XIV

La señora Luzhin tuvo que admitir que la visita de tres semanas de la dama rusa no había pasado sin dejar huella. Las opiniones de la visitante eran falsas y estúpidas, pero ¿cómo probarlo? La horrorizó el que en años recientes hubiera mostrado tan poco interés en la cultura del exilio, aceptando pasivamente los puntos de vista frívolos, barnizados, e impresos en oro de sus padres, sin prestar atención en los discursos que oía en los mítines políticos de los emigrados, a los que en una época habla sido obligado asistir. Se le ocurrió que quizá también Luzhin podía interesarse por las cuestiones políticas, que a lo mejor le apasionarían, como les ocurre a millones de personas inteligentes. Y una nueva ocupación para Luzhin era esencial. Se había vuelto extraño, habla reaparecido en él aquel anterior mal humor, y con frecuencia observaba en su mirada una especie de expresión huidiza, como si estuviera ocultando algo. Le preocupaba que no hubiera encontrado aún una afición que le resultara completamente absorbente, y se reprochaba a sí misma la estrechez de su visión mental, su incapacidad para encontrar la esfera, la idea, el objeto que pudiera proporcionar trabajo y alimento a los talentos inactivos de Luzhin. Sabía que tenía que darse prisa, que cada minuto desocupado en la vida de su marido era una grieta por donde podían colarse los fantasmas. Antes de partir rumbo a los países pintorescos era necesario encontrarle a Luzhin una actividad interesante, y sólo después recurrir al bálsamo del viaje, ese factor decisivo empleado por los millonarios románticos para curar su melancolía.

Comenzó con los periódicos. Se suscribió a Znamia (La Bandera), Rosianin (El Ruso), Zarubeshny Golos (La Voz del Exilio), Obedinienie (La Unión), y Klich (El Clarín), compró los últimos números de las revistas de la emigración, y, para poder comparar, revistas y periódicos soviéticos. Decidieron hacer todos los días, después de cenar, lecturas en voz alta. Al advertir que algunos diarios dedicaban una sección al ajedrez, se preguntó si debía procurar que aquellas informaciones no llegaran a su marido, pero temió insultar con ello a Luzhin. En una o dos ocasiones se publicaron antiguas partidas de este como ejemplos de buen juego, lo cual era desagradable y peligroso. No podía ocultar los periódicos el día que publicaban selecciones de ajedrez, ya que Luzhin los coleccionaba para encuadernarlos después en grandes volúmenes. Cada vez que él abría un periódico donde aparecía algún oscuro problema de ajedrez, ella vigilaba la expresión de su rostro, pero él, al advertir aquella mirada, se limitaba a echar una ojeada rápida. Y ella no sabía con qué culpable impaciencia esperaba él los lunes y los jueves, que eran los días en que se publicaba la sección de ajedrez, como tampoco sabía con qué curiosidad repasaba y examinaba, cuando estaba solo, las partidas impresas. En el caso de los problemas de ajedrez, echaba una mirada de soslayo al diagrama y, abarcando con la mirada la disposición de las piezas, grababa al instante el problema en su memoria y después lo resolvía mentalmente mientras su mujer leía el editorial en voz alta.

—… Toda esta actividad se manifiesta en una transformación y un desarrollo fundamentales, destinados a asegurar… —leía su mujer con voz tranquila. («Una posición interesante», pensaba Luzhin. «La reina de las negras ha quedado enteramente libre»)—… establece una clara distinción entre sus intereses vitales, y tampoco sería superfluo señalar que el talón de Aquiles de esa mano punitiva… («Las negras tienen una defensa obvia contra la amenaza de h7», pensaba Luzhin, y sonrió de un modo mecánico cuando su mujer, interrumpiendo su lectura por un momento, dijo repentinamente en voz baja: «No entiendo a qué se refiere»)… si en este terreno, no se respeta nada… («¡Oh, espléndido!», exclamó mentalmente Luzhin al encontrar la solución del problema, un sacrificio endemoniadamente elegante…) y el desastre no se dejará esperar.

Con esas palabras concluyó su mujer la lectura del artículo, y suspiró. Sucedía que cuanto más leía los periódicos más se aburría, y una bruma de palabras y metáforas, de suposiciones y argumentos eran utilizados para oscurecer la clara verdad, que ella intuía, aunque fuera incapaz de expresarla. Pero cuando leía los periódicos del otro mundo, los periódicos soviéticos, su aburrimiento no conocía límites. De ellos se desprendía la frialdad de una contaduría sepulcral, el tedio típico de oficinas infestadas de moscas, y le recordaban de alguna manera los rasgos sin vida de cierto mínimo empleado en una de las dependencias que ella y Luzhin habían tenido que visitar en los días en que desfilaban de una oficina a otra en busca de algún insignificante documento. Aquel ínfimo funcionario, enclenque y testarudo, estaba siempre comiendo un bollo para diabéticos. Era posible que recibiera un salario miserable, que estuviera casado y tuviera un hijo con el cuerpo cubierto por una erupción. Concedía a aquel documento que no tenían y que necesitaban obtener una importancia cósmica; el mundo entero dependía de aquel pedazo de papel y se convertiría, sin remedio, en un montón de polvo si una persona se veía privada de él. Y eso no era todo: parecía que los Luzhin no podrían obtenerlo hasta que hubieran pasado períodos de tiempo monstruosos, milenios de desesperación y de vacío, y el único medio permitido para aliviar esa desdicha era escribir incesantes peticiones. El funcionario se enojaba con Luzhin por fumar en su oficina y en un momento de sobresalto este se metió una colilla en un bolsillo. Por la ventana se podía ver una casa en construcción cubierta por andamios y una incesante lluvia; en un rincón de la habitación colgaba una chaqueta negra, que el funcionario cambiaba durante las horas de trabajo por una de lustrina, y su escritorio daba una impresión general de tinta violeta y de desesperación trascendental. Salieron de allí con las manos vacías, y ella tuvo la sensación de tener que luchar con una eternidad gris y ciega que, de alguna manera, ya la había vencido, rechazando desdeñosamente su tímido soborno terrenal, tres cigarros. En otra oficina les fue entregado inmediatamente aquel pedazo de papel. Más tarde, la señora Luzhin pensó, con horror, que aquel insignificante empleado que los había despedido, posiblemente se los imaginaba vagando como espectros inconsolables a través del vacío, y tal vez estaría esperando su regreso sumiso e implorante. Le resultaba oscuro determinar por qué era precisamente esa imagen la que flotaba ante ella cada vez que tomaba un periódico moscovita. La misma sensación de aburrimiento y piedad, tal vez, pero eso para ella no era suficiente, su mente no quedaba satisfecha; pero de pronto advirtió que también ella buscaba una fórmula, la encarnación oficial de sentimientos, y ese no era de ninguna manera su propósito. Su mente no podía comprender la complicada lucha entre las confusas opiniones expresadas por diversas publicaciones de la emigración. Esa diversidad de opiniones la desconcertaba, acostumbrada a suponer, por inercia, que quienes no pensaban como sus padres lo hacían como aquel cojo divertido que una vez había hablado de sociología a un grupo de alegres colegialas. Parecía percibir los más sutiles matices de opinión y la hostilidad más venenosa. Y si todo aquello resultaba demasiado complicado para su mente, su corazón empezó a captar una cosa con toda claridad: tanto allí como en Rusia había gente que torturaba o deseaba torturar a otra gente, pero en su país de origen la tortura y el deseo de torturar eran cien veces mayores que en Berlín, y por lo tanto en Berlín se estaba mejor.

Cuando le tocaba leer a Luzhin, ella elegía un artículo humorístico, o alguna narración breve y emotiva. Leía con un cómico tartamudeo, pronunciaba algunas palabras de modo extraño, y a veces pasaba por alto un punto o no llegaba a él, y subía o bajaba el tono sin ninguna razón lógica. No fue difícil para ella comprender que los periódicos no le interesaban; cuando emprendía una conversación sobre algún artículo que acababan de leer, él apresuradamente le daba la razón en todas sus conclusiones, y cuando, con el propósito de ponerlo a prueba, ella afirmaba que todos los periódicos de la emigración mentían, él también estaba de acuerdo.

Los periódicos eran una cosa; la gente, otra. Debía de ser interesante oír a esas personas. Se imaginó a gente de diversas tendencias, «un hatajo de intelectuales», según decía su madre, reunidos en su piso, y a Luzhin escuchando esas disputas de viva voz y entablando conversaciones sobre temas nuevos, y aunque no se entusiasmara precisamente, tal vez encontrara en ellas una diversión pasajera. De todas las amistades de su madre el más ilustrado y aún «izquierdista», como afirmaba su madre con cierta coquetería, era Oleg Sergueievich Smirnovski; pero cuando la señora Luzhin le pidió que llevara a su piso a algunas personas interesantes, liberales, que no sólo leyeran La Bandera, sino también Unión y La Voz del Exilio, Smirnovski le respondió que, como ella bien lo podría comprender, él no se movía en tales círculos y comenzó a censurar a quienes lo hacían; explicó que él sólo se movía en los círculos en los que era esencial moverse, y la cabeza de la señora Luzhin comenzó a dar vueltas como en un tiovivo del parque de atracciones. Después de aquel fracaso, comenzó a extraer de los diversos rincones de su memoria a personas a quienes había conocido alguna vez y que en esos momentos podían resultarle útiles. Recordó a una muchacha rusa que se sentaba a su lado en la Escuela de Artes Aplicadas de Berlín, hija de un activista político del grupo democrático; se acordó de Alfiorov, quien había estado en todas partes y le encantaba contar cómo un viejo poeta había muerto en sus brazos; recordó a un pariente, al que no apreciaba nada, que trabajaba en las oficinas de un periódico liberal ruso, cuyo nombre era todas las noches guturalmente deformado por la gorda vendedora de periódicos de la esquina. Pensó en dos o tres personas más. También se le ocurrió que muchos intelectuales probablemente recordarían a Luzhin el escritor o habían conocido a Luzhin el ajedrecista y visitarían su casa con placer.

¿Y qué le importaba todo eso a Luzhin? La única cosa que en realidad le interesaba era el juego complejo e ingenioso en el que en otra época había estado inmerso. Impotente, tercamente, buscaba señales de la repetición de la jugada ajedrecística, preguntándose cuál sería su tendencia. Pero estar siempre en guardia, mantener la atención constantemente también le resultaba imposible: algo comenzaba a debilitarse en su interior; comenzaba a entusiasmarse con una partida publicada en el periódico para al poco rato advertir con desaliento que había vuelto a ser imprudente, y que en su vida acababa de realizarse una jugada delicada que continuaba sin piedad la combinación fatal. Decidía entonces redoblar la vigilancia, observar cada uno de los segundos de su vida, pues las trampas podían estar en cualquier lugar. Lo que más le oprimió era la imposibilidad de inventar un sistema de defensa racional, pues el objetivo de su oponente permanecía aún oculto.

Demasiado gordo y fofo para sus años, caminaba por entre la gente a la cual su esposa había invitado, trataba de encontrar un rincón tranquilo, y durante todo el tiempo no hacía más que mirar y escuchar en busca de una pista que le indicara el próximo movimiento, una continuación de ese juego que él no había inventado, pero que estaba dirigido con una fuerza terrible contra él. A veces sucedía que ese indicio se presentaba, algo se movía hacia adelante, pero eso no aclaraba el significado general de la combinación. Y era difícil hallar un lugar tranquilo, la gente le formulaba preguntas, que él tenía que repetirse varias veces antes de entender su significado y hallar una respuesta sencilla. En las tres habitaciones, vistas ya sin telescopio, había mucha luz, nadie se salvaba de las lámparas, y la gente se sentaba en el comedor, en las incómodas sillas del salón y en el diván del estudio. Un hombre que llevaba pantalones de franela clara se esforzó en varias ocasiones por sentarse sobre el escritorio, apartando, para sentirse más cómodo, la caja de pinturas y una pila de periódicos sin abrir. Un actor entrado en años con un rostro que sus muchos papeles habían transformado, un hombre melifluo de voz también meliflua (quien seguramente había desempeñado sus mejores actuaciones en zapatillas caseras, en papeles que exigieran gruñidos, quejidos, resacas imponentes y expresiones jugosas y extraordinarias) estaba sentado en el diván junto a la corpulenta esposa de ojos negros del periodista Bars, una ex actriz, y ambos rememoraban la época en que habían actuado juntos en una ciudad a orillas del Volga en el melodrama Un sueño de amor.

—¿Recuerdas el problema que tuve con el sombrero de copa y la elegancia con que lo resolví? —preguntó melifluamente el actor.

—Hubo ovaciones sin fin —dijo la dama de ojos negros—. Jamás podré olvidar las ovaciones que recibí esa noche.

De esa manera se interrumpían el uno al otro, cada cual ocupado con sus propios recuerdos. El hombre de pantalones claros le pidió por tercera vez a Luzhin, que estaba por completo abstraído, un cigarrillo. Era un joven e incipiente poeta, quien leía con fervor sus poemas, en tono de cantinela, moviendo ligeramente la cabeza y mirando hacia el infinito. Normalmente mantenía la cabeza alta, por lo que su nuez era muy visible. Se quedó sin obtener el cigarrillo, ya que Luzhin se dirigió como un sonámbulo hacia el salón, y el poeta, mirando con reverencia su gruesa nuca, pensó en lo extraordinario que era como jugador de ajedrez, y deseó que llegara el momento en que pudiera hablar con un Luzhin del todo recuperado de temas relacionados con el ajedrez, juego del que era un gran entusiasta, y entonces, al ver a la esposa de Luzhin a través de la puerta entreabierta, se preguntó si valdría la pena cortejarla. La señora Luzhin escuchaba sonriente al periodista Bars, alto y picado de viruelas, y pensaba en lo difícil que iba a resultar sentar a todos sus invitados alrededor de una mesa de té y si no sería mejor servirlo en el futuro en lugares donde se hallaran sentados. Bars hablaba con excesiva rapidez y siempre como si estuviera expresando una idea tortuosa con todas sus cláusulas e interpolaciones en el período de tiempo más breve posible, desmontando y reajustando todo, y si daba la casualidad de que sus oyentes le escucharan con atención, entonces empezaban a comprender poco a poco que aquel laberinto de veloces palabras iba revelando gradualmente una asombrosa armonía, y que el discurso en sí, con sus ocasionales e incorrectas construcciones, cambiaba de repente. Su estilo periodístico se transformaba, como si adquiriera su gracia y su nobleza de las ideas que expresaba. La señora Luzhin, al pasar junto a su marido, le puso en la mano un plato con una naranja hermosamente mondada, y siguió su camino hacia el estudio.

—Y hay que observar —dijo un hombre de aspecto común y corriente que había escuchado toda la disertación del periodista, y la había apreciado— que en la poesía de Tiutchev la noche es fresca y sus estrellas son redondas, húmedas y relucientes, y no sólo unos puntos brillantes en el firmamento.

No dijo más, ya que era, por lo general, hombre de pocas palabras, no tanto por modestia, sino al parecer por temor de derramar algo precioso que no era suyo pero que le habían confiado. A la señora Luzhin le resultaba muy simpático, precisamente por su sencillez, por la neutralidad de sus facciones, como si fuera el exterior de un recipiente que contenía algo tan precioso y sagrado que hubiera sido un sacrilegio pintar la arcilla. Se llamaba Petrov; nada notable se destacaba en él, no había escrito nada, y vivía como un mendigo, aunque jamás le hablaba de eso a nadie. Su única función en la vida consistía en llevar, con reverencia y concentración, aquello que le había sido confiado, algo que era necesario preservar a todo precio en todos sus detalles y toda su pureza, e incluso por esa razón caminaba con pasos cortos y cautelosos, procurando no tropezar con nadie, y sólo con muy poca frecuencia, cuando discernía en la persona con quien hablaba una solicitud afín, revelaba por un momento, del todo enorme que guardaba en su interior, un ligero mendrugo, tierno e inestimable, un verso de Pushkin, o el nombre campesino de una flor silvestre.

—Recuerdo al padre de nuestro anfitrión —dijo el periodista cuando la espalda de Luzhin desapareció en el comedor—. No se parecen, aunque hay algo semejante en la forma de los hombros. Era un alma buena, un hombre agradable, pero como escritor… ¿Cómo? ¿En verdad encuentra usted que esos cuentos para adolescentes, tan melosos…?

—Por favor, por favor, pasemos al comedor, se lo ruego —dijo la señora Luzhin, volviendo del estudio con tres invitados a quienes había encontrado allí—. El té está servido. Vengan, por favor.

Los que ya estaban en la mesa se habían sentado de un mismo lado, mientras que en el otro un solitario Luzhin, con la cabeza hoscamente baja, masticaba un gajo de naranja y revolvía el té de su taza. Allí estaba Alfiorov con su mujer; había también una joven, brillantemente maquillada, que dibujaba maravillosos pájaros de fuego, y un joven calvo que, en broma, se llamaba a sí mismo obrero de la prensa, pero que secretamente soñaba con convertirse en dirigente político, y dos mujeres, ambas viudas de abogados. También estaba sentado a la mesa el delicioso Vasili Vasilievich, tímido, majestuoso, puro de corazón, con una barba rubia y zapatos de fieltro propios de un anciano. Durante el zarismo había sido desterrado a Siberia y luego al extranjero, de donde volvió en 1917 a tiempo para dar un vistazo a la revolución antes de ser nuevamente desterrado, en esa ocasión por los bolcheviques. Hablaba con honestidad de su trabajo clandestino, sobre Kautski y Ginebra, y era incapaz de mirar a la señora Luzhin sin emoción, pues en ella encontraba un parecido con las doncellas idealistas de ojos claros que habían trabajado con él por el bien de su pueblo.

Como sucede siempre en esas reuniones, cuando todos los invitados se sentaron a la mesa se hizo el silencio. Un silencio tan denso, que la respiración de la sirvienta era claramente audible mientras servía el té. La señora Luzhin se descubrió varias veces abrigando el imposible deseo de preguntar a la sirvienta por qué respiraba tan fuerte, y si no podía hacerlo con más suavidad. Por lo general, aquella rechoncha campesina no era demasiado eficiente; sobre todo en las llamadas telefónicas era un desastre. Mientras oía la jadeante respiración, la señora Luzhin recordó brevemente que la sirvienta le había informado, riéndose: «Llamó un tal señor Fa… Fel… Felty… Sí, Felty. Aquí escribí su número». La señora Luzhin llamó a aquel número, pero una voz cortante le respondió que llamaba a la oficina de una empresa cinematográfica, y que allí no había ningún señor Felty. Una especie de tonto embrollo. Iba a comenzar a criticar a las sirvientas alemanas, a fin de romper el silencio de su vecino, cuando advirtió que ya se había iniciado una conversación, que estaban hablando de una nueva novela. Bars afirmaba que se trataba de un estilo sutil y elaboradamente escrito, y que cada palabra revelaba una noche de insomnio; una voz femenina dijo:

—Oh, no; se deja leer muy fácilmente.

Petrov se inclinó sobre la señora Luzhin y le susurró una frase de Zhukovski:

—«Aquello que se escribió con esfuerzo se lee con facilidad».

Y el poeta, interrumpiendo a alguien, y arrastrando con vehemencia las erres, gritó que Zhukovski era un loro sin cerebro. Vasili Vasilievich, que no había leído la novela, hizo un movimiento con la cabeza lleno de reproches. Cuando todos se encontraban ya en el vestíbulo, y cada uno se despedía de los demás en una especie de ensayo general, ya que todos volverían a despedirse en la calle, a pesar de que todos irían en la misma dirección, el actor se dio una palmada en la frente.

—Casi se me olvida, querida —le dijo a la señora Luzhin, estrechándole la mano—. El otro día un hombre del mundo del cine me pidió su número de teléfono… —Fingió una actitud de sorpresa, y liberó la mano de la anfitriona—. ¡Cómo! ¿No sabía que trabajo en el cine, ahora? Oh, sí, sí. Papeles importantes con primeros planos.

En ese momento, el poeta le empujó con el hombro y por eso la señora Luzhin no se enteró de quién hablaba el actor.

Los invitados se marcharon. Luzhin estaba sentado de lado ante la mesa sobre la cual, inmovilizados en varias posiciones, como los personajes en la escena final de El inspector, de Gogol, estaban los restos del refrigerio, vasos vacíos o a medio terminar. Una de sus manos yacía pesadamente sobre el mantel. Por debajo de unos párpados semicerrados, otra vez hinchados, miraba el extremo negro de una cerilla. Su amplio rostro con blandos pliegues en torno a la nariz y la boca relucía ligeramente, y en sus mejillas los pelos, afeitados sin cesar y sin cesar brotados, parecían dorados a la luz de la lámpara. Su traje gris oscuro, suave al tacto, le envolvía más estrechamente que antes, aunque había sido confeccionado con mucha holgura. Luzhin permanecía inmóvil. Los platos de cristal con bombones resplandecían; una cucharilla yacía sobre el mantel, lejos de cualquier taza o bandeja, y, por alguna razón, un pequeño buñuelo de crema, que no parecía especialmente apetitoso, pero que en verdad era muy bueno, había permanecido intacto. «¿Qué le ocurre?», pensó la señora Luzhin, mirando a su marido. «¡Dios mío!, ¿qué le ocurre?». Y tuvo una dolorosa sensación de desaliento e impotencia, como si hubiera aceptado un trabajo demasiado difícil. Todo era inútil; no valía la pena intentarlo, ni pensar en divertirlo, ni invitar a gente interesante. Trató de imaginarse cómo podría pasear a este Luzhin, ciego y huraño otra vez, por la Riviera, y todo lo que pudo imaginarse fue a Luzhin sentado en una habitación con la vista fija en el suelo. Con la desagradable sensación de mirar a través del ojo de la cerradura del destino, se inclinó para ver su futuro, diez, veinte, treinta años, todo igual, sin cambios, el mismo Luzhin hosco y encorvado, y a su alrededor silencio e impotencia. ¡Pensamientos malvados e indignos! Su alma se irguió de inmediato una vez más y a su alrededor vio las imágenes y las preocupaciones familiares: era hora de acostarse, sería mejor no comprar el pastel en el mismo sitio la próxima vez, qué simpático era Petrov, mañana por la mañana deberían ocuparse de los pasaportes, el viaje al cementerio se había vuelto a posponer. Nada podía ser más simple, o al menos así lo parecía, que tomar un taxi y dirigirse a los suburbios de la ciudad, al diminuto cementerio ruso, con su franja de tierra baldía. Pero nunca podían ir, o a Luzhin le dolían las muelas, o se presentaba el asunto de los pasaportes, o cualquier otra cosa, mezquinos, imperceptibles, obstáculos. Y cuántas preocupaciones se presentarían en esos días… Luzhin tenía que ver al dentista sin demora.

—¿Le ha vuelto el dolor? —preguntó, poniendo una mano sobre la de Luzhin.

—Sí, sí —dijo, y torció la cara, ahuecó una de las mejillas con un chasquido. Había inventado días atrás ese dolor de muelas para justificar su abatimiento y su silencio.

—Mañana llamaré al dentista.

—No es necesario —murmuró él—. Por favor, no es necesario.

Le temblaban los labios; estuvo a punto de echarse a llorar, todo se le había vuelto tan aterrorizador…

—¿Que no es necesario? —preguntó ella tiernamente. Luzhin meneó la cabeza y, por si las dudas, volvió a ahuecar la mejilla—. ¿No es necesario ir al dentista? Claro que sí, Luzhin; sin falta le acompañaré al dentista. Estas cosas no deben descuidarse. —Luzhin se levantó de su silla y, llevándose la mano a la mejilla, se retiró a su dormitorio—. Le daré una tableta —dijo ella—; eso es lo que haré.

La tableta no produjo efecto. Luzhin permaneció despierto largo tiempo después que su esposa se durmiera… En realidad, eran las horas de la noche, las horas de insomnio en la seguridad del dormitorio cerrado, las únicas en las que podía pensar sin temor de perder una nueva jugada de la monstruosa combinación. De noche, sobre todo si yacía sin moverse y con los ojos cerrados, no podía ocurrir nada. Cuidadosamente, y con toda la frialdad de que era capaz, Luzhin repasaba las jugadas ya emprendidas contra él, pero tan pronto como empezaba a tratar de adivinar las formas que tomaría la inminente repetición del esquema de su pasado, se confundía y alarmaba ante la inconcebible e inevitable catástrofe que se iba acercando a él con despiadada precisión. Esa noche, más que nunca, sintió su impotencia frente a aquel lento y elegante ataque y trató de no dormir, de prolongar todo lo que le fuera posible la noche, la oscuridad silenciosa, de detener el tiempo en la medianoche… Su mujer dormía en absoluto silencio; casi como si no estuviera allí. Sólo el tictac del pequeño reloj de la mesita de noche probaba que el tiempo seguía corriendo. Luzhin oyó esos pequeños latidos y se perdió de nuevo en sus pensamientos, y luego se sobresaltó al advertir que el reloj se había detenido. Le pareció que la noche se había detenido para siempre, ningún ruido indicaba su paso; el tiempo había muerto, todo iba bien, todo era un silencio aterciopelado. El sueño se aprovechó imperceptiblemente de esa felicidad y ese alivio, pero el sueño no le reportó ningún descanso, pues soñó con sesenta y cuatro escaques, un tablero gigantesco en cuyo centro, temblando y completamente desnudo, estaba Luzhin, del tamaño de un peón, que miraba las vagas posiciones de unas piezas enormes, megacefálicas, con coronas o crines.

Despertó cuando su mujer, ya vestida, se inclinó sobre él y le besó el entrecejo.

—Buenos días, querido Luzhin —dijo—. Son ya las diez de la mañana. ¿Qué haremos hoy: el dentista o nuestros visados? —Luzhin la miró con ojos brillantes y distraídos e inmediatamente volvió a bajar los párpados—. ¿Y quién olvidó darle cuerda a este reloj anoche? —dijo su mujer riendo y pellizcando afectuosamente la abundante carne blancuzca de su cuello—. Si por usted fuera, se pasaría toda la vida durmiendo.

Inclinó la cabeza hacia un lado, mirando el perfil de su marido, rodeado de los pliegues de la almohada, y al advertir que se había vuelto a quedar dormido, sonrió y abandonó la habitación. En el estudio se detuvo frente a la ventana, contempló el cielo de un azul verdoso, invernal, despejado de nubes, y pensó que posiblemente haría frío, y que Luzhin debía ponerse su chaqueta de lana. Sonó el teléfono en el escritorio; pensó que sería su madre que querría saber si irían a comer a su casa.

—¡Diga! —dijo la señora Luzhin, y se acomodó en el brazo del sillón.

—¡Aló, aló! —gritó una voz desconocida a través del teléfono, excitada y grosera.

—Sí, sí, le escucho —dijo la señora Luzhin, y se sentó correctamente en el sillón.

—¿Quién es usted? —interrogó una voz destemplada en alemán con acento ruso.

—¿Quién habla? —preguntó la señora Luzhin.

—¿Está el señor Luzhin en casa? —preguntó a su vez la voz en ruso.

¿Kto govorit? ¿Quién habla? —repitió la señora Luzhin con una sonrisa. Se hizo el silencio. La voz debía de estar debatiéndose consigo misma si debía descubrirse o no.

—Quiero hablar con el señor Luzhin —comenzó de nuevo, volviendo al alemán—. Se trata de un asunto urgente e importante.

—Un momento —dijo la señora Luzhin, y recorrió la habitación una o dos veces antes de volver a ponerse al teléfono—. Está aún durmiendo, pero si gusta dejarle un mensaje…

—Oh, esto es muy desalentador —dijo la voz, adoptando finalmente el ruso—. Esta es la segunda vez que llamo. La última vez dejé mi número telefónico. El asunto es extremadamente importante para él y no admite demoras.

—Soy su esposa —dijo la señora Luzhin—. Si necesita usted algo…

—Mucho gusto en conocerla —interrumpió la voz enérgicamente—. Mi nombre es Valentinov. Seguramente su esposo le ha hablado de mí. Esta es la cuestión, dígale a su marido cuando despierte que tome inmediatamente un taxi y venga a verme. Empresa Cinematográfica Veritas, Rabenstrasse 82. Es un asunto muy urgente y muy importante para él —continuó la voz, conectando de nuevo con el alemán, fuera por la importancia del asunto, o porque el dar las señas en alemán le había llevado a la lengua correspondiente.

La señora Luzhin fingió anotar la dirección, y luego dijo:

—Tal vez sea mejor que me diga de qué se trata.

—Soy un viejo amigo de su esposo —dijo la voz con una vibración desagradable—. Cada segundo es precioso. Le espero hoy a las doce en punto. Dígaselo, por favor. Cada segundo…

—Muy bien —asintió la señora Luzhin—; se lo diré; sólo que no sé; tal vez hoy no sea un día conveniente para él.

—Sencillamente murmure usted en su oído: Valentinov te espera —dijo la voz soltando una risita, luego entonó un «adiós», en alemán, y luego desapareció tras el clic telefónico.

Durante algunos minutos la señora Luzhin permaneció sentada, pensando y luego se calificó de estúpida. Tendría que haber explicado desde el primer momento que Luzhin ya no jugaba al ajedrez. Valentinov… Sólo ahora recordó la tarjeta de visita que había encontrado en el sombrero de copa. Valentinov, por supuesto, estaba relacionado con su marido a través del ajedrez. Luzhin no tenía ningún otro conocido. Jamás le había oído mencionar a un solo amigo. El tono de aquel hombre era completamente imposible. Ella debió de haberle exigido una explicación del asunto. ¿Qué debía hacer en esa situación? ¿Preguntarle a Luzhin? No. ¿Quién era Valentinov? Un viejo amigo. Gralski dijo que le habían preguntado… Ah, muy sencillo. Fue al dormitorio, se aseguró de que Luzhin todavía dormía; por lo general dormía profundamente por las mañanas, y volvió al teléfono. Por suerte el actor estaba en casa, e inmediatamente se lanzó a hacerle una larga relación de todas las acciones frívolas o mezquinas que en un momento u otro había cometido la dama con quien había estado conversando en la reunión. La señora Luzhin le escuchó con impaciencia, y luego le preguntó quién era Valentinov.

—Ah, sí —dijo—; ¿ve usted lo olvidadizo que me he vuelto? La vida me resulta imposible sin apuntador.

Finalmente, después de hacerle un informe detallado de sus relaciones con Valentinov, mencionó de paso que, según la versión de Valentinov, este había sido el padre de Luzhin en el ajedrez, por así decirlo, y había hecho de él un gran jugador. Luego el actor volvió a la actriz de la noche anterior y después de mencionar una de sus últimas mezquindades, empezó a despedirse volublemente de la señora Luzhin. Sus últimas palabras fueron: «Le beso la palma de su pequeña mano».

—¡Así que se trata de eso! —dijo la señora Luzhin, colgando el auricular—. Muy bien. —Recordó que había mencionado el nombre de Valentinov una o dos veces en la conversación telefónica, y que su marido podía haberlo escuchado en el caso de haber salido del dormitorio al vestíbulo. El corazón le dio un salto, y salió corriendo a comprobar si estaba durmiendo. Estaba despierto, y fumaba en la cama—. No iremos a ninguna parte esta mañana —anunció—, de todos modos, se nos ha hecho ya demasiado tarde, y vamos a ir a almorzar a casa de mamá. Quédese en cama un poco más, es bueno para su gordura.

Cerró firmemente la puerta del dormitorio y después la del estudio, buscó rápidamente el número de Veritas en el listín telefónico, escuchó para saber si Luzhin estaba cerca y luego llamó. Resultó que no era nada fácil comunicarse con Valentinov. Tres diferentes personas tomaron sucesivamente el teléfono y le anunciaron que la comunicarían en un momento, luego la telefonista cortó la comunicación y hubo que empezar de nuevo. Al mismo tiempo intentaba hablar con voz muy queda, y era necesario repetir cada frase, lo que le resultó muy desagradable. Al final una voz desteñida y gastada le informó con desánimo que Valentinov no estaba allí, pero que con toda seguridad regresaría a las doce y media. Pidió que le informaran que Luzhin no podría visitarle porque estaba muy enfermo, seguiría enfermo durante mucho tiempo, y deseaba que no le volvieran a molestar. Al colgar el auricular volvió a escuchar en derredor suyo, y al oír tan sólo los latidos de su corazón lanzó un gran suspiro de alivio. Había despachado a Valentinov. Gracias a Dios que había tomado ella el teléfono. Ahora esa cuestión estaba resuelta. Y muy pronto saldrían de viaje. Tenía aún que llamar a su madre y al dentista. Pero Valentinov estaba liquidado. ¡Qué nombre tan empalagoso! Durante un minuto se quedó pensativa, realizando durante ese minuto, como a veces sucede, un largo y pausado viaje: partió hacia el pasado de Luzhin, arrastrando a Valentinov con ella, y se lo imaginó, a juzgar por la voz, como un hombre de piernas largas, gafas de montura de carey, y mientras viajaba a través de la niebla, buscaba un sitio donde pudiera deshacerse de aquel repulsivo Valentinov, pero no podía encontrar ninguno, porque era muy poco, casi nada, lo que sabía de la juventud de Luzhin. Al esforzarse por adentrarse aún más, hasta las profundidades, pasó frente a un balneario semiespectral con su hotel semiespectral, en el que el chico prodigio de catorce años había residido, y se encontró a sí misma en la infancia de Luzhin, donde el aire era de algún modo más brillante, pero también era incapaz de hacer encajar allí a Valentinov. Entonces volvió, con su carga cada vez más detestable, y aquí y allá en la niebla de la juventud de Luzhin había islas: sus salidas al extranjero para jugar al ajedrez, la compra de unas tarjetas postales en Palermo, su aceptación de una tarjeta de visita con un nombre misterioso grabado en ella… Se vio obligada a volver a casa con el sofocado y triunfante Valentinov y devolverlo a la empresa Veritas, como un paquete certificado que se ha remitido a una dirección no localizada. Había que dejarlo allí, pues, desconocido, pero indudablemente peligroso, con su terrible apodo de «padre en el ajedrez».

Durante el trayecto a casa de sus padres, caminando del brazo de Luzhin a lo largo de la calle soleada y con algún polvo de escarcha, dijo que debían partir en una semana como máximo, pero que antes, sin falta, debían visitar la tumba abandonada. Luego trazó su programa de la semana: pasaportes, dentista, compras, una fiesta de despedida y, el viernes, el viaje al cementerio. Hacía frío en el piso de su madre, no tanto como un mes atrás, pero de cualquier manera hacía frío, y su madre se mantenía envuelta en un notable chai que tenía un estampado de peonías entre un espeso follaje, crispando los hombros como si tuviera escalofríos. Su padre llegó durante la comida y pidió un vodka mientras se frotaba las manos con crujidos secos. Y por primera vez advirtió la tristeza y el vacío existente en aquellas habitaciones resonantes, y se dio cuenta de que la jovialidad de su padre era tan forzada como la sonrisa de su madre, y de que ambos eran viejos, estaban solos, no les agradaba Luzhin y trataban de no referirse al próximo viaje del joven matrimonio. Se acordó de todas las cosas terribles que habían dicho sobre su prometido, las advertencias siniestras, y el grito de su madre: «¡Te despedazará; te quemará en el horno!». Y el resultado final había sido algo muy tranquilo y melancólico, y todos sonreían como si estuvieran muertos, las campesinas falsamente garbosas de los cuadros, los espejos ovales, el samovar berlinés, las cuatro personas sentadas a la mesa.

«Una pausa», pensaba Luzhin ese día. «Una pausa, pero con ocultos preparativos. Quieren tomarme por sorpresa. Atención, atención, debo concentrarme y permanecer en guardia».

En los últimos días todos sus pensamientos habían girado en torno al ajedrez, pero aún se resistía (se había prohibido pensar de nuevo en el interrumpido juego con Turati y no abrió los amados ejemplares del periódico); no obstante, sólo era capaz de pensar en imágenes de ajedrez, y su mente funcionaba como si estuviera sentado ante un tablero. A veces, en su sueño, le juraba al médico de los ojos verde ágata que no jugaría al ajedrez; simplemente había colocado una vez las piezas en un tablero de bolsillo, y había echado una mirada a una que otra partida reproducida en los periódicos, sólo por no tener nada que hacer. Y ni siquiera aquello había sido por culpa suya, sino que representaba una serie de jugadas de la combinación personal que repetía con gran habilidad un tema enigmático. Era difícil, extremadamente difícil, prever cuál sería la próxima jugada, pero era sólo cuestión de esperar un poco más y todo se aclararía, y tal vez podría encontrar una defensa…

Pero el siguiente movimiento fue preparado muy lentamente. La pausa continuó durante dos o tres días: Luzhin se fotografió para el pasaporte, y el fotógrafo le tomó de la barbilla, le ladeó ligeramente la cara, le pidió que abriera mucho la boca y le perforó un diente con un tenso zumbido. El zumbido cesó, el dentista buscó algo en un estante de cristal, lo encontró; selló el pasaporte de Luzhin y escribió algo con rápidos movimientos de la pluma.

—Aquí lo tiene —dijo, entregándole un documento donde había dibujadas dos hileras de dientes; dos de ellos marcados con pequeñas cruces de tinta. No había nada sospechoso en todo esto, y la astuta tregua continuó hasta el jueves. Y el jueves, Luzhin lo comprendió todo.

Ya el día anterior había pensado un interesante recurso, un recurso con el que podía, tal vez, frustrar los proyectos de su astuto adversario. Su proyecto consistía en cometer por propia voluntad un acto absurdo e inesperado que estuviera fuera del orden sistemático de vida, y de esa manera confundir la secuencia de jugadas tramadas por su contrincante. Era una defensa experimental, una defensa, podríamos decir, hecha al azar, pero Luzhin, enloquecido de terror ante la inevitabilidad del próximo movimiento, no pudo encontrar nada mejor. De tal manera que el jueves por la tarde, cuando acompañaba a su mujer y a su suegra a hacer algunas compras, se detuvo de pronto y exclamó:

—El dentista; me he olvidado del dentista.

—No diga tonterías, Luzhin —dijo su esposa—; ayer nos aseguró que ya había terminado.

—Me molesta —dijo Luzhin, y levantó un dedo—. Dijo que si sentía alguna molestia debería verle a las cuatro en punto. Y siento molestias, y faltan sólo diez minutos para las cuatro.

—Se ha equivocado usted —dijo su esposa—; pero, por supuesto, debe ir si tiene dolor. Vaya después a casa, yo llegaré a eso de las seis.

—Venid a cenar a casa —dijo la madre con voz suplicante.

—No es posible; tenemos invitados esta noche —respondió la señora Luzhin—; gente que no es de tu agrado.

Luzhin agitó el bastón en señal de despedida y subió a un taxi, encorvando la espalda. «Una pequeña maniobra», dijo para sí; rio entre dientes, y, como sentía calor, se desabrochó el abrigo. Hizo detener el coche en la primera esquina, pagó, y se encaminó lentamente hacia su casa. De pronto tuvo la sensación de que ya había hecho todo eso, y se sintió tan asustado que entró en el local comercial más próximo, decidido a confundir al enemigo con una nueva sorpresa. El lugar resultó ser una peluquería, por cierto, de señoras. Luzhin miró a su alrededor, se detuvo y una mujer sonriente le preguntó qué deseaba. «Comprar», dijo Luzhin, sin dejar de mirar a su alrededor. En ese instante se fijó en un busto de cera y lo señaló con su bastón (una jugada inesperada, una espléndida jugada).

—No está a la venta —le explicó la empleada.

—Veinte marcos —dijo Luzhin, y sacó la cartera de su bolsillo.

—¿Quiere comprar ese maniquí? —preguntó la mujer con incredulidad, y alguien más se acercó.

—Sí —contestó Luzhin y empezó a examinar el rostro de cera. «Cuidado», murmuró para sí; «puedo caer en una trampa». La mirada de la mujer de cera, su rosada nariz, todo eso había también ocurrido antes—. Era sólo una broma —dijo; y abandonó a toda prisa la peluquería. Se sintió absurdamente turbado y aceleró el paso. «A casa, a casa», murmuraba. «Allí podré combinarlo todo de la manera debida». Al acercarse al edificio, se fijó en una gran limusina negra, resplandeciente, detenida frente a la entrada. Un caballero con bombín le preguntaba algo al portero. Este, al ver que se acercaba Luzhin, le señaló y exclamó con brusquedad:

—¡Aquí está!

El caballero se volvió. Un poco más moreno, lo que hacia resaltar el blanco de sus ojos, vestido con la elegancia de siempre, enfundado en un abrigo con cuello de piel negra y una bufanda de seda blanca, Valentinov se dirigió a Luzhin con una sonrisa encantadora, iluminándole con esa linterna, y a la luz que se reflejó en Luzhin, Valentinov vio su rostro grueso y pálido y sus nerviosos párpados, y al siguiente momento ese rostro había perdido toda expresión, y la mano que Valentinov tuvo entre las suyas era del todo inerte.

—Mi querido muchacho —dijo el radiante Valentinov—. Qué feliz me siento de verte. Me dijeron que estabas en cama, enfermo, mi querido amigo. Pero debe de haber sido un error… —Y al poner énfasis en la sílaba «rror», Valentinov frunció sus labios rojos y húmedos y entrecerró tiernamente los ojos—. Sin embargo, dejaremos los elogios para después —dijo, interrumpiéndose, y se encasquetó con fuerza el sombrero—. Vámonos; se trata de un asunto de excepcional importancia; cualquier demora nos podría resultar fatal.

Abrió la puerta del coche, pasó después el brazo sobre la espalda de Luzhin y pareció levantarlo del suelo y depositarlo en el interior, y luego se desplomó a su lado, en el asiento amplio y mullido. En el asiento plegable, frente a Luzhin, había un hombre de cara amarillenta y nariz puntiaguda, con el cuello del abrigo levantado. En cuanto se instaló y pudo cruzar las piernas, Valentinov reanudó una conversación con aquel hombre, una conversación que parecía haber interrumpido en una coma y que de pronto adquirió una velocidad que parecía corresponder a la aceleración del automóvil. Le regañó cáustica y exhaustivamente, sin poner ninguna atención en la presencia de Luzhin, que permanecía sentado como una estatua que hubiera sido apoyada cuidadosamente contra algo. Se sentía paralizado por completo y oía la voz de Valentinov remota y ahogada como a través de un grueso cortinaje. Para el individuo de la nariz puntiaguda no era una voz grave, sino un torrente de palabras muy hirientes e injuriosas; pero la fuerza estaba del lado de Valentinov, y el insultado sólo suspiraba y adoptaba una actitud miserable, y frotaba una mancha de grasa de su estrecho abrigo negro. De cuando en cuando, después de alguna palabra de especial virulencia, arqueaba las cejas y observaba a Valentinov, pero la centelleante mirada de este le resultaba intolerable, así que en seguida cerraba los ojos y movía la cabeza. La reprimenda continuó hasta el mismo final del viaje, cuando Valentinov, con suaves modales, sacó a Luzhin del coche y él mismo salió dando un portazo a sus espaldas; el abrumado hombrecillo siguió sentado en el interior y el automóvil se lo llevó, y aunque para entonces todo el sitio quedaba a su disposición, él permanecía acurrucado en el pequeño asiento plegable. Luzhin, entre tanto, fijó su inmóvil e inexpresiva mirada en una placa blanca con una inscripción negra, Veritas, pero Valentinov le arrastró a otro lugar y le depositó en un sillón aún más amplio y mullido que el asiento del coche. En ese momento, una voz agitada llamó a Valentinov, quien, tras colocar una caja de cigarros abierta en el estrecho campo de visión de Luzhin, se disculpó y desapareció. Su voz continuaba vibrando en la habitación, y para Luzhin, que emergía muy poco a poco de su asombro, empezó gradualmente a transformarse en una imagen cautivadora. Al sonido de esa voz, a la música del maligno hechizo del tablero de ajedrez, Luzhin recordó, con la exquisita y húmeda melancolía característica de los recuerdos amorosos, las mil partidas que había jugado en el pasado. No supo cuál de ellas elegir para saciarse de ella, entre lágrimas; todo atraía y acariciaba su fantasía, así que voló de una partida a otra, repasando en un instante esta o aquella emocionante combinación. Había combinaciones puras y armoniosas donde el pensamiento ascendía por escaleras de mármol hasta la victoria; había tiernos movimientos en una esquina del tablero, y una apasionada explosión, y las músicas acompañaban a la reina cuando se dirigía a su predestinado sacrificio… Todo era maravilloso, todos los matices del amor, todas las evoluciones y sendas misteriosas que había elegido. Y ese amor era fatal.

La clave había aparecido. El objetivo del ataque era muy claro. Por una implacable repetición de movimientos, le conducía una vez más a aquella misma pasión que destruiría el sueño de la vida. Destrucción, horror, locura…

—¡Oh, no! —exclamó Luzhin en voz alta y trató de levantarse. Pero era gordo y estaba débil, y el sillón que lo aprisionaba no quería soltarlo. Y, además, ¿qué podía hacer ya en aquellos momentos? Su defensa, estaba demostrado, había sido equivocada. El adversario había previsto su error, y el implacable movimiento, preparado desde hacía muchísimo tiempo, había sido efectuado. Luzhin gimió, se aclaró la garganta y miró con desesperación en derredor suyo. Frente a él había una mesa redonda cubierta por álbumes, revistas, páginas en blanco y fotografías de mujeres aterrorizadas y hombres de mirada feroz. Una de estas fotos era la de un hombre de cara blanca, facciones sin vida y grandes gafas de estilo norteamericano, colgado del alero de un rascacielos, a punto de caer al abismo. Y de nuevo le llegó el sonido de aquella voz insoportablemente familiar. Con el propósito de no perder tiempo, Valentinov había empezado a hablarle a Luzhin desde el otro lado de la puerta, y cuando esta se abrió, continuó el discurso ya comenzado:

—… filmando una nueva película. El guión es mío. Imagine, querido muchacho, a una joven bella y apasionada, en el compartimiento de un tren expreso. En una de las estaciones sube un joven. De buena familia. La noche desciende sobre el tren. Ella se queda dormida y durante el sueño separa las piernas. Una criatura gloriosa. El joven, ya conoce usted el tipo, rebosante de vida, pero absolutamente casto, empieza literalmente a perder la cabeza. En una especie de trance, se lanza sobre ella. —Y Valentinov, levantándose de un salto, simuló respirar con fuerza y abalanzarse sobre alguien—. Huele su perfume, su ropa interior de encaje, su espléndido cuerpo joven… Ella se despierta, le rechaza, grita. —Valentinov se llevó un puño a la boca y desorbitó los ojos—. Entran a la carrera el revisor y algunos pasajeros. El joven es juzgado y condenado a prisión. Su madre, una dama de edad avanzada, visita a la joven y le suplica que salve a su hijo. ¡Qué drama, el de la muchacha! La cuestión es que desde el primer momento, allí en el expreso, se ha enamorado de él, la pasión la devora, y él, a causa de ella… Ya se habrá dado cuenta de dónde reside el conflicto… a causa de ella ha sido condenado a trabajos forzados. —Valentinov respiró profundamente y luego continuó con un poco más de calma—: Luego sigue su huida. Sus aventuras. Cambia de nombre y se convierte en un famoso jugador de ajedrez, y ahí es precisamente donde, mi querido muchacho, necesito su ayuda. He tenido una idea brillante. Quiero filmar una especie de torneo real, donde jugadores reales de ajedrez se enfrenten a mi protagonista. Turati ya ha aceptado, y también Moser. Ahora me es necesario el gran maestro Luzhin… Me imagino —continuó Valentinov, después de una breve pausa, durante la cual contempló la cara absolutamente impasible de Luzhin—, me imagino que usted accederá. Tiene una gran deuda conmigo. Recibirá cierta suma por su breve aparición. El maestro recordará que cuando su padre le abandonó a la merced del destino, me porté con generosidad: Pensé entonces que eso no tenía importancia, que éramos amigos y que ya arreglaríamos cuentas en el futuro. Sigo pensando de esa manera.

En aquel momento la puerta se abrió con estrépito, y un caballero de cabellos rizados, sin chaqueta, gritó en alemán, con una súplica en la voz:

—Por favor, doctor Valentinov, se trata sólo de un minuto.

—Excúseme, querido muchacho —dijo Valentinov, y se dirigió hacia la puerta, pero antes de llegar a ella dio media vuelta, rebuscó en su billetera y tiró sobre la mesa, frente a Luzhin, un pedazo de papel—. Acabo de componerlo —dijo—. Puede resolverlo mientras espera. Estaré de regreso en diez minutos.

Desapareció. Luzhin cautelosamente levantó los párpados. Recogió con un ademán mecánico el pedazo de papel. Un recorte de una revista de ajedrez, el diagrama de un problema. Jaque mate en tres jugadas, compuesto por el doctor Valentinov. Un problema pensado fría y astutamente; conociendo a Valentinov, Luzhin encontró la solución en un instante. En aquel sutil problema, Luzhin vio con claridad toda la perfidia de su autor. De las abundantes y confusas palabras recién pronunciadas por Valentinov, él sólo comprendía una cosa: no había película, la película era sólo un pretexto… una trampa, una trampa… Querían inducirlo a jugar al ajedrez; la siguiente jugada estaba muy clara. Pero esa jugada no se llevaría a cabo.

Luzhin hizo un tremendo esfuerzo y, abriendo la boca dolorosamente, se libró al fin de su sillón. Le dominaba la urgencia de moverse. Jugando con su bastón, y haciendo chasquear los dedos de su mano libre, salió al corredor y empezó a caminar al azar, hasta que llegó a un patio y de allí salió a la calle. Un tranvía con un número familiar se detuvo frente a él. Subió y se sentó, pero inmediatamente volvió a levantarse, y moviendo los hombros con exageración, agarrándose de las correas de cuero, se trasladó a otro asiento junto a la ventana. El tranvía estaba vacío. Le dio un marco al conductor y movió la cabeza con energía, rechazando el cambio. Le era imposible quedarse quieto. Volvió a levantarse, casi se cayó al tomar una curva el tranvía, y se sentó más cerca de la puerta. Pero tampoco allí pudo permanecer sentado, y cuando de pronto el coche se llenó con una horda de colegiales, una docena de ancianas y una cincuentena de hombres gordos, Luzhin continuó yendo de un lado a otro, pisando a la gente, hasta que al fin se abrió paso a codazos hasta la plataforma. Al vislumbrar su casa, bajó del tranvía en movimiento; el asfalto resbaló bajo su tacón izquierdo, le golpeó la espalda, y su bastón, después de haberse enredado entre sus piernas, saltó de repente, como un muelle roto, voló por el aire y aterrizó a su lado. Dos mujeres se le acercaron corriendo y le ayudaron a ponerse en pie. Luzhin comenzó a sacudir el polvo de su abrigo con la palma de la mano, se puso el sombrero y, sin mirar hacia atrás, entró en el edificio. El ascensor estaba averiado, pero Luzhin no se quejó. Su sed de movimiento no estaba aún saciada. Empezó a subir las escaleras y como vivía en un piso muy alto la ascensión continuó durante un buen rato; parecía que estaba subiendo por un rascacielos. Finalmente, llegó al último piso, respiró profundamente, metió la llave en la cerradura y se introdujo en el vestíbulo. Su mujer le salió al encuentro desde el estudio. Tenía el rostro enrojecido y sus ojos brillaban.

—¡Luzhin! —exclamó—, ¿dónde ha estado? —El se quitó el abrigo, lo colgó, lo pasó a otra percha, y quiso ganar aún más tiempo, pero su esposa se le acercó, y tras describir un arco alrededor de ella, Luzhin entró en el estudio seguido por su mujer—. Quiero que me diga dónde ha estado. ¿Por qué tiene las manos en ese estado? ¡Luzhin! —El paseó por el estudio, carraspeó, se dirigió hacia el dormitorio, y allí empezó a lavarse las manos en una gran jofaina verde y blanca decorada con hiedra—. ¡Luzhin! —gritó desesperadamente su esposa—. Sé que no fue al consultorio del dentista. Acabo de hablar con él. Bueno, diga algo.

Una vez que se hubo secado las manos con una toalla, Luzhin se puso a caminar de un lado al otro por el dormitorio, con la mirada ausente y sin expresión, y luego volvió al estudio. Ella le sujetó por un hombro, pero él, en vez de detenerse, siguió hacia la ventana, hizo la cortina a un lado, mirando las múltiples luces que se deslizaban por el abismo azul de la noche, movió los labios como si masticara algo y se alejó de nuevo. Y en ese momento se inició un extraño paseo: Luzhin caminaba de un extremo al otro de las tres habitaciones contiguas, como si tuviera un objetivo definido, y su mujer caminaba a su lado, o se sentaba y le miraba con desesperación; a veces Luzhin salía al pasillo, echaba una ojeada a las habitaciones cuyas ventanas daban al patio, y volvía a reaparecer en el estudio. Durante algunos minutos ella pensó que tal vez se trataba de una de las extrañas bromas de su marido, pero el rostro de Luzhin tenía una expresión que nunca había visto antes, una expresión…, ¿solemne, quizá…?, difícil de definir con palabras. Bastaba contemplar su cara para sentir una oleada de inexplicable horror. Mientras tanto él, carraspeando y respirando con dificultades, continuaba aún su marcha por las habitaciones con paso regular.

—¡Por el amor de Dios, siéntese, Luzhin! —dijo en voz baja, sin apartar de él la mirada—. Venga, tenemos que hablar de algunas cosas, Luzhin, le he comprado un maletín. ¡Siéntese, se lo ruego! ¡Se va a morir si sigue tan agitado! Mañana tenemos que ir al cementerio. Un maletín de cocodrilo. ¡Luzhin, por favor!

Pero él seguía deambulando y sólo reducía su paso al llegar a las ventanas; levantaba entonces la mano, parecía cambiar de idea y reanudaba su recorrido. La mesa del comedor estaba preparada para ocho personas. Ella recordó que los invitados debían estar a punto de llegar; era demasiado tarde para telefonearles… y en casa, ¡qué situación!

—¡Luzhin! —gritó—, los invitados llegarán de un momento a otro. No sé qué hacer… Dígame algo. Tal vez ha tenido un accidente, tal vez se ha encontrado con algún conocido desagradable… Dígamelo, se lo ruego. Me es imposible suplicarle más.

Y de improviso Luzhin se detuvo. Fue como si el mundo entero se hubiese detenido. Ocurrió en el salón, junto al fonógrafo.

—¡Deténgase! —dijo ella suavemente y estalló en lágrimas. Luzhin comenzó a extraer cosas de sus bolsillos, primero una estilográfica, después un pañuelo arrugado, luego otro pañuelo muy bien doblado, que ella le había dado por la mañana; sacó a continuación una pitillera, con una troika grabada en la tapa (regalo de su suegra), y un paquete de cigarrillos sueltos, algo maltratados; sacó con especial cuidado la cartera y el reloj de oro (regalo de su suegro). También apareció entre esas cosas un hueso de melocotón de tamaño regular. Luzhin colocó todos esos objetos en el armario del fonógrafo, y se cercioró de que no faltara nada.

—Me parece que eso es todo —dijo, y se abotonó la chaqueta a la altura del estómago. Su mujer levantó el rostro cubierto de lágrimas y contempló con sorpresa la pequeña colección de objetos depositados por Luzhin.

Este se acercó a su mujer y le hizo una pequeña reverencia.

Ella desvió la mirada hacia su rostro, esperando vagamente ver la maliciosa y familiar sonrisa oblicua. Y en efecto la vio. Luzhin le sonreía.

—Es la única salida —dijo—. Tengo que abandonar el juego.

—¿El juego? ¿Vamos a jugar a algo? —preguntó ella con ternura, y al mismo tiempo pensó que debía empolvarse la cara. Los invitados estaban a punto de llegar.

Luzhin le tendió la mano. Ella dejó caer el pañuelo sobre la falda, y rápidamente le adelantó unos dedos.

—Fue muy agradable —dijo él, y le besó una mano; después la otra, como ella le había enseñado.

—¿Qué es esto, Luzhin? Se diría que se está despidiendo.

—Sí, sí —respondió él, con fingida distracción. Luego dio la vuelta y caminó hacia el pasillo. En ese momento sonó el timbre, la inocente llamada de un invitado puntual. Ella alcanzó a su marido en el pasillo y le tomó de la manga. Luzhin se detuvo sin saber qué decir, mirándole las piernas. La sirvienta salió corriendo desde el otro extremo, y como el corredor era bastante estrecho, tuvo lugar una repentina, pequeña colisión. Luzhin retrocedió ligeramente, y luego dio unos pasos hacia adelante; su mujer también se movió, primero en una dirección y luego en otra, alisándose inconscientemente los cabellos, y la sirvienta, murmurando algo con la cabeza baja, trató de encontrar un hueco por donde introducirse. Cuando Luzhin consiguió zafarse, desapareció tras la cortina que dividía el pasillo del vestíbulo, hizo una segunda reverencia y abrió con rapidez la puerta junto a la que se encontraba. Su esposa asió el tirador de la puerta que él estaba cerrando ya a sus espaldas; Luzhin insistió en cerrar y ella sujetó con más fuerza, riendo convulsivamente y tratando de meter la rodilla por el espacio, aún bastante amplio, entre la puerta y su marco. Pero en ese momento Luzhin se apoyó con todo su peso, y la puerta se cerró. Se oyó el clic del cerrojo y la llave dio dos vueltas en la cerradura. Mientras tanto, el vestíbulo se pobló de voces; alguien resoplaba y alguien saludaba a otra persona.

Lo primero que Luzhin hizo después de cerrar la puerta con llave fue encender la luz. Una bañera esmaltada apareció, con radiante blancura, junto a la pared izquierda. De la derecha pendía un dibujo a lápiz: un cubo proyectando su sombra. En el extremo opuesto, debajo de la ventana, había una pequeña cómoda. La parte inferior de la ventana era de cristal biselado opaco, con reflejos azules. En la parte superior, un rectángulo negro de luz brillaba como un espejo negro. Luzhin tiró del marco inferior, pero algún desperfecto debía existir, pues no pudo abrirlo. Se quedó pensativo por un momento, luego cogió una silla que había junto a la bañera, y desde la silla blanca y resistente miró la escarcha sólida de la ventana. Finalmente, tomó una decisión. Cogió la silla por las patas y asestó un golpe al cristal, usando uno de los bordes como ariete. Algo crujió, volvió a golpear, y, de pronto, en el cristal mate apareció un agujero negro, en forma de estrella. Hubo un minuto de expectante silencio. Muy abajo, algo tintineó suavemente y se desintegró. En un intento de ampliar el agujero, Luzhin volvió a golpear y un trozo de cristal se hizo añicos a sus pies. Se escucharon voces detrás de la puerta. Alguien la golpeaba con sus nudillos. Alguien le llamaba a gritos por su nombre y patronímico. Luego hubo un silencio y la voz de su esposa le llegó con absoluta claridad:

—¡Querido Luzhin, abra por favor!

Conteniendo su pesada respiración, Luzhin puso la silla en el suelo y trató de tirarse por la ventana. Grandes agujas y pedazos de cristal se adherían aún al marco. Algo le pinchó el cuello, y retiró con toda rapidez la cabeza. No, no podía pasar. Descargaron un puñetazo contra la puerta. Las voces de dos hombres se enzarzaron en una discusión, y el susurro de su mujer se introdujo en la confusión. Luzhin decidió no romper más cristales, no quería hacer más ruido. Levantó la mirada hacia el marco superior de la ventana. ¿Cómo alcanzarlo? Tratando de no hacer ningún ruido y de no romper nada, empezó a desalojar las cosas de la cómoda; un espejo, una botella, un vaso. Lo hizo todo lenta y minuciosamente; era inútil que el barullo que había del otro lado de la puerta intentara meterle prisa. Quitó el tapete y trató de subirse a la cómoda; le llegaba a la cintura, y al principio le resultó difícil lograrlo. Sintió calor y se despojó de la chaqueta, y entonces advirtió que sus manos sangraban y que había manchas rojas en la pechera de la camisa. Por fin logró subirse a la cómoda, que crujió bajo su peso. Alargó la mano hacia el marco superior de la ventana, sintiendo que los golpes y los gritos eran cada vez más fuertes y que no podía hacer otra cosa más que apresurarse. Levantó una mano para empujar el marco y logró abrirlo. Un cielo negro. Desde fuera de esa fría oscuridad le llegó la voz de su mujer, que decía con voz suave:

—¡Luzhin, Luzhin!

Recordó que hacia la izquierda estaba la ventana de su dormitorio; de allí procedía el susurro. Entre tanto las voces y los golpes detrás de la puerta habían crecido en volumen. Debía de haber por lo menos unas veinte personas reunidas: Valentinov, Turati, el anciano caballero con el ramo de flores… jadeaban, gruñían, y pronto llegaron más, y todos juntos comenzaron a empujar la vacilante puerta. Sin embargo, el rectángulo de noche quedaba aún demasiado alto. Doblando una rodilla, Luzhin subió la silla a la cómoda. La silla era inestable y resultaba difícil mantener el equilibrio; con todo, Luzhin consiguió subirse a ella. Ahora podía apoyar fácilmente los codos en el borde inferior de la noche oscura. Era tan ruidosa su respiración, que se ensordecía a sí mismo. Los gritos que llegaban del otro lado de la puerta le parecían muy lejanos, pero, en cambio, la voz de la ventana del dormitorio era clara, estallaba con penetrante fuerza. Después de muchos esfuerzos se encontró en una extraña y mortificante posición: una pierna le colgaba hacia afuera, y no sabía dónde tenía la otra, mientras su cuerpo no podía pasar por allí de ninguna manera. La camisa se le había roto en el hombro; tenía la cara empapada. Agarrándose con una mano a algo que estaba por encima de él, logró hacer pasar su cuerpo por la ventana. Ahora ambas piernas estaban fuera. Sólo tenía que soltarse de donde estaba asido para salvarse. Antes de hacerlo, miró hacia abajo. Allá se hacían algunos preparativos apresurados. Los reflejos de la ventana se unían y tomaban cuerpo, el abismo parecía dividirse en cuadros oscuros y pálidos, y en el instante en que Luzhin soltó su mano, el instante en que un aire helado penetró a raudales en su boca, percibió claramente cómo era la eternidad que se abría, complaciente e inexorable, ante él.

Derribaron la puerta.

—¡Alexander Ivánovich! ¡Alexander Ivánovich! —gritaron varias voces.

Pero Alexander Ivánovich ya no existía.

***