CAPÍTULO XVI
«La secuencia temporal de los hechos sigue sin esclarecerse, pero varias fuentes afirman que el redactor de Hoy y Mañana estaba solo segundos antes de la caída. No es ningún secreto que Víctor Harden se encontraba bajo una gran presión, al publicar esta misma mañana una serie de veladas acusaciones contra Stiven Ramis, el controvertido magnate musical. A la vista de los últimos hechos, no son pocos los que dudan ahora de la veracidad de sus revelaciones…».
Codi no quería seguir leyendo. Palabra tras palabra, aquello le hacía sentir una mezcla de repugnancia y culpabilidad. Cuatro pisos… El despacho de Harden se encontraba en el cuarto piso. Las vistas eran amplias desde su ventana, el suelo lejos debajo de él. Codi recordó cómo solía preguntarse si Harden era siquiera consciente de que tenía esa ventana a sus espaldas. Ahora tenía su respuesta.
El periodista escaneó con los ojos el resto de la página, deseando contra toda lógica encontrar algún indicio de que aquello no significaba lo que él pensaba. Que no tenía nada que ver con Lynne, con Gabriel. Hizo avanzar la página, y otro nombre conocido atrajo su atención hacia otra reseña.
«Al funeral de Joan Tallerand acudirán numerosas personalidades del mundo de los negocios y del arte. Rex Tallerand, su hijo y heredero de su buque insignia, el lujoso hotel Crialto, ha pedido respeto a la memoria de su padre, haciéndose eco de los rumores de que se habría quitado voluntariamente la vida. Aquejado desde hace años de una dolencia que nunca se hizo pública, ha luchado en silencio contra el dolor y la enfermedad que lo han ido consumiendo lentamente. No es de sorprender, por tanto…».
Codi apagó la pantalla. No tenía ningún sentido seguir leyendo.
El acceso a las escaleras de Aquamarine se abrió sin problemas. Codi bajó el primer rellano corriendo, apretando la colección de códigos de Deni entre el índice y el pulgar. Luego el segundo, el tercero. Contó hasta cinco. Luego hasta veinte. ¿Cuántos niveles había pasado desde que dejó atrás aquél donde había compartido un café con Bastia? ¿Cuántos quedaban debajo aún? El corazón de Codi latía con tanta fuerza que parecía no caber en su caja torácica, y la falta de aire sólo aumentaba la sensación de estar atrapado. No sabía adónde iba, pero eso no era razón suficiente para detenerse.
La respuesta le llegó en forma de un rellano desde el que no se abría ninguna puerta. Había visto lo mismo en la isla de Gabriel: los estudios ocupaban varias plantas en altura. Un rellano más, y Codi se paró ante una puerta a primera vista indistinguible de las demás. Ese hecho le frenó durante sólo un segundo. Un simple empujón le bastó para abrirse camino. Despiste de alguien o acción premeditada; no importaba. Un pasillo pintado de riguroso blanco se abrió ante Codi, flanqueado por puertas metálicas a ambos lados. No había ni rastro de la frenética actividad y el funcional desorden que había conocido en la sección de Bastia. No se veía ni a una sola persona. Los técnicos quizá estaban todos en el Crialto, preparando el concierto del día siguiente. O, posiblemente, ése era un lugar donde sólo unos pocos tenían permitida la entrada.
Codi caminó lentamente a lo largo del pasillo. La primera de las puertas llevaba un gran número uno pintado en blanco sobre el fondo metálico. Bastante más allá había otra igual: maciza, marcada con un gran número dos. Encajaban herméticamente, y sólo tenían una ventana pequeña a la altura de los ojos. El periodista contó seis en total, se acercó a la primera y trató de mirar por el visor. No vio nada: el interior estaba sumido en completa oscuridad. No se abrió bajo sus manos, y Codi repitió la misma acción con la siguiente puerta, y luego con la tercera. Al pasar delante de la cuarta ya no se detuvo. Lo único que hizo fue empujada con el dedo índice, y al hacerlo se abrió hacia dentro.
Eran estudios, como se había imaginado. El que Codi había abierto era enorme como una caverna, e igual de oscuro. Las paredes estaban cubiertas por un material amorfo y blando cuyo color le era imposible determinar. El techo se perdía en la altura. Y aquello que se encontraba en el centro… Desde el umbral parecía una siniestra telaraña, o un animal de pesadilla, un ser con miles de finas patas que se alargaban desde el centro hacia las paredes atravesándose unas a otras. Rodeaban una especie de hamaca… sillón… Gabriel lo había llamado trono una vez. Estaba justo en el centro de la maraña. Apéndices como el que Codi había visto en el laboratorio de Bastia se elevaban sobre él como garras en espera de una presa. La idea de introducirse voluntariamente en medio de aquel engendro inició un frío cosquilleo en la espalda del periodista. Recodaba bien lo afiladas que eran las agujas que cubrían los erizados brazos del instrumento.
Así que eso era un orchestrón. Con razón Cherny había sido reacio a enseñarle el suyo, y con razón también se colocaba debajo, no sobre un escenario. Era algo de lo que a uno le costaba apartar la vista, que provocaba una mezcla de fascinación y repulsión con predominio de lo último.
En el trono, Gabriel permanecía con los ojos cerrados. No había reaccionado a la entrada de Codi, o quizá no lo había oído pasar: el tapizado de la sala se reía de las leyes físicas del sonido. Su cara, blanca como el mármol, destacaba en la oscuridad que envolvía el estudio. Mechones de pelo negro y húmedo estaban pegados a las sienes. Habría podido parecer dormido si no fuera por la palidez de su piel y el entorno. Rodeado por las garras del aparato parecía exhausto, dominado por el monstruo artificial en cuyo centro yacía. Millares de agujas se clavaban en su piel. Cubrían sus dedos, las palmas y los dorsos de sus manos, sus antebrazos, subían ávidamente hasta el cuello.
—Gabriel… —llamó Codi en voz baja.
La sala le devolvió un eco imposiblemente distorsionado, muy alto en la primera sílaba y apenas audible en las demás. Los ojos de Cherny se entreabrieron y recorrieron el estudio. La mirada del orchestrista no era muy lúcida, y tardó largos segundos en aclararse.
—¿Que has hecho?
Las palabras surgieron por sí solas, sin que el cerebro de Codi interviniera. Algo estaba fuera de lugar, le dijo su parte lógica con la voz de Fally. Algo pasaba que Codi desconocía por completo, Cherny estaba exhausto, confuso… Pero la lógica de Codi enmudeció en cuanto su imaginación le presentó la cara deformada de Harden en el momento de su caída.
Toda precaución olvidada, dio un paso al interior de la sala. El orchestrista hizo ademán de incorporarse. Adivinando su intención, los brazos se movieron fluidamente para apartarse de su camino. El movimiento fue calculado con una precisión fantástica: parecían una prolongación del cuerpo del orchestrista.
—¿Qué…? ¿Qué haces aquí? —su voz era ronca, y se quebró antes de terminar.
—Ya lo sabes.
Los ojos de Gabriel se abrieron más, algo afín al miedo llenándolos y luego retrocediendo. Se pasó la mano por los ojos. Puso un pie en el suelo. En la penumbra, a Codi le pareció que se tambaleaba ligeramente.
—No puedes estar aquí… —murmuró—. No deberías… No sabes…
Codi cruzó el espacio entre ellos de un salto, lo agarró de los hombros y lo zarandeó con violencia. En ese momento lo odiaba todo en Gabriel, desde su manicura perfecta hasta la mirada aturdida de sus ojos. No le dejaría escudarse en ese aturdimiento. Quería que fuese plenamente consciente, que se enfrentara al horror que había provocado.
—¿¡Qué has hecho!? —gritó, prácticamente levantando a Cherny en el aire y sacudiéndolo con rabia. «Hecho, hecho, hechooooooo», devolvió el eco desde todas partes—. ¿Por qué lo has hecho? ¡A Harden, a tu amigo Tallerand! Están muertos, ¡tú los has matado!
—Están muertos… —repitió Gabriel lentamente.
—¡Tú les trastornaste, los llevaste a la muerte!
Gabriel negó con la cabeza. Un movimiento dubitativo, una sola vez, mirando a Codi ya no con desconcierto sino con auténtica desesperación. La expresión del periodista debió de decirle mucho, porque repitió el gesto con más ímpetu, sacudiendo la cabeza una y otra vez en señal de negación.
—No… Yo no…
—¡Lo sé todo! —gritó Codi—. ¿Por qué? ¡Dijiste que te habías librado de ella! ¡Dijiste que odiabas lo que te enseñó a hacer! ¿Cómo has podido? ¿Cómo?
—Yo no…
Codi no le dejó terminar. Empujó al orchestrista lejos de sí con brutalidad, y deseó haberlo hecho con más fuerza aún. Gabriel fue lanzado contra el instrumento, golpeándose con la espalda contra una articulación y deslizándose hasta el suelo. Sin hacer ademán de levantarse, miró a Codi desde abajo. El periodista creyó que trataría de negarlo otra vez y dejó escapar un gruñido de pura rabia, pero cuando Gabriel habló comprendió que hubiera preferido la negación a la alternativa.
—No quería… —dijo en un susurro—. No sabía… No quería…
Codi no pudo evitarlo. Su mano se cerró en un puño y lo descargó sobre Gabriel. Le golpeó una y otra vez, buscando más dar una vía de escape a su odio que hacer verdadero daño. Paró tras varios puñetazos, cuando fue consciente de que el otro no trataba de defenderse. Entonces se enderezó, respirando ruidosamente y frotándose la mano. Se había partido los nudillos, pero la mayor parte de la sangre no era suya. Manaba libremente de una larga herida en la frente de Gabriel y de su labio partido. Verla devolvió a Codi una parte de la muy necesaria lucidez, y con ella apareció también la vergüenza.
—Defiéndete, maldita sea —masculló el periodista—. Protege tu cara.
Gabriel se llevó la mano a la brecha, hizo un gesto de dolor y la dejó caer. Libre del peso de Codi que lo había aprisionado contra el suelo, se incorporó trabajosamente.
—Mis manos me importan más que mi cara.
Era cierto, recordó Codi, y el hastío se intensificó. La razón podía haber vuelto a él, pero la oleada de aborrecimiento le destripaba por dentro. Temblando de rabia, observó cómo Gabriel volvía a llevarse la mano a la cara. Codi deseó que lo dejara estar. Repartiendo el rojo por el blanco de su camisa no iba a dejar de sangrar.
—No debiste haber venido —dijo Cherny con voz apagada.
Miraba a Codi con expresión cautelosa, oscura más allá del color negro de sus ojos. Aparte de la obvia aprehensión ante el periodista, era como si no supiera qué debía sentir.
—Ah, no. ¡Debí dejar que esto siguiera!
—No entiendes lo que está pasando.
—¡No te atrevas! —escupió Codi—. ¡No te atrevas a hablarme de esa forma! ¡Tocaste a sangre fría sabiendo lo que les pasaría! ¿Lo planeaste con Lynne, con Alasta?
—¡No quería…! No lo sabía. ¡Hubiera tratado de evitarlo! ¡Me habría controlado, lo habría evitado, me habría controlado…!
—¡Contrólate ahora!
—¡Cállate, fue culpa tuya! —gritó Gabriel poniéndose de pie, empujando a Codi fuera de su camino. Sus manos estaban cerradas en puños—. ¡Hacía tiempo que no me dominaban ni Alasta ni mis recuerdos! ¡Hubiera podido pasar años a su lado y ser inalcanzable para ella, pero tú lo estropeaste! ¡Fuiste a husmear y lo estropeaste todo!
—¿De qué me hablas? —Codi dio un paso atrás ante la intensidad de la réplica.
—Era mi secreto. ¡Nadie debía saberlo! Ella menos que nadie. Y nunca se hubiera enterado pero tú lo averiguaste y se lo contaste. ¡Se lo contaste todo!
—¿Conté el qué? ¿De qué me hablas?
—De la historia de Eleni —contestó una voz desde atrás.
El corazón de Codi falló un latido, dejando un vacío en su pecho mientras se volvía. El interior del estudio estaba más iluminado ahora; hubiera podido darse cuenta si no hubiera estado tan ocupado intercambiando gritos con Gabriel. La puerta estaba abierta de par en par. Lynne estaba en el umbral, fresca y compuesta como siempre. Detrás de ella, varios vigilantes esperaban pacientemente.
—Averiguaste la historia de Eleni y me la contaste a mí —elaboró al ver que Codi se había percatado de su presencia—. Creí haberte pedido que no te movieras de mi despacho.
Pero no estaba sorprendida de encontrar a Codi en una planta a que no tenía acceso. No estaba enfadada por la violación de su seguridad. Sonreía, y esa sonrisa —antes tan agradable— ahora le provocaba escalofríos al periodista. La curva de su cuello era la misma, el pliegue de los labios no había cambiado, pero esos rasgos exudaban de repente una crueldad que Codi no había notado en Lynne hasta ahora.
—¿Ya tiene las señas de la muchacha? —preguntó, sabiendo perfectamente que no la engañaría.
Lynne avanzó varios pasos hacia el interior del estudio.
—Comprendí quién era en el momento en que me descubriste su existencia —dijo hablándole a Codi, pero mirando por encima de su hombro a Gabriel—. Su verdadero nombre no me interesa en absoluto. Me fue mucho más útil aquel que adoptó tras huir de su propia masacre: Eleni Cherny.
La breve inhalación de Gabriel ahogó la exclamación de Codi, pero contenía más enfado por el tono casual empleado por Lynne que sorpresa ante sus palabras. Codi miró brevemente hacia él, y luego otra vez a la mujer. Parecía… contenta. Tranquila y a gusto, como el director de una película moviendo a sus personajes de escena en escena, de frase en frase.
—Mi pasado es asunto mío —dijo Gabriel con los dientes apretados—. No necesita escucharlo por tu boca.
—Pero si fue él quien te trajo hasta mí, cuando ya no confiaba en tenerte a mi lado. Y también me reveló la identidad de Eleni. Adivina qué palabra usó para mencionar el parecido entre vosotros dos. Emocionalmente inestable. ¿No te parece irónico?
El color abandonó la cara del orchestrista.
—Tallerand… —dijo con vacilación—. Él no…
—¿Sí?
La sonrisa con la que Lynne le invitaba a seguir presagiaba un desastre.
—Yo no… Dime que no fue a través de mí.
—Estaba muy enfermo. Piensa que le hiciste un favor.
Lynne se movió aun antes de terminar de hablar, pasando por delante de Codi como un relámpago. Cuando el significado de sus palabras se le hizo claro a Cherny la mujer ya estaba ante él, la palma abierta apoyada contra su pecho. El espanto se mezcló con odio en la cara del orchestrista, pero fuera cual fuera su intención original, ante el contacto hizo una mueca horrorizada y retrocedió.
La diversión en los ojos de Lynne flaqueó. Dejó caer la mano con irritación.
—Es tu historia, Gabriel, pero parece que no tienes intención de contarla. ¿No confías en Candance?
—Él no tiene nada que hacer aquí —dijo el orchestrista—. Haz que se marche. Despídele.
—Ya es demasiado tarde para eso. Además, creo que quiere escuchar lo que tenemos que decirle.
Codi tardó un segundo en comprender que se estaba dirigiendo a él. Trató de mantener la apariencia de tranquilidad ante su mirada. Sabía que la repentina crueldad de Lynne era tan calculada como sus previas sonrisas, pero eso no la hacía más tolerable. La mujer sonrió y se le acercó jovialmente. Gabriel apretó la mandíbula y se mordió el labio que tenía partido.
—Debo confesar que me sorprendí mucho cuando lo comprendí —dijo Lynne—. El pequeño Gabriel me contaba todos sus secretos, pero jamás me dijo una palabra sobre su madre. Era su secreto más grande, aquel que dejó encerrado en su interior como una podredumbre que no podía sanarse. Pero tocando no podía mentir. Cuando se colocaba ante un instrumento, sus pesadillas le abandonaban y escribían en el cerebro de sus oyentes como un clavo escribe sobre cristal. Sus profesores estaban fascinados con él, pero desde el principio entendieron que había algo en su interior que no estaba bien y que no podía enmendarse. Me lo dijeron a mí, y yo traté de solucionarlo. Te hice olvidarte de todo aquello. ¿Lo recuerdas, Gabriel? Desde entonces, siempre me pregunté de qué te habías olvidado.
—¡Cállate! —dijo el orchestrista.
Lynne ladeó la cabeza.
—Sólo estoy tratando de recomponer los fragmentos. Se me ocurre, por ejemplo, que lo que pasó en Acorde S.A. no fue una casualidad. Es bien sabido que el embarazo desencadena y empeora todo tipo de dolencias psíquicas. Eleni estaba embarazada cuando indujo al suicidio a seis personas. Después huyó. Se cambió de nombre. Dio a luz. Me parece un verdadero milagro que sobrevivieras. Dime, ¿te encerraba durante días, se olvidaba de darte de comer, gritaba cosas que te daban miedo porque no las entendías? ¿Hablaba de orchestrones, de secuencias, de registros, de escenarios? ¿Fue tu primera maestra? ¿Te enseñó a hacer lo que ella hizo, o aprendiste tú solo porque querías entrar en su mundo, comprender lo que ella murmuraba? ¿Fue por eso, Gabriel?
—¡Cállate! —gritó Cherny con todas sus fuerzas.
—A otros niños sus madres les contaban cuentos. ¿Qué te contó la tuya? ¿Te dijo que no había querido hacerles daño? ¿Que se puso a tocar para olvidarse de todo, y cuando se levantó había un hombre muerto a sus pies? ¿Alguna vez has visto las fotos de aquel entonces? El suelo estaba regado de sangre, y ella tuvo que pasar entre los cadáveres para salir de allí.
—¡Ya es suficiente! —dijo Codi.
Aquello tenía que acabar. Resultaba evidente, e impresionante, la manera en que las palabras de Lynne llegaban a afectar a Gabriel. El orchestrista respiraba rápido y con dificultad y no parecía capaz de levantar los ojos del suelo. Su dominio sobre sí mismo siempre había sido tan exquisito, el muro que encerraba sus conflictos tan sólido, que una vez dañado Gabriel no parecía saber cómo repararlo. Una grieta llevaba inexorablemente al derrumbe, y Codi era testigo de su progresión. Gabriel estaba perdiéndose en los recuerdos que Lynne evocaba. Su mirada mezclaba el odio más visceral con la súplica de quien ya se sabía vencido.
—Dime, ¿alguna vez recuperó algo de lucidez? La suficiente para darse cuenta de que habías heredado su don. ¿Para avisarte de que si perdías el control, pasaría de nuevo? ¿Te lo dijo? ¿Te avisó?
—Cállate, cállate, cállate, ¡CÁLLATE!
—Llevadlo al instrumento.
Los hombres que se encontraban tras Lynne se adelantaron y se pusieron a ambos lados del orchestrista. Agarraron los brazos de Gabriel con firmeza, pero también con un cuidado exquisito. Les resultó fácil, porque no se resistió. No parecía consciente de sus acciones, atrapado en los recuerdos de su pasado. Sólo cuando los vigilantes lo empujaron en dirección al orchestrón la parálisis se dispersó, sustituida por un febril destello de pánico.
—¡Basta, le hacéis daño! —gritó Codi.
También él fue rodeado al instante. Dos o tres hombres —¿cuántos eran en total, y cómo podían moverse tan rápido?— le agarraron desde atrás y le inmovilizaron las muñecas, aprisionándole. Codi se resistió ferozmente al notar el contacto, impulsado más por la aversión hacia Lynne que por un miedo real. La presión sobre sus muñecas creció, y la posibilidad de encontrarse de rodillas ante la mujer le hizo desistir del forcejeo. En las profundidades del estudio, las patas del instrumento se abrieron en un despliegue acrobático, acogiendo a Gabriel, y se cerraron codiciosamente.
Lynne rodeó a los guardias y se plantó firmemente delante de Codi.
—No le hago daño —anunció—. Es por su propio bien. Ahora nos entendemos mejor, y nuestra colaboración será más fácil.
—Está enferma.
Una bofetada desdeñosa fue la respuesta. Durante unos instantes, Codi creyó que sería la única. Luego…
—Parecía afectado por la muerte de ese viejo. Me pregunto cuánto tardaría en perdonarme si… —la voz de Lynne sonaba contemplativa—. Llevadlo al cuarto de grabación.
Sin tiempo de protestar, Codi fue arrastrado bruscamente hacia un lado y empujado a través de una pequeña abertura en la pared. Rodó por el suelo hasta que algo le paró, clavándosele en el costado. Sin aliento tras el golpe, trató a ciegas de incorporarse.
El cuartucho era diminuto: apenas tres metros por dos. Las paredes era sólidas salvo la que daba al estudio, ésa era transparente. Guardaba un lejano parecido con el sótano de Bastia: las paredes estaban cubiertas de estantes, y partes de brazos y piezas de recambio estaban esparcidas por el suelo. Al reorientarse, Codi comprendió que había ido a aterrizar bajo una pequeña mesa metálica, cuyo borde había parado su caída.
El periodista dobló las rodillas y trató de levantarse, pero fue premiado con una patada en la base de la espalda que le mandó de vuelta al suelo. Su mano derecha fue agarrada y doblada en ángulo extraño, y algo fino, frío y sólido se cerró alrededor de su muñeca. Codi siguió con los ojos la dirección del clic y descubrió que acababa de ser esposado a la barra de uno de los estantes. Tiró varias veces de la atadura hasta comprender que no iba a ceder, y entonces cambió de postura y se apoyó con la espalda contra el dichoso estante.
Había tres tipos en el umbral; los mismos que lo habían arrastrado hasta el cuarto. No supo distinguir cuál le había dado la patada y cuál le había esposado. Los tres le miraban con la idéntica expresión ausente con la que otros contemplan una pila de trabajo atrasado. Claramente, no estaban allí para tomar decisiones. Ninguno se movió hasta que Lynne —Alasta— se hubo abierto paso.
—¿Se da cuenta de que tendrá que soltarme? —dijo Codi al verla. La voz le temblaba de rabia. No había esperado que la situación evolucionara así—. ¿Cuánto tiempo cree que podrá tenerme aquí?
—El tiempo lo marca Gabriel —dijo la mujer sin inmutarse—. Hace dos días tuvimos una charla especialmente emotiva sobre el mismo tema de hoy, y tocó doce horas seguidas. De allí salió el material con el que quité del medio al viejo y a tu jefe. Es verdad que entonces no era consciente de que le grababa y no se contuvo en absoluto, pero eso no cambia nada. Cuando Gabriel busca desahogo emocional, tocar se convierte en un acto del todo involuntario. Simplemente no podrá evitar repetir la historia.
—Está loca —dijo Codi.
La última vez esa observación la había valido una bofetada. Ahora, los tres gorilas se movieron hacia él con caras que prometían mucho más. Lynne extendió la mano en un gesto de prohibición.
—No, querido —dijo—. Soy doctora en psicología. Hago con las personas ni más ni menos de lo que ellos me permiten hacer, y mis influencias son inocuas la mayor parte del tiempo. Esto es mi último resorte, hecho necesario por la obcecación de Víctor Harden en perseguirme y la avaricia de Tallerand. Hizo todo lo que pudo por tener a Gabriel sólo para él. Pero fui yo quien lo eduqué. Yo descubrí su don. No entendí por qué de repente se volvió tan reacio a usarlo, pero ahora nos comprendemos mucho mejor. Gabriel no tardará en aceptar las reglas del juego. Lo único que le hace falta para acostumbrarse es practicar un poco, y lo habrá hecho tres veces en muy poco tiempo.
Codi odiaba oírla hablar así. Odiaba su tono burlón, y la no tan sutil amenaza que colgaba en el aire. Odiaba estar sentado en el suelo. Odiaba que le hubiera engañado con tanta facilidad. Un despacho propio y una sonrisa deslumbrante. ¿De verdad había confiado en ella por tan poco?
Lynne escudriñó la habitación y a los tres gorilas que franqueaban la entrada.
—Pásame eso —le dijo al más cercano.
El objeto de su atención era un cuchillo de hoja ancha que el hombre guardaba sujeto al cinturón. Se lo tendió a Lynne y la mujer lo tomó, sopesándolo sin prisa sobre su palma.
Codi se puso rígido.
—No esperará que me asuste con esto —dijo.
—En absoluto —dijo Lynne. Se inclinó y colocó ostentosamente el cuchillo en el suelo, al alcance de la mano libre del periodista—. Lo único que espero es que, por voluntad propia, dejes de interponerte entre Gabriel y yo.