La partida al extranjero
Teníamos un camarote de cubierta. Era de muy reducidas dimensiones, pero ya lo esperábamos. Había dos literas, cada una de ellas adosada a la pared y con un espacio intermedio, de tal manera que podíamos vernos cuando nos tendíamos en ellas. El camarote disponía, además, de una portilla, un tocador con espejo, una jofaina y un armario. Observé que había muy poco espacio para la ropa, pues Tamarisk llevaba un vestuario considerable.
Aún no nos habían llevado el equipaje, por lo que, tras haber examinado el camarote, salimos a inspeccionar el barco.
Reinaba un gran bullicio por todas partes y la gente iba apresuradamente de un lado para otro en todas direcciones. Los equipajes estaban amontonados en los pasillos de las cubiertas a la espera de ser repartidos a los distintos camarotes. Subimos por la escalera de cámara y echamos un vistazo a las salas de uso público. Había una sala para fumadores, una sala de lectura, una sala de música y otra sala destinada a los bailes y otras diversiones. Nos quedamos muy impresionadas. Al regresar a nuestra cubierta, vimos que los mozos ya estaban distribuyendo los equipajes.
—No sé si el nuestro ya estará en el camarote —dijo Tamarisk, inspeccionando el montón.
—Las etiquetas te indican adónde va la gente —dijo—. Fíjate en ése. «J. Barlow. Pasajero a Melbourne». ¿Cómo será este J. Barlow? «Sra. Craddock, pasajera a Bombay». No veo el nuestro. A lo mejor, ya lo tenemos en el camarote. ¡Oh, mira éste! «Luke Armour, pasajero a Sidney y Casker’s Island». ¡Imagínate! —exclamó—. ¡Va a nuestra isla! No puede haber muchos pasajeros que vayan allí.
—Es bonito saber que hay uno.
—Luke Armour. ¿Qué pinta tendrá?
—Es muy posible que lo descubramos durante la travesía.
Regresamos a nuestro camarote y descubrimos que ya nos habían llevado el equipaje. Deshicimos las maletas, nos lavamos y bajamos a cenar. Nos sentamos a una alargada mesa junto con otros pasajeros. Conversamos un poco y pudimos averiguar algo acerca de nuestros compañeros de viaje, aunque algunos estaban demasiado cansados para hablar y, como nosotras, se sentían abrumados por la tensión del embarque.
En cuanto pudimos, regresamos a nuestro camarote.
El movimiento del barco nos indicó que habíamos zarpado. Permanecimos tendidas en nuestras literas charlando hasta que la voz de Tamarisk sonó cada vez más adormilada y, al final, se perdió.
Yo no podía dormir, recordando los ojos llenos de lágrimas de mi pobre tía Sophie al despedirse de mí y pensando en James Perrin, tan convencido de que pronto regresaría a su lado.
Pero, sobre todo, pensaba en Crispin y en aquella mirada suya de súplica y de desesperado anhelo que siempre me acompañaría dondequiera que fuera.
La evocación de aquellos primeros días me resulta ahora un poco borrosa. Vivíamos la aventura de conocer aquel barco en el que siempre nos extraviábamos. Había tantas salas que explorar, tanta gente que conocer y tantas novedades que descubrir…
Recuerdo muy bien lo movido que estuvo el mar después de la primera noche. Tamarisk y yo permanecimos tendidas en nuestras literas, temiendo más de una vez que el vaivén nos arrojara al suelo y preguntándonos si habríamos hecho bien en emprender aquella travesía.
Pero aquello pasó y pudimos levantarnos de nuevo, dispuestas a seguir explorando el ambiente que nos rodeaba. Me consoló mucho la compañía de Tamarisk y estoy segura de que a ella le ocurrió lo mismo con respecto a mí.
Nuestra amable camarera Jane nos aseguró que lo veríamos todo de otra manera en cuanto cambiara el tiempo. La bahía[7] era famosa por su costumbre de gastar bromas pesadas, pero ella la había conocido también tan apacible como un lago.
—Depende de cómo sople el viento. Bueno, señoras, pronto la dejaremos atrás y entonces podrán ustedes empezar a disfrutar.
Tuvo razón, por supuesto. Pasó la turbulencia y empezó la aventura. No tardé mucho en darme cuenta de que, a pesar de la añoranza que sentía por Crispin, el hecho de lanzarme a una nueva e insólita experiencia era la mejor manera de alejarme de mis inquietudes para, de este modo, poder analizarlas con más serenidad. Por otra parte, me alegraba de que la aventura también estuviera resultando beneficiosa para Tamarisk.
Comíamos cada día junto a la alargada mesa en compañía de otros pasajeros; muy pronto nos acostumbramos a conversar con ellos como si fuéramos amigos de toda la vida. Casi todos parecían dispuestos a contarnos sus experiencias en otros barcos y a revelarnos adónde se dirigían. Muchos de ellos abandonarían el barco en Bombay por tratarse de funcionarios del gobierno o de militares que se reincorporaban a sus puestos tras un período de permiso. Casi todos eran expertos viajeros.
Algunos iban a visitar a sus parientes en Australia o eran australianos que regresaban a casa tras haber visitado a su familia o sus amigos de Inglaterra. Aún no nos habíamos tropezado con nadie que se dirigiera a Casker’s Island… aparte de Luke Armour que, de momento, no era más que un nombre en la etiqueta de un equipaje.
El capitán era muy amable y tenía por costumbre conversar con los pasajeros siempre que se le ofrecía la ocasión.
Le gustaba saber adónde se dirigía la gente y arqueó las cejas al enterarse de que nuestro destino era Casker’s Island.
Le expliqué que íbamos a visitar a mi padre.
—Ah, ¿sí? No hay muchos pasajeros que se dirijan allí. Supongo que ya lo tendrán todo arreglado. Desembarcarán en Sidney, claro. Allí sale un barco el mismo día hacia Cato Cato y, desde allí, tomarán un transbordador que las llevará a Casker’s. ¡Menudo viajecito!
—Sí, ya nos lo han dicho.
—No hay mucha gente que se dirija allí. Creo que el transbordador no sale con mucha frecuencia de Cato Cato. Transporta mercancías y pasajeros, si hay alguno. Pero usted me ha dicho que va a ver a su padre. Seguramente tendrá algún negocio allí. De copra, supongo. Los cocos tienen muchas aplicaciones. La gente no se imagina lo útiles que son. Creo que constituyen la principal industria de Casker’s.
—o lo sé. Yo sólo sé que allí vive mi padre.
—Muy bien, pero cuidaremos de ustedes hasta Sidney. Permaneceremos allí unos días antes de iniciar la travesía de vuelta a casa. ¿Les gusta mi barco?
—Mucho.
—Confío en que todo el mundo las atienda debidamente.
—Sí, muy bien, muchas gracias.
—Me alegro.
Cuando el capitán se hubo retirado, Tamarisk comentó:
—Parece que nuestro capitán piensa que nos dirigimos a uno de los lugares más remotos de la Tierra.
Nuestra primera escala fue Gibraltar. Para entonces ya habíamos hecho amistad con el mayor Dunstan y su esposa, los cuales se dirigían a Bombay donde el mayor se incorporaría a su regimiento. Eran unos curtidos viajeros que habían hecho el viaje de ida y vuelta a la India varias veces. Creo que a la señora Dunstan le escandalizó un poco el hecho de que dos inexpertas jóvenes viajaran solas, motivo por el cual decidió vigilarnos.
Nos dijo que, al llegar a Gibraltar, en caso de que quisiéramos bajar a tierra, cosa que sin duda nos apetecería hacer, convendría que ella y su marido nos acompañaran. Un pequeño grupo abandonaría el barco y contrataría a un guía para que le mostrara un poco la ciudad. Aceptamos encantadas.
Al despertar por la mañana vimos a través de la portilla la majestuosa mole del Peñón de Gibraltar. Era un espectáculo impresionante. Salimos a cubierta para verlo mejor. Allí estaba en todo su esplendor, como una desafiante fortaleza vigilando la entrada del Mediterráneo.
El mayor Dunstan se acercó a nosotras.
—Soberbio, ¿verdad? El hecho de que nos pertenezca constituye para mí un constante motivo de orgullo.
El barco lo rodeará hacia el oeste, supongo. Ya verán. Sí, ya estamos empezando a movernos.
Permanecimos en la cubierta mientras el barco se situaba al oeste de la península en la cual se levanta Gribraltar. Allí la ladera era menos inclinada y varias hileras de casas sobresalían por encima de la muralla de defensa. Al entrar en la bahía, vimos el arsenal y las fortificaciones.
—Hay que defender este lugar —agregó el mayor—. Cuánto ajetreo allí abajo, ¿verdad?
Contemplé con asombro las pequeñas embarcaciones que se estaban acercando para saludar nuestro barco. Desde una de ellas, varios chiquillos nos miraban con expresión suplicante.
—Quieren que les arrojen monedas al agua para que ellos puedan zambullirse y atraparlas: No debieran permitirlo. Es muy peligroso.
Me compadecí de ellos. Parecían ansiosos de que les echaran algo. Algunos pasajeros les arrojaron monedas y ellos se lanzaron al agua y nadaron como peces mostrando con aire triunfal las monedas cada vez que conseguían atraparlas. Ahora ya se veía la ciudad. Parecía muy pintoresca e interesante. Ni Tamarisk ni yo habíamos visto jamás un lugar como aquél.
—Tendremos que dirigirnos a tierra en una de estas pequeñas embarcaciones —nos explicó el mayor—. El barco es demasiado grande para acercarse al puerto. Estarán ustedes a salvo con nosotros. Tengan cuidado con esta gente. Tienen costumbre de cobrar más de la cuenta a los turistas.
Cruzamos la bahía a bordo de una de las pequeñas embarcaciones, bajo la protección de nuestros amigos los Dunstan y los demás componentes del grupo. Fue una experiencia emocionante que me hizo olvidar momentáneamente todas mis preocupaciones. Comprendí que lo mismo le debía de ocurrir a Tamarisk. Era bueno que pudiéramos disfrutar de una tregua, por muy corta que ésta fuera.
Una vez en tierra, nos vimos inmediatamente rodeados por la muchedumbre. Varios pasajeros del barco se mezclaban con las gentes del lugar. Había muchos musulmanes que, vestidos con sus chilabas, fezes y turbantes, conferían un toque de exotismo al ambiente. Abundaban también los españoles, los griegos y los ingleses. Todos ellos armaban un gran alboroto y hablaban a gritos entre sí.
En las angostas callejuelas se levantaban los tenderetes en los que se exhibían toda clase de mercancías… baratijas, anillos, pulseras, collares y artículos de marroquinería entre los que destacaban unos grandes bolsos de suave piel con dibujos delicadamente repujados; las tahonas en las que se cocía el pan más bien semejaban cuevas y exhibían al público unas hogazas adornadas con pequeñas semillas de color negro. También se vendían fezes, turbantes y sombreros de paja, zapatos, sandalias morunas, algunas de ellas con las punteras curvadas hacia arriba, y suaves babuchas de piel.
Tamarisk se detuvo ante uno de los tenderetes, fascinada por uno de los sombreros. Era un sombrero de paja como los de los barqueros, ribeteado con una cinta azul y adornado con un ramito de nomeolvides.
Lo tomó mientras el vendedor la miraba y la señora Dunstan la observaba con aire levemente divertido.
—Usted no se puede poner eso, querida —le dijo la señora Dunstan.
Yo conocía a Tamarisk lo suficiente como para saber que bastaba con que alguien le dijera que no podía hacer alguna cosa para que pusiera especial empeño en hacerla.
Tamarisk se puso el sombrero y el hombre del tenderete la contempló con admiración, clavando en ella sus penetrantes ojos negros. Después juntó las manos y elevó los ojos al cielo, dando a entender con ello el arrobamiento que le había producido la belleza de Tamarisk, tocada con aquel sombrero de paja.
Se la veía más joven y me hacía recordar a la Tamarisk colegiala. La pesadilla de los últimos meses la había dejado intacta… de momento.
—Es divertido —aseguró—. Me lo quiero comprar. ¿Cuánto vale?
La señora Dunstan se acercó a ella y se inició un pequeño regateo, que aquélla cerró autoritariamente, contó el dinero que Tamarisk había conseguido cambiar y Tamarisk se puso el sombrero, guardándose en el bolso el pequeño tocado que llevaba. Proseguimos nuestra marcha.
El mayor nos dijo que teníamos que ver los monos de Berbería. Era algo absolutamente esencial. Tendríamos que practicar un poco el alpinismo, pues vivían en las laderas más altas.
—Son muy graciosos. Llevan cientos de años aquí. Queremos que gocen de buena salud. Hay una leyenda según la cual, mientras los monos estén aquí, los británicos también lo estarán. Una tontería, por supuesto, pero estas cosas influyen en la gente. Por lo tanto, nos interesa que los monos estén sanos.
Eran ciertamente unos animalitos muy graciosos y vivarachos que miraban con ojillos inquisitivos y estaban acostumbrados a los visitantes, pues, tal como había dicho el mayor, cuando uno va a Gibraltar tiene que ir a ver a los monos.
Se acercaron a nosotros casi con aire juguetón y sin el menor temor. Al parecer, les gustaba llamar la atención y la presencia de los visitantes constituía para ellos una fuente de diversión.
—Cuidado con lo que llevan —nos advirtió la señora Dunstan—, tienen la costumbre de quitarte las cosas y huir con ellas.
Mientras hablaba, se acercó uno de los monos sin que nos diéramos cuenta. De pronto, Tamarisk lanzó un grito. El mono le había arrebatado el sombrero de la cabeza y había escapado con él.
—¡En fin! —balbució Tamarisk mientras los demás nos reíamos de su desconcierto.
—Era muy vistoso —dijo la señora Dunstan—. Habrá despertado su curiosidad. No importa. Ahora ya no hay remedio.
Seguimos caminando y, no habíamos llegado demasiado lejos, cuando se acercó un hombre corriendo con el nuevo sombrero de Tamarisk en la mano.
—Vi lo que ocurrió —dijo el hombre riéndose—. Perdió usted el sombrero. El mono fue muy rápido. Son casi humanas estas criaturas. Se detuvo cerca de mí y se volvió a mirar. Eso me ofreció la oportunidad de quitarle el sombrero.
—¡Qué listo ha sido usted! —exclamó Tamarisk. Todo el mundo se rió. Otras personas se nos acercaron.
—Ha sido divertidísimo —comentó una de las damas—. El mono se ha quedado perplejo y después se ha encogido de hombros y ha echado a correr.
—Es un sombrero muy favorecedor —dijo el desconocido, mirando con una sonrisa a Tamarisk.
Era alto, rubio y muy bien parecido, y tenía unos modales extremadamente amables.
—No sé cómo darle las gracias —dijo Tamarisk.
—Ha sido muy fácil. El muy taimado sólo ha podido disfrutar de su trofeo unos segundos.
—Me alegro de haberlo recuperado.
—Bueno —terció la señorita Dunstan—, bien está lo que bien acaba. Pero yo de usted no me lo volvería a poner, Tamarisk. La segunda vez puede que no tuviera a mano a un galante libertador.
Proseguimos nuestro camino en compañía del desconocido. Yo estaba segura de que debía pertenecer al grupo de pasajeros del barco.
La señora Dunstan confirmó mi suposición, diciendo:
—Usted viaja en el Queen of the South, claro.
—Sí —contestó el hombre—. Parece que casi toda la gente que hoy está en Gibraltar viaja en el Queen of the South.
—Siempre ocurre lo mismo cuando el barco hace escala —añadió el mayor.
—Creo que ya sería hora de que empezáramos a bajar —dijo la señora Dunstan—. Podríamos tomarnos un refresco. ¿Qué te parece aquel sitio donde estuvimos la última vez, Gerald? —preguntó, dirigiéndose a su marido—. ¿No te acuerdas? Te gustaron mucho aquellos pastelillos especiales que tenían.
—Me acuerdo muy bien —contestó el mayor—. Y estoy seguro de que a todos les gustaría probarlos. Podemos ver pasar el mundo mientras descansamos.
Bajamos en compañía del desconocido, nos dirigimos al café y seis de nosotros nos sentamos en un lugar desde el cual se podía ver la calle. El rubio se acomodó entre Tamarisk y yo.
Pedimos café con pastas.
—Es curioso que en el reducido espacio de un barco no conozcamos a todos los compañeros de viaje —dijo Dunstan.
Era una clara invitación al joven para que se presentara.
—Me llamo Luke Armour —dijo el desconocido—. Y voy a Sidney.
Tamarisk y yo nos miramos muy contentas.
—Qué interesante… —dijo Tamarisk.
La señora Dunstan la miró como preguntándole, ¿en qué sentido?
Tamarisk lo explicó:
Vimos la etiqueta de su equipaje el día en que embarcamos. Sus maletas estaban amontonadas junto con los de los demás pasajeros. Vimos que se dirigía a Casker’s Island.
—Así es —dijo el rubio en tono expectante.
—Y el caso es que nosotras también nos dirigimos allí.
—¿De veras? ¡Cuánto me alegro! Deben de ser ustedes las únicas, aparte yo mismo. ¿Y por qué van allí?
—Mi padre vive en la isla —contesté yo—. Vamos a verle.
—Ya.
—¿La conoce usted bien? —le pregunté.
—Jamás he estado allí.
—La gente siempre se extraña cuando se entera de que vamos allí —dijo Tamarisk.
—Bueno, es que casi nadie sabe nada sobre esta isla. Yo he intentado averiguar algo, pero parece ser que no hay mucho que averiguar. Sólo sé que es una isla descubierta por un hombre apellidado Casker hace unos trescientos años. El hombre vivió allí hasta su muerte. Por eso se llama Casker’s Island. ¿Dice que su padre vive allí?
—Sí, y nosotras vamos a verle.
El hombre me miró con expresión inquisitiva, como extrañándose de que yo supiera tan pocas cosas sobre el lugar en el que vivía mi padre. Sin embargo, debió de comprender que mis relaciones con mi padre eran un tanto insólitas y tuvo la delicadeza de no seguir indagando.
—¿Cómo se desplazará allí? —le pregunté.
—Parece que sólo hay un medio. Desembarcar en Sidney, tomar un barco hasta un lugar llamado Cato Cato y, desde allí, tomar el transbordador hasta Casker’s.
—Es lo que vamos a hacer nosotras.
—Bueno, es agradable encontrar a alguien que vaya a este sitio tan poco conocido.
—Bastante consolador —dijo Tamarisk.
—Estoy de acuerdo —añadí yo con una sonrisa.
Ambas nos alegrábamos de haber descubierto la identidad de Luke Armour y de que éste fuera tan simpático.
Luke estaba muy bien informado y nos dijo que, cuando visitaba lugares desconocidos, le gustaba aprender todo lo que podía sobre ellos. Por eso lamentaba no haber podido averiguar gran cosa sobre Casker’s.
—Ver mundo es maravilloso —dijo—. Conoces ciertos lugares por lo que te han contado en la escuela, pero los lugares sólo cobran vida cuando los ves en la realidad. Me gusta imaginarme la llegada de Tarik ibn Ziyad a este lugar hace muchos años… en él, si no me equivoco. Hace casi mil doscientos años. ¡Imagínense! Como a los ingleses el nombre de Yebel Tarik (monte de Tarik) les resultaba demasiado enrevesado para su gusto, el nombre se transformó en Gibraltar[8]. Y ahora este lugar se encuentra en manos británicas… y es la única entrada al Mediterráneo desde el océano Atlántico, por lo que hay que defenderlo como una de las fortalezas más importantes del mundo.
—¡Muy cierto! —dijo el mayor—. ¡Ojalá permanezca mucho tiempo en nuestras manos!
—Y ahora —dijo la señora Dunstan—, si todo el mundo ha terminado, creo que ya es hora de que regresemos a nuestro barco.
Aquella noche todo el mundo estaba muy cansado. Tamarisk y yo permanecimos tendidas en nuestras literas, comentando las aventuras de la jornada.
—Ha sido maravilloso —dijo Tamarisk—. Es lo mejor que…
—Muy interesante —convine yo.
—Los momentos más emocionantes han sido cuando Luke Armour se ha presentado con el sombrero y cuando ha dicho que el nombre que figuraba en la etiqueta del equipaje era el suyo. ¡Y se dirige a Casker’s! ¿No te parece maravilloso?
—Bueno, ya sabíamos que tenía que estar en el barco.
—Pero es curioso que fuera él quien le arrebatara mi sombrero al maldito mono. Ha sido tremendamente emocionante. Y después, cuando nos ha dicho quién era, he sentido deseos de romper a reír. Es simpático, ¿verdad? Tiene algo.
—Todavía no lo conoces.
—Bueno, pero lo conoceré —dijo—. Estoy firmemente decidida… y no creo que él tenga nada en contra.
*****
A partir de aquel momento, le vimos muy a menudo. No nos explicó por qué razón iba a Casker’s y nosotras no se lo preguntamos. Como los tres nos dirigíamos al mismo sitio, sabíamos que ya nos enteraríamos a su debido tiempo.
Nos atraíamos mutuamente. Solíamos sentarnos a conversar en la cubierta. Luke sabía muchas cosas sobre las islas, pues había vivido varios años en las Antillas y un año en Borneo; sin embargo, Casker’s era un lugar mucho más remoto y no sabía apenas nada de él.
Cuando llegamos a la siguiente escala, que era Nápoles, ya nos habíamos hecho muy amigos, por cuyo motivo él se ofreció a acompañarnos a las ruinas de Pompeya. La señora Dunstan, que también había cultivado la amistad de Luke Armour, no puso ningún reparo.
Fue un día muy interesante e instructivo. Luke Armour ya nos había dicho que le gustaba estar informado sobre los lugares que visitaba y la verdad es que nos contó un montón de cosas y nos hizo revivir el trágico año de nuestra era, en que el Vesubio entró en erupción, destruyendo las prósperas ciudades de Herculano y Estabia. Las ruinas parecieron cobrar vida y yo me imaginé el pánico y desconcierto de los habitantes tratando de huir de aquella destrucción.
Cuando regresamos al barco, Tamarisk comentó:
—¡Qué serio es nuestro Luke Armour! Se le veía muy entusiasmado por todas aquellas antiguas ruinas y por la gente que vivió allí.
—¿No te ha parecido interesante?
—Sí, pero exagera un poco. A fin de cuentas, todo eso pertenece al pasado, ¿no?
—Es muy serio. Me gusta.
—Nuestro encuentro con él fue muy divertido… pero ahora parece…
—Está claro que no es amante de las frivolidades, aunque yo pensaba que a estas alturas serías un poco precavida con las personas que son aparentemente encantadoras, pero que, en el fondo, carecen de valor.
Más tarde lamenté habérselo dicho. Mis palabras le hicieron efecto y se pasó varias horas bastante apagada. Sin embargo, cuando volvimos a ver a Luke Armour, estuvo muy amable con él.
*****
Ambas estábamos deseando cruzar el canal de Suez y no sufrimos ninguna decepción. Me encantaron las doradas orillas y la ocasional visión de los pastores cuidando de sus rebaños. Parecían imágenes sacadas de la Biblia que teníamos en Lavender House. Vimos también algunos camellos avanzando con paso desdeñoso por la arena y unos hombres con largas vestiduras y sandalias, cuya presencia añadía a la escena un toque extremadamente pintoresco.
Fue muy agradable contemplar aquel espectáculo sentadas tranquilamente en cubierta.
Luke Armour se acercó y se sentó a mi lado.
—Estimulante, ¿verdad? —me preguntó.
—Es una experiencia maravillosa. Nunca pensé ver nada semejante.
—¡Qué hazaña tan extraordinaria… la construcción de este canal! ¡Y qué ventaja para la navegación!
—En efecto.
—Bueno, y nosotros seguimos adelante con nuestra travesía.
—Debe de estar usted muy acostumbrado a viajar. Imagínese qué experiencia para los que nunca la habían vivido.
—La primera vez que se hace una cosa siempre tiene algo especial.
—Sí. Me pregunto cómo será el otro barco.
—No tan grande como éste y menos cómodo, supongo. El Golden Dawn que nos llevará a Cato Cato puede que se le parezca, aunque será mucho más pequeño. Y tengo cierta experiencia con los transbordadores. No son tan buenos.
—Habrá conocido usted muchos lugares en sus viajes de negocios.
—Sí, lugares muy exóticos. Como su padre.
Dudé un poco, pero después decidí contárselo, sabiendo que, a su debido tiempo, se enteraría puesto que también se dirigía a Casker’s Island.
—Nunca he visto a mi padre —le expliqué—. Se fue de casa cuando yo era demasiado pequeña para recordarlo. El y mi madre se divorciaron. Mi madre murió hace algún tiempo y yo vivo con mi tía. Ahora voy a verle.
Luke asintió con la cabeza con semblante muy serio y ambos permanecimos en silencio un buen rato.
—Supongo que se estará preguntando qué asuntos me llevan allí —dijo Luke al final—. Soy misionero —al ver mi expresión de asombro, me preguntó riéndose—: Le extraña, ¿verdad?
—¿Extrañarme? ¿Por qué?
—La gente suele extrañarse a veces. Supongo que porque parezco un hombre corriente que se dedica a negocios corrientes. No doy la imagen de lo que soy.
—Me parece una tarea muy estimable.
—Lo considero mi destino… por así decirlo.
—Y por eso se dirige a estos lugares tan lejanos.
—Para difundir la fe cristiana. Tenemos una misión en Casker’s Island con sólo dos personas… unos hermanos llamados John y Muriel Havers. Se han instalado allí hace poco y tienen dificultades. Por eso voy a echarles una mano, si puedo. Ya lo he hecho en otro sitio… y ahora intentaré hacer lo mismo allí.
—Debe de ser muy agradable cuando se alcanza el éxito.
—Todo es agradable cuando se alcanza el éxito.
—Pero, en este caso, mucho más.
—Procuramos ayudar a la gente en todo lo que podemos. Les enseñamos medidas de higiene, el cultivo de las plantas más adecuadas para la tierra… y procuramos que aprendan a llevar unas existencias útiles y provechosas. Tenemos intención de construir una escuela.
—¿Son amables los nativos?
—Por regla general, lo son, aunque a veces recelan un poco y se comprende. Nosotros les queremos dar a conocer la doctrina cristiana… y queremos que aprendan a perdonar a los enemigos y a amarse los unos a los otros.
Me empezó a hablar de sus proyectos e ideales y me sentí atraída por su celo.
—Tengo mucha suerte —añadió—. Puedo hacer el trabajo que más me gusta. Mi padre me dejó una pequeña renta y, por consiguiente, soy más o menos libre. Ésa es la vida que he elegido.
—Tiene suerte de saber lo que quiere hacer en la vida —le dije.
—¿Y usted y la señora Marchmont?
—Bueno… tuvimos ciertas dificultades en casa y pensamos que eso nos podría ser beneficioso.
—Había intuido una cierta tristeza… incluso en la señora Marchmont.
Esperó, pero yo no le dije nada más. Poco después, se retiró.
Tamarisk me estaba esperando en el camarote para salir.
—Acabo de hablar con Luke Armour —le dije—. Me ha dicho que es misionero.
—¿Cómo?
—Es misionero y piensa trabajar en Casker’s Island.
—¿Quieres decir en la conversión de los nativos?
—Algo así.
Tamarisk hizo una mueca.
—¿Sabes una cosa?, cuando recuperó mi sombrero, pensé que lo íbamos a pasar bien con él.
—Puede que lo pasemos.
—No tenía ni idea —dijo Tamarisk—. Pensaba que era un hombre corriente. Creo que lo voy a llamar san Lucas.
—Eso me suena un poco a blasfemia.
—¡Mira que ser misionero! —Musitó Tamarisk por lo bajo.
Estaba claro que había sufrido una decepción.
*****
Los días transcurrían casi todos de la misma manera hasta que hacíamos escala en algún puerto; entonces nos sumergíamos en las nuevas impresiones de un mundo que parecía muy distante de Harper’s Green.
Mí amistad con Luke Armour se iba consolidando cada vez más. Era un compañero extremadamente encantador y divertido, contaba interesantes historias sobre los lugares que había visitado y raras veces hablaba de su vocación a no ser que se le hiciera alguna pregunta concreta. Una vez me dijo que, cuando la gente se enteraba de su vocación, su actitud hacia él cambiaba de inmediato. Algunos lo esquivaban y otros le pedían que les diera sermones. Había observado que la actitud de la señora Marchmont no era la misma desde que sabía que era misionero.
Tamarisk se había llevado efectivamente una sorpresa. Le había encantado la forma en que él había arrebatado el sombrero al mono y se lo había devuelto. Me comentó que era una manera interesante de iniciar una amistad, sobre todo, teniendo en cuenta que él también se dirigía a Casker’s Island. Me sorprendía que, después de sus recientes experiencias, pudiera pensar en coqueteos. Seguramente se preguntaba ahora cómo podía coquetear con un misionero.
Todo lo que ha ocurrido no la ha hecho cambiar, pensé para mis adentros.
Los Dunstan nos dejaron en Bombay y creo que hubo una cierta tristeza en la despedida por ambas partes. Habían sido muy buenos amigos y nos habían iniciado en todos los secretos de la existencia a bordo de un barco.
En cuanto ellos se fueron, Tamarisk y yo bajamos a tierra con un grupo de conocidos. Nos sorprendió la belleza de los edificios y la pobreza de las calles. Había mendigos por todas partes. Hubiéramos querido darles algo, pero no podíamos ayudar a todos los que nos rodeaban; pensé que tardaría mucho tiempo en olvidar aquellos suplicantes ojos negros. Las mujeres con sus saris de vistosos colores y los hombres vestidos con elegantes trajes se mostraban indiferentes ante la apurada situación de los mendigos, y el contraste entre la riqueza y la pobreza resultaba no sólo doloroso sino también deprimente.
En Bombay vivimos una aventura que a punto estuvo de acabar en desastre. Estábamos recorriendo las angostas callejuelas con el grupo de pasajeros del barco. Los Dunstan nos habían dicho que era imprudente bajar a tierra sin nuestros compañeros del barco, insistiendo en que no fuéramos solas a ninguna parte. En las callejuelas había toda clase de tenderetes. A Tamarisk solían llamarle siempre la atención y yo debo confesar por mi parte que los artículos me intrigaban. Había objetos de plata, saris con preciosos bordados, baratijas y toda clase de objetos de cuero.
A Tamarisk le gustaron especialmente unas pulseras de plata. Tomó algunas, se las probó y decidió comprarlas. Hubo ciertas dificultades con el dinero y, una vez finalizada la transacción, descubrimos que habíamos perdido de vista a los demás componentes del grupo.
Agarré a Tamarisk del brazo y le dije:
—Los otros se han ido. Tenemos que encontrarles en seguida.
—¿Por qué? —contestó Tamarisk—. Podemos encontrar algún medio de transporte que nos traslade al barco con la misma facilidad con que lo harán ellos.
Seguimos recorriendo las calles. Estábamos con una tal señora Jennings que había vivido en Bombay y conocía bien la ciudad. Nos había acogido bajo su protección y, ahora que habíamos perdido de vista al grupo, yo no podía evitar sentir una cierta inquietud.
Había enormes multitudes por todas partes y no era fácil abrirse camino entre la gente que nos empujaba. Al llegar al final de la calle, no vi a nadie de nuestro grupo.
Miré angustiada a mi alrededor, pero no vi ningún vehículo que nos pudiera trasladar al barco.
Un chiquillo tropezó conmigo y otro pasó corriendo por mi lado. Me quedé un poco sorprendida. Cuando desaparecieron, me di cuenta de que el bolsillo en el que llevaba el dinero ya no colgaba de mi brazo.
—Nos han robado el dinero —grité—. ¡Fíjate en la hora que es! El barco zarpará dentro de una hora y nos dijeron que subiéramos a bordo media hora antes.
Ambas nos asustamos. Nos encontrábamos en un país desconocido y sin dinero, estábamos bastante lejos del barco y no teníamos ni idea de cómo regresar.
Les pregunté a dos personas el camino del puerto. Me miraron sorprendidos sin comprender. No sabían de qué les hablaba. Busqué desesperadamente algún rostro europeo.
Varias posibilidades cruzaron por mí mente. ¿Qué podíamos hacer? Nuestra situación era desesperada… y todo por culpa de la compra de Tamarisk.
Subimos por otra calle más ancha.
—Probemos por aquí —dije.
—No vinimos por este camino —replicó Tamarisk.
—Tiene que haber alguien que nos indique el camino del puerto.
Justo en aquel momento le vi y le llamé a gritos:
—¡Señor Armour!
Luke se acercó corriendo a nosotras.
—He visto a la señora Jennings —nos dijo—. Me ha dicho que se habían extraviado ustedes en el mercado y he salido en su busca.
—Hemos perdido el dinero —le explicó Tamarisk—. Unos chicos desalmados nos lo robaron.
—No es prudente ir solas por estas calles.
—¡Cuánto me alegro de verle! —dijo Tamarisk—. ¿Tú no, Fred?
—¡Ya se puede usted figurar! Tenía un miedo espantoso.
—¿Miedo de que zarpáramos sin ustedes? Hubiera ocurrido, por supuesto.
—Es usted nuestro salvador, señor Armour —dijo Tamarisk, asiéndole del brazo y mirándole con una sonrisa—. Ahora nos conducirá al barco, supongo.
—Tendremos que ir un rato a pie y después tomaremos un vehículo —dijo Luke—. Aquí no hay nada de interés. Pero no estamos muy lejos del muelle.
Mi alivio era inmenso. La perspectiva de quedarnos solas en aquel lugar nos aterraba a las dos; menos mal que, de pronto, había aparecido nuestro libertador y nos había salvado.
—¿Cómo pudo encontrarnos tan pronto? —preguntó Tamarisk.
—La señora Jennings me dijo que las había perdido en el mercado. Conozco el lugar y adiviné hacia dónde se habrían dirigido… basándome en las indicaciones de la señora Jennings. Decidí recorrer la zona y, como ven, dio resultado.
—Es la segunda vez que viene usted en mi ayuda —le recordó Tamarisk—. Primero lo del sombrero y ahora esto. Espero tenerle a mano la próxima vez que me encuentre en peligro.
—Espero encontrarme siempre a mano para ayudarla cuando me necesite —contestó él.
Experimenté una sensación casi de felicidad cuando subimos por la escalerilla del barco. Había sido un rescate prodigioso y todavía me estremecía al pensar en la otra alternativa. Me alegraba también de que nos hubiera salvado Luke Armour, por quien sentía una creciente simpatía.
Tamarisk también le tenía simpatía, aunque seguía llamándole san Lucas.
Su actitud hacia él había vuelto a cambiar. En una o dos ocasiones la vi en la cubierta con él. Yo solía unirme a ellos y los tres nos pasábamos un buen rato conversando animadamente.
Se acercaba el momento en que deberíamos abandonar el barco; Tamarisk se alegraba de que no fuéramos las únicas en dirigirnos a Casker’s Island y de que nos acompañara san Lucas. Era un hombre muy ingenioso y sin duda nos ayudaría muchísimo.
Tamarisk me dijo que Luke le había explicado incluso lo que iba a hacer en Casker’s Island. No tenía ni idea de lo que encontraría allí, pero estaba seguro de que sería algo totalmente distinto de cualquier otro lugar que hubiera conocido. La misión estaba en sus comienzos y la fase inicial era siempre la más difícil. Tendrían que hacerle comprender a la gente que pretendía ayudarla y no entrometerse en sus asuntos.
—Es un hombre singular —me dijo Tamarisk—. Jamás conocí a nadie como él. Es muy sincero y honrado. Le conté todo lo que me había ocurrido, mi enamoramiento de Gaston… la boda… y todo lo demás… incluso el asesinato de Gaston. Me escuchó con mucha atención.
—Es una historia que cualquiera escucharía con atención, supongo —dije yo.
—Me pareció que comprendía mis sentimientos… la angustia de no saber… de preguntarme quién pudo hacerlo… y de encontrarme yo misma bajo sospecha. Dijo que la policía no debe de sospechar de mí, ya que, en tal caso, no me hubieran permitido abandonar el país. Le contesté que, al parecer, todos estábamos a salvo… yo, mi hermano y el hombre a cuya hija había seducido Gaston. Por eso nos resultaba tan angustioso el hecho de no saber nada. Le dije que, a mi juicio, era alguien perteneciente al pasado de Gaston, alguien que debía de tener alguna cuenta pendiente con él… Me prometió rezar por mí y yo le dije que rezaba mucho sin que hasta ahora mis plegarias hubieran surtido demasiado efecto, pero que tal vez las suyas serían más eficaces porque él tenía unas relaciones privilegiadas con los de arriba. Pareció que se molestaba un poco.
—No hubieras tenido que decírselo.
—Lo comprendí más tarde, pero, en cierto modo, hablaba en serio. Es tan bueno que es lógico suponer que sea mejor escuchado que yo. Si hay justicia, así debe ser. Es la clase de persona cuyas plegarias deberían ser escuchadas y estoy segura de que reza por los demás con tanta insistencia como por sí mismo. Es un buen hombre nuestro san Lucas. Le aprecio de verdad.
Estábamos recorriendo la costa australiana… primero Fremantle y después Adelaida y Melbourne, lo cual significaba que muy pronto abandonaríamos el Queen of the South.
Al final, llegamos al espléndido puerto que, al decir del capitán Cook, era uno de los más bellos del mundo. Fue maravilloso pasar a través de los Heads y contemplar la ciudad que no mucho tiempo antes había sido una simple colonia, extendiéndose majestuosamente ante nuestros ojos.
No tuvimos tiempo de ver muchas cosas porque en todo el barco reinaba el normal ajetreo de la inminente travesía de vuelta. Nos teníamos que despedir de las personas con las que habíamos viajado a lo largo de todas aquellas semanas y con las que nos habíamos sentado a comer tres veces al día.
—A nuestras amistades de casa no las vemos tan a menudo —le comenté a Tamarisk.
—Ahora desaparecerán de nuestras vidas para siempre y casi todas ellas se convertirán en un simple recuerdo.
Luke Armour actuó con mucha diligencia. Quería asegurarse de que trasladaran todo nuestro equipaje al Golden Dawn y de que los tres subiéramos a bordo juntos.
Fue una lástima que no pudiéramos visitar Sidney con más detenimiento… lo poco que vimos nos permitió comprender que era una ciudad muy hermosa. Sin embargo, lo más importante para nosotras era proseguir satisfactoriamente nuestro viaje.
—¡Qué eficiente es nuestro santo varón! —dijo Tamarisk.
Siempre se advertía un tono de burla en su voz cuando hablaba de Luke. Y lo más curioso era que le apreciaba, pero el hecho de que hubiera decidido seguir su vocación no le permitía considerarle un hombre como los demás.
Al final, subimos a bordo del Golden Dawn para cubrir la última etapa de nuestro viaje. Se trataba de un buque de carga que transportaba ocasionalmente algún pasajero.
La travesía del mar de Tasmania fue bastante movida, por lo que nos pasamos casi todo el rato en la cama hasta que finalmente llegamos a Wellington. Nuestra estancia allí fue muy breve, justo el tiempo necesario para descargar y cargar las mercancías. Inmediatamente zarpamos hacia Cato Cato.
Siguió un día de mucha calma y calor en el que nos pasamos el rato sentadas en la cubierta, contemplando el apacible mar en cuya transparente superficie saltaban de vez en cuando los peces y los graciosos delfines jugaban alegremente entre sí.
Luke nos habló de su infancia en Londres. Su padre era un hombre de negocios muy conocido en los círculos financieros. Quiso que Luke y su hermano mayor siguieran sus pasos, pero Luke tenía otras ideas. A la muerte de su padre, heredó el suficiente dinero como para poder entregarse a su vocación y el hermano mayor se hizo cargo del negocio.
A Luke no le gustaban los negocios de su padre, aunque reconocía que, gracias a ellos, había podido dedicarse a lo que más deseaba en la vida. Puesto que su hermano había cumplido los deseos de su padre, él consideraba que podía seguir su camino con la conciencia tranquila.
—O sea —dijo Tamarisk con el típico tono de chanza que solía emplear cuando hablaba con Luke— que no le gustan los negocios de su padre, pero reconoce que, gracias a ellos, puede pasarse la vida haciendo lo que le apetece. ¿Y eso está de acuerdo con su conciencia?
—Comprendo a qué se refiere —dijo Luke con una sonrisa—, pero creo que en la vida hay que aplicar la simple lógica. Mis ingresos, que me permiten dedicarme a lo que quiero, proceden de un negocio en el que no deseo trabajar. Pero no veo ninguna razón lógica por la cual este dinero no pueda servir para promover algo en lo que yo creo.
—Supongo —dijo Tamarisk a regañadientes— que no me quedará más remedio que decir que el razonamiento es sensato.
—Espero que jamás me diga nada que no crea.
Así transcurrían los días. Tamarisk bromeaba constantemente con Luke y ambos parecían divertirse con el juego.
A su debido tiempo, llegamos a la isla de Cato Cato donde dejaríamos el Golden Dawn y aguardaríamos el transbordador para trasladarnos a Casker’s Island.
*****
Cato Cato era una pequeña isla, pero, cuando llegamos, rebosaba de actividad. Al llegar el Golden Dawn, nos acogieron con gritos de bienvenida. Unas pequeñas embarcaciones salieron a recibirnos y los pasajeros fueron conducidos a tierra antes de que comenzara la descarga de las mercancías.
Nos rodeaba una muchedumbre que gritaba y gesticulaba. La llegada del barco había provocado un alboroto y todos querían mostrarnos las cosas que tenían a la venta. Había piñas, cocos, objetos de madera labrada e imágenes de piedra de misteriosos y temibles dioses o guerreros. Las altas palmeras crecían en abundancia y la vegetación que nos rodeaba era impresionante.
Luke dijo que lo primero que teníamos que hacer era buscar un hotel donde pudiéramos alojarnos hasta que llegara el transbordador. En cuanto nos instaláramos, trataría de averiguar para cuándo se esperaba el barco.
Por suerte, encontramos a un hombre dispuesto a servirnos de guía. Hablaba un poco el inglés, pero se expresaba también con la mímica.
—¿Hotel? —preguntó—. Oh, sí, yo enseñar. Bonito hotel… señor y señoras… bonito hotel. Transbordador venir. No hoy —añadió, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. No hoy.
Cargó nuestro equipaje en una carretilla y la empujó entre la gente que estaba empezando a congregarse a nuestro alrededor, indicándonos por señas que lo siguiéramos. Varios niños sin el menor retazo de ropa sobre los morenos cuerpos se detuvieron con asombro a nuestro paso mientras el guía volvía repetidamente la cabeza para cerciorarse de que lo seguíamos.
—Ustedes venir —gritó, empujando resueltamente la carretilla hacia un blanco edificio de piedra que se levantaba a unos cuantos cientos de metros de la playa—. Bonito hotel. Muy bueno. El mejor de Cato. Ustedes venir. Ustedes gustar.
Entramos a una sala donde la temperatura era mucho más fresca que en el exterior. Una voluminosa mujer de piel muy oscura, brillantes ojos negros y dientes deslumbradoramente blancos nos acogió con una cordial sonrisa.
—Yo traer, yo traer —dijo nuestro guía—. Señor y señoras…
Después, ambos empezaron a conversar animadamente en su propia lengua.
La mujer sonreía sin apartar los ojos de nosotros.
—¿Ustedes quedarse? —preguntó.
—Sí —contestó Luke—. Tenemos que quedarnos hasta que venga el transbordador que nos llevará a Casker’s Island.
—Casker —dijo la mujer, frunciendo los labios—. Oh, no. Aquí mejor. Tengo dos… —levantó dos dedos—. ¿Dos habitaciones?
—Dos habitaciones nos irán muy bien —dijo Luke, volviéndose a mirarme—: ¿Querrán ustedes compartir una habitación?
—Ya lo hicimos en el barco —contestó Tamarisk—. Veremos cómo son.
Nos instalaron inmediatamente y, como no podíamos elegir otra cosa, nos conformamos de buen grado con lo que había. La gorda parecía muy contenta de tenernos en su hotel y sólo lamentaba que estuviéramos esperando el transbordador.
Las habitaciones eran pequeñas y un tanto primitivas, pero cada una disponía de dos camas. Había dos mosquiteras sobre las camas que la gorda nos mostró con visible orgullo.
Al final, el guía se retiró con el aire satisfecho del que sabe que ha cumplido una meritoria labor.
Averiguamos que el transbordador llegaría el viernes. Como estábamos a miércoles, nuestra estancia iba a ser muy corta.
Se nos hacía extraño estar en tierra después de habernos pasado tanto tiempo navegando. Todo constituía una novedad para nosotros. Estábamos deseando salir a ver un poco la isla, la cual sería probablemente muy parecida a Casker’s puesto que ambas distaban muy poco entre sí.
Nos dirigimos a nuestras respectivas habitaciones y sacamos de las maletas las pocas cosas que necesitaríamos durante nuestra breve estancia.
A Tamarisk le parecía todo extremadamente emocionante.
—Me gusta la gorda —dijo. Se ha alegrado de nuestra llegada, pero se ha puesto triste porque no nos vamos a quedar mucho. ¿Qué mejor bienvenida podíamos esperar?
*****
El transbordador que unía Cato Cato con Casker’s Island hacía visitas más o menos regulares, transportando a ambas islas las mercancías procedentes de Sidney. También servía para el transporte del correo.
Nos dispusimos a esperar. Hacía mucho calor, pero, por lo menos, en nuestras habitaciones se estaba más fresco que fuera.
Estábamos un poco cansados y cenamos a base de un pescado desconocido y fruta. Decidimos acostarnos temprano, sabiendo que, para explorar la isla, tendríamos que salir por la mañana o al anochecer dado que al mediodía o por la tarde hacía demasiado calor.
Tamarisk se durmió en seguida, pero yo permanecí despierta escuchando el murmullo de las olas y los acordes de un instrumento musical que alguien estaba tocando en la distancia.
Me pregunté qué estaría haciendo Crispin en aquellos momentos. ¿Y tía Sophie? Se estaría preguntando a su vez qué estaría haciendo yo. Pronto vería a mi padre. Era lo que siempre había deseado. Pero cuánto hubiera deseado estar de vuelta en Inglaterra.
«Ojalá no hubiera existido jamás aquella mujer —me repetía una y otra vez—. Ojalá no hubiera regresado».
Pero no era ése el camino. Tenía que alejarme a la mayor distancia posible. Tenía que saber adónde me dirigía y qué iba a hacer con mi vida.
De una cosa estaba segura. Jamás olvidaría a Crispin.
Miré a Tamarisk. Estaba preciosa bajo la luz de la luna con el cabello esparcido sobre la almohada; la mosquitera que la rodeaba confería a su piel un carácter translúcido. Para ella era más fácil. Quería alejarse y su único deseo era escapar y olvidar. Había cambiado un poco, pero, de vez en cuando, la antigua Tamarisk asomaba de nuevo a la superficie. Aquel viaje era justo lo que necesitaba para romper los vínculos que la ataban al pasado.
Yo pensaba que jamás lo conseguiría.
A la mañana siguiente, exploramos Cato Cato. Nuestra presencia despertó cierta curiosidad entre los nativos, a pesar de que éstos ya estaban un poco acostumbrados a los europeos. El dorado cabello de Tamarisk les llamó mucho la atención. Incluso una mujer se acercó y se lo tocó. Nadie se tomaba la molestia de disimular su curiosidad. Nos miraban sin recato y se reían como si fuéramos un regocijante motivo de diversión.
Hacía mucho calor, por lo que, después del almuerzo, permanecimos en el hotel donde nos pasamos un buen rato, contemplando el ambiente del exterior desde las ventanas.
—Ya falta menos —dijo Tamarisk—. Pronto estaremos allí. Espero que no haga tanto calor como aquí.
—Probablemente no habrá mucha diferencia —dijo Luke—. Ya se acostumbrará. Es lo que siempre ocurre.
—Usted tendrá su trabajo… su importante trabajo —dijo Tamarisk—. ¿Qué voy a hacer yo?
—Podría venir a echarme una mano. Apuesto a que ya encontraríamos algo que encomendarle.
Tamarisk hizo una mueca.
—No creo que sea la persona más idónea, ¿no le parece?
—Estoy seguro de que podría serlo si quisiera. Ambos se miraron con una sonrisa.
—¿Tú me ves a mí haciendo buenas obras? —me preguntó Tamarisk.
—Creo que podrías hacer cualquier cosa con tal de que te lo propusieras —contesté completamente en serio.
—Ya lo ve usted, san Lucas. Todavía hay esperanza para mí.