Stuart Kaminsky

Corrine no chilló. Lo que profirió mientras bajaba por las escaleras fue más bien un gemido vibrante seguido de un pequeño lamento. No soltó un chillido de verdad hasta que salió por la puerta principal. Se había reservado el chillido para cuando tuviera la seguridad de que alguien iba a oírla.

Yo había apretado la tecla de grabación de la grabadora en cuanto le oí abrir la puerta principal. Tardó cuatro minutos en ponerse la ropa de trabajo e ir al cuarto de baño de abajo.

En una ocasión dijo: «¿Señora Wainwright?»

Lo primero que limpiaba era la habitación de mis padres. Aquel martes no estaba siendo distinto, al menos hasta ahora, de todos los martes durante los últimos cuatro años. Tardó diez minutos en acabar de limpiar la habitación de mis padres. Habría tardado media hora si hubiera pensado que mi madre estaba en casa.

La siguiente habitación era la mía.

Fue entonces cuando abrió la puerta y se encontró con lo que le hizo proferir el gemido y salir corriendo.

En realidad, el primer chillido de verdad, el que profirió en el jardín, no fue más que una prolongación del gemido. Fue el segundo el que debió de resonar por toda la calle y entrar por la puerta abierta hasta llegar a mis oídos.

Eran las nueve pasadas. Poco antes de las cuatro había ido en el coche de mi padre a Gorbell’s Woods, recorrido aproximadamente otro kilómetro a pie por Highland en dirección norte y arrojado el sombrero favorito de mi padre a un lado de la calle. Luego había dado media vuelta y recorrido los tres kilómetros asegurándome de que no me veía nadie, aunque era difícil que esto ocurriera en Platztown a menos que se tratara de un insomne mirón.

Corrine chillaba ahora de forma casi ininterrumpida, aunque sus chillidos no eran tan fuertes. Probablemente estaba corriendo por la calle, y los vecinos estaban mirando cautelosamente por sus ventanas, temiéndose que la asistenta de los Wainwright hubiera empinado el codo más de la cuenta.

No conocían a Corrine. Ella había vuelto a nacer. Era una palurda. Sé que tenía al menos una hija casada, Alicia. Ésta había venido a ayudar a su madre en una ocasión dos años antes, cuando yo tenía doce años. Debía de haber salido a su padre, ya que Corrine era patosa y gorda y ella, vivaracha y delgada. Yo apenas podía imaginarme la clase de pájaro a la que debía de parecerse el pastor de jornada reducida con quien Corrine estaba casada.

Al cabo de cinco minutos llegó el primer vecino: el señor Jomberg, que vive a dos números de aquí, está jubilado y tiene problemas de corazón. No me enteré de que se trataba de él hasta más tarde, pero me sorprende que no sufriera un ataque cuando abrió la puerta. De todos modos grabé el «mierda santísima» que profirió y los apresurados e inseguros pasos que dio al bajar por las escaleras.

¿Puede la mierda ser santísima? ¿Por qué no? ¿Se molestaría Dios en excluirla? ¿Se aseguraría de incluirla? Desde que cumplí diez años he tenido la impresión de que Dios, si existe, trabajó para crear el universo y la gente y luego, cuando llegó el momento de ocuparse de los detalles, se limitó a decir: «Que se vayan al infierno.» Dios tenía muchas cosas que hacer. Cada minuto aparecían mundos nuevos. Nacían estrellas nuevas y morían las viejas. Dios estaba ocupado en algún lugar del firmamento. Yo era un detalle olvidado, uno de los detalles mandados al infierno. Llegué a esta conclusión también a los diez años, cuando estuve a punto de ahogarme en la piscina. Hacía casi un año que no sufría un ataque y me encontraba en la parte de la piscina menos profunda, pero no deberían haberme dejado solo. Lo vi venir, noté lo que el doctor Ginsberg denomina el «aura». Cuando mi cerebro empezó a cerrarse, debí de sentir pánico o confusión, y en lugar de dirigirme a la orilla de la piscina, me lancé a la parte honda.

Desperté en el hospital. Cuando abrí los ojos, mi madre empezó a decir «Gracias a Dios» una y otra vez, pese a que nunca iba a misa y cometía muchos pecados por omisión. Mi padre, que también estaba allí, suspirando profundamente, me tocó la mejilla. A Lynn, mi hermana, que es un año mayor que yo, habían tenido que sacarla de la casa de su novio.

–¿Estás bien? – me preguntó con cara de aburrimiento.

Yo asentí con la cabeza.

–Se acabó lo de bañarse solo -dijo mi padre.

Mi madre tenía que vigilarme cuando estuviera en el agua, pero había entrado en la casa para contestar al teléfono. Cuando había salido, yo ya estaba prácticamente muerto.

Fue entonces cuando decidí que yo era una de las personas que Dios había mandado al infierno.

Sería lógico pensar que un niño de diez años se deprima al tener una idea así; puede que yo estuviera deprimido durante unos segundos, pero no me acuerdo. Recuerdo que estaba tumbado en la cama del hospital pensando: «Si no existe Dios, sólo la gente puede castigarme por lo que haga. Si existe, le da igual lo que me ocurra.»

Aquél fue el último ataque que sufrí. Ahora quienquiera que oiga esto podrá decir: «Ése fue el día clave. El momento traumático. El día en que comenzó todo. Ojalá lo hubieran llevado a un terapeuta. Pero ahora lo entendemos. Podemos archivar el asunto y olvidarnos de Paul Wainwright. Incluso su nombre es fácil de olvidar.»

La policía llegó ocho minutos y veinte segundos después de que al señor Jomberg le diera la neura. Me figuré que estaría con Corrine en el jardín de delante, chillando y bailando en círculo como un loco. Si hacen una película, recomiendo vivamente que incluyan la escena del baile, al menos como fantasía.

Vinieron dos agentes de policía, un hombre y una mujer. Por si no queda claro en la cinta, ella dijo:

–Oh, Dios…

Y él:

–Jesús… Pide ayuda.

–Dios… -repitió la mujer.

–Billie, pide ayuda -dijo el hombre con voz trémula-. Voy a echar un vistazo dentro de la casa.

Los dos salieron de mi habitación. Yo tenía hambre. Saqué dos rebanadas de pan de la caja que tenía al lado. Puse unas tajadas de queso Cheddar en el sandwich, eché el plástico del envoltorio al contenedor de plástico y cerré el contenedor sin hacer ruido.

Acaba de dar la una de la madrugada y puedo grabar todo esto cuchicheando por el micrófono. Lo he meditado a fondo. Hay muchísima premeditación en lo que estoy haciendo.

En el techo de mi armario hay una trampilla. Antes, cuando mis padres compraron la casa, era la única manera de acceder al escondrijo. Luego abuhardillaron el ático y construyeron una habitación enorme para Lynn. A mí no me importó. Me gustan los espacios pequeños. Una vez fui con mi madre y mi hermana a Baltimore en tren. Creo que fue para consolar a mi tía Jean por la muerte de su hijo, aunque puede que me equivoque. Sólo era un niño; tendría tres años quizá. Mi madre y mi hermana se quejaron del poco espacio que había para dormir en nuestra pequeña habitación privada, sobre todo cuando bajaron las dos literas. A mí me tocó la de arriba. Incluso con sólo tres años de edad apenas tenía sitio para darme la vuelta. Me encantó. Estar así, arropado en la oscuridad…

Pero estaba hablando de la trampilla de mi armario. No se me había olvidado. En el ático levantaron una pared a cada lado para que el lugar tuviera más aspecto y ambiente de habitación. Las paredes crearon tras de sí espacios inalcanzables, estrechos pasadizos que iban de un extremo a otro de la casa. De la trampilla se olvidaron todos menos yo. Casi todas las noches cerraba mi dormitorio con llave y subía. Trepaba silenciosamente para que Lynn no me oyera. Almacenaba cosas en el espacio que había y dormía siestas en la oscuridad. Una tarde estaba solo en casa e hice un pequeño agujero en la pared, un agujero muy pequeño de forma que pudiera ver la mayor parte de la habitación. Luego fui a la habitación de Lynn y con el aspirador de mano de la cocina recogí las pocas virutas de madera que había hecho al abrir el agujero.

Pienso en las cosas. Hago proyectos de futuro. Aquí tengo una provisión completa de bebidas y alimentos enlatados y un cubo de plástico con precinto en el que puedo meter mi basura. Elijo los alimentos que tienen el olor menos perceptible. Tengo mantas, dos almohadas y casi toda mi ropa apilada pulcramente a un par de metros de distancia. Tengo un pequeño televisor a pilas que mis padres guardaban antes en su habitación. Y tengo pilas de repuesto. Me he pasado semanas buscando bichos con una linterna antes de matar a mis padres y mi hermana. El escondrijo estaba limpio.

La parte más difícil, la parte de la que estoy más orgulloso, es el falso techo, que tiene exactamente las mismas medidas del armario. Encaja a la perfección. Lo hice en mí habitación, lo probé para ver si cumplía su fin y qué aspecto tenía. Si alguien se asoma al interior de mi armario, ve un techo. El único peligro es que alguien suba a una altura de tres metros y empuje el techo. Es poco probable, pero si alguien lo hace, el techo se bamboleará un poco. A la persona que lo haga le parecerá extraño, pero eso es todo.

En el escondrijo hay aire de sobra. Los tabiques de la habitación de Lynn están hechos con listones de madera y planchas de yeso y cartón o algo así. Entre cada plancha de yeso hay un espacio, pequeño pero suficiente.

Pero volvamos a lo de esta mañana.

Al cabo de veinte minutos vinieron un médico y más policías.

–Nunca he visto cosa igual.

–El caso Walters, hace siete u ocho años. Eran cinco en la familia. Lo hizo el padre. Con un hacha, un martillo y los dientes. Había restos por todo el piso.

–Yo era demasiado joven, Barry.

–Creo que el padre sigue en el manicomio. Dios mío, ¿has visto esto?

–Estoy viéndolo, Judd.

Sé qué estáis pensando. No soy un remilgado, así que voy a hablar de ello. Os estáis preguntando qué hago con mis necesidades. Tengo una palangana de plástico para las emergencias, una grande, con una tapa. Si consigo aguantar todo el día, bajo por la noche (esta noche) y utilizo mi propio cuarto de baño. Está todo pensado; he confeccionado una lista. Llevo una copia encima con una linterna, pilas de repuesto para la linterna e incluso bombillas de repuesto. Para pasar el día tengo libros de diversas temáticas, nada que pueda usarse como rompecabezas que le permita a alguien trazar un retrato sencillo de mí.

«Lee libros de misterio. Eso lo explica todo.»

«Lee novelas rosas. Eso lo explica todo.»

«Lee historia. Eso lo explica todo.»

«Lee novelas de caballería. Eso lo explica todo.»

Luego, con claridad, el de la voz ronca dijo:

–Ésta es la habitación del hijo.

–No hay rastro de él, a menos que estos restos sean suyos. No hay cabeza, ni nada que se parezca a un niño.

–¿Has sacado ya fotos ahí? Quiero largarme de aquí.

–¿Te importa esperar en el pasillo? Anda, ve a esperar en el pasillo. No quiero que dentro de un año un abogado venga a pedirme explicaciones. Éste es un asunto serio.

–Una de dos: o encontramos el cadáver del chico antes de una hora o ha sido él.

–¿Es una predicción?

–Es experiencia. Por amor de… Pero ¿qué le ha hecho a ése?

–Nada bueno, James. Déjame trabajar aquí. Tú ve a buscar al chico y a rastrear pistas. Deja de molestarme, o no acabaré nunca. Tengo que sacar estos cadáveres de aquí y volver al hospital.

Dos hombres se fueron a buscar huellas de mí. El médico, al que habían dejado solo, estaba hablando consigo mismo, probablemente con una grabadora encendida. Oí el clic. Está grabado en mi cinta. Dijo que era un informe «previo a la autopsia», un informe «in situ». Hablaba lentamente, mejor dicho, se esforzaba por hablar lentamente o tenía dificultades para respirar: «Las tres víctimas están desnudas. Posible causa de la muerte de la mujer (edad aproximada: 45 años): destripamiento de grandes proporciones. Todo el cabello, desde el pelo de la cabeza hasta el vello púbico, le ha sido afeitado con brutalidad, probablemente después de muerta. Está decapitada. El cuerpo se encuentra en el suelo y la cabeza sobre la cama. Posible causa de la muerte del hombre (misma edad): repetidos golpes contundentes en el cráneo, con masivos daños cerebrales. Múltiples puñaladas. Posible causa de la muerte de la mujer (edad: entre quince y veinte años): penetración traumática de… No hay señales de herida de bala en ninguna de las víctimas, aunque la condición de los cuerpos es tal que será preciso realizar un examen clínico.»

Apagó el aparato y dijo:

–Qué animal…

Al cabo de unos minutos, volvió el hombre de la voz ronca acompañado por uno o dos hombres más.

–Por Dios… -exclamó alguien.

–Eso es lo que dicen todos. Mirad bien y que no se os pase nada. Haced vuestro trabajo. No quiero sangre en el pasillo ni en ninguna otra parte. Los han matado aquí. Yo diría que primero les dispararon.

Me resultó difícil oír el resto de la conversación. Alguien estaba utilizando una máquina en mi habitación, algo que sonaba como un aspirador. Creo que dijeron:

–Los vecinos no han informado de ningún ruido, pero…

–¿Crees que después de matar al primero, una de ellas entró, vio el cuerpo y…?

–Quizá fue él…

–Probablemente al primero que mató fue al hombre. Es más fácil ocuparse de las mujeres.

–¿Qué clase de chico puede vivir en una habitación como ésta?

–Joder… ¿Qué clase de chico puede haber hecho algo así?

–Esta habitación parece una celda. No hay fotografías, ni cosas encima de la mesa, la manta y las almohadas son negras… Os apuesto a que su ropa está pulcramente apilada en los cajones y ordenada en el armario.

Sonido de un cajón al abrirse.

–Qué os decía.

Sonido del cajón del armario que tengo justo debajo al ser abierto. Contengo la respiración.

–Debería haber aceptado la apuesta -dijo el hombre de la voz ronca justo debajo de donde yo me encontraba-. Ha sido el chico.

Una voz nueva, temblorosa.

–Sargento, ya viene la ambulancia para llevarse los cuerpos. ¿Pueden meterlos en las bolsas?

–Pregúntale al forense -respondió el de la voz ronca, cerrando la puerta del armario y obligándome a aguzar el oído para enterarme de lo que estaba sucediendo en mi habitación. El que la puerta estuviera cerrada tenía una ventaja. Impedía en gran medida que pasara el olor.

–Han llamado Commer y Styles. Han encontrado uno de los coches de la familia y han identificado el contenido de la guantera. Está en Gorbel’s Woods, a la altura de Highland. La puerta del conductor está abierta. A media manzana en dirección norte han encontrado un sombrero en la calle. Es una especie de sombrero de pescador griego y tiene el nombre del padre en el forro.

–Se ha ido de la ciudad. A pie.

–¿El sombrero…? ¿Por qué lo habrá cogido? ¿Por qué lo habrá tirado? ¿Por qué habrá abandonado el coche? – preguntó el sargento de la voz ronca.

Todas eran buenas preguntas.

–¿Podemos irnos, sargento?

–Sí. Yo me quedaré un rato.

Pasos de alguien que sale de la habitación. Sonido lejano de una sirena de ambulancia. ¿Por qué pondrían la sirena? ¿Qué prisa tenían?

El sargento dijo algo, y aunque lo hizo con la voz demasiado baja como para que yo le entendiera, supe que estaba enfadado. Escucharé la cinta más tarde, quizá dentro de unas semanas, cuando pueda subir el volumen. Tengo curiosidad. Es comprensible, ¿no?

Abajo la gente estaba hablando, discutiendo y llamando por teléfono. Al otro lado de la pared, a medio metro de donde yo me encontraba, se oían pisadas en el cuarto de Lynn. Acerqué el ojo al pequeño resquicio que hay entre los listones y la plancha de yeso y alcancé a ver un uniforme azul en un cuerpo de mujer.

–Una monada de chica -dijo una voz de hombre joven.

Estaba seguro de que estaba viendo las fotografías que Lynn tenía de sí misma y sus amigas sobre el tocador. Pero no logré verle, y tampoco a la agente de policía que le contestó:

–Ya no.

No se quedaron mucho tiempo en la habitación de Lynn. Apenas había pasado un minuto desde su marcha cuando oí unas voces nuevas abajo, en mi habitación.

–Oh, Dios mío…

–Ya te han dicho lo que ibas a encontrar, Nate.

–Sí, pero…

Pasos de alguien subiendo por las escaleras.

–Hemos colocado las bolsas y las camillas y…

–Ya hemos pasado el aspirador y tomado las huellas en la habitación -dijo el médico-. El torso y la cabeza van en una bolsa. La chica y la mano van en otra. La mujer de la esquina… Ya te ayudo.

–Es la primera vez que hago algo así -dijo Nate-. ¿Lo sabías, Russ? Conozco casos de ancianos que mueren en la cama, chicos que reciben un disparo o maridos que acuchillan a sus esposas… Pero nada como esto. Al menos no en esta ciudad.

–Échame una mano -dijo el médico.

El sonido de una cremallera. ¿Adiós, papá?

Vi las noticias de las once con atención. Tardaron un par de días en limpiar la habitación. Cuando se llevaron los cuerpos, cerraron la puerta y precintaron la habitación. Probablemente precintaron toda la casa. Luego vendrán dotaciones de la policía, puede incluso que miembros de la policía estatal de Carolina del Sur y agentes del FBI, y quitarán la cinta, abrirán las puertas, harán más fotos, examinarán la sangre y empezarán a buscar pistas sobre mi paradero.

Encontrarán, en el segundo cajón de la cómoda empezando por arriba, debajo de mis jerséis, a mano derecha, mis notas y mapas de Nueva York. He trazado círculos alrededor de algunos barrios con rotuladores de diferentes colores y he tomado notas sobre ellos para indicar los lugares que hay que visitar y dónde puedo encontrar un piso. Nunca he ido a Nueva York ni quiero ir. Es una ciudad peligrosa y sucia. También es el lugar donde quiero que me busquen.

Plan a corto plazo: he de tener cuidado. Ir al cuarto de baño sólo a horas avanzadas de la noche, cuando estoy seguro de que la casa está vacía.

Plan a largo plazo: dentro de tres semanas o un mes, cuando me quede sin comida y ropa limpia, bajaré a altas horas de la noche, pegaré el techo falso del armario en su sitio con el bote de pegamento y luego cogeré mi bicicleta y mi casco, que están envueltos en plástico y escondidos a cinco manzanas de aquí bajo el porche trasero de los Kline. Esperaré a que amanezca y, vestido como un ciclista mañanero con casco y gafas y armado únicamente con una botella de agua, saldré pedaleando de Platztown, comeré en un restaurante de comida rápida por el camino y compraré ropa en Jacksonville, un vaquero aquí y una camisa allá. Tengo 2.356 dólares. La mayor parte la gané trabajando en el supermercado Kash Karry. Lo demás lo saqué del bolso de mi madre y de la cartera de mi padre. Sé incluso cómo cambiar la tarjeta de la Seguridad Social y el permiso de conducir para conseguir una identidad nueva. Lo he visto en la televisión y he leído dos libros al respecto.

Todo está saliendo más o menos como lo había planeado. Llevo unos tres días ocupado con la policía. Un grupo de mujeres, polacas, rusas o algo así, ha venido a limpiar la habitación. Después de las mujeres de la limpieza, han ido viniendo cada vez menos personas, hasta que al final ya no viene nadie. Paso los días y las noches leyendo y viendo concursos, programas de entrevistas, películas e informativos con los auriculares. En las noticias de Channel Seven, la policía local ha dicho que mi acto ha sido «horroroso» e «increíble» después de que el presentador de las noticias de ámbito nacional de Washington informara escuetamente acerca del «espantoso crimen». Los habitantes de Platztown cierran con llave las puertas de sus casas y duermen con sus pistolas sobre la mesilla por miedo a que yo pueda aparecer furtivamente por la noche. También han sacado fotos: de mí con sonrisa de idiota y de mis padres y Lynn con cara de ángel.

El sargento de la voz ronca participó en la conferencia de prensa que se organizó el segundo día. Es un hombre gordo y parecía cansado. Tiene el pelo rizado y canoso, y llevaba una chaqueta informal y un pantalón que no iban a juego y que pedían a gritos que les pegaran fuego.

En la conferencia, a la que acudieron periodistas y equipos de televisión de lugares tan lejanos como Charleston y Raleigh, también habló el alcalde, quien aseguró al mundo que «la persona o personas que hayan cometido este monstruoso crimen serán encarceladas muy pronto». El jefe de policía fue prudente al responder a una pregunta de un periodista y dijo que yo era sin duda el principal sospechoso, pero que cabía la posibilidad de que fuera la cuarta víctima y que estuviera enterrado en el bosque o, insinuó, que me hubieran secuestrado por placer perverso. Un periodista de Channel Seven le preguntó:

–¿Y si tuvo ayuda?

–No se ha denunciado la desaparición de ninguna otra persona de la ciudad -respondió el jefe con una sonrisa astuta.

–Entonces cabe que la persona que haya podido ayudarle se encuentre todavía en la ciudad -dijo el periodista-. Puede que sea uno de nuestros hijos.

–Es poco probable. Creemos que Paul Wainwright está en Nueva York o que pronto lo estará -respondió el jefe.

–¿Cómo lo saben?

–¿Por qué Nueva York?

–Se han encontrado documentos en la habitación del sospechoso -dijo el sargento de la voz ronca, que se había presentado como James Roark.

–¿Qué documentos?

–¿Ha dejado un diario?

–Ha dejado a su familia muerta, desnuda y hecha pedacitos -masculló Roark.

En aquel momento Channel Seven devolvió la conexión a Elizabeth Chanug, que se encontraba en el estudio. Ella dijo que, según fuentes bien informadas, la policía sabía con certeza que yo ya me encontraba en Nueva York y que habían estrechado mi búsqueda en zonas concretas de la ciudad.

La mejor parte estuve a punto de perdérmela: la emitieron en Channel Ten, donde entrevistaron a gente que me conoce.

El señor Honeycutt, el director del instituto, con quien no he hablado más que en un par de ocasiones y de pasada, dijo:

–Era un chico reservado y un estudiante excepcional. No tenía muchos amigos.

La señora Terrimore, la consejera académica, una masa informe de carne fofa que trataba de disimular con trajes hechos a medida, declaró:

–No voy a revelar aspectos confidenciales, así que todo lo que puedo decir sobre él es que era un muchacho inteligente que manifestaba una actitud a la defensiva y tenía sin duda dificultades.

Ha hablado conmigo en dos ocasiones, y en ambas se metió en la boca pastillas de mentol para la tos y apenas levantó la vista del informe que estaba cumplimentando. Todo lo que me dijo fue: «Pasa, ¿qué tal estás? Muy bien, el siguiente.» Si le hubiera apuntado con una pistola, se habría sonado las narices y habría dicho: «¿Qué tal estás?»

Jerry Walters, el capullo que va vestido como un rapero y parece salido de un cagadero, dijo:

–Paul estuvo en dos de mis clases este semestre y en dos el pasado. Yo me sentaba a su lado porque va por orden alfabético y nuestros apellidos están muy cerca. Paul no hablaba mucho pero era buen estudiante. Tenía una sonrisa extraña que me daba escalofríos. No tenía ningún amigo de verdad, al menos que yo sepa. Pero me echó una mano en varias ocasiones.

Le eché una mano al dejarle que me copiara los deberes regularmente durante los dos semestres que estuvimos juntos.

Milly Rugosa, bonita y empalagosa, vestida ahora de rosa, con los labios rojos y gruesos para la cámara y mirada de despiste para aparentar preocupación femenina, dijo:

–Yo no diría que éramos amigos. En realidad no hablaba mucho con él. Era un tanto siniestro. Pero nunca causaba problemas.

¿Siniestro? Así es como los estúpidos ven las cosas a postenori. Yo nunca he sido siniestro, nunca. Era normal, llevaba la ropa y los dientes limpios, me reía cuando había que reírse, hacía los trabajos que los profesores pedían, lamentaba -aunque con pesar, no con enojo- la desgraciada situación de los hambrientos de todo el mundo, la propagación del sida, la intolerancia generalizada y la inhumanidad que el hombre muestra hacia su prójimo. Iba a partidos de baloncesto y de fútbol y a las reuniones previas a las competiciones que se organizaban para animar a nuestro equipo. Incluso llegué a llevar a mi prima Dorothea al baile de fin de curso del segundo año. Tema musical programado: A Touch of Springtime.

Milly Rugosa.

Labios como una flor roja.

Vestida toda ella de rosa.

Casi nunca decía hola.

Milly Rugosa.

Con la piel fina y sedosa.

Boba e idiota.

Lo que te haría si te pillara…

El señor Jomberg, respirando con dificultad por sus problemas del corazón y el enfisema, vestido para la ocasión con un vaquero desgastado y una camisa de franela en que destacaban los rojos y los negros, con los pulgares metidos en los bolsillos, un montañero campechano, dijo con sabiduría popular:

–Los Wainwright eran buena gente. Siempre te daban los buenos días por la mañana. La chica era inteligente y siempre se mostraba amable y educada, algo poco frecuente hoy en día. ¿El chico? – Jomberg movió la cabeza en un gesto de tristeza-. Era un enigma. Era siempre educado y mostraba cierto interés en mi jardín. Parecía llevarse bien con mi perro. Este asunto es muy desagradable.

¿Un enigma? ¿Había corrido Jomberg a consultar su diccionario? ¿O acaso había empezado a explotar una veta desconocida del estúpido filón de los tópicos? ¿Que yo mostraba interés en su jardín? Pero ¿dónde vivía el señor Jomberg? ¿En el país de la fantasía? Y luego va y dice que me llevaba bien con ese asqueroso chucho que tiene. Si supiera que me planteé seriamente destriparlo…

A Connie no la entrevistaron. Mejor. No habría servido para nada, aunque quizá hubiera dicho algo positivo sobre mí. Siempre fui educado con ella. Siempre fui educado con todo el mundo.

Conforme pasan los días Channel Seven informa cada vez menos sobre lo que he hecho. En las noticias nacionales dejaron de hablar de mí al tercer día. Channel Seven ha dejado hoy de hacerlo. No hay ninguna novedad acerca de mí. No hay nada que informar.

Un día sí y otro no bajo cautelosamente a mi habitación a eso de las dos de la madrugada, aguzo el oído para asegurarme de que no hay nadie en la casa, voy al cuarto de baño, me lavo, seco la palangana con el papel higiénico que llevo, tiro por el retrete lo que haya que tirar y regreso rápidamente al armario.

La primera vez que lo hice, al tercer día, estaba algo alterado, lo reconozco. No asustado. Era la aventura, el reto, el peligro… Me detuve en medio de la habitación y, gracias a la luz de la luna en cuarto creciente, confirmé que la habían limpiado, algo que ya sabía a causa de los sonidos que había oído durante el día. La cama estaba apoyada contra la pared. Le habían quitado todo excepto los muelles. La cómoda seguía en la esquina, sin nada encima. El escritorio está vacío ahora.

El policía de la voz ronca, James Roark, trajo durante el día a mi tía Katherine y recorrió con ella toda la casa. Oí que abrían la puerta de mi habitación.

–¿Está segura de que podrá soportarlo, señora Taylor?

Ella no respondió. Debió de hacer un gesto con la cabeza.

–Yo voy a quedarme aquí. Le echaré una mano si necesita ayuda.

Sonido de algo al ser arrastrado. ¿Una caja de cartón al ser abierta? Imaginaciones mías. Cajones al ser abiertos. Respiración profunda de tía Katherine. Su marido, el hermano de mi padre, la abandonó a ella y a Dorothea cuando yo era pequeño. Me pregunté si se enteraría de esto por la prensa o la televisión o si estaría muerto. «Estaría muerto.» ¿Os habéis fijado? En condicional. Díganselo al señor Waldemere si lo encuentran. Usted enseñaba bien, señor Waldemere. Yo le prestaba atención. Tenía un futuro prometedor, ¿eh, señor Waldemere?

Mi habitación parecía una tumba. Estaba sumida en la oscuridad, a la espera del juicio final… Cada vez era más pequeña, por lo que tuve que acurrucarme en una esquina y ponerme en posición fetal. Volví a subir y me encerré.

Han pasado dos semanas, es martes y son las dos y veinte de la madrugada. Acabo de tirar una bolsa de basura verde llena de ropa sucia y otra llena de comida y basura al suelo del armario. He apoyado el techo falso sobre las barras de las que colgaba antes el resto de mi ropa y he descendido con el mayor sigilo. He tardado quince minutos en cerrar el techo. Estoy empapado en sudor. Hace calor y el aire acondicionado no está encendido. ¿Por qué habría de estarlo? He dejado el televisor, la radio y todos los libros -menos uno- guardados en el escondrijo. He cogido un ejemplar de bolsillo de la poesía de lord Byron y lo he metido en el bolsillo de atrás. También he cogido esta grabadora. Tengo pensado dejar constancia de mi viaje por la vida. Una cinta y otra y otra y otra… Cientos de cintas, miles quizá. Las dejaré a la vista de todo el mundo. Las catalogaré cuidadosamente y diré a los visitantes que tengo pensado publicarlas algún día.

Dentro de tres años o cinco o diez o medio siglo, cuando remodelen la casa o la derriben (si es que no la demuelen antes de dos meses porque nadie quiere comprarla), algún arqueólogo circunstancial descubrirá en el escondrijo los vestigios de mi engaño.

¿Se sentirán maravillados por mi inteligencia o me considerarán simplemente un loco? No me hago ilusiones con la gente. Deposito las susurrantes bolsas en el suelo para abrir la puerta. Luego bajaré por las escaleras, saldré por la puerta trasera, seguiré por la callejuela y las echaré al contenedor de basuras que hay frente al supermercado de Rangel y Page. Lo vacían los viernes por la mañana. Luego, al alba, un ciclista mañanero avanzará con la cabeza gacha por la autopista y mi verdadera identidad permanecerá… oculta.

Paul Wainwright bajó sigilosamente por las escaleras, avanzando a tientas a causa de la oscuridad casi completa en que estaba sumida la casa, con las bolsas de basura balanceándose sobre su espalda y la grabadora en una mano. En el salón, las cortinas dejaban filtrar una franja de luz de una farola cercana.

Paul había dado cuatro pasos en dirección a la cocina cuando oyó la voz de su padre:

–Deja las bolsas suavemente en el suelo, Paul.

Paul dejó caer las bolsas y se volvió hacia la parte más oscura del salón.

–Ve a sentarte en la silla que hay junto a la ventana -le dijo su padre.

Paul tenía las rodillas como un flan. No se movió durante todo un minuto. Luego volvió a oír la voz, que salía de la silla favorita de su padre:

–Siéntate, Paul. Hazlo.

Paul se dirigió a la silla que había junto a la ventana y miró hacia la voz de su padre en la oscuridad.

–Tengo que saber el motivo -dijo su padre cansinamente.

–Usted no es mi padre -dijo Paul.

–Algo por lo que doy gracias a Dios -dijo la voz.

–Usted es Roark, el sargento James Roark.

Roark estaba casi dormido cuando había oído el ruido en el piso de arriba. Un golpe sordo y luego otro. Después había oído algo que se arrastraba y chocaba (madera o plástico) contra algo duro. Podía ser un ladrón, pero Roark no lo creía.

Durante la semana siguiente a los asesinatos, había dormido cada noche dos o tres horas de forma irregular. Su esposa le había recordado que en un plazo de dos semanas iban a visitar a su hija a Mount Holyoke y que tenía que solicitar los días de vacaciones. Él había respondido que sí y se había olvidado del tema; luego, cuando llegó la hora de hacer las maletas y marcharse, tuvo que decir que no. Tenía que quedarse y encontrar a Paul Wainwright.

Su esposa no discutió. Había visto a su marido de aquella manera sólo en una ocasión: cuando habían perdido a su primer hijo antes de que cumpliera un año. Era mejor dejarle tranquilo y que se curara. Era mejor que el asunto se solucionara de la misma manera que se había solucionado veinticinco años antes.

Cuando su esposa se marchó, Roark se tomó sus vacaciones y durmió durante el día con la habitación iluminada por la luz del sol y el teléfono desconectado. Por la noche iba discretamente a la casa de los Wainwright y se sentaba a esperar en el salón con la esperanza de que el muchacho regresara. Tenía la certeza de que el muchacho no había ido a Nueva York. Las pistas eran demasiado obvias: los círculos de los mapas habían sido trazados con prisa y la sangre que había en la esquina de uno de ellos era del padre, lo cual indicaba que los mapas habían sido guardados en el cajón después de que el padre fuera asesinado; nadie había informado de que se hubiera visto pasar por alguna población cercana o subir a un autobús, tren o avión a un muchacho que respondiera a la descripción de Paul; y el segundo coche de la familia seguía en el garaje. No, lo más probable era que Paul Wainwright se encontrara todavía en Platztown o en algún lugar cercano. Habían buscado sin éxito, de manera que Roark se había aferrado a la esperanza de que el muchacho volvería a casa cuando lo considerase seguro. Regresaría por la ropa y el dinero que tuviera escondido y a echar un último vistazo. Roark tenía una corazonada, lo cual no era gran cosa. La mayoría de las que había tenido en el pasado habían fallado, pero no disponía de ninguna pista válida y necesitaba justificar las noches que pasaba en el salón de los Wainwright. Ahora comprendía que Paul Wainwright había estado escondido en la casa durante más de dos semanas, dos pisos encima de donde él se encontraba. A la tenue luz que entraba por la ventana, el muchacho parecía pálido y delgado, y su oscura camiseta palpitaba a causa de los latidos de su corazón.

–¿Qué tienes en la mano? – preguntó Roark-. Levántalo para que lo vea.

Paul levantó la grabadora.

–Pon la cinta.

–Es que… -balbuceó Paul.

–Ponla -insistió Roark, y Paul apretó la tecla de rebobinado. Los dos escucharon el zumbido hasta que el aparato hizo un chasquido y Paul apretó la tecla de reproducción.

Al cabo de veinte minutos, la cinta llegó a su fin haciendo otro chasquido.

–Eso no explica gran cosa -comentó Roark.

–Es todo lo que hay -dijo Paul.

–Pero no da ningún motivo -insistió el policía-. Yo necesito un motivo.

–Cuando tenía diez años -dijo el muchacho-, descubrí que no sentía nada por nadie, ni por mis amigos ni por mi familia. No significaban nada para mí. No me gustaban, pero tampoco los odiaba. Yo era sencillamente mejor que ellos, más inteligente porque no estaba sujeto a la confusión…

–Eso es una tontería -dijo Roark.

–No. Es verdad.

–Pero, por amor de Dios, ¿por qué violaste a tu hermana antes… antes de…?

–Porque podía hacerlo. Podía hacer cualquier cosa. Estaba excitado por el poder y la sangre -dijo el muchacho sin alterarse.

–¿Y qué me dices de tu madre? Por Dios… ¿Con qué le arrancaste el corazón? ¿Con las manos?

–Con las manos y con un cuchillo -contestó el muchacho.

–Última pregunta. ¿Por qué acuchillaste a tu padre no una sino seis veces?

–Quince -dijo el muchacho-. Le apuñalé quince veces.

–La cinta es una pamema, ¿verdad, hijo? Querías encontrar la manera de que te capturaran para que alguien escuchara la cinta. Si no te hubiera atrapado esta noche, habrías encontrado la manera de que alguien lo hiciera.

Paul Wainwright intentó reírse, pero lo que salió de su garganta fue un sonido seco y ahogado.

–Nadie ha violado a tu hermana, Paul, y nadie ha arrancado el corazón a tu madre. Pero tienes razón: a tu padre le acuchillaron quince veces.

–Los maté yo -dijo Paul con voz entrecortada-. Y casi he conseguido escapar.

–Ni mucho menos -dijo Roark-. Tu vida no tiene nada que ver con la del muchacho de esa cinta ni con lo ocurrido en tu habitación. ¿Quieres que te diga cómo lo he averiguado?

–No.

–Voy a contártelo de todos modos. La noche del lunes de la semana pasada volviste a casa después del partido de los Tolhver. No había nadie salvo tu padre. El te dijo algo así como: «Vamos a tu habitación. Tengo algo que decirte.» Tú estabas de buen humor y pensaste que eran buenas noticias, o malas, quién sabe. Subiste, abriste la puerta y viste lo que les había hecho a tu madre y tu hermana. Enloqueciste de furia. Le golpeaste con la lámpara y cuando cayó le cogiste el cuchillo de la mano y le diste una cuchillada por cada año de tu vida.

–¿Y el techo falso del armario? – dijo el muchacho intentando convencerle-. Me costó…

–Oye, eres un chaval. Mi hija tenía un escondite en la alacena. Probablemente lleves años subiendo ahí arriba, escondiéndote y espiando a tu hermana.

Paul hizo ademán de levantarse.

–Siéntate, hijo -dijo Roark-. No vas a levantarte hasta que respondas a unas cuantas preguntas más. Comprendo por qué mataste a tu padre. Llevaba dos años yendo a un psiquiatra de Charlotte, lo cual demuestra que se trataba de un hombre que necesitaba ayuda. Entre tú y yo, y aprovechando que no estás grabando, te diré que podrías llamar a un buen abogado y presentar una demanda contra ese psiquiatra por no haber previsto lo que iba a ocurrir.

–Los maté yo -replicó el muchacho.

–¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué te has escondido allí arriba? ¿Por qué has grabado la cinta? ¿Por qué querías hacernos creer que los habías matado tú?

El muchacho estaba temblando.

–Los maté yo -repitió.

–Cálmate. ¿Tienes frío?

Paul hizo un gesto de negación con la cabeza.

–Déjame probar -dijo Roark-. Mi padre está vivo todavía y tengo hijos. Querías proteger el nombre de tu padre.

–Debería haberlo previsto -dijo Paul con voz queda-. Por los detalles, las cosas que decía… Y los enfados y los lloros. Debí habérmelo imaginado. Mi madre debió imaginárselo y mi hermana también, pero no son… no eran…

–Tan inteligentes como tú -concluyó Roark-. ¿Fue culpa tuya que las matara porque eres más inteligente que ellas y deberías haberle parado los pies a tu padre?

Paul no dijo nada. Se abrazó y empezó a mecerse bajo la luz filtrada de la farola.

–¿Fue culpa de tu padre?

–Estaba enfermo. Alguien debería haberle ayudado. Era un buen marido y un buen padre.

–Éste no es mi campo -dijo Roark-, pero voy a intentarlo una vez y luego dejaré el tema a los especialistas. Mataste a una persona, a tu padre, quien asesinó a tu madre y a tu hermana e intentó asesinarte a ti. Tú no eres responsable de lo que él hizo. No podías hacer nada para impedirlo porque era imposible que supieras que iba a perder el control. Mucha gente va al psiquiatra y se comporta de una manera extravagante. Yo fui al psiquiatra hace años. Gritaba a mi familia y me comportaba como un cabrón, hablando en plata.

El muchacho seguía meciéndose, abstraído. No era la primera vez que Roark veía algo así. Se levantó de la silla, fue a su lado y lo miró. Luego se quitó la chaqueta y la puso sobre los temblorosos hombros del muchacho, pese a que en la habitación había un ambiente húmedo y caluroso.

–Vamos -dijo el policía, ayudándolo a levantarse y metiéndose la grabadora en el bolsillo.

Paul no opuso resistencia. Pasaron al lado de las dos bolsas de basura verdes.

–Yo creía… -balbuceó Paul, recorriendo la habitación con la mirada-. Yo creía… -repitió. Alzó la vista y, mirando la gruesa cara irlandesa del policía con lágrimas en los ojos, trató de acabar la frase-: que hay algunas… algunas cosas que deberían permanecer…

El policía lo abrazó y la acabó por él:

–Ocultas.

Stuart Kaminsky ha escrito treinta y tres novelas. Entre sus series de intriga destacan las protagonizadas por el inspector ruso Porfiry Petrovich Rostnikov, el investigador privado del Hollywood de los años treinta Toby Peters y el adusto Abraham Lieberman. Por la novela A Cold Red Sunrise ganó el premio Edgar de la asociación Mystery Writers of America. Sus libros Exercise in Terror y When the Dark Man Calis han sido adaptados al cine. Es profesor de cine, televisión y sonido en la Universidad Estatal de Florida y autor del guión de la épica película de gángsters de Sergio Leone Erase una vez América así como el de A Woman in the Wind.

PRISMA

Wendy Webb

Unas se acercaron y hablaron con ella. Las demás permanecieron dentro de su cabeza y se escondieron. Al igual que ella. Janie las mataría si salieran. Podría matar a las que se atrevieran a hablar ahora. Janie podría matarla a ella incluso si se acercaba demasiado y le hacía daño con sus palabras. Se retiró a un oscuro recoveco de su mente a esperar y observar.

–Eres una niña mala, Janie Hoy te has portado mal, muy mal. Ahora tendrás que pagar por ello.

El cuchillo dentado le cortó la muñeca, moviéndose como una sierra.

Janie no sintió dolor mientras veía cómo los diminutos dientes del cuchillo rasgaban la piel y hacían brotar la sangre. El dolor no era de su responsabilidad. No se arrepentía de lo que había hecho esta vez. Lo único que sentía era amargura porque le hubiera descubierto la virtuosa de Tatum.

Era inevitable que Tatum se enterara. Ella lo sabía todo. Todos se enteraban, al final.

El cuchillo cayó al suelo. Tatum no se movió para recogerlo. Bien. Quizá el castigo había acabado.

Janie tiró del vestido que se ponía para la catequesis, que le ceñía el incipiente pecho, y manchó de sangre la suave pana verde. Por la ventana rota de la cocina que daba al agrietado pórtico de cemento y al oscuro bosque del patio trasero entraron unas ráfagas de nieve flotando sobre una repentina racha de viento y se posaron suavemente sobre sus zapatos de charol negro.

En aquel momento entró Tina, achatada como una rana sobre una hoja de nenúfar, y observó cómo los blancos copos se derretían.

–¿Ves, Janie? ¿Ves lo bonitos que son? A mamá le gustarían. Y a Beau también. – Su interés decayó tan rápidamente como había surgido-. Vamos a pintar. Tengo una nueva caja de ceras. – Luego, de mala gana, como era habitual en ella, añadió-: Las compartiremos.

Janie consideraba a la niña poco más que una mocosa apenas consciente de nada aparte de sus necesidades inmediatas, por lo que no le hizo caso y cruzó los brazos. La niña era una de las nuevas. Y era molesta. Se estremeció por la bajada de temperatura que se había producido al romperse la ventana y se dio cuenta de que estaba enfadándose de nuevo. Por si lo que tenía que hacer no era suficiente, ahora tenía que preocuparse de una niña quejica que quería pintar.

–Mira qué estropicio. Mira. Y en cualquier momento llegarán las visitas del domingo. – Betty soltó un bufido de disgusto, recogió los fragmentos de cristal y los arrojó al cubo de la basura debajo del fregadero. Cogió una violeta arrancada del montón de turba que había esparcida por el suelo y se lo enseñó con gesto acusador-. ¿Qué es esto? ¿Un nuevo método de horticultura? Ahórratelo para Hazel, esa mujer que sale por televisión. Hago todo lo que puedo para mantener tu habitación limpia. – Recogió una zapatilla azul marino, una chaqueta desgarrada y una corbata de cachemira rota, y las arrojó al armario de los abrigos-. Menos mal que tu madre y Beau no han visto este estropicio. – Levantó un pulgar ante sus ojos y le guiñó un ojo-. No les gustaría nada de nada, así que será nuestro pequeño secreto.

Se echó sobre la palma de la mano un puñado de cubitos de hielo de un vaso volcado, los arrojó por encima del hombro al fregadero y luego olisqueó el aire.

–Whisky. Y eso que hoy es el día del Señor. – Levantó la silla de respaldo alto que se había caído y la colocó junto a la mesa. La silla quedó torcida con respecto al borde-. Claro que a ellos les da igual lo que hagas. Cuando es la hora, es la hora. Y siempre es la hora. – Una ráfaga fría atravesó su vestido de pana verde-. Maldita sea, qué frío hace.

–Janie -gimió Tina-. Tengo frío. Y quiero pintar. ¿Podemos pintar ahora?

Tatum respondió con malicia:

–Janie no va a pintar hoy, Tina. Janie ha sido mala, y las niñas malas merecen ser castigadas y también algo más.

Janie clavó la mirada en el cuchillo, que ahora estaba en el suelo. Quizá se merecía ser castigada o quizá no. Una sonrisilla afloró a sus labios.

Una racha de aire frío recorrió la habitación, arrojando unas baratijas de la encimera al suelo.

Su sonrisa se transformó en una mueca de disgusto. Si no hubiera sido por ella, que era sensata y decidida a la hora de asumir el mando, aún seguirían metidas en aquel lío. Todas ellas. Alguien tenía que hacerse cargo de aquel asunto. Ella no desde luego. A menos que esconderse como un cobarde sea lo mismo que hacer algo.

Decían que era fría, reservada, y nunca habían sido nada más para ella. Y es que no se merecía nada más, le decía Tatum entre dientes cuando estaban a oscuras en su habitación. Ni nada menos. Janie había rodado por el duro suelo y se había hecho un ovillo. Le hervía la sangre. Cada vez estaba más enfadada.

Tumbada en el suelo, se puso a temblar incontroladamente, sabiendo que el dolor que sentía en los tobillos, las rodillas y los codos serían moretones al día siguiente. Unos cuantos más que añadir a la creciente colcha. Si al menos tuviera una sábana, aunque fuese pequeña, o una toalla, el frío no sería tan intenso. Para madre y su nuevo amante había de sobra, pero para ella ninguna. Incluso la ronda a medianoche en busca de calor, con el regreso al armario de la ropa de cama antes del amanecer, había sido un error. A sus ojos no se les escapaba nada («Disciplina», había dicho su madre, y Beau había estado de acuerdo) y sus manos no dejaron nada inalterado en ella para el crimen. Sólo los rayos X lo demostrarían ahora, y el insistente cuchicheo de Tatum al decir fríamente «Te lo dije».

Fue una lección que repitieron una y otra vez tanto con palabras como con hechos los adultos y luego, al final, Tatum.

Ella despertó con el agua helada extraída del pozo para el baño; luego la mandaron fuera para que pasara horas en el bosque nevado con la ropa del verano anterior. Tiritando de frío y paralizada por las constantes pullas de Tatum, la llamaron para que cenara unos alimentos congelados que le arrojaron rápidamente. Lo que pudiera coger era suyo, hasta que su paciencia de adultos se acababa y tiraban la comida, que ya estaba descongelándose.

En aquel momento había venido Tina por primera vez. La pequeña lloraba y se frotaba el estómago hambriento. Luego, cuando su rabia de niña se desbordó, dio un pisotón contra el suelo. Los ojos adultos vieron la escena y sus manos pasaron a la acción. Al ver que cerraban la puerta y echaban la llave y darse cuenta de lo que pasaba, chilló, y entonces oyó sus risas amortiguadas al otro lado. Tatum se había dirigido a ella como una madre a un niño travieso.

–Espero que esto te enseñe algo. Eres una niña mala y a las niñas malas se las castiga siempre. Siempre. Tu mamá y Beau no te querrán si eres mala. – Entonces hizo una pausa como para dejar que sus palabras hicieran mella en ella. Luego entornó los ojos; acababa de ocurrírsele algo-. Ha sido Janie quien te lo ha sugerido, ¿no? Lo sabía. Es siempre culpa suya. Nunca aprende, pero ha llegado la hora de que lo haga. ¿Verdad, Janie?

Janie apartó la vista de la oscura y húmeda tierra que tenía a los pies, miró la puerta del armario cerrada con llave y se acordó.

Tina se encogió de miedo.

–Por favor. Seré buena. Lo prometo. No permitas que ocurra de nuevo, Janie. Por favor… -Su llanto se interrumpió repentinamente.

–Maldita sea. – Betty se llevó las manos a la cadera-. En cuanto vuelvo la espalda, parece como si explotara una bomba en este lugar. – Dejó escapar un prolongado suspiro de mártir y sacó una escoba del armario. Sus cerdas se arrastraban salvajemente por el suelo (ras, ras, ras…) en lucha con el viento. Betty se acercó con resolución a la ventana rota y miró con desdén el cielo gris-. ¿Sabes qué? Odio el invierno. Se te manchan de barro los zapatos, se te moja la ropa, estás obligada a quedarte en casa con una pandilla de tiranos… Es imposible contentarles. Sus ojos lo ven todo, incluso cosas que la mayoría de las veces no están ahí, en mi opinión. Aunque, claro, supongo que también debería decir que tengo un techo sobre mi cabeza. – Bajó la voz y continuó cuchicheando-. No tengo otro lugar a donde ir. – Su escoba cayó bajo la mesa con un ruido sordo y húmedo-. Aun así no lo puedo soportar. – Recogió la escoba y la pasó con indecisión por el suelo al tiempo que lanzaba una última mirada por la ventana. Luego se concentró en su trabajo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. La parte del linóleo por la que habían pasado las cerdas estaba marcada por un arco de sangre. Sus labios formaron una sonrisa de desdén-. Te he dicho que iba a guardar el secreto, ¿verdad? Pues bien, ya puedes olvidarte de ello, querida. Quizá sea la última en enterarse, pero voy a ser la primera en contarlo. – Su semblante se suavizó de repente, dando paso a una expresión de súplica-. Tengo que hacerlo. No tengo otro lugar a donde ir.

Tatum apareció en aquel momento, sonriendo maliciosamente.

–Mereces ser castigada. A las niñas malas siempre se las castiga. Dame la muñeca. – Dejó caer la escoba y se metió bajo la mesa en busca del cuchillo.

Janie se puso de pie y dejó el cuchillo sobre la mesa. Había sangre coagulada y tierra pegadas al arma como si fueran la capa de una tarta de chocolate. El enojo se apoderó de ella. Pero ¿quién se creía Tatum para amenazarla con un castigo y luego tratar de imponérselo? No le correspondía a ella tomar aquella decisión. Y a Betty tampoco le incumbía contarlo todo. De hecho, no era de su maldita incumbencia lo que ella hiciera o dejara de hacer. Si optaban por intervenir, por entrometerse en lo que ella sabía que estaba bien, entonces le incumbía a ella poner fin a aquel asunto. Le incumbía detenerlas.

La confusión se adueñó de ella. Ellas sabían cuál era su plan y tenían previsto contraatacar haciéndose con el poder. Todas ellas. Parpadeó y trató de pensar con claridad. Estaban emergiendo unas ideas fragmentarias que amenazaban con relevarle del mando. Sacudió la cabeza y trató de obligar a las ideas a volver a sus oscuras y lóbregas profundidades.

Debes ser castigada.

Ah, ya lo limpio yo. Vamos.

Eres una niña mala, Janie. Muy mala.

¿Quién va a limpiar tu habitación?

El cuchillo, Janie. Dame el cuchillo.

Cogió el sucio cuchillo, se lo pasó de canto por encima del vestido de pana verde y lo levantó para que reflejara la luz de la cocina. Respiró hondo y dejó que la calma la sosegara. Ahora había asumido el mando. Ahora era ella quien dictaba las normas. Y aunque no había sido ella quien las había creado, ella podía acabar con su desdichada existencia. Con la de todas.

¿Quién podía detenerla? La que estaba escondida no, desde luego. Se encogió de miedo en un oscuro recoveco de su mente y trató de hacerse pequeña e insignificante, casi invisible.

Sólo quedaba una cosa por hacer.

Hundió el cuchillo en su escuálida tripa. Le hizo cosquillas. Casi…

Una leve sonrisa abrió sobre sus labios antes de que se desvaneciera.

Estaban dando golpes violentamente. Allí. En la puerta de entrada. Unos golpes insistentes que le hicieron recobrar débilmente el conocimiento.

Cuchicheando entre sí, dieron golpes a la puerta de entrada hasta que se agrietó, pero no cedió, y entonces pidieron a gritos que alguien contestara. Sus pasos abandonaron el porche delantero y rodearon rápidamente la casa en dirección a la puerta trasera.

Le dolía la tripa. Sentía un dolor intenso, lacerante. Las lágrimas resbalaban por su cara. Levantó la cabeza un poco y vio los cuerpos desgarrados y sangrientos debajo de la mesa.

–¿Madre? ¿Beau? – Se apartó de ellas bruscamente y se detuvo a causa del punzante dolor.

Una cara se asomó a la ventana rota, y luego otra. La primera apartó la vista haciendo una arcada. La segunda lanzó un grito de horror. Gimoteó. Nada podía ayudarle ahora. Era demasiado tarde.

–¿Mamá? – El gimoteo se convirtió en un quejido, un lamento por algo espantoso de lo que acababa de darse cuenta, y entonces paró bruscamente.

La última de todas, la niña pequeña, se incorporó en un torpe intento por recuperar el equilibrio y luego extendió el brazo para tocar una mano inerte y jugar a dar palmadas. Al comprender que no iban a jugar, apretó los labios e hizo pucheros.

Estaban fríos. Alguien los había enfriado.

Wendy Webb vive en Atlanta. Ha viajado por todo el mundo y trabajado como enfermera y educadora en China y Hungría. Su interés en la interpretación le ha llevado a participar en películas como The Laughing Dead de S. P. Somtow y a colaborar con el Teatro de la Radio de Atlanta. Sus relatos han aparecido en las antologías Women of Darkness, Confederacy of the Dead y Deathport de la serie Shadows. Ha colaborado en las ediciones de la antología Gothic Ghosts y la colección Phobias.

LA DONCELLA

Richard Laymon

–No sé, no sé… -dije.

–¿Qué no hay que saber? – preguntó Cody. Iba conduciendo su jeep Cherokee y había puesto tracción en las cuatro ruedas.

Llevábamos una media hora dando tumbos por un camino sin asfaltar a través de un bosque, la única luz que había era la de los faros y yo no sabía cuánto nos faltaba para llegar a nuestro destino, un lugar llamado supuestamente lago Perdido.

–¿Y si tenemos una avería? – pregunté.

–No tendremos ninguna avería -dijo Cody.

–Por el ruido que hace el coche, parece que fuera a hacerse pedazos en cualquier momento.

–No seas tan miedica -repuso Rudy, que iba sentado en el asiento delantero.

Rudy era el mejor amigo de Cody. Eran dos tíos increíbles. En cierto modo para mí era un honor que me hubieran invitado a ir con ellos. Pero también estaba nervioso. Tal vez me habían invitado porque soy el nuevo del instituto y sólo querían ser amables y conocerme mejor. Aunque también era posible que quisieran joderme.

No me refiero a joder en el sentido de que quisieran follarme. Ni Cody ni Rudy se comportaban de forma sospechosa y los dos tenían novia.

La novia de Rudy no era nada del otro mundo. Se llamaba Alice y se parecía a una persona a la que le hubieran cogido de la cabeza y los pies y la hubieran estirado hasta dejarla demasiado larga y delgada.

La novia de Cody era Lois Garnett. Lois era perfecta en todos los aspectos. Excepto en uno: ella sabía que era perfecta. Es decir, era tonta.

De todos modos, a mí Lois me ponía cachondo. No era de extrañar. Uno no tenía más que mirarla y ya se ponía a cien. Pero la semana anterior había cometido el error de que me pillara. Se le había caído el lápiz en clase de química y al inclinarse para recogerlo, pude verle el escote de la blusa hasta el fondo. Aunque llevaba sujetador, la vista era alucinante. Lo malo fue que alzó la vista y vio dónde tenía puesta mi mirada.

–¿Qué estás mirando, gilipollas? – me dijo en voz baja.

–Tetas -respondí. A veces puedo ser listillo.

Menos mal que las miradas no matan. Los novios, en cambio, sí pueden hacerlo, razón por la cual me preocupaba un poco meterme en un bosque a altas horas de la noche con Cody y Rudy, pese a que nadie había hecho alusión al incidente. Hasta el momento.

Quizá Lois no se lo había contado a Cody y yo no tenía de qué preocuparme. Aunque también era posible que…

Decidí que valía la pena arriesgarse. Al fin y al cabo, ¿qué era lo peor que podía pasar? No iban a intentar matarme sólo porque hubiera mirado el escote de Lois.

Lo que sí habían dicho que querían hacer era conseguirme una cita con una tía.

Estaba comiendo en el parque aquella misma tarde cuando Cody y Rudy se acercaron y se pusieron a hablar conmigo.

–¿Tienes algún plan para esta noche? – preguntó Cody.

–¿A qué te refieres?

–Se refiere -dijo Rudy- a que conocemos a una tía que piensa que estás muy bueno. Quiere verte, ¿sabes lo que quiero decir? Esta noche.

–¿Esta noche? ¿A mí?

–A medianoche -dijo Cody.

–¿Seguro que no os equivocáis de tío?

–Seguro.

–¿Elmo Baine?

–Pero ¿qué te has creído? ¿Que somos imbéciles?' -repuso Rudy con irritación-. Sabemos cómo te llamas. Todo el mundo sabe cómo te llamas.

–Eres tú a quien quiere -dijo Cody-. ¿Qué te parece?

–Pues no sé…

–¿Qué no hay que saber?

–Pues… ¿quién es ella?

–¿Y a ti qué te importa? – preguntó Rudy-. Quiere verte, tío. ¿Cuántas tías hay que quieran verte?

–Pues… no sé, es que me gustaría saber quién es antes de tomar una decisión.

–Nos ha pedido que no te lo digamos -me explicó Cody.

–Quiere que sea una sorpresa -agregó Rudy.

–Sí, claro, pero es que… ¿Cómo sé yo que no es…? Ya sabéis…

–¿Un cardo? – sugirió Rudy.

–Sí, eso.

Cody y Rudy se miraron e hicieron un gesto de negación con la cabeza. Luego Cody dijo:

–Está buenísima, te lo aseguro. Puede que ésta sea la mejor oferta que te hagan jamás. Yo de ti no la desaprovecharía.

–Entonces ¿no podéis decirme quién es?

–Pues no.

–¿La conozco?

–Ella te conoce a ti -indicó Rudy-. Y quiere conocerte mucho mejor.

–No lo desaproveches -insistió Cody.

–Bueno… -dije-. De acuerdo.

A continuación acordamos dónde y cuándo irían a buscarme con el coche.

No pregunté si iba a venir alguien más con nosotros, pero pensé que cabía la posibilidad de que aparecieran con Alice y Lois. Conforme fue pasando el día, me fui convenciendo de que Lois iba a venir con nosotros, hasta el punto de que al final me olvidé de la chica misteriosa.

Me arreglé y salí de casa con tiempo de sobra para la cita. Sin embargo, cuando apareció el coche, dentro no iban más que Cody y Rudy. Supongo que debió de notárseme la decepción.

–¿Pasa algo? – preguntó Cody.

–No, nada. Es que estoy un poco nervioso.

Rudy me sonrió por encima del hombro.

–Qué bien hueles.

–Me he puesto un poco de Old Spice.

–Va a cubrirte de lametones.

–Ya vale -le dijo Cody.

–Entonces ¿adonde vamos? – pregunté-. Ya sé que no podéis decirme quién es ella, pero tengo curiosidad por saber exactamente adonde me lleváis.

–¿Podemos decírselo? – preguntó Rudy.

–Supongo que sí. ¿Has estado alguna vez en lago Perdido, Elmo?

–¿Lago Perdido? Es la primera vez que oigo hablar de ese sitio.

–Pues ahora ya has oído hablar de él -me dijo Rudy.

–¿Es allí donde vive? – pregunté.

–Es donde quiere verte -respondió Cody.

–Digamos que es una chica a la que le gusta la naturaleza -explicó Rudy.

–Además es un sitio estupendo para hacer lo que a uno le dé la gana -dijo Cody-. Es un pequeño lago perdido en el bosque; es el sitio perfecto para estar tranquilo.

El camino sin asfaltar estaba en muy malas condiciones y parecía no acabar nunca. El jeep daba sacudidas y traqueteaba, y contra sus flancos crujían ramas o algo parecido. De la oscuridad será mejor que no hablemos.

Cuando se trata de estar a oscuras, no hay nada como un bosque. Quizá se deba a que los árboles tapan la luz de la luna. Es como conducir por un túnel. Los faros iluminan sólo lo que tienes delante y por la ventana de atrás se ve el brillo rojo que despiden las luces traseras. Todo lo demás es negro.

Estuve bien durante un rato, pero luego empecé a inquietarme cada vez más. Cuanto más nos adentrábamos en el bosque, peor me sentía. Me habían dicho que el coche no iba a averiarse, y Rudy me había llamado miedica por preguntar. Sin embargo, al cabo de un rato dije:

–¿Estáis seguros de que no nos hemos perdido?

–Yo nunca me pierdo -dijo Cody.

–¿Qué tal andamos de gasolina?

–Bien.

–Qué cagado…

Gilipollas, pensé. Pero no lo dije. No dije nada. Estábamos en el quinto pino y nadie sabía que estaba con aquellos tíos. Si les hacía enfadar, la situación podía ponerse difícil.

Desde luego yo era consciente de que las cosas podían tomar un cariz desagradable. Aquel asunto podía ser sólo una trampa. Yo esperaba que no lo fuera, pero uno nunca sabe.

El problema es que si no asumes riesgos no puedes hacer amigos de ninguna manera. Además, tanto si valía la pena asumir un riesgo tan grande por la amistad con Cody y Rudy como si no (yo empezaba a tener serias dudas al respecto), la verdad era que relacionarme con ellos significaba relacionarme con Lois.

Ya podía imaginármelo. Quedaríamos en salir las tres parejas. Cody con Lois, Rudy con Alice y Elmo con la chica misteriosa, e iríamos apretados en el jeep. Iríamos juntos al cine, o al campo de merienda, organizaríamos fiestas en la piscina, quizá haríamos excursiones… Y tontearíamos. Mi pareja propiamente dicha sería la chica misteriosa, pero Lois estaría siempre donde yo pudiera verla, escucharla y quizá algo más. Quizá cambiaríamos de pareja en alguna ocasión. Quizá organizaríamos orgías incluso… Era difícil saber qué ocurriría si me aceptaban.

Supongo que yo estaba dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa por enterarme. Incluso ir en coche con aquellos tíos a un lugar perdido, donde quizá pensaban dejarme abandonado o darme una paliza o algo peor.

Tenía miedo. Cuanto más nos adentrábamos en el bosque, menos me fiaba de Cody y Rudy. Pero desde el momento en que Rudy dijo que yo era un cagado, mantuve la boca cerrada. Me quedé sentadito en el asiento trasero, preocupado y venga a decirme para mis adentros que no tenían motivos suficientes para darme una paliza. Lo único que había hecho era mirarle el escote a Lois.

–Ya hemos llegado -dijo Cody.

Era el final del camino.

Delante de nosotros, iluminado por los blancos haces de luz de los faros, había un claro lo bastante grande para que pudiera aparcar media docena de coches. En el suelo había unos troncos que te indicaban dónde tenías que detenerte. Al otro lado del aparcamiento vi un cubo de basura, un par de mesas para merendar y un hogar de ladrillo para barbacoas.

El nuestro era el único coche que había. Y nosotros las únicas personas.

–Creo que no ha venido -comenté.

–Vete a saber… -me dijo Cody.

–No hay ningún otro coche.

–¿Quién ha dicho que ha venido en coche? – replicó Rudy.

Cody se acercó a un tronco, se paró y apagó el motor.

Yo no veía ningún lago. Estuve a punto de hacer el chiste de que se había perdido, pero en aquel momento no estaba precisamente para bromas.

Cody apagó la luz y quedamos sumidos en la oscuridad, aunque sólo por un segundo. Las dos puertas delanteras se abrieron, haciendo que la luz del techo se encendiera.

–Vamos -dijo Cody.

Ambos bajaron. Yo también.

Cuando cerraron las puertas, la luz del jeep se apagó. Pero estábamos en un claro y el cielo se extendía sobre nosotros. La luna estaba casi llena y había estrellas.

Las sombras eran negras, pero todo lo demás estaba iluminado, casi como si le hubieran esparcido por encima polvo blancuzco.

La luna brillaba muchísimo.

–Por aquí -dijo Cody.

Cruzamos el merendero. Me temblaban las piernas.

Después de las mesas el terreno descendía hasta llegar a una zona de color claro que me recordó el aspecto que tiene la nieve de noche. La única diferencia era que aquel lugar estaba más oscuro que la nieve. ¿Qué era? ¿Una playa? No podía ser otra cosa.

Cuando acababa la curva de la playa, el lago era negro. El camino plateado que la luna dibujaba sobre el agua era muy bonito. La plata llegaba a ambas orillas del lago; se extendía sobre uno de los lados de un islote arbolado y recorría toda la distancia hasta llegar a la playa.

Cody había dicho que aquel lugar era «el sitio perfecto para estar tranquilo», y no se equivocaba. Dejando aparte la luna y las estrellas, no había ninguna luz. Ni en las barcas que flotaban en el agua, ni en los muelles a lo largo de la orilla, ni en las cabañas que se veían en el oscuro bosque que rodeaba el lago. Por el aspecto que ofrecía todo aquello, era posible que fuéramos las únicas tres personas que había en varios kilómetros a la redonda.

Yo hubiera preferido no estar tan nervioso. Aquel lugar podría haber sido estupendo si no me encontrara con un par de tíos que posiblemente se disponían a darme una paliza. Podría ser un lugar perfecto para estar a solas con una chica.

–Me parece que no está aquí -dije.

–No estés tan seguro -dijo Rudy.

–Puede que haya decidido no venir. No sería de extrañar, porque mañana hay que ir al instituto.

–No podía ser en otra ocasión -me explicó Cody-Los fines de semana viene demasiada gente. Fíjate, tenemos todo el lugar para nosotros.

–Pero ¿dónde está la chica?

–Joder… -dijo Rudy-, ¿por qué no dejas de quejarte de una vez?

–Sí, déjalo ya. Relájate y disfruta.

En ese momento llegamos a la arena. Después de dar unos pasos Rudy y Cody se detuvieron y se quitaron zapatos y calcetines. Yo los imité. Aunque hacía una temperatura agradable, la arena me parecía fría con los pies descalzos.

A continuación se quitaron las camisas. No me pareció mal que lo hicieran: eran tíos, hacía buena temperatura y soplaba una brisa suave. Pero me puso nervioso, y tuve una sensación extraña. Cody y Rudy tenían un físico magnífico, e incluso a la luz de la luna saltaba a la vista que estaban morenos.

Me desabroché los botones de la camisa.

Ellos dejaron las camisas en la arena junto a los zapatos y calcetines. Yo me la dejé puesta, pero ellos no me dijeron nada. Cuando echamos a andar en dirección al agua, estuve tentado de quitármela. Quería ser como ellos y la brisa era muy agradable. Pero me resultaba imposible hacerlo.

Nos detuvimos en la orilla.

–Esto es un alucine -dijo Cody. Levantó los brazos y se estiró-. Fijaos qué brisa…

Rudy también se estiró, flexionó los músculos y soltó un gemido.

–Jo… -exclamó-. Cómo me gustaría que estuvieran aquí las chicas.

–Podemos volver el viernes y traerlas. Tú también puedes venir, Elmo. Tráete a tu nueva chica y montaremos una fiesta por todo lo alto.

–¿En serio?

–Claro.

–Jo. Eso estaría… demasiado.

Aquello era precisamente lo que deseaba oír. Mis temores habían sido una estupidez. Esos tíos eran los mejores colegas que uno podía tener. Unas cuantas noches más y estaría allí mismo, en la playa, con Lois. De pronto me sentí de maravilla.

–Quizá deberíamos dejarlo todo hasta entonces -dije-. Mi… eh… pareja no está aquí. No me importa esperar hasta el viernes para conocerla.

–A mí tampoco me importa -dijo Cody.

–Ni a mí -dijo Rudy.

–Muy bien.

Sonriendo, Cody ladeó la cabeza y dijo:

–Pero a ella sí le importará. Quiere verte esta noche.

–Qué suerte tienes, cabrón -dijo Rudy, dándome un golpecito en el brazo.

–Pero si no está aquí -repuse frotándome el brazo.

Cody hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

–Tienes razón. No está aquí. Está allí -dijo señalando el lago.

–¿Qué? – exclamé.

–En la isla.

–¿En la…? – No soy un experto calculando distancias, pero la isla parecía encontrarse a unos doscientos metros. Pero ¿qué está haciendo allí?

–Esperarte, Valentino. – Rudy volvió a darme un golpecito en el brazo.

–Para ya.

–Perdona. – Y me dio otro golpe.

–Ya basta -le dijo Cody. Luego, volviéndose hacia mí, dijo-: Allí es donde quiere verte.

–¿Allí?

–Es un sitio perfecto. No tendréis que preocuparos de que nadie vaya a interrumpiros.

–¿Está en la isla? – Me resultaba difícil creerlo.

–Eso es.

–¿ Cómo ha ido hasta allí?

–Nadando.

–Digamos que a la chica le gusta la naturaleza -dijo Rudy. Ya había hecho antes aquel comentario.

–¿Y cómo voy a ir hasta allí?

–De la misma manera que ella -dijo Cody.

–¿Nadando?

–Sabes nadar, ¿no?

–Sí. Más o menos.

–¿Más o menos?

–No soy precisamente el mejor nadador del mundo.

–¿Puedes llegar hasta allí?

–No lo sé.

–Mierda -exclamó Rudy-. Ya decía yo que era un cagado.

Que te jodan, pensé. Tenía ganas de partirle la cara, pero todo lo que hice fue quedarme inmóvil.

–Imagínate si se nos ahoga -dijo Cody.

–No se ahogará. ¿Cómo va a hundirse con lo gordo que es, joder?

Una parte de mí quería romperle las narices y la otra quería llorar.

–Puedo ir nadando hasta esa isla si quiero -barboté-. Pero igual no me apetece, eso es todo. Seguro que ni siquiera hay una chica allí.

–¿Qué quieres decir?

–Que no es más que una trampa -dije-. No hay ninguna chica, lo sabéis perfectamente. Es sólo una trampa para hacerme nadar hasta la isla. Luego cogeréis el coche y me dejaréis colgado o algo así.

Cody me miró fijamente.

–No es de extrañar que no tengas ningún amigo.

Rudy le dio un codazo y dijo:

–Éste Elmo se piensa que somos un par de cabrones.

–Yo no he dicho eso.

–Ya -replicó Cody-. Intentamos hacerte un favor y piensas que queremos joderte. Vaya mierda. Vámonos.

–¿Qué? – exclamé.

–Que nos vamos.

Los dos dieron media vuelta y echaron a andar por la playa en dirección a sus cosas.

–¿Cómo que nos vamos? – pregunté.

Cody volvió la cabeza y me miró.

–Eso es lo que quieres, ¿no? Venga, te llevamos a casa.

–Con tu mamaíta -añadió Rudy.

No me moví.

–¡Esperad! – exclamé-. Esperad un momento, ¿vale? Sólo un momento. Vamos a hablar del asunto, ¿vale?

–Nada de eso -dijo Cody-. Eres un chiflado.

–¡No lo soy!

Se agacharon y recogieron sus camisas.

–Mirad, lo siento. Lo haré. ¿Vale? Os creo. Voy a ir nadando hasta la isla.

Cody y Rudy se miraron. Cody hizo un gesto de negación con la cabeza.

–¡Por favor! – exclamé-. Dadme otra oportunidad.

–Crees que somos un par de mentirosos.

–No, no lo creo. En serio. No sabía qué pensar, eso es todo. Me resulta extraño. Es… es la primera vez que una chica manda alguien a buscarme. Ya voy, ¿vale? Voy a hacerlo.

–De acuerdo -dijo Cody. Pero no parecía muy convencido.

Dejaron las camisas en la arena. Mientras volvían hacia mí, no dejaron de menear la cabeza y mirarse el uno al otro.

–No queremos pasarnos aquí toda la noche -dijo Cody. Consultó su reloj de pulsera y añadió-: Bien, te daremos una hora.

–¿Y luego os iréis sin mí?

–¿He dicho yo eso? No vamos a irnos sin ti.

–¿Ves cómo piensa que somos unos cabrones? – dijo Rudy.

–Eso no es cierto.

–Si no regresas -dijo Cody-, gritaremos o tocaremos la bocina o algo así. Recuerda que dispones de una hora para estar con ella.

–No nos hagas esperar -me advirtió Rudy-. Si quieres follar con ella hasta el amanecer, hazlo cuando no seamos tus chóferes.

¿Follar con ella hasta el amanecer?

–Muy bien -dije. Me volví hacia el agua y respiré hondo-. Bueno, allá voy. ¿Algo más que deba tener en cuenta?

–¿Tienes pensado meterte con el pantalón puesto? – preguntó Cody.

–Pues sí…

–Yo no lo haría.

–Puede arrastrarte al fondo -indicó Rudy.

–Más vale que los dejes aquí.

Aquello no me gustó.

–No sé… -dije.

Cody hizo un gesto de negación con la cabeza.

–No te lo robaremos.

–No sé a quién podría ocurrírsele tocarlo.

–El problema es que los vaqueros absorben un montón de agua. Pesan más que un ladrillo.

–No conseguirás llegar hasta la isla con ellos -dijo Rudy.

–Te hundirás con ellos.

–O con ella.

–¿Qué?

–No le hagas caso. No dice más que idioteces.

–La doncella… -dijo Rudy-. Te cogerá si no nadas lo suficientemente rápido. Tienes que quitarte los vaqueros.

–Sólo intenta asustarte.

–¿La doncella? ¿Quieres decir que hay una doncella que va a atraparme, ahogarme o algo así?

–Tonterías -exclamó Cody. Miró a Rudy con cara de enfado y le dijo-: ¿Por qué tenías que mencionarla? Eres un idiota.

–Jo, tío. Es que no quiere quitarse los vaqueros. Si nada con ellos, no tendrá ninguna posibilidad. Le pillará, ya verás.

–No existe ninguna jodida doncella ni nada que se le parezca.

–Sí que existe.

–¿De qué estáis hablando? – pregunté bruscamente.

Cody se volvió hacia mí haciendo un gesto de negación con la cabeza.

–De la doncella del lago Perdido. Es una leyenda que no se cree nadie.

–El año pasado atrapó a Willy Glitten -dijo Rudy.

–Willy tuvo un corte de digestión, eso fue todo.

–Eso crees tú.

–Se comió una pizza de chorizo antes de meterse en el agua. Eso fue lo que le mató, no un estúpido fantasma.

–La doncella no es un fantasma. Esto demuestra que no sabes nada. Los fantasmas no pueden agarrarte y…

–Tampoco puede hacerlo una chica que murió hace cuarenta años.

–Sí puede.

–Pero ¡¿de qué estáis hablando?! – barboté.

Me miraron.

–¿Quieres contárselo tú? – preguntó Cody.

–No, cuéntaselo tú.

–Eres tú quien ha sacado el tema -dijo Cody.

–Para que luego me digas que sólo cuento mentiras. Cuéntalo tú a tu manera. Yo no pienso decir nada más sobre ella.

–¿Quiere contármelo alguien, por favor?

–De acuerdo -dijo Cody-. Se trata de lo siguiente. Existe una historia sobre la doncella del lago Perdido. En parte es verdad y en parte es mentira.

Rudy soltó un bufido.

–La parte de verdad dice que una chica se ahogó en el lago una noche hace cuarenta años.

–La noche de la fiesta de fin de curso -precisó Rudy. Había roto su promesa de que iba a mantener la boca callada, pero Cody no se lo hizo notar.

–Eso es -dijo-. Era la noche de la fiesta. Cuando acabó el baile, su pareja la trajo aquí. Querían tontear un poco, ¿sabes? Así pues, aparcaron el coche ahí detrás y se pusieron a ello. La cosa empezó bien. Demasiado bien para ella.

–Era virgen -indicó Rudy-. Por eso la llaman doncella.

–Sí. Bueno, el caso es que el asunto estaba yendo demasiado lejos, al menos para ella. De manera que para calmar un poco la situación, ella propuso bañarse en el lago. El tío se pensó que se refería a bañarse desnudos, de modo que no vaciló.

–No había nadie en los alrededores -dijo Rudy.

–Eso al menos pensaba ella -repuso Cody-. Así que se bajan del coche y empiezan a desnudarse. El tío se quita todo. Ella, en cambio, insiste en dejarse puesta la ropa interior.

–La braga y el sujetador -explicó Rudy.

–Dejan la ropa dentro del coche, bajan corriendo a la playa y se meten en el lago. Nadan un poco, juegan y se salpican. Luego se cogen el uno al otro y, ya puedes imaginarte: la cosa empieza a calentarse de nuevo.

–¿Estaban todavía en el agua? – quise saber.

–Sí, donde no cubre.

Me pregunté cómo se habría enterado de todo aquello.

–Ella no tarda en dejarle que le desabroche el sujetador. Era la primera vez que él llegaba tan lejos.

–Por fin conseguía tocarle las tetitas -dijo Rudy.

–El tío cree que está en el séptimo cielo. Piensa que por fin va a poder cepillársela, de manera que intenta bajarle las bragas.

–Iba a tirársela aquí mismo, en el lago -me explicó Rudy.

–Sí, pero ella le dice que pare. Sin embargo él no le hace caso e intenta bajarle las bragas. Ella empieza a forcejear. Él está en cueros y probablemente la tiene más tiesa que un poste, así que ella sabe qué va a ocurrir si consigue bajarle las bragas. Y ella no está dispuesta a permitírselo. Le pega, le araña y le da patadas hasta que por fin consigue soltarse y encaminarse a la orilla. Entonces, cuando ella está saliendo del lago, él empieza a gritar: «¡Eh, tíos! ¡Daos prisa que se va!» Y de pronto aparecen cinco tíos corriendo por la playa.

–Son los colegas del tío -me explicó Rudy.

–Son una pandilla de colgados que ni siquiera han ido a la fiesta. Estaban ahí porque el otro, la pareja de la doncella, les había cobrado cinco dólares a cada uno y había organizado todo el asunto. Habían ido al lago antes y, tras esconder el coche en el bosque, habían esperado bebiendo cerveza. Para cuando ese tío apareció con la doncella ya estaban como cubas…

–Y lo bastante salidos como para follarse una escoba -añadió Rudy.

–La doncella no pudo hacer nada -dijo Cody-. La cogieron cuando intentaba huir y la sujetaron mientras su pareja del baile de fin de curso se la follaba. Que él fuera el primero era parte del trato.

–No quería ser el segundo y pringarse -me explicó Rudy.

–Luego lo hicieron los demás por turnos.

–Dos o tres veces cada uno -dijo Rudy-. Y alguno también se la metió por detrás.

–Pero eso es… horrible -murmuré. Era algo cruel y espantoso, lo cual me hizo sentir culpable, ya que me había empalmado un poco al oír la historia.

–Cuando acabaron, ella estaba hecha polvo -me explicó Cody-. Y eso que no le habían pegado. En todo momento hubo cuatro o cinco sujetándola, de modo que no tuvieron que pegarle ni nada por el estilo. Pensaban que en cuanto se lavara y vistiera tendría buen aspecto. El plan consistía en que su pareja la llevara a casa como si nada hubiera sucedido. Pensaban que no se atrevería a contárselo a nadie. En aquella época, si te violaban varios al mismo tiempo te consideraban la guarra del pueblo. Ella saldría perdiendo si intentaba causarles problemas.

»Así pues, le dicen que se lave en el lago, y entonces ella se adentra en el agua tambaleándose y empieza a alejarse. Para cuando quieren darse cuenta, ya está nadando hacia la isla. No saben si intenta escapar o quiere ahogarse. Sea lo que sea, no pueden permitírselo, de modo que se ponen a perseguirla.

–Todos menos uno -dijo Rudy.

–Uno de ellos no sabía nadar -explicó Cody-. De modo que se quedó en la orilla. Al final la doncella no consiguió llegar a la isla.

–Aunque por poco -dijo Rudy.

–Le faltaban unos cincuenta metros cuando desapareció bajo el agua.

–Joder… -murmuré.

–Luego desaparecieron ellos -prosiguió Cody-. Unos nadaban más rápido que otros y se habían distanciado bastante. El tío que se había quedado en la orilla pudo verlos gracias a la luz de la luna. De uno en uno fueron soltando una especie de chillido y luego, tras chapotear durante unos segundos, desaparecieron bajo el agua. El último en desaparecer fue la pareja de la chica. Cuando vio que sus colegas se ahogaban a su alrededor, dio media vuelta y trató de ganar la orilla. Sólo llegó hasta la mitad. Luego gritó: «¡No! ¡No! ¡Suéltame! ¡Por favor! ¡Lo siento! ¡Por favor!» Y desapareció bajo el agua.

–Jo… -musité.

–El tío que lo había visto todo subió a un coche y se fue al pueblo a toda velocidad. Estaba tan borracho e impresionado que tuvo un accidente al salir de la carretera. Como pensaba que iba morir, decidió confesarse mientras lo llevaban al hospital. Lo contó todo.

–Al cabo de dos horas un equipo de búsqueda acudió al lago. ¿Sabes qué encontraron?

Negué con la cabeza.

-A los tíos. Al novio y sus cuatro colegas. Estaban tendidos aquí mismo, en la playa, en fila. Todos desnudos, boca arriba y con los ojos abiertos.

–¿ Muertos? – pregunté.

–Más muertos que mi abuela -dijo Rudy.

–Ahogados -precisó Cody.

–Joder… -dije-. ¿Y se supone que fue la doncella quien lo hizo? ¿Realmente fue ella quien ahogó a todos esos tíos?

–Yo no diría que siguiesen siendo exactamente tíos… -dijo Cody.

Rudy sonrió y entrechocó los dientes un par de veces.

–¿Les arrancó la…? – No tuve fuerzas para decirlo.

–Nadie sabe con seguridad quién lo hizo -dijo Cody-. Fue alguien o algo. A mí me parece que fue ella, ¿no crees?

–Supongo que sí.

–En cualquier caso, no consiguieron encontrar a la doncella.

–Ni las pollas perdidas -añadió Rudy.

–La gente dice que se ahogó cuando se dirigía a la isla y que fue su fantasma quien se vengó de esos tíos.

–No fue su fantasma… -dijo Rudy-. Los fantasmas no pueden hacer nada de nada. Fue ella. Es una especie de muerto viviente, ¿sabes a lo que me refiero? Un zombi.

–Tonterías -dijo Cody.

–Se dedica a bucear en el lago, a la espera de que un tío trate de cruzarlo a nado. Entonces va por él. Eso fue lo que le ocurrió a Willy Glitten y a todos los demás. Los coge por el cipote con los dientes…

Cody le dio un codazo.

–Eso no es cierto.

–¡Que sí! Les coge la polla y los arrastra.

De pronto me eché a reír. No pude evitarlo. Me había quedado absorto escuchando la historia y me la había creído en su mayor parte, hasta que Rudy había dicho que la doncella era una especie de zombi hambrienta de pollas. Puede que a veces sea un poco ingenuo, pero no soy tonto del todo.

–¿Te parece divertido? – preguntó Rudy.

Dejé de reír.

–No te parecería tan divertido si supieras cuántos tíos se han ahogado tratando de llegar a nado a la isla.

–Si se ahogaron -dije-, estoy seguro de que no fue por culpa de la doncella.

–Eso mismo digo yo -dijo Cody-. Ya te lo he dicho antes, sólo es verdad una parte de la historia. A ver, estoy dispuesto a creerme que la chica fue violada y luego se ahogó. Pero el resto se lo ha inventado la gente. No creo que sea verdad que los tíos fueran ahogándose uno a uno cuando la perseguían. Y aún menos que les arrancara la polla. Eso es una tontería, algo que se ha inventado alguien con una peculiar forma de entender la justicia poética.

–Puedes creerte lo que quieras -dijo Rudy-. Mi abuelo estaba en el grupo que encontró a los ahogados. Se lo contó todo a mi padre y él me lo contó a mí.

–Ya…

–Y no me lo contó sólo para asustarme.

–Claro que te lo contó para asustarte. Porque sabe que eres la clase de tío que podría hacer una barbaridad como ésa.

–Nunca he violado a nadie.

–Porque tienes miedo de que te arranquen el cipote.

–Lo que está claro es que ahí no voy a bañarme -dijo Rudy. Señaló el lago-. Tú puedes creerte lo que te dé la gana, pero la doncella está ahí, esperando.

Cody me miró y meneó la cabeza.

–Sí, supongo que está ahí. Quiero decir, yo creo que se ahogó aquella noche, pero de eso hace cuarenta años. Probablemente ya no quede mucho de su cuerpo. Y ella no tiene nada que ver con las personas que se han ahogado últimamente. De vez en cuando hay gente que se ahoga. Es algo que ocurre. Sufren calambres. – Se encogió de hombros-. De todos modos lo entenderé perfectamente si decides no ir nadando hasta la isla.

–No sé… -Miré la isla fijamente. Desde donde estaba hasta la extensión de tierra arbolada había una gran masa de agua negra-. Si decís que se ha ahogado tanta gente…

–No tanta. El año pasado sólo se ahogó un tío y acababa de zamparse una pizza de chorizo.

–Lo atrapó la doncella -masculló Rudy.

–¿Encontraron su cadáver? – pregunté.

–No -respondió Cody.

–Así que no se sabe si… si se la arrancaron.

–Yo te aseguro que sí -dijo Rudy.

Miré a Cody a los ojos. Pero no les daba la luz, de modo que no pude vérselos.

–Tú no te crees lo de la doncella, ¿verdad?

–Pero ¿qué dices? Sólo capullos como Rudy se creen esa clase de idioteces.

–Gracias, tío -le dijo Rudy.

Respiré hondo y suspiré. Miré una vez más hacia la isla y vi toda la negrura que me separaba de ella.

–Será mejor que lo deje para otra ocasión -dije.

Cody dio a Rudy un codazo.

–¿Ves lo que has conseguido? ¿Por qué no has mantenido la boca cerrada?

–¡Pero si has sido tú quien le ha contado la historia!

–¡Pero tú empezaste a hablar de ella!

–¡Tenía derecho a saberla! ¡No puedes decirle a un tío que nade hasta la isla sin avisarle! ¡Y además iba a ir con los vaqueros puestos! La única opción que uno tiene es nadar más rápido que ella, y eso es imposible si llevas vaqueros.

–De acuerdo -dijo Cody-. De todos modos no importa. No va a ir.

–No deberíamos haberle animado, para empezar -puntualizó Rudy-. La idea era una estupidez. La chica está más buena que el pan, pero no vale la pena morir por ella.

–Bueno -dijo Cody-, eso era lo que quería averiguar, ¿no? – Se volvió hacia mí-. Esta es la razón principal por la que quería que os vierais en la isla. Era una prueba, en teoría. Ella me dijo que si no eres lo bastante hombre para nadar, no eres lo bastante hombre para merecerla. Lo que no imaginaba era que este capullo iba a soltarte el rollo de la doncella.

–No es por eso -dije-. No pensaréis que me creo esa historia, ¿verdad? El problema es que no nado muy bien.

–No te preocupes -dijo Cody-. No tienes que dar explicaciones.

–Entonces ¿nos vamos? – preguntó Rudy.

–Pues creo que sí. – Cody se volvió hacia la isla, se puso las manos alrededor de la boca y gritó-: ¡Ashley!

–¡Mierda! – exclamó Rudy-. ¡Pero si has dicho su nombre!

–Ahí va…

¿Ashley? Yo conocía sólo a una Ashley.

–¿Ashley Brooks? – pregunté.

Cody asintió y se encogió de hombros.

–Era una sorpresa, en teoría. Se suponía que no tenías que enterarte si no nadabas hasta la isla.

El corazón me palpitaba apresuradamente.

Que conste que no me creía ni una palabra de lo que decían. Era imposible que Ashley Brooks quisiera enrollarse conmigo y estuviera esperándome en la isla. Ella era probablemente la única chica del instituto tan fascinante como Lois. Tenía un pelo rubio precioso, unos ojos como el cielo de una mañana de verano, una cara de ensueño y un cuerpo… un cuerpo que mareaba. Bueno, será mejor que dejemos el tema.

Pero tenía un carácter muy diferente del de Lois. Transmitía una especie de inocencia y dulzura que la convertía en un ser de otro mundo. Era demasiado perfecta para ser real.

Ni siquiera me creía que Ashley supiera que yo existía. Era demasiado inalcanzable para que yo me forjara ilusiones con ella.

–Es imposible que sea Ashley Brooks -dije.

–Ella ya se imaginaba que te impresionaría -me dijo Cody-. Ésa es una de las razones por las que quería que fuera un secreto. Quería ver la sorpresa dibujada en tu rostro.

–Anda ya…

Volviéndose de nuevo hacia la isla, Cody gritó:

–¡Ashley! ¡Será mejor que vengas! ¡Elmo no está interesado!

–Yo no he dicho eso -balbuceé.

–¡Ashley!

Aguardamos.

Al cabo de medio minuto apareció un resplandor blanco entre los árboles y los arbustos que había cerca de un extremo de la isla. Parecía estar moviéndose. Era muy brillante. Probablemente procedía de uno de esos faroles de propano que la gente utiliza para ir de acampada.

–Va a llevarse una buena decepción -musitó Cody.

Pasaron unos segundos más. Luego salió a la rocosa orilla sosteniendo el farol a distancia, probablemente para evitar quemarse.

–Para que luego digas que somos unos mentirosos -dijo Rudy.

–Dios mío… -musité. Estaba muy lejos y sólo alcanzaba a distinguir algún que otro detalle vagamente, como el brillo dorado de su pelo, y su figura. Su figura me llamó la atención. En un primer momento pensé que llevaba puesta una prenda muy ajustada, unos leotardos o unas mallas. Pero si era esto lo que llevaba, entonces debía de ser del mismo color que su cara. Y debía de tener unas manchas oscuras a la altura de los pezones y una flecha dorada apuntando hacia…

–Joder… -exclamó Rudy-. Está en cueros.

–No… -dijo Cody-. No creo…

–¡Que sí!

Ella levantó el farol. Luego su voz atravesó el lago.

–¡Elmooo! ¿No vienes?

–¡Sí! – grité.

–Estoy esperando -dijo. Luego dio media vuelta y echó a andar hacia los árboles.

–Está desnuda… -dijo Cody-. Jo, tío, no me lo puedo creer.

–Pues yo sí -dije. Para cuando me hube quitado los vaqueros, ella ya había desaparecido de la vista. Me dejé los calzoncillos puestos. El elástico cedió un poco, por lo que tuve que subírmelos cuando eché a andar hacia el agua. Volví la cabeza hacia Cody y Rudy y dije-: Hasta luego.

–Vale… -dijo Cody en voz baja. Parecía un tanto abstraído. Quizá también quería ir a la isla.

–Nada rápido -dijo Rudy-. No dejes que te atrape la doncella.

–Descuida -dije.

Cuando entré en el agua, aún podía ver la tenue luz del farol de Ashley, así que sabía que estaba entre los árboles, fuera de la vista pero desnuda y esperándome.

La noche estaba clara gracias a la luz de la luna. Una brisa tibia me rozaba la piel. El agua que envolvía mis tobillos estaba aún más caliente que la brisa. Subía por mi pierna con un suave chapoteo. Al quedarme flojos los calzoncillos, tenía la impresión de estar prácticamente desnudo.

Temblaba como si estuviera helado, pero no tenía frío. Temblaba de la emoción.

Esto no puede ser verdad, pensaba. Esta clase de cosas no les ocurren a tíos como yo. Es demasiado alucinante. ¡Sin embargo está ocurriendo!

La había visto con mis propios ojos.

Mientras la tibia agua me envolvía los muslos y yo imaginaba cómo sería estar con Ashley, noté que se me ponía dura y se me salía por la bragueta de los calzoncillos.

Nadie puede verme, me dije. Está demasiado oscuro y estoy de espaldas a Cody y Rudy.

Di un par de pasos más y el agua del lago me rodeó. Estaba templada, suave y resbaladiza. Me estremecí de placer.

–¡Más vale que espabiles! – gritó Rudy-. La doncella va hacia ti.

Le miré por encima del hombro y fruncí el ceño, enfadado porque con su grito me había fastidiado el ambiente. Él y Cody seguían en la orilla.

–Deja ya de intentar asustarme -dije-. Sólo quieres que me raje.

–Está demasiado bien para ti, gilipollas.

–Ya, ya… Pues parece que ella no piensa lo mismo.

El agua ya me llegaba a los hombros, de modo que tomé impulso con los pies y empecé a nadar. Como ya he dicho, no soy el mejor nadador del mundo, pero no se me da tan mal. La braza no es tan rápida como el crol, pero te permite llegar a tu destino. Y no te deja agotado. Además puedes controlar el rumbo si mantienes la cabeza levantada.

Me gusta el nombre: braza. Pero lo que más me gusta es la sensación que produce deslizarse suavemente por el agua de ese modo. El tibio líquido te acaricia todo el cuerpo. Eso si no llevas puesto algo, como unos calzoncillos largos. Los tenía bajados sobre la cadera, pegados a mi piel. Me tenían sujeto. Ni siquiera me dejaban extender las piernas lo suficiente para anadear con los pies.

Se me ocurrió quitármelos, pero no me atreví. De todos modos no me tenían sujeto del todo. Todavía la llevaba fuera de la bragueta, pero me encantaba notar la caricia del agua. Todo resultaba más excitante a causa de la doncella y el riesgo que suponía ofrecerle el cebo que a ella le gustaba y de incitarla con él…

Que conste que no me creía todas esas tonterías sobre los tíos a los que había ahogado y luego les había arrancado la polla. Era lo que decía Cody: una tontería. Sin embargo la idea me ponía cachondo.

¿Sabes qué? No creía en ella, pero podía imaginármela. Pensaba que estaba como suspendida en la oscuridad por debajo de mí, con la cabeza a la altura de mi cintura. Estaba desnuda y era preciosa. De hecho se parecía un poco a Ashley o a Lois. Estaba allí abajo, flotando boca arriba, no nadando sino avanzando de alguna manera a la misma velocidad que yo.

La oscuridad no importaba. Podíamos vernos el uno al otro. Su piel era tan clara que parecía brillar. Estaba sonriéndome.

Lentamente empezó a subir. Yo podía ver cómo se acercaba, deslizándose por el agua. Cody y Rudy no se habían enterado de nada. Iba a chupármela.

Seguí dando brazadas, imaginando que la doncella se acercaba y se pegaba a mí. Cody y Rudy me habían contado la historia con intención de asustarme. Y lo habían conseguido. Pero la imaginación es algo maravilloso. Con ella puedes darle la vuelta a todo. Mediante un poco de prestidigitación mental, había convertido a la zombi arrancapollas en una seductora ninfa acuática.

Aun así me dije que debía dejar de pensar en ella. Entre la excitante historia del baile de fin de curso, la imagen de Ashley desnuda y las tibias caricias del agua, estaba tan cachondo que lo único que me faltaba era imaginarme a la doncella debajo de mí, desnuda y dispuesta a mamármela.

Tenía que pensar en otra cosa… ¿Qué iba a decirle a Ashley?

Al pensar esto me alarmé, pero luego me di cuenta de que no sería necesario decir gran cosa. Al menos al principio. Si vas nadando hasta una isla para acudir a una cita con una chica desnuda, lo último que haces es charlar.

Levanté la cabeza un poco más y vi el resplandor del farol. Todavía estaba entre los árboles, a poca distancia de la orilla.

Había avanzado bastante. Ya había pasado de la mitad. Estaba entrando en el territorio de la doncella.

Anda ya, pensé. A ver si puedes pillármela, encanto.

–¡Más vale que dejes de perder el tiempo y muevas el culo! – gritó Rudy.

Anda ya…

–¡Va a pillarte! ¡Lo digo en serio!

–¡Nada más rápido! – gritó Cody.

¿Cody? Pero si él no cree en la doncella. ¿Por qué está diciéndome que nade más rápido?

–¡Acelera! – gritó Cody-. ¡Venga!

Sólo quieren asustarme, me dije. Y lo consiguieron.

De pronto el agua dejó de parecerme una suave caricia sobre mi piel. Me daba escalofríos. Estaba completamente solo en la superficie de un lago negro donde se había ahogado gente, donde acechaban cadáveres corruptos y donde la doncella tal vez no estuviera realmente muerta después de cuarenta años sino convertida en una cazadora putrefacta de dientes afilados sin otra obsesión que venganza y hambre de pene…

El mío se encogió como si quisiera esconderse. Y eso que yo sabía que no había ninguna doncella detrás de mí.

Empecé a nadar a toda velocidad. Pero no en estilo braza. Ahora no paraba de salpicar. Daba patadas como un loco y movía los brazos batiendo el agua como si fueran aspas de molino. Oía gritos detrás de mí, pero no lograba entender las palabras a causa del ruido que hacía con mi desquiciado chapoteo. Llevaba la cabeza levantada y parpadeaba para quitarme el agua que me entraba en los ojos.

No me faltaba mucho.

¡Ya llego!, pensé. ¡Voy a conseguirlo!

Entonces me tocó. Creo que grité. Traté de zafarme de sus manos, pero ella las deslizó por mis brazos, arañándome el pecho y el estómago. No me hicieron daño, pero me estremecí y empecé a retorcerme. Dejé de nadar y bajé las brazos para apartarla. Pero no fui lo bastante rápido. Rasgándome la piel, la doncella había clavado sus uñas en el elástico de mis calzoncillos. Noté un fuerte tirón y mi cabeza se sumergió en el agua. Dejé de intentar atraparla y levanté los brazos como si buscara los peldaños de una escalera que me condujera a la superficie y al aire. Sentía una intensa presión en los pulmones.

La doncella me arrastraba hacia abajo, tirándome de los calzoncillos. Ahora los tenía en las rodillas. Luego bajaron hasta los tobillos y finalmente desaparecieron.

Quedé libre por un momento. Moví las piernas para subir a la superficie y conseguí llegar. Respirando con dificultad, aspiré con fuerza el aire de la noche. Para mantenerme a flote tenía que utilizar las dos manos. Di media vuelta y vi a Cody y Rudy en la playa bajo la luz de la luna.

–¡Socorro! – grité-. ¡Socorro! ¡Es la doncella!

–¡Ya te lo decía yo! – dijo Rudy.

–Mala suerte -exclamó Cody.

–¡Ayudadme! ¡Por favor!

Lo que hicieron, o al menos eso me pareció, fue levantar cada uno una mano y mover el dedo corazón como cuando se manda a uno a la mierda.

En aquel momento unas manos me cogieron por los tobillos. Tuve deseo de gritar, pero lo que hice fue respirar hondo. Acto seguido sentí un tirón y me sumergí.

¡Ya está!, pensé. ¡Me ha pillado! ¡Dios mío…!

Me agarré los genitales. En cualquier momento sus dientes…

Entonces vi unas burbujas que subían a la superficie. Oí el gorgoteo y luego noté una especie de cosquilleo cuando algunas rozaron mi piel.

Por un momento pensé que las burbujas podían ser del gas que salía del cadáver putrefacto de la doncella. El problema era que ya llevaba cuarenta años muerta. El proceso de putrefacción debía de haber concluido mucho tiempo atrás.

Entonces pensé: tanques de oxígeno, equipo de submarinismo…

Dejé de dar patadas. Me agaché, estiré los brazos entre mis piernas, adelanté bruscamente las manos y cogí una parte del equipo de buceo, creo que la boquilla. A continuación tiré de ella con todas mis fuerzas.

Debió de tragar agua cuando di el tirón, porque el resto resultó muy sencillo. Apenas opuso resistencia.

Por lo que pude ver, no llevaba nada excepto las gafas, el tanque y el cinturón de plomo. Y no era un cadáver: tenía la piel suave y fresca, y unas tetas maravillosas con unos pezones grandes y apetecibles. Le hice mucho daño, allí mismo, en el lago…

Luego la llevé a la orilla, pero a un lado de la isla, para que Cody y Rudy no pudieran vernos, y la arrastré hasta el claro donde había dejado el farol, que se encontraba a unos metros de distancia.

A la luz del farol pude ver quién era, aunque ya lo había adivinado, por supuesto.

Después de hacer el numerito de Ashley para incitarme a cruzar el lago, Lois debía de haberse puesto el equipo de buceo y metido a hurtadillas en el lago para hacer el numerito de la doncella.

Estaba estupenda a la luz del farol. Tenía la piel brillante y pálida, y los pechos le sobresalían entre las correas. Había perdido las gafas. Le desnudé por entero.

Estaba tumbada boca arriba, con los brazos y las piernas extendidas, tosiendo. Tenía dificultades para respirar y sufría espasmos.

Disfruté del espectáculo durante un rato. Luego me acerqué a ella y puse manos a la obra. Aquello fue lo mejor.

Durante un rato no hizo mucho ruido debido a las dificultades que tenía para respirar. Pero no tardé mucho en conseguir que empezara a gritar.

Sabía que al oír sus gritos Cody y Rudy acudirían, de manera que me puse a fustigarla con el cinturón de plomo. La cabeza se le fracturó con facilidad, y acabé con ella.

Luego corrí a la punta de la isla. Cody y Rudy ya se habían metido en el lago y estaban nadando rápidamente. Pensaba cogerlos por sorpresa y machacarles la cabeza, pero ¿sabes qué? No tuve que molestarme. Cuando llegaron a medio camino, soltaron un chillido y desaparecieron bajo el agua primero uno y después otro.

No podía creérmelo. Y sigo sin creérmelo, pero lo cierto es que no volvieron a aparecer. Supongo que los atrapó la doncella.

¿Por qué los atraparía a ellos y no a mí?

Quizá la doncella sintió lástima de mí por la manera en que mis supuestos amigos me habían mortificado. Al fin y al cabo, tanto ella como yo habíamos sido traicionados por tíos en los que confiábamos. Vete tú a saber; quizá sufrieron un calambre y la doncella no tuvo nada que ver con el tema. En cualquier caso, mi pequeña excursión al lago Perdido al final resultó mejor de lo que hubiera imaginado.

Lois estuvo estupenda. No me extraña que a la gente le guste tanto el sexo. Cuando acabó la arrojé al lago junto con su equipo. Luego encontré la canoa en la que debía de haber ido a la isla y volví a la playa. La mayor parte del camino de regreso a casa lo hice en el jeep de Cody.

Luego lo limpié para borrar las huellas dactilares y le pegué fuego. Llegué a casa sin ningún problema, con tiempo de sobra para el amanecer.

Richard Laymon ha escrito más de veinticinco novelas y sesenta relatos de terror. Ha sido nominado para el premio Bram Stoker por tres de sus libros: Flesh, Funland y A Good, Secret Place. Entre sus novelas más recientes cabe destacar The Stake, Savage y Quake. Dick nació en Chicago y vive en Los Ángeles.


TÚ TIENES TUS PROBLEMAS Y YO

TENGO LOS MÍOS

BOB BURDEN

No estoy bien. No deberían haberme dado este trabajo, pero ésta es mi tarea. Debo vender aspiradoras de puerta en puerta.

¡Aspiradoras! Ridículo. Deben de haber cometido algún error. Aún estoy recuperándome de mi enfermedad. He protestado ante el director, pero me dijo que yo era un joven emprendedor y bien parecido y que no me preocupara.

Luego, al acompañarme a la puerta, me pellizcó el culo.

Yo me tiré un pedo.

Este programa de empleo en particular no está concebido para alguien como yo, que acabo de salir del manicomio, aunque me dijeron que ahora estoy bien y que no voy a hacer daño a nadie.

Pero no hay duda de que soy víctima de un error cometido por algún estúpido burócrata que pasará sus aburridas jornadas laborales haciendo chapuceramente su trabajo. Esos idiotas me han mandado a vender aspiradoras cuando todavía no he dejado de tener las pesadillas. Tengo visiones, oigo voces y me comporto de manera extraña. Me sorprendo gritando sin motivo. Me sorprendo haciendo muecas a la gente cuando no me mira. Me sorprendo escribiendo con una letra tan pequeña que no consigo leer las palabras ni yo mismo.

No valgo para este trabajo.

Veo agua y tengo miedo de ahogarme. Veo pájaros y creo que van a arrancarme los ojos a picotazos. A veces cuando la gente me habla no consigo entender lo que me dice y tengo la sensación de que hablan en un idioma extranjero o no articulan bien, y luego no puedo recordar lo que han dicho.

A veces me paro y me quedo mirando, pasmado, un punto en la acera, sin saber qué es o cómo ha llegado a ese lugar.

Temo que los pies puedan fallarme en cualquier momento.

Cuando van dejando a los miembros de nuestro equipo de ventas en las calles correspondientes, me quedo pensativo. Cuando llegan a la mía, tengo una sensación repugnante, como un presagio. Bajo del coche (ahora estoy solo), el coche se aleja y me quedo solo sin ver a nadie. Miro en torno. Oigo el ruido que sale por las ventanas abiertas, la radio y la televisión… A unas manzanas de distancia un coche cruza la calle. Me entran ganas de arrojar la aspiradora y hacerla pedazos sobre la acera, pero por alguna razón sigo adelante.

Mi primer edificio, uno de viviendas viejo y deteriorado, no es nada del otro mundo. Quizá haya dos o tres personas que quieran comprar una aspiradora. Sí, me encantaría volver a la oficina al final de la jornada con más ventas que ningún otro. Durante la sesión de preparación del pasado fin de semana dije poca cosa y apenas me relacioné con nadie. Creo que no sabían que soy un perturbado mental, al menos la mayoría de ellos, y consideré preferible que siguieran sin saberlo.

Estos pisos fueron construidos después de la Segunda Guerra Mundial y se llenaron de parejas jóvenes y optimistas que estaban comenzando, iban al cine tres noches a la semana y comían carne asada. Veinte años más tarde los pisos estaban en ruinas. Ahora el edificio está reparado y lleno otra vez de parejas jóvenes y optimistas.

A última hora de la tarde los pasillos de todas las casas de viviendas son como los de un cementerio. Dentro de estos sepulcros hay fantasmas, los ecos de las personas que están trabajando…

Toco el papel de la pared mientras camino. Empezaré por el piso de arriba e iré bajando de planta en planta.

Pero en el piso de arriba no parece haber nadie. Hasta que llego a la última puerta. Me abre una mujer alegre y animada. Tiene una mirada cordial. Antes de que pueda decir que no, ya estoy hablando…

–Hola, ¿cómo está usted? Ha hecho un día precioso, ¿verdad? Me llamo Ron -éste no es mi verdadero nombre, por supuesto- y vengo a enseñarle nuestra nueva aspiradora doméstica Keeno-Kirby-Turbo. Sin ningún compromiso…

Haciendo caso omiso de sus protestas, prosigo con mi monótona exposición. Mi exposición es interminable, no tiene pausas, ni puntos, ni comas… Ella intenta decir algo: «Lo siento, señor…», «Pero, señor…», «Perdone, señor…».

Su buen humor no tarda en desaparecer tras un semblante inexpresivo. ¿De qué se trata? ¿Melancolía? ¿Miedo? ¿Pesar? Yo hablo cada vez más rápido. Ella retrocede mirándome fijamente. Está horrorizada. Se lleva una mano a la boca. No es la primera vez que veo esa mirada. Algo no va bien. Me pone nervioso cuando hacen esto; significa que algo va ocurrir, algo que siempre acaba siendo malo…

Sigo hablando tal como me enseñaron durante el fin de semana de preparación, apabullándola con palabras. He pasado horas memorizando todo esto. Mis palabras están concebidas para responder a todas sus objeciones antes de que ella las plantee.

Ella retrocede lentamente al tiempo que yo entro en la sala. Damos una vuelta, ella retrocediendo y yo siguiéndola de cerca con mi monótona exposición.

Entonces ella se tambalea. Se ha enredado los pies con el cable de la aspiradora mientras dábamos la vuelta a la habitación…

¡Oh! Se va a caer por la ventana. Y ante mis propios ojos, Dios mío… Es un ventanal de gran tamaño y no tiene protección. Estamos a cuatro pisos de altura… ¡Oh! Agarra la cortina, pero ésta se rompe… Su trasero sale por la ventana, que está abierta de par en par. Se golpea la cabeza contra el dintel, pero esto no detiene la caída. ¡Oh, no! Ha ocurrido todo tan rápidamente…

Él pánico se adueña de mí. ¡Siento miedo! Es una sensación repugnante, que me provoca náuseas. Acerco las manos a mis oídos y grito:

–¡No!

¡No…! Me asomo a la ventana. La mujer está tendida en la acera, evidentemente muerta, con las piernas y la cabeza torcidas en ángulos extraños, como una muñeca rota. Empieza a extenderse un pequeño charco de sangre. Joder, ahora sí me encuentro mal…

Pero ¿qué he hecho?

Recojo mi aspiradora y el resto de mis cosas y me dirijo hacia la puerta. En un estante junto a la puerta hay dinero y una lista de la compra. Seguro que ahora ya no necesita esto, pienso, y cojo el dinero.

Cierro la puerta al salir. Nadie sabrá que he sido yo. Basta con que cierre y… Un momento. ¿Y si sigue viva?

Bajo apresuradamente por las escaleras. Abajo, en la calle, me siento desorientado. ¿A qué lado del edificio me encuentro?

Allí está. Qué espectáculo… Se ha formado un charco de sangre y se le ha salido el cerebro. Está muerta.

Caigo en la cuenta de lo guapa que era y del aspecto tan joven y aseado que tenía. Tiene los cabellos dorados desordenados, y la cara vuelta hacia un lado, la boca abierta y los ojos inertes.

Entonces tengo una idea perversa. Se me ocurre meterle la boquilla de la aspiradora por el cono. Así, sin saber cómo, me acuden a la cabeza ideas extrañas en momentos horribles o dramáticos como éste.

¡No! Aparto la espantosa idea y tiemblo de asco al recordarla. Qué cosa más espantosa…

Pero a continuación se me ocurre practicar sexo oral con ella (hay gente que siguen percibiendo sensaciones y oyendo minutos e incluso horas después de su muerte) para que sienta en sus últimos momentos de vida la calma de una dicha saludable y pacífica.

Apenas la conozco, y sin embargo no es esa la sensación que tengo. Dejo la aspiradora en el suelo y empiezo. Hacer esto es algo extraño, pero la mujer me da lástima. En ningún momento se me pasa por la cabeza que esté haciendo algo incorrecto. Dicen que éste es uno de mis problemas: distinguir. A veces me resulta difícil distinguir lo correcto de lo incorrecto. ¿Y qué decir de ella? Si está muerta, completamente muerta, entonces lo que estoy haciendo ahora es inútil y, a decir verdad, bastante ridículo. Pero ¿y si sigue viva? ¿Está realmente disfrutando de este último momento? ¿O está pensando en una blusa que se quería comprar o en su joven marido o en las cosas que le quedan por limpiar o acaso en un culebrón que va a perderse…?

De pronto oigo una voz encima de mí…

–¡Eh! ¡Tú! ¡Qué demonios estás haciendo ahí abajo? – me grita un hombre asomado a una ventana.

Presa del pánico, doy un respingo y huyo a todo correr. No he levantado la vista en ningún momento, salvo para mirar con el rabillo del ojo. Corro y corro sin parar…

Corro durante bastante rato. Corro por calles, aceras y callejuelas de toda la ciudad…

Mi ágil y joven cuerpo me transporta. Mis pies vuelan… Soy un reactor… Echo a volar y me elevo por los aires.

Cuando ya he corrido lo suficiente, me encuentro lejos. He dejado atrás varios barrios. Me detengo sin aliento junto a una valla. Me llevo una mano al pecho y noto los latidos del corazón. Estoy en una zona residencial, en un camino o callejuela que pasa por detrás de una hilera de casas. Son una buena muestra de la clase de chalets que se construyeron en los cuarenta y cincuenta, no muy grandes pero bien cuidados y pintados de blanco en su mayoría. Delante de mí hay un hombre trabajando en su jardín…

–Oiga, amigo. ¿Se encuentra bien?

¡Está hablándome a mí! Su amabilidad casi me mueve a las lágrimas.

–Más vale que se siente.

Si le digo que acabo de matar a una mujer, él exclamará «¿Qué?», y yo le diré: «Ha sido horrible, un accidente, por supuesto, pero su… cerebro. He visto su cerebro en la acera.» El me dirá: «Yo nunca he visto el cerebro de nadie, ¿de qué color era?» No, no voy a decirle eso. Lo que voy a decirle es: «Por favor, ¿podría darme un vaso de agua?»

Le sigo al interior de la casa y le digo que me llamo Randall.

El vaso que me da me parece muy pequeño; no es lo que se suele entender por un vaso de agua. Lo miro suspicazmente y bebo el diminuto vaso de agua.

–¿Podría darme un poco más?

–¿Cómo?

–¿Podría darme otro vaso de agua, por favor? – Por favor y gracias son las dos expresiones mágicas.

Pero él se queda quieto, como si estuviera pensándoselo.

–Lo siento, pero eso todo lo que voy a darle.

Me enfado. Este hombre tiene aspecto de haber sido pájaro carpintero en una vida anterior. Me siento incómodo y dolido a causa del desagradable giro que ha tomado la situación. La cabeza me da vueltas y no pienso en nada concreto. Sólo noto mis sentimientos, que dan vueltas bruscamente, de arriba abajo, de dentro afuera…

¿Por qué las cosas siempre tienen que acabar de esta manera? ¿Por qué siempre acaban dando asco? Suelto un gruñido. ¿Por qué nada de lo que hago es normal y agradable? Lo miro, él me mira, cauteloso, tratando de formarse una opinión de mí. Es un hombre grosero, más pequeño que yo, un renacuajo, tiene una cara estúpida, como esta cocina…

Nos miramos fijamente sin decir nada. Oigo el tictac del reloj. Voy y le doy un pisotón.

–¡Eh! ¡Oiga!

Salgo corriendo de la casa y cierro la puerta de golpe.

Estoy corriendo otra vez…

Cuando aún no me he alejado demasiado, reparo en que me he dejado la aspiradora junto a la valla.

Él sigue en el jardín. Me arrastro a ras de suelo como un comando… Se me está ensuciando el traje nuevo.

En la callejuela aparecen unos niños en bicicleta. Uno de ellos me atropella una pierna y ríe, pero sigo adelante silenciosamente, a rastras…

Sí, quiero levantarme de un brinco, perseguir a ese crío y arrojarle a los matorrales. Me asalta la fantástica idea de que quiero matarle y vuelvo la vista con una mirada ceñuda. Pero sigo adelante. Ahora estoy entregado a una misión.

La aspiradora… Ya la tengo. Ha sido sencillo. Soy el responsable de este equipo.

Ahora la tengo yo y no hay nada que el viejo pueda hacer al respecto. Está trabajando de nuevo en su jardín. Yo me levanto y le grito a la cara:

–¡Eh!

Sobresaltado, se queda un momento sin saber cómo reaccionar. Con una sonrisa de satisfacción, alzo la aspiradora y sus ruidosos tubos. El anciano levanta su azada, pero yo me alejo como un rayo y no vuelvo la vista atrás.

Cuando ya he recorrido varias manzanas, contengo la respiración y aminoro el paso. Dejo la aspiradora en el suelo, respiro hondo, me inclino y apoyo las manos sobre las rodillas. ¡Uf!

Una sensación de euforia recorre mi cuerpo. Ha sido lo más divertido que he hecho en todo el día. ¡Qué anciano más raro! No quería darme más agua, pero he tenido suerte de poder escaparme. Hay que ver…

Veo un 7-Eleven en una esquina de la calle que rodea la subdivisión. El hombre que hay detrás del mostrador me mira fijamente cuando entro. Compro unas galletas, una botella de leche chocolateada y unos cromos de béisbol. De pequeño tenía una caja de zapatos llena de cromos de béisbol. Una vez estaba en un quiosco de periódicos y había un niño que tenía un billete de veinte dólares que le había dado su madre para comprar cromos de béisbol. Era su cumpleaños y estaba comprando sobres y más sobres (a un sobre por dólar, veinte sobres) y abriéndolos allí mismo, delante del quiosco. Sólo le faltaban Ted Wilimas y Bob Friend para acabar la colección, y todos los niños estábamos congregados en torno a él, compartiendo la emoción de la orgía que suponía verle comprar sobres de cromos y abrirlos. Me fijé en su ropa y observé que era un niño rico, y luego vi el coche que había junto a la acera, un coche grande y resplandeciente, y recuerdo haber pensado que aquello era lo que los niños ricos hacían el día de su cumpleaños…

Voy caminando con mi aspiradora cuando de pronto me detengo y me siento en el bordillo de la acera. Los cromos que acabo de comprar vienen en un envoltorio de papel de plástico cerrado con calor, nada parecido al antiguo papel parafinado y prensado en el que venían cuando era pequeño. Abro el sobre y, vaya, los jugadores me resultan desconocidos. Parecen bastante normales, tienen cara de yuppies, como si fueran esteriles. Recuerdo lo feos y tontos que eran en 1963 y veo que éstos no tienen nada que ver con ellos. Una extraña sensación se apodera de mí, como si no supiera qué estoy haciendo aquí. Me siento estúpido y terriblemente solo. Miro el tráfico que va y viene, los coches diminutos que circulan a lo lejos, los hombres que están arreglando un bache a unas manzanas de distancia, el sol que brilla y…

Acerco el sobre a mi cara y aspiro su olor, el olor de los cromos de béisbol, el olor del cartón y la tinta y la quebradiza goma de mascar… Mmm. Regreso al mundo y todo vuelve a ir bien.

Cruzo un solar con la aspiradora a cuestas y me siento al pie del enorme tronco de un olmo que da mucha sombra. Noto que sopla brisa. Arrojo el cartón de leche chocolateada y los cromos lo más lejos posible, pero no apuntando a nada en particular, sino para ver hasta dónde llegan…

Entonces hago algo de forma compulsiva: me levanto y regreso al barrio, no sin antes esconder la aspiradora bajo unos matorrales. No tardo en ver al anciano en su patio. Lo observo desde lejos. Sigilosamente, me acerco a la valla y, sin previo aviso, surjo entre los arbustos, grito: «¡Eh!» con todas mis fuerzas y echo a correr riéndome. Él se sobresalta y la azada se le cae. Yo me escondo.

Pasan diez minutos. En la callejuela, pero a cierta distancia del patio, vuelvo a levantarme repentinamente y grito: «¡Eh!» Me siento entusiasmado, eufórico, y el pobre hombre está confundido por esta guerra de guerrillas. Le suelto dos gritos más y entra en la casa.

Con sigilo y astucia me acerco a un lado de la casa. Está hablando por teléfono.

–Hay un cabrón en el barrio haciendo cosas raras… Creo que es un perturbado… Sí, manden a alguien por favor.

¡La policía!

Me largo. Pero antes de salir del barrio, doblo en una esquina y, ¡zas!, veo un coche de policía que viene por la calle siguiente. Creo que ellos también me ven a mí. ¡Plan de huida!

Es como el juego del gato y el ratón. Paso por patios, arbustos y garajes y, tumbado en una zanja, los eludo. Ellos aciertan a verme unas cuantas veces, pero soy veloz. En alguna ocasión la policía pasa a mi lado cuando estoy escondido y sigue su camino. Están buscándome.

Al cabo de un rato se van.

Regreso al 7-Eleven después de recoger la aspiradora, busco el nombre del anciano en la guía telefónica (lo he leído en su buzón) e inserto una moneda en la ranura. El teléfono suena.

–¿Dígame?

–¡Eh!

Esta noche voy a dormir en los matorrales que hay en el polígono industrial donde están ubicadas las oficinas de la empresa de aspiradoras. Durante el camino cruzo zonas desconocidas de la ciudad. Avanzo silenciosamente por la noche. La noche es real. La noche es el zumbido de los bichos en el bosque, la escarcha, el paisaje, el paisaje entero, la noche entera, la civilización entera está cubierta de escarcha, y cada hoja, cada piedra del camino, cada tejado y alféizar, y los coches, se puede escribir en los coches, se pueden dejar mensajes, pasan coches extraños, ¿quién va en ellos?, ¿qué están haciendo?, ¿adonde se dirigen?, la gente deambula a altas horas de la noche… Todo constituye un misterio.

A la mañana siguiente me siento con renovados bríos y de buen humor. Estoy realmente preparado para trabajar.

Naturalmente no ofrezco muy buen aspecto después de dormir entre matorrales y sobre astillas de cedro, y tengo la ropa húmeda por la escarcha, pero esto no basta para que me despidan en el acto. Tengo el pelo revuelto y en punta como cualquier persona que acaba de despertar.

Asignan las calles a los miembros del equipo de ventas, pero a mí me dejan fuera. El señor Bellows, el jefe, el hombre delante del cual me tiré un pedo, no quiere mirarme a la cara. Como no consigo llamar su atención con la mirada, levanto la mano.

–¿Señor MacFadden?

–No me ha asignado ninguna calle, señor Bellows…

–Hablaré con usted en un momento, señor MacFadden.

–¿Estoy despedido? Va usted a…

–Acabo de decirle que hablaremos en…

–¡Joder! ¡No pueden despedirme todavía! ¡No me han dado una oportunidad!

¿Sabrán lo de la mujer que se cayó por la ventana o el anciano del vaso de agua? No lo creo. Cuando vuelvo a protestar, el señor Bellows me acusa de estar borracho.

Les digo que he escondido la aspiradora en un lugar seguro y que les diré dónde está en su debido momento. Estoy gritando y no sé lo que digo. Las palabras salen de mi boca sin que siquiera me pare a pensar en ellas. Mi aspiradora se encuentra al fondo de la habitación, cubierta de hojas, astillas de cedro, agujas de pino y fertilizante. El señor Bellows la mira, luego la miro yo y finalmente nos miramos el uno al otro.

Salgo hecho una furia, no sin antes tirar su estúpida lámpara al suelo. Vuelvo la vista. Todo el mundo está mirándome por la ventana.

Durante un rato camino sin rumbo fijo.

Los polígonos de oficinas tienen cierto ambiente artificial, sobre todo si andas por ellos como un extraño, sin saber qué sucede en los despachos. Pueden causarte la impresión de que son un lugar muerto, en el que nada va a ninguna parte ni nada significa nada, y pueden incluso dar algo de miedo.

Entro en el edificio de oficinas que hay al otro lado del polígono. La recepcionista me saluda con voz animada, levantando la vista de su teclado para mirarme.

–¿Puedo ayudarle en algo, señor…?

–Ah… -El nombre de la empresa, utimum systems, inc, está escrito en la pared en brillantes letras de acero. No tengo ni idea de a qué se dedicarán aquí.

La recepcionista me mira con ceño. Debo de tener aspecto de estar en apuros, ya que cuando vuelve a hablarme su tono es de preocupación:

–¿Le ocurre algo?

–Sí. Eh… Me ocurre algo en el cerebro. – Parezco una persona presa del pánico e inquieta…

Ella me mira con más miedo que preocupación.

Quizá se haya fijado ya en el aspecto desastrado y los cabellos revueltos tras la noche pasada entre matorrales y escarcha.

Doy media vuelta y me voy.

Al regresar a mi piso me muestro cauteloso. Paso una vez por delante para echar un vistazo. No veo nada sospechoso: nadie está esperándome y no hay ninguna nota del propietario en la que se me pida que acuda a su oficina. Las autoridades todavía no han pasado por aquí.

Por lo general puedo salir impune de «tres incidentes o actos» antes de que la justicia venga a buscarme. Si espacio bastante los «incidentes», puedo llegar a cometer seis o incluso nueve, pero en cualquier caso siempre vienen cuando la cantidad es un múltiplo de tres. En el mundo de las parcas, el tres es un común denominador de algún tipo. He leído en alguna parte que los sistemas de informática funcionan con un sistema binario consistente en dos cifras. El sistema de las parcas, en cambio, es trinario. Quizá cuando nuestros ordenadores evolucionen y adopten un sistema de tres cifras tendremos una mejor relación con el destino y podamos enfrentarnos con él de una manera científica. Algún día dominaremos nuestro destino.

Me tumbo en la cama. Los frágiles visillos ondean al viento. En la calle oigo el mundo en movimiento: coches, frenazos, zumbidos, bocinazos… En un lugar lejano alguien está trabajando con un martinete.

El mundo sigue adelante sin mí, y es ahora cuando lo siento. El mundo está ahí fuera, siguiendo adelante sin mí. Qué sensación más extraña.

¡Ojalá pudiera dominar mi destino! Este piso pronto me costará doscientos cincuenta dólares al mes, cuando se acabe la asignación del estado. Es barato, pero está situado en una mala zona y los muebles…, bueno, ¿qué puedo decir de ellos?: una silla, una mesa, una cama hundida y chirriante, y una cómoda cuyos cajones son difíciles de sacar y están cubiertos de arañazos e iniciales garabateadas. El aparato del aire acondicionado de la ventana cuando funciona parece un motor de helicóptero a punto de perder una biela.

Pienso en el hospital psiquiátrico. No me curaron muy bien. Me dieron de alta demasiado pronto. ¿Podrían llegar a curarme? No. He acabado aceptándolo.

La seguridad social del estado no vale un pimiento. Me internaron únicamente para que me tranquilizara, hasta que cumplí alguna clase de cupo que tendrían y me enviaron a esa chapuza del programa laboral.

Vender aspiradoras de puerta en puerta, pero ¿a quién se le ocurre? El sistema sanitario es un desastre. No hace nada por ti excepto hacerte pasar por la máquina burocrática, estampar un sello en tu impreso y dejarte en manos de otra persona.

Pero ¿cómo pudieron pensar que la burocracia del gobierno podría llegar a encargarse con eficacia de la asistencia sanitaria? La gente de este país está volviéndose estúpida. Va al colegio y memoriza datos y cifras, aprende a meter datos en un ordenador y a redactar unos informes espléndidos, de eso no cabe duda, pero el sentido común y la lógica más sencilla brillan por su ausencia.

Si la masa recurría antiguamente a la religión para salvarse, ahora recurre al gobierno y a los médicos. Es como si desde que en la década de los sesenta se empezó a decir «Dios ha muerto», la medicina se hubiese convertido en la nueva religión y con sólo agitar su varita mágica todo fuese bien. Han de pasar años para que todo esto se solucione. A ese Clinton ya lo han pillado. He leído que lo han echado y ha regresado a Arkansas. La parte de trabajo comunitario de la condena que le han impuesto consiste en conducir un bibliobús. Ese sería el trabajo idóneo para mí, aunque cuando la administración fracase se formarán colas de más de un kilómetro para optar a los chollos como el del bibliobús.

Pienso en lo que he hecho hoy y no me enorgullezco. Tengo en la cabeza las imágenes de la mujer con el cerebro esparcido sobre la acera, el anciano con el vaso de agua y la expresión del señor Bellows. Quizá en otras circunstancias hubiéramos sido amigos.

A veces me asaltan pensamientos que no sé de dónde vienen. Me obsesionan cosas que he hecho y en ocasiones incluso cosas que no he hecho. Situaciones embarazosas, tragedias, errores sociales… Intentas ahuyentarlos y ves que no puedes.

¡No debería haber dicho eso! ¡No debería haberlo dicho! ¡No! ¡No debería haber hecho eso!

¿Por qué dije eso? ¿Por qué hice aquellas barbaridades? Todo el mundo está mirándome, y me invade la sensación de que ya no soy uno de ellos… De pronto ya no me queda ninguna posibilidad…

Nunca he sido uno de ellos. Quizá lo fui una vez, hace muchísimo tiempo, pero no me acuerdo de ello. Es como si en aquel entonces hubiese sido otra persona. ¿Qué me ha ocurrido?

Las cosas que he hecho, las cosas malas, me gritan al oído. Es un suplicio. Los expulso también a gritos, pienso en algo, vuelvo a vivirlo en mi imaginación, todos los detalles acuden a mi memoria como si fueran un programa de televisión, grito «¡No!» y los aparto.

A veces, sobre todo cuando estoy en público, tengo que decir algo para expulsar los pensamientos de mi cabeza o para disimularlos. Cuando me resultan excesivos, tengo que cantar. Cuando hago cola en la tienda de alimentación, canto: «¡Qué mañana más bonita! ¡Qué día más bonito!» Estás cantando en voz demasiado alta y de una manera demasiado extraña. La gente te mira fijamente y la cabeza te da vueltas…

Bueno, no me queda más remedio que dominar mi destino. ¡Tengo que curarme a mí mismo! ¡Es así de sencillo! Al menos ya no estoy internado en ese estúpido hospital psiquiátrico. Ahora tengo que adaptarme. He de hacerlo como lo aprendí en el ejército, adaptándome al entorno, integrándome… ¡Sí! ¡Eso es! Puedo curarme yo mismo. Que se jodan todos esos incompetentes y capitostes. Solo me curaré mejor que con ellos y todos sus títulos, sus libros de consulta y su jerga. Algún día iré a verlos y se lo demostraré. Tendré un gran coche, un cochazo de los años sesenta restaurado. ¡Sí, señor! Tendré un descapotable y ropa de calidad, elegante e informal, e iré con una belleza del brazo. Pero ¿por qué habría de ir a verlos? Que se jodan. Ya me verán en la tele: «Oye, ¿no es ese aquel tipo que…?»

Me como una cucharada de manteca de cacahuete. Cuando tengo hambre hay veces que con un par de cucharadas puedo aguantar horas sin sentir hambre otra vez.

¡Por un momento soy feliz! ¡Por un momento vuelvo a sentirme bien! No sé cómo pero voy a curarme, y no para que ellos lo vean, sino por mí mismo. Me pongo delante del espejo y me miro. Ése soy yo. Al menos soy guapo, y elegante incluso.

Vuelvo a la vida con nuevas energías. La habitación no me parece tan sombría. Me ducho, lavo los platos que hay en el fregadero y limpio la cocina. No tengo tiempo para limpiar todo el piso…

Abro el armario y examino mi vestuario.

Mis camisas no son nada del otro mundo, pero tengo unos pantalones estupendos. Llevado por el entusiasmo, saco todos mis pantalones y los dispongo en el suelo. Retrocedo y me quedo encantado de cómo los he dispuesto.

Estoy rebosante de orgullo.

Esta noche voy a ir a una cena especial. No recuerdo exactamente si es que alguien me ha invitado o le he oído a alguien hablar de ella y lo he anotado.

He hecho todo lo posible para mejorar mi aspecto, el cual deja bastante que desear debido a la forma en que dormí anoche.

No quiero perderme la cena. Me muero de hambre.

Tengo depositadas grandes esperanzas en esta ocasión, esperanzas de conocer a gente mejor y quizá incluso a una mujer que tenga buenos modales y voz suave. Pienso en temas interesantes sobre los que conversar: el tiempo, la política, el polo… Seguro que aquí juegan a polo. Esta es mi oportunidad. Tengo tantos deseos de mejorar y relacionarme con gente de las clases altas y terratenientes…

En la fiesta los invitados me miran de manera extraña y me mantengo callado. Todo el mundo viste mejor que yo. Una persona le dice a otra en voz baja que los puños de mi camisa no tienen gemelos y están pegados con cinta adhesiva y que mis pantalones no tienen dobladillo, como si me los hubiera llevado puestos de la tienda donde los he comprado (eso es lo que hecho).

Durante la cena nadie me dirige la palabra. En un momento dado, parte de una conversación me recuerda a un chiste que he oído. Cuando me pongo a contarlo, los invitados me escuchan, pero poco a poco entablan sus propias conversaciones, como si no tuvieran interés en oír mi historia…

Pronto todo el mundo está hablando en privado, en sus propios círculos. Yo me siento humillado; me interrumpo antes de llegar a la parte graciosa del chiste y a nadie le importa.

Miro mi sopa. Estoy deprimido. Este asunto no está yendo nada bien. Me pongo de mal humor y me doy cuenta de que estoy muy borracho…

Se van a enterar. Derramo el plato de sopa.

–¡Ay!

–¡Pero oiga!

Todos tienen la mirada clavada en mí. Ahora me doy cuenta de lo poco que conozco a estas personas. No me gustan, y me molesta que me miren de esa manera, con los ojos clavados en mí…

Creo que la anfitriona no me ha quitado el ojo de encima en ningún momento. Los demás parecen sorprendidos, pero ella tiene cara de enfado y está fulminándome con la mirada. Sin duda me ha visto derramar la sopa adrede. ¡Ya se armó! Se ha puesto a gritar como una loca. Me ha visto hacerlo y sabe que no fue un accidente. Como siempre, no logro entender nada de lo que dice; no sé cómo, pero tengo la mente ofuscada.

Se ha puesto de pie, tiene la cara roja y señala la puerta. ¡Me ha visto derramar la sopa adrede. ¡Lo sabe!

Otra vez lo mismo… Al final siempre acabo humillado. Al final siempre me echan en presencia de todo el mundo y acabo con esta sensación de abatimiento. Miro los hilos de sopa que corren por el mantel blanco. Arrojo el plato de ensalada contra la pared y me voy.

Al salir paso por la habitación contigua y la gente que no está cenando y no ha visto lo ocurrido, pero ha oído el alboroto, me mira como si fuera una especie de bestia de dos cabezas o un animal salvaje que acabara de salir de una jaula. Cómo me fastidia que lo hagan.

Una vez fuera, me detengo y miro con el rabillo del ojo. Les oigo hablar dentro de la casa: «¿Quién era ese hombre? ¿Quién le ha invitado?»

Se van a enterar…

Al cabo de una hora vuelvo vestido con un atuendo especial, mi atuendo indio: taparrabos, pañuelo con un par de plumas, pintura para la cara, mocasines, arco y flechas. Lo primero que hago es espiarles por la ventana. Están en la sobremesa, divirtiéndose, pasándolo bien. Nadie parece triste porque yo me haya ido. ¡Están todos encantados!

Veo que arriba hay una ventana de dormitorio abierta. Lanzo una flecha. No debe de haber nadie, puesto que sólo oigo el ruido de la flecha al caer al suelo. ¿Y si me cuelo por esa ventana? Intento subir por la pared de ladrillo, pero es inútil. A continuación escribo cosas en la pared de la casa. Con el tubo de la pintura para la cara escribo cosas como «Abajo los pedantes hijos de puta a los que todo les da igual», «Aquí viven unos cabrones» y «Los hipócritas están quedándose con todo».

El hecho de estar prácticamente desnudo hace que me sienta salvaje, excitado y con ganas de hacer locuras. Cuando se me pone dura, entro en la casa por la puerta principal moviéndome con aire regio y ampuloso, como si fuera un noble jefe de una antigua tribu india, y me quedo plantado en medio del salón durante unos segundos que parecen interminables.

Quiero un vaso de ponche.

Algunas mujeres contienen la respiración y se ríen tontamente cuando ven mi enorme erección, que levanta la faldilla del taparrabos. Poco a poco se hace el silencio. Con la cara de severidad de un bruto salvaje y la actitud solemne y silenciosa de un indio, me llevo el ponche a los labios. Luego la anfitriona me reconoce y se pone nuevamente a gritar como una loca.

Me giro rápidamente, saco una flecha y la lanzo con toda mi fuerza… ¡Menudo alboroto se arma!

Empiezo a disparar flechas con presteza. Una mujer que se encuentra al lado de la anfitriona recibe una en un ojo y chilla como un pollo. ¡Ah, amigos, es una locura, una verdadera locura la que se arma en esta gran residencia de estúpidos esnobs! Las flechas alcanzan sus objetivos. En medio del tumulto y el griterío, los malnacidos se abandonan al terror y tropiezan los unos con los otros para huir de mi cólera.

Cuando se me acaban las flechas, saco el cuchillo. ¡Ya está! Lo tengo en la mano. Suelto un alarido indio y, cruzando la cocina, donde hace un momento había gente charlando, huyo por la puerta trasera. Con elegancia y agilidad salvo unos setos y un muro de ladrillos. Paso por delante de una casa y veo fugazmente la cara de un vecino asomado a la ventana. Mis mocasines vuelan como el viento sobre un césped perfectamente recortado, porque soy el último indio salvaje del mundo y ésta es la última gran victoria de los nobles salvajes, una masacre, acaecida en Brentwood Estates, el 14 de abril, en el año del Señor de 1996…

Algunos invitados me persiguen en sus coches… Me alerta el sonido de un enorme modelo Detroit de lujo, que chirría en el asfalto del camino de entrada a la casa al ponerse en marcha para salir en mi busca. ¡Vienen por mí! Pero yo ya estoy oculto entre los setos y los matorrales, corriendo a gachas. Los coches corren a lo lejos, al otro lado de los jardines. Baten la zona, se reúnen en un cruce y, con voces serias y distantes, se gritan de un vehículo a otro.

Pero los eludo con facilidad.

Luego, cuando vuelvo a mi habitación… ¡Menudo desorden! ¡Un desorden espantoso! Estoy deprimido y la idea de limpiar el resto del piso me deja indiferente. Veo mis pantalones en el suelo, tal como los he dispuesto, y me siento mejor. Al verlos me acuerdo de que este piso es mío. Ahora tiene mi sello personal pese a que es un piso bastante corriente. Observo la cocina, reluciente. La casa estará desordenada, pero la cocina está impecable.

En un primer momento el contraste me resulta inquietante. Luego noto una punzada de desesperación, una sensación de abatimiento, me siento avergonzado… Pero entonces se me iluminan los ojos… ¡Un desorden maravilloso!

Si lo hubiera hecho a propósito no me habría salido tan bien, ya que las cosas no habrían caído de una forma tan aleatoria: los vaqueros medio del revés en el suelo; un calcetín asomado a una pernera; la ropa interior todavía colgada parcialmente de la silla; las zapatillas de deporte en direcciones distintas, una de ellas de lado; un montón de periódicos y revistas junto a la cama, inclinado precariamente, a punto de caerse…

Me encanta este desorden. Lo abrazo con toda mi alma y me dejo caer en el centro de la cama. ¡Esta es la imagen perfecta del desorden y yo soy su atracción principal!

Me despeino, me río, pongo un canal de televisión estúpido que nunca veo y dejo que se me caiga la baba… Ahora sí estoy disfrutando de mi desorden.

Luego, entrada la noche, hago un nuevo amigo en la Waffle House. A Donny lo he conocido o me lo han presentado durante las dos semanas que llevo suelto. Me acuerdo de él vagamente. Lo veo sentado junto a la barra y lo reconozco; entonces recuerdo su nombre y le llamo. Si no me hubiera acordado de su nombre, la noche se habría desarrollado de una manera totalmente distinta y, en consecuencia, mi vida y la suya también. Nos sentamos y hablamos. A él tampoco le gusta su trabajo (trabaja en un cementerio), y cuando se entera de que yo he dejado el mío hoy mismo, dice que él también va a dejar el suyo. Tengo la impresión de que es retrasado mental o, cuando menos, de que tiene dificultades para aprender las cosas. Pero es sincero y dice la verdad a todo aquel que le pregunta algo. Es una de esas personas discretas y proclives a no relacionarse. Dudo que hable con él mucha gente. Probablemente no ha mantenido una conversación en regla desde hace meses.

Donny es bajito y viste un mono, una camisa a cuadros y unas zapatillas que no van a juego. Lleva la gorra de béisbol bajada sobre los ojos, lo cual le da un aspecto siniestro al principio, pero luego le hace parecer un estúpido a secas. Habla lentamente, casi con desconfianza, como Michael J. Pollard. Si alguien llevara a la pantalla la vida de Donny, Michael J. Pollard sería el actor idóneo para el papel.

Le cuento en confianza las cosas que me han ocurrido hoy. Le encantan mis historias. Jamás se le habría ocurrido disfrazarse de indio salvaje, pero piensa que probablemente sea una buena idea, mientras sólo lo hagas de vez en cuando. Dice que a menudo se excita cuando ve una pizza o, hasta cierto punto, cuando ve cualquier cosa redonda, al extremo de que tiene que luchar contra ello a todas horas. Luego dice que tiene un punto blanco en el corazón y que los médicos no saben qué es. Cree que no le queda mucho tiempo de vida, pero también sabe que en estos casos es difícil hacer predicciones.

Es de madrugada y todo está cerrado, pero decidimos ir a un burdel que Donny conoce y que está abierto toda la noche. Un burdel, qué idea estupenda. A juzgar por la descripción que me ha dado Donny, se encuentra en un barrio miserable de la ciudad, pero voy a ir, naturalmente. Incluso voy a dejarle a Donny mi atuendo de indio. Todavía lo llevo en el bolsillo del abrigo. Es un disfraz magnífico, ya que ocupa muy poco espacio y puedes esconderlo en cualquier parte.

Camino del burdel, Donny se detiene ante un contenedor detrás de una floristería y coge algunas flores que han desechado para dárselas a las chicas. Luego, cuando reanudamos la marcha, arranca los pétalos secos.

Dice que no puede arreglar su coche porque va al burdel demasiado. Pobre hombre. Debido a su necesidad de la forma más básica del amor (el amor fugaz), ahora está pasando apuros económicos.

El burdel se encuentra en una colina, en una antigua casa a la que han adosado un par de caravanas, cometiendo así un verdadero desastre arquitectónico. La anciana que dirige el establecimiento (la madam) nos observa con suspicacia. Lo conocen de otras ocasiones. Donny elige una chica con la que ya ha estado antes. Como es fea, ella le ofreció un precio especial y él le puso una bolsa marrón de ultramarinos en la cabeza. Ella no se lo impidió.

Una mujer me mira fijamente, sonriendo. Le falta un diente y sus eructos huelen a cerveza. No, ella no.

Elijo a una chica bastante guapa, pero que habla demasiado y se pone a contarme todo lo que ha hecho a lo largo de su vida. Tengo que pedirle que deje de hablar durante un rato. Vamos a su habitación, en la que hay ositos de peluche, cucarachas salidas de los resquicios de la pared, latas de refrescos vacías y pósters de estrellas de rock que no conozco.

Lo que hacemos es asunto privado: no voy a entrar ahora en semejantes detalles. Cuando acabo, voy al salón a esperar a Donny. Al cabo de un rato pienso en volver a casa solo, pero al final me pongo a leer revistas.

Debo de haberme quedado dormido. Al despertar oigo un alboroto. Han pasado varias horas. Está amaneciendo, y yo he despertado con un ejemplar de Raja Maravillosa sobre el regazo…

Se oyen gritos y alaridos en el pasillo. Voy a ver. Es Donny. Ha hecho algo y la prostituta está enfadada y moviendo los brazos violentamente. Está pegándole con su sombrero.

–¡Mira mi teta! ¡Mira lo que has hecho! ¡Eres un cabrón de mierda! ¡Mira! – grita la mujer a pleno pulmón.

Su pecho izquierdo está encogido y chupado, y le cuelga de una manera extraña. Lo miro horrorizado: está arrugado como una ciruela pasa y se bambolea como un pingajo. El pobre Donny se encuentra en un aprieto. Tiene una pinta ridícula con el disfraz de indio salvaje: lleva las plumas torcidas como consecuencia de los golpes que le está dando la prostituta y tiene la pintura corrida por la cara. Estaba alelado, como Stan Laurel, recibiendo golpes… Además también ha manchado el pecho de la prostituta con la pintura de la cara, con lo cual da la impresión de estar más chupado todavía y resulta aún más espantoso.

De pronto aparece un tipo grande y fornido que imagino será el gorila del burdel. Con tono suplicante y de indignación, la prostituta le grita:

–¡Mira mi teta! ¡Mira! ¡Este cabrón se ha quedado dormido con mi teta metida en la boca y se ha pasado toda la noche chupándomela! ¡Me la ha dejado seca!

En el pasillo aparecen otras personas del burdel. Donny sigue sin moverse. Está acobardado y medio dormido, pero consciente de que ha vuelto a hacer algo mal. Está aturdido, dejándose golpear con su propio sombrero.

–Puede que haya sido un accidente -me arriesgo a decir.

El gorila me mira como si fuera a matarme. Yo aparto la vista.

Me alejo sigilosamente. Tengo que encontrar algo. Cuando voy por el pasillo, un hombrecillo moreno de cabello negro, ondulado y perfecto y una sábana alrededor de la cintura sale de una habitación y me pregunta:

–¿Qué ocurre? ¿Es una redada? ¿Ha muerto alguien? ¿Va a venir la policía? – Por su voz adivino que es hindú. Luego nuestras miradas se cruzan, y yo lo veo en sus ojos y él en los míos…

Es como yo: está tocado de la cabeza

Hay una comunión de los locos, una comunión que es sagrada. Nos hacemos amigos y hermanos al instante, como dos masones o dos agentes secretos en un país extranjero. Me lo dice la expresión de su mirada.

–Escuche, tengo que hacer algo que sirva de distracción.

–¿Está en un apuro, señor?

–Es que mi amigo…

–¡Cómo no! Ahora mismo le ayudo. ¡Espere un momento, por favor!

El hombre desaparece en el interior de la habitación y luego vuelve a salir. Se ha vestido apresuradamente y ahora está preparado para hacer frente a una emergencia. En la mano lleva… ¡una granada de mano!

Avanza por el pasillo hasta donde se está produciendo el alboroto y, con la granada en alto como una antorcha olímpica, afronta la situación. Yo estoy atónito. Nadie parece reparar en él hasta que empieza a hablar. Yo le miro sin poder articular palabra.

–¡Escúchenme todos, por favor! Lamento informarles que tengo una bomba aquí. Por favor, no vuelvan a acercarse a ese hombre.

El hindú mantiene la granada en alto. Le ha quitado la arandela y está chisporroteando.

Todo el mundo sale corriendo: el gorila, la prostituta del pecho arrugado y flojo, unas cuantas prostitutas más y unos clientes que se han unido al alboroto. Todos, incluido Donny.

–¡Donny! – grito enfadado. Él se vuelve y me ve-. ¡Por aquí! – le grito.

Donny se reúne conmigo y mi nuevo aliado mientras corremos por el pasillo. El hindú se detiene, retrocede unos pasos y arroja la crepitante granada a una habitación atestada de ropa sucia.

Una vez fuera, agachamos la cabeza. Una ventana explota encima de nuestras cabezas y el aparcamiento queda cubierto de almohadones de pluma reventados, ropa interior, toallas y sábanas en llamas. Rápidamente subimos al coche del hindú.

–Caballeros, permítanme que me presente. Soy el profesor Agar Boshnaravata.

–Encantado de conocerle. Yo me llamo Carl y él Donny. Siempre utilizo nombres diferentes. En mi permiso de conducir pone Ulysses McFadden, pero como ahora estoy entre amigos, voy a utilizar el verdadero: Carl.

–Hola -dice Donny.

–Ya veo que tú también eres indio, Donny -dice Agar.

–¿Cómo? – responde Donny.

–Es una broma, Donny… Una broma -digo.

Ha amanecido un día luminoso y nosotros nos alejamos por la carretera que nos conducirá a una nueva aventura. De repente, después de pasarme semanas sin amigos, ahora resulta que tengo dos.

Pero ¿hemos tomado realmente el camino que nos permitirá vivir aventuras salvajes y emocionantes? ¿No estaremos en la autopista que lleva directamente al infierno? No lo sé ni me importa. Simplemente saco la mano por la ventanilla y noto la caricia del aire bajo el sol de la mañana, observo cómo la calzada se emborrona a nuestro paso y veo un niño a lo lejos en un columpio…

Bob Burden lleva veinte años escribiendo literatura marginal y manteniendo una relación de amor-odio con ella. Aparte de ser un escritor premiado, también es dibujante, poeta, artista del mundo del espectáculo y maestro de lo estrambótico. Sus aterradores y caprichosos cuentos hacen perder la cabeza, convierten los sueños en pesadillas y dan un giro de noventa grados cuando uno menos se lo espera. En la década de los setenta inventó un nuevo género literario que denominó «electraficción». En los ochenta introdujo el surrealismo en el mundo del cómic con su héroe de culto, The Flaming Carrot, y en los noventa diseñó el primer terno hecho exclusivamente con gomas elásticas.

WACO

George C. Chesbro

Por extraño que parezca, fue con vómito y no con sangre con lo que resbaló, puesto que uno de los traidores, Virginia, había vomitado después de que él disparara a los tres que intentaban escapar y le metiera a ella un disparo en la cabeza. Raymond notó que sus pies resbalaban del suelo y, cayendo con todo su peso, se sentó sobre la cabeza de Virginia, fracturándole a ella el cráneo y rompiéndose el cóccix. Notó que el dolor le atravesaba la base de la columna vertebral y profirió un grito al tiempo que las lágrimas brotaban de sus ojos. Como siempre hacía en momentos de dolor, tristeza, cólera o confusión, o sencillamente cuando sentía lástima de sí mismo o se notaba indispuesto, agachó la cabeza para rezar.

–Querido padre celestial…

–Yo…

Raymond levantó la cabeza. Miró alrededor, pero no vio a nadie.

–¿Dios…?

–Aquí.

Raymond miró a su izquierda, hacia la ventana, donde un enorme buitre estaba encaramado al alféizar con su cabeza negra y carmesí ladeada y observándole con ojos amarillos.

–¡Aléjate de mí, Satán!

Aguardó unos segundos; luego, cuando oyó el susurro de las alas, abrió los dedos un poco y miró de nuevo hacia la ventana. El buitre sacudió las alas en un movimiento parecido a un encogimiento de hombros y luego dio unos saltitos como si fuera a echarse a volar.

–Como quieras, estúpido. Eres tú quien ha echado la moneda y tú quien me ha llamado.

–¡Espera!

El ave torció su largo y barbado cuello y, metiendo la cabeza por debajo de un ala extendida, miró a Raymond.

–¿Qué ocurre, idiota?

–¿Tú no eres… Satán?

–¿Te refieres a ese tipo del infierno en el que creéis algunos de vosotros?

–Pues… sí.

–Nació a medio hacer y no llegó a la unidad de cuidados intensivos. Con todo lo que lo despreciáis, no esperarás que un pobre diablo como Satán continúe mucho tiempo en el tajo.

–¿De qué estás hablando?

–Nunca ha dejado de asombrarme que un humano con un ápice de conciencia de lo que las personas de este planeta se infligen rutinariamente se inquiete, aunque sólo sea por un segundo, por acabar en otro lugar desagradable llamado infierno. Vamos, vamos…

–¡Yo no quiero arder!

–Oye, chico, si se trata de malas noticias, yo podría darte una, pero en lo que se refiere a ir al infierno, no tienes por qué preocuparte.

–¿Estás diciendo que el infierno no existe?

El enorme buitre hizo lentamente un gesto de negación con la cabeza.

–Eres imposible, Raymond. Creo que no has entendido lo que te he dicho.

–¿Quién eres?

–Dios me llaman algunos, en la comedia es en lo que me ocupo…

–Tú no puedes ser Dios. Eres un buitre.

–Todo el mundo critica, pero alguien tiene que arreglar el estropicio que habéis hecho. He nombrado al buitre vuestra ave planetaria. ¿Qué? ¿Crees que debería haber montado el numerito de la zarza en llamas? Hazme caso: no tardarás en tener todo el calor que puedas soportar.

–¿Qué quieres decir?

–Dentro de cinco minutos los chicos del FBI y la ATF que hay ahí empezarán a arrasar este lugar y luego el chiflado que tenéis por jefe os pegará fuego a todos juntos.

–¿Te refieres a David?

–El tipo al que le has dejado jugar al escondite con tu esposa y tu hija.

–¡Pero si David es tu hijo!

–¿Me tomas el pelo?

–¿David no es… hijo tuyo?

–Ese tarado no sabe ni siquiera tocar la guitarra decentemente. ¿No crees que cualquier hijo mío debería tocar al menos tan bien como Hendrix?

–¿Y Jesús?

–Ese tenía los huevos de acero y tan grandes como sandías. Me caía bien. Solíamos hablar mucho.

–Pero Jesús era tu hijo, ¿verdad? ¿Tuyo y de la Virgen María?

–Mira, estúpido, en primer lugar, si decidiera tener un hijo con una humana, la mujer que escogería como madre no sería virgen cuando acabara con ella, de eso puedes estar seguro. A los dioses varones les gusta el folleteo tanto como a cualquier tío. Pero yo nunca he tenido hijos. Tengo problemas afectivos y no quiero arriesgarme a transmitirlos. Vosotros los humanos ya tenéis bastantes problemas. Algunos de los otros dioses solían darse algún que otro revolcón con los humanos, pero su progenie dejaba bastante que desear. No salió muy bien. Si no, ya me dirás, ¿cuánta gente puede ganarse la vida lanzando disco?

–¿Qué… qué otros dioses?

–Antes éramos un montón. Compartíamos las responsabilidades: uno se ocupaba de las cosechas, otro de las tormentas, otro de los océanos, ya sabes… Había incluso una especie de guardabosques. Éramos cantidad en el reparto. Si querías que se ocuparan de algo, rezabas al dios encargado de esos asuntos. Los dioses no respondían a las oraciones mucho más que yo ahora, pero al menos había representantes locales.

–¿Tú a qué te dedicabas en aquel entonces?

–A los servicios locales. Era el inspector de edificios y jardines. Los peces gordos no querían darme ninguna responsabilidad importante. Decían que era demasiado inestable. Tenían razón, por supuesto. Cuando estoy de mal humor es mejor alejarse de mí.

–¿Qué fue de los demás?

–Los maté. Soy un dios celoso.

–¿Cómo los mataste?

–Les corté el suministro de fe. Hacen falta muchos creyentes para mantener vivo a un dios de categoría mínima.

–¿Cómo? ¿Les cortaste el suministro de fe…?

–Pues sí. Me costó lo suyo, pero el hecho de mantener conversaciones con las personas adecuadas obró milagros. Mientras los demás estaban ocupados haciendo su trabajo, yo bajé aquí y hablé con ciertos humanos para decirles que sólo existía un único Dios: yo. Hablar con Moisés, mi representante, fue divertido. Aquel hombre tenía muy buen oído para los chismes y una imaginación realmente increíble. Fue una verdadera inspiración. El resto, como se suele decir, es historia.

–Pero ¿existe un cielo?

–Hogar, dulce hogar…

–¿Vas a llevarnos allí?

–No… Me temo que no, Raymond. No tengo poder para eso. Nunca he tenido mucha habilidad para tratar con los humanos; por eso me pusieron a cargo de edificios y jardines. Pero incluso si tuviera el poder de llevaros a mi barrio, hacerlo sería una estupidez. Venir a veros de vez en cuando no está mal, pero si tuviera que vivir con vosotros acabaría más loco de lo que ya estoy. Vamos, vamos…

–Pero si tú nos creaste.

–Oye, para el carro. De eso no puedes culparme. No sólo sois una pandilla de asesinos sanguinarios que se dedica a cubrirse de ignominia, sino que vuestra especie padece un grave defecto de diseño. Tenéis predisposición genética a la superstición, a creer en cosas rematadamente absurdas con el fin de justificar vuestro insensato comportamiento. La insensatez engendra insensatez, así como lo que tienes en la cabeza acaba siendo aquello en lo que estás sentado.

–Si no fuiste tú quien nos creó, ¿quién lo hizo?

–No tengo la menor idea. Lo importante del asunto es que vosotros me creasteis a mí y que me mantenéis vivo. Creo que os desarrollasteis más o menos como el resto de las cosas de este planeta.

–Pero ¿adonde iré cuando me muera?

–A ninguna parte, hijo mío. Apaga y vámonos. Sanseacabó… Por eso lo llaman muerte.

–¿Quieres decir que esta vida es todo lo que tengo?

–Todo lo que tenías… ¿Qué querías por tu moneda?

–¡Pero si David dice que el mundo va a acabar ahora y que nosotros somos los únicos que se salvarán!

–Vamos, vamos… El estúpido de vuestro líder sólo es un chiflado más. Creía habértelo explicado. La única diferencia estriba en que él es un lunático activo y el resto de vosotros unos lunáticos pasivos. Lo único que va a cambiar en el mundo cuando os pegue fuego es que la gente empezará a contar chistes como que los de Waco acabaron ardiendo a pesar de que estaban como una regadera. ¿Conoces el de…?

–¿A qué te referías con lunáticos activos y pasivos?

–Es como la diferencia entre el pie y la uva. Si se la considera en conjunto, la especie humana está mentalmente desequilibrada. El hecho de que estés sentado en un charco de sangre sobre el cráneo de una mujer a la que acabas de levantarle la tapa de los sesos mientras mantienes una conversación con un buitre es un buen ejemplo de ello.

–¡Pero si has dicho que eras Dios!

–Y lo soy. Pero la mayoría de la gente se dirige a mí cuando no puedo escucharla, no cuando aparezco realmente ante ella. Pensaba que ibas a sufrir un ataque al corazón. Hablar con un buitre que te responde no suele ser considerado una muestra de salud mental.

–¡Quiero salir de aquí!

–Esta es la primera cosa razonable que te oigo decir. Quizá deberías salir por esta ventana, que era lo que las cuatro personas que acabas de matar intentaban hacer cuando les disparaste.

–¡No puedo moverme! Creo que me he roto la rabadilla.

–Es una lástima. Pero permíteme que acabe de responder a tu pregunta. Los lunáticos pasivos no sabéis lo que queréis, salvo que siempre queréis algo distinto de lo que tenéis y esperáis que yo os lo dé. Ocurre lo mismo en todo el planeta. En cambio los lunáticos activos como vuestro líder saben exactamente lo que quieren, y tarde o temprano se las arreglan para reunir el número suficiente de lunáticos pasivos para intentar conseguirlo. Por lo general los lunáticos activos quieren poder, dinero, matar a la gente que no les gusta o controlar la programación de la tele. Pero lo único que ha querido siempre el lunático activo que tenemos aquí es ser una estrella de rock, y sólo quería serlo para cepillarse a un montón de mujeres. Pero su plan no funcionó porque no tenía talento. De modo que hizo lo que tocaba a continuación, es decir, reunir a una pandilla de lunáticos pasivos y convencerlos de que él era Dios para así cepillarse a todas las mujeres y niñas del grupo. Aunque el resultado de este asunto no te agradará, lo cierto es que, en lo que se refiere a lunáticos activos, ese amigo tuyo no vale un pimiento. El daño que ha hecho a otras personas es relativamente limitado. Si he venido aquí es para decirle que hay algunos por ahí que son de aupa.

–¡No quiero morir abrasado!

–Entonces más vale que te pegues un tiro.

–Pero no me queda ninguna bala…

De pronto se oyó un chirrido en el piso de abajo y el edificio empezó a temblar.

–Se acabó el tiempo. Ya están aquí esos memos, dispuestos a llevar a cabo una verdadera caza de memos. Adiós, estúpido.

–¡Ayúdame! ¡No quiero morir!

–Raymond, ¿con quién demonios estás hablando?

Raymond se volvió hacia la puerta, donde se encontraba su líder con una pistola en una mano y con una lata de gasolina en la otra. Los ojos le brillaban, y los grasientos rizos de su largo y rubio pelo caían sobre su cara.

–¡David! ¡Ya están aquí!

–Lo sé -dijo el hombre. Y sonrió-: Pero ya nos falta poco. Ha llegado el momento del éxtasis y del fin del mundo, tal como profeticé. Cómo van a lamentar haberse metido conmigo. Dime, ¿con quién estabas hablando?

Raymond señaló al gigantesco buitre que seguía encaramado al alféizar.

–¡Es Dios, David! ¡He estado hablando con Dios!

–Pero ¿qué dices? ¿Estás loco? Si no es más que un buitre.

–¡Padre, háblale! – le gritó Raymond al buitre-. Dile lo que me has dicho a mí.

–No puede oírme, Raymond. El se cree su propia publicidad. Piensa que es Dios.

–¡David, he tenido una visión! ¡Estoy teniendo una visión! Creo que deberías reconsiderar tu conducta. ¿Podemos hablar de ello?

El hombre de los ojos brillantes respondió levantando su revólver y disparando tres tiros. La cabeza del buitre explotó soltando un chorro de sangre y su enorme y plumoso cuerpo cayó del alféizar al suelo con un ruido sordo.

–Pero ¿qué demonios te pasa, Raymond? Estamos preparándonos para ir al cielo y tú te quedas tan tranquilo hablando con un buitre. Por cierto, te felicito por salvar a éstos. Dentro de unos minutos estarán agradeciéndotelo.

–David, he estado replanteándome seriamente lo que estamos haciendo. Dios ha dicho que el mundo no va a acabar de ninguna manera y que lo único que ocurrirá es que la gente contará chistes sobre nosotros.

El hombre se acercó a Raymond y le miró fijamente.

–Mueve el culo, Raymond. Necesito tu ayuda.

–¡No puedo, David! ¡Me he hecho daño en la espalda!

–Entonces serás tú el primero -dijo el hombre de los ojos brillantes al tiempo que le rociaba la cabeza y el cuerpo con gasolina-. ¡Ya es hora de que nos vayamos!

George C. Chesbro es el creador de la serie de misterio Mongo. Su último libro se titula Bleeding in the Eye of the Storm.

EL PENITENTE

John Peyton Cooke

«Desde niña he querido torturar a un chico guapo.» Ésta es la frase que utilizó Marie para ligar conmigo. Me la musitó al oído de una forma endemoniada antes incluso de que yo le viera la cara, y funcionó. Significaba que conocía a Donald Fearn y a Alice Porter y también que, basándose únicamente en mi aspecto, se había formado una opinión sobre mí en un instante. No me ofendió; daba la casualidad de que había acertado, pese a que yo me parecía a la mitad de la gente que frecuentaba el Campanario y probablemente la mayoría no estaba metida en la mitad de las cosas en que yo estaba metido.

Al tiempo que cogía el taburete que había al lado del mío, Marie retorció mi oreja multiperforada. Yo me estremecí, solté un grito y me froté la oreja para aliviar el dolor, tras lo cual conté los aretes de plata para asegurarme de que no se había caído ninguno.

–Me llamo Marie. – Tenía la voz aguda y femenina, dulce como la miel y sincera. No lo que cabría esperar de una retuerceorejas que no sabes de dónde ha salido-. ¿Y tú?

–Yo soy Gary. – Mientras la miraba tuve una sensación intensamente agradable, como si alguien estuviera inyectándome una jeringuilla llena de adrenalina directamente en la aorta. No fue sólo su belleza lo que me impresionó, sino su actitud.

Marie tenía una sonrisa, de oreja a oreja, un Camel sin filtro colgado de los labios, los ojos pintados y clavados en los míos, los irises iluminados por el reflejo naranja de la vela del bar, las cejas enarcadas como una diablesa y el cabello negro mate cortado a la altura de los hombros, no como yo, que lo tenía tan largo que me llegaba hasta la cintura. Llevaba toda la ropa negra, desde la ceñida camiseta sin mangas hasta los estrechos vaqueros, pasando por las botas. En su ancho cinturón de cuero brillaban unos afilados remaches de cromo cuyas puntas harían daño a cualquiera que las tocara. Aunque llevaba sólo tres pendientes, tenía un montón de collares y pulseras, rosarios negros y crucifijos de plata afiligranada con incrustaciones de obsidiana. El tatuaje que lucía en el hombro me llamó la atención: era una exquisita imagen llena de color de una Virgen con niño de estilo rafaelista.

Cuando estaba absorto mirándolo, Marie me dio un tirón de la nariz, me encajó uno de sus cigarrillos en la boca y me lo encendió, tras lo cual me empujó para que me irguiera sonriendo juguetonamente.

–Gary -dijo, arrojando humo sobre mi cara coquetonamente-. Lo que he dicho no era broma.

–¿No es eso lo que dijo Donald Fearn cuando lo cogieron? – pregunté-. La única diferencia es que tú has cambiado los géneros,

–Entonces sabes qué le ocurrió a Alice Porter.

–Claro -respondí-. Me sé toda la historia.

Descubrimos que teníamos un interés común en el caso, lo cual no es de extrañar si se tiene en cuenta que no sólo era un caso sensacional y relativamente famoso sino que había ocurrido cerca de allí. Además, los dos éramos aficionados a las novelas policíacas de bolsillo, las obras de Anne Rice, las películas de terror sangrientas y la música heavy punki con referencias obsesivas a la muerte. Los dos íbamos al Campanario, una discoteca construida por algún santo juicioso en una antigua iglesia gótica de piedra situada en un barrio marginal y peligroso de la ciudad. El establecimiento suscita a una clientela bastante colgada y se las ha arreglado para mantener un ambiente suficientemente amenazador para ahuyentar a turistas mamones, pringados universitarios, jovenzuelas de clubes femeninos y demás chusma.

Le pregunté a Marie por qué se había acercado a mí y me había dicho aquello.

–Porque parecías reunir las condiciones para ser una víctima.

Reconocí que así era.

–Además quería conseguirte antes de que lo hiciera otra.

«Desde niño he querido torturar a una chica guapa.» Eso dijo Donald Fearn en 1942 antes de que le mandaran a la cámara de gas de la penitenciaría de Canon City. Lo que le hizo a la joven de diecisiete años Alice Porter resulta muy difícil de describir y sólo un sádico consideraría conveniente hacerlo. Lo único que diré es que entre los instrumentos que las autoridades encontraron en el lugar del crimen había leznas, clavos y látigos de alambre, así como la ropa chamuscada de Alice. En cuanto a cómo estaba el cuerpo de la muchacha cuando lo sacaron de aquel viejo pozo seco, pues bien… como se suele decir, ése es un tema aparte.

Yo pasé la niñez en Pueblo, a unos ochenta kilómetros del lugar donde se cometió el asesinato de Alice Porter y a unos sesenta de donde Donald Fearn fue ejecutado hace más de cincuenta años. Mi abuelo trabajaba en la acería que hay aquí, la cual cubre los tejados de nuestras casas de hollín, da a nuestro aire el tono ocre y el olor a huevo podrido que tiene y fabrica casualmente los fuertes clavos que se hallaron en el «equipo de tortura» de David Fearn.

Antes de morir, mi abuelo daba a menudo rienda suelta a mi patológica curiosidad preguntándome: «Gary, ¿te he contado alguna vez la historia de esa enfermera que fue asesinada en la vieja iglesia de los Penitentes en 1942?» Yo acercaba una silla y le decía que me la contara, y así se creaba entre nosotros un vínculo intergeneracional poco común. Mi abuelo sabía que semejantes historias no harían daño al pequeño Gary. El pequeño Gary, que era un niño solitario, enclenque, escuálido y de aspecto enfermizo que nunca causaba problemas y era incapaz de hacer daño a una mosca, era siempre el objeto de las burlas de los demás niños. Su interés por las sangrientas películas de miedo que emitían los viernes por la noche en la KWGN TV de Denver sólo demostraba que tenía una imaginación normal, activa y sana.

Cuando yo era muy pequeño, el Departamento de Salud y Seguridad Social del estado consideró a mi madre incapaz de educarme por razones que nadie ha juzgado conveniente revelarme. Sospecho que me pegaba o bien tenía un novio que me pegaba en su nombre. En la línea correspondiente a «Padre» de mi partida de nacimiento sólo hay una X mecanografiada, de manera que o ella no sabía quién era o bien fui fruto de una concepción inmaculada. Estoy seguro de que no fue Dios sino un chicano, ya que tengo tez de mestizo, ojos marrones como granos de café y cabello negro y brillante, y siempre que paso un par de minutos al sol mi piel adquiere un tono tostado rojizo.

Sea como sea, el caso es que mis abuelos se quedaron con mi custodia y fueron conmigo quizá más tolerantes de lo que hubieran sido mis verdaderos padres. Cuando se hicieron mayores llegaron incluso a soportar mi ruidosa y endemoniada música, lo cual no es de extrañar ya que tenían el oído destrozado. A los sesenta y nueve años mi abuelo sufrió una gravísima trombosis coronaria que lo mandó al cielo a la misma velocidad que un cohete Saturno V. Mi abuela aún tiene energías, y vive sola en ese viejo y sucio chalet de papel embreado que tiene cerca de la acería. Voy a visitarla sólo para pedirle prestado el coche.

No puedo decir exactamente cómo he acabado siendo como soy. Ni siquiera el que pudiera sufrir malos tratos a manos de mi madre o su novio es motivo para que me sienta necesariamente atraído por el dolor. En el jardín de infancia a las niñas les gustaba tirarme al suelo, cogerme cada una de una extremidad y acarrearme como si fuera el cautivo de una tribu de indígenas. Sin embargo no creo que ésa sea la razón por la que disfruto sometiéndome a la autoridad de una mujer. Cuando era algo mayor, los otros chicos me usaban de víctima cuando jugaban a Star Trek, y me ataban de todas las maneras imaginables, pero dudo que esto tenga algo que ver con mi interés en las sogas y las cadenas. Cuando tuve la edad suficiente para entrar en el sombrío mundo de una librería erótica sin que me pidieran un documento de identidad, me aficioné a mirar las diversas revistas porno y consoladores que había en los anaqueles, pero mis ojos siempre se sentían atraídos por las revistas sobre fetichismo y sólo por aquellas en que las mujeres esclavizaban a los hombres. Nadie me había enseñado el atractivo que se le podía encontrar a esto. Se trataba del mismo instinto natural que hace que un pato se sienta atraído por el agua, un murciélago por una cueva y una mariposa nocturna por una llama.

Los gustos de la mayoría de las personas son predisposiciones, cosas grabadas en nuestro fuero interno, en el disco duro biológico, una programación genética tan ineludible como el destino. Está previsto que ciertas cosas salten en determinados momentos, y tú no puedes oponerte a ello: tienes que ceder. Si tratas de resistirte a sus genes, puedes causar un cortocircuito en tu sistema y perder los nervios por completo, que fue, imagino, lo que le ocurrió a Donald Fearn. «Desde niño he querido ser torturado por una chica guapa.» Ya no tenía remedio. Lo había dicho. Marie me había pedido que hiciera mi propia versión de la confesión de David Fearn, que la modificara a mi antojo y que fuera «franco». Pero ella había sabido en todo momento con quién trataba. Había olido mi sudor a un kilómetro de distancia, desde el otro lado de la concurrida discoteca, a pesar del humo y la confusión. Había encontrado la mano que se ajustaba a su guante negro.

–¿En qué otro sitio te has puesto pendientes, Gary? – gritó para hacerse oír en medio de la estrepitosa música, que sonaba como la lavadora de mi abuela. Las caras que teníamos alrededor eran fantasmales y cadavéricas, estaban cubiertas de maquillaje claro y tenían ojos de mapache inyectados en sangre.

–Esto es todo lo que tengo. – Lo que tenía eran ocho aretes en la oreja izquierda, diez en la derecha y uno en la nariz, pero no una de esas cosas refinadas que la gente se pone en las aletas, sino una aldaba de plata colgada del tabique nasal como la que lleva un toro español en el morro.

Marie metió el dedo índice por ella y de pronto me vi mirando fijamente una larga uña pintada de negro que bailaba bajo la parpadeante luz.

–Me encanta éste -dijo tirando de él sin mucha suavidad-. ¿No tienes uno aquí entonces? – Me cogió la tetilla izquierda-. ¿Ni aquí? – Me pellizcó la derecha-. ¿Ni aquí? – Me apretó el ombligo-. ¿Ni aquí? – Me cogió el paquete, dio con el capullo de mi polla y lo estrujó-. ¿No?

–No -respondí.

Alguien había vuelto con la jeringuilla y me la había clavado directamente en el miocardio. Había pensado en ponerme otros pendientes, pero no tenía a nadie con quien compartir aquellas partes de mi cuerpo, de manera que no había visto motivo para malgastar el dinero. Ponerte pendientes por el cuerpo puede resultar caro, y yo vivía del escaso seguro de paro que había empezado a cobrar cinco meses después de que me despidieran de King Soopers, donde trabajaba de carnicero. El primer pendiente me lo puso en el instituto una chica que se llamaba Snookie y sin cobrarme nada. Los demás agujeros en la oreja me los hicieron en Regalos Spencer, una tienda del centro comercial que es bastante barata. El agujero de la nariz me lo hice yo mismo una noche en que estaba ciego de vodka. Si hubiera tenido que arreglármelas solo, puede que me hubiese puesto el resto de los pendientes yo mismo. En cualquier caso, la noche en que Marie me abordó aún no lo había hecho.

–No noto ninguno más -dijo Marie-. Déjame ver. – Me levantó la camisa por encima de los sobacos y me pasó las uñas por el pecho. Los tipos que teníamos alrededor dejaron de hablar y se volvieron para mirarnos-. Tienes las tetillas rosas y pequeñas -dijo al tiempo que las retorcía como si fueran plastilina.

Me estremecí de dolor. Marie sonrió y empezó darme golpecitos en las tetillas con sus afiladas uñas. Estaba empezando a ponérseme dura. Mane hincó sus garras en mi piel, dejando unos rasguños largos y rojos, mientras me enseñaba sus nacarados y húmedos dientes. No hay nada más excitante que la sonrisa beatífica de una sádica cuando está haciéndote daño.

–Las marcas se te quedan fácilmente -dijo-. Me encanta. – De pronto me dio una bofetada, que me hizo morderme la lengua. Noté el sabor de la sangre. El corazón me dio un vuelco y mi polla despegó del todo-. Se te pone roja que da gusto -comentó Marie. Entonces me hizo con su uña más afilada cuatro arañazos en el pecho que parecían la marca del zorro.

Tenía el dedo rojo de sangre. Me lo metió en la boca para que lo chupara y luego cogió más gotas de mi pecho y las extendió por mis labios. A continuación me bajó la camisa, me cogió del aro de la nariz y se bajó de un salto del taburete, tirando de mí para que yo me bajara del mío.

–¿Adonde me llevas? – le pregunté, flotando en un extraño delirio de endorfina.

Marie me había dado a probar una pequeña muestra de aquello que más anhelaba, como el camello que ofrece gratis un pellizco de aquello que guarda en su camioneta en grandes cantidades. Me puso la mano en el paquete y notó que la tenía dura. Era la prueba, si es que la necesitaba, de que yo no era ningún farsante.

–No quiero ofrecerles a estos buitres un espectáculo gratis -me musitó al oído. Apretó los dientes sobre el lóbulo de la oreja como dispuesta a arrancármela-. Voy a llevarte a mi casa, Gary. Ya verás cómo te gusta.

La seguí ansiosamente. Ella se abrió paso entre la multitud, bajó por la escalera circular de hierro fundido, salió por la puerta trasera y pasó por una sombría callejuela donde grupos de yonquis se pasaban en la oscuridad tiras de goma para atárselas en el brazo. Marie me llevó a su Ford Maverick del setenta y cuatro, me puso las muñecas a la espalda, me las sujetó con unas esposas, me obligó a hacerme un ovillo en el maletero, me pegó sobre la boca una tira de cinta aislante, cerró la puerta de golpe y me dejó sumido en una maravillosa oscuridad.

La noche del asesinato, el 22 de abril de 1942, la esposa de Donald Fearn se encontraba en el hospital dando a luz su tercer hijo. Fearn tenía veintitrés años y era mecánico de ferrocarril. La única razón por la que lo conocemos hoy es que su destartalado Ford azul se quedó casualmente atascado en el barro la mañana del 23 cuando volvía de matar a Alice Porter. Un granjero le sacó con su tractor, y cuando las autoridades fueron a preguntarle si había visto algo que le llamase la atención, el granjero pudo describir con detalle el coche y su conductor. De lo contrario el asesinato habría permanecido envuelto en el misterio y Marie no habría podido recurrir a una frase tan ingeniosa para llamar mi atención.

Donald Fearn no había hablado nunca con Alice Porter hasta la noche en que la recogió en una calle de Pueblo bajo una tormenta torrencial, cuando ella volvía a su casa de su clase de enfermería. Un testigo la oyó gritar y vio vagamente que subía a un coche con alguien. Ésta fue la última vez que alguien la vio con vida aparte de Fearn. Éste la llevó a un pueblo abandonado y la ató al altar de la antigua morada[1], una iglesia construida por una devota secta católica de hispanos conocida como los Hermanos Penitentes. Allí se pasó la noche entera torturándola mientras en el exterior la tormenta rugía y caían rayos y centellas. Cuando acabó, Alice no estaba muerta, pero como no podía permitirle que lo identificara ante la policía le pegó un martillazo en la cabeza y arrojó el cadáver al pozo. La misma lluvia que le había prestado el amparo para raptarla fue la que creó el barro que le atrapó como una mosca pegada a una cinta adherente y posibilitó su confesión, procesamiento y consiguiente y definitiva ejecución.

El Viernes Santo, Marie y yo fuimos a hacer nuestra visita al pueblo fantasma para investigar el lugar del crimen. Parecíamos una versión macabra de Nancy Drew tirando literalmente de uno de sus Hardy Boys (a Marie le había dado por arrastrarme a todas partes con un collar de perro al cuello unido a una correa corta). Yo leí todos los libros de los Hardy Boys cuando aún no había llegado a la pubertad, pero ya entonces sentí una excitación casi sexual ante aquellos episodios en los que ataban a los dos adolescentes espalda contra espalda y les metían bruscamente un pañuelo en la boca. Siempre me imaginaba en su situación, siempre les envidiaba por los apuros que pasaban y siempre pensaba que les iba a ocurrir algo mucho peor que lo que finalmente les ocurría. ¿Por qué ninguno de aquellos malvados les desnudaba, les colgaba por los tobillos y fustigaba su piel virginal con un látigo de nueve puntas?

Llegamos cuando el sol todavía no se había ocultado tras las montañas Sangre de Cristo. La tierra reseca estaba caliente por el sol pese a que la nieve se había derretido recientemente en la meseta. El viento que soplaba de las montañas era helador, pero los dos llevábamos chaquetas de cuero y el frío en las mejillas sentaba bien. El pueblo era un montón de desvencijadas chabolas de madera y viejas casas de adobe envueltas por ráfagas de arena color canela. Había artemisa por todas partes y los brezos recorrían las calles desiertas. No había salas de cine, tiendas ni gasolineras. El pueblo llevaba un siglo abandonado.

–No me extrañaría si ahora apareciera Clint Eastwood a caballo -comenté.

–Incluso Clint Eastwood necesitaría ayuda para salvarte -dijo Marie, dándome un fuerte tirón-. Vamos, Gary.

La morada se encontraba en una colina situada a cien metros al este del pueblo y tenía una vieja cruz de madera en lo alto del tejado. No había sido construida al estilo de las antiguas misiones españolas, ya que era baja y achatada, estrecha adelante y atrás y ancha en el medio, y tenía la misma forma y proporciones que un enorme sarcófago de piedra. Una única ranura que servía de ventana y parecía una tronera que adornaba una de las paredes largas y el tosco adobe refulgía bajo los últimos rayos del sol.

Marie me llevó por el camino del cementerio, que flanqueaban hileras de cruces de madera clavadas en la tierra, hasta la entrada de la morada, una vieja puerta carcomida hecha con tablas alisadas con azuela.

–Ya hemos llegado -dijo-. Aquí sucedió todo.

La luz del sol desapareció, y yo miré por encima del hombro para ver la creciente silueta de las montañas Sangre de Cristo y las sombras que invadían el pueblo al pie de la colina. Donald Fearn había estado aquí. Sabía perfectamente adonde llevaba a su víctima. Había venido preparado, sabiendo con exactitud lo que iba a hacer. Probablemente lo había planeado y había fantaseado con ello durante días o semanas. Marie también llevaba mucho tiempo esperando que yo llegara aquella noche, pero había preferido esperar el Viernes Santo para zurrarme en condiciones.

La fecha era significativa. No tenía nada que ver con Donald Fearn sino con los penitentes, la santa hermandad cuyos sangrientos ritos secretos habían tenido lugar cada año entre las paredes de aquel peculiar lugar de culto más de un siglo antes de que el psicópata de Pueblo cogiera a Alice de la mano y la metiera por la fuerza en su Ford para arrastrarla hasta la morada y acabar con ella.

Antes de conocer a Marie, yo vivía en un cuchitril del YMCA, y cuando me dijo que me trasladara a su casa obedecí como si fuera un viejo animal de compañía. Tenía una mochila y una vieja maleta en las que llevaba ropa y bisutería y también unos cuantos libros de bolsillo, varias cintas magnetofónicas, mi walkman y mis auriculares. Marie vivía en un estudio en el que había unas literas hechas a mano con maderos y madera contrachapada que tenían unas armellas y unos ganchos colocados en lugares estratégicos. Vivía con un tío que había desaparecido hacía varios meses, según me dijo. Ella creía que se había ido a Seattle, pero no estaba segura. Él no había llamado y a ella le daba igual. Era un gilipollas, me dijo, y en una ocasión la había violado. Me dijo que yo dormiría en la litera de arriba.

Me llevó allí la primera noche de éxtasis, cuando me hizo prisionero y me convirtió en su juguete para atarme y desatarme a su antojo, para pellizcarme, pincharme con alfileres, explorarme y azotarme. Una vez me hube trasladado a su estudio, pasamos mucho tiempo en él ampliando mis experiencias. Rara vez teníamos relaciones sexuales normales. Cuando me ataba o hacía daño de una manera que le parecía satisfactoria, solía masturbarse discretamente.

Nuestra relación se centró en mi transformación. Ella quería que yo me pusiera más pendientes y tatuajes, y con ese propósito íbamos periódicamente a la tienda de Federico, un bujarrón hispano y barrigudo enfundado en cuero que lucía un bigote daliniano y hacía ambas cosas con limpieza y profesionalidad. Él era el autor de la magistral Virgen con niño de Marie.

No podíamos permitirnos hacerlo todo a la vez y teníamos que esperar a que yo me curara para hacer la siguiente alteración importante. Federico no hacía ningún esfuerzo para disimular cuánto disfrutaba ilustrando mi piel y haciendo agujeros en mis partes pudendas. A Marie le excitaba verle trabajar.

El proceso duró meses, pero cuando fuimos de visita a la morada yo ya tenía varios aretes en las cejas, tres clavillos en la punta de la lengua, dos aros en las tetillas unidos con una cadena corta, varios aretes en el ombligo y una serie de pendientes que comenzaba en el ano, pasaba por el delicado frenillo, la curva del escroto y la vertical de mi polla y acababa en el capullo con un enorme y pesado Príncipe Alberto que era el que más me enorgullecía y me mantenía en un estado permanente de semierección. Aunque Marie me dejó conservar el pelo de la cabeza -puesto que le gustaba atármelo-, me afeitaba habitualmente el resto del cuerpo en seco con una maquinilla hasta dejarme la piel como la de un niño. Gracias a ello mis nuevos tatuajes se veían claramente: una serpiente verde de dos cabezas que salía del esfínter y se deslizaba sobre el glúteo izquierdo, un dragón que se enroscaba alrededor de un brazo, un escarabajo egipcio sobre el otro bíceps y unas llamas eternas en el pubis.

Los demás tatuajes eran símbolos de los Hermanos Penitentes que Marie se había apropiado. Sobre mi tetilla izquierda tenía el siguiente: