CAPÍTULO 06

Ramadán

Era la época de Ramadán, los meses de ayuno y plegaria. Me enteré de que aquél era el acontecimiento religioso más importante en el mundo mahometano, y que la fecha variaba según el calendario lunar, de modo que cada año era once días antes que el anterior. Tybalt, que estaba siempre nervioso en estas ocasiones porque interferían con la marcha de los trabajos, me dijo que, en treinta y tres años, el Ramadán pasaba sucesivamente por todas las estaciones del año; pero originariamente había tenido lugar en la estación caliente, ya que la palabra ramada significa «caliente» en árabe.

Se iniciaba con la salida de la luna nueva; y hasta que la luna hubiera terminado su ciclo no se podía comer entre el alba y el atardecer. Poca gente quedaba exceptuada de la regla, con excepción de los inválidos y los bebés. En el palacio procuramos seguir las reglas y comer una buena comida antes del alba y otra después de la puesta del sol, fortificándonos con herish, un pan hecho con miel, nueces y coco, que era delicioso —aunque uno se hartaba de comerlo— y bebíamos cantidades del refrescante y estimulante té de menta.

El aspecto del lugar cambió con el Ramadán. La quietud invadió las estrechas callejuelas. Hubo tres días de fiesta, aunque el ayuno se prolongaba veintiocho días, y esos tres días fueron dedicados a la plegaria. Cinco veces diarias se disparaban veinte cañonazos. Eran la llamada a la oración; yo siempre me quedaba atónita al ver a aquellos hombres y mujeres interrumpir cualquier cosa que estuvieran haciendo e inclinar la cabeza, juntar las manos y rendir homenaje a Alá.

El Ramadán significó para mí ver un poco más a Tybalt.

—Nunca hay que ofenderlos en lo religioso —me dijo—. Pero es fastidioso. Necesito desesperadamente esos obreros —examinó conmigo unos papeles, después me rodeó con el brazo y dijo—: Has tenido mucha paciencia, Judith, y sé que esto no ha sido como esperabas, ¿verdad?

—Tenía unas ideas absurdas y románticas. Me imaginaba descubriendo la entrada de una tumba, desenterrando maravillosas piedras preciosas, descubriendo sarcófagos…

—Pobre Judith. Siento que las cosas no sean así. ¿Te servirá de compensación si te digo que has sido una enorme ayuda para mí?

—Es el máximo consuelo.

—Escucha, Judith, voy a llevarte a la excavación… esta noche. Quiero mostrarte algo especial.

—¡Entonces has hecho un descubrimiento! ¡Es para lo que viniste!

—No es tan fácil como eso. Pero me parece que podemos haber tropezado con la huella de algo importante. Tal vez no. Podemos trabajar meses siguiendo lo que parece ser una pista y descubrir que no lleva a nada. Pero es la ley del juego. Pocos lo saben, pero te voy a poner en el secreto. Iremos después de la puesta del sol. La luna de Ramadán está casi llena, y habrá bastante luz; y el lugar estará desierto.

—¡Tybalt; es muy excitante!

Él me besó levemente.

—Me gusta tu entusiasmo. Me gustaría que tu padre te hubiera entrenado del todo para poderte tener conmigo en los momentos críticos.

—Quizás pueda aprender.

—Esta noche aprenderás algo. Ya verás.

—Estoy ansiosa por ir.

—No digas nada a nadie. Creerían que es una indiscreción mía o que soy un marido tan cariñoso que me dejo llevar por el deseo de agradar a mi mujer.

Me sentí mareada de dicha. Cuando estaba con él me preguntaba cómo era posible que alguna vez hubiera dudado de su sinceridad.

Él me apretó contra sí y dijo:

—Nos escaparemos esta noche.

* * *

La luna estaba alta en el cielo cuando dejamos el palacio. ¡Qué hermosa noche! Las estrellas parecían enormes en el terciopelo índigo y no agitaba el aire ni la más leve brisa; no hacía exactamente calor, sino una tibieza deliciosa; un alivio tras el tórrido día. Y allá en el cielo, en lugar de la ardiente luz blanca que era el sol, estaba la gloria de la luna de Ramadán.

Me sentía como una conspiradora, y que mi compañero de aventura fuera Tybalt era para mí una dicha aún mayor.

Tomamos uno de los botes que iban río abajo y después una arabiya nos llevó hasta la excavación.

Tybalt me llevó más allá de los montículos de tierra parda y endurecida hasta una abertura al lado de la colina. Pasó su brazo por el mío y dijo:

—Pisa con cuidado.

—¿Entonces has descubierto esto, Tybalt? —dije, excitada.

—No —contestó— este túnel fue descubierto por la expedición anterior. Mi padre lo abrió —tomó una linterna que pendía en la pared y la encendió. Entonces pude ver el túnel que tendría más de dos metros de alto. Lo seguí y, al final del túnel vi unos cuantos peldaños.

—Dios mío estos escalones fueron cortados hace siglos —dije.

—Dos mil años antes del nacimiento de Cristo, para ser exactos. Imagínate cómo se sintió mi padre cuando descubrió el túnel junto con los escalones. Ven y verás.

—¡Qué entusiasmado debe haberse sentido! Es un descubrimiento milagroso.

—Llevaba, como tantos descubrimientos milagrosos, a una tumba que fue probablemente saqueada hace tres mil años.

—Entonces tu padre fue el primero en llegar aquí después de tres mil años.

—Eso es probable. Pero encontró pocas cosas nuevas. Dame la mano, Judith. Llegó hasta esta cámara. Mira las paredes —dijo Tybalt levantando la linterna—. ¿Ves esos símbolos? Ése es el insecto sagrado… el escarabajo… y el hombre de cabeza de carnero es Amón-Ra, el gran dios sol.

—Lo reconocí y llevo en este momento mi escarabajo. El que me diste. ¿Me preservará, no es cierto, en una hora de peligro?

Él se detuvo y me miró. A la luz de la linterna casi parecía un desconocido.

—Lo dudo, Judith —dijo. Después su expresión se iluminó y prosiguió—: Tal vez yo pudiera hacerlo. Creo que lo lograría mejor que un escarabajo.

Me estremecí.

—¿Tienes frío? —preguntó.

—No exactamente… pero hace fresco aquí —sentí en aquel momento, como decimos en Inglaterra, que alguien estaba caminando sobre mi tumba.

Tybalt lo adivinó, porque dijo:

—Inspira temor. Todos lo experimentamos. El hombre que estaba aquí enterrado pertenecía a un mundo cuya civilización había llegado a la cumbre cuando en Inglaterra los hombres vivían en cuevas y cazaban en los bosques para comer.

—Es como si entrara en el mundo de ultratumba. ¿Quién era el hombre que estaba aquí enterrado… o acaso una mujer?

—No hemos podido descubrirlo. Quedaba muy poco, se habían llevado hasta la misma momia. Los ladrones debían saber que, a veces, ocultaban joyas valiosas bajo las envolturas. Todo lo que mi padre encontró cuando llegó a la cámara mortuoria fue el sarcófago, la momia, que había sido violada, y la casa del alma, que los ladrones no consideraban de valor.

—Nunca he visto una casa del alma —dije.

—Espero poder mostrártela algún día. Es un pequeño modelo de casa, generalmente con columnas de piedra blanca. Se supone que será la morada del alma después de la muerte y la ponen en la tumba, para que, cuando el Ka vuelva a su casa después del viaje, tenga un lugar confortable donde vivir.

—Es fascinante, —dije— todos los días recibo nuevas sorpresas.

Habíamos llegado ante otros escalones.

—Debemos estar a bastante profundidad de la montaña —dije.

—Mira esto —dijo Tybalt— es la cámara más trabajada y, sin embargo, es una especie de antecámara de la otra, donde se encontró el sarcófago.

—¡Qué importante es todo esto!

—Pero la persona enterrada aquí no era un faraón.

Probablemente fuera un hombre rico, pero la entrada de la tumba demuestra que no era del rango más elevado.

—¿Y ésta es la tumba que fue excavada por tu padre?

—Meses de duro trabajo, esperanzas, excitación… y esto es lo que encontró. Alguien había pasado antes por aquí. Abrimos la ladera de la montaña, encontramos el lugar exacto que llevaba al túnel subterráneo y, cuando dimos con él… puedes imaginar nuestra excitación, Judith.

Y después… ¡resultó ser otra tumba vacía!

—Entonces tu padre murió.

—Pero descubrió algo, Judith. Estoy seguro. Por eso he vuelto. Él quería que volviera. Lo supe. Es lo que procuraba decirme. Sólo podía significar una cosa. Debe haber descubierto que había otra tumba… cuya entrada está aquí, en algún punto.

—Si estuviera, ¿no la habrías visto?

—Puede estar hábilmente oculta. Aquí no hemos podido encontrar más que esto. Pero de algún modo, en esta tumba, estoy seguro de que hay una pista vital. Tal vez la haya encontrado. ¡Mira! ¿Ves esta desigualdad en el suelo? No puede haber nada tras este muro. Trabajaremos en él… guardando en secreto todo lo que se pueda. Tal vez estemos perdiendo el tiempo, pero no lo creo.

—¿Crees que tu padre fue asesinado por descubrir esto?

Tybalt sacudió la cabeza.

—Eso fue una coincidencia. Tal vez la excitación lo mató. De todos modos murió y como había decidido no decir nada a nadie… ni siquiera a mí… la muerte lo atrapó y no tuvo tiempo de hacerlo.

—Parece raro que haya muerto en ese momento.

—La vida es muy curiosa, Judith —sostuvo la linterna y me miró—. ¿Cuántos de nosotros sabemos cuándo va a llegar nuestro último momento?

Sentí un estremecimiento de miedo en la espalda.

Dije:

—Qué lugar tan siniestro es éste.

—¿Qué esperas de una tumba, Judith?

—Hasta tú pareces distinto.

Él puso la mano que tenía libre en mi cuello y lo tocó, acariciándome.

—Distinto, Judith… ¿distinto de qué manera?

—Eres como alguien de quién no sé todo.

—Pero ¿quién puede saber todo lo que concierne a otra persona?

—Salgamos —dije.

—Tienes frío —estaba muy cerca de mí y sentí su aliento cálido en mi cara—. ¿A qué temes, Judith? ¿A la Maldición de los Faraones, a la ira de los dioses, o a mí…?

—No tengo miedo —mentí— pero quiero salir al aire libre. Aquí es opresivo.

—Judith…

Avanzó hacia mí. No entendí qué me pasaba. Sentí algo maligno en aquel lugar. Todo mi instinto me ordenaba escapar… ¿Escapar de qué? ¿De aquel místico sitial de condenación? ¿De Tybalt?

Iba a hablar pero él me puso la mano en la boca.

—Escucha —murmuró.

Y entonces percibí distintamente en el silencio del lugar… unos pasos leves.

—Hay alguien en la tumba —murmuró Tybalt.

Me soltó. Se quedó muy quieto, escuchando.

—¿Quién anda ahí? —preguntó. Su voz resonó extraña y hueca, siniestra, antinatural.

No hubo respuesta.

—No te separes de mí —dijo Tybalt. Subimos la escalera que llevaba a la cámara. Tybalt llevaba la linterna en alto, sobre su cabeza y marchaba paso a paso con cautela, resistiendo el impulso de apresurarse, lo que podría haber sido peligroso, supongo.

Yo seguía sus pasos. Pasamos al túnel.

No había nadie allí.

Cuando atravesamos la puerta y cruzamos los montones de tierra parda, el cálido aire de la noche me envolvió dándome alivio y un placer que fue casi un éxtasis.

Tenía las piernas entumecidas, la piel húmeda y temblaba visiblemente.

No había nadie a la vista.

Tybalt se volvió hacia mí.

—Pobre Judith, parece que te has llevado un susto.

—Fue más bien alarmante.

—Había alguien allí.

—Tal vez alguno de tus compañeros de trabajo.

—¿Por qué no contestó cuando lo llamé?

—Quizás creyó que ibas a enojarte con él por andar vagando de noche por ese lugar.

—Ven —dijo él— tomaremos la arabiya para volver al palacio.

Todo era normal ahora: el río con su extraña belleza y sus aromas, el palacio y Tybalt.

No entendía qué se había apoderado de mí en la profundidad de la tumba. Tal vez fuera lo curioso de la atmósfera, el saber que, hacia más o menos cuatro mil años, habían dejado allí a un hombre muerto; tal vez hubiera algo en el poder de aquellos dioses, que hasta lograban que le tuviera miedo a Tybalt.

¡Miedo a Tybalt! ¡El hombre que me había elegido como esposa! Pero ¿acaso no me había elegido un tanto apresuradamente… de un modo tan inesperado que mis tías que me adoraban, habían temido por mí? Yo era rica. Tenía que recordarlo. Y Tabitha… ¿qué pasaba con Tabitha? La había visto junto a Tybalt una y otra vez. Siempre parecían sumergidos en profundas conversaciones.

Comentaba su trabajo con ella más que conmigo. Yo todavía carecía de los conocimientos y experiencia de ella, pese a todos mis esfuerzos. Tabitha tenía un marido…

Había algo maligno en aquella tumba, algo que me había clavado en la mente esos pensamientos. ¿Dónde estaba mi sentido común habitual? Había en mi carácter un rasgo que siempre había buscado la provocación y había estado dispuesta a precipitarme en ella… ¿dónde estaba ahora?

Idiota, me dije. Eres tan tonta como Theodosia.

En el lado del palacio que daba sobre el río había una terraza y me gustaba sentarme allí y ver pasar la vida del río. Buscaba un lugar a la sombra —ahora el calor se estaba volviendo casi insoportable— y miraba perezosamente. Con frecuencia uno de los criados me traía té de menta. Me sentaba allí, a veces sola, a veces con un miembro de nuestro grupo. Contemplaba las mujeres vestidas de negro charlando mientras lavaban la ropa en el agua; el río parecía el centro de la vida social, como las liquidaciones de mercancías y las reuniones sociales de la parroquia que Dorcas y Alison presidían en mi adolescencia. Oía las voces excitadas, las risas penetrantes y me preguntaba qué estarían hablando. Era hermoso ver cómo los dahabiyehs con sus velas en forma de espadas orientales se deslizaban por la corriente.

La luna de Ramadán había pasado y ahora era el tiempo del pequeño Bairam. Las casas se habían limpiado en la primavera y vi que ponían alfombrillas para secar en los techos; había visto matar animales en aquellos techos y sabía que eso formaba parte del rito; y que había fiestas y se salaba animales que iban a ser comidos a lo largo del año.

Empezaba a sumergirme en las costumbres del lugar, pero, de algún modo, no me acostumbraba a su rareza.

Una vez a la caída de la tarde, cuando el lugar despertaba de la siesta, Hadrian se me acercó y se sentó a mi lado.

—Hace siglos que no charlamos —dijo.

—¿Dónde has estado todo este tiempo?

—Tu marido es un director muy exigente, Judith.

—Es necesario con discípulos haraganes como tú.

—¿Quién dice que soy haragán?

—Si no lo fueras no te quejarías. Estarías muy deseoso por seguir adelante, como Tybalt.

—Él es el jefe, mi querida Judith. Él recibirá todos los honores cuando llegue el gran día.

—Tonterías. Será un triunfo para todos. ¿Y cuándo llegará el gran día?

—Ahí está el problema. ¿Quién lo sabe? Esta nueva aventura puede llevarnos a nada.

—¿Esta nueva aventura?

—Tybalt dijo que te lo había contado, de lo contrario no te hablaría de ello.

—Ah, sí, me lo enseñó.

—Bueno, entonces sabes que creemos tener una pista.

—Sí.

—Bueno, ¿quién puede saberlo? Y si encontramos algo tremendo, eso dará gloria al mundo de la arqueología, pero pocos beneficios para nosotros.

—Supongo que no seguirás preocupado por el dinero, Hadrian.

—Puedes confiar en que siempre lo estaré.

—Entonces eres muy dispendioso.

—Tengo ciertos vicios.

—¿No puedes controlarlos?

—Lo intentaré, Judith.

—Me alegra eso, Hadrian. ¿Por qué te hiciste arqueólogo?

—Porque mi tío… tu padre, así lo dispuso.

—No creo que la arqueología te interese profundamente.

—¡Oh!, me interesa. No todos podemos ser fanáticos… como algunas personas que conozco.

—Sin los fanáticos no iríamos muy lejos.

—A propósito, ¿sabías que vamos a recibir la visita del Pashá?

—No.

—Mandó un mensaje. Una especie de edicto. Honrará el palacio con su presencia.

—Será interesante. Supongo que tendré que encargarme de recibirlo… o quizás pueda hacerlo Tabitha.

—Os estáis alabando. En este mundo las mujeres no cuentan. Tendréis que estar con las manos cruzadas, los ojos bajos y responder cuando os hablen… algo bastante difícil para nuestra Judith.

—No soy una mujer árabe y no me comportaré como si lo fuera.

—De ningún modo he pensado que fueras a hacerlo, pero, cuando se va a Roma, hay que portarse como los romanos… y creo que es una regla para cualquier lugar que menciones.

—¿Cuándo llega el gran hombre?

—Muy pronto. No te quepa duda de que serás informada.

Hablamos un poco más, recordando el pasado en Keverall Court, él con algo de nostalgia.

—Allí éramos un grupo de niños inocentes —dijo— y mira lo que somos ahora.

—¡Es como si te avergonzaras de nuestro progreso!

—Tú no —dijo él—. Te has casado con el gran Tybalt. De los harapos a las riquezas, ¿no era lo que merecía nuestra Judith?

—No sé qué dirían mis tías si oyeran eso. Te aseguro que nunca estuve en harapos, aunque con frecuencia mi ropa estaba bien zurcida y, de vez en cuando, remendada, pero siempre con tanta precisión que era apenas perceptible.

—Una comunidad muy unida —dijo él—. Sabina y el pastor. Theodosia y Evan, tú y Tybalt. Yo soy quien ha quedado afuera.

—Eres miembro del grupo y siempre lo serás.

—No he tenido suerte.

—¡Suerte! Creo que eso no depende de las estrellas, sino de nosotros mismos, según he oído.

—Yo también lo he oído, y estoy seguro de que tú y Shakespeare no podéis equivocaros. ¿No te dije acaso que soy una persona que nunca ha aprovechado sus oportunidades?

—Puedes empezar ahora.

Se volvió hacia mí y su mirada era muy aguda.

—En ciertas circunstancias podría hacerlo —se inclinó, y súbitamente me palmeó la mano—. Buena suerte, Judith —prosiguió—. ¡Qué luchadora eres! ¿Provocas así a Tybalt? Estoy seguro de que no. Yo soy el tipo de hombre que necesita que me provoquen.

Yo estaba incómoda. ¿Era acaso ésta la manera que tenía Hadrian de decirme que, en el pasado, había pensado que él y yo debíamos compartir nuestras vidas?

—Te quejabas bastante de mí.

—Era una queja agridulce. Prométeme que no dejarás de reprenderme, Judith.

—Seré sincera contigo… como siempre lo he sido.

—Es lo que deseo —dijo él.

Desde el minarete llegó la voz del muecín.

Las mujeres que estaban en el río se levantaron, bajando las cabezas; un viejo mendigo que estaba sentado en el camino se puso de pie tambaleante y juntó las manos para orar.

Observamos en silencio.

* * *

Un sutil cambio había ocurrido en el palacio con la llegada del Pashá. Había una tensión creciente en las cocinas, donde se oían voces excitadas; los pisos eran frotados con más vigor que antes y el bronce era pulido hasta parecer oro resplandeciente. Los criados que nos había prestado Hakim Pashá sabían que el reinado tolerante de los extranjeros terminaba temporalmente.

Tybalt me dijo lo que debíamos esperar.

—El Pashá es gobernador de estas zonas, podría decirse. Es dueño de casi todas las tierras. Nos tratan tan bien porque él nos ha prestado su palacio. Ha facilitado que consigamos obreros, y saben que trabajar bien para nosotros es trabajar bien para el Pashá. No se atreven a hacer otra cosa. Ayudó mucho a mi padre. Ya verás que se presentará como un gran potentado.

—¿Podremos recibirlo en la forma en que está acostumbrado?

—Nos arreglaremos. Después de todo lo recibiremos en su propio palacio y los criados saben lo que se espera de ellos. Recuerdo que, la vez que vino, las cosas marcharon muy bien. Fue unas tres semanas antes de la muerte de mi padre.

—Es una suerte que se interese por la arqueología.

—¡Oh!, no cabe duda de su interés. Recuerdo que mi padre lo llevó a hacer una visita a la excavación. Quedó fascinado con todo lo que vio. Espero hacer lo mismo.

—¿Y cuál será mi papel?

—Portarte con naturalidad. Es un hombre que ha viajado mucho y no espera que nuestras costumbres sean similares a las suyas. Creo que su visita te divertirá. Tabitha te hablará de ello. Ella recuerda el momento en que el Pashá vino aquí, cuando mi padre estaba vivo.

* * *

Pregunté a Tabitha y ella me dijo que habían estado un poco asustados pero que no era necesario que fuera así, porque el Pashá era la bondad misma y tenía tantos deseos de agradar como nosotros a él.

Tabitha y yo habíamos ido al zoco y cuando regresábamos a pie al palacio, al pasar ante el hotel, vimos a Hadrian y Terence Gelding sentados en la terraza, bebiendo con el hombre que Theodosia y yo habíamos encontrado en el Templo.

Hadrian nos llamó y nos aproximamos a ellos.

—Éste es Leopold Harding —dijo Hadrian—. Terence y yo nos detuvimos a tomar un refresco y el señor Harding, que sabía quiénes éramos, se presentó.

—Ya nos conocemos —dije.

—Es la pura verdad —dijo Leopold Harding— fue cuando estábamos visitando el Templo.

—Sin duda desearían ustedes un refresco —dijo Terence.

—No me molestaría un vaso del inevitable té de menta —dije.

Tabitha dijo que, después de la caminata, nos vendría muy bien. Charlamos mientras lo traían.

Harding nos dijo que solía visitar Egipto por negocios y que estaba muy interesado en las excavaciones, porque las antigüedades lo atraían, ya que su negocio consistía en esto. Compraba y vendía.

—Es un negocio interesante —afirmó.

—Debe serlo —replicó Hadrian— y debe ser usted un experto.

—Hay que serlo. Es muy fácil ser engañado. El otro día me ofrecieron una cabecita… chata, tallada de perfil. En el primer momento parecía de turquesa y lapislázuli. Estaba tan bien hecha que sólo un experto hubiera podido darse cuenta de que no era lo que parecía.

—¿Se interesa usted por la arqueología? —pregunté.

—Sólo como aficionado, Lady Travers.

—Es lo que todos somos —repliqué. ¿No estás de acuerdo, Tabitha? Lo descubrí al llegar aquí.

—La señora Grey es algo más que eso —dijo Terence.

—En cuanto a Judith —dijo Hadrian con ligereza— lucha… lucha duramente.

Terence dijo con gravedad:

—Estas dos señoras hacen mucho para ayudar al grupo.

—Puedes decir que somos aficionadas con tendencias profesionales —añadí.

—Quizás yo también pertenezca a esa clase —dijo Leopold Harding—. Ocuparse de objetos… algunos de los cuales, casi siempre equivocadamente, se dice que provienen de las tumbas de los faraones… despierta un enorme interés. Me pregunto si tendré ocasión de que me permitan ver las excavaciones.

—Nada le impide a usted dar un paseo por el valle —dijo Hadrian.

—Lo único que verá —añadió Terence— son unas bolsas con instrumentos y hombres cavando. Unos montones de desperdicios…

—Creo que Sir Tybalt tiene grandes esperanzas de descubrir una tumba intacta.

—Es para lo que vienen aquí todos los arqueólogos —replicó Hadrian.

—Lógicamente.

—Será un ejercicio largo y duro —prosiguió Hadrian—. Siento en los huesos que estamos condenados al fracaso.

—Tonterías —replicó vivamente Terence, y yo añadí con severidad:

—No se trata de huesos sino de trabajar duro.

—Son unos huesos en los que se puede confiar —insistió Hadrian—. Y el mero trabajo no pondrá un faraón enterrado donde no lo hay.

—No creo que Tybalt pueda equivocarse —dije con calor.

—Eres su esposa y lo adoras —replicó Hadrian.

Hubiera querido que Hadrian no hablara de este modo ante un extraño, y por eso cambié el tema:

—¿Realmente trafica usted con objetos descubiertos en tumbas, señor Harding?

—Nunca se puede estar seguro —contestó—. Puede usted imaginarse cómo las leyendas ayudan en estos casos. El hecho de que un objeto haya sido enterrado para uso de un faraón tres mil años antes de Cristo le da un valor inestimable. Como hombre de negocios no desaliento los rumores.

—¿Entonces vino usted a Egipto para eso?

—He viajado a muchos lugares, pero Egipto es un tesoro particular. Debe venir usted algún día a mi negocio. Es muy pequeño… poco más que un cobertizo. Lo alquilo cuando estoy aquí para almacenar mis compras hasta embarcarlas para Inglaterra.

—¿Y cuánto tiempo piensa usted quedarse? —pregunté.

—Nunca estoy seguro de mis movimientos. Puedo estar aquí hoy y partir mañana. Si me entero de que hay un objeto interesante en El Cairo o Alejandría, parto para verlo. Eso da interés a la vida, y como usted, me siento entusiasmado cuando encuentro algo que valga la pena. Hace unas semanas sufrí una desilusión. Era una hermosa placa que bien podía haber provenido de la pared de una tumba… una escena pintada mostrando una procesión funeraria. El ataúd era llevado sobre los hombros por cuatro portadores, precedidos y seguidos por criados que llevaban diversos muebles… una cama, un taburete, cajones y vasijas, todo incrustado en plata y lapislázuli; una hermosa pieza, pero una copia, naturalmente. Cuando la vi por primera vez me volví loco de entusiasmo. ¡Ay; la habían hecho hacía unos treinta años! Era hermosa, pero falsa.

—¡Qué desilusión para usted! —exclamé, y Hadrian contó entonces la historia de cuando yo había encontrado el escudo de bronce.

—Y por eso —terminó— ella está hoy donde está.

—Es evidente que es donde le gusta estar —dijo Leopold Harding—. Tiene usted que concederme el honor de visitar mi negocio. No tengo mucho, pero hay algunas piezas interesantes.

Dije que aquello nos gustaría mucho, y con un «Au revoir» lo dejamos sentado en la terraza del hotel.

* * *

El Pashá mandó un mensaje diciendo que comería con nosotros cuando pasara hacia uno de sus palacios, y que esperaba, cuando nos reuniéramos, enterarse de los progresos realizados en la maravillosa tarea a la que prestaba todo su apoyo.

Con Tabitha y Theodosia contemplamos su llegada desde una habitación en los altos del palacio. Fue una visión magnífica. Llegó en un soberbio coche tirado por cuatro hermosos caballos blancos que avanzaban lentamente, precedidos por una tropa de camellos, todos con cencerros en el cuello, que tintineaban al andar. Algunos camellos estaban cargados con cajones lustrosos incrustados con piedras y colocados sobre telas bordeadas con una gruesa franja de oro.

El Pashá descendió ante las puertas del palacio.

Tybalt con algunos de los arqueólogos más veteranos del grupo lo esperaba. Lo hicieron pasar al patio interior donde se sentó en un sillón especial que habían traído para él.

El respaldo del sillón estaba incrustado con piedras semi preciosas y, aunque probablemente era un poco incómodo, sin duda resultaba magnífico.

Muchos criados esperaban con dulces, grandes pasteles fritos hechos de trigo, harina, miel y vasos de té. Cada uno debía beber tres vasos: el primero muy dulce, el segundo todavía más y el tercero con menta. Todos los vasos se llenaron hasta el borde, y era una falta de etiqueta derramar un poco de té. No sé qué habría pasado si alguno de los criados lo hubiese hecho. Por suerte en aquella ocasión nadie lo hizo.

Tabitha me explicó lo que estaba sucediendo ya que nosotras, como mujeres, no podíamos participar en la ceremonia.

Pero, tomando en cuenta nuestras costumbres europeas, se nos permitió sentamos a la mesa, y a mí incluso se me concedió estar junto al gran Pashá.

Sus gruesas manos estaban cargadas de piedras preciosas; y fue una suerte que le hubieran traído el sillón con las incrustaciones, porque era ancho y muy sólido. Evidentemente estaba encantado con la recepción y contento de ver a las mujeres. Nos estudiaba atentamente, demorando sus ojos en nosotras como si quisiera catalogarnos en el aspecto que, para él, era el único conveniente para las mujeres. Creo que todas fuimos aprobadas, Tabitha por su belleza, sin duda, que era innegable se la juzgara como se la juzgara; Theodosia por su femineidad… ¿y yo? Yo carecía del físico de Tabitha o del frágil encanto de Theodosia, pero poseía una vitalidad que ninguna de las dos tenía, y quizás esto atrajo al Pashá porque, de las tres, pareció interesarse especialmente en mí. Creo que yo era más distinta a una mujer oriental que las otras dos, y la diferencia lo divertía o lo interesaba.

Hablaba un inglés tolerable, porque, como alto funcionario, había estado en contacto con nuestros compatriotas.

La comida se prolongó varias horas. Los criados sabían lo que había que ofrecer y también conocían el enorme apetito del Pashá. Desgraciadamente se esperaba que comiéramos con él. El Kebab fue seguido por kuftas; y creo que nunca durante nuestra estancia lo habían servido con salsas tan aromáticas y cuidadosamente preparadas. Noté la expresión de miedo en los rostros de los silenciosos criados cuando servían a su amo. Lo sirvieron primero, por ser el invitado, y yo, sentada a su lado, quedé atónita ante las enormes cantidades que engullía. Como mujer se suponía que no debía servirme porciones tan grandes. Lo lamenté por los hombres.

El Pashá dirigía la conversación. Hablaba radiante de nuestro país, nuestra reina y el esplendor que el canal de Suez había dado al comercio inglés.

—Qué gran logro —dijo— un canal de mil millas de largo atravesando el lago Timsah y los grandes Lagos Amargos… desde Port Said hasta Suez. ¡Qué obra! Además ha traído a los ingleses en cantidad a Egipto —sus ojitos parpadearon picaros—. ¿Qué podría ser mejor para todos? ¿Y qué ha pasado desde que tenemos el canal? La gente viene aquí como nunca antes. Ustedes los ingleses… qué ojo para el comercio, ¿eh? Thomas Cook con sus barcos en el Nilo, con nuestro jedive para sus propósitos. ¡Qué hombre tan hábil! ¡Y qué bueno para Egipto! Ahora tiene un barco que va desde Aswan hasta la Segunda Catarata. Muy buen negocio para Egipto, y lo debemos todo al país de ustedes.

Dije que Egipto tenía mucho que ofrecer a los visitantes cultos con los restos de su antigua civilización, ya que era una de las maravillas del mundo.

—Y quién sabe qué otras cosas pueden descubrirse —dijo con los ojos llenos de alegría—. Esperemos que Alá se digne sonreír sobre los trabajos de ustedes.

Tybalt dijo que él y los otros miembros del grupo nunca podrían expresar adecuadamente su gratitud por la ayuda que él les había proporcionado.

—¡Oh, es bueno ayudarlos a ustedes! Es justo que haya puesto mi casa a su disposición —se volvió hacia mí—. Mis antepasados hicieron una gran fortuna y corre una historia en la familia acerca de cómo empezamos a hacerla. ¿Quiere usted saber cómo empezó?

—Me gustaría mucho —dije.

—Le chocará. ¡Se dice que, hace mucho, mucho tiempo, éramos saqueadores de tumbas!

Reí.

—Es una historia que corre desde hace centenares de años. Hace mil años mis antepasados saquearon las tumbas de aquí y se convirtieron en hombres ricos. Ahora debemos expiar los pecados de nuestros padres dando toda la ayuda posible a los que abren las tumbas para la posteridad.

—Espero que algún día todo el mundo esté tan agradecido a usted como lo estamos los de nuestro grupo —dijo Tybalt.

—Así, he continuado aplacando a los dioses —dijo el Pashá—. Y como signo de familia he tomado la cabeza de Anubis que embalsamó el cuerpo de Osiris cuando su mal hermano, Set, lo asesinó. Osiris resucitó y yo honro a su sagrado embalsamador, que ha dado su signo a mi casa.

La conversación cambió ahora al tema que yo estaba segura era el principal en la mente del Pashá: la expedición.

—El bueno de Sir Edward sufrió una gran tragedia —dijo—. Esto me ha hecho muy desdichado. Pero usted, Sir Tybalt, creo que encontrará lo que busca.

—Es muy bueno de su parte mostrarnos tanta simpatía, no puedo expresarle mi gratitud.

El Pashá palmeó la mano de Tybalt.

—Usted cree que encontrará lo que ha venido a buscar, ¿eh?

—Es para lo que trabajo —dijo Tybalt.

—Y lo hará usted, eh, con la ayuda de su geniecillo —y rió. Era una expresión que yo había oído con frecuencia desde que estaba en Egipto.

—Espero que mi geniecillo no deje de ayudarme.

—Y después nos dejará usted llevándose estas hermosas damas…

Me sonrió y me tocó ahora a mí ser palmeada en la mano por aquellos dedos gruesos, llenos de anillos. Se inclinó hacia mí.

—Caramba, casi desearía que no tuvieran ustedes éxito.

—De todos modos tendríamos que irnos —dijo Tybalt con una risa.

—Casi tendría entonces tentación de inventar algún medio para que ustedes siguieran aquí —el Pashá estaba con ánimo de broma—. Usted cree que podría hacerlo, ¿eh? —me preguntó.

—Naturalmente —dije— con la ayuda de su geniecillo.

En la mesa se produjo un breve silencio. Comprendí que había cometido una falta. De todos modos el Pashá decidió seguir divertido y rió, lo que fue una señal para que todos, incluidos los criados, también rieran.

Después me preguntó cuáles eran mis impresiones sobre el país, si me gustaba el palacio y si estaba satisfecha con todos los criados.

Tuvimos una conversación muy animada, y fue evidente que, aunque algunas de mis respuestas a las preguntas del Pashá habían sido poco convencionales, yo había logrado éxito.

Se habló algo de las excavaciones y no participé en esto. El Pashá, que había comido enormemente, chupaba una especie de bombón como los que se llaman en Inglaterra «delicias turcas». Aquí estaba relleno de nueces y probablemente era delicioso, o lo habría sido, de no haber comido tanto.

El Pashá iba a proseguir su viaje hacia otro de sus palacios a la luz de la luna, porque hacía mucho calor para viajar de día, pero, antes de partir, quiso ir a la excavación con Tybalt para una inspección superficial.

Mientras se preparaban para partir se oyó un aullido desgarrador y, al salir corriendo al patio, vi a uno de los criados del Pashá que se retorcía en agonía.

Pregunté qué pasaba y me dijeron que había sido picado por un escorpión. Nos habían dicho que tuviéramos cuidado al acercarnos a los montones de piedras porque era allí donde se escondían los escorpiones y sus picaduras eran venenosas. Yo había visto muchos camaleones y lagartijas tomando sol sobre las piedras calientes, y los geckos entraban en el palacio, pero no había visto todavía ningún escorpión.

El criado estaba rodeado por sus compañeros que lo atendían, pero nunca olvidaré el terror de su cara, ya fuera por miedo a la picadura del escorpión o por haber llamado la atención durante la visita del Pashá.

Pashá o no, decidí que el hombre fuera bien atendido. Antes de partir Alison me había dado una cantidad de remedios caseros que eran buenos, había insistido, para los peligros que podían presentarse en aquella tierra seca y ardiente.

Había uno que era un antídoto contra las avispas, los moscardones y las ocasionales serpientes que encontrábamos a veces en Cornwall y, aunque dudaba que mis suaves remedios pudieran actuar contra el veneno de un escorpión, decidí probar.

Traje por lo tanto mi bote de ungüento y, al aplicarlo en el brazo del paciente, noté que había sido marcado con un signo que ya había percibido antes. De inmediato el hombre se apaciguó un poco, y estoy segura de que creyó que había un poder curativo especial en aquel bote, que había contenido alguna vez la jalea de menta que preparaba Dorcas.

De todos modos el hombre quedó tan convencido de las virtudes de aquel remedio extranjero que pareció en verdad curarse y los ojos oscuros de sus compañeros me miraban atónitos y maravillados, de modo que me sentí convertida accidentalmente en curandera.

El Pashá se había acercado para ver cómo trataba yo a su criado, asintió y sonrió aprobando. Me agradeció personalmente lo que había hecho por el hombre.

Media hora después partieron y los vi alejarse con Theodosia y Tabitha, como los había visto llegar. El Pashá caminó hasta la barca que esperaba para llevarlo río arriba. Los barqueros la habían decorado con banderines y flores que habían juntado —como la llamada pico de cigüeña, una flor de brillante color púrpura, que denominaban así porque, cuando caen los pétalos y queda al aire el centro de la flor, semeja el pico de esta ave—, y las flores color llama de un vistoso arbusto. Mucha gente se había reunido para presenciar la marcha y rendir homenaje al Pashá. Era evidente que no sólo los criados del palacio sino los fellajin de las vecindades vivían aterrados ante el poderoso Pashá.

Tabitha dijo:

—Se repite exactamente lo que pasó la otra vez que nos visitó. Creo que ha quedado muy contento con el recibimiento y se ha entusiasmado bastante contigo, Judith.

—Lo cierto es que sonreía todo el tiempo —dije— pero he notado que los sirvientes estaban tan aterrados cuando sonreía como cuando no lo hacía. Tal vez sea costumbre aquí mostrarse benevolente cuando uno se siente más venenoso. ¿Qué hacemos ahora? ¿Nos retiramos o se supone que debemos seguir aquí para prestarle homenaje cuando vuelva de la excavación?

—No volverá aquí; —dijo Tabitha— su séquito se pondrá en marcha y se reunirá con él río arriba. Creo que desde allí hay una corta distancia hasta el lugar donde piensa pasar la noche.

—Entonces voy a acostarme —dije— aplacar a los Pashás es una experiencia agotadora.

Por la mañana temprano llegó Tybalt. Desperté enseguida.

Él se sentó en un sillón y tendió las piernas.

—Debes estar cansado —dije.

—Creo que sí, pero muy despierto.

—¡Esa enorme comida que tragaste y todo el joshat! ¡Suponía que iban a tener un efecto soporífero!

—Voluntariamente he procurado estar alerta. Tenía que vigilar para que todo marchara como debe y no hubiera ofensas de ningún tipo.

—Espero haberme portado bien.

—Tan bien que creí iba a proponerme comprarte. Se me ocurre que pensó que serías una admirable adquisición para su harén.

—Y supongo que, si la oferta hubiera sido lo bastante alta y hubieras podido contar con una suma abultada para dedicarla a tus investigaciones en el terreno arqueológico, me habrías vendido…

—Naturalmente —dijo él.

Me reí.

—Lo cierto —dije— es que no confío del todo en esa benevolencia.

—Se interesó mucho en lo que estamos haciendo y examinó muy atentamente la excavación.

—¿Le mostraste el nuevo descubrimiento?

—Fue necesario hacerlo. Había que explicarle por qué trabajamos dentro de esos pasajes subterráneos. Es imposible conservar estas cosas en un secreto total. Quedó muy interesado, y pidió que le informáramos en cuanto se revelara el hallazgo.

—¿Crees que eso sucederá pronto, Tybalt?

—No lo sé. Tenemos indicaciones de que hay algo detrás de los muros de una de las cámaras. Debido a los ladrones que intentaban meterse en las tumbas se sabe que una cámara mortuoria puede estar escondida dentro de otra… se suponía que los ladrones al encontrar una tumba, iban a creer que eso era todo lo que había que descubrir y no prestarían atención al lugar más importante situado detrás. Si éste era el caso, la momia así protegida era la de un personaje muy importante. Estoy convencido de que esto era lo que suponía mi padre —Tybalt frunció el ceño—. Sucedió un incidente un poco inquietante durante el paseo. ¿Recuerdas que, cuando te llevé allí, oímos pasos?

—Sí, lo recuerdo —lo recordaba con toda claridad: la carne de gallina, el terror que me había invadido.

—Sucedió de nuevo. —Dijo Tybalt—. Estoy seguro de que personas no autorizadas, o una persona no autorizada andaban por allí.

—¿Acaso no los habrías visto?

—Pueden habernos evitado.

—Tal vez estén escondidos en ese pozo profundo sobre el cual han puesto un puente más bien frágil. ¿Oyó los pasos el Pashá?

—No dijo nada, pero creo que prestó atención.

—Debe haber creído que era un miembro de la expedición.

—Los que bajamos a la tumba éramos un grupo muy reducido. Yo, el Pashá, Terence, Evan y los dos criados sin los cuales aparentemente el Pashá no puede moverse.

—¿Una especie de guardaespaldas? —pregunté.

—Eso creo.

—Tal vez haya sentido que necesitaba ser protegido contra los dioses, ya que la fortuna de su familia la hicieron saqueadores de tumbas.

—Eso es una leyenda.

—¿Qué le pasó al muchacho mordido por el escorpión?

—Parece que se recobró milagrosamente… gracias a ti. Si no tienes cuidado adquirirás reputación de bruja.

—¡Qué éxito tengo! El Pashá está pensando ofrecerme un sitio en su harén, y poseo extraños poderes que guardo en el bote de jalea de menta de Dorcas. Me doy cuenta de que tengo un éxito loco. Espero encontrar el mismo favor ante los ojos de mi señor, con quien me he casado.

—Sobre ese punto puedes estar totalmente tranquila.

—¿Tanto que algún día me permitirá compartir su trabajo?

—Judith, ya lo estás haciendo.

—¡Cartas, cuentas! Me refiero a un trabajo verdadero.

—Me temía esto —dijo él—. Sé que siempre quieres estar en el centro de todo. No es posible Judith. Todavía no.

—¿Soy todavía apenas una aficionada?

—Éste es un trabajo delicado. Tenemos que usar cautela. No siempre será así. Estás aprendiendo mucho.

—¿Y Tabitha?

—¿Qué hay con ella?

—Con frecuencia hablas de tu trabajo con ella.

Se produjo un silencio casi imperceptible. Después Tybalt dijo:

—Ella trabajó mucho con mi padre.

—Por lo tanto es algo más que una aficionada.

—Tiene cierta experiencia.

—¿Que yo no tengo?

—Pero que tendrás en su momento.

—¿Cómo lograrla si no se me permite participar?

—Se te permitirá cuando sea posible. Debes entender.

—Procuro entender, Tybalt.

—Ten paciencia, mi amor.

Cuando usaba una palabra cariñosa como ésta, lo que era raro, mi dicha vencía la frustración. Si yo era de verdad su amor, me daba por satisfecha con esperar. Era lógico. Naturalmente yo no podía penetrar en aquel terreno amplio e intrincado y estar a la altura de él.

—Por lo tanto puedo esperar que en algún momento… Él me besó y repitió:

—Con el tiempo.

—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? —pregunté bruscamente.

—¿Ya estás cansada?

—Realmente no. Cada día esto me parece más fascinante. Pensaba en Theodosia. Anhela volver a la patria.

—No debió haber venido.

—¿Quieres decir que Evan debió dejarla en su casa?

—Es demasiado tímida para una expedición de esta naturaleza. De todos modos, si quiere volver, puede hacerlo.

—¿Y Evan?

—Evan tiene aquí una tarea que cumplir.

—Supongo que es un miembro indispensable de la comunidad.

—En realidad lo es. Es un buen arqueólogo… aunque se inclina más a la teoría que a la práctica.

—¿Y tú haces ambas cosas?

—Naturalmente.

—Lo sé. Y te admiro, Tybalt, totalmente, como el Pashá Hakim me ha admirado a mí.

Me dormí, pero dudo que Tybalt lo hiciera. Creo que siguió despierto en medio de sus ensueños de gloria, cuando penetrara en la tumba que tal vez no había sido tocada en cuatro mil años.

Por la mañana temprano Theodosia y yo fuimos al zoco. El calor empezaba a ser intenso. Theodosia sufría mucho el calor y su deseo de volver a casa empezaba a convertirse en una obsesión, al igual que sus temores de tener un hijo.

Hice todo lo posible para tranquilizarla. Le dije que las mujeres de aquí salían a trabajar al campo, tenían sus hijos y volvían al trabajo. Había oído relatos semejantes.

Esto la apaciguó, pero comprendí que nunca iba a tranquilizarse del todo hasta que hiciéramos planes para volver.

Estaba indecisa entre el deseo de volver y el de seguir junto a Evan.

—¿Dónde irías? —le pregunté—. ¿Con tu madre a Keverall Court?

Hizo una mueca.

—Bueno, por lo menos allí no tendría que soportar este calor atroz. Y Sabina estaría allí.

Sabina también esperaba un hijo. Aquello, naturalmente, podía ser útil para calmarla. Las reacciones de Sabina, según sus cartas, eran muy diferentes a las de Theodosia, cartas en las que dejaba vagar la pluma, como cuando hablaba. Parecía encantada, al igual que Oliver; y Dorcas y Alison eran maravillosas. «Saben todo acerca de los niños, por raro que parezca, aunque naturalmente te tuvieron a ti cuando eras bebé, y parece mi querida Judith, que eras un bebé excepcional. Nunca ha habido nadie más brillante, inteligente, hermoso, bueno, travieso (tus travesuras eran algo de lo que se regodeaban), todo esto según tus tías, aunque yo no creo una palabra de nada».

Recordé a Sabina y debo decir que sentí cierta nostalgia por aquellas riberas adornadas de flores, con los desmañados petirrojos, la estrella de Belén y las campanillas azules que daban un color patriótico al fondo verde y, aquí y allá el malva de las orquídeas salvajes. ¡Todo tan distinto a esta tierra caliente y árida! Eché de menos a Dorcas y Alison; me hubiera gustado estar en la vieja rectoría y oír la charla inconsecuente de Sabina.

Contemplé el cielo brillantemente azul a través de la estrecha calle entre dos hileras de casas; los olores y las visiones del mercado se apoderaron de mí y me trajeron aquella fascinación que nunca fallaba.

Pasamos junto a la tienda donde generalmente estaba Yasmín, con la cabeza baja sobre su trabajo, pero aquella mañana no la vimos. Había un muchacho en su lugar, estaba inclinado sobre el cuero y trabajaba laboriosamente. Hicimos una parada.

—¿Dónde está Yasmín? —pregunté.

Me miró y de inmediato sus ojos parecieron furtivos.

Agitó la cabeza.

—¿Está enferma? —exclamé.

Pero él no me entendió.

—Me parece —dije a Theodosia— que se ha tomado un día libre.

Nos fuimos.

Lamenté ver al adivino sentado en el pavimento.

Nos miró cuando pasamos.

—Alá sea con vosotras —murmuró.

Parecía tan esperanzado que no pude pasar de largo, especialmente cuando vi que la bandeja en la que ponía las monedas estaba vacía.

Me detuve, arrojé algo en la bandeja y de inmediato comprendí mi error. No era un mendigo. Era un hombre orgulloso, que tenía una profesión. Yo había pagado y tenía ahora que conocer mi futuro.

Nuevamente volvimos a sentarnos en las alfombrillas junto a él. Sacudió cabeza y dijo:

—La sombra crece, señoras.

—Oh, sí —dije ligeramente— ya lo has dicho.

—Vuela por encima como un murciélago… un gran murciélago negro.

—Parece desagradable —dije. No me entendió, pero yo lo dije para tranquilizar a Theodosia.

—Y Milady ha sido bendecida. Milady es fértil. Vuelva a la tierra verde, Milady. Allí estará a salvo.

Dios mío, pensé. Era lo peor que podía haber dicho.

Theodosia se levantó y el adivino se inclinó hacia mí.

Sus dedos, como garras marrones, aferraron mi muñeca.

—Usted gran señora. Diga «Vamos» y oirán. Usted grande y buena señora. El gran murciélago está cerca.

Miré su brazo y vi otra vez la marca —la cabeza del chacal—. Era similar a la del hombre que había sido picado por el escorpión.

Le dije:

—No haces más que hablarme de ese murciélago enorme que nos amenaza. ¿No hay nada más?

—Alá será bueno con usted. Ofrece mucho. Gran alegría, muchos hijos e hijas, una mansión grande y bella… pero en su tierra verde. No aquí. Es usted quien decide. El murciélago está ahora muy cerca. Puede ser demasiado tarde… para usted… y para esta señora…

Puse más dinero en la bandeja y le di las gracias.

Theodosia temblaba. La tomé del brazo.

—Es una lástima que hayamos oído esas tonterías —dije—. Repite lo mismo a todo el mundo.

—¿A todo el mundo?

—Sí, a Tabitha también le hablaron del murciélago.

—Bueno, ella forma parte de nuestro grupo. Nos está amenazando a todos.

—Vamos, Theodosia, no vas a decirme que crees en esto. Es el tipo de profecías que hacen a todos.

—¿Por qué quiere asustarnos y que nos vayamos?

—Porque somos extranjeros.

—Pero somos extranjeros que nos hacemos decir la buenaventura y compramos cosas en el zoco. Parecían contentos de vernos aquí.

—Oh, sí, pero él supone que queremos que nos asuste. Hace todo más excitante.

—Yo no quiero que me asusten.

—No es necesario que esto te ocurra, Theodosia, recuérdalo.