gallina?

–Y vejiga.

–¿Vejiga?

–Y aliento matutino.

–Me he perdido.

–A: Me estoy quedando helada. B: Tengo que ir urgentemente al servicio. Y C: ¿Me dejas tu cepillo de dientes?

Durante las tres semanas siguientes pasó al menos doce noches en mi casa y en las noches en que el uno u el otro tenía algún compromiso, manteníamos esas largas conversaciones telefónicas que mantienen los enamorados y en las que da igual lo que digas mientras tú oigas su voz y ella oiga la tuya.

Sólo de vez en cuando me asaltaban las dudas y permitía que el miedo se me echara encima como una ola incontenible. Le perdería y me vería privado de ella para siempre. Estaba empapado de sus sabores, sus olores, sus sonidos y sus texturas y, sin embargo, llegaría el día en que todas esas cosas me serían arrebatadas y me quedaría solo para siempre y sumido en la mayor de las tristezas. Pero ¿qué demonios podía hacer? ¿Marcharme? Imposible. Ella era mi socorro y mi fuente de vida, y lo único que podía hacer era aferrarme a ella hasta que perdiera las fuerzas y me quedara flotando en el vasto y oscuro océano.

El 8 de diciembre de aquel año fue uno de esos días absurdamente soleados que tratan de engañarte para que creas que la primavera está cerca. Aquella tarde estuve dos horas cortando leña en el patio trasero. Combustible para más visitas… Durante uno de mis viajes al interior de la casa sonó el timbre. Era Amy. Tenía muy buen aspecto, a decir verdad mucho mejor que la noche en el club de campo. El único problema era que tenía un ojo morado.

Le hice pasar y le pregunté si quería una taza de café. Ella rehusó. Se sentó en el sofá de cuero y yo en el butacón de cuero que Kendra y yo aún utilizábamos de vez en cuando.

–He de hablar contigo, Roger.

Llevaba un jersey blanco de cuello vuelto bajo una cazadora de piel de camello y unos vaqueros de diseño. Lucía un lazo azul en el pelo y con su aire de vecina de zona residencial resultaba muy atractiva.

–De acuerdo.

–Y quiero que seas franco conmigo.

–Si tú lo eres conmigo…

–¿Te refieres al ojo morado?

–Sí, me refiero al ojo morado.

–¿De quién va a ser? De Randy. La otra noche vino a casa borracho y le dije que no quería dormir con él, de modo que me pegó. Se acuesta con tantas que tengo miedo de que vaya a contraer alguna enfermedad.

Meneó la cabeza con una solemnidad de la que jamás le hubiera creído capaz.

–¿Lo hace a menudo?

–¿Lo de acostarse con otras?

–Y lo de pegarte.

Se encogió de hombros.

–Bastante a menudo. Las dos cosas.

–¿Por qué no lo dejas?

–Porque me mataría.

–Dios mío, Amy, eso es absurdo. Puedes pedir un mandato judicial para que lo vigilen.

–¿ Crees que un mandato judicial lo detendría? ¿Y borracho además? – Suspiró-. Ya no sé qué hacer.

Aquélla era la mujer que yo había ido a robar. Pero ahora ya no quería robarla. Ni siquiera quería pedirla prestada. Lo único que sentía era compasión por ella, algo que además me resultaba desconcertante.

–Bien, quiero que me cuentes lo de Kendra.

–La quiero.

–Joder… Esto era lo que faltaba, Roger, justo lo que faltaba.

–Ya sé que soy mucho mayor que ella, pero…

–Por amor de Dios, Roger, no me refiero a eso.

–¿No?

–Claro que no. Ven aquí y siéntate.

–¿A tu lado?

–Pues sí.

Fui y me senté. A su lado. Olía estupendamente. Llevaba la misma colonia que Kendra.

Me cogió de la mano y dijo:

–Roger, quiero acostarme contigo.

–No creo que sea una buena idea.

–¿Después de todos los años que estuviste enamorado de mí? No es justo.

–¿Qué no es justo?

–Deberías haber seguido enamorado de mí. Así es cómo funciona en teoría.

–¿Qué es lo que funciona así en teoría?

–Los amores que duran toda la vida. Tú y yo somos unos románticos, Roger. Kendra se parece más a su padre. Todo se reduce al sexo.

–Tú te has acostado con su novio.

–Sólo porque tenía miedo y me sentía sola. Randy acababa de darme una paliza y me sentía terriblemente vulnerable. Necesitaba recuperar la confianza de alguna manera. Me refiero a la confianza de que aún podía resultarle atractiva a alguien como mujer. – Me cogió las dos manos, se las llevó a los labios y las besó tiernamente, empezando a obrar en mí el efecto que estaba buscando-. Quiero que vuelvas a enamorarte de mí. Puedo ayudarte a olvidar a Kendra. De veras.

–No quiero olvidar a Kendra.

–En el fondo ella es como Randy. Una puta. Acabará rompiéndote el corazón. En serio.

Se metió dos de mis dedos en la boca y empezó a chuparlos.

Era muy buena en la cama, quizá incluso mejor técnicamente que Kendra. Pero no era Kendra, y ahí era donde dolía.

Estábamos acostados cuando cayó la tarde, tiñéndose de gris, y empezó a soplar un viento repentino, invernal y desapacible. Fue entonces cuando ella trató de que se me levantara por segunda vez. Pero no hubo manera. Yo quería a Kendra y ella lo sabía.

Había algo muy triste en todo aquello. Ella tenía razón. El amor, la clase de amor en tecnicolor con el que yo había soñado, debería durar eternamente, a pesar de los pesares, de la misma manera que ocurría en los relatos de F. Scott Fitgerald. Pero no había sido así. Ella no era más que una mujer más para mí, con más arrugas de las que había imaginado, una tripita que resultaba al mismo tiempo entrañable y patética, y unas venas que parecían serpientes azules bajo la pálida piel de sus piernas.

Entonces se echó a llorar y lo único que pude hacer fue abrazarla. Ella intentó que se me levantara de nuevo y comprendió que la incapacidad no era mía sino suya.

–No sé cómo he llegado hasta aquí -dijo finalmente a la oscuridad crepuscular que se extendía por los tristes y fríos campos del Medio Oeste.

–¿Te refieres a mi casa?

–No. Aquí. A esta situación. Tengo cuarenta y dos jodidos años y una hija que me ha robado al único hombre que me ha querido de verdad. – Con una mirada helada como la luna de invierno, añadió-: Pero quizá las cosas no acaben siendo tan jodidamente maravillosas como ella piensa.

Luego me acordaría claramente de lo que había dicho. Me refiero a lo de «jodidamente maravillosas».

Kendra apareció aquella misma noche a las nueve. Pasé la primera media hora haciendo el amor con ella y la segunda decidiendo si debía contarle lo de la visita de su madre.

Luego, delante de la chimenea, mientras ponían en la televisión por cable una estupenda película antigua de cine negro titulada Futuro aciago, hicimos el amor por segunda vez, tras lo cual, cuando nuestros olores y secreciones ya se habían fundido y yo estaba tumbado en la dulce y tibia concavidad de sus brazos, dije:

–Amy ha estado hoy aquí.

Kendra se puso rígida. Todo su cuerpo se tensó.

–¿Para qué?

–No es fácil de explicar.

–Esa furcia. Sabía que lo haría.

–¿Te refieres a venir aquí?

–A venir aquí e intentar hacérselo contigo. Que es lo que ha hecho, ¿no?

–Sí.

–Pero tú le has frenado…

Nunca había tenido que mentirle hasta aquel momento y me resultó más difícil de lo que había imaginado.

–A veces se dan situaciones que nos desbordan…

–Mierda…

–Lo que quiere decir es que, aunque uno no desea que el asunto vaya a mayores, sucede que…

–Mierda -repitió-. Te la has follado, ¿verdad?

–… pese a las buenas intenciones…

–Deja de decir tonterías de una jodida vez y dilo. Di que te la has follado.

–Me la he follado.

–¿Cómo has podido hacerlo?

–No quería hacerlo.

–Sí, ya.

–Y sólo he podido hacerlo una vez. La segunda no he podido.

–Qué noble…

–Y me he arrepentido inmediatamente.

–Amy me ha dicho que cuando tenías pinta de colgado eras una de las personas más dulces que conocía.

Se levantó, con toda su hermosa e insolente desnudez, y se fue airadamente al cuarto de baño.

–Deberías haber conservado tu fea cara, Roger. Entonces tu alma seguiría siendo hermosa.

Me quedé tumbado un momento pensando en lo que había dicho y luego yo también fui airadamente al cuarto de baño.

Estaba vistiéndose. Todavía no se había puesto el sujetador del todo. Sólo tenía un pecho cubierto. El otro tenía el aspecto más solitario y encantador que hubiera visto jamás. Me entraron ganas de besarlo y decirle cosas cariñosas, pero entonces recordé el motivo por el que había ido allí.

–Eso es una idiotez.

–¿Qué es una idiotez? – preguntó ella, poniéndose la segunda copa del sujetador. Llevaba panties, pero todavía no se había puesto la camisa.

–Eso de que debería haber conservado mi fea cara para que mi alma siguiera siendo hermosa. Si no me hubiera sometido a una operación de cirugía plástica, ni tú ni tu madre os habríais fijado en mí.

–Eso no es verdad.

Sonreí.

–Por Dios, Kendra, reconócelo. Eres una mujer muy bella. Tú no saldrías con un tipo anodino.

–Oyéndote hablar cualquiera diría que soy inteligentísima.

–Vamos, Kendra, esto es una estupidez. No debería haberme acostado con Amy. Lo siento.

–Lo que pasa es que me sorprende que no me lo haya contado todavía. Probablemente estará esperando el momento oportuno para que resulte más dramático. Estoy segura de que en su versión tú te lanzas sobre su cama y la violas. Eso fue lo que mi padre le dijo la noche en que nos sorprendió juntos: que había sido yo quien había empezado todo…

–Dios mío, estás diciéndome que tú…

–Oh, no llegamos hasta el final. Tenían una de esas fiestas que organizan en el club de campo. Tanto Randy como yo estábamos bastante borrachos y, no sé cómo, acabamos en la cama forcejeando. Entonces apareció ella y… Bueno, supongo que al verla me esforcé por darle la impresión de que estábamos a punto de hacerlo…

–Menuda relación tenéis.

–Es de lo más asqueroso. Y, créeme, soy consciente de ello.

De pie en el oscuro dormitorio me sentí cansado. La única luz que había era la que arrojaba la luna menguante de diciembre sobre los espesos pinos.

–Kendra…

–¿Te parece bien si simplemente nos tumbamos juntos?

Ella también parecía cansada.

–Claro.

–Pero sin hacer nada, ¿eh?

–Me parece una idea estupenda.

No llevábamos más que seis o siete minutos tumbados cuando empezamos a hacer el amor. Nunca lo habíamos hecho con tanta violencia. Ella se abalanzaba sobre mí, causándome placer y dolor a partes iguales. Para mí fue una purgación absolutamente necesaria.

–Ella siempre ha sido así -dijo luego.

–¿Quién? ¿Tu madre?

–Aja…

–¿Quieres decir que siempre le ha gustado competir?

–Aja… incluso cuando yo era pequeña. Si alguien me dirigía un cumplido, ella se enfadaba y decía: «Bueno, a las jovencitas no les resulta difícil ser bonitas. Lo complicado es mantenerse bella conforme pasan los años.»

–¿Y tu padre no se daba cuenta?

Kendra rió amargamente.

–¿Mi padre? ¿Estás de broma? Lo que mi padre solía hacer era volver tarde a casa, acabar de emborracharse y acostarse en mi cama para meterme mano.

–Dios mío…

Kendra soltó un suspiro de amargura.

–Pero no me importa. Antes me preocupaba, pero ahora por mí se pueden ir a la mierda. Dentro de medio año tendré mi propio dinero. Voy a recibir la herencia de mi abuelo paterno. Entonces me iré de casa y les dejaré para que sigan divirtiéndose con sus juegos de mierda.

–¿Es ahora el momento oportuno para decirte que te quiero?

–¿Sabes qué es lo más disparatado de este jodido asunto, Roger?

–¿Qué?

–Que yo también te quiero. Por primera vez en mi vida quiero a alguien de verdad.

El 20 de enero por la noche, al cabo de seis semanas, me acosté temprano con la última novela de Sue Grafton. Kendra me había dicho que no podía venir a causa de un resfriado. Soy muy hipocondríaco, de modo que no me entristeció no verla.

Recibí la llamada antes de las dos de la madrugada, cuando hacía rato que estaba dormido y en el preciso momento en que cuesta despertarse.

Pero me levanté y escuché los gemidos de Amy durante largo rato. Tardé en comprender el mensaje exacto que pretendía comunicarme con sus sollozos. El entierro se celebró un triste día de nieve. Las violentas y gélidas ráfagas de viento hacían tambalearse a los portadores del reluciente féretro en el camino del coche fúnebre a la tumba. El campo tenía un aspecto tan inhóspito como la tundra.

Luego, en el club de campo, donde se ofrecía un almuerzo, un viejo amigo del instituto se acercó y me dijo:

–Seguro que cuando le pillen resulta que es negro.

–No me sorprendería.

–Pues claro que no, joder. Ese pobre diablo está durmiendo en su propia cama y va y aparece un jodido negrata, le mata de un tiro y luego va a la habitación de Kendra y también le pega un tiro. Según dicen, Kendra no podrá andar ni hablar de nuevo. Tendrá que quedarse para siempre en una jodida silla de ruedas. Antes, en los sesenta y los setenta yo era un hombre tolerante, pero ya estoy harto de todo.

Amy llegó tarde. En otra ocasión se le podría haber acusado de hacerlo con idea de llamar la atención; ahora sin embargo tenía un motivo justificado. Caminaba con un bastón y lo hacía lentamente. El ladrón que había entrado a tiros en su casa por la noche y se había llevado más de setenta y cinco mil dólares en joyas la había herido en un hombro y una pierna y al parecer la había dado por muerta al igual que a Kendra.

Amy estaba estupenda con su vestido negro y su velo. El negro le daba un aire funerario que resultaba muy provocativo.

Se formó una fila. Amy pasó la hora siguiente recibiendo a las personas que la formaban de la misma manera que lo habían hecho la noche anterior en la funeraria. Hubo lágrimas; risas y lágrimas; y maldiciones y lágrimas. Los más viejos tenían cara de perplejidad (el mundo había dejado de tener sentido: aunque fueras una persona rica la gente seguía entrando en tu casa y pegándote un tiro en la cama); los de mediana edad de enfado (pensaban: «Negros de mierda») y los jóvenes de aburrimiento («¿Randy, el borracho que se dedicaba a dar pellizcos a las jovencitas en el culo? Pero si era un pervertido. ¿A quién le importa que haya muerto?»).

Yo era el último de la fila. Cuando Amy me vio, meneó la cabeza y empezó a sollozar.

–Pobre, pobre Kendra -dijo-. Sé cuánto significa para ti, Roger.

–Me gustaría visitarla esta noche en el hospital si es posible.

Amy soltó unos cuantos hipidos con la cara oculta tras su velo.

–No sé si es buena idea. El médico dice que necesita descansar. Y Vic me ha dicho que esta mañana parecía muy cansada.

La bala se había introducido en su cabeza justo debajo de la sien izquierda. Debería haber muerto al instante por lógica. Pero los dioses se habían tomado el asunto a broma y le habían dejado vivir. Eso sí, paralizada.

–¿Vic? ¿Quién es Vic?

–Nuestro enfermero. Oh, se me había olvidado. Creo que no lo conoces, ¿verdad? Empezó el domingo. Es encantador. Nos lo recomendó uno de los cirujanos. Ya lo conocerás.

Lo conocí cuatro días más tarde en la habitación de Kendra.

Nuestro querido Vic era rubio, fuerte y arrogante y había nacido con un cuerpo y una cara que ninguna cirugía o ejercicio físico podría llegar a proporcionar jamás. Yo era todo artificio y él un Tarzán de nacimiento. Parecía como si en cualquier momento fuera a arrancarse su caro traje negro para volver directamente a la jungla a dar una paliza a un par de leones. Era además el orgulloso poseedor de una sonrisa despectiva que resultaba tan imponente como su cuerpo.

–Roger, éste es Vic.

Vic puso empeño en estrujarme la mano y yo en evitar hacer una mueca. A continuación los tres miramos a Kendra, que estaba en la cama. Amy se inclinó y la besó cariñosamente en la frente.

–Cariño mío. Ojalá hubiera podido salvarla…

Aquélla fue la primera vez que vi a Vic tocarla, y enseguida supe, por la actitud posesiva con que lo hizo, que algo no encajaba. Quizá fuera enfermero, pero para Amy también era algo más especial e íntimo.

Debieron de darse cuenta de mi curiosidad, ya que Vic apartó la mano del hombro de Amy y clavó la mirada en Kendra con el mismo decoro que un monaguillo. Amy me dirigió una sonrisa, tratando de leerme los pensamientos.

Pero no tardé en perder interés en ellos. Era a Kendra a quien quería ver. Me incliné sobre la cama, le cogí la mano y se la besé. Al principio me sentí cohibido, ya que Amy y Vic estaban observándome, pero luego me dio igual. La quería y me importaba un comino que me miraran. Estaba pálida, tenía los ojos cerrados y sobre su frente brillaba una película de sudor. Llevaba la cabeza cubierta de esas vendas blancas que siempre utilizaban en las películas de Humphrey Bogart, las mismas que Bons Karloff utilizó en La momia. La besé en los labios y me quedé helado al comprender la enormidad de lo que había ocurrido. Ante mis ojos se encontraba la mujer que amaba prácticamente muerta (es más, dada la naturaleza de su herida, en realidad debería estar muerta) y a mis espaldas, lamentando su desgracia pero sólo por cumplir, su madre.

En ese momento entró un médico y le informó a Amy de los resultados de unas pruebas realizadas aquel mismo día. A pesar de estar en coma, al parecer Kendra respondía a ciertos estímulos que la semana anterior ni siquiera le habían causado efecto.

Amy se echó a llorar, cabe presumir que en señal de gratitud o algo parecido, y luego el médico nos pidió que le dejáramos a solas con Kendra, por lo que salimos al pasillo.

–Vic va a trasladarse a nuestra casa -dijo Amy-. Estará allí cuando Kendra vuelva. Así podrá ayudarla las veinticuatro horas del día. ¿Verdad que es maravilloso?

Vic me observaba con detenimiento. La sonrisa de desprecio no desaparecía de sus labios. Su expresión era la misma que habría puesto si acabara de comprobar que tenía una cagarruta de perro en el tacón del zapato. No le resultaba fácil ser un imponente dios de cabellos dorados y tenía dificultades para mantener una actitud humilde.

–¿De manera que conoces al cirujano de Kendra? – le pregunté.

–¿Cómo?

–Amy me ha dicho que fue el cirujano quien te recomendó.

Se miraron el uno al otro y luego Vic dijo:

–Ah, sí, el cirujano, claro…

Farfullaba como un aspirante al título de Mr. América cuando tiene que responder a una pregunta sobre patriotismo.

–¿Y vas a trasladarte a casa de Amy y Kendra?

Él asintió con un gesto que supongo él consideraría de solemnidad. El problema seguía siendo la sonrisa de desprecio.

–Quiero ayudar de todas las maneras posibles.

–Qué amable… -Si percibió mi sarcasmo, no se le notó.

El médico salió al pasillo y musitó una jerga repleta de tecnicismos. Amy derramó unas cuantas lágrimas de gratitud.

–Bueno -dije-, será mejor que me vaya. Supongo que querréis estar un rato a solas con Kendra.

Besé a Amy en la mejilla y le estreché a Vic la mano que me tendía. La presión de sus manos se redujo a un nivel intermedio. Incluso las bestias se ponen a veces sentimentales. Nuestro querido Vic intentó incluso actuar un poco.

–El problema va a ser convencerla de que se vaya antes de medianoche.

–Se acuesta tarde, ¿eh?

Amy mantenía la mirada clavada en el suelo, como corresponde a un santo cuando se está hablando de él.

–¿Tarde? Se quedaría toda la noche si le dejaran. Es imposible sacarla de aquí.

–Bueno, ella y Kendra tienen una relación muy especial.

Amy percibió el sarcasmo. Un destello de ira iluminó sus ojos fugazmente.

–Quiero recuperarla -dijo. La madre Teresa no habría sido capaz de expresarlo de una forma más convincente.

Bajé a la planta baja en el ascensor y luego volví a subir al cuarto piso por las escaleras de emergencia. Aguardé en un hueco que había en el pasillo desde el que podía ver la puerta de la habitación de Kendra. Si tenía cuidado ni Amy ni Vic podrían verme.

Se fueron a los diez minutos de irme yo. Conque no podía apartar a Amy de su hija, ¿eh?

Durante las seis semanas siguientes, Kendra volvió en sí y aprendió a manejar vacilantemente un lápiz con la mano derecha. Cada vez que entraba en su habitación me miraba con lágrimas en los ojos. Seguía sin poder hablar ni mover la parte izquierda y la mitad inferior del cuerpo, pero a mí me daba igual. La quería más que nunca y, al hacerlo, me demostraba a mí mismo que no era tan superficial como siempre había sospechado. Saber esto sobre uno mismo está muy bien: a los cuarenta y cuatro años todavía tienes posibilidades de convertirte en un adulto.

La mandaron a casa en mayo, tras tres intensos meses de rehabilitación física y profundo abatimiento a causa de su suerte, un mayo de mariposas, cerezos en flor y olor a carne a la parrilla que pasamos en los extensos jardines que Amy tenía detrás de su enorme mansión estilo Tudor. Los jardines ocupaban dos hectáreas de tierra de primera calidad y la casa, de tres pisos, contaba con ocho dormitorios, cinco cuartos de baño completos, tres servicios, una biblioteca y un solario. También tenía una larga escalera justo delante de la puerta principal. Amy había instalado en ella unos raíles para que Kendra pudiera subir y bajar con su silla de ruedas.

Amy, Vic, Kendra y yo nos convertimos en un grupo de lo más animado. Cuatro o cinco noches a la semana salíamos al jardín a cocinar y cenar y luego volvíamos a la casa para ver una película en el televisor de pantalla grande del cuarto de estar. Tres enfermeras se alternaban en turnos de ocho horas para que siempre que Kendra (sentada silenciosamente en su silla de ruedas y enfundada en una de sus ocho batas acolchadas de color pastel) necesitase algo, lo tuviera. Al menos dos veces por noche Amy daba cuatro voces poco convincentes por algún asunto relacionado con Kendra, y Vic iba a buscar algo insignificante en un intento por persuadirme, al parecer, de que realmente era un enfermero en activo.

Yo salía cada vez con más frecuencia de la correduría antes de la hora para pasar el resto del día con Kendra en su habitación. Ella realizaba varios tipos de ejercicios terapéuticos con la enfermera del turno de tarde, pero jamás se olvidaba de dibujarme algo y entregármelo con el orgullo de una niña pequeña que quiere contentar a su padre. Este gesto siempre me conmovía, y pese a que en principio había dudado sobre si sería capaz de llegar a ser su esposo (podía salir huyendo y encontrar a alguien fuerte y con las extremidades sanas; al fin y al cabo no me había sometido a una operación de cirugía estética tan importante para nada, ¿no?), me di cuenta de que la quería más que nunca. Me inspiraba una ternura agradable, ya que me hacía concebir una vez más la vaga esperanza de que algún día pudiera llegar a madurar. Veíamos la televisión, yo le leía noticias interesantes del periódico (le gustaban los artículos nostálgicos) o le decía simplemente que la quería. «No te convengo», me escribió un día en su pizarra. Luego señaló sus piernas paralizadas y se echó a llorar. Me arrodillé a sus pies durante una hora, hasta que las sombras se alargaron y adquirieron un tono púrpura. Entonces pensé que todo aquello era una locura. Si antes yo había temido que ella me fuera a dejar (era demasiado joven, demasiado guapa, demasiado resuelta, y me estaba utilizando sólo para vengarse de su madre), ahora ella estaba preocupada por lo mismo. Traté de hacerle comprender que no la dejaría jamás y que la quería de tal modo que por primera vez en la vida creía que era una persona cuya existencia tenía sentido.

Llegó el verano y el calor. La hierba estaba seca y de color marrón, y en las oscuras colinas de detrás de la mansión las hogueras nocturnas parecían el resultado de un bombardeo. Fue una de aquellas noches cuando encontré a Amy esperándome en mi coche. Hacía un calor sofocante, Vic había salido y Kendra, que se cansaba con facilidad, acababa de ser acostada. Llevaba unos shorts exageradamente cortos y una camiseta de tirantes con la que apenas conseguía cubrir sus tentadores pechos. Estaba sentada en el asiento delantero, y tenía un martini en una mano y un cigarrillo en la otra.

–¿Te acuerdas de mí, marinero?

–¿Dónde está el guaperas?

–No te cae bien, ¿verdad?

–No mucho.

–Él cree que le tienes miedo.

–También tengo miedo a las serpientes de cascabel.

–Qué poético… -Dio una calada al cigarrillo y exhaló una bocanada de humo bajo la luz de la luna.

Yo había aparcado al final de la vereda, junto al garaje de tres plazas. Era una especie de callejón sin salida que quedaba disimulado tras unos pinos.

–Ya no te gusto, ¿verdad?

–Verdad.

–¿Por qué?

–Prefiero no hablar de ello, Amy.

–¿Sabes qué he hecho esta tarde?

–¿Qué?

–Me he masturbado.

–Me alegro por ti.

–¿Y sabes en quién he pensado?

No dije nada.

–He pensado en ti. Y en la noche que estuvimos juntos en tu casa.

–Estoy enamorado de tu hija, Amy.

–Sé que piensas que no valgo una mierda como madre.

–Vaya, ¿qué te hace pensar eso?

–Quiero a mi hija a mi manera… Lo que quiero decir es que tal vez no sea la madre perfecta, pero la quiero.

–¿Por eso nunca la maquillas? Está condenada a una silla de ruedas, joder, y todavía tienes miedo de que te impida ser el centro de atención.

Me sorprendió. En lugar de negarlo, se echó a reír.

–Eres muy perspicaz.

–A veces preferiría no serlo tanto.

Echó la cabeza hacia atrás y miró por la abierta ventanilla.

–Ojalá no hubieran llegado a la luna…

Guardé silencio.

–Jodieron todo el asunto al hacerlo. Antes la luna era algo romántico. Había muchos mitos al respecto y era divertidísimo pensar en ella. Ahora no es más que una jodida piedra más. – Bebió un trago y añadió-: Me siento sola, Roger, y te echo de menos.

–Estoy seguro de que a Vic no le gustaría oír eso.

–Vic tiene otras mujeres.

La miré. Era la primera vez que veía a Amy con expresión de verdadera angustia. Sentí un profundo gozo.

–Después de lo que hicisteis, tú y Vic os merecéis el uno al otro.

Reaccionó con rapidez: me arrojó el martini a la cara, salió del coche y cerró la puerta de golpe.

–¡Hijo de puta! ¿Crees que no sé a lo que te refieres? Crees que fui yo quien mató a Randy, ¿verdad?

–Mataste a Randy e intentaste matar a Kendra. Pero ella no se murió como se suponía cuando Vic le disparó.

–¡Eres un hijo de puta!

–Algún día pagarás por ello, Amy. Te lo prometo.

Amy tenía todavía el vaso en la mano. Lo arrojó contra el parabrisas de mi coche y el cristal de seguridad se convirtió en una tela de araña. Luego se alejó con paso airado, pasó por delante de los pinos y se perdió de vista.

No fui yo quien lo sacó a colación. Fue Kendra. Yo confiaba en que no llegara a averiguar la identidad del ladrón que había entrado en casa aquella noche; bastante difícil le resultaba la vida para que encima tuviera que soportar aquella carga.

Pero lo averiguó. Un día de agosto, el primero en que el ambiente delató la cercanía del otoño, me escribió una nota que yo supuse que sería su mensaje de amor de todos los días: «Vic. Cheque. Pelea. Dinero.»

Leí la nota y luego la miré a ella. En un primer momento no supe qué pensar: Vic, cheque… Pero luego pregunté:

–¿Significa esto que Vic tiene que cobrar un cheque?

Los penetrantes ojos azules de Kendra asintieron.

–¿Vic se ha peleado por un cheque?

Sí.

–¿Con tu madre?

Sí.

–¿Sobre la suma del cheque?

Sí.

–¿Porque pensaba que no era suficiente?

Sí.

Entonces se echó a llorar. Y yo supe lo que ella ya sabía: la identidad de la persona que había matado a su padre y había intentado matarla a ella.

Aquella tarde pasé con ella mucho tiempo. En cierto momento un cervatillo se asomó entre los pinos. Al verlo Kendra se enterneció y, emocionada, profirió una especie de arrullo. Anocheció y el cielo se sembró de estrellas. Por la ventana abierta pudimos oír una lechuza y luego un perro que parecía un coyote. A veces Kendra se quedaba dormida y otras yo le contaba los cuentos que le gustaban, Ricitos de oro y los tres ositos y Rapunzel, cuentos que, según me había dicho una vez en confianza, ni su padre ni su madre le habían contado jamás. Pero aquella noche yo estaba inquieto y creo que ella lo notó. Quería que comprendiera cuánto la quería, que comprendiera que incluso si no había justicia en el universo, al menos la había en el pequeño rincón que nosotros ocupábamos.

Un lluvioso viernes de septiembre por la noche, en el piso que Vic tenía para reunirse con varias de las jóvenes que Amy había mencionado, irrumpió un hombre alto, fornido y, según la descripción de dos vecinos que acertaron a verlo, negro, y mató a Vic de un tiro. El intruso disparó tres balas, dos de ellas directamente a la cabeza, y luego cogió más de cinco mil dólares en efectivo y cheques de viaje. Vic planeaba irse de vacaciones a Europa cuatro días más tarde.

La policía preguntó a Amy cómo se había comportado Vic últimamente, por supuesto. Todavía no estaban del todo convencidos de que su muerte derivara de un simple robo. La policía es gente suspicaz, pero, por desgracia, no lo suficiente. De la misma manera que habían acabado atribuyendo la muerte de Randy a un robo con homicidio, al final decidieron que Vic había muerto a manos de un ladrón.

Yo le había preparado a Amy una sorpresa para cuando volviera del entierro con la que quería hacerle ver que a partir de aquel momento las cosas serían muy distintas. Aquella mañana había llamado a una peluquera y a una maquilladora para que arreglaran a Kendra. Pasaron tres horas con ella y la dejaron tan bella como siempre había sido.

Cuando llegó Amy (vestirse de negro estaba convirtiéndose en una costumbre para ella), nosotros estábamos esperándole bajo la bóveda de la puerta principal para saludarla. Al ver a Kendra, me miró y dijo:

–Da pena verla. Espero que seas consciente de ello.

Se fue directamente al estudio, y allí se pasó la mayor parte del día bebiendo whisky y chillando a los empleados domésticos.

Kendra pasó una hora llorando en su habitación y escribió la frase «doy pena» varias veces en un papel. Yo le cogí la mano y traté de convencerla de que estaba bellísima, lo cual era cierto.

Aquella noche, cuando me disponía a irme (habíamos cenado en la habitación de Kendra porque ninguno de los dos quería ver a Amy más de lo necesario), estaba esperándome otra vez en mi coche, aún más borracha que la otra vez. Tenía su inevitable vaso en la mano y llevaba un jersey de cuello vuelto negro, un vaquero blanco y un cinturón de cuero ancho parecido a un fajín. Estaba más atractiva de lo que yo hubiera deseado.

–Cabrón. ¿Te piensas que no sé lo que has hecho?

–Bienvenida al club.

–Daba la jodida casualidad de que lo quería.

–Estoy cansado, Amy. Quiero irme a casa.

La noche olía a pino y la plateada luna de octubre parecía más antigua y feroz que un icono azteca.

–Has matado a Vic -dijo.

–Sí, claro. Y también a Kennedy.

–Lo has matado, hijo de puta.

–Fue Vic quien disparó a Kendra.

–Eso no lo puedes probar.

–Bueno, tú tampoco puedes probar que he sido yo quien disparó a Vic, así que quita tu culo de mi coche.

–Jamás hubiera imaginado que tuvieras huevos para hacerlo. Siempre he pensado que eras algo amariconado.

–Lárgate, Amy…

–Crees que te has salido con la tuya, Roger, pero no es así. Estás jodiendo a la persona equivocada.

–Buenas noches, Amy.

Salió del coche y luego se asomó a la ventanilla abierta.

–Bueno, al menos hay una mujer a la que puedes dejar satisfecha. Estoy segura de que Kendra opina que eres un gran amante, al menos desde que es paralítica.

No pude contenerme. Salí del coche y me abalancé sobre ella, le arranqué el vaso de la mano y le dije:

–Déjanos tranquilos a Kendra y a mí, ¿lo has entendido?

–Eres todo un hombre -dijo-, todo un hombre… Arrojé el vaso a los arbustos y regresé al coche.

A la mañana siguiente ya se me había ocurrido la idea. Tras llamar al trabajo y decir que no iba a ir, pasé tres horas haciendo llamadas telefónicas a varios médicos y establecimientos de material clínico para informarme de lo que necesitaba y de lo que tenía que hacer. Incluso confeccioné un plan provisional para enfermeras privadas. Iba a tener que recurrir a mi herencia, pero lo que iba a hacer merecía la pena. Luego fui a una joyería del centro, y al volver entré en una agencia de viajes.

No telefoneé. Quería darle una sorpresa.

El jardinero australiano estaba tapando unos tulipanes cuando llegué. En el pronóstico del tiempo habían dicho que iba a helar.

–Buenos días -dijo sonriendo. Si no hubiera tenido más de sesenta años, barriga y el pelo blanco, hubiera sospechado que Amy lo utilizaba para su disfrute personal.

Me abrió la criada, y fui a la azotea trasera, donde me dijo que encontraría a Kendra. Avancé de puntillas y me detuve detrás de ella, abrí el estuche del anillo y lo puse ante sus ojos. Al verlo, Kendra profirió el arrullo de júbilo que solía hacer. Yo la rodeé, me incliné y le di un beso tierno y cariñoso.

–Te quiero -le dije-. Quiero que te cases conmigo ahora mismo y que te traslades a mi casa.

Se echó a llorar, como yo. Me arrodillé a su lado y apoyé la cabeza sobre su regazo, sobre su acolchada bata rosa. Permanecí en aquella posición largo rato, observando cómo el pájaro oscuro y elegante se dejaba llevar por las corrientes de aire que soplaba bajo los rayos de un sol otoñal que se negaba a declinar. Llegué incluso a quedarme un momento adormilado.

A la hora de cenar llevé a Kendra a la sala, donde Amy estaba agasajando al guaperas de turno. Ya tenía problemas para articular las palabras.

–Venimos a decirte que vamos a casarnos.

El guaperas, que no comprendía el tipo de relaciones humanas que imperaban en aquella casa, dijo con aire hollywoodiense:

–Enhorabuena a los dos. Es una noticia estupenda.

Incluso brindó por nosotros con su martini.

–En realidad está enamorado de mí -dijo Amy.

El guaperas me miró, luego a Amy y finalmente a Kendra. Yo giré la silla de ruedas bruscamente sobre el parquet y empecé a empujarla en dirección al vestíbulo.

–¡Ha estado enamorado de mí desde el colegio y va a casarse con ella sólo porque sabe que a mí no puede conseguirme!

Dicho esto, arrojó su vaso contra la pared, haciéndolo añicos. En el silencio que se produjo a continuación oí al guaperas carraspear y decir:

–Más vale que me vaya, Amy. Quizá sea preferible que nos veamos otra noche.

–Tú te quedas donde estás, joder -exclamó Amy-. Y no se te ocurra moverte.

Ante la remota posibilidad de que Amy viniera a pedir disculpas, cerré la puerta de la habitación de Kendra con llave. A eso de las diez empezó a roncar suavemente. La enfermera llamó a la puerta levemente.

Me incliné sobre Kendra y la besé tiernamente en la boca.

Fijamos la fecha de la boda para dos semanas más tarde. A Amy no le pedí ninguna ayuda. De hecho evité hablar con ella en la medida de lo posible, aunque ella tampoco parecía muy dispuesta a hablar conmigo. Siempre era una sirvienta quien me abría la puerta cuando llegaba y me acompañaba a la salida cuando me iba.

Kendra estaba cada día más nerviosa. íbamos a casarnos en la sala de estar de mi casa y la ceremonia la iba a celebrar un pastor que yo conocía vagamente del club de campo. A Amy le mandé una nota escrita a modo de invitación, pero ella no respondió.

Supongo que yo no reunía los requisitos necesarios para que se me considerara un pariente cercano. Ésta debió de ser la razón por la que tuve que enterarme de la noticia por la radio una mañana encapotada cuando iba a trabajar.

Una de las familias más importantes de la ciudad había vuelto a ser víctima de una tragedia. Un año antes el padre había muerto durante un robo y ahora la hija, que estaba inmovilizada en una silla de ruedas, se había caído por la larga escalera de la residencia familiar. Al parecer se acercó demasiado a lo alto de las escaleras, perdió el control y se rompió el cuello. Según la información recibida, a la madre tuvo que administrársele una fuerte dosis de sedantes.

Aquel día debí de llamar a Amy unas veinte veces, pero ella no contestó a mis llamadas. Quien cogía el teléfono era el jardinero australiano.

–Ha sido muy triste, amigo. Era una muchacha encantadora. Le acompaño en el sentimiento.

Lloré hasta decir basta. Luego cogí una botella de Black and White y, sumido en la oscuridad de mi estudio, di buena cuenta de ella. El alcohol me hizo pasar por tantos estados de ánimo como puede suscitar una ópera de Wagner (el desamparo, la melancolía, el sentimentalismo, la rabia…) y acabó dejándome abrazado a la fría y dura taza de mi retrete, vomitando. Beber no se me daba especialmente bien.

Amy me llamó poco antes de la medianoche, cuando yo estaba viendo distraídamente la CNN. Todo lo que estaban diciendo me pasaba inadvertido.

–Ahora ya sabes cómo me sentí cuando mataste a Vic.

–Era tu propia hija.

–¿Qué clase de vida hubiera tenido en esa silla de ruedas?

–¡Fuiste tú quien la constreñiste a ella!

Entonces me levanté presa de la furia y empecé a dar vueltas como un animal enloquecido, describiendo pequeños círculos e insultándole a viva voz.

–Mañana voy a ir a la policía -la amenacé.

–Hazlo y yo iré detrás de ti para contarles lo de Vic.

–No tienes ni una jodida prueba de nada.

–Puede que no. Pero puedo llenarles la cabeza de sospechas. Yo de ti lo tendría en cuenta.

Colgó.

Era noviembre y por la radio sólo se oían breves y cínicos mensajes navideños. Yo iba al cementerio todos los días y hablaba con ella; luego regresaba a casa y recurría al Black and White y al válium para conciliar el sueño. Sabía que con aquella combinación estaba jugando a la ruleta rusa.

Amy volvió a llamar al día siguiente de Acción de Gracias.

–Me voy.

–¿Y?

–Nada. He pensado que quizá querrías ponerte en contacto conmigo.

–¿Y por qué habría de querer hacer algo así?

–Porque tú y yo, querido, somos como hermanos siameses, por decirlo de alguna manera. Puedes llevarme a la silla eléctrica, pero yo puedo hacer lo mismo contigo.

–Puede que me importe un comino.

–No dramatices. Si realmente te importara un comino, habrías acudido a la policía hace dos meses.

–Eres una malnacida…

–Cuando vuelva de mi viaje te daré una pequeña sorpresa. Una especie de regalo de Navidad.

Me esforzaba por trabajar, pero no conseguía concentrarme. Pedí una larga excedencia. El alcohol estaba convirtiéndose en un problema. El alcoholismo se ha dado en las dos ramas de mi familia, por lo que supongo que no es extraño que me desmayara cada vez con mayor frecuencia. Dejé de salir a la calle. Descubrí que, si disponías del dinero suficiente, te llevaban a casa sin ningún problema prácticamente todo lo que te hacía falta. Una asistenta venía un día por semana y se abría paso entre la suciedad como un bulldozer. Yo veía películas antiguas en la televisión por cable y trataba de abandonarme a la frivolidad de los musicales. A Kendra le habrían encantado. Muchos días amanecí en medio del estudio, despatarrado en el suelo, al parecer como consecuencia de un intento fallido de llegar a la puerta. Una mañana descubrí que me había orinado encima. No me importó mucho, a decir verdad. Intentaba no pensar en Kendra, y sin embargo era lo único en que quería pensar. Debía de llorar unas seis o siete veces al día. En dos semanas perdí unos cinco kilos de peso.

La llegada de la Nochebuena me puso sentimental, por lo que decidí beber moderadamente y reformarme un poco. Me dije que lo hacía por Kendra: habría sido nuestra primera Nochebuena.

La asistenta, que también era buena cocinera, me había dejado en el frigorífico un magnífico asado con guarnición de verduras y patatas. Lo único que tenía que hacer era calentarlo en el microondas.

Acababa de poner el cubierto en mi lugar de la mesa del comedor (después de poner uno idéntico a mi derecha para Kendra) cuando llamaron a la puerta. Abrí y me asomé a la oscuridad salpicada de copos de nieve.

Sé que proferí un sonido fuerte y destemplado, aunque no sé si fue un grito exactamente.

Me aparté de la puerta y la dejé pasar. Incluso había cambiado un poco su forma de andar para que se asemejara a la de su hija. El tipo de ropa que llevaba (un abrigo largo y cruzado de pelo de camello y una boina rojo burdeos) también se parecía más a la de su hija que a la de ella. Debajo llevaba un vestido estilo imperio de cuatro botones a juego con la boina: el mismo vestido que Kendra había usado muchas veces.

Pero la ropa no era más que un accesorio. Fue la cara lo que me dejó estupefacto.

El cirujano, quienquiera que fuese, había realizado una labor condenadamente buena. Sí, condenadamente buena. Le había dejado la nariz más pequeña, la barbilla en forma de corazón y los pómulos más pronunciados y a más de un centímetro de altura. Si a esto añadías las lentillas azules…

Kendra… Era Kendra.

–Te he impresionado, Roger, como tenía que ser. Lo celebro -dijo al tiempo que pasaba a mi lado y se dirigía al bar-. Lo digo porque ha sido doloroso, créeme. Pero qué te voy a contar a ti, que eres perro viejo en esto de la cirugía plástica.

Dejó caer el abrigo en un butacón y se sirvió una copa.

–Malnacida… -dije, arrebatándole la copa y oyendo cómo se hacía añicos sobre la piedra de la chimenea-. Eres un maldito monstruo…

–Puede que sea la reencarnación de Kendra -sonrió-. ¿No se te había ocurrido?

–Lárgate de aquí ahora mismo.

Se puso de puntillas, de la misma manera que Kendra había hecho en una ocasión, y me besó en los labios.

–Sabía que ibas a ponerte de mal humor. Pero tiempo al tiempo. Ya verás cómo acaba picándote la curiosidad. Querrás saber si tengo un sabor distinto o produzco una sensación diferente. Querrás saber si soy… Kendra.

Cogí su abrigo, la agarré a ella por la muñeca, me dirigí a la puerta, la eché violentamente a la fría calle y le lancé el abrigo encima. Luego di un portazo.

Al cabo de veinte minutos volvieron a llamar. Abrí, sabiendo perfectamente quién era. No sé cuánto tiempo estuvimos bebiendo. Horas, supongo. Luego, antes de que me diera cuenta de lo que estaba sucediendo y en contra de lo que consideraba más sagrado y querido, fuimos, no sé cómo, a la cama. Entonces, mientras me rodeaba con sus brazos en la oscuridad, dijo:

–Siempre has sabido que algún día acabaría enamorándome de ti, ¿verdad, Roger?

Ed Gorman es autor de más de una docena de novelas y tres colecciones de cuentos. De él se ha dicho que es «el maestro moderno del laconismo y la mezquindad en el suspense» (Rocky Mountain News), «uno de los mejores narradores del mundo» (Million) y «el poeta del suspense más macabro» (The Bloomsbury Revtew).

CALOR

Lucy Taylor

Cuando las sirenas de los coches de bomberos empiezan a aullar por Niwot Street, el hombre cuyo nombre no recuerdo ya me ha penetrado. Me acomete con intensidad y diligencia mientras las sirenas rompen el silencio. El vello de la nuca se me pone húmedo. Tengo la sensación de que una bola de frío del tamaño de un puño está golpeando insistentemente mi útero.

¿Tommy? ¿Billy? Tiene uno de esos nombres de chico que terminan en Y, aunque él es un corpulento vendedor de alfombras que sonríe con disimulo y lleva anillo de casado.

¿Johnny? ¿Jimmy? Da igual.

Gruñe y se yergue. Yo me arqueo debajo de él, tan excitada que las acometidas resultan dolorosas como cuando uno intenta beber agua con los labios hinchados. Me queda tan poco para correrme, para poner fin a este espantoso frío, que puedo notar en lo alto del abdomen las pulsaciones y las sacudidas del inminente orgasmo. Pero no lo consigo. No logro relajarme y derretirme entre los brazos de este desconocido; los aullidos de las sirenas suenan cada vez más cerca y pienso: esta vez vienen por mí. Ellos lo saben…

Pero no es así, naturalmente. Todavía no. Esta vez no.

El hombre cuyo nombre he olvidado se arroja por última vez entre mis piernas como quien trata de romper un himen duro como el cuero. A continuación noto su espasmódico chorro de semen.

Luego me levanto de la cama con tal rapidez que su polla expulsa las últimas gotas sobre las sábanas azules del motel y su semen corre por el interior de mis muslos.

–Jimmy -digo. Adivino por su expresión que me he equivocado de nombre-. Tengo que irme. Esto ha sido un error. Ni siquiera te conozco. Lo siento.

Al cabo de unos minutos ya estoy vestida y me dirijo a mi coche a toda prisa. Pasa otro coche de bomberos y su sirena me recorre la espalda como un relámpago. Subo ágilmente a mi Volvo y salgo detrás del coche de bomberos a toda velocidad.

Los bomberos me conducen a una librería de segunda mano que hay en un edificio deteriorado de East Colfax. Mucho antes de llegar distingo el humo, que se eleva como un tornado en el desierto.

Luego veo las llamas. Salen por las ventanas y las partes del edificio que se han desmoronado despidiendo chispas y lenguas de fuego. El incendio está masticando y tragándose el edificio, y todos los puntos que envuelven las llamaradas se derrumban convertidos en negro carbón. Salgo del coche y me acerco a la casa hasta donde los bomberos me lo permiten, lo suficiente como para notar las ondas de calor en el aire, que parecen las barras de una jaula derretida. Cautivada, observo el maravilloso desastre. Observo cómo las llamas se follan al edificio y siento ganas de ser consumida por completo y ser reducida a ceniza y escombros.

Por el fuego. Por un hombre. Por un deseo que me destroce, me queme y me devore.

–Calor… -mascullo. Es tanto una oración como una súplica.

Calor…

El otro día estaba tiñéndole el pelo a mi amiga Shawna del tono cobre intenso que le gusta a Robbie, su marido, y empecé a hablar sobre el calor y sobre la sensación que produce, lo que puede llevarte a hacer y los hombres que me han hecho sentirlo. De los cientos de amantes que he tenido sólo ha habido tres que me lo hayan hecho sentir, y en las tres ocasiones lo he sabido cuando aún no habían transcurrido diez segundos desde que me fijara en ellos. Lo supe cuando nuestras auras se cruzaron, nuestras feromonas chocaron y se entrelazaron y todo se convirtió en una explosión de crepitantes y abrasadoras llamas.

Shawna rió al oír mi exagerada descripción y dijo:

–Parece doloroso. ¿Cómo lo sofocas?

Le dije que no lo sofocabas, sino que simplemente te hacías el harakiri en el corazón, pisoteabas tus ardientes entrañas y te quedabas fría y vacía hasta que conocías a otro hombre que te quemaba la piel al tocarte y empezabas a arder de nuevo.

Shawna meneó la cabeza y salpicó varias gotas de tinte rojo oscuro que tenía en el pelo.

–Yo nunca he sentido esa clase de calor -dijo.

Esto me dejó perpleja. Es como si Shawna me hubiera dicho en confianza que era daltónica y para ella el escarlata brillante, el púrpura chillón, el añil, el ámbar y el verde jade fueran tonalidades apagadas de gris.

Calor… ¿Cómo puede vivir alguien sin haberlo sentido jamás? ¿Y cómo puede alguien seguir viviendo si no va a sentirlo?

¿Que qué sensación produce? La misma que si tocaras algo con corriente eléctrica o te hubieras inyectado accidentalmente una droga en parte alucinógena y en parte tóxica. Se te despeja la mente. Tienes la sensación de que tu cuerpo pierde rigidez, pero no se derrumba porque la lujuria da fuerza a tus músculos y estimula vivamente las sinapsis provocando algo parecido a una multiplicidad de orgasmos; mientras tanto el calor se extiende hasta tu entrepierna y sube hasta tu corazón, alrededor del cual se entrelaza como si fuera una planta trepadora en llamas.

Hace mucho tiempo que no siento ese calor. Mi corazón empieza a sufrir de hipotermia. Estoy seca, dolida y fría. Voy en coche de Denver a Boulder y veo a los hombres deambulando tranquilamente por el centro comercial de Pearl Street. Los hay a docenas, a cientos, de todos los tipos, formas y medidas; unos son verdaderos toneles, otros están delgados como corredores de maratón, otros son robustos y musculosos, pero yo no siento nada. Sus pollas serían como paja mojada y su piel resultaría tibia al tacto, y no me causarían más que impaciencia, frustración y dolor.

Anhelo lo que he sentido en el pasado, el calor que estalla con la fuerza destructora de una ola, el calor que consume el alma y derrite el corazón para hacer que fluya, líquido y escarlata, y caiga abrasadoramente en mi coño.

Últimamente sueño con que el fuego se convierte en un hombre. Ardiente y crepitante, se acerca con determinación a mí, me agarra y me besa ardorosamente. Luego me despierto sola en mi cama.

Por el pasillo me llegan los golpes secos que da Colin sobre el teclado en su diminuta habitación. El gran escritor que nadie ha descubierto, el artista austero y célibe…

Por Dios, ¿cómo hemos podido llegar a esta situación? ¿Cómo es posible que hayamos llegado a ser tan fríos si antes ardíamos?

He sentido calor tres veces en mi vida.

La primera vez con un boxeador profesional. Se llamaba Zeke, y era todo nervio y músculo bajo una piel suave y brillante del mismo tono que el cuarzo ahumado. Vivía con su esposa en Colorado Springs y tenía cuatro hijos, pero follábamos como si fuéramos los últimos supervivientes del planeta en un piso de Zuni Street cuyo alquiler pagaba Zeke. El día en que el cirujano plástico me dijo que sería necesario operarme dos veces para curar las heridas que Zeke me había causado en los pómulos y la nariz, hice las maletas y me trasladé a casa de Shawna, donde viví una temporada.

La segunda vez fue con Neal, un modelo italiano al que conseguí convencer de que se pasara a la heterosexualidad demostrándole que podía follar de una manera tan salvaje y con una inventiva tan desenfrenada como cualquier marica de culo prieto y con pendientes. Lo dejé poco tiempo después porque llegó a aficionarse a las drogas más que yo, porque roncaba, porque dejaba las toallas en el suelo del cuarto de baño en humeantes montones que parecían cagarrutas azul pálido, porque no me gustaba su loción para después del afeitado, porque una noche llegué a casa y encontré a un adolescente en mi cama, desnudo y con una erección que le llegaba al ombligo, y porque la única polla que yo podía ofrecerle a Neal era la misma que ya me había atravesado el corazón.

La tercera vez fue con Colin. Colin es distinto de Zeke y Neal. Colin es el único que me ha abandonado antes de que yo le hubiese plantado a él.

Sigue viviendo en nuestro piso de Pascal Street, por supuesto. Sigue desayunando aquí y siempre duerme en casa, incluso después de emborracharse en uno de esos establecimientos cuya clientela tiene pretensiones literarias. Pero ya no comparte conmigo la cama. Duerme en la habitación que él llama su estudio, un cuarto diminuto en forma de ataúd que ha llenado de revistas, periódicos y cartas. Colin se considera escritor. Está siempre investigando, tomando notas y atesorándolas como una ardilla que almacena bolas de acebo. Tiene tantos libros, periódicos y montones de papel que apenas le queda espacio para la cama plegable que ha metido en una esquina de su estrecho y desordenado nido.

A altas horas de la noche, que antes dedicábamos a hacer el amor, oigo su teclado. Parece una gallina psicópata. Escribe sobre el amor pero no lo hace, describe la pasión pero ha perdido la capacidad para sentirla. La escritura le ha robado el alma.

Antes éramos unos amantes magníficos, tan magníficos que rara vez recurríamos a los juegos que tanto le gustaban a Zeke y en los que tanto insistía Neal: los grupos de tres, la búsqueda de carne fresca que deseara ser follada por los dos y la utilización de juguetes (látigos de cuero brillante, esposas, cadenas de oro sujetas a los pendientes de los pezones…). Había pasado casi un año cuando le pedí a Colin que empezara a pegarme, cuando le rogué que me rodeara la garganta con las manos y me ahogara al ritmo de sus embestidas… Pero cuando empezamos a hacer semejantes cosas, cuando por fin empezamos a aderezar la pasión con el condimento del dolor, fue como si alguien arrojara keroseno al fuego. Quedamos reducidos a ceniza. Nos alejamos del trabajo y los amigos, nos retiramos del mundo exterior y comenzamos a vivir en el que nosotros mismos habíamos creado.

Fue entonces cuando Colin se apartó de mí, cuando decidió que escribir era incompatible con la pasión y que el arte y el sexo eran enemigos naturales. Fue entonces cuando empecé a seguir a los coches de bomberos y anhelar la sensación que producen las llamas.

–Hoy me ha pasado una cosa de lo más curiosa -le digo a Colin, asomándome a su desordenado escondrijo, donde está agazapado ante su Macintosh-. He conocido a un hombre en un bar de Colfax. Hemos ido a un motel, hemos follado y luego me he olvidado de su nombre. Ni siquiera le he pedido que se pusiera un condón. Quería seguir teniendo su semen en mi interior cuando llegara a casa y te viera.

Colin se limita a enarcar las cejas. Mira fijamente lo que ha escrito, se inclina para hacer una corrección y luego se acaricia la barbilla.

–Vienes a enseñarme el resultado de tu promiscuidad como si fueras un gato con un pájaro destrozado entre las fauces. Tal vez pienses que así me muestras afecto, pero lo único que consigues es que se me revuelva el estómago.

Me apoyo contra la jamba de la puerta y froto la cadera de tal manera que se me levanta el vestido de seda que llevo.

–No se te revolvió el estómago cuando viste cómo me follaba al hombre que encontré en el bar Crosstown. ¿Y qué me dices de la mujer de Larimer Square que trajimos a casa aquella noche? ¿Y de Luke, tu querido amigo de la universidad? ¿Y de tu ex novia? Qué sensible te has vuelto desde que mantenemos el celibato, querido.

–Déjame, por favor -dice él con fría calma-. Ya me has contado lo que venías a contarme, así que ahora vete.

–De acuerdo, me voy -digo-, pero vas a empezar.a desearme tanto que no podrás escribir. Vas a pensar que estoy en brazos de un desconocido y te obsesionaras por estar conmigo. Sentirás ganas de matarme.

Cuando termino de lanzar mi maldición y de pronunciar mi conjuro, me voy de mal humor al salón a encender el fuego. Me siento ante la chimenea y observo cómo las llamas se enroscan como las plumas naranjas de un exótico guacamayo. Enciendo una cerilla y la observo consumirse hasta que me abrasa los dedos. Antes yo era como esta llama. Colin y yo ardíamos exactamente con la misma intensidad… ¿Cómo es posible que alguien abandone eso por otra musa? ¿Cómo alguien puede llegar a temer la llama? Colin la teme…

Recuerdo una ocasión en que me desperté en la alfombra de piel delante de la chimenea y vi a Colin sollzando. «Gracias a Dios… -me dijo-. Pensaba que te hbía matado. Dios mío, he perdido el control… Ha sido como si me desmayara. Me faltaba tan poco… Estaba a punto de correrme y seguía apretándote el cuello, cuando de pronto me di cuenta de que habías dejado de moverte y… Dios mío, pensaba que estabas muerta.»

Traté de consolarle, pero él se apartó. Aquélla fue la última vez que me tocó.

Al cabo de unas semanas reconoció lo que yo ya había adivinado: que su miedo no se debía tanto a que se hubiera olvidado de lo que estaba haciendo cuanto al hecho de que no lo hubiera hecho, de que estuviera estrangulándome y deseara seguir haciéndolo, de que por un espantoso momento notase que se me debilitaba el pulso bajo sus manos y ansiara matarme tanto como correrse, de que la muerte y el orgasmo se confundieran para dar lugar a una lujuria incontenible…

Sin embargo había logrado contener ese deseo y yo seguía viva. Lo que Colin no era capaz de comprender era por qué yo no me sentía agradecida.

Lo que me permite mantenerme cuerda, si es que esto puede considerarse cordura, son las largas sesiones masturbatorias y la búsqueda de hombres a los que me llevo a un motel o un parque y me follo.

También asisto a incendios. Hay un cuartel de bomberos a sólo medio kilómetro de Wilson Street. A veces, si me doy prisa, llego a tiempo para seguir al último de los coches hasta el lugar del incendio. Las llamas se retuercen y dan lametazos de una forma extraña y seductora. Me pregunto si los bomberos lo notarán, si llegarán al incendio con una erección.

Veo cómo arden unas galerías comerciales, un almacén y una casa particular, e imagino que soy yo quien ha encendido la llama, que no es la lujuria lo que me saca de quicio sino simplemente la locura, el amor por el fuego. Pero luego me pregunto si no será lo mismo.

Dormir es otra manera más de abrasarme. El hombre con cara de fuego convierte mis llamas en yesca. Es Zeke, Neal y Colin. Me toca esa parte de mi persona que nunca me tocan, esa parte que no se enciende ni siquiera cuando me follan hasta el extremo en que me veo obligada a dejar de gritar, esa parte que es el centro frío de mi ser. Su polla es una antorcha que llega a mi corazón y yo suspiro por que me queme las entrañas.

Pero para esto no vale cualquier hombre. Sólo valen esos tres, que son los que forman mi trinidad erótica particular. Y si sólo valen ellos es porque su fuego enciende el mío y arden con la misma intensidad que yo. Sólo con estos hombres follo con el corazón, la cabeza, el alma y el coño. Con los demás el asunto se reduce a la breve inserción de su polla en mi coño: se introduce la lengüeta A en la ranura B, se agita y listo. Ya puede irse, caballero. Cierre la puerta al salir y gracias.

La chimenea se queda fría y Colin no deja de teclear. A altas horas de la noche todavía puedo oír sus dedos golpeando el teclado.

Una semana más tarde voy por la noche a un edificio abandonado por delante del cual paso muchas veces al ir y volver de Colfax. Aparco a la vuelta de la esquina y entro. De día es un lugar horrible, una monstruosidad llena de escombros en un barrio desolado. Por la noche, sin embargo, este esperpento posee una belleza extraña. y antinatural. La luz de la luna crea una fascinante luminiscencia en las ventanas rotas y en las paredes agrietadas y desconchadas. Me recuerda a un templo submarino, ruidoso y abandonado, pero lleno de misterio y de huellas de una magnificencia pasada.

El edificio va a arder como un pedazo de carbón empapado de keroseno, que es lo que he traído para provocar el incendio. Permanezco cerca del fuego de una forma temeraria y no me alejo de él hasta que oigo las sirenas. El edificio queda destruido en cuestión de minutos; sus muros se desmoronan y caen hacia dentro.

¿Qué he hecho?

Mientras los bomberos apagan los puntos en los que aún pueden reavivarse las llamas, yo me quedo temblando entre las sombras, con el punto oscuro de mi vientre cubierto de hielo y el frío hecho un duro bulto en mis entrañas como si fuera un niño muerto.

Vuelvo a casa pensando que he de hacer cambiar a Colin de actitud. He de conseguir que me desee. He de conseguir que arda.

Colin me recibe en la puerta con una copa en la mano y estas imperdonables palabras:

–Lo he pensado bien y me voy.

–¡No puedes dejarme! ¿Qué he hecho yo para que te vayas?

–Nada. Todo. – Parece agotado-. Es como si me hubieras embrujado cuando me contaste lo del hombre del motel, el hombre cuyo nombre no recordabas. Sólo puedo escribir sobre ti, sobre ti cuando estás con él y cuando estás con otros hombres. Es una obsesión que anula todo lo demás. Tengo que apartarme de ti.

–¡No! – Tiro de él, y por un abrasador momento se abraza a mí y noto su miembro erecto. Sin embargo, cuando trato de cogerlo, él me aparta.

–Estás borracho… -digo.

–No lo suficiente.

–Y enfadado conmigo.

–Sí.

–Entonces házmelo notar. Pégame. Haz lo que quieras con tal que sienta algo.

–Mañana… -dice. Por un momento tengo esperanzas. Pero le he entendido mal-. Me voy mañana -añade-. En cuanto consiga dormir algo.

Luego se va a la cama de su estudio haciendo eses y cae sobre ella.

Hace un frío glacial, intolerable.

Mientras Cohn ronca, esparzo periódicos, manuscritos y papeles por el suelo y vierto gasolina. Luego retrocedo, enciendo una cerilla y la arrojo al suelo.

Se produce una fuerte crepitación (algo que no esperaba) y de forma casi instantánea una brusca erupción de llamas. El fuego prende enseguida en la camisa de Colin, que suelta un rugido y se pone en pie sacudiendo los brazos y golpeándose frenéticamente la ropa para apagar las llamas. Luego alza la vista y me ve en el preciso momento en que cierro la puerta en sus narices. Consigo contener el enfurecido ataque de Cohn manteniendo la puerta cerrada durante unos segundos, pero es suficiente. Los periódicos, los manuscritos y la cama deben de haber ardido enseguida. Colin está atrapado en un horno forrado de libros.

Noto el calor al otro lado de la puerta y los golpes de Colin, ahora menos fuertes. Está gritando algo (¿mi nombre?). Yo me aparto de la puerta, la abro de par en par y dentro del llameante horno veo al hombre de fuego dar vueltas como un remolino. Gira, da brincos, sacude los brazos y se retuerce. Es un giroscopio de fuego en mal estado, una peonza en llamas con el pelo zanahoria. Su ropa, su pelo y partes enteras de su cuerpo arden de una manera impresionante.

De pronto, mientras contemplo este atroz espectáculo, este angustioso baile, me doy cuenta de que sigo helada en mi interior. Ahora es peor que nunca. Nada en este mundo podrá volver a calentarme. Salvo las llamas.

Mi frío corazón es como un cristal hecho añicos. Por cada latido que da, un fragmento corta mi garganta y mis pulmones. El vello de mis brazos empieza a chamuscarse y, sin embargo, a pesar de que estoy junto al fuego, sigo helada.

No puedo soportar el frío. No puedo soportarlo ni un segundo más. Me lanzo hacia los brazos del hombre de fuego. Quiero tenerlo dentro de mí. Ahora…

Lucy Taylor se dedica exclusivamente a la literatura. Sus cuentos han aparecido en diversas publicaciones. Entre sus colecciones cabe destacar Close to the Bone, The Flesh Artist y Unnatural Acts and Other Stories. Recientemente ha publicado la novela The Safety of Unknown Cities.

PAREDES DELGADAS

Nancy A. Collins

Hay ciertos episodios de tu vida privada que acaban grabándose en tu memoria de una forma indeleble. Uno de esos episodios es el que se refiere a tu primer apartamento. Incluso si una está internada en una residencia para ancianos, con un tubo metido en la nariz y otro en el trasero, bajo los efectos de fuertes calmantes y con el cerebro tan trastornado por el Alzheimer y las apoplejías que ni siquiera es capaz de acordarse de los nombres de sus hijos, por algún motivo perverso todavía puede acordarse del color de la moqueta de su estupendo piso de soltera. Vivir para ver… En cualquier caso, si hablamos de mi caso concreto, he de decir que, por mucho que lo intente, jamás olvidaré mi primer apartamento.

Se encontraba en un complejo de apartamentos que se llamaba Jardines Del-Ray, no me preguntes por qué; en los dieciocho meses que viví allí no vi nada que se pareciera remotamente a una planta (y todavía menos a un jardín), a no ser que se tenga en cuenta el triste patio con el que contaba el complejo, en el cual destacaba una piscina agrietada que era caldo de cultivo para mosquitos y moho.

Jardines Del-Ray ya tenía unos cuantos años. Había sido construido una o dos décadas antes de que yo naciera, en la época en que la universidad no era más que un simple centro de educación estatal. No cabe duda de que el complejo, con su trazado en forma de motel de doble piso y su fachada de estuco, había sido concebido en un principio para alojar a la oleada de estudiantes casados que empezaron a invadir el campus justo antes de la guerra de Corea gracias a las becas del ejército. Para cuando yo me trasladé allí, en el otoño de 1979, la única ventaja que ofrecía Del-Ray era su proximidad al campus. Se encontraba a sólo tres minutos de la universidad, por lo que para alguien como yo, que consideraba el hecho de asistir a clase como un desagradable requisito imprescindible para disfrutar de la vida universitaria, la situación era idónea.

Me fui a vivir allí durante mi tercer año de carrera. Había pasado los dos primeros en una de las residencias universitarias y estaba hasta las narices de tener que compartir el cuarto de baño con otras tres personas y tener prohibido (teóricamente) recibir visitas del sexo opuesto a partir de las nueve de la noche. Del-Ray se encontraba cerca y, como su alquiler mensual era de cien dólares, podía pagarlo sin dificultad.

Hice el traslado yo sola. Mis únicas pertenencias eran un par de cajas de plástico llenas de libros de bolsillo, un colchón de matrimonio (sin muelles), una máquina de escribir, un secador, un despertador digital, un televisor portátil en blanco y negro y una máquina de hacer palomitas de maíz, de modo que no constituyó una tarea hercúlea. ¿Qué importaba si no tenía una silla en la que sentarme? ¡Era independiente! ¡Ahora tenía un apartamento propio, por lo que iba a poder organizar fiestas!

Poco podía imaginarme yo que lo que me aguardaba en aquel lugar iba a refrenar rápidamente mi optimismo juvenil.

Para empezar me encontré con que el anterior inquilino, que se había marchado hacía un mes, había dejado media docena de huevos en el frigorífico antes de desconectarlo. Huelga decir que la experiencia que supuso la limpieza del apartamento fue algo irrepetible. Cuando hube acabado la cocina, bajé al supermercado de la esquina y compré macarrones, queso y un par de latas de atún para preparar mi primera comida en mi nueva casa. Mi madre había tenido el detalle de regalarme las ollas y platos viejos de su cocina que tenía intención de reponer, de modo que tuve una extraña sensación de déjà vu cuando me serví la cena en mi viejo plato del pato Daffy.

Sentada con las piernas cruzadas en el suelo del salón y con la espalda apoyada contra los baratos paneles de madera contrachapada, sonreí con satisfacción e imaginé las paredes desnudas cubiertas de pósters, luz negra y estanterías llenas de libros de ciencia ficción, la puerta del dormitorio tapada con una cortina de sartas de abalorios y la música de Alice Cooper o Kiss sonando por una cadena a un volumen lo suficientemente alto como para que aparecieran nuevas grietas en la ruinosa fachada de estuco de Del-Ray. Imaginé a todos mis amigos moviendo la cabeza al ritmo de la música, mirando la decoración, dando una calada a un porro, bebiendo una cerveza y diciendo: «Que apartamento más alucinante» o…

–¿Quién te ha dicho que podías poner esa jodida cadena, gilipollas de mierda?

La voz sonó tan alta y tan cerca que di un respingo y pensé que había alguien más en la habitación.

–¡Pero si no estabas viéndola! ¡Estabas dormido, cojones!

–Pero ¿qué coño estás diciendo? ¡Estaba viendo la tele, joder!

–¡Y una mierda! ¿Cómo vas a estar viendo la jodida televisión con los ojos cerrados?

–¡Estaba descansando la vista, bujarrón de mierda!

Para entonces ya me había dado cuenta de que estaba sola en mi apartamento. Las voces procedían del apartamento vecino. Eran dos hombres, bastante borrachos y al parecer mayores, de la edad de mi padre, si no más. Aunque el televisor en cuestión estaba a un volumen bastante alto, yo podía soportarlo, porque era algo a lo que me había habituado en la residencia y el ruido ya no me distraía. A lo que no estaba acostumbrada era a oír gritar a la gente a pleno pulmón.

–¡No vuelvas a llamarme así, Dez! ¡Te tengo advertido que no me llames así!

–¡Te llamaré lo que me salga de las narices, joder!

–¡Maldita sea, Dez! ¡Cállate de una jodida vez!

–¡Cállate tú, bujarrón de mierda!

Fui sigilosamente hasta la puerta de mi apartamento, la abrí y me asomé al patio. Para mi sorpresa, no había ningún inquilino a la vista. ¿Cómo era posible que nadie oyera lo que estaba sucediendo en el apartamento de mis vecinos?

–¡Cállate y vete a la cama!

–¡Eres un cabrón de mierda!

–¡Ya es hora de que te vayas a la cama, Dez!

–¡Te crees muy listo! ¿Eh, gilipollas?

–¡Cállate de una jodida vez y vete a la cama!

–¡No me toques, maricón de mierda! ¡Como vuelvas a tocarme otra vez, te mato, maricón de mierda!

De pronto se oyó un golpe sordo, como si alguien hubiera tirado una bolsa llena de ropa sucia contra la pared del salón. Luego se oyó otro. Y otro más.

Abrí de nuevo la puerta y me dirigí al apartamento de enfrente con la intención de llamar a la policía. El corazón me latía desbocado cuando llame a la puerta. Al cabo de unos segundos oí que descorrían un cerrojo y un hombre que identifiqué como uno de los profesores agregados del departamento de inglés se asomó y me miró.

–Perdone, pero tengo que llamar por teléfono.

El profesor lanzó una mirada en dirección a la puerta de mi apartamento.

–¿Vives en el 1 E?

–Sí. He llegado esta tarde. Mire, tengo que llamar a la policía…

–Puedes utilizar mi teléfono si quieres, pero te lo advierto: no van a venir, o al menos no inmediatamente. Y si lo hacen será después de que les hayan llamado dos o tres personas para quejarse.

–¿Qué quiere decir?

–Lo que quiero decir es que son Dez y Alvin de nuevo.

–¿Está seguro? Me refiero a lo de que la policía no va a venir.

El profesor rió de la misma forma en que ríe mi padre siempre que habla de Hacienda.

–Hazme caso, sé de qué estoy hablando.

Esta fue mi primera experiencia con Dez y Alvin, los vecinos del apartamento de al lado.

Durante los siguientes meses conseguí enterarme de unas cuantas cosas sobre ellos, aunque no de sus apellidos. La mayor parte de la información la obtuve involuntariamente, ya que no había manera de evitar oír sus disputas nocturnas. Durante el día solían mantenerse en silencio, aunque quizá fuera más apropiado decir en estado latente. Pronto me di cuenta de que sus concursos de gritos, aunque ruidosos, eran normalmente breves y parecían ajustarse a un horario. Daban comienzo a la par de las noticias de las cinco y llegaban a su punto culminante en el momento en que Johnny Carson pronunciaba su monólogo.

Yo había firmado un contrato como una tonta y sabía que jamás encontraría nada tan cerca del campus y tan barato como Del-Ray, de manera que decidí aguantarme y poner al mal tiempo buena cara. Pasaba mucho tiempo en el cine viendo programas dobles y haciendo cálculos para no tener que volver a casa hasta que Dez y Alvin acabaran su numerito de todas las noches.

Aunque los oía a diario, no me crucé con ellos hasta pasadas dos semanas de mí llegada a Del-Ray, y además de una manera accidental. Eran las dos de la tarde de un día laborable. Yo había ido al Hit-N-Git, el supermercado situado a la vuelta de la esquina y que abría las veinticuatro horas del día. Dentro había un hombre alto y delgado, vestido con un pantalón de tejido sintético color arándano (una imitación barata de Sans-a-Belt) y una camisa de seda sintética cubierta de litografías de veleros, tratando de calentar un burrito en el microondas.

Apestaba a perfume barato, salsa boloñesa y ginebra de tal manera que pude olerle a dos pasillos de distancia. Tendría unos cuarenta y cinco años, pero parecía mayor que mi padre. Era pelirrojo pero el cabello se le había aclarado hasta quedársele de un desagradable tono zanahoria; lo llevaba peinado al estilo de los viejos homosexuales blancos del Sur, levantado por delante y repeinado y con las puntas onduladas por detrás. Cuando se dirigió a la caja para pagar el burrito, vi que tenía un moratón debajo del ojo izquierdo disimulado con una base de maquillaje un tono más oscuro que su tez. De pronto comprendí que aquella persona era una de las partes de la célebre pareja Alvin y Dez. Probablemente Alvin. La voz de Dez era más profunda y grave, y hacía pensar en un hombre bastante mayor.

Cuando llegó al mostrador, Alvin compró una botella de medio litro de ginebra y otra de vodka, ambas sin marca reconocible, tras lo cual salió tambaleándose por la puerta, dejando en el mostrador el burrito que había calentado en el microondas. El cajero, un estudiante pakistaní de intercambio, se limitó a encogerse de hombros y tirar la comida a la basura.

A Dez no lo vi hasta el fin de semana, cuando cometí la equivocación de invitar a un par de amigos a mi alucinante nuevo apartamento. Los dos últimos fines de semana Dez y Alvin habían salido a beber a algún bar, y yo había cometido el error de pensar que esto era algo que hacían todos los fines de semana. Pues no. Sólo salían los fines de semana siguientes a la llegada de sus respectivos cheques de la seguridad social.

Yo había conseguido reunir una mesa de cocina y sillas suficientes para organizar algo parecido a una cena, de modo que invité a George y Vinnie, una pareja de homosexuales que conocía. George estaba estudiando teatro y especializándose en diseño de decorados, mientras que Vinnie se interesaba por la ingeniería arquitectónica. Eran una pareja encantadora y divertida. Te reías mucho con ellos.

Preparé espaguetis y pan de ajo (una de las pocas cosas que sabía hacer) y George y Vinnie trajeron una botella de Chianti. Acababa de recoger los platos y estábamos sentados hablando sobre el último cotilleo cuando la pared del salón tembló de tal manera que el espejo Jagermeister que había comprado en el centro comercial el día anterior se hizo añicos contra el suelo.

–¡No toques mis cosas, joder!

–¡No he tocado tus jodidas cosas! ¡Ni yo ni nadie las ha tocado!

–¡Eres un mentiroso hijo de puta, Alvin!

–¡Cállate, viejo borracho!

–¡No me toques, maricón de mierda! ¡Si vuelves a tocarme te mato aquí mismo, joder! ¡Me importa una mierda quién eres! ¡Te mataré, cabrón!

–¡Cállate de una vez, cojones!

–¡Cállate tú, maricón de mierda! ¡Eres un guarro, eso es lo que eres! ¡Ni siquiera eso, joder! ¡Los maricones no son seres humanos!

George apartó su silla de repente sin quitar la mirada de la pared.

–Bueno… Nos gustaría quedarnos a charlar un rato,pero tenemos que volver a casa…

–No sabéis cómo lo siento, chicos. En serio…

–¡Me dais asco los jodidos bujarrones como tú! ¡Todos los maricones deberíais estar muertos! ¡Dejadnos en paz a la gente normal!

–¡Cállate, Dez! ¡No digas gilipolleces!

–¡Voy a joderte vivo, hijo de puta!

–¡Prueba y verás, mariquita hijoputa!

–No tanto como nosotros lo sentimos por ti, querida -musitó Vinnie, y se apresuró a seguir a George hasta la puerta. Los dos tenían la mirada clavada en la pared como si creyesen que Dez y Alvin fueran a atravesarla como dos tigres amaestrados al saltar por un aro de papel.

En el momento en que George abría la puerta, Alvin y Dez se quedaron completamente callados. George, Vinnie y yo nos pusimos de puntillas y nos asomamos por detrás de la jamba de la puerta. Un hombre corpulento y de baja estatura que debía de haber cumplido ya los sesenta y llevaba el poco pelo que conservaba rapado al estilo militar avanzaba torpemente en dirección al aparcamiento para mirar las existencias de alcohol que quedaban en el Hit-N-Git a aquella avanzada hora de la noche. Llevaba una camisa de frac de manga corta y un pantalón amplio arrugadísimo en el que, visto desde detrás, parecía llevar escondido un bulldog bien alimentado.

–¿Quién o, mejor dicho, qué es eso? – preguntó George en un aparte.

–Supongo que será Dez. Vive en el apartamento de al lado con Alvin, el tío con el que estaba discutiendo.

–He oído hablar de muchos casos de gente que lleva su homosexualidad en secreto, pero éste se lleva la palma -exclamó Vinnie maravillado.

–No irás a decirme que es homosexual, ¿verdad? – dije extrañada-. Sé que Alvin lo es, pero Dez… Dez se parece a uno de los viejos amigotes de mi padre del ejército. Puede que sólo compartan el apartamento.

George me miró con la expresión que reservaba para los heterosexuales que destacaban por necios.

–Querida, ¿hay algún apartamento con dos dormitorios en esta barraca?

–Pues…

–Además ya he oído hablar de esta pareja. Nadie me ha dicho cómo se llaman ni dónde viven, pero estoy seguro de que son los mismos. Son alcohólicos de cuidado y llevan viviendo juntos desde principios de los sesenta.

–¡Qué dices! ¿Cómo es posible que dos personas que se odian a muerte aguanten tanto tiempo bajo el mismo techo? – Me estremecí. Aquello no me entraba en la cabeza. Era como imaginarse a mis abuelos haciendo el amor.

Vinnie se encogió de hombros.

–Oye, mis padres pasaron los últimos diez años de su vida como si se encontraran en la guerra de Vietnam en lugar de en un barrio residencial manteniendo una familia.

–Mis padres solían armar unas broncas muy parecidas -añadió George con un gesto de asentimiento-. Me saca de quicio. ¿Por qué no vienes a nuestra casa la próxima vez? No lo soportaría tener que oír de nuevo a esos dos carrozas gritándose el uno al otro.

Naturalmente, aquélla fue la primera y última vez que invité a amigos a mi nuevo apartamento. Gracias a Dez y Alvin, durante el tiempo que viví allí nunca organicé una fiesta salvaje como las que suelen montar los estudiantes universitarios. La posibilidad de que pudieran colarse en la fiesta con la esperanza de conseguir bebida gratis bastó para desechar cualquier plan al respecto.

Estaba asombrada de la rapidez con que Dez y Alvin habían entrado a formar parte de mi vida, pese a que todavía no había cruzado una palabra con ellos ni tenía ganas de hacerlo. A decir verdad, Dez me daba un miedo terrible. Por lo visto, ninguno de los dos trabajaba y sólo salían del apartamento para comprar alcohol y cigarrillos en el Hit-N-Git, para cobrar sus cheques de la seguridad social o para ir a las urgencias del hospital. Pronto advertí que los inquilinos de Del-Ray que llevaban tiempo viviendo allí consideraban a Dez y Alvin como una fuerza primaria insondable para el raciocinio humano. Había más posibilidades de controlar el tiempo meteorológico que de cambiar su comportamiento.

Sin embargo, a menudo me preguntaba qué clase de poder ejercerían Dez y Alvin sobre el propietario del edificio. ¿Acaso no se había quejado de ellos el número suficiente de vecinos a lo largo de los años? Encontré la respuesta a esta pregunta una tarde en que Dez estuvo a punto de incendiar el complejo de apartamentos. Cuando llegué a casa después de las clases me encontré un par de coches de bomberos estacionados delante del edificio. El aire olía a humo y a productos químicos extintores. Unos cuantos vecinos se habían congregado en el patio, alrededor de la piscina y, manteniendo una distancia prudente, estaban mirando a un par de bomberos ataviados con unos pesados uniformes de lona impermeable que salían en aquel momento del 1 D.

Dez estaba sentado en la escalera que conducía a los apartamentos del segundo y parecía un feto al que acabaran de sacar de un frasco de formol. Parpadeaba bajo el sol de la tarde y lo miraba todo como si no supiera dónde se encontraba; tenía la cara sucia de hollín, pero no hasta el extremo de impedirme ver el rubor con que la ginebra había coloreado su nariz y sus mejillas.

–Ya hemos encontrado la causa -dijo el bombero que sostenía un despojo humeante que se parecía tanto a una pizza congelada como a un disco de hockey-. Al parecer lo metió en el horno sin sacarlo de la caja.

En aquel momento un hombre de edad avanzada se abrió paso entre el gentío. Iba vestido con un pantalón amplio y una camisa de jugador de golf. Parecía recién salido del hoyo diecisiete.

–¿Qué ocurre aquí? Soy el propietario de la finca. Que alguien me diga qué ha ocurrido…

Cuando el jefe de bomberos se lo explicó y le señaló a Dez, el propietario de Del-Ray se frotó la cara de la misma manera que hacía mi tío Bill cuando trataba de no perder los nervios en presencia de otras personas. En cuanto los bomberos se alejaron, el propietario se dirigió con paso airado hacia Dez y empezó a gritarle, aunque no con el volumen que yo sabía era capaz de alcanzar. Fue entonces, al verlos frente a frente, cuando me di cuenta de que eran parientes.

–Por amor de Dios, Dez, ¿qué coño te creías que estabas haciendo? ¡Gracias a ti el seguro de esta barraca se va a poner por las nubes! ¡Le prometí a mamá que me aseguraría de que siempre tendrías un lugar donde vivir, pero ya estoy harto de ti! Si la jodes una vez más te largas de aquí, ¿me oyes? ¡Y esto va también por Alvin!

Yo pensaba que Dez iba a empezar a gritarle, pero para mi sorpresa se quedó sentado sin decir ni pío y se puso a parpadear y a mover la cabeza como si le colgara del cuello. Yo no alcanzaba a distinguir si lloraba a causa del humo o de la reprimenda que le estaban echando. Cuando el propietario de Del-Ray se hubo ido, Dez se levantó y volvió a su apartamento arrastrando los pies. Al cabo de un par de minutos apareció Alvin. Al parecer había ido a cobrar un cheque de la seguridad social.

–¡Dios mío! ¡Pero qué demonios has hecho, Dez!

–¡No he hecho nada, cabrón de mierda! ¡Te pasas la vida acusándome de hacer cosas y yo no hago nada, joder!

–¡No me mientas, capullo! ¡Mira este apartamento! ¡Míralo, te digo! ¿Qué has hecho, Dez?

–¡Como no estabas aquí para prepararme la cena, me la preparé yo, joder!

–Pero al final la has estropeado, ¿verdad? ¡Se la has estropeado a todo el mundo, cabrón! ¿Ves lo que has hecho?

–¡Cállate ya, jodido maricón de mierda!

Aquella discusión fue tan violenta que Alvin acabó en la sala de urgencias y Dez en la cárcel. Alvin fue dado de alta al cabo de dos días, pero Dez fue condenado a treinta por resistirse a la autoridad. Todo el complejo de apartamentos dejó escapar un suspiro de alivio y el Del-Ray se convirtió durante una temporada en un lugar relativamente tranquilo.

Fue entonces cuando apareció Deke.

No sé dónde lo encontraría Alvin, aunque yo no descartaría que fuera debajo de una roca. Deke era bastante más joven que Alvin y unos años mayor que yo. Rondaría los veinticinco, creo yo, aunque no tenía aspecto de joven precisamente. Era de estatura media y delgado, y el grasiento pelo le caía a la altura de los hombros, y un bigote mustio no contribuía a contrarrestar el aspecto de debilidad de su barbilla. Tenía aire de hurón y todos los tics nerviosos de un adicto al crack. Su vestuario consistía en un pantalón sucio y desgastado y una cantidad infinita de camisetas sin mangas y gorras de béisbol con publicidad de Jack Daniels, Lynrd Skynrd, Copenhagen o Waylon Jennings.

Si Dez me daba miedo, Deke me aterrorizaba. De Dez al menos sabía que salía de su apartamento sólo cuando se veía compelido a ello porque se le incendiaba la cocina o no le quedaba vodka. Deke, en cambio, parecía la clase de individuo que podía aparecer en mi dormitorio una noche oscura empuñando un cuchillo afilado.

Un día volví a casa pronto y me encontré con Deke de brazos cruzados delante de Del-Ray; al parecer estaba esperando a que Alvin volviera de comprar alcohol en el supermercado. Cuando me vio sonrió como los tíos que creen tener éxito con las mujeres.

–Oye, tú eres la jovencita que vive al lado de Alvin, ¿verdad?

Farfullé una respuesta afirmativa para salir del paso y traté de seguir mi camino, pero él se me pegó como una lapa. Cuando llegué a la puerta de mi apartamento con las llaves en la mano, se acercó sonriéndome con una inquietante expresión de fiereza y mostrándome unos dientes amarillentos y torcidos.

–Vives sola, ¿verdad? He estado fijándome en ti, ¿sabes?, y se me ha ocurrido que quizá te apetezca salir o algo así.

Moví las llaves de modo que sobresalieran por entre los nudillos de la mano. Al ver que no había una manera sencilla de salir de la situación, decidí coger el toro por el escroto, por así decirlo.

–¿Y qué me dices de Alvin? – pregunté-. ¿No le molestará a tu pareja?

Deke se sonrojó y empezó a balbucear:

–¡Pero si me gustan las chicas! ¡Yo no soy un jodido maricón!

–Pues no es eso lo que he oído por ahí -repuse, decidida a no abrir mi puerta hasta que Deke se hubiera alejado.

–¡Eso es mentira! ¡Lo único que le dejo hacer a ese viejo maricón es chupármela!

Fue entonces cuando comprendí qué veía Alvin en Deke. Estaba claro que le recordaba a Dez de joven.

–¡Deke!

Deke saltó como si le hubieran dado un golpe. Alvin se dirigía hacia nosotros con una bolsa del supermercado en la mano, y daba la impresión de que no le gustaba nada ver a Deke tan cerca de mí.

–¡Entra en casa ahora mismo, joder, y deja a esa joven en paz! – masculló.

Deke obedeció sin rechistar y entró delante de Alvin, quien se entretuvo en el umbral de la puerta lo necesario para lanzarme una mirada envenenada.

Aquella noche fue la primera que dormí con un cuchillo de carnicero bajo la almohada.

Yo esperaba que Deke desaparecería cuando Dez regresara a casa tras cumplir sus treinta días de condena. Qué más hubiera querido yo… Aunque en rigor Deke ya no vivía exactamente con ellos (no estoy segura de que viviera realmente en alguna parte), el caso es que estaba allí casi siempre. Y eso que, dicho sea en su descargo, a Dez le caía tan mal como a mí.

Para empezar, era evidente que Alvin prefería al joven que a Dez, ya que siempre cedía a los gustos de Deke en lo referente a programas de televisión y, aún más importante, a la case de alcohol que había que comprar. Dez bebía vodka; Deke, en cambio, prefería el whisky. Ahora todas las discusiones comenzaban más o menos de la siguiente manera:

–¡No hay nada para beber en esta puta casa!

–¡No empieces otra vez, Dez! ¡Sabes perfectamente que hay whisky en la cocina, joder!

–¡ Yuna mierda! ¡No pienso beber ese meado apestoso!

–¡Pues no lo bebas, joder! ¡Me da igual! ¡No lo compré para ti! ¡Lo compré para Deke!

–¡No pienso beber whisky! ¡El whisky es para los jodidos bujarrones, que no valéis una mierda!

–¡Cállate, Dez!

–¡Cállate tú, maricón de mierda!

–¡No me insultes delante de Deke!

–¡Quiero mi vodka, maldita sea! ¡Lo que beben los hombres de verdad a los que les gustan las mujeres es vodka, no jodido whisky! ¡El whisky es lo que beben los maricones, cabrón de mierda…!

Etcétera, etcétera…

Estaba acabando el semestre y la mayoría de los inquilinos de Del-Ray ya se habían ido de veraneo cuando aquel triste y sórdido triángulo amoroso estalló finalmente. Estaba condenado a acabar mal, pero aun así me sorprendió la forma en que lo hizo.

Yo había estado de fiesta con unos amigos en un bar cercano hasta bastante tarde y ya eran casi las tres de la madrugada cuando llegué a casa. Me encontré con un par de coches de policía y una ambulancia delante de Del-Ray con las luces rojas encendidas. Suspiré y puse los ojos en blanco. Estaba claro que habían vuelto a discutir por culpa del alcohol.

La puerta del 1 D estaba abierta de par en par y la luz que salía se derramaba sobre el patio. Para llegar a mi apartamento tenía que pasar por delante del de ellos, pero el camino estaba cortado por un corpulento agente de policía con un transmisor de radio que soltaba chirridos.

–Lo siento, señorita, pero no puede pasar.

–Vivo en el apartamento de al lado. Sólo quiero volver a casa, agente.

–Ah… -El agente se hizo a un lado.

Estaba sacando las llaves de la cartera cuando lo oí aclararse la garganta.

–Eh… perdone, señorita. Sé que es tarde, pero el inspector Harris quiere saber si podría entrar un momento.

Mierda, pensé. Me encogí de hombros y le seguí al interior del apartamento de Dez y Alvin. Aquélla fue la primera y última vez que puse los pies en él. Se trataba de un apartamento de un solo dormitorio, al igual que el mío, del que sólo se diferenciaba en que tenía la distribución al revés. Los únicos muebles que había en el salón eran un sofá de pana rojo con respaldo oscilante, una butaca tapizada con exceso de relleno y por cuyas costuras descosidas asomaban copetes de crin, y un enorme «centro de entretenimiento» Magnavox que parecía un ataúd con un tubo de rayos catódicos.

Dez estaba sentado en la butaca y llevaba un holgado pantalón caqui y una camiseta sucia. Tenía la mirada clavada en la nieve que se extendía por la pantalla del televisor y estaba mascullando sombríamente consigo mismo. Si era consciente de que la habitación estaba llena de policías uniformados, sus ojos no lo reflejaban.

Un hombre de aspecto cansado enfundado en un traje arrugado y una gabardina también arrugada con una insignia en la solapa salió de la cocina.

–Perdone, señorita, soy el inspector Harris. Le pido disculpas si ya se iba a la cama, pero necesito su ayuda.

–Haré lo que pueda. ¿Qué sucede? ¿Dónde está Alvin?

El inspector puso cara de infinito cansancio.

–Lamento comunicarle que ha muerto, señorita.

–Oh…

–Lo siento. ¿Era amigo suyo?

–No. No creo que Alvin tuviera amigos.

–Bueno, tenía uno por lo menos. Nos preguntábamos si podría decirnos cómo se llama… -El inspector Harris señaló la habitación.

Yo abrí la puerta y me asomé. Dentro había dos enfermeros recogiendo su equipo y hablando sobre la próxima temporada de béisbol. En la habitación sólo había una cama sorprendentemente estrecha. Tendidos sobre ella había dos cuerpos deslavazados. La cabeza de Deke parecía una calabaza abandonada, mientras que la de Alvin tenía en torno al cuello un cable eléctrico más prieto que un lazo navideño.

–¿No sabrá por casualidad cómo se llamaba el hombre más joven? – preguntó el inspector Haris, sacando del bolsillo de la gabardina un sobado bloc de notas.

Hice un gesto de asentimiento pero no dije nada. Era la primera vez que veía un cadáver auténtico.

–¿Y bien?

–Deke. Se llama… se llamaba Deke.

–¿Deke qué?

Parpadeé y aparté la mirada del escenario del crimen con una extraña sensación de quebranto.

–No… no lo sé. Sólo sé que le llamaban Deke.

El inspector Haris asintió y garabateó la información en su cuaderno de notas.

–Gracias, señorita. Ya puede irse.

–¿Lo ha hecho Dez?

–Eso parece. Al más joven le aplastó la cabeza con una plancha de vapor y a su compañero lo estranguló con el cable. Luego llamó a la policía.

Esto último me sorprendió un poco. No el hecho de que los hubiera matado Dez, sino el que Dez y Alvin tuvieran una plancha. ¿Quién se lo hubiera imaginado?

El agente corpulento me acompañó hasta la puerta del apartamento. Cuando pasamos por delante del televisor, Dez dejó de balbucear y se llevó las manos a la cara. Entonces vi que estaba esposado.

–Querido…

Me sorprendió cómo sonaba su voz con tono normal. Se parecía un poco a la de Walter Cronkite. Dez recorrió Jas paredes por un momento con sus ojos inyectados en sangre antes de posarlos en mí.

–Estaba llamándole querido. – Parecía como si su gruesa cara de ex marine corriera peligro de hundirse en la cabeza. Apartó los ojos y empezó otra vez a moverlos de un lado a otro-. ¿Quién va a prepararme la cena ahora?

Aquella noche dormí sin el cuchillo de carnicero por primera vez desde hacía semanas.

Todo lo referente a la tragedia del apartamento de al lado lo leí en el periódico local. Según Dez confesó a la policía, se había desmayado delante del televisor después de beberse un litro de vodka, por lo que Alvin y Deke decidieron ir al dormitorio a hacer el amor. Dez despertó inesperadamente, entró en la habitación tambaleándose y les sorprendió in fraganti. Al parecer el ver juntos a Alvin y Deke le sacó de quicio e hizo aflorar sus instintos asesinos. Lo demás ya lo sabía. En el periódico no se mencionaba si Dez había declarado que «despreciaba a los homosexuales» (aunque no me cabe duda de que el tema surgió en la conversación que mantuvo con la policía), pero sí se daban los apellidos de Dez y Alvin (los cuales hace tiempo que he olvidado) y se indicaba que habían vivido en el mismo apartamento desde 1958, es decir, un año antes de que yo naciera. Alucinante…

Alvin aún no había sido enterrado (o incinerado o lo que demonios hagan las autoridades del condado con la gente demasiado pobre o impopular como para recibir debida sepultura) cuando el hermano de Dez contrató a unos obreros para que remozaran el apartamento, y antes de que acabara el mes ya había una pareja de ancianos jubilados viviendo en la antigua vivienda de Dez y Alvin. Eran un verdadero encanto, estaban muy unidos y eran absolutamente abstemios. Tenían un perro salchicha llamado Fritzi que ladraba de vez en cuando, pero, por lo demás, eran unos vecinos educados y silenciosos.

Cuando se acabó mi contrato decidí dejar el apartamento. Las cosas habían cambiado. Había terminado una época, cabría decir, aunque estaba claro que mi estancia allí me había proporcionado un criterio único para juzgar a mis futuros vecinos.

Sin embargo a veces no puedo evitar pensar en Dez y Alvin. Estoy segura de que, tiempo atrás, debió de existir algo parecido al amor entre ellos y quizá por eso aunque se insultaran, gritaran y amenazaran, rara vez llegaban a las manos. Lo que no puedo quitarme de la cabeza es la imagen de la cama estrecha. Por mucho odio y rencor que sintieran el uno hacia el otro y por mucho que se despreciaran a sí mismos, había algo entre ellos, aunque sólo fuera el vínculo que surge entre una pareja de alcohólicos fracasados.

Puedo imaginarme cómo ocurrió todo: años antes de que yo naciera, un guapo marine entró en un bar que un hombre con dignidad (y menos aún un marine) no tenía por qué frecuentar y vio al joven pelirrojo que estaba llamado a ser el amor de su vida. Tenían todo el futuro por delante y lo único que les importaba era el amor. Todos los enamorados son invulnerables y, gracias a la pasión que comparten, están a salvo de la dura realidad de la vida. Pero sólo en un principio, ya que la sociedad, sus normas y sus expectativas acaban hallando la manera de introducirse en la burbuja protectora, y si uno no tiene cuidado es muy fácil que el amor fermente, transformándose en rencor, y la felicidad en desdicha.

Espero que conocieran algo parecido a la alegría antes de acabar como dos tristes y amargados remedos de seres humanos dados a agredirse y atacarse como animales que comparten una jaula demasiado pequeña o una cama demasiado estrecha.

El amor nos convierte a todos en tontos y esclavos. Pero es peor estar solo y no ser amado.

Si no, que se lo pregunten a Dez y Alvm.

Nancy A. Collins es autora de Paint It Black, Walking Wolf, WildBlood, In the Blood, Tempter y Sunglasses After Dark. Su ciclo de Sonja Blue fue reunido en una misma edición en 1995 bajo el título Midnight Blue. Ha sido galardonada con el premio Bram Stoker para autores noveles de la Asociation Horror Writers of America y el premio Icarus de la British Fantasy Society. Fue uno de los miembros fundadores del International Horror Critics Guild. Actualmente reside en Nueva York con su marido, el antiartista Joe Christ, y su perro Scrapple.