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Una visita de Somerset Maugham
WILLIE CHANDRAN le preguntó un día a su padre:
—¿Por qué me llamo Somerset de segundo? En el colegio acaban de enterarse, y los chicos se burlan de mí.
Su padre respondió sin la menor alegría:
—Te pusieron ese nombre por un gran escritor inglés. Seguro que has visto sus libros en casa.
—Pero no los he leído. ¿Tanto le admirabas?
—No estoy muy seguro. Escucha, y decide tú mismo.
Y ésta es la historia que empezó a contar el padre de Willie Chandran. Llevó mucho tiempo. La historia fue cambiando a medida que Willie crecía. Se fueron añadiendo cosas, y cuando Willie se fue de la India, a Inglaterra, ésta era la historia que había oído.
El escritor (según dijo el padre de Willie Chandran) fue a la India a reunir material para una novela sobre la espiritualidad. Corrían los años treinta. Me lo trajo el rector de la universidad del maharajá. Yo estaba cumpliendo penitencia por algo que había hecho, y llevaba vida de mendicante en el patio exterior del gran templo. Era un sitio muy concurrido, y por eso lo había elegido. Mis enemigos entre los funcionarios del maharajá me acosaban, y me sentía más seguro en el patio del templo, con las multitudes que iban y venían, que en mi despacho. Esa persecución me ponía muy nervioso, y para tranquilizarme también había hecho voto de silencio, algo con lo que me gané cierto respeto entre las gentes del lugar, e incluso renombre. Venían a verme mientras yo guardaba silencio, y algunas personas me traían regalos. Las autoridades del Estado tenían que respetar mi voto, y lo primero que pensé al ver al rector con el viejecillo blanco fue que se trataba de una conspiración para hacerme hablar, y me puse muy terco. La gente sabía que algo se avecinaba, y se arremolinó para contemplar el encuentro. Yo sabía que estaban de mi parte. No dije nada. El rector y el escritor fueron los únicos que hablaron. Hablaban de mí mientras me miraban, y yo los miraba sin verlos, sentado, como ciego y sordo, y la multitud nos miraba a los tres.
Así fue como empezó. Yo no le dije nada al gran hombre. Ahora resulta difícil de creer, pero pienso que no había oído hablar de él cuando le conocí. La literatura inglesa que yo conocía eran Browning, Shelley y autores así, a los que había estudiado en la universidad, durante el año que pasé allí, antes de renunciar, idiota de mí, a la educación inglesa en respuesta a la llamada del mahatma, y convertirme en un inútil de por vida mientras veía cómo mis amigos y mis enemigos prosperaban y se ganaban el respeto ajeno día tras día. Pero ésa es otra historia. Ya te la contaré en otra ocasión.
Ahora quiero volver al escritor. De verdad que no le dije absolutamente nada. Pero después, quizá unos dieciocho meses más tarde, en el libro de viajes que sacó el escritor, había dos o tres páginas sobre mí. Dedicaba mucho más al templo, las multitudes y la ropa que llevaban, las ofrendas de coco, harina y arroz que traían y la luz de la tarde al caer sobre las viejas piedras del patio. Todo lo que le había contado el rector de la universidad del maharajá estaba allí, y también otras cosas. Saltaba a la vista que el rector había intentado granjearse la admiración del escritor diciendo cosas muy favorables sobre mis votos de renuncia. También había unos cuantos renglones, quizá un párrafo entero, que describían —como describía las piedras y la luz de la tarde— la serenidad y tersura de mi piel.
Así me hice famoso. No en la India, donde hay mucha envidia, sino en el extranjero. Y la envidia pasó a ser moda cuando apareció la famosa novela del escritor, durante la guerra, y los críticos extranjeros empezaron a ver en mí la fuente espiritual de El filo de la navaja.
Dejaron de acosarme. En su primer libro sobre la India, el libro de notas de viaje, el escritor —para sorpresa de todos, antiimperialista— hablaba en tono halagüeño sobre el maharajá, su Estado y sus funcionarios, incluido el rector de la universidad. Así que todos cambiaron de actitud. Simularon verme como me había visto el escritor: el hombre de casta superior, que había ocupado un puesto importante en el servicio fiscal del maharajá, de un linaje de personas que habían celebrado rituales sagrados para el soberano, que había vuelto la espalda a una prometedora carrera y vivía como un mendigo, de las limosnas de los más pobres entre los pobres.
Me costaba trabajo abandonar aquel papel. Un día, el mismísimo maharajá me envió recuerdos por mediación de uno de los secretarios de palacio. Aquello me dejó muy preocupado. Yo esperaba que con el tiempo se produjeran otros acontecimientos religiosos en la ciudad y que me dejaran en paz para encontrar mi propio medio de vida. Pero cuando, en el transcurso de una importante celebración religiosa, el mismísimo maharajá llegó desnudo de cintura para arriba, bajo el abrasador sol de la tarde, como una especie de penitente y con su propia mano me ofreció cocos y telas que llevaba un cortesano de librea —un sinvergüenza al que yo conocía muy bien—, comprendí que era imposible escapar de allí, y me preparé para la extraña vida que me había deparado el destino.
Empecé a atraer a viajeros del extranjero. Eran sobre todo amigos del famoso escritor. Venían de Inglaterra para encontrar lo que había encontrado el escritor. Traían cartas del escritor, y en algunos casos cartas de los altos funcionarios del maharajá. Algunas veces traían cartas de personas que ya habían venido a verme. Algunos eran escritores, y meses o semanas después de haber venido a verme, aparecían pequeños artículos sobre sus visitas en las revistas de Londres. Repasé tantas veces la nueva versión de mi vida con aquellos visitantes que llegué a sentirme bastante a gusto con ella. A veces hablábamos sobre las personas que habían venido a verme, y quienes estaban conmigo decían con satisfacción: «Le conozco. Es muy amigo mío». O algo parecido. De modo que durante cinco meses, de noviembre a marzo, la época de nuestro invierno o «tiempo frío», como decían los ingleses para distinguir la estación india de la inglesa, tenía la sensación de convertirme en una figura social, alguien en la periferia de una pequeña red extranjera de conocidos y cotilleos.
A veces ocurre que cuando tienes un lapsus linguae no quieres corregirlo. Intentas hacer creer que lo que has dicho es lo que querías decir. Y también ocurre que empiezas a darte cuenta de que en el error hay algo de cierto. Empiezas a darte cuenta, por ejemplo, de que quitarle el buen nombre a alguien también se puede decir denigrar ese nombre. Más o menos igual, al reflexionar sobre la extraña vida que se me había impuesto por aquel encuentro con el gran escritor inglés, empecé a comprender que era un modo de vida con el que llevaba años soñando: el deseo de renunciar, de esconderme, de huir del lío en que había convertido mi existencia.
Tengo que volver atrás. Somos de un linaje de sacerdotes. Estábamos vinculados a cierto templo. No sé cuándo se construyó el templo ni qué gobernante lo construyó ni cuánto tiempo llevamos vinculados a él: no somos personas con esa clase de conocimientos. Nosotros, los sacerdotes del templo, y nuestras familias formábamos una comunidad. Supongo que en cierta época debimos de ser una comunidad muy rica y próspera, a la que servían de diversas maneras las personas a las que servíamos nosotros; pero cuando los musulmanes conquistaron la tierra todos nos empobrecimos. Las personas a quienes servíamos ya no podían mantenernos. Las cosas empeoraron cuando llegaron los británicos. Había leyes, pero creció la población. Éramos demasiados en la comunidad del templo. Eso es lo que me contó mi abuelo. Se mantuvieron todas las complicadas normas de la comunidad, pero había poco que comer. La gente empezó a adelgazar, a debilitarse y a ponerse enferma fácilmente. ¡Qué destino el de nuestra comunidad sacerdotal! No me gustaba lo que contaba mi abuelo de aquellos tiempos, la última década del siglo XIX.
Mi abuelo se había quedado en los huesos cuando decidió que tenía que abandonar el templo y la comunidad. Pensó en ir a la gran ciudad donde estaba el palacio del maharajá y donde había un famoso templo. Se preparó como pudo: guardó pequeñas porciones de arroz, harina y aceite y ahorró alguna que otra moneda. No le contó nada a nadie. Llegado el día, se levantó muy temprano, en la oscuridad, y echó a andar hacia la estación de ferrocarril. Estaba a muchos kilómetros de distancia. Se pasó tres días andando. Se encontró entre personas muy pobres. Era más desgraciado que la mayoría de ellas, pero algunas veían que era un joven sacerdote muerto de hambre y le daban limosna y alojamiento. Al fin llegó a la estación. Me contó que por entonces estaba tan asustado y perdido, tan al límite de sus fuerzas y su valor, que no reconocía nada del mundo exterior. El tren llegó por la tarde. Él guardaba un recuerdo de multitudes y ruidos, y que de repente se hizo de noche. Nunca había ido en tren, pero pasó todo el viaje dedicado a la introspección.
Por la mañana llegaron a la gran ciudad. Preguntó cómo se iba al templo y allí se quedó, deambulando por el patio para resguardarse del sol. Por la tarde, después de las oraciones del templo, repartieron comida consagrada. A él no le hicieron de menos. No era mucha cantidad, pero sí más que la que le había mantenido vivo hasta entonces. Intentó actuar como un peregrino. Nadie le preguntó nada, y así vivió durante los primeros días; pero después se fijaron en él. Le hicieron preguntas. Él contó su historia. Los funcionarios del templo no le echaron. Fue uno de aquellos funcionarios, un hombre bondadoso, quien le propuso a mi abuelo que se dedicara a escribir cartas. Le proporcionó el utillaje: pluma, plumillas, tinta y papel, y mi abuelo fue a sentarse en el suelo con los demás redactores de cartas, a las puertas de los patios junto al palacio del maharajá.
La mayoría de los que redactaban cartas escribían en inglés. Escribían para la gente peticiones de diversas clases y rellenaban formularios gubernamentales. Mi abuelo no sabía inglés. Sabía hindi y la lengua de su región. En la ciudad había muchas personas que habían huido de la zona de la hambruna y querían enviar noticias a sus familias. Así que había trabajo para mi abuelo, y nadie le tenía envidia. Además, atraía a la gente por su atuendo sacerdotal. No tardó en empezar a ganarse la vida bastante bien. Dejó de deambular por el patio del templo por las tardes. Encontró una habitación como es debido, y avisó a su familia. Con el trabajo de escribir cartas y con sus amistades del templo, empezó a conocer a mucha gente, de modo que con el tiempo consiguió un puesto respetable de administrativo en el palacio del maharajá.
Ese trabajo era seguro. El sueldo no era muy bueno, pero nunca despedían a nadie, y la gente te trataba con consideración. Mi padre se acostumbró fácilmente a esa forma de vida. Aprendió inglés, sacó los títulos de la escuela secundaria, y al poco tiempo ocupaba un puesto en el gobierno mucho más alto que el de su padre. Llegó a secretario del maharajá. Había muchos secretarios. Llevaban una librea impresionante, y en la ciudad los trataban como a diosecillos. Estoy convencido de que mi padre quería que yo siguiera ese camino, para continuar el ascenso que él había iniciado. Para mi padre, era como si hubiera vuelto a descubrir parte de la seguridad que se disfrutaba en la comunidad del templo de la que había tenido que huir mi abuelo.
Pero dentro de mí había un diablillo rebelde. Quizá hubiera oído contar a mi abuelo demasiadas veces su huida y su temor a lo desconocido, entregado a la introspección durante aquellos terribles días, incapaz de ver lo que le rodeaba. A mi abuelo se le agrió el carácter con la edad. Por entonces decía que habían sido muy estúpidos en la comunidad de su templo. Habían visto venir la catástrofe pero no hicieron nada. Él mismo había dejado hasta el último momento la huida, razón por la que, al llegar a la gran ciudad, tuvo que quedarse merodeando por el patio del templo como un animal hambriento. En sus labios, eran palabras terribles. Me contagió su ira. Empecé a hacerme a la idea de que aquella vida que llevábamos todos en la gran ciudad, en torno al maharajá y su palacio, no podía durar, que también aquella seguridad era falsa. Cuando me daba por pensar así, podía entrarme el pánico, porque no se me ocurría qué hacer para protegerme de aquel fracaso.
Supongo que estaba maduro para la acción política. La India hervía de actividad política, pero el movimiento de independencia no existía en el Estado del maharajá. Era ilegal. Y aunque teníamos noticia de los grandes nombres y los grandes acontecimientos en el exterior, los veíamos desde lejos.
Por entonces estaba en la universidad. El plan consistía en sacar un título y después quizá obtener una beca del maharajá para estudiar medicina o ingeniería. A continuación me casaría con la hija del rector de la universidad del maharajá. Todo estaba arreglado. Dejé que siguiera su curso, pero me sentía ajeno a todo aquello. En la universidad me fui haciendo cada día más perezoso. No comprendía lo que estudiaba. No comprendía El alcalde de Casterbridge. No entendía ni la historia ni los personajes y no sabía en qué época se desarrollaba. Shakespeare estaba mejor, pero no sabía qué pensar de Shelley, Keats y Wordsworth. Cuando leía a esos poetas, me daban ganas de decir: «Pero si esto es un montón de mentiras. Nadie siente esas cosas». El profesor nos obligaba a tomar apuntes de sus clases. Nos los dictaba, páginas y páginas, y lo que mejor recuerdo es que, como dictaba los apuntes y quería que fueran breves, y como quería que los escribiéramos exactamente igual, jamás pronunciaba el nombre de Wordsworth. Siempre decía W, sólo la inicial, jamás Wordsworth. W hizo esto, W escribió aquello.
Yo estaba hecho un lío: tenía la sensación de que todos vivíamos con una falsa seguridad, me sentía perezoso, detestaba mis estudios, y sabía que en el exterior estaban ocurriendo grandes cosas. Idolatraba los grandes nombres del movimiento de independencia. Tenía la sensación de que se me reprochaba mi pereza, y el servilismo de la vida que me estaban preparando. Y cuando un día, en 1931 o 1932, me enteré de que el mahatma había hecho un llamamiento a los estudiantes para que boicotearan las universidades, decidí responder al llamamiento. Hice algo más. Encendí una pequeña hoguera en el patio con El alcalde de Casterbridge, Shelley y Keats y los apuntes del profesor, y me fui a casa, a esperar lo que se me iba a venir encima.
No pasó nada. Al parecer, nadie le había contado nada a mi padre. No llegó ningún recado del decano. Quizá la hoguera no hubiera sido gran cosa. No resulta tan fácil quemar libros, a menos que ya haya un buen fuego encendido. Y es posible que en medio del desorden y el ruido del patio de la universidad, con la vida de la calle justo al lado, no pareciera tan raro lo que yo hacía en una esquinita.
Me sentí más inútil que nunca. En otras partes de la India había grandes hombres. Seguir a aquellos grandes hombres, incluso vislumbrarlos un momento, habría supuesto para mí una enorme dicha. Habría dado cualquier cosa por estar en contacto con su grandeza. Aquí sólo tenía la vida servil en torno al palacio del maharajá. Le daba vueltas a la cabeza noche tras noche, pensando qué debía hacer. Sabía que el propio mahatma había atravesado una crisis como ésta unos años antes en su asram[1]. Aparentemente en paz, con una vida rutinaria, adorado por cuantos le rodeaban, en realidad se preocupaba hasta el extremo del sufrimiento por cómo prender la mecha que pusiera el país en movimiento. Y se descolgó con una idea inesperada y milagrosa, la Marcha de la Sal, una larga marcha desde su asram hasta el mar para fabricar sal.
Así que viviendo a salvo en la casa de mi padre, el cortesano de librea, aún fingiendo ir a la universidad (por mantener la paz), pero atormentado como ya he dicho, al final noté que me llegaba la inspiración. Con absoluta certeza, pensé que la decisión que había tomado era justa, y estaba dispuesto a llevarla hasta el final. La decisión consistía nada menos que en ofrecerme en sacrificio. No un sacrificio vacío, el acto de un momento —cualquier idiota puede saltar desde un puente o tirarse delante de un tren—, sino un sacrificio más duradero, algo que habría aprobado el mahatma. Él había dicho muchas cosas sobre los males del sistema de castas. Nadie le había contradicho, pero muy pocos habían hecho algo al respecto.
Mi decisión era sencilla. Consistía en volver la espalda a nuestros antepasados, los sacerdotes famélicos y absurdos, dominados por los extranjeros, de los que me había hablado mi abuelo, volver la espalda a todas las absurdas esperanzas que había depositado mi padre en mí con un alto cargo al servicio del maharajá, las absurdas esperanzas del rector de casarme con su hija. Mi decisión consistía en volver la espalda a todas aquellas formas de muerte, pisotearlas, y hacer lo único noble que estaba a mi alcance: casarme con la persona de más baja extracción que pudiera encontrar.
En realidad, ya tenía a alguien en mente. Era una chica de la universidad. No la conocía. No había hablado con ella. Simplemente me había fijado en ella. Era menuda y de rasgos toscos, de aspecto casi tribal, visiblemente negra y con dos incisivos grandes que destacaban por su blancura. Los colores que llevaba a veces eran muy vivos y a veces muy sombríos, como si se confundieran con la negrura de su piel. Debía de pertenecer a una casta «atrasada». El maharajá concedía varias becas a los así llamados «atrasados». El maharajá tenía fama por su piedad, y la concesión de becas era una de sus manifestaciones de caridad religiosa. En realidad eso fue lo primero que pensé cuando vi a la chica en el aula con sus libros y sus cuadernos. Mucha gente la miraba. Ella no miraba a nadie. A partir de entonces la vi con frecuencia. Empuñaba la pluma de una forma extraña, infantil, con resolución, mientras copiaba los apuntes del profesor sobre Shelley y W, naturalmente, y Browning y Arnold y la importancia que tiene en Hamlet el soliloquio.
La última palabra nos causaba muchos problemas. El profesor la pronunciaba de tres o cuatro maneras distintas, dependiendo de su estado de ánimo, y cuando ponía a prueba nuestro conocimiento de sus apuntes y teníamos que pronunciar esa palabra era de sálvese quien pueda, como si dijéramos. La literatura se reducía para muchos de nosotros a este tipo de confusión. Yo pensaba por alguna razón que la becaria, puesto que era una becaria, comprendía más cosas que la mayoría de nosotros; pero cuando un día el profesor —normalmente no le prestaba demasiada atención— le hizo una pregunta, me di cuenta de que comprendía bastante menos. Casi no tenía idea del argumento de Hamlet. Se había limitado a aprender palabras. Creía que la obra se desarrollaba en la India. Al profesor le resultó fácil burlarse de ella, y los de la clase se rieron, como si supieran mucho más.
A partir de entonces empecé a prestar más atención a la chica. Me fascinaba y me repugnaba. Debía de ser de la clase más baja. No podía ni pensar en su familia, su clan y a lo que se dedicaban. Cuando las personas así iban al templo, les impedían entrar en el sanctasanctórum, la cámara interior con la imagen de la deidad. El sacerdote oficiante no las tocaba. Les arrojaba la ceniza sagrada, como se le tira la comida a un perro. Se me ocurrían esas ideas cuando observaba a la becaria, que notaba los ojos de la gente clavados en ella y nunca devolvía la mirada. Intentaba defenderse. Habría costado muy poco aplastarla. Y paulatinamente, junto con la fascinación, surgió un poco de solidaridad, un deseo de ver el mundo con sus ojos.
Ésa era la chica a la que pensé declararme, y llevar una vida de sacrificio en su compañía.
Había un salón de té o restaurante adonde iban los estudiantes. Lo llamábamos hotel. Estaba en un sendero que salía de la carretera general. Era muy barato. Cuando le pedías cigarrillos al camarero te ponía un paquete abierto de cinco y sólo pagabas los que cogías. Allí fue donde vi un día a la becaria, sola con su ropa sombría, sentada a la mesita con marcas circulares bajo el ventilador del techo. Fui a sentarme a su mesa. Tendría que haber dado muestras de contento, pero me pareció que se asustaba. Y entonces comprendí que aunque yo podía saber quién era, ella a lo mejor ni me había mirado. Yo no destacaba especialmente en la clase.
De modo que desde el principio me vi venir esa pequeña advertencia. Me di cuenta, pero no hice caso. Dije:
—Te he visto en la clase de inglés.
No tenía muy claro que fuera lo que debía decir. A lo mejor ella pensaba que había presenciado su humillación cuando el profesor intentó que hablara sobre Hamlet. No replicó. Apareció el camarero, delgado y de cara brillante, con la chaqueta blanca, sucísima, que llevaba desde hacía días, dejó un vaso de agua goteando sobre la mesa y me preguntó qué quería. Para mí suavizó la tensión del momento, pero no para ella. La chica se encontraba en una situación extraña, y había testigos. Su labio superior, muy oscuro, se deslizó lentamente —como con la baba de un caracol, pensé— sobre sus grandes dientes blancos. Por primera vez me di cuenta de que llevaba maquillaje. Tenía una leve pelusa blanca en las mejillas y la frente: la piel negra estaba mate, y se notaba dónde acababan los polvos y resurgía la piel brillante. Sentí asco, vergüenza, conmoción.
Yo no sabía de qué hablar. No podía preguntarle: «¿Dónde vives? ¿A qué se dedica tu padre? ¿Tienes hermanos? ¿A qué se dedican?». Esas preguntas habrían causado problemas y, a decir verdad, no quería conocer las respuestas. Las respuestas me habrían precipitado hacia un abismo. Y yo no quería caer en aquel abismo. Así que me tomé el café poquito a poquito mientras fumaba un cigarrillo malucho, del paquete de cinco que me había dejado el camarero en la mesa, y no dije nada. Al mirar hacia abajo vi sus delgados pies negros con unas zapatillas de baratillo, y volví a sorprenderme de lo conmovido que me sentía.
Empecé a ir al salón de té siempre que podía, y cada vez que veía a la chica me sentaba a su mesa. No hablábamos. Un día ella entró después que yo. No vino a mi mesa. Me vi en un dilema. Observé a las demás personas que estaban en el salón de té, personas con una vida normal y segura por delante, y durante un par de largos minutos me sentí un poco asustado, a decir verdad, y pensé en renunciar a la idea de la vida de sacrificio. Podría haberme quedado en mi mesa; pero espoleado por una sensación de frustración y cierta irritación ante la indiferencia de la becaria, fui a sentarme a la suya. Parecía esperarlo, y me dio la impresión de que se movía muy ligeramente hacia un lado, como para dejarme sitio.
Así fue durante aquel curso. Sin intercambiar ni una palabra, sin vernos fuera del salón de té, se estableció una relación especial. Empezamos a ser el blanco de miradas raras en el local, y también yo empecé a serlo, incluso cuando estaba solo. La chica se sentía humillada. Yo me daba cuenta de que no sabía cómo enfrentarse a aquellas miradas críticas; pero lo que a ella la humillaba a mí me producía una extraña satisfacción. Consideraba aquella especie de enjuiciamiento —de los camareros, los estudiantes, gente sencilla— el primer dulce fruto de mi vida de sacrificio. Eran solamente los primeros frutos. Sabía que me aguardaban mayores batallas, pruebas más duras, y frutos aún más dulces.
La primera batalla no se hizo esperar. Un día, la chica me habló en el salón de té. Yo me había acostumbrado al silencio entre nosotros —parecía una forma perfecta de comunicación—, y semejante progreso en una persona a quien consideraba «atrasada» me cogió por sorpresa. A la sorpresa se unió la consternación al oír su voz. Entonces me di cuenta de que en la clase, incluso en el momento en que tuvo problemas con el profesor por Hamlet, sólo la había oído farfullar. Oída en la intimidad desde el otro lado de la mesita cuadrada, su voz no era suave, tímida y con intención de parecer dulce, como podría haberse esperado de una persona tan insignificante, menuda e insegura, sino fuerte, basta y áspera. Era el tipo de voz que yo asociaba con los de su clase. Pensaba que a lo mejor lo había superado al ser becaria.
Detesté aquella voz nada más oírla. Tuve la sensación, y no era la primera vez, de estar cayendo en picado; pero era el terror que acompañaba a la vida de sacrificio que me había comprometido a llevar, y pensé que tenía que continuar a cualquier precio.
Estaba tan preocupado con estos pensamientos —el desparpajo de la chica, lo odioso de su voz (como una expresión de sus grandes incisivos blancos y su empolvada piel negra), el temor por mí mismo— que tuve que pedirle que repitiera lo que había dicho. Dijo:
—Se lo han contado a mi tío.
¿Qué tío? Pensé que no tenía ningún derecho a arrastrarme hasta esas desagradables profundidades. ¿Quién era ese tío? ¿En qué agujero vivía? Incluso la palabra «tío» —una palabra que otras personas empleaban para una relación en algunos casos muy querida— era impertinente. Le pregunté:
—¿Quién es ese tío tuyo?
—Está con el Sindicato de Trabajadores. Es activista.
Empleó la palabra inglesa, y pronunciada por ella sonó extraña y corrosiva. En el Estado no había política nacionalista —no lo permitía el maharajá—, pero sí ese subterfugio seminacionalista, con palabras bonitas, como «trabajadores» u «obreros», para las palabras más feas de uso cotidiano. Y, de repente, comprendí quién podía ser la chica. Debía de ser familiar del activista, y eso explicaría que el maharajá le concediera la beca. A ojos de ella, era una persona con poder e influencia, alguien que estaba subiendo. Dijo:
—Dice que va a organizar una manifestación contra ti. Opresión de casta.
Eso me habría venido de perlas. Habría supuesto una declaración pública de mi rechazo a los antiguos valores. Habría difundido mi adhesión a las ideas del mahatma, mi vida de sacrificio. La chica dijo:
—Dice que va a organizar una manifestación y a quemar tu casa. Todo el mundo te ha visto sentado conmigo en este salón de té una semana tras otra. ¿Qué vas a hacer?
Me asusté de verdad. Conocía a esos activistas. Dije:
—¿Qué crees que debería hacer?
—Tienes que esconderme en algún sitio, hasta que se calmen las cosas.
Repliqué:
—Pero eso sería raptarte.
—Es lo que tienes que hacer.
Ella estaba tranquila. Yo, como a punto de ahogarme.
Pocos meses antes, yo era un joven normal, vago, que iba a la universidad, hijo de un cortesano, que vivía en la casa de tercera categoría de mi padre, pensando en los grandes hombres de nuestro país y anhelando ser grande, sin ver ningún medio, dentro de la pequeñez de nuestra vida, de embarcarme en ese camino de grandeza, sólo capaz de escuchar canciones de películas, de entregarme a las emociones que despertaban y después debilitarme con el vergonzoso vicio solitario (sobre el que no tengo intención de añadir nada más, puesto que tales cosas tienen carácter universal), y por lo general con una sensación de opresión por la nimiedad de nuestro mundo y el servilismo de nuestra vida. Mi vida había cambiado de pronto casi en cada detalle. Era como si yo, al igual que un niño que ve el cielo reflejado en un charco tras la lluvia, deseando sentir miedo mientras sabía que estaba a salvo, hubiera rozado el charco con un pie, y con ese roce el charco se hubiera transformado en una riada enfurecida que me arrastraba. Así empecé a sentirme al cabo de unos minutos. Y así era mi visión del mundo que me rodeaba al cabo de unos minutos: no un lugar aburrido y normal por donde pasaban y en el que trabajaban personas normales y corrientes, sino un lugar por el que discurrían torrentes secretos que podían arrastrar en cualquier momento al desprevenido. Fue lo que se me pasó por la cabeza al mirar a la chica en ese momento. Todos sus atributos cambiaron: los delgados pies negros, los grandes dientes, la piel oscurísima.
Tenía que encontrarle un sitio. Era idea suya. Nada de hoteles o pensiones. Pensé en las personas a las que conocía. Tenía que olvidarme de los amigos de la familia, de los amigos de la universidad. Al final pensé en intentarlo con el imaginero de la ciudad. Existía una antigua relación entre la fábrica y el templo de mis antepasados. Yo había ido allí bastantes veces. Conocía al maestro. Era un hombrecillo ceniciento, con gafas. Parecía ciego, pero era porque siempre llevaba las gafas cubiertas del polvo de las lascas que desprendían sus trabajadores. Siempre había diez o doce tipos menudos con la espalda al descubierto, de aspecto corriente, desconchando sin cesar en el patio, martillo sobre cincel, cincel sobre piedra, haciendo continuamente veinte o veinticuatro ruidos distintos. No resultaba fácil estar en medio de tanto ruido, pero no pensé que a la becaria fuera a importarle.
Los imagineros pertenecían a una casta neutra, no baja, pero desde luego nada alta, perfecta para mi objetivo. Muchos de los artesanos vivían en el recinto del taller con sus familias.
El maestro estaba trabajando en el complicado dibujo de una columna de un templo. Se alegró de verme, como siempre. Miré su dibujo, me enseñó otros, y llevé el tema de conversación hacia la chica, una «atrasada» a quien su familia había echado de casa y amenazado y que necesitaba alojamiento. Decidí no hablar tímidamente, sino con autoridad. El maestro conocía mi linaje. Él jamás me habría relacionado con una mujer así, y di a entender que actuaba en nombre de alguien de posición realmente elevada. Todo el mundo sabía que el maharajá sentía simpatía por los «atrasados». Y el maestro se condujo como un hombre conocedor del mundo.
Había una habitación detrás del almacén con imágenes, esculturas y bustos de diversas clases. El hombrecillo ceniciento de las gafas de ciego tenía talento. No se dedicaba solamente a las deidades, cosas muy complicadas que requerían gran precisión; también hacía estatuas de personas reales, vivas y muertas. Hacía estatuas de muchos mahatmas y otros gigantes del movimiento nacionalista, y también bustos (a partir de fotografías) de los padres y abuelos de la gente. En algunos casos, estos bustos familiares llevaban las gafas auténticas de las personas. Era un lugar lleno de presencias, que me inquietaba al cabo de un rato. Resultaba reconfortante saber que todas las deidades tenían alguna imperfección, de modo que su terrible poder no podía hacerse realidad y aplastarnos a todos.
Hubiera querido dejar allí a la chica y no volver, pero sobre mí pesaba la amenaza del activista, su tío. Y cuanto más tiempo pasaba allí más difícil me resultaba echarla, más parecía que estaríamos juntos toda la vida, aunque ni siquiera la había tocado.
Yo vivía en casa. Iba a la universidad y fingía asistir a clase, y a veces iba al patio de la casa del escultor. Nunca me quedaba mucho tiempo. No quería que el maestro sospechara nada.
La vida no podía resultarle fácil a la chica. Un día, en aquella habitación sin luz, donde el polvo del patio del escultor lo cubría todo y era como los polvos de la piel de la chica, me pareció que estaba muy melancólica. Le pregunté:
—¿Qué pasa?
Dijo, con aquella voz terriblemente ronca:
—Estaba pensando en cómo ha cambiado mi vida.
Repliqué:
—¿Y la mía?
Dijo:
—Si estuviera fuera, ahora estaría haciendo los exámenes. ¿Son fáciles?
Dije:
—Estoy boicoteando la universidad.
—¿Cómo vas a encontrar trabajo? ¿Quién te va a dar dinero? Ve a hacer los exámenes.
—No he estudiado. Ya no puedo aprenderme esos apuntes. Es demasiado tarde.
—Te aprobarán. Conoces a esa gente.
Cuando salieron las notas, mi padre dijo:
—No lo entiendo. Me he enterado de que no sabías nada sobre los románticos ni de El alcalde de Casterbridge. Querían suspenderte. El rector tuvo que convencerlos de que no lo hicieran.
Yo debería haber dicho: «Quemé los libros hace mucho tiempo. Sigo el llamamiento del mahatma. Estoy boicoteando la educación inglesa». Pero fui demasiado débil. En el momento crucial me eché para atrás. Me limité a decir:
—Sentí que se me escapaba toda la fuerza en el aula de los exámenes.
Y podría haber llorado por mi debilidad.
Mi padre dijo:
—Si tenías problemas con Hardy, Wessex y demás, deberías habérmelo contado. Todavía tengo los apuntes del colegio.
No estaba de servicio aquel día, en la salita calurosa de nuestra casa de tercera categoría. No llevaba turbante ni librea, sólo camiseta y dhoti[2]. A pesar de los turbantes y la librea, de las chaquetas para el día y la noche, los cortesanos del maharajá nunca llevaban zapatos, y mi padre tenía las plantas de los pies negras, encallecidas, con un grosor de más de un centímetro. Dijo:
—Así que supongo que lo único que te queda es el departamento de Contribución Territorial.
Y empecé a trabajar para el Estado del maharajá. El departamento de Contribución Territorial era muy grande. Todo el que tuviera un trocito de tierra tenía que pagar una contribución anual. Había funcionarios por todo el Estado que inspeccionaban las tierras, registraban la propiedad y llevaban la contabilidad. Mi trabajo estaba en las oficinas centrales. Era un edificio bonito de mármol blanco con una elevada cúpula. Tenía un montón de habitaciones. Yo trabajaba con otras veinte personas en una habitación grande y de techo alto. Estaba llena de papeles sobre las mesas y en estanterías profundas como las de la consigna de las estaciones de ferrocarril. Los papeles estaban en carpetas de cartón atadas con cordel, y en algunos casos en legajos recubiertos de tela. Las carpetas de las estanterías superiores, muy antiguas, estaban mugrientas de polvo y humo de tabaco. El techo estaba pardo por ese humo. La habitación tenía el color de la nicotina por arriba y el de la caoba oscura más abajo, en las puertas, las mesas y el suelo.
Me compadecía de mí mismo. Aquel trabajo servil no encajaba en mi visión de la vida de sacrificio; pero estaba contento de tenerlo. Necesitaba el dinero, aunque era una miseria. Tenía grandes deudas. Me había aprovechado del nombre y la posición de mi padre en el palacio para pedir dinero a varios prestamistas con el fin de mantener a la chica que vivía en la habitación de la casa del imaginero.
La chica había puesto el lugar presentable. Eso había costado dinero, y después vinieron lo de los cacharros de cocina y la ropa de ella. De modo que había tenido los gastos de un hombre casado, mientras vivía como un asceta en la casa de tercera categoría de mi padre.
La chica nunca se creía que no tuviera dinero. Estaba convencida de que las personas con una familia como la mía tenían ingresos secretos. Eso formaba parte de la propaganda contra nuestra casta, y yo soportaba lo que se decía sin comentarios. Siempre que le daba otra pequeña cantidad que me había dejado un prestamista no parecía sorprenderse. Podía decir, con ironía (o con sarcasmo, no sé qué habría dicho nuestro profesor):
—Pareces muy triste. Pero los de tu casta siempre parecen tristes cuando tienen que dar algo.
A veces tenía la misma actitud que su tío, el activista de los «atrasados».
Yo sentía una profunda pena, pero ella estaba contenta con lo del nuevo trabajo. Un día dijo:
—Tengo que reconocer que estaría bien recibir dinero con regularidad, para variar.
Repliqué:
—No sé cuánto voy a durar en ese trabajo.
Ella dijo:
—Ya he soportado muchas penalidades. No tengo intención de soportar muchas más. Podría haberme licenciado. Si no me hubieras sacado de la universidad me habría examinado. Mi familia hizo lo indecible para mandarme a la universidad.
Yo podría haber llorado de rabia.
No tanto por lo que decía la chica, sino por la idea de la casa-prisión en la que yo tenía que vivir. Salía de casa de mi padre día tras día para ir a trabajar. Volvía a sentirme como un niño. Mi padre y mi madre contaban una anécdota de cuando yo era pequeño. Un día me dijeron: «Hoy vamos a llevarte al colegio». Al final del día me preguntaron: «¿Te ha gustado el colegio?». Yo dije: «Me ha encantado». A la mañana siguiente me despertaron temprano. Cuando pregunté por qué, contestaron: «Tienes que ir al colegio». Y yo dije, llorando: «Pero si ya fui al colegio ayer». Así me sentía al ir a trabajar al departamento de Contribución Territorial, y pensar en ir a trabajar a un sitio así todos los días hasta mi muerte me asustaba.
Un día llegó el inspector a la oficina y dijo:
—Van a trasladarte a la sección de Auditoría.
En esa sección teníamos que buscar casos de corrupción entre los recaudadores de impuestos y los peritos. Los funcionarios se embolsaban la contribución territorial de la gente pobre que no sabía leer, no daban recibos, y el pobre campesino con su hectárea o su hectárea y media tenía que volver a pagar la contribución, o pagar un soborno para que le dieran un recibo. Eran infinitas, las pequeñas estafas entre los pobres. Los funcionarios no eran mucho más ricos que los campesinos. ¿Quién lo pasaba mal cuando no se pagaban los impuestos? Cuanto más examinaba aquellos sucios trozos de papel, más me ponía del lado de los estafadores. Empecé a destruir o a tirar los papelitos condenatorios. Me hice una especie de saboteador, y sentía gran placer al pensar que en aquella oficina, sin grandes alharacas, ejercía la desobediencia civil a mi manera.
El inspector me dijo un día:
—El inspector jefe quiere verte.
Me abandonó el coraje. Pensé en las deudas, en el prestamista, en la chica en la habitación de la casa del imaginero.
El inspector jefe estaba sentado a una mesa, rodeado de sus propias carpetas, carpetas llenas de fechorías que se habían cribado en media docena de mesas y vuelto a cribar y que al final habían llegado allí, para someterse al terrible dictamen de aquel hombre.
Se arrellanó en la silla, mirándome tras las gafas de gruesos cristales, y dijo:
—¿Estás contento con tu trabajo aquí?
Asentí, sin decir nada.
Él añadió:
—A partir de la próxima semana vas a ser subinspector.
Era un ascenso muy importante. Me dio la impresión de que era una trampa. Dije:
—No sé, señor. No creo estar cualificado para ello.
Replicó:
—No te vamos a nombrar inspector propiamente dicho. Sólo te vamos a nombrar subinspector.
Fue mi primer ascenso. Daba igual lo mal que hiciera mi trabajo, lo mucho que saboteara: siguieron ascendiéndome. Era como la desobediencia civil a la inversa.
Me preocupaba. Hablé sobre el asunto una tarde con mi padre. Me dijo:
—El rector alberga grandes ambiciones para su yerno.
Dije:
—No puedo ser su yerno. Ya estoy casado.
No sé por qué se me ocurrió decirlo. Desde luego, no era exactamente cierto, pero así había empezado a pensar sobre mi relación con la chica de la casa del imaginero.
Mi padre se puso hecho una furia. Se esfumaron su tolerancia y su bondad. Se quedó destrozado. Pasó un buen rato hasta que pudo preguntarme por los detalles.
—¿Quién es la chica?
Se lo conté. Él no podía ni pronunciar palabra. Creí que se iba a desmayar. Yo quería tranquilizarle y le conté lo del activista, el tío de la chica. Tonto de mí, contrariando mis ideas de sacrificio, intenté explicarle que la chica tenía cierto respaldo, que no era una completa don nadie. Eso empeoró las cosas. No le gustó lo del activista. Se tumbó cuan largo era en una vieja alfombrilla de bambú en el suelo de hormigón de nuestro saloncito, y llamó a mi madre. Vi muy claramente las durezas de las plantas de sus pies. Estaban sucias y agrietadas y con tiritas de piel desprendiéndose por los lados. Como cortesano, a mi padre nunca se le había permitido llevar zapatos, pero a mí me había comprado calzado. Por fin dijo:
—Nos has ultrajado a todos. Y ahora tendremos que enfrentarnos a la ira del rector de la universidad. Has deshonrado a su hija, pues a ojos de todos es como si estuvieras casado con ella.
De modo que, aunque no había tocado a ninguna de ellas, y aunque no había celebrado ninguna ceremonia con ninguna de ellas, había dos mujeres a las que había deshonrado.
Por la mañana mi padre tenía los ojos hundidos. Había dormido mal. Dijo:
—Somos lo que somos desde hace siglos. Incluso cuando llegaron los musulmanes. Ahora tú has tirado por la borda nuestra herencia.
Yo repliqué:
—Ha llegado la hora del sacrificio.
—Sacrificio, sacrificio. ¿Por qué?
—Sigo la llamada del mahatma.
Eso le cerró la boca a mi padre, y yo añadí:
—Estoy sacrificando lo único que puedo sacrificar.
Era una frase que se me había ocurrido la noche anterior. Mi padre dijo:
—El rector es un hombre poderoso, y estoy seguro de que encontrará la manera de hacernos la vida imposible. No sé cómo voy a decírselo. Para ti es muy fácil hablar de sacrificio. Tú puedes marcharte. Eres joven. Tu madre y yo tendremos que afrontar las consecuencias. En realidad, será mejor que te marches. Aquí no se te permitiría vivir con una «atrasada». ¿Has pensado en eso?
Y mi padre tenía razón. Hasta entonces me había resultado fácil. No estaba viviendo de verdad con aquella mujer. La idea se concretaba día a día y me repugnaba cada vez más. De modo que me encontraba en una situación extraña.
La vida continuó como antes durante unas semanas. Vivía en la casa concedida a mi padre por el gobierno. De vez en cuando aparecía por la casa del imaginero. Iba a trabajar al departamento de Contribución Territorial. Mi padre no paraba de preocuparse por el rector, pero no pasó nada.
Un día me dijo el recadero:
—El inspector jefe quiere verte.
El inspector jefe tenía un montón de carpetas sobre su mesa. Reconocí algunas. Dijo:
—Si te digo que te han recomendado para otro ascenso, ¿te sorprendería?
—No. Sí. Pero no estoy cualificado. No puedo hacer frente a estos ascensos.
—Eso me parece a mí también. He estado revisando parte de tu trabajo. Estoy perplejo. Se han destruido documentos, se han tirado recibos.
Dije:
—No sé. Algún gamberro.
—Creo que debo decírtelo claramente. Te están investigando por corrupción. Varios funcionarios de mayor categoría han presentado quejas. Es un asunto grave, la corrupción. Puedes ir a la cárcel. Reclusión rigurosa. Estas carpetas contienen lo suficiente como para condenarte.
Acudí a la chica de la casa del imaginero. Era la única persona con la que podía hablar. Dijo:
—¿Estabas a favor de los estafadores?
Parecía contenta.
—Bueno, sí. No creía que fueran a averiguarlo. En ese sitio hay tantos papeles… Podrían inventarse una acusación contra cualquiera. El rector de la universidad está contra mí, para que lo sepas. Quería que me casara con su hija.
La chica comprendió la situación inmediatamente. No tuve que añadir nada más. Ató todos los cabos. Dijo:
—Le diré a mi tío que organice una manifestación.
El tío, la manifestación: una turba de «atrasados» con sus burdos estandartes gritando mi nombre a las puertas del palacio y de la secretaría. Le dije:
—No, no. Por favor, no hagáis una manifestación.
La chica insistió. Le hervía la sangre. Dijo:
—Mi tío arrastra a las masas.
Utilizó la expresión inglesa.
La idea de que me protegiera el activista me resultaba insoportable. Y sabía que —tras todos los golpes que le había asestado— aquello mataría a mi padre.
Y fue entonces cuando, atrapado entre la chica y el rector, el activista y la amenaza de la cárcel, cogido entre la espada y la pared en todos los sentidos, por así decirlo, empecé a pensar en escapar. Empecé a pensar en acogerme a sagrado en el famoso templo antiguo de la ciudad. Como mi abuelo. En aquel momento de sacrificio supremo, volví, como instintivamente, a las antiguas costumbres.
Hice los preparativos en secreto. No había mucho que preparar. Lo más difícil fue afeitarme la cabeza. Y una mañana, muy temprano, como Buda al abandonar los placeres del palacio de su padre, abandoné la casa de mi padre y, con la vestimenta de los de mi casta, me dirigí al templo, descalzo y desnudo de cintura para arriba. Mi padre nunca había llevado zapatos. Yo siempre había ido calzado, salvo en ciertas celebraciones religiosas, y tenía las plantas de los pies blandas y sensibles, sin las durezas de mi padre. Al poco empezaron a dolerme, y pensé en cómo se pondrían cuando el sol estuviera alto y las piedras del pavimento del templo se calentaran.
Como mi abuelo hacía tantos años, deambulé por el patio durante el día para evitar el sol. Tras las oraciones vespertinas me ofrecieron comida. Y en el momento oportuno me declaré mendigo ante los sacerdotes del templo y pedí acogerme a sagrado, al tiempo que les hacía saber de mis antepasados. No intenté esconderme. El patio del templo era un lugar tan transitado como la carretera general. Pensé que cuanto más me viera la gente, cuanto más supieran sobre mi vida de sacrificio, más seguridad tendría. Pero mi caso no era muy conocido, y pasó cierto tiempo, tres o cuatro días, hasta que se dieron por enterados de mi presencia en el templo y estalló el escándalo.
El rector y los funcionarios del departamento de Contribución Territorial estaban a punto de echárseme encima cuando el activista organizó la manifestación. Todo el mundo se asustó mucho. Nadie me hizo nada. Y así fue como, con vergüenza y dolor por mi parte, y pesares sin cuento para mi padre y nuestro pasado, pasé a formar parte de la causa de los «atrasados».
Aquello duró dos o tres semanas. Yo no sabía qué camino tomar y no tenía ni idea de cómo acabaría la historia. No tenía ni idea de cuánto duraría en aquella extraña situación. Los abogados del Estado estaban actuando y sabía que, de no ser por el activista, no me libraría de los tribunales por mucho que me acogiera a sagrado. Entonces se me ocurrió hacer lo que había hecho el mahatma en un momento dado: voto de silencio. Iba bien con mi carácter, y además parecía la solución menos complicada. La noticia de ese voto de silencio se propagó inmediatamente. Las gentes sencillas que habían venido desde lejos a presentar sus respetos a la deidad del templo también se detenían a presentarme sus respetos a mí. Enseguida me convertí en hombre santo y, por el activista y su sobrina en el mundo exterior, en causa política.
Mi caso llegó a ser casi tan conocido como el de un abogado sinvergüenza de otro Estado, un «atrasado» con muchas ínfulas llamado Madhavan. Ese tipo insolente —en contra de las costumbres y la decencia— se empeñó en pasar ante un templo mientras los sacerdotes celebraban una serie de largas y agotadoras ceremonias. Si se cometía un pequeño error en el transcurso de esas ceremonias especiales había que empezar otra vez desde el principio. En tales ocasiones era mejor que los «atrasados» se quitaran de en medio con sus confusos balbuceos y, naturalmente, se les cerraba el paso a la calle del templo.
En otras partes del país se hablaba de Gandhi, Nehru y los británicos. Aquí, en el Estado del maharajá, estaban aislados de esa política. Eran nacionalistas a medias, o a cuartos, o menos. Su gran causa era la guerra de las castas. Practicaron la desobediencia civil durante una temporada por el abogado y por mí, haciendo campaña en favor del derecho del abogado a pasar junto al templo y de mi derecho a casarme con la sobrina del activista, o de su derecho a casarse conmigo.
Las manifestaciones y las huelgas de un día me salvaron del rector y de los juzgados, y también de la chica. Pero me dolía lo indecible que se me pusiera al mismo nivel que a aquel abogado. Me parecía injusto que mi sencilla vida de sacrificio hubiera tomado aquel rumbo. Al fin y al cabo, lo único que yo deseaba era seguir el ejemplo de los grandes hombres de nuestro país. Los zarandeos del destino me habían convertido en héroe para unas personas que, con su insignificante guerra de castas, querían rebajarlos.
Viví así durante unos tres meses, aceptando la consideración de los visitantes del templo, sin hacer caso de sus ofrendas y, por supuesto, sin hablar. Francamente, no era una forma desagradable de pasar el tiempo. Me sentaba bien. Y, naturalmente, en mi situación resultaba de gran ayuda el voto de silencio. No tenía ni idea de cómo acabaría todo aquello, pero al cabo del tiempo dejé de preocuparme. Incluso empecé, cuando el silencio me agobiaba, a disfrutar un poquito de la sensación de desapego, de flotar, de no tener ataduras con nada ni con nadie. A veces, durante diez o quince minutos o más, hasta me olvidaba de mi situación. A veces, hasta me olvidaba de dónde estaba.
Y fue entonces cuando aparecieron el gran escritor y su amigo, junto con el rector, y una vez más mi vida tomó otro rumbo.
El rector también era director de las ediciones turísticas del Estado, y a veces acompañaba a gente importante. Me lanzó miradas de auténtico odio —y entonces me volvieron todas las zozobras del pasado— y estuvo a punto de pasar de largo, pero el amigo del escritor, el señor Haxton, preguntó por mí. El rector contestó, molesto, moviendo la mano con desprecio:
—Nadie, nadie.
Pero el señor Haxton insistió y preguntó por qué me llevaba regalos la gente. El rector les explicó que yo había hecho voto de silencio y que ya llevaba cien días sin hablar. Al escritor le interesó mucho. El rector se dio cuenta y, como hacían los de su clase y como buen sirviente del departamento de Turismo del maharajá, empezó a contarles lo que, según creía él, querían oír el viejo escritor y su amigo. Clavó en mí su dura mirada llena de odio y alardeó de mi familia sacerdotal y de nuestros antepasados del templo. Alardeó de mi temprana carrera, de las brillantes perspectivas que tenía. Todo aquello yo lo había abandonado, misteriosamente, por la vida de asceta, para vivir en el patio, dependiendo de la generosidad de los peregrinos que acudían al templo.
Los elogios del rector me asustaron. Pensé que estaba tramando algo desagradable y desvié la mirada mientras hablaba, como si no entendiera el idioma.
Dijo, remachando cada palabra:
—Teme un gran castigo en esta vida y en la siguiente. Y tiene motivos para temerlo.
El escritor preguntó:
—¿Qué quiere decir?
Tartamudeaba terriblemente.
El rector dijo:
—¿Acaso no pagamos todos los días por los pecados pasados y acumulamos el castigo para el futuro? ¿Acaso no es la trampa en la que caemos todos? Es la única explicación que tengo para mis propias desgracias.
No hice caso del tono de reproche de su voz. No me volví para mirarle.
El escritor y su amigo volvieron al día siguiente, sin el rector. El escritor dijo:
—Sé lo de su voto de silencio, pero ¿podría escribir las respuestas a unas cuantas preguntas que querría hacerle?
No asentí ni hice ningún gesto de conformidad, pero le pidió a su amigo un cuaderno y escribió a lápiz: «¿Es feliz?». La pregunta me interesó. Cogí el cuaderno y el lápiz y escribí, con toda seriedad: «Dentro de mi silencio me siento libre. Eso es la felicidad».
Me hizo unas cuantas preguntas como aquélla. Algo muy simple, francamente, en cuanto le cogí el tranquillo. Me salían las respuestas sin dificultad. Me lo pasé muy bien. Observé que el escritor estaba satisfecho. Le dijo a su amigo, en un tono de voz bastante alto, como si porque yo no hablara fuera además sordo:
—Me da la impresión de que es un poco como Alejandro y el brahmán. ¿Conoces esa historia?
El señor Haxton contestó, molesto:
—No conozco la historia.
Tenía los ojos enrojecidos y estaba de mal humor aquella mañana. Quizá se debiera al calor. La luz era muy fuerte, y la piedra blanqueada del templo desprendía mucho calor. El escritor dijo, con cierta malicia, pero con gracia, y sin tartamudear:
—No importa.
Después se volvió hacia mí y escribimos un poco más.
Al final de aquella entrevista tenía la sensación de haber aprobado un examen. Sabía que se correría la voz, y que, debido al respeto por el gran escritor, ni el rector ni los demás funcionarios del Estado podrían hacerme nada. Y así fue. En realidad, tuvieron que empezar a mostrarse orgullosos de mí mientras el escritor estuvo por allí. Como el pobre rector, todos tuvieron que empezar a alardear un poquito de mí.
Con el tiempo, el escritor escribió su libro. Después llegaron más extranjeros. Y como ya he dicho, así fue como, aun cuando en el exterior se desarrollaba la gran lucha por la independencia, yo adquirí cierta reputación —reducida, pero de todos modos real— en algunos círculos intelectuales o espirituales influyentes del extranjero.
Ya no había forma de librarse del papel. Al principio me sentí atrapado, pero poco después descubrí que encajaba en él. Empecé a sentirme cada vez más cómodo, y un día comprendí que, por una serie de casualidades, zarandeado como en un sueño de una situación increíble a otra, actuando siempre sin pensármelo, con el único deseo de rechazar el servilismo de nuestra vida, sin una visión clara de lo que ocurriría a continuación, había recaído en las costumbres ancestrales. Estaba asombrado y sobrecogido. Tenía la sensación de que había intervenido un poder superior y se me había mostrado el verdadero camino.
Mi padre y el rector no pensaban lo mismo. Para ellos —y a pesar de todas las alabanzas del rector por razones oficiales—, yo estaba irremediablemente degradado, era un hombre de casta que había caído, y mi camino, una burla de las sagradas costumbres. Pero yo los dejaba en paz. Ellos y su dolor me eran ajenos.
Había llegado el momento de regularizar mi vida. No podía seguir viviendo en el templo. Tenía que instalarme yo solo, como fuera, y enderezar mi vida con la chica. No podía escapar de ella, como tampoco podía renunciar a mi papel. Abandonarla habría supuesto agravar la deshonra, y encima tendría que vérmelas con el activista. No podía decir simplemente «lo siento» a todo el mundo y volver a ser como antes.
Durante todo ese tiempo la chica había vivido en casa del imaginero, en su pequeña habitación detrás del almacén con los dioses terminados y las reproducciones en mármol blanco de personas importantes del lugar. Cada día nuestra relación, ya bastante conocida en la ciudad, parecía más estable, y yo cada día me avergonzaba más de la chica. Me avergonzaba tanto de ella como mi padre, mi madre, el rector y las personas de nuestra clase se avergonzaban de mí. Esa vergüenza me acompañaba siempre, la ligera tristeza siempre en lo hondo del corazón, como una enfermedad incurable, amargando todos y cada uno de los momentos, todas y cada una de mis pequeñas victorias (otra alusión en un libro, otro artículo de una revista, otro visitante con título nobiliario). Empecé —aunque pueda parecer extraño— a refugiarme en la melancolía. La buscaba y me perdía en ella. Hasta tal extremo llegó a formar parte de mi carácter que durante largas temporadas me olvidaba de la causa.
De modo que al fin era un hombre establecido por mi cuenta. Tenía una pequeña ventaja. Como se daba por supuesto que estaba casado con la chica, no hubo ceremonia. No creo que hubiera podido soportarlo. Mi corazón no habría aceptado el sacrilegio. Íntimamente, en lo más recóndito de mi corazón, hice voto de abstinencia sexual, voto de brahmacharya. Como el mahatma. A diferencia de él, no lo logré. Me moría de vergüenza. Y el castigo llegó rápidamente. Poco después tuve que reconocer que la chica estaba embarazada. Aquel embarazo, aquella dilatación de su vientre, aquella alteración de su cuerpo, ya de por sí sin atractivo, me atormentaban, me hacían rezar pidiendo que lo que tenía ante mis ojos no fuera cierto.
Mi única angustia, cuando nació el pequeño Willie, era comprobar hasta qué punto mostraban sus rasgos la condición de «atrasado». Cualquiera que me hubiera visto inclinado sobre el niño habría pensado que miraba a la criaturita con orgullo. En realidad, eran pensamientos muy íntimos, y se me caía el alma a los pies.
Un poco más adelante, cuando empezó a crecer, le miraba sin decir nada y sentía ganas de llorar. Pensaba: «Pequeño Willie, pequeño Willie, ¿qué te he hecho? ¿Por qué te he impuesto esta mácula?». Y después pensaba: «Pero qué tontería. Él no es ni tú ni tuyo. Su cara lo deja bien claro. No le has impuesto ninguna mácula. Sea lo que sea lo que le has dado, ha desaparecido en su otra herencia, más amplia». Pero siempre conservé una pequeña esperanza con él. Por ejemplo, veía a alguien de los nuestros y pensaba: «Pero si se parece a Willie. Es el vivo retrato del pequeño Willie». Y con esta esperanza latiendo en mi corazón iba a mirarle, y a la primera ojeada comprendía que había vuelto a engañarme a mí mismo.
Todo esto era una tragedia íntima. Quedó absorbida en mi melancolía. No le abrí mi corazón a nadie sobre el asunto. Me pregunto qué habría dicho la madre de Willie si lo hubiera sabido. Con el nacimiento de su hijo experimentó una especie de florecimiento espantoso. Parecía olvidar el carácter de mi vocación. Tenía la casa como los chorros del oro. Asistía a clase de arreglo floral con la esposa de un oficial inglés —aún no había llegado la independencia: todavía teníamos una guarnición británica en la ciudad— y de cocina y economía doméstica con una señora parsi. Trataba de agasajar a mis invitados. A mí me abochornaba. Recuerdo una ocasión terrible. Había puesto o preparado la mesa como lo hacía últimamente. En el platito que tendría al lado cada invitado había colocado una toalla. A mí me parecía que no estaba bien. No había leído en ninguna parte que se pusieran toallas en una mesa de comedor ni lo había visto en ninguna película extranjera. Ella se empeñó. Pronunció la palabra «servilleta», o algo parecido. Ya no estaba a la defensiva en aquella época, y enseguida se puso a decir estupideces sobre mis antepasados, que no sabían nada de asuntos domésticos modernos. No se aclaró nada cuando llegó el primer invitado (un francés que estaba escribiendo un libro sobre Romain Rolland, a quien todos adorábamos en la India, porque se decía que era admirador del mahatma), y tuve que refugiarme en mi melancolía y pasar toda la velada con aquellas toallas en la mesa.
Así era mi vida. Se podrá imaginar mi absoluta desdicha y el asco de mí mismo cuando, con todo lo que he contado, y a pesar de mi voto de brahmacharya, que representaba la parte más profunda de mi carácter, la madre de Willie se quedó embarazada por segunda vez. En esta ocasión fue una niña, y en esta ocasión no cabía la posibilidad de engañarme a mí mismo. La niña era el vivo retrato de su madre. Fue como un castigo divino. Le puse el nombre de Sarojini, por la poeta del movimiento de independencia, con la esperanza de que contara con una ventaja semejante, porque la poeta Sarojini, aunque gran patriota y muy admirada por ello, también era extraordinariamente feíta.
Ésta fue la historia que contó el padre de Willie Chandran. Tardó unos diez años. En diferentes ocasiones había que contar cosas diferentes. Willie Chandran creció mientras se contaba esta historia. Su padre dijo:
—Me preguntaste hace muchos años, antes de que empezara a contarte la historia, si realmente admiraba al escritor por el que llevas ese nombre. Te dije que no estaba seguro, que tendrías que decidir por ti mismo. Ahora que has oído lo que tenía que contar, ¿qué piensas?
Willie Chandran contestó:
—Te desprecio.
—Hablas como tu madre.
Willie Chandran replicó:
—¿Qué hay para mí en lo que has dicho? No me ofreces nada.
Su padre dijo:
—Ha sido una vida de sacrificio. No tengo riquezas que ofrecerte. Lo único que tengo son mis amistades. Ése es mi tesoro.
—¿Y la pobre Sarojini?
—Voy a hablarte con franqueza. Tengo la impresión de que nos fue enviada para ponernos a prueba. Qué te voy a decir sobre su aspecto que tú no sepas. Sus perspectivas en este país no son muy halagüeñas. Pero los extranjeros tienen sus ideas sobre la belleza y ciertas cosas, y mi única esperanza para Sarojini es un matrimonio internacional.