I

Lo que más le impresionó fue el hecho de que a partir del próximo lunes él también sería Luzhin. Su padre, el auténtico Luzhin, el viejo Luzhin, el escritor, dejó el cuarto de los niños con una sonrisa, frotándose las manos (untadas ya para la noche con una crema transparente), y con paso afelpado por sus zapatillas de ante se dirigió hacia su habitación. Su mujer, que yacía en la cama, se incorporó a medias y dijo:

—Bueno, ¿cómo lo tomo?

Mientras él se despojaba de su bata gris le respondió:

—Lo hemos logrado. Lo tomó con calma. ¡Uff! Me he quitado un buen peso de encima.

—¡Qué bien…! —dijo su esposa, cubriéndose lentamente con la manta de seda—. ¡Gracias a Dios!

Y en verdad era un alivio. Durante todo el verano… un fugaz verano en el campo compuesto sobre todo de tres olores fundamentales: lilas, heno recién segado y hojas secas… durante todo el verano habían discutido la cuestión de cuándo y cómo decírselo, y lo fueron posponiendo hasta finales de agosto. Se habían movido a su alrededor en círculos que lo estrechaban aprensivamente, pero bastaba con que él levantara la cabeza para que su padre comenzara a golpear con fingido interés la esfera del barómetro, cuya manecilla siempre señalaba tormenta, en tanto que su madre abandonaba sobre la tapa del piano el largo y abigarrado ramo de jacintos silvestres y se escabullía hacia las profundidades de la casa dejando abiertas todas las puertas. La robusta institutriz francesa que acostumbraba leerle en voz alta El conde de Montecristo (y que interrumpía a menudo la lectura para exclamar con sentimiento «¡Pobre, pobre Dantés!») había propuesto a sus padres que le dejaran tomar el toro por los cuernos, a pesar de que aquel toro le inspiraba un miedo cerval. El pobre, pobre Dantés no despertaba en él ninguna simpatía, pues al escuchar el suspiro educativo de la mujer se limitaba a entrecerrar los ojos y a frotar con una goma el papel en que había tratado de retratar su protuberante busto de la manera más horrorosa posible.

Muchos años después, en un inesperado período de lucidez y de encantamiento, recordó con pasmoso deleite aquellas horas de lectura en la terraza, amenizadas por los sonidos del jardín. Aquel recuerdo estaba impregnado de sol y del dulce sabor a tinta de los palitos de regaliz, que la institutriz solía cortar a trocitos con su cortaplumas para persuadirlo después de que se los pusiera bajo la lengua. Y las tachuelas que una vez colocó en el asiento de mimbre destinado a recibir con vigorosos y destemplados crujidos el obeso trasero de aquella resultaban, al mirar hacia atrás, equivalentes al sol y a los murmullos del jardín y al mosquito aferrado a su rodilla pelada que levantaba feliz su abdomen cada vez más sonrosado. Un chico de diez años conoce bien sus rodillas, las conoce con todo lujo de detalles… el picor de la roncha que se ha rascado hasta sangrar, los trazos blancos dejados por sus uñas en la piel tostada por el sol y todos esos arañazos que llevan la firma de los granos de arena, los guijarros y las ramas punzantes. El mosquito podría escapar, esquivando su palmada; la institutriz le pediría que no la interrumpiera; en un frenesí de concentración, descubriendo su dentadura irregular, que un dentista de San Petersburgo había circundado con un alambre de platino, y agachando la cabeza con su coronilla en espiral, se dedicó a rascar y a arañar la picadura con los cinco dedos. Lentamente, con creciente horror, la institutriz se inclinaba hacia el abierto cuaderno de dibujo, hacia aquella increíble caricatura.

—No, será mejor que se lo diga yo mismo —respondió Luzhin padre, indeciso, ante aquella sugerencia—. Se lo diré más tarde; dejémosle escribir su dictado en paz.

«Nacer en este mundo es algo difícilmente soportable», dictó Luzhin padre con voz segura, mientras caminaba de un lado a otro de la sala de clase. «Nacer en este mundo es algo difícilmente soportable». Y su hijo escribía, prácticamente echado sobre la mesa, mostrando los dientes y sus andamios metálicos, y dejando espacios en blanco en los lugares correspondientes a las palabras «nacer» y «soportable». La clase de aritmética transcurrió mejor. Había una misteriosa dulzura en el hecho de que un número de varias cifras, trabajosamente comprendido, pudiera en el momento decisivo, después de muchas aventuras, ser dividido entre diecinueve sin dejar residuo.

Luzhin padre temía que cuando su hijo supiera que iba a estudiar los nombres de los fundadores de Rusia, los absolutamente impersonales Sineo y Truvor, así como la lista de las palabras rusas que contienen la letra «ya» y los principales ríos de Rusia, tendría una rabieta semejante a la que había tenido dos años atrás, cuando lenta y pesadamente, acompañada por el ruido de crujientes escalones, chirriantes tablas del suelo y acarreo de baúles, llenando la casa entera con su presencia, había hecho su aparición la institutriz francesa. Pero nada de eso ocurrió ahora; había escuchado tranquilamente, y cuando su padre, tratando de destacar los detalles más interesantes y atractivos, le dijo entre otras cosas que sería llamado por su apellido, como las personas mayores, el chico se ruborizó, comenzó a pestañear, se arrojó sobre la almohada en posición supina, abrió la boca y movió de un lado al otro la cabeza («No te retuerzas de esa manera», le dijo el padre con aprensión, al advertir la confusión de su ánimo y en espera de lágrimas), pero no rompió a llorar y en cambio hundió la cara en la almohada, haciendo ruidos ahogados al poner los labios contra ella, hasta que levantándola de repente, con el ceño fruncido y los ojos brillantes, preguntó si también en casa sería llamado Luzhin.

Y luego, aquel día pesado y tenso, en el camino a la estación por donde pasaba el tren a San Petersburgo, Luzhin padre, sentado al lado de su mujer en el carruaje abierto, miraba a su hijo, dispuesto a sonreír al punto si este volvía hacia él su rostro obstinadamente lejano, y se preguntaba cuál sería la causa de que el chico de pronto se mostrara tan «envarado», en palabras de su esposa. Estaba sentado frente a ellos, en el asiento delantero, envuelto en una oscura capa de tweed y tocado con una gorra de marinero que llevaba torcida, pero que nadie se hubiera atrevido a enderezar, y miraba hacia un lado, a los gruesos troncos de los abedules que corrían a lo largo de una zanja llena de sus hojas.

—¿No tienes frío? —preguntó su madre cuando el camino se curvó hacia el río y una ráfaga de viento agitó suavemente el ala del pájaro gris de su sombrero.

—Sí, sí que tengo —respondió el hijo, mirando hacia el río.

Su madre, con un sonido que parecía un gemido, estaba a punto de alargar la mano y ajustarle la capa, pero al advertir su mirada retiró con toda rapidez la mano y sólo hizo una indicación con un movimiento de los dedos en el aire.

—Ciérrala, ciérrala más.

El muchacho no reaccionó. Frunciendo los labios para apartar el velo del sombrero de su boca, un ademán constante en ella, casi un tic, miró a su marido en una silenciosa solicitud de apoyo. También él llevaba una capa de lana; sus manos enfundadas en gruesos guantes descansaban sobre una manta escocesa de viaje, que descendía suavemente para formar un valle y luego volvía a subir con discreción, hasta llegar a la cintura del pequeño Luzhin.

—¡Luzhin! —dijo su padre con forzada jovialidad—. ¡Eh, Luzhin! —Y bajo la manta, con gran ternura, tocó a su hijo con la pierna.

Luzhin retiró las rodillas. Siguieron luego las cabañas de troncos de los campesinos, con sus techos cubiertos de una espesa capa de musgo brillante, el viejo y familiar poste indicador con la inscripción casi borrada (el nombre del pueblo y el número de sus «almas») y el pozo del pueblo, con su cubo, su barro negro y algunas campesinas de piernas blancas. Más allá del pueblo los caballos subieron al paso la colina, y detrás de ellos, abajo, apareció el segundo carruaje, en el que, sentadas la una al lado de la otra, viajaban la institutriz y el ama de llaves, quienes se odiaban a muerte. El cochero emitió un chasquido con los labios y los caballos volvieron a emprender el trote. En el cielo incoloro un cuervo voló pausadamente sobre los rastrojos.

La estación quedaba a poco más de dos kilómetros de la casa de campo, en un sitio donde el camino, después de pasar suavemente por un resonante bosque de abetos, cruzaba la carretera que iba a San Petersburgo y seguía adelante, atravesaba la vía del ferrocarril, se deslizaba bajo una barrera y continuaba hacia lo desconocido.

—Si quieres, puedes hacer funcionar los títeres —dijo Luzhin padre en tono conciliador cuando su hijo saltó del carruaje, fijó los ojos en el suelo y movió el cuello irritado por la capa de lana. En silencio tomó la moneda de diez kopecs que le era ofrecida. La institutriz y el ama de llaves descendieron pausadamente del segundo vehículo, la una por la izquierda, la otra por la derecha. El padre se quitó los guantes. La madre, levantándose el velo, vigilaba al mozo de estación de pecho abombado que se encargaba de recoger las mantas de viaje. Un repentino viento sacudió las crines de los caballos e hinchó las mangas color carmesí del cochero.

En cuanto se encontró solo en el andén, Luzhin caminó hacia la caja de cristal donde cinco pequeños muñecos con las piernas desnudas pendientes esperaban la acción de una moneda para tomar vida y ponerse en movimiento; pero aquel día sus esperanzas resultaron vanas, pues resultó que la máquina estaba estropeada y la moneda fue gastada inútilmente. Luzhin esperó un poco, luego se volvió y caminó hasta el borde de los rieles. A su derecha, una niña sentada sobre un fardo enorme comía una manzana verde, un codo apoyado sobre la palma de la mano. A la izquierda se erguía un hombre con polainas y una fusta de montar en la mano, que miraba hacia el distante lindero del bosque donde dentro de algunos minutos aparecería el heraldo del tren… un penacho de humo blanco. Frente a él, al otro lado de los rieles, junto a un vagón de segunda clase de color leonado sin ruedas, que había arraigado en el terreno hasta el punto de convertirse en vivienda humana, un campesino partía leña. Repentinamente todo se oscureció por una niebla de lágrimas, los párpados le ardían, era imposible soportar lo que estaba a punto de ocurrir… el padre con una abanico de billetes en las manos, la madre que contaría las maletas con los ojos, el tren que se acercaría a toda marcha, el mozo que colocaría una escalerilla ante la puerta del vagón para facilitar el acceso. Miró a su alrededor. La niña comía su manzana; el hombre de las polainas seguía escrutando la distancia; todo estaba en calma. Como si estuviera dando un paseo, caminó hasta el final del andén; entonces comenzó a moverse muy deprisa: bajó a la carrera algunas escaleras y encontró un sendero muy trillado, el huerto del jefe de estación, una cerca, una portezuela, luego una pequeña zanja e inmediatamente después un denso bosque.

Al principio corrió en línea recta hacia el bosque, rozando los crujientes helechos y resbalando sobre las hojas rojizas de los lirios del valle; la gorra pendía de la parte posterior de su cuello, sostenida sólo por la cinta de goma, sus rodillas estaban calientes dentro de las medias de lana de su vestido de ciudad, lloraba mientras corría y mascullaba maldiciones infantiles cada vez que una rama le azotaba la frente. Finalmente se detuvo y, jadeante, se sentó en cuclillas a fin de que la capa le cubriera las piernas.

Hasta entonces, el día de su traslado anual del campo a la ciudad, un día que en sí nada tenía de dulce, cuando la casa estaba sumida en el caos y uno envidiaba al jardinero porque no partía para ninguna parte, hasta ese día no comprendió por completo el horror de aquel cambio del que su padre le había hablado. Los anteriores regresos otoñales a la ciudad equivalían a la felicidad. Sus diarios paseos matutinos con la institutriz, realizados siguiendo siempre las mismas calles hasta llegar a la avenida Nevsky, y el regreso a casa, siempre por el malecón, ya no se repetirían. Felices paseos. A veces la institutriz sugería que comenzaran por el malecón, pero él siempre se había opuesto… no porque le gustara seguir siempre la misma rutina, sino porque el temor al cañón de la fortaleza de Pedro y Pablo le resultaba intolerable; temía la inmensa y atronadora explosión que hacía temblar los cristales de las ventanas y era capaz de reventar los tímpanos… y siempre lograba (por medio de sutiles maniobras) estar en la avenida Nevsky a las doce del mediodía, tan lejos como fuera posible del cañón, cuyo disparo, en caso de que se hubiera cambiado el orden del paseo, los habría sorprendido a la altura del Palacio de Invierno. También se habían acabado sus agradables meditaciones después del almuerzo tendido en el sofá, bajo la piel de tigre, la leche servida en una taza de plata —que le daba un sabor delicioso— a las dos en punto y el paseo por la ciudad en un landó descubierto así que tocaban las tres. En lugar de todo eso se avecinaba algo nuevo, desconocido y por consiguiente odioso, un mundo insufrible e inaceptable donde habría cinco lecciones entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde y una multitud de chicos aún más temibles que los que no hacía mucho, un día de julio, allí mismo, en el campo, precisamente en el puente, le rodearon, apuntándole con sus pistolas de hojalata, y le dispararon unos proyectiles de madera cuyas ventosas de goma habían sido pérfidamente arrancadas.

El bosque estaba húmedo y silencioso. Tan pronto como terminó de llorar se puso a jugar con un escarabajo que movía nervioso sus antenas y al final lo aplastó gozosamente con una piedra; a cada golpe esperaba volver a oír el emocionante crujido inicial. En cierto momento advirtió que había comenzado a lloviznar. Se levantó del suelo, encontró un sendero que le resultó familiar y, saltando sobre las raíces, comenzó a correr con vagos pensamientos vengativos de regresar a la finca; se ocultaría en ella, pasaría allí el invierno, se alimentaría con queso y mermelada de la despensa. El camino serpenteaba durante unos diez minutos a través del bosque y descendía hasta el río, cubierto de círculos causados por las gotas de lluvia; cinco minutos después tuvo a la vista el aserradero, su puente, donde los pies se hundían hasta el tobillo en el serrín, y el camino de subida, y luego, por entre los desnudos troncos de las lilas, divisó la casa. Se deslizó cautelosamente a lo largo de los muros, vio que la ventana del salón estaba abierta, trepó por los tubos de desagüe hasta la verde y desconchada cornisa y rodó por el alféizar. Una vez en el interior del salón, se detuvo y escuchó. Un daguerrotipo de su abuelo materno (patillas negras, un violín en la mano) le miró fijamente, pero la mirada desapareció por completo, disuelta en el cristal, en cuanto contempló el retrato sólo desde un lado, melancólica diversión de la que jamás prescindía cada vez que entraba en el salón. Después de quedarse pensativo por un momento y de mover su labio superior, lo que hizo que el hilo de platino de sus dientes frontales se moviera libremente de arriba abajo, abrió con cautela la puerta, se sobresaltó por el sonido vibrante del eco que había invadido la casa después de la salida de sus propietarios, cruzó el pasillo como una flecha y subió las escaleras hasta llegar al desván. Este recibía la luz a través de un ventanuco, desde el cual era posible ver la escalera y el brillo marrón de su balaustrada que se curvaba graciosamente al descender y se desvanecía en la penumbra. Un silencio absoluto reinaba en la casa. Poco rato después, desde abajo, del estudio de su padre, llegó el sonido ahogado de un teléfono. El timbre sonó con intervalos durante un buen rato. Luego volvió a hacerse el silencio.

Se acomodó sobre una caja. Junto a ella había otra semejante, que estaba abierta y contenía libros. Una bicicleta de mujer, con la verde red de la rueda trasera destrozada, se hallaba boca abajo en un rincón, entre una tabla desnivelada apoyada contra la pared y un enorme baúl. Al cabo de unos minutos Luzhin ya se aburría, como cuando uno lleva la garganta envuelta en franelas y tiene prohibido salir de la habitación. Acarició los libros grises y polvorientos de la caja abierta, dejando negras huellas en las cubiertas. Junto a los libros había un volante de badminton con una pluma, una gran fotografía de una banda militar, un tablero de ajedrez resquebrajado y algunas otras cosas de muy poco interés.

De esta manera transcurrió una hora. De pronto oyó ruido de voces y el chirrido de la puerta principal. Echando una mirada cautelosa desde el ventanuco pudo ver a su padre, quien como un muchacho subió a la carrera las escaleras y luego, antes de llegar al descansillo, volvió a descender rápidamente, con las piernas muy abiertas. Las voces de abajo se hicieron cada vez más claras: la del mayordomo, la del cochero, la del vigilante. Un minuto después la escalera volvió a llenarse de vida; en esta ocasión su madre subió a toda prisa, recogiéndose la falda con la mano, pero también ella se detuvo poco antes del descansillo, se inclinó en cambio, sobre la balaustrada, y luego, con los brazos muy abiertos, bajó corriendo. Finalmente, antes que transcurriera otro minuto, todos subieron en tropel; brillaba la cabeza calva de su padre, y el pájaro del sombrero de su madre se balanceaba como un pato en las aguas agitadas de un estanque; el pelo del mayordomo, cortado a la alemana, parecía saltar de abajo arriba; al final, apoyándose en la barandilla, subían el cochero, el vigilante y, por alguna razón desconocida, la lechera Akulina; cerraba la marcha un operario de barba negra del molino sobre el río, futuro habitante de futuras pesadillas. Fue él, por ser el más fuerte, quien cargó con Luzhin desde el desván hasta el carruaje.