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El primer capítulo

WILLIE CHANDRAN y su hermana Sarojini iban a la escuela misionera. Un día, uno de los profesores canadienses le preguntó a Willie, sonriente y amable:

—¿A qué se dedica tu padre?

Era una pregunta que también había hecho en varias ocasiones a otros chicos, y todos ellos habían respondido de buena gana sobre las diversas profesiones degradadas de sus padres. A Willie le extrañaba que no les diera vergüenza, pero cuando le hicieron la pregunta a él, se dio cuenta de que no sabía qué decir sobre la ocupación de su padre. También se dio cuenta de que le daba vergüenza. El profesor siguió sonriendo, a la espera de una respuesta, y al fin Willie Chandran dijo con rabia:

—Todos saben a qué se dedica mi padre.

La clase entera se echó a reír. Se rieron de su rabia, no de lo que había dicho. A partir de aquel día, Willie Chandran empezó a despreciar a su padre.

La madre de Willie Chandran se había educado en la escuela misionera, y era su deseo que sus hijos también fueran allí. La mayoría de los niños de aquella escuela eran «atrasados» que no habrían sido admitidos en los colegios locales para personas de casta o a los que la vida les habría resultado difícil si hubieran entrado. Ella había asistido al principio a una de aquellas escuelas de casta. Era una casucha destartalada y grisácea de las afueras, lejos del palacio del maharajá y de sus buenas intenciones. Destartalada y todo, los profesores y los criados de la escuela no querían allí a la madre de Willie Chandran. Los criados eran incluso más crueles que los profesores. Dijeron que preferían morirse de hambre a trabajar en un colegio que admitiera a «atrasados». Dijeron que iban a hacer huelga. Acabaron por tragarse su orgullo, dejaron de hablar de huelgas, y la niña fue admitida. Las cosas empezaron a ir mal desde el primer día. En el recreo de la mañana, la chica fue corriendo con los demás niños al patio, donde un criado zarrapastroso y famélico les servía agua de un barril. Tenía un cazo de bambú de mango largo, y cuando se le presentaba un alumno le echaba agua en un recipiente de cobre o de aluminio. Como niña que era, la madre de Willie Chandran no sabía qué le darían, si cobre o aluminio. Pero cuando se vio ante aquel hombre, no tuvo opción alguna: aquel famélico zarrapastroso se puso hecho una furia, amenazante, con los mismos ruidos que habría hecho antes de apalear a un perro callejero. Algunos niños protestaron, y entonces el aguador montó todo un número rebuscando en el suelo y cogió una lata sucia y oxidada, dentada en los bordes por el abrelatas. Era una lata azul de mantequilla Wood, Dunn, de Australia. Allí echó el agua para la niña. Así fue como se enteró la madre de Willie Chandran de que en el mundo exterior el aluminio era para los musulmanes, los cristianos y la gente así, el cobre para las personas de casta, y una lata vieja y oxidada para ella. Escupió dentro. El aguador famélico hizo ademán de pegarle con el cazo de bambú y ella salió corriendo del patio del colegio, muerta de miedo, mientras el hombre echaba pestes contra ella. Al cabo de unas semanas, la niña empezó a ir a la escuela misionera. Tendría que haber ido allí desde el principio, pero su familia y su grupo no sabían nada de nada. No sabían nada sobre la religión de las personas de casta ni sobre los musulmanes ni los cristianos. No sabían ni qué ocurría en el país ni en el mundo. Habían vivido en la ignorancia, aislados del mundo, durante siglos.

A Willie le hervía la sangre cuando oía lo de la lata de mantequilla Wood, Dunn. Quería a su madre, y cuando era pequeño se gastaba todo el dinero que caía en sus manos en comprar cosas bonitas para ella y para la casa: un espejo con marco de bambú, un estante de bambú para un jarrón, un corte de tela estampada a mano, un jarrón de bronce, una caja pintada de papel maché de Cachemira, flores de papel. Pero a medida que se fue haciendo mayor empezó a comprender más cosas sobre la escuela misionera y su situación en el Estado. Empezó a comprender más cosas sobre sus alumnos. Comprendió que ir a la escuela misionera significaba estar marcado, y empezó a distanciarse de su madre. Cuanto más destacaba en la escuela —y era mejor que sus compañeros—, más aumentaba esa distancia.

Empezó a desear ir a Canadá, de donde eran sus profesores. Incluso empezó a pensar que podía adoptar su religión, ser como ellos y viajar por todo el mundo dando clase. Y un día, cuando le pidieron que escribiera una «redacción» en inglés sobre sus vacaciones, hizo como si fuera canadiense, con unos padres a quienes llamaba «mamá» y «papá». Mamá y papá decidieron un día llevar a los niños a la playa. Subieron muy temprano al piso de arriba, a la habitación de los niños, para despertarlos; los niños se pusieron la ropa nueva de vacaciones y se fueron a la playa en el coche familiar. La playa estaba llena de veraneantes, y la familia comió los dulces de vacaciones que había llevado, y al final del día, bronceados y contentos, volvieron a casa. Todos estos detalles de una vida extranjera —la casa de dos pisos, la habitación de los niños— estaban sacados de los tebeos norteamericanos que circulaban por la escuela misionera. Estaban mezclados con detalles locales, como la ropa y los dulces de las vacaciones, algunos de los cuales dieron mamá y papá, contentos como estaban, a mendigos semidesnudos. Esta redacción obtuvo la mejor nota, un diez, y le pidieron a Willie que la leyera en voz alta ante la clase. A los demás chicos, muchos de los cuales llevaban una vida miserable, no se les había ocurrido ninguna idea para escribir y ni siquiera habían sido capaces de inventar, al no saber nada del mundo. Escucharon con admiración la historia de Willie. Se llevó el cuaderno para enseñárselo a su madre, y a ella le encantó y le llenó de orgullo. Le dijo a Willie:

—Enséñaselo a tu padre. La literatura era su especialidad.

Willie no le dio el cuaderno a su padre directamente. Lo dejó sobre la mesa de la galería que daba al patio interior del asram. Su padre tomaba café allí por la mañana.

Su padre leyó la redacción. Sintió vergüenza. Pensó: «Mentiras, mentiras. ¿De dónde habrá sacado estas mentiras?». Después pensó: «Claro que, ¿es peor que Shelley, W y los demás? Todo eso también es mentira». Volvió a leer la redacción. Se entristeció por no aparecer en ella y pensó: «¿Qué te he hecho, pequeño Willie?». Se terminó el café. Oyó a los primeros suplicantes del día congregándose en el patio principal de su pequeño templo. Pensó: «Pero si yo no le he hecho nada. Él no es yo. Es el hijo de su madre. Todo eso de mamá y papá es cosa de ella. No puede evitarlo. Es su educación. Tiene esas ambiciones de la escuela misionera. Quizá tras varios cientos de reencarnaciones sea más evolucionada, pero ella no puede esperar como las personas decentes. Como tantos “atrasados” en la actualidad, quiere adelantarse a los acontecimientos». Nunca le habló a Willie de la redacción, y Willie no le preguntó. Willie sintió más desprecio que nunca por su padre.

Una mañana, como una semana más tarde, mientras su padre estaba con los clientes en la parte de la casa que ocupaba el asram, Willie Chandran volvió a dejar el cuaderno de las redacciones sobre la mesa de la galería del patio interior. Su padre vio el cuaderno a la hora de comer y se inquietó. Lo primero que pensó fue que había otra redacción ofensiva en el cuaderno, otra vez a vueltas con papá y mamá. Tuvo la sensación de que el chico, como auténtico hijo de su madre que era, estaba enfrentándose a él, con toda la astucia de un «atrasado», y no sabía qué hacer. Se preguntó: «¿Qué haría el mahatma?». Llegó a la conclusión de que el mahatma se habría enfrentado a esa astuta agresión con su forma personal de desobediencia civil: no hacer nada. Así que no hizo nada. Ni tocó el cuaderno. Lo dejó donde estaba, y Willie lo vio cuando volvió del colegio a la hora de comer.

Willie se dijo para sus adentros, en inglés: «No es sólo un farsante, sino un cobarde». La frase no sonaba bien; la lógica se interrumpía en alguna parte. De modo que la rehízo. «No sólo es un farsante, sino que también es un cobarde». La inversión del principio de la frase le preocupó, y el «sino» y el «también» le parecieron raros. Y después, al volver a la escuela de la misión canadiense, la meticulosidad gramatical de la clase de redacción lo invadió todo. Probó mentalmente otras versiones de la frase, y al llegar a la escuela se dio cuenta de que había olvidado a su padre y el porqué.

Pero el padre de Willie Chandran no se había olvidado de Willie. El silencio y la insolencia del chico a la hora de la comida le habían llenado de inquietud. Sabía que había algo traicionero en el cuaderno, y por la tarde lo comprobó rápidamente. Dejó a un cliente en medio de una consulta absurda y fue a la galería del otro lado. Abrió el cuaderno y vio la redacción de aquella semana. Se titulaba «El rey Cophetua y la mendiga».

En una época lejana, cuando la tierra sufría hambruna y penurias, una mendiga, desafiando todos los peligros imaginables del camino, fue a la corte del rey, Cophetua, a pedir limosna. Le permitieron entrar a ver al rey. Llevaba la cabeza cubierta y, con la mirada clavada en el suelo, habló de una forma tan hermosa y con tal modestia que el rey le rogó que se descubriera. Era de una belleza indescriptible. El rey se enamoró de ella y prestó juramento real allí mismo, ante la corte, de que la mendiga sería su esposa. Cumplió su promesa. Pero la felicidad de la reina no duró. Nadie la trataba como a una verdadera reina: todos sabían que era una mendiga. Perdió el contacto con su familia. A veces se presentaban ante las puertas del palacio y pedían que saliera, pero no le permitían reunirse con ellos. La familia del rey y toda la corte empezaron a insultarla abiertamente. Cophetua no parecía darse cuenta, y a su esposa le daba demasiada vergüenza contárselo. Con el tiempo, Cophetua y la reina tuvieron un hijo. A continuación se multiplicaron los insultos en la corte, y las maldiciones de los familiares de la reina. Al crecer, el hijo sufría por su madre. Juró que les ajustaría las cuentas a todos, y cuando se hizo hombre cumplió su juramento: mató a Cophetua. Todos se pusieron contentos, los de la corte y los mendigos a las puertas del palacio.

Así acababa la historia. El margen del cuaderno estaba lleno de marcas rojas de aprobación de la pluma del profesor misionero.

El padre de Willie Chandran pensó: «Hemos creado un monstruo. Odia a su madre y a los que son como su madre, y ella no lo sabe. Pero el tío de su madre era el activista de los “atrasados”. No debo olvidarlo. El chico me amargará lo que me quede de vida. Tengo que sacarle de aquí».

Un día, no mucho después, dijo, con la mayor dulzura posible (no le resultaba fácil hablarle con dulzura a aquel chico):

—Tenemos que pensar en tu educación superior, Willie. No debes ser como yo.

Willie replicó:

—¿Por qué dices eso? Bien contento que estás con lo que haces.

Su padre no se dio por enterado de la provocación. Dijo:

—Respondí a la llamada del mahatma. Quemé mis libros en el patio central de la universidad.

La madre de Willie Chandran dijo:

—Pues no se enteró mucha gente.

—Tú di lo que quieras. Quemé los libros ingleses y no me licencié. Lo único que estoy diciendo, si se me permite, es que Willie debería tener un título.

Willie dijo:

—Quiero ir a Canadá.

Su padre continuó:

—He llevado una vida de sacrificio. No he hecho fortuna. Te puedo mandar a Benarés, a Bombay o Calcuta, incluso a Delhi. Pero no te puedo mandar a Canadá.

—Me llevarán los padres.

—Es tu madre quien te ha metido esa absurda idea en la cabeza. ¿Por qué iban a querer los padres mandarte a Canadá?

—Me harán misionero.

—Lo que harán será dejarte en ridículo y devolverte aquí para que trabajes con la familia de tu madre y los demás «atrasados». Eres tonto.

Willie Chandran dijo:

—¿Tú crees?

Y dio por terminada la discusión.

Unos días después, el cuaderno estaba en la mesa de la galería. El padre de Willie Chandran no vaciló. Pasó rápidamente las páginas con marcas en rojo hasta la última redacción.

Era un relato. Era lo más largo del cuaderno y parecía escrito con celeridad. La letra menuda, nerviosa, escrita con fuerza, había arrugado todas y cada una de las páginas, y al profesor de la tinta roja le había gustado todo: en algunos casos había trazado una línea roja vertical en el margen y le había puesto una marca de aprobación a un párrafo o una página entera.

Como otros relatos o fábulas de Willie, se desarrollaba en un lugar indefinido, en una fecha indeterminada. Empezaba en una época de hambruna, que incluso afectaba a los brahmanes. Un brahmán famélico, en los huesos, decide abandonar su comunidad e irse a otra parte, al desierto ardiente y rocoso, para morir a solas, con dignidad. Casi al límite de sus fuerzas, encuentra una caverna baja y oscura en un precipicio y decide morir allí. Se purifica lo mejor que puede y se acomoda para dormir por última vez. Apoya la debilitada cabeza sobre una roca. Hay algo en la roca que le molesta en el cuello y la cabeza. Extiende el brazo para tocarla, una, dos veces, y se da cuenta de que la roca no es tal roca. Es una especie de saco mugriento, duro, lleno de bultos, y cuando el brahmán se incorpora descubre que en realidad la roca es un saco muy viejo con un tesoro dentro.

Nada más hacer el descubrimiento un espíritu le dice: «Este tesoro lleva siglos esperándote. Puedes quedarte con él, y será tuyo para siempre, a condición de que hagas algo por mí. ¿Lo aceptas?». Tembloroso, el brahmán pregunta: «¿Qué tengo que hacer?». El espíritu contesta: «Tienes que sacrificar en mi honor a un niño pequeño todos los años. Mientras lo hagas, el tesoro seguirá siendo tuyo. Si no cumples, el tesoro desaparecerá y volverá aquí. Ha habido muchos antes que tú, durante siglos, y todos han dejado de cumplir». El brahmán no sabe qué decir. El espíritu dice irritado: «¿Lo aceptas, moribundo?». El brahmán pregunta: «¿Dónde encontraré a los niños?». El espíritu contesta: «Yo no tengo por qué ayudarte. Si estás decidido, encontrarás un camino. ¿Aceptas?». Y el brahmán contesta: «Sí, acepto». El espíritu dice: «Duerme, hombre rico. Cuando despiertes te verás en tu antiguo templo y el mundo estará a tus pies. Pero jamás olvides tu promesa».

El brahmán despierta en su antiguo hogar y se ve bien alimentado y robusto. Y al despertar también descubre que sus riquezas superan los sueños del hombre más avaro. Y casi inmediatamente, sin tiempo de saborear su júbilo, empieza a atormentarle el pensar en su promesa. El tormento no desaparece. Le amarga todas las horas de su vida, todos los minutos de todas las horas de su vida.

Un día ve a un grupo tribal pasando por delante del complejo del templo. Son negros y menudos, huesudos por la desnutrición, y van casi desnudos. El hambre ha expulsado a esas gentes de sus moradas y les ha hecho despreocuparse de las antiguas normas. No deberían pasar tan cerca del templo porque la sombra de esas personas, su sola vista, incluso el sonido de su voz, contamina. El brahmán tiene una inspiración. Averigua dónde está el campamento de la tribu. Va allí de noche con la cara oculta por el mantón. Busca al jefe y en nombre de la caridad y la religión se ofrece a comprar a uno de los niños medio muertos de la tribu. Llega al siguiente acuerdo con el jefe: deben drogar al niño, llevarle a cierta cueva baja en el desierto rocoso y dejarle allí. Si se hace decente y honestamente, una semana más tarde el jefe de la tribu encontrará una parte del antiguo tesoro en la cueva, lo suficiente como para sacar de apuros a todos sus seguidores.

Se lleva a cabo el sacrificio, se deposita una parte del antiguo tesoro, y cumplen el ritual año tras año, el brahmán y los miembros de la tribu.

Un año, el jefe, ya mejor alimentado y mejor vestido, con el pelo brillante de aceite, va al templo del brahmán. El brahmán se pone grosero. Pregunta:

—¿Quién eres?

El jefe contesta:

—Me conoces. Y yo te conozco. Sé en lo que andas metido. Lo he sabido desde siempre. Te reconocí esa primera noche y lo comprendí todo. Quiero la mitad de tu tesoro.

El brahmán dice:

—Tú no sabes nada. Yo sé que durante quince años tú y los de tu tribu habéis sacrificado a niños en cierta cueva. Es parte de vuestras costumbres tribales. Ahora que todos habéis prosperado y vivís en la ciudad estáis avergonzados y asustados. Por eso vienes a confesarte ante mí y a pedir mi comprensión. Eso te lo concedo, porque comprendo vuestras costumbres tribales, pero no puedo decir que no me horrorice y, si quiero, puedo llevar a cualquiera a la cueva con los huesos de muchos niños. Vete de aquí. Llevas el pelo aceitado, pero incluso la sombra de tu cuerpo contamina este lugar sagrado.

Asustado, el jefe de la tribu se echa atrás. Dice:

—Perdón, perdón.

El brahmán dice:

—Y no olvides tu promesa.

Llega el día del sacrificio anual del brahmán. Por la noche se dirige a la cueva llena de huesos. Le da un montón de vueltas a la cabeza para inventarse y adornar toda clase de historias, por si acaso el jefe de la tribu le ha delatado y hay gente esperándole. Nadie le está esperando. No le sorprende. En la oscura cueva hay dos niños drogados. Después de todo, el jefe de la tribu se ha portado bien. Con mano experta, el brahmán sacrifica a los dos al espíritu de la cueva. Cuando va a incinerar los dos pequeños cadáveres ve, a la luz de una tea, que son sus hijos.

Así acababa el relato. El padre de Willie lo había leído sin saltarse nada. Y cuando, mecánicamente, volvió al principio, se dio cuenta —algo que había olvidado durante la lectura— de que se titulaba «Una vida de sacrificio».

Pensó: «Tiene una mente enferma. Me odia a mí y odia a su madre, y ahora se ha vuelto contra sí mismo. Esto es lo que le han hecho los misioneros con lo de papá y mamá, Dick Tracy y los tebeos de la Justice Society of America, las películas sobre la crucifixión de Cristo durante la Semana de Pasión, y encima Bogart, Cagney y George Raft. No puedo enfrentarme de una forma racional a esta clase de odio. Actuaré como el mahatma. Sin hacerle ni caso. Con él, mantendré el voto de silencio».

Dos o tres semanas después, se le acercó la madre del chico y le dijo:

—Ojalá rompieras ese voto de silencio. Willie está fatal por tu culpa.

—Ese chico no tiene solución. Yo no puedo hacer nada por él.

Ella replicó:

—Tienes que ayudarle. Sólo tú puedes ayudarle. Hace dos días le encontré sentado a oscuras. Cuando encendí la luz vi que estaba llorando. Le pregunté por qué. Me dijo: «Es que me da la impresión de que todo es muy triste en el mundo. Y es lo único que tenemos. No sé qué hacer». No supe qué decirle. Es algo que ha cogido de ti. Intenté consolarle. Le dije que todo se arreglaría, y que iría a Canadá. Me dijo que no quiere ir a Canadá. Que no quiere ser misionero. Que ni siquiera quiere volver a la escuela.

—Algo habrá pasado en la escuela.

—Se lo pregunté. Me dijo que había ido al despacho del director por algo. Había una revista sobre la mesa. Era una revista de las misiones. En la cubierta aparecía una fotografía en color de un sacerdote con gafas y reloj de pulsera, con un pie sobre una estatua de Buda. Acababa de derribarla con un hacha, y estaba sonriente, apoyado sobre el hacha, como un leñador. Yo veía revistas y fotografías así cuando estaba en la escuela. A mí me daba igual, pero cuando Willie vio esa fotografía sintió vergüenza de sí mismo. Pensó que los padres le habían estado engañando durante todos estos años. Sintió vergüenza de haber querido ser misionero. Lo que en realidad quería era ir a Canadá y salir de aquí. No comprendió en qué consistía el trabajo de un misionero hasta que vio la fotografía.

—Si no quiere ir a la escuela misionera, no tiene por qué ir.

—No, si de tal palo, tal astilla.

—Lo de la escuela misionera fue idea tuya.

Así que Willie Chandran dejó de ir a la escuela misionera. Empezó a quedarse en casa, haciendo el vago.

Su padre le vio un día dormido boca abajo, con un ejemplar de la edición escolar de El vicario de Wakefield cerrado a su lado, con los pies cruzados, las plantas de los pies, rojas, de un color más claro que el resto de su cuerpo. Notó tanta desdicha y tanta energía que se sintió abrumado por la pena. Pensó: «Antes pensaba que tú eras yo y me preocupaba por lo que te había hecho. Pero ahora sé que tú no eres yo. Lo que a mí me pasa por la cabeza no pasa por la tuya. Tú eres otra persona, alguien a quien no conozco, y me preocupo por ti porque te has lanzado a un camino que tampoco conozco».

Días más tarde fue a buscar a Willie y le dijo:

—Como bien sabes, no tengo dinero. Pero si quieres, puedo escribir a algunas personas que conozco en Inglaterra, a ver qué pueden hacer por ti.

A Willie le encantó la idea, pero no lo demostró.

El famoso escritor por quien le habían puesto aquel nombre a Willie era ya muy mayor. Al cabo de unas semanas llegó su respuesta desde el sur de Francia. La carta, en una hoja pequeña, estaba mecanografiada profesionalmente, en renglones estrechos con mucho espacio en blanco.

Estimado Chandran: Ha sido muy grato recibir su carta. Guardo gratos recuerdos del país, y es grato tener noticias de los amigos indios. Muy atentamente…

La carta no decía nada sobre Willie. Parecía como si el viejo escritor no hubiera entendido lo que se le pedía. Debían de haber intervenido los secretarios. Debían de haberse interpuesto. Pero el padre de Willie Chandran sintió decepción y vergüenza. Decidió no contárselo a Willie, pero Willie ya se había hecho una idea de lo ocurrido: había visto la carta con el sello francés.

No hubo respuesta de un famoso corresponsal de guerra que había ido a la India a cubrir la información radiofónica sobre la independencia, la partición y el asesinato del mahatma, y había sido excepcionalmente amable. Algunas personas que contestaron eran muy directas. Decían que no podían hacer nada. Otras enviaron respuestas largas y amables que, como la del escritor, desatendían la petición de ayuda.

El padre de Willie intentó adoptar una actitud filosófica, pero no le resultó fácil. Le dijo a su esposa, aunque tenía como norma guardarse las depresiones para sí:

—Con todo lo que hice por ellos cuando vinieron aquí… Puse el asram a su disposición. Les presenté a todo el mundo.

Su esposa replicó:

—También ellos hicieron mucho por ti. Te pusieron el negocio. No lo niegues.

Él pensó: «No voy a volver a hablarle de estos asuntos. Qué mal he hecho en romper la norma. Es que no tiene vergüenza. Es “atrasada” de los pies a la cabeza. Come de mi sal y encima me insulta».

Pensó en cómo darle las malas noticias a Willie. Una vez comprendida la debilidad del chico, no le preocupaba el desdén. Pero —y aún le sorprendía reconocerlo— no quería contribuir a su sufrimiento. No podía olvidar la imagen del ambicioso chico, derrotado, durmiendo boca abajo, con el texto escolar de El vicario de Wakefield cerrado junto a él y los pies cruzados, unos pies tan oscuros como los de su madre.

Pero se libró de la humillación de un rechazo completo. Llegó una carta de Londres, en un sobre azul, de la Cámara de los Lores, de un hombre famoso que había visitado brevemente el asram justo después de la independencia. Gracias a su fama y su título, para el padre de Willie Chandran era inolvidable.

La letra grande y suelta sobre el papel azul de la Cámara de los Lores sugería poder y ostentación, y el contenido de la carta se correspondía con la letra. El gran hombre había tenido a bien hacer ostentación de su poder ante el padre de Willie, granjearse gratitud y méritos en aquel lejano rincón del mundo, agitar una varita mágica, mover el dedo meñique, por así decirlo (los demás dedos estaban ocupados en asuntos más importantes), y poner en movimiento a muchos hombrecillos. La carta contenía un poco del oro que habían entretejido los hombrecillos: había una plaza y una beca para Willie Chandran en una escuela de Magisterio para estudiantes mayores de veinticinco años en Londres.

Y así fue como, a la edad de veinte años, Willie Chandran, el alumno de la escuela misionera que no había terminado sus estudios, sin idea de lo que quería hacer, salvo escapar de lo que conocía, y con muy poca idea de lo que había fuera de lo que conocía, se fue a Londres, únicamente con las fantasías de las películas de Hollywood de los años treinta y cuarenta que había visto en la escuela misionera.

Fue en barco. Y todo lo que rodeó el viaje —el tamaño de su propio país, las multitudes del puerto, el número de barcos en el muelle, la confianza en sí mismos de los pasajeros del barco— le asustó tanto que se sintió sin deseos de hablar, al principio por pura preocupación y después, cuando descubrió que el silencio le proporcionaba fuerza, por táctica. De modo que miraba sin intentar ver y oía sin prestar atención y, sin embargo, más adelante —al igual que tras una enfermedad es posible que una persona recuerde todo lo que en su momento sólo había notado a medias— descubriría que había guardado todos los detalles de aquella travesía, su primera e impresionante travesía.

Sabía que Londres era una gran ciudad. La idea que tenía sobre una gran ciudad era un lugar de ensueño, esplendoroso y deslumbrante, y cuando llegó a Londres y empezó a pasear por sus calles se sintió defraudado. No sabía qué veía. Los folletos y prospectos que cogía o compraba en las estaciones del metro no le servían de nada: se sobrentendía que los lugares de interés de los que hablaban eran famosos y conocidos por todos y, en realidad, de Londres Willie sabía poco más que el nombre.

Los dos únicos lugares de la ciudad sobre los que sabía algo eran el palacio de Buckingham y Speakers’ Corner[3]. El palacio de Buckingham le decepcionó. Pensó que el palacio del maharajá en su Estado era mucho más grandioso, más un palacio, y eso le hizo sentir, en un rinconcito de su corazón, que los reyes y las reinas de Inglaterra eran impostores, y el país una especie de farsa. Su decepción se transformó en algo parecido a la vergüenza —de sí mismo, por su credulidad— cuando fue a Speakers’ Corner. Había oído hablar de ese sitio en la clase de cultura general de la escuela misionera y había escrito sobre ello, como si conociera bien el asunto, en más de un examen final. Se esperaba grandes multitudes radicales, vociferantes, como a las que se dirigía el tío de su madre, el activista de los «atrasados». No se esperaba ver a unos cuantos vagos en torno a media docena de oradores, mientras los grandes autobuses y los coches pasaban sin cesar por allí, indiferentes. Algunos oradores tenían ideas religiosas muy personales y, al recordar su vida familiar, Willie pensó que las familias de aquellos hombres quizá se alegraran de quitárselos de en medio por la tarde.

Dio la espalda a la deprimente escena y echó a andar por uno de los senderos junto a Bayswater Road. Caminó sin ver, pensando en la desesperación en su país y su nebuloso presente. De repente, en un instante verdaderamente mágico, algo le sacó de su ensimismamiento. Andando por el mismo sendero, hacia él, medio inclinado sobre el bastón que llevaba, vio a un hombre increíblemente famoso, de paso por allí, solitario y espléndido entre la gente que paseaba aquella tarde. Willie le dirigió una penetrante mirada. Despertaron en él todas las antiguas actitudes —las mismas actitudes de algunas personas que iban al asram simplemente para contemplar a su padre— y se sintió ennoblecido por la visión y la presencia del gran hombre.

Aquel hombre era alto y delgado, muy moreno e impresionante, con un severo traje cruzado de color carbón que resaltaba su delgadez. Llevaba el pelo rizado aplastado hacia atrás sobre la cabeza alargada y estrecha, de asombrosa nariz, como de halcón. Todos y cada uno de los detalles del hombre que se aproximaba hacia Willie se correspondían con las fotografías que conocía. Era Krishna Menon, íntimo amigo del señor Nehru y portavoz de la India en los foros internacionales. Llevaba la mirada baja mientras caminaba, preocupado. Alzó los ojos, vio a Willie, y en aquel rostro nublado relampagueó una sonrisa amistosa y satánica. Willie jamás habría esperado que aquel gran hombre reparase en él. Y sin que le diera tiempo a decidir qué hacer, Krishna Menon y él se cruzaron y pasó el deslumbrante momento.

Uno o dos días después, en la pequeña sala de estudiantes de la escuela, vio en un periódico que Krishna Menon había pasado por Londres camino de Nueva York y las Naciones Unidas. Se había alojado en el hotel Claridge. Willie miró mapas y guías y comprendió que a lo mejor Krishna Menon simplemente había dado un paseo aquella tarde desde el hotel hasta el parque para pensar sobre el discurso que pronunciaría al cabo de poco tiempo. El discurso trataría sobre la invasión de Egipto por Gran Bretaña, Francia y otros países.

Willie no sabía nada de esa invasión. Al parecer, se debía a la nacionalización del canal de Suez, y Willie tampoco sabía nada sobre eso. Sabía algo sobre el canal de Suez, por las clases de geografía, y una de las películas de Hollywood que les habían puesto en la escuela misionera se titulaba Suez. Pero en la mente de Willie, ni la geografía de la escuela ni Suez eran totalmente reales. Y no tenían nada que ver con el aquí y el ahora, ni afectaban a su familia ni a él ni a su ciudad, y no tenía ni idea de la historia del canal ni de Egipto. Conocía un nombre, el del coronel Nasser, el dirigente egipcio, pero sólo como el de Krishna Menon: conocía la grandeza del hombre sin saber nada de los hechos. En su país leía los periódicos, pero los leía a su manera. Había aprendido a evitar los artículos más importantes, los que hablaban de guerras en lugares lejanos o campañas electorales en Estados Unidos que para él no significaban nada, se prolongaban una semana tras otra, lentos y repetitivos, y con frecuencia acababan de una forma poco convincente, como un mal libro o una mala película, ofreciendo nada o muy poco a cambio de mucho esfuerzo y atención. De modo que, al igual que en el barco fue capaz de mirar sin ver y oír sin prestar atención, en su país Willie había estado muchos años leyendo los periódicos sin asimilar las noticias. Conocía los grandes nombres; muy de vez en cuando miraba el titular principal, pero eso era todo.

Entonces, tras haber visto a Krishna Menon en el parque, se quedó asombrado de lo poco que sabía del mundo que le rodeaba. Dijo: «Esta costumbre de no ver se me ha pegado de mi padre». Empezó a leer cosas sobre la crisis egipcia en los periódicos, pero sin entender lo que leía. No conocía lo suficiente los antecedentes, y los artículos de los periódicos eran como seriales de televisión: había que saber lo que había pasado antes. Así que empezó a leer libros sobre Egipto en la biblioteca de la escuela de Magisterio, y se perdió. Era como moverse muy rápido sin tener unos indicadores fijos con los que hacerse una idea de la posición y la velocidad. Su ignorancia parecía aumentar con cada cosa que leía. Al final recurrió a un libro baratucho de historia del mundo publicado durante la guerra. Apenas pudo entenderlo. Le pasaba como con los folletos sobre Londres de las estaciones de metro: en el libro se daba por supuesto que el lector ya conocía los acontecimientos célebres. Willie pensó que estaba sumido en la ignorancia, que había vivido sin conocimiento del tiempo. Recordó una de las cosas que decía el tío de su madre: que los «atrasados» llevaban tanto tiempo aislados de la sociedad que no sabían nada de la India, nada sobre las demás religiones, ni siquiera sobre la religión de las gentes de casta, de las cuales ellos eran siervos. Y pensó: «Este vacío es una de las cosas que me vienen de mi madre».

Su padre le había dado los nombres de varias personas con las que debía ponerse en contacto. Willie no tenía intención de hacerlo. Muy pocos nombres significaban nada para él, y en Londres quería librarse de su padre y arreglárselas él solo. Eso no le impidió presumir de nombres en la escuela. Los soltaba de una forma inocente, como a voleo, sopesando la importancia de cada nombre según la reacción de la gente. Y entonces, con aquella nueva sensación de ignorancia y vergüenza, con una visión creciente de un mundo demasiado grande para él, Willie escribió al viejo escritor famoso cuyo nombre le habían puesto y a un periodista cuyo nombre había visto en grandes caracteres en un periódico.

El periodista fue el primero en contestar.

Estimado Chandran: Por supuesto que recuerdo a su padre, mi babu preferido…

«Babu», indio anglicanizante, era un error: la palabra debería haber sido «sadhu», asceta. Pero a Willie no le importó. La carta parecía cordial. Pedía a Willie que fuera a la redacción del periódico, y una tarde a primera hora, como una semana más tarde, Willie se encaminó hacia Fleet Street. Era un día caluroso y soleado, pero a Willie le habían hecho creer que en Inglaterra no paraba de llover, y llevaba impermeable. El impermeable era muy fino, de un material gomoso que en el interior, muy suave, empezaba a transpirar casi nada más ponérselo, de modo que cuando Willie llegó al gran edificio negro del periódico llevaba húmedos la parte superior y los costados de la chaqueta y la parte trasera del cuello de la camisa, y cuando se quitó el impermeable todo sudado, pegajoso, parecía que había estado andando bajo la lluvia.

Dio su nombre a un hombre uniformado y al cabo de un rato bajó el periodista, con traje oscuro y nada joven, y Willie y él hablaron de pie en el vestíbulo. No llegaron muy lejos. No tenían nada de que hablar. El periodista le preguntó por el babu; Willie no le corrigió, y cuando acabaron con ese tema ambos miraron a su alrededor. El periodista se puso a hablar sobre el periódico a la defensiva, y Willie comprendió que a la publicación no le gustaba la independencia india ni tenía una actitud cordial hacia la India y que el periodista había escrito varios artículos duros tras visitar el país.

El periodista dijo:

—En realidad, es Beaverbrook. No le interesan los indios. Es como Churchill en algunos sentidos.

Willie preguntó:

—¿Quién es Beaverbrook?

El periodista bajó la voz:

—Es el propietario.

Le hacía gracia que Willie no estuviera al tanto de algo tan impresionante.

Willie se dio cuenta y pensó: «Me alegro de no saberlo. Me alegro de no haberme dejado impresionar».

Entró alguien por la puerta principal, por detrás de Willie. El periodista miró hacia un lado de donde estaba Willie, para seguir el avance del recién llegado. Dijo, con admiración:

—Es nuestro director.

Willie vio a un hombre trajeado de oscuro, de mediana edad, con el rostro enrojecido tras la comida, que subía la escalera por el otro extremo del vestíbulo.

Mirando al director, el periodista dijo:

—Se llama Arthur Christiansen. Dicen que es el mejor director del mundo. —Después, como hablando para sus adentros, añadió—: Se necesita mucho para llegar hasta ahí. —Willie y el periodista observaron al gran hombre mientras subía la escalera. Después, cambiando de actitud, el periodista dijo, en tono jocoso—: Espero que no haya venido usted a pedir su puesto.

Willie no se rió. Dijo:

—Yo estoy estudiando. He venido con una beca. No estoy buscando trabajo.

—¿Dónde está?

Willie le dijo el nombre de su escuela.

El periodista no la conocía. Willie pensó: «Quiere insultarme. Mi escuela es bastante grande y bastante importante».

El periodista preguntó, en el mismo tono jocoso:

—¿Es usted asmático? Lo digo porque nuestro presidente sí que lo es y siente especial simpatía por los asmáticos. Si quisiera usted un puesto de trabajo, sería algo a su favor.

Así acabó la entrevista, y Willie se sintió avergonzado de su padre, de quien seguramente se habría burlado el periodista en lo que había escrito, y avergonzado también de sí mismo por no haberse aferrado a la decisión de mantenerse alejado de los amigos de su padre.

Unos días después llegó una carta del gran escritor cuyo nombre llevaba Willie. Era una hoja pequeña del papel del hotel Claridge, el mismo hotel del que había salido Krishna Menon para dar un paseíto por el parque aquella tarde, sin duda para pensar en el discurso ante las Naciones Unidas sobre Suez. La carta estaba mecanografiada, a doble espacio y con amplios márgenes.

Estimado Willie Chandran: Ha sido grato recibir su carta. Guardo recuerdos muy gratos de la India, y siempre es grato tener noticias de los amigos indios. Muy atentamente…

Y la firma temblorosa del anciano estaba no obstante trazada con cuidado, como si el escritor pensara que ése era el propósito de su carta.

Willie pensó: «He juzgado mal a mi padre. Pensaba que el mundo le resultaba fácil por ser brahmán y que era un farsante por pura holgazanería. Empiezo a comprender lo duro que debe de haber sido el mundo para él».

Willie vivía en la escuela de Magisterio como aturdido. Las enseñanzas que recibía eran como la comida, insípidas. No podía separarlas mentalmente. Y al igual que comía sin placer, hacía, con una especie de ceguera, lo que le pedían tutores y profesores, leía los libros y artículos y redactaba los trabajos. No tenía en qué apoyarse, ni idea alguna de lo que le aguardaba. Aún no se había hecho una idea de la escala de las cosas, del tiempo histórico, ni siquiera de la distancia. Cuando vio el palacio de Buckingham pensó que los reyes y las reinas eran impostores, el país una farsa, y siguió viviendo con esa idea de artificio.

En la escuela de Magisterio tuvo que volver a aprender todo lo que sabía. Tuvo que aprender a comer en público. Tuvo que aprender a saludar a la gente y a no volver a saludarla otra vez en un lugar público diez o quince minutos más tarde. Tuvo que aprender a cerrar las puertas después de traspasarlas. Tuvo que aprender a pedir cosas sin un tono imperioso.

La escuela de Magisterio era una fundación victoriana semibenéfica y estaba inspirada en Oxford y Cambridge. Eso les decían con frecuencia a los alumnos. Y porque la escuela era como Oxford y Cambridge, abundaban los detalles de la «tradición», de los que profesores y alumnos se sentían orgullosos pero no podían explicar. Por ejemplo, había normas sobre la vestimenta y la conducta en el comedor, y curiosos castigos que obligaban a beber cerveza por mal comportamiento. Los alumnos tenían que llevar toga negra en las ocasiones solemnes. Cuando Willie preguntó por lo de la toga, uno de los profesores le explicó que era lo que se hacía en Oxford y Cambridge, y que la toga académica descendía de la antigua toga romana. Al no saber lo suficiente como para sentir admiración, y siguiendo las costumbres de la escuela misionera, Willie consultó varios libros sobre el asunto en la biblioteca de la escuela de Magisterio. Se enteró de que, a pesar de tantas estatuas togadas del mundo antiguo, hasta el momento nadie había logrado entender cómo se extendió la toga entre los romanos. Probablemente, la toga académica fue copiada de los seminarios islámicos de hace mil años, y ese estilo islámico copiado a su vez de algo anterior. De modo que era un artificio.

Pero ocurría algo extraño. Poco a poco, al ir aprendiendo las curiosas normas de la escuela, con sus edificios victorianos de aspecto eclesiástico y pretensiones de ser más antiguos de lo que eran, Willie empezó a considerar de una forma distinta las normas que había dejado atrás, en su país. Empezó a ver —y al principio le entristeció— que las viejas normas también eran una especie de artificio, algo autoimpuesto. Y un día, hacia el final del segundo curso, vio con toda claridad que ya no estaba comprometido con las viejas normas.

El tío activista de su madre había luchado durante años por la libertad de los «atrasados». Willie siempre se había puesto de ese lado. Entonces comprendió que la libertad por la que había luchado el activista estaba a su disposición. Ninguna persona de las que conocía, fuera o dentro de la escuela, sabía nada de las normas del país de Willie, y empezó a comprender que era libre de presentarse ante los demás como deseara. Podía, por así decirlo, escribir su propia revolución. Las posibilidades le daban vértigo. Podía, dentro de lo razonable, rehacerse a sí mismo, su pasado y su linaje.

Y al igual que en la escuela de Magisterio presumía al principio, de una forma inocente, solitaria, de la amistad de su «familia» con el viejo escritor famoso y el famoso periodista de Beaverbrook, empezó a cambiar otras cosas sobre su persona, pero de una forma modesta, segura. No tenía ninguna idea esencial, dominante. Cogía un detalle de aquí y otro de allá. Los periódicos, por ejemplo, no paraban de dar noticias sobre los sindicatos, y un día se le ocurrió que el tío de su madre, el activista de los «atrasados», que en algunos mítines llevaba un pañuelo rojo (imitando a su héroe, Bharatidarsana, el famoso poeta «atrasado», revolucionario y ateo), un día se le ocurrió que aquel tío de su madre era una especie de dirigente sindical, un pionero de los derechos de los trabajadores. Lo dejó caer en las conversaciones y las tutorías, y se dio cuenta de que intimidaba a la gente.

En otra ocasión se le ocurrió que su madre, con la educación de la escuela misionera, podía ser medio cristiana. Empezó a hablar de ella como si fuera totalmente cristiana; pero después, para librarse de la mácula de la escuela misionera y de la idea de los «atrasados» risueños y descalzos (la escuela de Magisterio mantenía una misión cristiana en Nyasalandia, al sur de África, y había revistas de las misiones en la sala de estudiantes), adaptó ciertas cosas que había leído, y al hablar de su madre decía que pertenecía a una antigua comunidad cristiana del subcontinente, una comunidad casi tan antigua como el propio cristianismo. Se conformó con dejar a su padre en brahmán. Transformó al padre de su padre en «cortesano». Y así, jugando con las palabras, empezó a reconstruirse a sí mismo. Se entusiasmó, y empezó a experimentar una sensación de poder. Sus tutores dijeron:

—Parece que te estás adaptando.

Con aquella seguridad recién adquirida empezó a atraer a la gente. Entre ellos estaba Percy Cato. Percy era jamaicano, mestizo, y más moreno que negro. Willie y Percy, ambos exóticos, ambos becarios, recelaron el uno del otro al principio, pero después empezaron a llevarse bien y a intercambiar historias de su pasado. Al hablar de sus antepasados, Percy dijo:

—Creo que incluso tengo una abuela india.

Y bajo su nuevo caparazón, Willie sintió angustia. Pensó que aquella mujer podría haber sido como su madre, pero en un escenario increíblemente remoto, donde el mundo habría estado por completo fuera del control de la pobre mujer. Percy se pasó la mano por el pelo rizado y dijo:

—La verdad es que el negro es recesivo.

Willie no entendió a qué se refería Percy. Lo único que sabía era que Percy había encontrado una historia para explicar su aspecto. Era jamaicano pero no estrictamente de Jamaica. Había nacido en Panamá y se había criado allí. Dijo:

—Soy el único negro o jamaicano o afroantillano que conocerás en Inglaterra que no sabe nada de críquet.

Willie preguntó:

—¿Cómo es que naciste en Panamá?

—Mi padre se fue a trabajar en el canal de Panamá.

—¿Como el canal de Suez?

Todavía aparecía en las noticias.

—Eso fue antes de la Primera Guerra Mundial.

Como hacía en la escuela misionera, Willie buscó información sobre el canal de Panamá en la biblioteca de la escuela de Magisterio. Y allí estaba todo, en fotografías con mucho grano, retocadas, borrosas, bordeadas de negro, de viejos anuarios y enciclopedias: las grandes obras de ingeniería en seco antes de la Primera Guerra Mundial, con cuadrillas de trabajadores negros anónimos, posiblemente jamaicanos, en las esclusas sin agua. Uno de aquellos negros podría haber sido el padre de Percy.

Le preguntó a Percy en la sala de estudiantes:

—¿Qué hacía tu padre en el canal de Panamá?

—Era administrativo. Ya sabes cómo es esa gente de por allí. No saben leer ni escribir.

Willie pensó: «Es mentira. Qué absurdo. Su padre fue allí de peón. Debía de formar parte de una de las cuadrillas. Colocó la piqueta en el suelo, como los demás, y miró obedientemente al fotógrafo».

Hasta entonces Willie no había sabido realmente qué pensar de un hombre que parecía no tener oficio ni beneficio y que podía ser a la vez negro y no negro por su forma de actuar. Cuando a Percy le daba por la negritud, proclamaba a los cuatro vientos su hermandad con Willie; cuando no, intentaba mantener las distancias. Con aquella fotografía del padre de Percy en mente, de pie como un soldado en posición de descanso, con ambas manos en el mango de la piqueta bajo el ardiente sol de Panamá, Willie pensó que le conocía un poco mejor.

Willie había tenido mucho cuidado con lo que le contaba a Percy sobre sí mismo, y empezó a resultarle más fácil estar con él. Se sentía en un plano, o dos o muchos más, por encima de Percy, y más dispuesto a admitir que Percy era un hombre de mundo, que sabía más de Londres y las costumbres occidentales. A Percy le halagaba, y se convirtió en el guía de Willie en la ciudad.

A Percy le encantaba la ropa. Iba siempre de traje y corbata. Siempre llevaba los cuellos de las camisas limpios, rígidos y almidonados, y los zapatos brillantes, con la lengüeta como nueva y los tacones impecables, firmes, nunca desgastados. Percy sabía de telas, de cortes de trajes y del cosido a mano, y podía distinguir esas cosas en la gente mientras paseaba. La buena ropa parecía poseer casi una cualidad moral para él: respetaba a las personas que respetaban la ropa.

Willie no sabía nada de ropa. Tenía cinco camisas blancas y —como la lavandería de la escuela se estropeaba una vez a la semana— tenía que apañarse con una sola camisa durante dos o tres días. Tenía una corbata, de algodón Tootal, de color burdeos, que costaba seis chelines. Se compraba una cada tres meses y tiraba la vieja, con unas manchas espantosas y demasiado arrugada como para hacer el nudo. Tenía una chaqueta, una especie de trapo verde claro, que le sentaba como un tiro. Le había costado tres libras en unas rebajas de The Fifty Shilling Tailors[4] en el Strand. Él no se consideraba mal vestido y tardó un poco en darse cuenta de que Percy era muy suyo para la ropa y le gustaba hablar de ella. Le extrañaban aquellos gustos de Percy. Lo de ser quisquilloso con las telas y los colores era algo que relacionaba con las mujeres (y en un rincón de su mente, ahora secreto, pensaba en los «atrasados» de la familia de su madre, y su gusto por los colores fuertes). Estaba mal en un hombre: era algo afeminado y frívolo; pero creía entender por qué a Percy le encantaba la ropa y, más que la ropa, los zapatos. Y acabó por descubrir que se equivocaba con lo del afeminamiento.

Percy le dijo un día:

—Va a venir mi novia este sábado. —Dejaban entrar a las mujeres a las habitaciones de los alumnos durante los fines de semana—. No sé si te habrás dado cuenta, Willie, pero los fines de semana la escuela tiembla de tanto folleteo.

Willie no podía más, de excitación y envidia, sobre todo por la forma de hablar de Percy, directa, espontánea. Dijo:

—Me gustaría conocer a tu novia.

Percy dijo:

—Vente a tomar una copa el sábado.

Y Willie se moría de ganas de que llegara el sábado.

Poco después le preguntó a Percy:

—¿Cómo se llama tu novia?

Percy contestó, sorprendido:

—June.

A Willie le pareció fragante aquel nombre. Y más tarde, en la misma conversación, preguntó en un tono de lo más indiferente:

—¿A qué se dedica June?

—Trabaja en la sección de perfumería de Debenhams.

Sección de perfumería, Debenhams: aquellas palabras embriagaron a Willie. Percy se dio cuenta y, con el deseo de parecer aún más londinense, añadió:

—Debenhams son unos grandes almacenes de Oxford Street.

Al cabo de un rato Willie preguntó:

—¿Fue allí donde conociste a June? ¿En la sección de perfumería de Debenhams?

—La conocí en el club.

—¡El club!

—Un bar de copas donde yo trabajaba antes.

Willie se quedó pasmado, pero pensó que debía disimularlo. Dijo:

—Claro, claro.

Percy dijo:

—Trabajaba allí antes de venir aquí. El dueño era amigo mío. Si quieres, te llevo.

Fueron en metro hasta Marble Arch. Allí era donde, hacía muchos meses, Willie se había apeado para buscar Speakers’ Corner, y había vivido la aventura de ver a Krishna Menon. Era un Londres distinto el que Willie tenía en mente cuando Percy y él se dirigieron a una calle estrecha y tranquila al norte de Oxford Street, detrás de un gran hotel. El club, anunciado con un letrero diminuto, era una habitación pequeña, recoleta, muy oscura, a la que se accedía por un vestíbulo. Había un hombre negro tras el mostrador, y una mujer de pelo descolorido, piel descolorida, demasiado maquillada, y vestido descolorido, sentada en un taburete. Los dos saludaron a Percy. Willie se excitó, no por la belleza de la mujer —bien poca, y cuanto más la miraba, más vieja le parecía—, sino por su ordinariez, por tanto adorno, por el hecho de que estuviera allí a media tarde, porque se hubiera arreglado tanto para ir allí, y por la poderosa idea del vicio. Percy pidió whisky para los dos, aunque ni Willie ni él eran bebedores. Sentados y sin beber, Percy se puso a hablar. Dijo:

—Aquí yo hacía de gorila: trataba bien a los que se portaban bien y mal a los que se portaban mal. Fue lo único que pude encontrar. En un sitio como Londres, un hombre como yo tiene que coger lo que le viene. Pensaba que algún día podría participar en el negocio. Mi amigo se cabreó. Me pareció que debía marcharme, para salvar la amistad. Mi amigo es un hombre peligroso. Ya le conocerás. Te lo presentaré.

Willie dijo:

—¿Y June apareció aquí un día, después del trabajo en la sección de perfumería de Debenhams?

—No está lejos. No se tarda nada andando.

Aun sin saber cómo era June, ni dónde estaba Debenhams, Willie intentó recrear mentalmente muchas veces aquel paseo desde Debenhams hasta el club.

La vio el sábado en la habitación de Percy, en la escuela. Era una chica grandona, con una falda ceñida que le marcaba las caderas. Llenó la pequeña habitación con su perfume. En su sección, pensó Willie, tendría acceso a todos los perfumes de Debenhams, y no los había escatimado. Willie no conocía un perfume como aquél, ese olor mezcla de excrementos, sudor y un dulzor profundo, penetrante, complejo, nada sencillo.

Estaban todos sentados en el pequeño sofá de la escuela, y Willie fue apretándose contra ella, más y más, mientras iba asimilando su perfume, sus cejas depiladas, sus piernas, también depiladas pero ligeramente ásperas, que tenía recogidas bajo el cuerpo.

Percy se dio cuenta pero no dijo nada. Willie se lo tomó como una muestra de amistad. Y June era amable y complaciente, incluso con Percy mirando. Willie había visto esa amabilidad y blandura en su cara. Cuando llegó el momento de marcharse y dejar a June y Percy para que hicieran sus cosas, estaba atacado. Pensó que debía buscar a una prostituta. No sabía nada sobre prostitutas, pero conocía la fama de algunas calles cerca de Piccadilly Circus. Al final no tuvo valor.

El lunes fue a Debenhams. Las chicas de la sección de perfumería se asustaron de él, y él se asustó de ellas, todas maquilladas, irreales, con pestañas raras, como si estuvieran desplumadas y afeitadas, igual que pollos expuestos en una pollería. Pero finalmente encontró a June. En aquel marco de cristal, oropel y luz artificial —un Londres extraordinario, como el que había buscado por las calles nada más llegar—, ella era alta, suave, ordinaria y bastante seductora. Casi no podía ni pensar en todo lo que le había excitado el sábado. Bajo las cejas perfiladas de negro y los párpados nacarados, las largas pestañas se disparaban hacia arriba. Ella le saludó sin sorprenderse. Willie sintió alivio, e incluso antes de haber pronunciado media docena de palabras vio que ella comprendía su necesidad y que iba a ser amable con él. Aun así, no sabía cómo plantear el asunto, qué palabras emplear. Lo único que pudo decir fue:

—June, ¿te gustaría verme?

Ella contestó, con sencillez:

—Claro que sí, Willie.

—¿Quedamos hoy? Cuando salgas del trabajo.

—¿Dónde quedamos?

—En el club.

—¿El antiguo club de Percy? Es que hay que ser socio.

Por la tarde Willie fue al club, para ver si podía hacerse socio. No hubo ningún problema. Y otra vez algo desconcertante: no había nadie, salvo la mujer muy blanca del taburete y el camarero negro. El camarero (que quizá hiciera en los ratos tranquilos el trabajo de Percy en los viejos tiempos, tratar bien a los que se portaban bien y mal a los que se portaban mal) le dio un formulario para que lo rellenara. Después, Willie pagó cinco libras (vivía con siete libras a la semana) y el camarero —trazando pequeños círculos con la pluma antes de empezar a escribir, como un levantador de pesas que hace fintas ante unas grandes pesas en el suelo antes de cogerlas— tardó un poco en escribir el nombre de Willie en una pequeña tarjeta de socio.

Willie estuvo vigilando la calle durante muchos minutos antes de la hora de la cita: no quería llegar al club el primero y quizá llevarse una decepción, y mientras observaba jugueteó con imágenes de June terminando de trabajar y saliendo de Debenhams para dirigirse al club. La saludó en la puerta cuando llegó y entraron al oscuro bar. El camarero la conocía, y también la mujer del taburete, y a Willie le encantó estar allí con gente conocida. Pidió unas copas, bien caras, quince chelines las dos, y en aquella habitación oscura estuvo oliendo todo el rato el perfume de June y apretándose contra ella sin prestar atención a lo que él mismo decía.

Ella dijo:

—No podemos ir a la escuela. A Percy no le gustaría, y yo sólo puedo ir allí los fines de semana. —Un poco más tarde dijo—: Vale. Vamos al otro sitio. Tendremos que coger un taxi.

El taxista puso mala cara cuando June le dio la dirección. El taxi los alejó del embrujo de Marble Arch y Bayswater. Después torció hacia el norte y al cabo de muy poco tiempo se encontraron en unas calles miserables: grandes casas descuidadas, sin barandillas ni vallas, cubos de basura frente a las ventanas. Se detuvieron ante una de aquellas casas. Con la propina, la carrera costó cinco chelines.

Al final de un tramo de escaleras sin barandilla, una puerta grande, destrozada, con capas de pintura vieja que asomaban por muchos sitios, daba a un vestíbulo ancho y oscuro, todavía con los apliques del gas, que olía a basura vieja. El papel de las paredes estaba casi negro por arriba; el linóleo de la planta baja descolorido, aunque con retazos del dibujo original en los bordes. La escalera al fondo del vestíbulo era ancha —al antiguo estilo—, pero el pasamanos de madera tenía tanta porquería que estaba áspero. La ventana del rellano estaba sucia y rajada, y el jardín de atrás lleno de basura.

June dijo:

—No es precisamente el Ritz, pero los de aquí son gente simpática.

A Willie no le pareció lo mismo. La mayoría de las puertas estaban cerradas. Pero aquí y allá, mientras iban subiendo —y los escalones estrechándose— se entreabrieron varias puertas y Willie vio las caras arrugadas, amarillas, ceñudas, de unas mujeres muy viejas. Tan cerca de Marble Arch, y sin embargo era como otra ciudad, como si otro sol alumbrase la escuela, como si otra tierra se extendiera bajo la sección de perfumería de Debenhams.

La habitación que abrió June era pequeña, con un colchón sobre periódicos en las tablas desnudas del suelo. Había una silla, una toalla, una bombilla colgando del techo y poco más. June se desvistió metódicamente. Willie no pudo con aquello. Apenas disfrutó del momento. En nada de tiempo había acabado, tras todo un fin de semana de planearlo, tras todos los gastos, y no supo qué decir.

Dejando que Willie apoyara la cabeza sobre su regordete brazo, June dijo:

—Una amiga mía dice que esto es lo que pasa con los indios. Por los matrimonios arreglados. Se piensan que no tienen que esforzarse demasiado. Según mi padre, su padre le decía: «Primero, deja satisfecha a la mujer. Después, piensa en ti mismo». Me imagino que tú no tendrías a nadie que te dijera una cosa así.

Willie pensó en su padre con compasión por primera vez en su vida. Dijo:

—Déjame intentarlo otra vez, June.

Lo intentó otra vez. Duró más tiempo, pero June no dijo nada. Y como antes, fue visto y no visto. El baño estaba al final del negro pasillo. Las telarañas, con una alfombrilla de polvo, cubrían la cisterna, alta y llena de herrumbre, y colgaban como una especie de tejido sobre la ventanita de arriba. Cuando volvió, June se vistió con gran esmero. Willie no la miró. Bajaron la escalera sin hablar. Se abrió una puerta y una vieja se les quedó mirando. Una hora antes, a Willie le habría preocupado, pero a esas alturas ya no. En un rellano vieron a un hombrecillo negro con sombrero jamaicano de ala ancha que le ensombrecía la cara. Los pantalones, parte de un traje al estilo de los años cuarenta, de cintura alta, ceñidos en los tobillos y abombados en las piernas, eran de una tela fina, para un país más cálido. Se les quedó mirando más tiempo del debido. Pasaron por aquellas míseras calles, que estaban muy tranquilas, con grandes ventanas cegadas con cortinas como colgajos y persianas de pacotilla, y llegaron a las luces de las tiendas y un tráfico más o menos normal: Londres de nuevo. Nada de taxis. June, en autobús —dijo que iba a Marble Arch a coger un autobús para un barrio llamado Cricklewood—. Willie fue a coger otro. Al volver a la escuela, pensando en June que iba camino de su casa, un sitio que no podía ni imaginarse, pensando en Percy, empezó a sentir remordimientos. No le duraron mucho. Se los quitó de encima. Reconoció que, al fin y al cabo, se sentía satisfecho de sí mismo. Se lo había montado bien aquella tarde: había hecho algo increíble, grandioso. Era un hombre distinto. Ya tendría tiempo de preocuparse por el dinero más adelante.

La siguiente vez que vio a Percy le preguntó:

—¿Cómo es la familia de June?

—No sé. No los he visto nunca. Me parece que a ella no le caen bien.

Después fue a la biblioteca de la escuela y consultó un libro de Pelican en rústica, La fisiología del sexo. Lo había visto rondando por allí, pero el título, tan científico, le había cortado. El librito en rústica de la época de la guerra tenía una encuadernación tan apretada, con grapas de metal todas herrumbrosas, que a veces resultaba difícil ver el comienzo de los renglones. Tuvo que tirar de las páginas y poner el libro en diferentes posiciones. Por fin encontró lo que buscaba. Leyó que el hombre medio podía mantenerse entre diez y quince minutos. Mal asunto. Uno o dos renglones más abajo la cosa se ponía incluso peor. Se enteró de que un «atleta sexual» podía mantenerse fácilmente durante media hora. El lenguaje frívolo, festivo —algo que no se esperaba de un libro serio de Pelican— fue como un golpe. Rechazó lo que había leído y no siguió leyendo.

La siguiente vez que vio a Percy le preguntó:

—Percy, ¿cómo aprendiste las cosas del sexo?

Percy contestó:

—Hay que empezar con poco. Todos empezamos con poco. Practicando con niñas. No te escandalices, Willie, hijo. Estoy seguro de que no sabes todo lo que ocurría en tu clan. Willie, tu problema es que eres demasiado fino. La gente te mira y no te ve a ti.

—Tú eres más fino que yo, siempre con traje y una camisa bonita.

—Yo pongo nerviosas a las mujeres. Las asusto. Eso es lo que tienes que hacer, Willie. El sexo es cruel. Tienes que ser cruel.

—¿June te tiene miedo?

—Se muere de miedo conmigo. Que te lo diga ella.

Willie pensó que debía contarle a Percy lo que había pasado, pero no sabía ni cómo empezar. Se le vino a la memoria una película antigua, y estuvo a punto de decir: «Percy, June y yo estamos enamorados». Pero no le gustaron las palabras, y no le salieron.

Como una semana más tarde se alegró de no haber dicho nada. Percy —el hombre de mundo— le llevó a una fiesta en Notting Hill, un sábado por la noche. Willie no conocía a nadie y se pegó a Percy. June apareció al cabo de un rato. Y un poco después Percy le dijo a Willie:

—Esta fiesta aburre hasta a las ovejas. June y yo vamos a volver a la escuela, a follar.

Willie miró a June y preguntó:

—¿Es verdad?

Ella contestó, con la sencillez de costumbre:

—Sí, Willie.

Si alguien le hubiera preguntado, Willie habría contestado que Percy era su maestro de la vida inglesa. En realidad, por mediación de Percy, y sin saber en qué le estaban metiendo, Willie empezaba a formar parte de aquella vida bohemia especial, pasajera, de los inmigrantes en Londres a finales de los años cincuenta, que tenía poco que ver con el tradicional mundo bohemio del Soho. Era un pequeño mundo en sí mismo. Los inmigrantes, primero del Caribe, y después de las colonias blancas de África y Asia, acababan de llegar. Eran todavía nuevos y exóticos, y había ingleses —de todas las clases, con afición a la aventura social, un deseo de escapar de Inglaterra de vez en cuando, y personas relacionadas con las colonias que en Londres deseaban invertir el código social de aquellas tierras—, había ingleses dispuestos a descubrir a los más accesibles y con más estilo entre los recién llegados. Se reunían en Notting Hill, un territorio neutral, en pisos amueblados de escasa iluminación, en ciertas plazas socialmente mixtas (no lejos de donde habían ido Willie y June aquella noche), y juntos eran alegres y animados. Pero pocos inmigrantes tenían un trabajo como es debido, o casas seguras a las que regresar. Algunos estaban realmente al límite, y eso daba un toque especial a su alegría.

Había un hombre que asustaba a Willie. Era menudo, esbelto y apuesto. Era blanco, o parecía blanco. Decía que era de las colonias y tenía cierto acento. Desde lejos parecía impecable; de cerca, resultaba menos impresionante: el cuello de la camisa sucio, la chaqueta raída, la piel grasienta, los dientes negros y cariados, el aliento fuerte. La primera vez que vio a Willie le contó su vida. Era de una buena familia de las colonias, y su padre le había enviado a Londres antes de la guerra, para que se educase y se preparase para la sociedad inglesa. Tenía un profesor particular, inglés. Un día, como parte de su preparación, el profesor le preguntó: «Si vas a salir a cenar y puedes elegir, ¿qué harías? ¿Ir al Ritz o al Berkeley?». El joven de las colonias contestó: «Al Ritz».

El profesor particular movió la cabeza y dijo: «Pues no. Pero es un error muy normal. La comida del Berkeley es mejor. No lo olvides».

Después de la guerra hubo una pelea familiar y aquella vida acabó. Había escrito o estaba escribiendo sobre el asunto, y quería leerle un trozo de un capítulo a Willie. Willie fue a su habitación, en una casa de huéspedes que no quedaba muy lejos. Escuchó la descripción de una consulta con un psiquiatra. Muy poco de lo que decía el psiquiatra aparecía en aquel capítulo. Había muchos detalles sobre lo que se veía por la ventana y sobre las cabriolas de un gato en una valla. Mientras escuchaba, Willie tuvo la sensación de que la consulta del psiquiatra era como la habitación en la que estaban.

Y cuando al final el escritor le pidió su opinión, Willie dijo:

—Me gustaría saber más cosas sobre el paciente y sobre el médico.

El escritor se puso como loco. Echando chispas por aquellos ojos negros, enseñó los dientecillos ennegrecidos por el tabaco y le gritó a Willie:

—¡No sé quién eres, ni de dónde eres ni qué piensas que sabes hacer! ¡Pero alguien muy famoso ha dicho que he aportado una nueva dimensión a la escritura!

Willie salió corriendo de la habitación, mientras aquel hombre seguía echando pestes. Pero cuando volvieron a verse el hombre estaba tranquilo. Dijo:

—Oye, perdóname, chico. Es por esa habitación. No la soporto. Es como un ataúd. No estaba acostumbrado a eso en los viejos tiempos. Me voy a cambiar de casa. Por favor, perdóname. Ayúdame a hacer la mudanza, por favor. Para demostrarme que no me guardas rencor.

Willie fue un día a la casa de huéspedes y llamó a la puerta del escritor. Por la puerta de al lado salió una mujer de mediana edad que le dijo:

—Vaya, es usted. Cuando ayer se marchó dijo que vendría alguien a por su equipaje. Puede llevarse la maleta, pero tiene que pagarme los alquileres atrasados. Voy a enseñarle el cuaderno. Debe veinte semanas. Asciende a sesenta y seis libras y quince chelines.

Willie volvió a salir corriendo. A partir de entonces, cuando iba a las fiestas de Percy buscaba a aquel hombrecillo. No tardó mucho en verle, y el hombre se acercó a él, dando sorbitos a una copa de vino blanco, y dijo, con el aliento oliéndole a ajo y salchicha:

—Perdona, chico, pero es que en Sudáfrica decíamos que vosotros los indios estáis forrados, y pensé que querrías ayudarme.

Una noche apareció un hombre diferente del típico bohemio que normalmente asistía a las fiestas. Llevaba una botella de champán y se la dio a Percy en la puerta. Tenía cincuenta y tantos años, era menudo e iba esmeradamente vestido, con un traje gris de cuadros, vestido casi según las exigencias de Percy, con las solapas de la chaqueta cosidas a mano y la tela con una suave caída sobre los brazos. Percy presentó al desconocido a Willie y los dejó solos.

Willie, que no era bebedor pero ya sabía lo que la gente esperaba de él, dijo:

—Champán.

Con una voz extraordinariamente suave y un acento que no correspondía al de un profesional, el desconocido dijo:

—Está frío. Es del Ritz. Siempre tienen una botella a mi disposición.

Willie no estaba seguro de que aquel hombre hubiera hablado en serio, pero tenía los ojos fríos y serenos, y Willie pensó que no hacía falta llegar a ninguna conclusión. Pero ¡otra vez a vueltas con el Ritz! Parecían darle mucha importancia. Y a Willie —para quien un hotel era el salón de té o el restaurante más barato de los establecimientos baratos en su país— le resultaba extraña la idea del lujo en Londres: no la bebida, no el placer, sino el hotel espléndido, como si el pagar más supusiera disfrutar más.

El desconocido no iba a entablar conversación con Willie, y Willie comprendió que tenía que hacer algún esfuerzo. Dijo:

—¿Trabaja en Londres?

El desconocido contestó:

—Trabajo aquí mismo. Soy promotor inmobiliario. Estoy urbanizando esta zona. Ahora es un vertedero. Dentro de veinte años será distinto. Estoy dispuesto a esperar. Están todos esos viejos inquilinos con protección oficial que no pagan nada en las casas grandes, y casi en el centro de Londres. Y en realidad quieren vivir fuera. En un barrio residencial o en una casita en el campo. Yo les ayudo. Compro los inmuebles y a los inquilinos les ofrezco otros sitios. Algunos los aceptan; otros no. Entonces cojo y les hago polvo. En los viejos tiempos le decía a Percy que mandara a sus morenos.

Lo dijo tranquilamente, sin mala intención, como una simple descripción, y Willie le creyó.

Willie dijo:

—¿Percy?

—Antes era casero en Londres. ¿No lo sabía? ¿No se lo ha contado?

Percy le dijo más tarde a Willie, aquella misma noche:

—Vaya, conque te ha abordado el viejo.

—Me ha dicho que eras casero.

—Willie, hijo, he tenido que hacer un montón de cosas. Aquí querían conductores de autobús afroantillanos, pero había un problema de vivienda. La gente no quiere alquilar casas a los negros, no hará falta que te lo diga. Así que algunos gobiernos de las islas animaron a gente como yo a comprar inmuebles y alquilárselos a los afroantillanos. Así empezó todo. No vayas a hacerte ideas raras. Las casas que compraba estaban llenas de gente y costaban unas mil quinientas libras. Una me costó mil setecientas cincuenta. Yo metía a los chicos en las habitaciones que estaban libres, y me pasaba todos los viernes por la noche a cobrar el alquiler. No había mejor gente que los chicos de Barbados. Eran muy agradecidos. Esos viernes por la noche, justo después del cambio de turno en el Transporte de Londres, te veías a todo quisque bien lavado y vestido en su habitación, arrodillado junto a la cama, rezando. Con la Biblia a un lado, abierta por el Levítico, el cuaderno del alquiler al otro, con los billetes dentro. Y los billetes asomando. El viejo oyó hablar de mí y decidió comprarme. No pude negarme. Era su feudo. Me ofreció el trabajo en el club. Me prometió una participación en el negocio. Cuando le pedí la participación me dijo que me estaba poniendo pesado. Comprendí la indirecta y cogí la beca de la escuela de Magisterio. Pero todavía quiere que seamos amigos, y para mí es mejor que seamos amigos. Pero me tiene preocupado, Willie. Quiere que vuelva a trabajar con él. Me tiene preocupado.

Willie pensó: «¡Qué extraña es la ciudad! Cuando fui a buscar Speakers’ Corner y vi a Krishna Menon paseando y pensando en su discurso sobre la invasión de Suez, no sabía que el club y la sección de perfumería de Debenhams estuvieran tan cerca por un lado, y el antiguo feudo de Percy y el del viejo tan cerca por el otro».

Fue en una de esas fiestas bohemias donde Willie conoció a un joven regordete con barba que, según dijo, trabajaba en la BBC. Dirigía o producía programas para algunos servicios del exterior. Era nuevo en el trabajo, y aunque modesto como persona, se lo tenía muy creído con lo que hacía. En el fondo era un burócrata, que aceptaba los convencionalismos, pero en honor a su trabajo pensaba que tenía que darse aires bohemios en un sitio como Notting Hill y ofrecer protección a personas como Willie: sacar a personas extrañas de la oscuridad y elevarlas al esplendor de las ondas. Le dijo a Willie:

—Me resultas cada vez más interesante a medida que pasan los minutos.

Willie se había trabajado a fondo la historia de su familia.

El productor dijo:

—Por aquí no sabemos mucho sobre tu comunidad cristiana. Tan antigua, tan temprana… Tan aislada del resto de la India, por lo que dices. Sería fascinante oírlo. ¿Por qué no escribes un guión para nosotros? Encajaría estupendamente en uno de nuestros programas de la Commonwealth. Cinco minutos. Seiscientas cincuenta palabras. Hazte a la idea de que es una página y media de un libro de Penguin. Sin polémica. Si lo sacamos, cinco guineas.

Aparte de los de la beca, nadie le había ofrecido dinero a Willie hasta entonces. Y casi en cuanto el productor le hubo dado la idea, y el enfoque, la charla de cinco minutos se esbozó en su cabeza. Los comienzos de la fe en el subcontinente presentados como historias de familia (tendría que comprobar cosas en la enciclopedia); la sensación de alejamiento del resto de la India; ningún conocimiento real de las demás religiones de la India; la labor de la familia, en la época británica, como reformadores sociales, personas con conciencia cristiana, defensores de los derechos de los trabajadores (un par de historias sobre el pariente activista que se ponía un pañuelo rojo cuando pronunciaba discursos en los mítines); la educación del guionista en una escuela misionera y su descubrimiento de la tensión entre la antigua comunidad cristiana y los nuevos cristianos, los «atrasados», los conversos recientes, gentes deprimidas, llenas de resentimiento: una experiencia difícil para el guionista pero gratificante al final, que le llevó a comprender y aceptar no sólo a los nuevos cristianos, sino también el mundo indio, más amplio, fuera del redil cristiano, el mundo indio con el que sus antepasados habían guardado las distancias.

Escribió el guión de la charla en menos de dos horas. Fue como volver a la escuela misionera: sabía qué querían de él. Una semana más tarde recibió una carta de aceptación del productor, en una hoja de papel pequeña y fina de la BBC. La firma del productor era minúscula. Parecía como si le gustara enterrar su propia identidad en la grandiosa identidad de su empresa. Unas tres semanas más tarde avisaron a Willie para que fuera a grabar la charla. Cogió el metro hasta Holborn y bajó por Kingsway hasta Bush House. Durante aquel largo paseo con Bush House al final del imponente panorama, apreció por primera vez el poder y la riqueza de Londres. Era algo que había buscado al llegar a la ciudad pero no había encontrado, y que después, moviéndose entre la escuela y Notting Hill, había olvidado.

Le encantó la teatralidad del estudio, la luz roja y la luz verde, el productor y el director en su cabina insonorizada. Su guión formaba parte de un magacín. Se grababa en disco, y Willie y los demás colaboradores tuvieron que pasar por todo el proceso dos veces.

El productor era exigente y no paraba de dar consejos a todo el mundo. Willie le prestó atención y lo entendió todo. No escuches tu propia voz; intenta ver lo que estás diciendo; pon voz grave; que no te desfallezca al terminar una frase. Al final, el productor le dijo a Willie:

—Tienes un talento innato.

Cuatro semanas más tarde le pidieron que fuera a una exposición de tallas de un joven de África occidental. El escultor, un hombre menudo con túnica y gorro africanos con bordados, que parecían sucios, era la única persona que había en la galería cuando llegó Willie. Willie estaba nervioso por tener que fingir que era periodista, pero el africano habló con soltura. Dijo que cuando miraba un trozo de madera veía las figuras que iba a tallar en él. Acompañó a Willie por la exposición, con la pesada túnica africana rebotándole sobre los muslos, y le explicó con gran precisión cuánto había pagado por cada pieza de madera. Willie construyó su guión en torno a eso.

Dos semanas más tarde el productor le envió a un almuerzo literario con una presentadora y periodista de cotilleos estadounidense. La mujer habló sobre cómo preparar una cena y cómo resolver el problema de los pelmazos. Según dijo, había que colocar a los pelmazos con otros pelmazos, combatir el fuego con más fuego. El guión de Willie se escribió solo.

Se vio bastante solicitado. Una tarde, después de grabar un guión, se compró a plazos una máquina de escribir en una empresa de Southampton Row. Firmó un largo contrato por el préstamo de veinticuatro libras y (como a los inquilinos afroantillanos de Percy con sus cuadernos del alquiler) le dieron un cuadernito de contabilidad (de tapas duras, como para mucho tiempo) en los que se anotarían sus pagos una semana tras otra.

Con la máquina escribía más fácilmente. Empezó a comprender que no había que sobrecargar una charla radiofónica. Llegó a saber qué cantidad de material se necesitaba para un trabajo de cinco minutos —normalmente bastaba con tres o cuatro puntos— y dejó de perder el tiempo buscando material que no iba a utilizar. Conoció a productores, directores de estudio, colaboradores. Algunos colaboradores eran profesionales. Vivían en las afueras e iban a Londres en tren con grandes maletines en cuyo interior llevaban infinidad de pequeños guiones para otros programas y esbozos de otros pequeños guiones. Estaban muy liados, con tantos pequeños guiones que preparar con semanas y meses de antelación, y no les hacía ninguna gracia aguantar media hora de magacín dos veces. Parecían aburrirse con el trabajo de los demás, y Willie aprendió a aparentar que se aburría con el de ellos.

Pero Roger le cautivó. Roger era un joven abogado cuya carrera apenas había empezado. Willie estaba presente en la lectura de un guión divertidísimo de Roger sobre el trabajo en el programa gubernamental de asistencia letrada, representando a personas demasiado pobres como para pagar los honorarios de los abogados. Los pobres con los que Roger tenía que tratar eran quejicas y poco honrados, y grandes defensores de la ley. El guión empezaba y terminaba con la misma señora, una trabajadora gorda y mayor que iba al bufete de Roger y preguntaba: «¿Es usted el abogado pobre?». La primera vez, Roger era todo amabilidad. La segunda vez suspiraba y decía: «Sí, soy yo».

Willie mostró claramente su admiración durante la grabación, y también después, y Roger le llevó al club de la BBC. Una vez sentados, Roger dijo:

—En realidad no soy socio, pero está muy a mano.

Roger le preguntó a Willie por su vida y Willie le contó lo de la escuela de Magisterio.

Roger dijo:

—¿Así que vas a ser maestro?

Willie contestó:

—No, qué va. —Y era verdad. Nunca había tenido intención de ser maestro. Se le vino una frase a la cabeza—: Estoy haciendo tiempo.

Roger dijo:

—Lo mismo que me pasa a mí.

Se hicieron amigos. Roger era alto y llevaba trajes oscuros de chaqueta cruzada. Sus modales, su estilo, su forma de hablar (que viraba fácilmente hacia una curiosa formalidad, con frases completas, equilibradas, que a Willie le parecían ingeniosas), todo eso le venía a Roger de su familia, su colegio, su universidad, sus amigos, su profesión. Pero Willie lo veía como algo personal de Roger.

Un día se fijó en que Roger llevaba tirantes. Le sorprendió. Cuando le preguntó, Roger contestó:

—Ni cintura, ni caderas. No como tú, Willie. Yo soy completamente escurrido.

Quedaban una vez a la semana. Unos días almorzaban en los Tribunales: a Roger le gustaban los budines que ponían allí. Otros iban al teatro: Roger escribía una «Reseña desde Londres» semanal para un periódico de provincias y podía conseguir entradas para las obras sobre las que quería escribir. En otras ocasiones iban a ver las obras de renovación que estaban haciendo en una casa muy pequeña, baja y de fachada plana, que había comprado Roger en una calle pobretona cerca de Marble Arch. Al explicar lo de la casa, Roger dijo:

—Tenía un pequeño capital. Algo menos de cuatro mil libras. Pensé que lo mejor era invertirlo en un inmueble de Londres.

Al explicar lo de la casa tan pequeña, Roger recalcó lo modesto de sus medios, pero Willie se quedó deslumbrado, no sólo por las cuatro mil libras, sino por la confianza en sí mismo y los conocimientos de Roger, y por las palabras que había empleado, como «capital» e «inmueble». Y al igual que, cuando bajaba por Kingsway hacia Bush House para grabar su charla sobre lo de ser indio cristiano, Willie empezó a hacerse una idea de la riqueza y el poder de la Inglaterra anterior a la guerra, poco a poco, por su amistad con Roger, empezó a tener la impresión de ver tras muchas puertas falsas, y a esbozar una idea sobre Inglaterra ajena a los chicos de la escuela de Magisterio y a los buscadores de nuevas sensaciones de la vida de los inmigrantes bohemios en Notting Hill.

Percy Cato dijo un día, exagerando el acento jamaicano:

—¿Pasa, Willie, chaval? ¿Es que alguien te está dorando la píldora por ahí y te has olvidado de tu viejo amigo Percy? —Después añadió, con su voz normal—: June me ha preguntado por ti.

Willie pensó en la habitación a la que June le había llevado. Sin duda, Percy y ella se veían allí con frecuencia. Recordó el retrete, y al hombre negro al que después habían excitado, recién llegado de las islas, el hombre negro todavía con sombrero jamaicano de ala ancha y pantalones tropicales de despedida. Empezaba a verlo todo con cierto distanciamiento. En compañía de Roger era más que nunca como un secreto.

Roger dijo:

—Todavía no tengo ni idea de lo que piensas hacer. ¿Tenéis un negocio familiar? ¿Eres uno de esos ricos ociosos?

Willie había aprendido a mantener el tipo cuando se decían cosas embarazosas y a darles la vuelta. Contestó:

—Quiero escribir.

No era verdad. No se le había ocurrido semejante idea hasta aquel mismo momento, y se le ocurrió porque, al avergonzarle, Roger le había hecho pensar a toda prisa, y porque sabía, por muchas cosas que había dicho, que Roger leía mucho y le encantaban los maestros ingleses contemporáneos: Orwell, Waugh, Powell, Connolly.

Roger parecía decepcionado.

Willie dijo:

—¿Quieres que te enseñe algo de lo que he hecho?

Mecanografió varios relatos que había escrito en la escuela misionera. Se los llevó a Roger una tarde, a su bufete. Fueron a un bar y Roger los leyó, sentado frente a Willie. Willie nunca había visto a Roger con una expresión tan seria. Pensó: «Se le nota que es abogado». Y se preocupó. Ya no le importaban tanto los relatos, cosas viejas al fin y al cabo. Lo que no quería era perder la amistad de Roger.

Al fin, Roger dijo:

—Sé que ese gran tocayo tuyo y amigo de tu familia dice que un relato debe tener planteamiento, nudo y desenlace, pero si lo piensas bien, la vida no es así. La vida no tiene un planteamiento claro y un desenlace nítido. La vida siempre continúa. Deberías empezar por el medio y terminar en el medio, y todo debería estar ahí. Esta historia sobre el brahmán, el tesoro y el sacrificio de niños… podría haber empezado con que el jefe de la tribu fuera a ver al brahmán a su santuario. Empieza amenazando y termina humillándose, pero cuando se marcha tendríamos que saber que está planeando un asesinato terrible. ¿Has leído a Hemingway? Deberías leer sus primeros relatos. Hay uno que se titula «Los asesinos». Son sólo unas cuantas páginas, casi todo diálogo. Dos hombres llegan una noche a un cafetucho vacío. Se hacen los dueños del lugar y esperan al viejo sinvergüenza para cuyo asesinato les han contratado. Nada más. Hollywood hizo una gran película con eso, pero el relato es mejor. Sé que escribiste estas cosas en el colegio. Pero a ti te gustan. Lo que a mí me resulta interesante como abogado es que no quieras escribir sobre cosas reales. He dedicado bastante tiempo a escuchar a personas de carácter retorcido, y en estos relatos me da la impresión de que el escritor tiene secretos. Que se esconde.

Willie se sintió abochornado. Se moría de la vergüenza. A punto estuvo de que se le saltaran las lágrimas. Tendió un brazo por encima de la mesa y recogió los relatos, al tiempo que se levantaba.

Roger dijo:

—Es mejor aclarar ciertas cosas.

Willie salió del bar pensando: «No voy a ver Roger nunca más. No tendría que haberle enseñado esos viejos relatos. Tiene razón. Eso es lo peor».

Apenado por la amistad, se puso a pensar en June y la habitación de Notting Hill. Se resistió, pero al cabo de unos días fue a buscarla. Cogió el metro hasta Bond Street. Era la hora de comer. Cuando cruzaba la calle para ir a Debenhams vio a June y a otra chica que venían en dirección contraria. Ella no le vio. Iba charlando, con la cabeza inclinada. Muy distinta de la chica vaporosa, silenciosa y perfumada que recordaba Willie. Incluso tenía un color distinto. Al verla así, con la otra chica, casi como si estuviera en su casa, sin pulsión sexual, incluso con la cara más flácida, a Willie no le dieron ganas de saludarla. Estuvieron a punto de rozarse al pasar. Ella no le vio. Willie oyó sus atropelladas palabras. Pensó: «Así es en Cricklewood. Así será con todo el mundo al cabo del tiempo».

Se sintió aliviado, pero desterrado al mismo tiempo. Era como en su país —hacía mucho tiempo, o eso le parecía—, cuando empezó a detestar la escuela misionera y renunció al sueño de ser misionero, alguien con autoridad, y viajar por el mundo.

Días más tarde fue a una librería. Se compró por dos chelines y seis peniques un libro de Penguin con los primeros relatos de Hemingway. Leyó las cuatro primeras páginas de «Los asesinos» en la misma librería, de pie. Le gustaron la vaguedad del escenario y el misterio que lo envolvía, y pensó que el diálogo era una canción. No tanto en las páginas posteriores, cuando el relato resultaba menos misterioso; pero empezó a pensar que debía reescribir «Una vida de sacrificio», como le había sugerido Roger.

Tal y como lo concibió, el relato se transformó en diálogo casi por completo. Todo debía estar contenido en el diálogo. No había que explicar los personajes ni el escenario. Eso eliminaba gran parte de las dificultades. Sólo tuvo que empezar; después, el relato se reescribió por sí solo, y aunque en cierto sentido era algo muy lejano a Willie, también estaba más lleno de sus sentimientos. Cambió el título por el de «Sacrificio».

Roger le había hablado de la película basada en «Los asesinos». Willie no la había visto. Se preguntó qué habrían hecho con el relato. Intentó imaginárselo, en vano. Y, con la mente funcionándole de este modo, durante los días siguientes se le ocurrió que había escenas o incluso momentos en las películas de Hollywood que podía rehacer a la manera de «Sacrificio» y con el vago escenario de «Sacrificio». Pensó sobre todo en las películas de pistoleros de Cagney y en El último refugio, con Humphrey Bogart. Una de sus primeras redacciones originales de la escuela misionera era algo parecido. Trataba sobre un hombre (no se especificaba ni país ni comunidad) que esperaba a alguien por alguna razón, también sin especificar, en un lugar indefinido, fumando mientras esperaba (se hablaba mucho de cigarrillos y cerillas), y pendiente del ruido de los automóviles, las puertas y las pisadas. Al final (la redacción ocupaba sólo una página) llegaba la persona en cuestión, y el hombre que estaba esperando se ponía furioso. La había terminado así porque no tenía una historia que contar. No sabía lo que había pasado antes ni lo que ocurriría después. Pero con los momentos de las películas de Cagney y de Bogart no se planteaba esa dificultad.

Las historias se le ocurrían rápidamente. Escribió seis en una semana. El último refugio le proporcionó tres relatos y vio que podía sacar tres o cuatro más. En cada uno de ellos cambió el personaje de la película, de modo que el personaje original de Cagney o Bogart se convirtió en dos o tres personas distintas. Todos los relatos se desarrollaban en el mismo escenario, impreciso, de «Sacrificio». Y a medida que escribía, fue definiéndose ese escenario impreciso, empezó a tener indicadores: un palacio con cúpulas y torrecillas, una secretaría con hileras de falsas ventanas en tres plantas, un misterioso acantonamiento militar con carreteras bordeadas de blanco donde no parecía ocurrir nada, una universidad con patio y tiendas, dos antiguos templos a los que acudían ciertos días las multitudes, todas peripuestas, un mercado, colonias de viviendas de diversas categorías, una ermita con un santón de poco fiar, un imaginero y, fuera de la ciudad, las curtidurías con su fuerte olor y su población segregada. A Willie le extrañó que le resultara más fácil, con unas historias prestadas tan ajenas a su experiencia y con unos personajes tan ajenos a él, ser más fiel a sus sentimientos que con las parábolas cautelosas, semiocultas, de la escuela misionera. Empezó a comprender —y era algo sobre lo que tenían que hacer trabajos en la escuela de Magisterio— cómo lo había hecho Shakespeare, con historias y escenarios prestados, nunca con relatos extraídos directamente de su vida o de la vida que le rodeaba.

Los seis relatos no sobrepasaban las cuarenta páginas. Y una vez apagado el primer impulso, necesitaba estímulo, y pensó en Roger. Le escribió una carta, y Roger respondió inmediatamente, pidiéndole que almorzaran en Chez Victor, al principio de Wardour Street. Willie llegó temprano, y Roger también. Roger dijo:

—¿Has visto el cartel de la ventana? Le patron mange ici. «El dueño come aquí». La gente de la literatura viene aquí. —Roger bajó la voz—. El que está ahí enfrente es V. S. Pritchett.

Willie no conocía aquel nombre. El robusto hombre de mediana edad parecía benévolo, con una cara graciosa, bien modelada, y un aire también gracioso, distraído. Roger añadió:

—Escribe las principales críticas de The New Statesman.

Willie había visto la revista en la biblioteca de la escuela de Magisterio y sabía que había alumnos que se la disputaban los viernes por la mañana; pero aún no sentía la necesidad de leer esa clase de revistas. The New Statesman era un misterio para él, llena de referencias y asuntos ingleses que no comprendía. Roger dijo:

—Va a venir mi novia. Se llama Perdita. Incluso podría ser mi prometida.

La extraña expresión le dio a entender a Willie que había algún problema. Era alta y delgada, no guapa, sino común y corriente, y con una actitud un tanto torpe. Iba maquillada de una forma distinta a la de June, y algo que se había puesto le daba brillo a la pálida piel. Se quitó los guantes de rayas blancas y los tiró juntos a la pequeña mesa de Chez Victor con una serie de gestos en los que Willie vio tal estilo que se puso a recapacitar sobre su cara. Y pronto comprendió —tal era el lenguaje de los ojos de Perdita, tal la forma de Roger de bajar y desviar la mirada— que, a pesar de la amabilidad con que se hablaban y con la que le hablaban a él, las dos personas sentadas a su mesa no pasaban por un buen momento y le habían pedido que fuera a comer para actuar como moderador.

La conversación se centró fundamentalmente en la comida, y después en Willie. Roger no dejaba de ser atento, pero en presencia de Perdita parecía apagado, con los ojos sin brillo, el color distinto, sin su habitual franqueza y con una incipiente arruga de preocupación sobre el puente de la nariz.

Willie y él salieron juntos de Chez Victor. Roger dijo:

—Me he cansado de ella. Y me cansaré de la que venga después de ella y de la siguiente. Hay tan poca cosa en una mujer… Y encima ese mito de su belleza. Es la carga que llevan.

Willie preguntó:

—¿Qué es lo que quiere?

—Quiere que llegue hasta el final con la historia. Casarme con ella, casarme, casarme. Cada vez que la miro me parece oír esas palabras.

Willie dijo:

—He estado escribiendo algo. He seguido tu consejo. ¿Te gustaría leerlo?

—¿Podemos arriesgarnos?

—Me gustaría que lo leyeras.

Llevaba los relatos en el bolsillo superior de la chaqueta. Se los dio a Roger. Tres días más tarde recibió una amable carta suya, y cuando se vieron, Roger dijo:

—Son bastante originales. No tienen nada que ver con Hemingway. Se parecen más a Kleist. Quizá uno solo no causara impacto, pero tomados en conjunto sí. Lo siniestro del asunto se va acumulando. Me gusta el telón de fondo. Es la India y no lo es. Deberías continuar. Si logras escribir otras cien páginas, igual tendríamos que empezar a pensar en colocarlo en alguna parte.

Los relatos no surgieron con tanta facilidad, pero surgieron, uno a la semana, dos a la semana. Y cuando Willie pensaba que se le estaba agotando el material, que se le agotaban los momentos cinematográficos, iba a ver películas antiguas o extranjeras. Iba al Everyman, en Hampstead, y al Academy en Oxford Street. Vio La infancia de Máximo Gorki tres veces en una semana, en el Academy. Lloró, adaptando lo que veía en la pantalla a su propia infancia, y escribió varios relatos.

Roger dijo un día:

—El director de mi periódico va a venir a Londres dentro de poco. Ya sabes que escribo una reseña semanal sobre libros y obras de teatro. De vez en cuando también escribo alguna cosilla sobre personalidades de la cultura. Me paga diez libras a la semana. Supongo que viene a controlarme. Dice que quiere conocer a mis amigos. Le he prometido una cena de intelectuales en Londres, y tienes que venir, Willie. Será la primera fiesta en la casa de Marble Arch. Te presentaré como una futura estrella de la literatura. En Proust aparece una figura de la vida social, Swann. Para divertirse, a veces reúne a personas dispares, para crear un ramillete social, como él dice. Espero preparar algo parecido para el director. Vendrá un negro que conocí en África occidental cuando estuve allí haciendo el servicio militar. Es hijo de un afroantillano que se fue a vivir a África occidental con el movimiento Regreso a África. Se llama Marcus, por el sinvergüenza negro que fundó el movimiento. Te caerá bien. Es encantador, muy cortés. Se dedica al sexo interracial y es insaciable. Cuando nos conocimos en África occidental hablaba casi exclusivamente de sexo. Para aportar algo dije que las mujeres africanas son atractivas. Él me dijo: «Si te gusta lo animal…». Ahora se está preparando para ser diplomático cuando su país alcance la independencia, y para él Londres es el paraíso. Tiene dos ambiciones. La primera, un nieto que parezca blanco puro. En eso ya está a mitad de camino. Tiene cinco hijos mulatos, con cinco mujeres blancas, y piensa que lo único que tiene que hacer ahora es vigilar a los chicos para que no le dejen en mal lugar. Lo que quiere es pasear por King’s Road con su nieto blanco cuando sea viejo, que la gente se quede mirando y el niño diga en voz bien alta: «¿Abuelo, por qué nos miran?». Tiene otra ambición: ser el primer negro que abra una cuenta en Coutts. Es el banco de la reina.

Willie preguntó:

—¿No admiten a los negros?

—No lo sé. Y para mí que él tampoco.

—¿Por qué no va al banco a enterarse? Que pida un impreso.

—Piensa que podrían rechazarle con cierta discreción, a lo mejor decirle que se han quedado sin impresos. No quiere que le pase una cosa así. Sólo irá a Coutts a abrir una cuenta cuando esté seguro de que le van a admitir. Quiere que funcione de una forma natural, y ser el primer negro en hacerlo. Es todo muy enrevesado y, francamente, yo no lo entiendo. Pero tú puedes hablar con él sobre el asunto. Es muy abierto. Es parte de su encanto. También vendrán un joven poeta y su esposa. No tendrás problemas con ellos. Pondrán cara de rechazo, no dirán absolutamente nada, y el poeta estará a la que salta para darle un corte al primero que le hable. Así que no tienes que decirle nada. Es bastante famoso, la verdad. Al director del periódico le encantará conocerle. Una vez cometí la tontería de escribir un párrafo amable sobre uno de los libros del poeta en una Reseña de Londres, y por lo visto se enteró. Por eso he tenido que cargar con él.

Willie dijo:

—Yo sé mucho de gente silenciosa. Mi padre siempre guardaba voto de silencio. Buscaré algo del poeta.

—No te va a gustar nada. La poesía es complicada, presuntuosa y absolutamente árida, y al principio a lo mejor piensas que es culpa tuya que sea así. Así me dejé engañar yo. Puedes buscar algo del poeta si quieres, pero no te sientas obligado antes de la cena. Les voy a invitar a su esposa y a él únicamente por el efecto ramillete. Unos helechos muertos, para realzar. A quienes debes observar es a dos hombres que conozco desde Oxford. Los dos son de familias modestas de clase media y van detrás de las mujeres ricas. Hacen otras cosas, pero en realidad se dedican a eso: a las mujeres muy ricas. Todo empezó poco a poco, en Oxford, y desde entonces han ido subiendo y subiendo, con mujeres cada vez más ricas. Tienen un listón realmente alto para la riqueza de una mujer. Naturalmente, se odian a muerte. Cada uno piensa que el otro es un farsante. Ha sido de lo más educativo verlos funcionar. En Oxford, los dos descubrieron más o menos al mismo tiempo que en la lucha por las mujeres ricas la primera conquista es fundamental. Despierta el interés de otras mujeres ricas, que si no a lo mejor no se fijarían en un vividor de clase media, y lleva a esas mujeres a la esfera de influencia del cazador. Al poco tiempo, la competición pasa a ser entre las mujeres ricas, y cada una asegura ser más rica que las demás.

»Richard es poco agraciado, vulgar y un borracho, y se está poniendo gordo: no pensarías que es la clase de hombre por el que se sienten atraídas las mujeres. Lleva chaquetas de tweed mugrientas y camisas sucias de viyela. Pero conoce el género, y, en cierto modo, esa ordinariez es teatro y parte del cebo. Da la imagen de Bertolt Brecht, el asqueroso dramaturgo alemán comunista y promiscuo. Pero Richard sólo es marxista de cama. El marxismo que le lleva hasta la cama acaba en la cama. Todas las mujeres a las que seduce lo saben. Se sienten seguras con él. Así era en Oxford y así sigue siendo. La diferencia consiste en que en Oxford su espíritu vulgar gozaba simplemente acostándose con mujeres ricas y ahora les saca grandes cantidades de dinero. Naturalmente, ha cometido errores. Supongo que ha tenido más de un enfrentamiento en la cama. Me imagino a más de una señora a medio vestir diciendo llorosa: “Pero si yo creía que eras marxista”. Y me imagino a Richard poniéndose los pantalones a toda velocidad, diciendo: “Y yo que tú eras rica”. Richard está ahora en el mundo editorial, ha ganado bastante dinero y está subiendo. Como editor, su marxismo le hace más atractivo que nunca. Cuanto más les saca a las señoras, más dispuestas están otras señoras a darle dinero.

»Peter tiene un estilo completamente diferente. Tiene un currículo más modesto, de administración de fincas en el campo, y en Oxford empezó a desarrollar su estilo de caballero inglés. Oxford está lleno de extranjeras jóvenes que estudian inglés en escuelas de idiomas. Algunas son ricas. Por instinto, Peter no hizo ni caso a las universitarias y decidió trabajarse a las otras. Debían de considerarle un producto auténtico, y él, más listo que ellas, aprendió muy pronto a separar el grano de la paja y se apuntó triunfos considerables. Le invitaron a dos o tres casas de familias europeas ricas. Empezó a conocer a gente de dinero en Europa. Cuidaba su aspecto. Empezó a llevar el pelo con un estilo semimilitar, aplastado por encima de las orejas, y aprendió a utilizar su recia mandíbula. Un día, en la sala de estudiantes, mientras tomábamos un café muy malo después de comer, me preguntó: “¿Qué dirías que es lo más erótico que puede llevar un hombre?”. Me quedé perplejo. No era la típica conversación de la sala de estudiantes, pero me demostró lo lejos que estaba Peter de la administración de fincas y adónde quería llegar. Por fin dijo: “Una camisa blanca muy limpia y bien planchada”. Se lo había dicho una chica francesa con la que se había acostado la noche anterior. Y desde entonces no lleva otra cosa que camisas blancas. Ahora son muy caras, hechas a mano, de algodón muy fino de dos o tres hebras, con el cuello ajustado y bien acoplado a la chaqueta por detrás. Le gustan almidonadas de una forma especial, de modo que el cuello parezca encerado. Ha estudiado una carrera universitaria y es historiador. Ha escrito un librito sobre la comida en el transcurso de la historia —un tema importante, pero es una pequeña antología, un refrito—, y siempre está hablando de libros nuevos y grandes anticipos de las editoriales, pero es puro teatro. Su vigor intelectual ha decrecido mucho. Las mujeres le tienen acaparado. Para satisfacerlas, ha desarrollado algo que sólo se me ocurre describir como un gusto sexual especial. Las mujeres hablan mucho —no lo olvides, Willie—, y se corrió la voz sobre ese gusto de Peter. Ahora influye en su éxito. Las tendencias de sus investigaciones siempre han reflejado a las mujeres con las que ha mantenido relaciones. Se ha hecho todo un experto en América Latina, y ha obtenido un gran premio: una colombiana. Colombia es un país pobre, pero esa mujer tiene mucho que ver con una de esas absurdas fortunas latinoamericanas que se amasaron durante siglos a costa de sangrar a los indios. Va a venir con Peter, y Richard se reconcomerá de envidia. No se lo tomará con calma. Algo hará, algún numerito marxista de lo más agresivo. Ya me las arreglaré yo para que hables con la señora. Ése es nuestro ramillete. Nuestra cena para diez personas.

Willie se marchó echando cuentas. Sólo pudo contar nueve personas. Se preguntó quién sería la décima.

Roger dijo otro día:

—Mi director quiere quedarse aquí, conmigo. Le he explicado que la casa es muy pequeña, pero dice que se crió en un sitio muy pobre y que sabe lo que es vivir en una casucha pegada a otra. De verdad, mi casa sólo tiene un dormitorio y medio. El director es muy grandón, y supongo que yo tendré que quedarme en el medio dormitorio. O bueno, irme a un hotel. Y eso sería curioso. Como un invitado a cenar en mi propia casa.

En el día señalado, Willie llamó a la puerta de la casita y se quedó esperando un poco. Le abrió Perdita. Willie no la reconoció inmediatamente. El director del periódico ya estaba allí. Era muy gordo, con gafas, le reventaba la camisa, y a Willie le dio la impresión de que era su timidez, el no querer que le vieran, lo que le había decidido a no alojarse en un hotel. Daba la impresión de ocupar mucho espacio en la casa, que a pesar de todos los truquillos del arquitecto era realmente muy pequeña. Con cara de agobio, Roger subió del sótano y los presentó.

El director del periódico siguió sentado. Dijo que había visto al mahatma Gandhi en 1931, cuando el mahatma fue a Inglaterra para la Conferencia de la Mesa Redonda. No dijo nada más sobre el mahatma (a quien Willie, su madre y el tío de su madre despreciaban), ni nada sobre su ropa o su aspecto; sólo que le había visto. Cuando llegó Marcus, el afroantillano de África occidental, el director contó más o menos lo mismo sobre Paul Robeson: que le había visto.

Marcus parecía seguro de sí mismo, gracioso y desbordante de entusiasmo, y, en cuanto empezó a hablar, Willie quedó cautivado. Willie dijo:

—Me he enterado de lo de tus planes para tener un nieto blanco.

Marcus replicó:

—No es tan raro. Simplemente se repetirá lo que ocurrió aquí a gran escala hace ciento cincuenta años. En el siglo XVIII había aproximadamente medio millón de negros en Inglaterra. Han desaparecido. Se disolvieron entre la población del país. Dejaron de reproducirse como raza. El gen de los negros es recesivo. Si este hecho se conociera mejor, habría mucha menos sensibilidad racial de la que hay. Y gran parte de esa sensibilidad es simplemente superficial, por decirlo de alguna manera. Voy a contarte una cosa. Cuando estaba yo en África, entablé relación con una francesa, de Alsacia. Al cabo del tiempo me dijo que quería que conociera a su familia. Fuimos juntos a Europa y a su ciudad natal. Me presentó a sus amigas del colegio. Era gente conservadora y a ella le preocupaba lo que pudieran pensar. Durante las dos semanas que pasé allí me las tiré a todas. Incluso me tiré a dos o tres madres. Y, sin embargo, mi amiga seguía preocupada.

Cuando llegó el poeta, aceptó los agasajos del director del periódico y a continuación su mujer y él se sentaron juntos, huraños, en un rincón de la pequeña habitación.

La colombiana era mayor de lo que se esperaba Willie. Quizá rondara los cincuenta. Se llamaba Serafina. Era esbelta, delicada, con expresión preocupada. Tenía el pelo lo bastante negro como para despertar la sospecha de que se teñía, y la piel muy blanca y empolvada hasta la raíz del pelo. Cuando por fin se acercó a Willie y se sentó a su lado, dijo:

—¿Te gustan las señoras? —Ante la vacilación de Willie, añadió—: No a todos los hombres les gustan las señoras, ya lo sé. Yo fui virgen hasta los veintiséis años. Mi marido era pederasta. En Colombia hay montones de chavalitos mestizos que se pueden comprar por un dólar.

Willie preguntó:

—¿Qué pasó cuando tenías veintiséis años?

Ella contestó:

—Te estoy contando mi vida, pero no estoy en el confesionario. Evidentemente, algo ocurrió.

Cuando Perdita y Roger empezaron a repartir los platos de comida, la colombiana dijo:

—Yo amo a los hombres. Pienso que tienen una fuerza cósmica.

Willie preguntó:

—¿Quieres decir energía?

La mujer replicó, enfadada:

—Quiero decir fuerza cósmica.

Willie miró a Peter. Peter se había preparado para la ocasión. Llevaba su camisa blanca, que parecía muy cara, con el cuello almidonado, ceroso, bien alto por detrás, y el pelo, entre rubio y gris, de corte semimilitar, aplastado por los lados, con un ligero toque de gomina para mantenerlo en su sitio; pero tenía los ojos nublados, fatigados y perdidos.

Al pasar con comida, Roger preguntó:

—Serafina, ¿por qué te casaste con un pederasta?

Ella contestó:

—Nosotros somos ricos y blancos.

Roger dijo:

—Si eso es una razón…

Ella no le hizo caso. Insistió:

—Somos ricos y blancos desde hace varias generaciones. Hablamos español clásico. Mi padre era un hombre blanco y apuesto. Tendrías que haberle visto. A nosotros nos resulta difícil casarnos en Colombia.

Willie preguntó:

—¿No hay más blancos en Colombia?

Serafina contestó:

—Aquí, para vosotros es algo normal y corriente. Para nosotros, no. En Colombia, nosotros somos ricos y blancos y hablamos un español antiguo y puro, más puro que el español que hablan en España. A nosotras nos resulta difícil encontrar marido. Muchas chicas de allí se han casado con europeos. Mi hermana pequeña está casada con un argentino. Cuando tienes que buscar tanto e irte tan lejos para encontrar marido, puedes cometer errores.

Richard, el editor, intervino desde enfrente:

—Desde luego que es un error. Marcharse de Colombia para irse a vivir en una tierra robada a los indios.

Serafina replicó:

—Mi hermana no ha robado ninguna tierra.

Richard dijo:

—La robaron para ella hace ochenta años. El general Roca y su panda. El ferrocarril y el rifle Remington contra las hondas y las piedras indias. Así fue como consiguieron las pampas, y todas esas estancias[5] tan finas y absurdas. Así que tu hermana pasó del viejo saqueo a la nueva forma de robo. Vamos, que gracias a Dios por Eva Perón, por derribar todo ese montaje podrido.

Serafina le dijo a Willie:

—Ese hombre está intentando hacerse el interesante. Es un tipo muy corriente en Colombia.

Marcus dijo:

—No creo que mucha gente sepa que había una población negra muy grande en Buenos Aires y Uruguay en 1800. Se perdieron entre la población de los dos países. Dejaron de reproducirse como raza. El negro es recesivo. No hay mucha gente que lo sepa.

Richard y Marcus continuaron la conversación desde un extremo a otro de la habitación: Richard le daba vueltas a lo que decía Marcus, con intención de provocar. Serafina le dijo a Willie:

—Es la clase de hombre que intentaría seducirme en cuanto se quedara a solas conmigo. Qué pesadez. Cree que por ser latinoamericana soy una mujer fácil.

Guardó silencio. Peter había estado todo el rato muy tranquilo. Sin tener que seguir escuchando, y recorriendo la habitación con la mirada despreocupadamente, Willie la dejó caer sobre Perdita y su estilizado tronco. No la consideraba guapa, pero recordó la elegancia con la que había tirado los guantes de rayas sobre la mesa de Chez Victor y al mismo tiempo pensó en June mientras se desnudaba en la habitación de Notting Hill. Perdita se encontró con su mirada y la sostuvo. Willie sintió una excitación indescriptible.

Roger y Perdita empezaron a retirar los platos. Siempre animoso y entusiasta, Marcus se levantó y se puso a ayudarlos. Llegó la hora del café y el coñac.

Serafina le dijo abstraída a Willie:

—¿Has sentido celos alguna vez?

Sus pensamientos habían discurrido por unos cauces que Willie no conocía.

—Todavía no. Sólo he sentido deseo.

Ella dijo:

—Fíjate en esto. Cuando llevé a Peter a Colombia, todas las mujeres fueron a por él. Un caballero y erudito inglés de fuerte mandíbula. Al cabo de un mes se olvidó de todo lo que yo había hecho por él y se fue con otra; pero no conocía el país y cometió un grave error. Aquella mujer le había engañado. Era mestiza y para nada rica. Lo descubrió al cabo de una semana. Volvió conmigo y me suplicó que le perdonase. Se arrodilló, puso la cabeza en mi regazo y lloró como un niño. Le acaricié el pelo y le dije: «¿Creías que era rica? ¿Creías que era blanca?». Él contestó: «Sí, sí». Le perdoné. Pero quizá se merezca un castigo. ¿Tú qué piensas?

El director del periódico se aclaró la garganta una, dos veces. Era su forma de pedir silencio. Separándose de Willie y apartando la mirada de Richard, Serafina se enderezó en el asiento y clavó los ojos en el director del periódico. Estaba sentado pesadamente en un rincón, con el estómago desbordándole sobre la cinturilla de los pantalones y la camisa tirante en cada botón. Dijo:

—No creo que ninguno de los aquí presentes comprenda el gran acontecimiento que ha supuesto esta noche para un director de periódico de provincias. Cada uno de ustedes me ha ofrecido una visión de un mundo muy alejado del mío. Yo soy de una vieja ciudad llena de humo del oscuro y satánico norte. No hay mucha gente que quiera saber de nosotros en la actualidad, pero hemos desempeñado nuestro papel en la historia. Nuestras fábricas hicieron productos que llegaron al mundo entero, y allí donde llegaron, nuestros productos contribuyeron a marcar el preludio de la era moderna. Nos considerábamos, con justa razón, el centro del mundo; pero ahora el mundo se ha inclinado hacia otro lado, y sólo cuando conozco a personas como ustedes me hago una idea de hacia dónde se dirige. De modo que esta noche está plagada de ironías. Todos ustedes han llevado una vida deslumbrante. Conozco a algunos de ustedes de oídas, y todo lo que he visto y oído aquí esta noche ha venido a confirmar lo que me habían contado. Les agradezco de todo corazón la gentileza que han demostrado con un hombre cuya vida ha sido justamente lo contrario de deslumbrante. Pero quienes vivimos en rincones oscuros tenemos nuestra alma. Tenemos nuestras ambiciones, tenemos nuestros sueños, y la vida nos puede jugar pasadas muy crueles. «Quizá en este olvidado lugar yazga un corazón antaño preñado de fuego celestial». No pretendo emular al poeta Gray, pero yo he escrito a mi manera sobre un corazón así. Y con su permiso, antes de que nos separemos, tal vez para siempre, me gustaría ofrecerles una muestra de lo que he escrito.

El director sacó del bolsillo interior de la chaqueta unas páginas dobladas de papel de prensa. Pausadamente, en medio del silencio que había creado, sin mirar a nadie, sacudió las páginas. Dijo:

—Son galeradas, pruebas de prensa. El artículo propiamente dicho está preparado desde hace tiempo. Se puede cambiar un par de palabras aquí y allá, corregir la torpeza de un par de frases, pero en líneas generales está listo para la imprenta. Se publicará en mi periódico la semana de mi muerte. Adivinarán que es mi necrológica. Algunos de ustedes se asombrarán; otros suspirarán. Pero la muerte nos sobreviene a todos, y más vale estar preparados. Estas palabras no fueron escritas con espíritu de vanagloria. Me conocen lo suficiente como para saberlo. Y es más bien con espíritu de pesar y arrepentimiento por todo lo que podría haber sido y no fue que les invito a reflexionar sobre el curso de una oscura vida de provincias.

Se puso a leer. «Henry Arthur Percival Somers, que empezó a dirigir este periódico en los oscuros días de noviembre de 1940, y de cuya muerte se ofrece información más detallada en otra página, nació el 17 de julio de 1895, hijo de un mecánico naval…».

La historia fue desarrollándose etapa tras etapa, galerada tras galerada, una estrecha columna de letra impresa en cada galerada: la casita, la calle pobre, las temporadas de paro del padre, las privaciones de la familia, el abandono de la escuela cuando el chico tenía catorce años, los pequeños trabajos de administrativo en varias oficinas, la guerra, el rechazo del ejército por razones médicas y, al fin, el último año de la guerra, el trabajo en el periódico, en la sección de producción, como «ayudante de corrector», en realidad un trabajo de mujeres, para leer los manuscritos en voz alta al cajista. Mientras leía se fue emocionando.

El poeta y su esposa le miraban distantes, sin extrañarse, desdeñosos. Peter parecía ausente. Serafina se mantenía erguida, mostrando el perfil a Richard. Inquieto, pensando en esto y aquello, Marcus empezó a hablar más de una vez sobre algo que no tenía nada que ver con el asunto, y se calló al oír su propia voz. Pero a Willie le tenía fascinado el relato del director. Para él todo era nuevo. No había muchos detalles concretos a los que aferrarse, pero mientras escuchaba intentaba ver la ciudad del director y entrar en su vida. Se sorprendió pensando en su propio padre, y después se puso a pensar en sí mismo. Sentado junto a Serafina, que se había apartado de él y estaba rígida, resistiéndose a la conversación, Willie se inclinó hacia delante para concentrarse en el director del periódico.

Él, el director, se dio cuenta del interés de Willie y flaqueó. Empezaron a atragantársele las palabras. Sollozó un par de veces. Y llegó a la última galerada. Le corrían las lágrimas por las mejillas. Parecía a punto de perder el control. «… Su vida más profunda era la de la mente, pero el periodismo es efímero por naturaleza, y no dejó memoria alguna. El amor, divina ilusión, jamás le rozó. Pero mantuvo una relación amorosa durante toda su vida con la lengua inglesa».

Se quitó las gafas empañadas, cogió las galeradas con la mano izquierda y clavó los húmedos ojos en un punto del suelo, a un metro o metro y medio de distancia. Se hizo un gran silencio.

Marcus dijo:

—Eso está, pero que muy bien escrito.

El director del periódico siguió como estaba, sin moverse, mirando al suelo, dejando correr las lágrimas, y volvió a hacerse el silencio. La fiesta había acabado. Al despedirse, la gente hablaba en susurros, como en un hospital. El poeta y su esposa se marcharon: como si no hubieran estado allí. Serafina se levantó, recorrió la habitación con la mirada sin ver a Richard, y se llevó a Peter. Marcus susurró:

—Venga, Perdita, te ayudo a recoger.

Willie sintió una punzada de celos, y le sorprendió; pero no dejaron que ni Marcus ni él se quedaran.

Al despedirlos en la puerta de la casita, Roger ya no parecía preocupado. Dijo en tono malicioso, sin alzar la voz:

—Me dijo que quería conocer a mis amigos de Londres, pero yo no sabía que quisiera público.

Al día siguiente Willie escribió un relato sobre el director del periódico. Lo situó en la ciudad india —con una cuarta parte de realidad que utilizaba en sus escritos—, y adaptó el personaje del director al santón que ya aparecía en otros relatos. Hasta entonces se veía al santón desde fuera: ocioso y siniestro, viviendo a costa de los desventurados, acechante en su ermita como una araña. Pero de pronto el santón empezó a mostrar su propia desdicha: aprisionado en su forma de vida, desea escapar de la ermita, y le cuenta su historia a un viajero llegado de muy lejos, alguien que pasa por allí y que difícilmente volverá. El ambiente del relato era como el de la historia que había contado el director del periódico. La esencia era como lo que Willie había oído contar a su padre durante muchos años.

Creciendo entre sus manos, el relato cogió a Willie por sorpresa. Le proporcionó una nueva perspectiva de su familia y su vida, y durante los días siguientes encontró material para muchos relatos de un carácter distinto. Parecía como si los relatos estuvieran esperándole: le extrañó no haberlos visto antes, y escribió rápidamente durante tres o cuatro semanas. Después, la escritura empezó a llevarle a cosas difíciles, cosas a las que no podía enfrentarse, y lo dejó.

No volvió a escribir. No se le ocurrió nada más. La inspiración de las películas se había agotado tiempo atrás. Mientras duró, le parecía tan fácil que a veces le preocupaba que otros hicieran lo mismo: sacar ideas para relatos, o momentos dramáticos, de El último refugio, Al rojo vivo y La infancia de Máximo Gorki. Ahora que ya no pasaba nada, se preguntaba cómo había hecho lo que había hecho. En total, había escrito veintiséis relatos. El número de páginas ascendía a unas ciento ochenta, y se sintió decepcionado al ver el escaso resultado de tantas ideas, tanta escritura y tanto entusiasmo.

Pero Roger pensaba que era suficiente para un libro y que formaba una colección completa. Dijo:

—Los últimos relatos son más intimistas, pero a mí eso me gusta. Me gusta cómo se ensancha y crece el libro. Tiene más misterio y más sentimiento de lo que piensas, Willie. Es muy bueno. Pero mira, no creas que eso significa que te vayas a hacer famoso.

Roger empezó a enviar el libro a las editoriales que conocía. Se lo devolvían cada dos o tres semanas. Un día dijo:

—Es lo que me temía. Lo de los relatos siempre resulta difícil, y la India no es en realidad un tema para escribir. Los únicos que van a leer algo sobre la India son los que han vivido o trabajado allí, y no les va a interesar la India sobre la que tú escribes. Lo que quieren los hombres es John Masters —Bhowani Junction y Bugles and a Tiger— y las mujeres Narciso negro, de Rumer Godden. No se lo he enviado a Richard, pero me parece que es el único que nos queda.

Willie preguntó:

—¿Por qué no se lo has enviado a Richard?

—Es un sinvergüenza. No lo puede evitar. Ya encontrará alguna manera de timarte. Es su actitud ante el mundo. Siempre ha sido así. Le gusta hacer canalladas casi por deporte. Y si se encarga del libro lo presentará doctrinariamente, lo utilizará para alguna proclama marxista. Contribuirá a su fama de marxista, pero no ayudará al libro. Pero habrá que hacer de tripas corazón.

Así que el libro fue a parar a Richard.

Y lo aceptó. A Willie le llegó a la escuela de Magisterio una carta en papel de la empresa, en la que se le pedía que fijara una fecha para ir a la editorial.

Estaba en una de las plazas negras de Bloomsbury. Era la clase de edificio londinense —de fachada plana y ladrillo negro— que a Willie le parecía normal y corriente. Sin embargo, al subir la escalera, lo que en un principio le había dado sensación de pequeñez pareció agrandarse. En el portal vio que el edificio era realmente grande y magnífico, y una vez dentro comprobó que tras la fachada negra había habitaciones de techo alto, bien iluminadas y muy amplias.

En la recepción, la chica de la centralita estaba atacada de los nervios. Una voz tronaba por el aparato. Willie la reconoció: era la de Richard. Amedrentaba a cualquiera sin el menor esfuerzo, y había sacado de quicio a aquella chica de delgados brazos. Podría haber estado en su casa, no en un lugar público, y la voz quizá le recordara a un padre amenazante o violento. Willie pensó en su hermana Sarojini. Pasó un rato hasta que la chica se fijó en Willie, y otro rato hasta que se serenó y pudo hablar con él.

El despacho de Richard era la sala del primer piso. Era una habitación grande, de techo alto, con una pared revestida de libros.

Richard acompañó a Willie hasta las altas ventanas y dijo:

—Estas casas eran de los comerciantes ricos de Londres hace ciento cincuenta años. Una de las de esta plaza bien podría haber sido la casa Osborne de La feria de las vanidades. La habitación en la que estamos debía de ser el salón. Si miras, todavía puedes imaginarte los carruajes, los lacayos y todo lo demás. Lo que resulta difícil imaginar hoy en día, y lo que olvida la mayoría de la gente, es que el gran comerciante londinense de Thackeray, sentado en una habitación como ésta, quería que su hijo se casara con una rica heredera negra de San Cristóbal, en las Antillas. Yo llevo muchos años trabajando en este edificio, pero no es algo que tuviera presente. Quien me lo recordó fue tu amigo Marcus, el que quiere abrir una cuenta en Coutts. Cuando me contó lo de la rica heredera me pareció una broma, pero lo comprobé. La fortuna de esa señora debía de proceder de los esclavos y el azúcar. Era el momento de esplendor de las plantaciones trabajadas por esclavos en las Antillas. Imagínatelo. En una época como ésa, una rica heredera negra en Londres. Y estaba muy solicitada. Seguramente hizo una buena boda, pero Thackeray no nos lo cuenta. Y al ser tan recesivo el gen negro, al cabo de dos generaciones sus descendientes debían de ser completamente ingleses y de clase alta. Tenía que ser un negro reasentado de África occidental quien nos ofreciera esta lectura rectificada de uno de nuestros clásicos victorianos.

Se apartaron de la ventana y fueron a sentarse al gran escritorio, el uno enfrente del otro. Sentado, Richard era más ancho, corpulento y ordinario de lo que recordaba Willie.

Richard dijo:

—A lo mejor un día nos ofreces una nueva lectura de Cumbres borrascosas. Heathcliff era un niño medio indio al que encontraron cerca del puerto de Liverpool. Pero tú ya lo sabes. —Cogió unas hojas mecanografiadas—. Es el contrato de tu libro.

Willie sacó su pluma.

Richard preguntó:

—¿No vas a leerlo?

Willie estaba confuso. Quería ver el contrato, pero pensaba que no podía decírselo a Richard. Leer el contrato en presencia de Richard significaría poner en entredicho su honradez y tal descortesía que Willie no pudo hacerlo.

Richard dijo:

—Es prácticamente nuestro contrato normal. El siete y medio por ciento sobre las ventas nacionales y el tres y medio sobre las ventas en el extranjero. Nosotros llevaremos tus demás derechos. Eso, claro está, suponiendo que tú quieras. Si lo vendemos en Estados Unidos, te llevarás el sesenta y cinco por ciento. Te llevas el sesenta por las traducciones, el cincuenta si lo vendemos para el cine y el cuarenta por la edición en rústica. En esta fase a lo mejor crees que esos derechos no tienen importancia, pero no deberían dejarse así como así. Nosotros te haremos el trabajo difícil. Es para lo que estamos preparados. Tú te quedas tranquilamente sentado y te embolsas lo que llegue.

Willie tenía que firmar dos copias del contrato. Cuando estaba firmando la segunda Richard sacó un sobre del cajón del escritorio y se lo puso delante. Dijo:

—Es el anticipo. Cincuenta libras, en billetes nuevos de cinco. ¿Has ganado alguna vez más de golpe?

Ni por asomo. Lo máximo que le habían pagado a Willie en la radio eran trece guineas, por un guión de quince minutos sobre Oliver Twist para el Servicio de Transcripción de las Escuelas de la BBC.

Cuando bajó, la chica de la centralita estaba más tranquila; pero la infelicidad de su vida —atrapada entre el suplicio de la oficina y el suplicio de la casa— se reflejaba en su cara. Willie pensó, con más impotencia y desconsuelo que antes, en su hermana Sarojini viviendo en su país.

Roger quería ver el contrato. A Willie eso le ponía nervioso. Le habría resultado difícil explicarle a Roger por qué lo había firmado. Roger se puso serio, con actitud de abogado, mientras leía, y al final dijo, tras una ligera vacilación:

—Supongo que lo importante es publicarlo. ¿Qué dijo del libro? Normalmente es muy inteligente con estas cosas.

Willie dijo:

—No dijo nada del libro. Habló de Marcus y de La feria de las vanidades.

Cuatro o cinco semanas más tarde hubo una fiesta en casa de Richard, en Chelsea. Willie llegó temprano. No vio a nadie conocido y entabló conversación con un hombre gordo y bajo, bastante joven —con gafas y despeinado, una chaqueta demasiado pequeña y un jersey sucio— que parecía apegado a una anticuada concepción bohemia del escritor. Era psicólogo y había escrito un libro titulado El animal que hay en ti… y en mí. Había varios ejemplares por allí; nadie les hacía mucho caso. Tan absorto estaba Willie con aquel hombre —cada uno utilizando al otro para resguardarse de la indiferencia de la habitación— que no vio llegar a Roger. Casi en cuanto le vio también vio a Serafina. Estaba con Richard. Llevaba un vestido rosa con estampado de flores, y estaba erguida y elegante, pero no tan seria como en la cena en casa de Roger. Willie dejó al psicólogo y se dirigió hacia ella. Se mostró espontánea y cálida con él, y a Willie le pareció bastante atractiva con aquel talante; pero todos sus pensamientos se centraban en Richard. Estaban hablando —de una forma indirecta y entre interrupciones— de un atrevido negocio que preparaban juntos: meterse primero en la producción de papel, en Jujuy, al norte de Argentina, y después imprimir libros en rústica más baratos que en Europa y Estados Unidos. Por entonces se podía fabricar papel de buena calidad con bagazo. El bagazo es la médula fibrosa que queda después de triturar la caña para hacer el azúcar. Serafina tenía muchos kilómetros cuadrados de tierras azucareras en Jujuy. El bagazo en Jujuy no costaba nada: era material de desecho, y la caña de azúcar crecía en menos de un año.

Revoloteando en torno a aquella conversación sobre el bagazo —un tanto ostentosa— había hombres bien vestidos y mujeres esmeradamente vestidas, derrochando palabras y sonrisas para decir bien poco.

Willie pensó: «En esas grandes oficinas Richard era real. Y la chica también era real. Aquí, en esta casa pequeña, en esta fiesta, Richard está actuando. Todo el mundo está actuando».

Después, Roger y Willie hablaron sobre la fiesta y sobre Serafina. Roger dijo:

—Richard le sacará unos cuantos miles de libras. Es lo que se le da bien, presentar proyectos tentadores. Lo curioso es que si alguien se empeñara de verdad en ello, podría ganar dinero con muchos de los proyectos de Richard. A él no le interesa resolver las cosas. No tiene suficiente paciencia. Le gusta lo excitante de la idea, la trampa, el dinero fácil. Y después pasa a otra cosa. Serafina ya está muy entusiasmada, así que en cierto modo no importa si no recupera el dinero. Se habrá divertido. Y ella no se ha ganado su dinero. Alguien lo ganó para ella hace mucho tiempo. Es lo que le dirá Richard cuando se queje. Si es que se queja.

Willie dijo, con una expresión que había oído en la escuela de Magisterio:

—Había varias personas con mucha clase.

Roger replicó:

—Todos han escrito libros. Es la última dolencia de los poderosos y los de alcurnia. En realidad no quieren escribir, pero sí quieren ser escritores. Quieren ver su nombre en el lomo de un libro. Además de otras cosas, Richard es editor de frivolidades de la clase muy alta. La gente paga a esos editores para que saquen sus libros. Richard no es tan burdo. Es tan discreto y tan selectivo con sus ediciones de frivolidades que en realidad nadie lo sabe. Y hay un montón de gente rica y bien situada que le está agradecida. En cierto modo tiene tanto poder como un ministro. Ellos vienen y van, pero Richard continúa. Avanza socialmente en todas direcciones.

Willie había estado muchas semanas entrando y saliendo de la casa de Roger en Marble Arch, para recibir consejos durante la preparación del manuscrito y después para hablar sobre las cartas de rechazo. Perdita a menudo estaba allí. A Willie había llegado a gustarle su elegancia, y durante una temporada, durante las conversaciones sobre el libro y los editores, se sintió violento con Roger. Quería confesarse abiertamente a él, pero no tenía valor. Una vez colocado el libro, y con las cincuenta libras en el bolsillo, consideró que era deshonroso retrasarlo más. Pensó que debía ir al bufete de Roger, por una cuestión de formas, y decirle: «Roger, tengo que contarte algo. Perdita y yo estamos enamorados».

Pero no fue al bufete de Roger. Porque aquel fin de semana empezaron los disturbios raciales en Notting Hill. Las silenciosas calles —con cubos de basura al aire pintarrajeados con números de casas y pisos, y ventanas con gruesas cortinas, ocultas y cegadas— se llenaron de gente alborotada. Las casas que antes parecían alquiladas únicamente por los muy viejos y pasivos empezaron a revelar la existencia de muchísimos jóvenes con ropa a imitación del estilo eduardiano que rondaban las calles en busca de negros. Un afroantillano llamado Kelso, que iba a ver a unos amigos sin tener ni idea de lo que ocurría, se topó con un montón de adolescentes a la salida del metro de Latimer Road y le mataron.

Los periódicos y la radio no hablaban sino de los disturbios. El primer día Willie fue, como hacía con frecuencia, al pequeño café cercano a la escuela de Magisterio a tomar el café de media mañana. Le pareció que todo el mundo estaba leyendo periódicos. Estaban negros de tanta fotografía y tantos titulares. Oyó a un obrero viejecito, con los años de penuria reflejados en el rostro, que decía con toda tranquilidad, como si estuviera en su casa: «Esos negros van a ser una amenaza». Fue un comentario intrascendente, que no reflejaba en absoluto lo que aparecía en la prensa, y Willie se sintió intimidado y avergonzado al mismo tiempo. Le dio la impresión de que la gente le miraba. Tuvo la sensación de que los periódicos hablaban de él. Después de aquello se quedó en la escuela y no volvió a salir. Esa clase de encierro no era nada nuevo para él. Era lo que solían hacer en su país cuando había graves conflictos religiosos o de casta.

El tercer día de los disturbios llegó un telegrama del productor de radio a quien Willie conocía. Le pedía que le llamara por teléfono.

El productor le dijo:

—Willie. Es algo que tenemos que hacer. En el mundo entero están esperando a ver si hacemos esta historia y cómo la hacemos. Mi idea es la siguiente, Willie. Vas con tu ropa normal al metro de Ladbroke Grove, St. Ann’s Well Road o Latimer Road. Latimer Road sería lo mejor. Ahí es donde se produjeron los principales conflictos. Vas con la actitud de un hombre de la India que va a echar un vistazo a Notting Hill. Quieres ver con qué se encontró Kelso. O sea que vas buscando a las muchedumbres. Eres un poco un hombre que anda buscando problemas, que anda buscando que le den una paliza. Sólo hasta cierto punto, claro. Eso es todo. A ver qué sale. El guión normal de cinco minutos.

—¿Cuánto pagáis?

—Cinco guineas.

—Eso es lo que pagáis siempre. No es un desfile de modas ni una exposición de arte.

—Willie, tenemos un presupuesto. Ya lo sabes.

Willie replicó:

—Tengo exámenes. Estoy repasando. No tengo tiempo.

Le llegó una carta de Roger.

Querido Willie: En la vida de las grandes ciudades siempre hay momentos de locura. Otras cosas no cambian. Debes saber que siempre nos tienes aquí a Perdita y a mí.

Willie pensó: «Es una buena persona. Quizá la única que conozco. Tuve una buena intuición al irme con él después de aquel programa sobre lo de dedicarse a la asistencia letrada. Me alegro de no haber ido a su bufete para contarle lo de Perdita».

Escondido en la escuela, Willie veía más a Percy Cato que en los últimos meses. Seguían siendo amigos pero les interesaban cosas distintas y se habían distanciado. Willie ya conocía Londres mejor y no necesitaba a Percy de guía y apoyo. Aquellas fiestas bohemias con Percy, June y los demás —y también con algunos de los perdidos, desequilibrados y alcohólicos, los auténticos bohemios—, aquellas fiestas en los míseros pisos de Notting Hill ya no le parecían tan deslumbrantes, tan de la metrópoli.

Percy vestía con el estilo de siempre, pero su cara había cambiado: había perdido parte de su vitalidad. Dijo:

—El viejo va a perder su feudo después de esto. La prensa no le dejará escapar. Pero está intentando hundirme con él. Puede ponerse muy desagradable. No me ha perdonado por haberle vuelto la espalda. La prensa ha estado sacando a la luz cosas sobre sus inmuebles y sus proyectos de urbanización en Notting Hill, y alguien anda por ahí contando que yo era su brazo derecho negro. Cada vez que abro el periódico en la sala de estudiantes espero ver mi nombre. A la escuela no le haría ninguna gracia haber concedido una beca a un sinvergüenza negro de Notting Hill. A lo mejor me piden que me marche. Y no sabría adónde ir, Willie.

A Willie le llegó una carta de la India. Los sobres de su país tenían unas características especiales. Eran de un papel reciclado en la región, hacían pensar en la porquería con que estaban fabricados, y sin duda los habían confeccionado en la trastienda de los puestos de papel unos pobres chicos sentados en el suelo, algunos de ellos manejando guillotinas con una hoja enorme (no muy lejos de los dedos de sus pies) y otros pinceles para el pegamento. Willie podía imaginarse fácilmente otra vez allí, sin esperanza. Por eso le resultaba deprimente el primer vistazo a aquellas cartas de su casa, y podía seguir deprimido, habiéndose olvidado de la causa, después de haberlas leído.

En aquella carta estaba la letra de su padre. Con la ternura que había empezado a sentir por él, Willie pensó: «El pobre hombre se ha enterado de lo de los disturbios y está preocupado. Piensa que son como los disturbios en nuestro país».

Leyó lo siguiente:

Querido Willie: Espero que al recibo de ésta te encuentres bien, como yo. No suelo escribir porque no suelo tener ninguna novedad, al menos no sobre lo que creo que debería contarte. Si ahora te escribo es porque tengo noticias sobre tu hermana Sarojini. No sé cómo vas a reaccionar. Ya sabes que al asram viene gente de todas partes. Bueno, pues un día vino un alemán. Era un hombre ya mayor, que cojeaba de una pierna. Y en fin, para abreviar, el caso es que pidió casarse con Sarojini, y es precisamente lo que ha hecho. Ya sabrás que yo siempre he pensado que la única esperanza que tenía Sarojini era un matrimonio internacional, pero la verdad es que me sorprendió. Estoy seguro de que ese hombre tiene otra esposa en alguna parte, pero quizá no sea conveniente ahondar demasiado. Es fotógrafo, y dice que estuvo luchando en Berlín, al final de la guerra, disparando con una ametralladora contra los tanques rusos mientras su amigo, que había abandonado el arma, estaba tirado en el suelo, con los dientes castañeteándole de miedo. Últimamente hace películas sobre revoluciones, y así se gana la vida. Es raro, pero últimamente todo el mundo encuentra una forma de abrirse camino —Willie pensó: «Y que lo digas»— y, por supuesto, dirás que quién soy yo para hablar. Van a hacer una película sobre Cuba. Es donde fabrican los puros. Van a estar con alguien con un nombre como goano, Govia o Govara, y después se irán a otros sitios. Tu madre está encantada de haberse quitado a la muchacha de encima, pero no creo que te extrañe que finja no estarlo. Yo no sé en qué acabará todo esto ni cómo le saldrá a la pobre Sarojini. Bueno, de momento no hay más novedades.

Willie pensó: «Es algo que he aprendido desde que llegué aquí. Que todo anda descentrado. El mundo debería pararse, pero sigue adelante».