IX
Godfrey Wilmot buscaba continuamente el momento de estar a solas conmigo. Ello no era fácil, pues Mrs. Rendall conspiraba activamente para que no tuviéramos muchas ocasiones de estar juntos.
Tal vez debería reconocer que sentía cierto malvado placer importunándola, esperando que ello contribuiría a descargar un tanto el mal humor que me invadía. Procuraba alejar de mi mente cualquier idea sobre Napier, y la compañía de Godfrey me ayudaba mucho en este sentido. Por un lado él conocía mi identidad; también él era amante de la música y sentía profundo interés por el tema que absorbiera la vida de mis padres y de mi hermana, y que, en cierto modo, había causado su muerte. Me consolaba el comprobar el desarrollo de mi amistad con un hombre encantador, abierto y franco, libre de todos los complejos que, al tiempo que ejercían sobre mí una especie de fascinación, me causaban incomodidad y suma aprensión.
No hice el menor esfuerzo por esquivar la presencia de Godfrey. Solíamos reírnos juntos de la actitud de Mrs. Rendall y hacíamos planes para frustrar los rudos esfuerzos que hacía por mantenernos separados.
A veces nos veíamos en la iglesia, adonde acudía Godfrey a practicar el órgano. Yo entraba con sigilo mientras él tocaba, y así lo hice al día siguiente de mi desagradable encuentro con Napier en el bosque.
La iglesia era un bello ejemplar arquitectónico del siglo XIV, con su torre de piedra gris y sus muros cubiertos de liquen. Me detuve en el umbral a escuchar sus vibrantes notas y me conmovió profundamente la maestría del arte de Godfrey. No tenía ganas de interrumpirle y permanecí inmóvil contemplando los ventanales de vidrios polícromos, uno dedicado a Beau; el banco reservado a los Stacy; la lista de los sucesivos párrocos grabada en el muro, que empezaba en 1347 y alcanzaba hasta Arthur Rendall en 1880. El aliento húmedo y mohoso de los siglos se hacía más visible cuando la iglesia estaba vacía, y podía imaginarme a generaciones enteras de Stacys viniendo a rendir culto en aquel recinto. Pensé en el bautizo de Beau y Napier, en Sybil, que soñaba con subir al altar a encontrarse con su novio. Cuando la música alcanzó su «finale» triunfal me dirigí al órgano.
—Me alegra que haya venido —dijo—. Empezaba a estar preocupado por usted.
—¿Preocupado? ¿Por qué?
—Se me ocurrió de pronto que usted podía estar en peligro.
—¿Qué le hace pensar así?
—El caso de Mrs. Stacy. Cuando creíamos que se había fugado con su amante, la búsqueda de su hermana parecía no entrañar ningún peligro. Pero si relacionamos ambas desapariciones, está claro que tiene que haber alguien responsable de ellas. No se puede hacer desaparecer a dos personas sin matarlas. Me impresionó la idea de pensar que contábamos con un peligroso asesino entre nosotros. Al cual no creo que le gustara demasiado que se entrometieran en sus asuntos, ¿verdad? Y podría ocurrir que a la gente que no le gusta… tratara de eliminarla.
—Así que me señala usted como la próxima víctima…
—Dios no lo permita. Pero ¿no cree que hay que obrar con cautela?
—Ya veo adónde va. ¿Está pensando en alguien concreto?
—Sí.
—¿Quién es?
—El marido, por supuesto.
—Pero eso es demasiado evidente, ¿no le parece?
—Por el amor de Dios, no se trata de resolver un rompecabezas. Se trata de la vida real. ¿Quién iba a querer deshacerse de Mrs. Stacy, salvo su marido?
—Puede haber otras personas.
—Piense en los móviles. Entiendo que ella era la heredera. Él se hace con su dinero. Y al principio no estaba muy ansioso de casarse con ella.
—El dinero ya lo tenía. ¿Por qué iba a molestarse en asesinarla?
—Estaba harto de ella.
—No me gusta esta conversación. Es… poco caritativa. No tenemos derecho a continuar.
—Pero tenemos que ser prácticos.
—Si ser práctico significa difamar a personas inocentes…
—¿Pero cómo sabe usted que es inocente?
—¿No se presume inocente a una persona hasta que se demuestre su culpabilidad?
—Está usted hablando de la justicia británica. Nosotros no somos jueces… sino sólo detectives aficionados. Tenemos que contemplar todas las posibilidades.
—En tal caso, sugiero que usted es el culpable, o yo misma.
—Puede hacerlo… pero ¿dónde están los móviles?
—No serla difícil encontrarlos. Usted podría ser un primo de la familia que ha venido disfrazado y desea heredar Lovat Stacy. Mata a Edith, confiando en que su marido sea acusado del crimen y termine ahorcado, con lo que usted se convertiría en el heredero.
—No está mal —dijo—. No está nada mal. Y usted quiere entrar por matrimonio en la familia Stacy y, asesinando a Edith, despeja el camino.
—Ya ve cómo se puede inventar un caso completo a la medida de cada cual.
—Pero ¿y su hermana? ¿Dónde encaja?
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
En aquel momento tuve la sensación de que alguien nos observaba. Miré inquieta a mi alrededor. Godfrey no se había dado cuenta de nada. ¿Qué era? No podría decirlo. Una sensación extraña, misteriosa, de que alguien dos observa desde un lugar oculto, con intención malévola…
¿Qué me sucedía? No podía referir a Godfrey aquella extraña sensación. Sonaba a absurdo. Nada se oía, nada se veía: era tan sólo una sensación. Y ya me habría prevenido una vez, en el caserío abandonado, contra mis propias fantasías.
—Tenga cuidado —me dijo—. No olvide que puede haber un asesino entre nosotros.
Miré a mi alrededor, estremeciéndome.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Nada, nada…
—La he asustado. ¡Menos mal! Eso era lo que pretendía. En adelante tendrá que ser muy precavida.
No dejaba de pensar en la escena de Napier en el bosque y mi corazón se negaba a aceptar la deducción que mi cerebro me ofrecía.
—Estoy decidida a averiguar lo que ocurrió con mi hermana —dije con firmeza.
—Entre los dos lo conseguiremos —me aseguró—. Pero sea precavida. Trabajaremos en colaboración. Cualquier pista que descubramos debemos comunicárnosla inmediatamente.
No dije ni palabra referente a la historia de Alice que tanto me había turbado. Ni tampoco hice referencia a mi encuentro con Napier en el bosque.
—Tengo el pleno presentimiento de que la solución ha de buscarse por donde las excavaciones. Lo digo por su hermana. Ella fue la primera. Creo que la solución se encuentra ahí.
Le dejé que desarrollara sus explicaciones. Todo menos permitir que siguiera acumulando sospechas sobre Napier.
Una tos a nuestras espaldas nos sobresaltó de improviso. Sylvia se acercaba por el pasillo, en dirección al órgano.
—Mamá me ha mandado a por usted, Mr. Wilmot. Dice que si quiere venir a tomar el té en el salón.
* * *
Las muchachas me habían invitado a montar a caballo. Acepté encantada y nos pusimos en camino.
—Han venido unos gitanos y están acampados en Meadow Three Acres —dijo Allegra—. Una gitana ha hablado conmigo y me ha dicho que se llamaba Serena Smith. A Mrs. Lincroft no le hizo mucha gracia cuando se lo dije.
—No le hizo grada porque sabe que a sir William no le va a gustar —dijo Alice apresuradamente, saliendo en defensa de su madre.
Allegra siguió cabalgando un trecho y, girando el rostro, anunció:
—Voy a verlos.
—Dice mi madre que son la plaga del lugar —dijo Sylvia.
—Sí, claro —replicó Allegra—. Aborrece todas las cosas… divertidas. A mí me gustan los gitanos. Yo misma tengo sangre gitana.
—¿Vienen a menudo? —pregunté, recordando la reacción de Mrs. Lincroft cuando tuvo noticia de que habían llegado.
—No creo —repuso Alice—. Van rodando por el país, sin establecerse fijos en ninguna parte. ¿Se imagina? Debe ser emocionante…
—Estoy segura de que preferiría vivir en un sitio fijo.
Su mirada se hizo soñadora y me pregunté si pensaba escribir un cuento de gitanos. Cualquier día leería algunas de sus narraciones. Bien pudiera ser que, si no tenía talento para la música, tuviera dotes para la literatura. Leía mucho; era sumamente ingeniosa y tenía, indiscutiblemente, mucha imaginación. Tal vez tuviera qué hablar con Godfrey de su caso.
Allegra nos rogó que no nos entretuviéramos y nos pusimos a cabalgar a medio galope. Poco después llegábamos al campamento.
Había alrededor unos cuatro carromatos, de vivos colores, en la explanada llamada Meadow Three Acres. Pero no se veía rastro alguno de gitanos.
—No os acerquéis demasiado —advertí a Allegra.
—¿Por qué no, Mrs. Verlaine? No nos van a hacer daño.
—A lo mejor no les gusta que les miren, Hay que respetar su intimidad.
—Pero si no tienen intimidad alguna, Mrs. Verlaine. ¿Qué intimidad pueden tener una gente que viven en carromatos? Alguien debió oír nuestras voces, pues al poco rato salió una mujer de uno de los carromatos y se acercó a nosotros.
No podría decir en qué consistía, pero había en aquella mujer cierto aire de familiaridad. Tuve la sensación de haberla visto antes, aunque no podía decir dónde. Era una mujer regordeta y la blusa roja que llevaba le apretaba las carnes hasta casi reventar, encima de unos senos rollizos. La falda estaba algo desgastada por el dobladillo y sus pies y sus piernas eran de color moreno. De sus orejas colgaba un par de pendientes dorados y grandes. Su risa rompió el silencio, una risa profunda y ronca que hacía pensar que encontraba la vida divertida. Tenía una gran mata de pelo negro y rizoso y era de una belleza robusta y voluptuosa.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Venían a ver a los gitanos?
—Sí —dijo Allegra.
Mostró una dentadura blanca, destellante.
—Estás muy encariñada con los gitanos, tú, sí, la morena. ¿Y sabes por qué? Porque tú misma eres medio gitana.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Esas cosas no se dicen… Pero te voy a decir tu nombre. Es muy bonito: Allegra.
—¿Me va a decir le buenaventura?
—Conozco el pasado, el presente y el futuro.
—Creo… que deberíamos marcharnos —intervine.
Las muchachas no me hicieron caso, y tampoco la gitana.
—Allegra, la de casa Stacy. Abandonada por una madre mala. No te preocupes, cariño. Te espera un príncipe encantador y muy buena fortuna.
—¿De veras? —Dijo Allegra—. ¿Y a las demás?
—Veamos… Primero está la joven de la rectoría y la otra de casa Stacy… aunque no pertenece a la casa. Dame la mano, cariño.
—No llevamos dinero —repliqué.
—No pedimos dinero por un rato de compañía, señora. A ver…
Alice extendió una manita blanca que contrastaba con la manaza morena de la gitana.
—A… —dijo ésta—. Alice, eso es.
—Es usted maravillosa —dijo Allegra con un suspiro de admiración.
—La pequeña Alice, que vive en casa Stacy, pero que no es de la casa… aunque lo será algún día porqué hay alguien muy importante que cuidará de que así sea.
—¡Oh! —Dijo Alice—. ¡Maravilloso!
—Creo que deberíamos regresar —insistí.
La gitana me miró detenidamente, ordenándome silencio con la mano en los labios.
—Presentadme a la señora —dijo con insolencia.
—Es la profesora de música —empezó Allegra.
—¿Por qué no le dice la buenaventura a ella también…? —exclamó Alice.
—La profesora de música. ¡Tra la la…! —Dijo la gitana—. Cuidado, señora. Tenga cuidado de un hombre de ojos azules…
—¿Y qué hay de Sylvia? —exclamó Alice.
Sylvia frunció el ceño. Parecía deseosa de huir.
—Es hija del vicario y viene a clase con nosotras —explicó Alice.
—No hay que decírselo —le reprochó Allegra—. Ya lo sabe.
La intrépida gitana se volvió hacia Sylvia.
—Tú harás siempre lo que tu mamá te diga, ¿verdad, chata?
Sylvia se ruborizó y Allegra dijo en un susurro:
—Lo sabe… Tiene poderes especiales, como todos los gitanos.
—Es muy interesante —intervine—. Pero tenemos que marcharnos.
En medio de las protestas de Allegra hice señal a Alice de que diera la vuelta a su caballo, y así lo hizo.
—Más vale —dijo la gitana—. En caso de duda, más vale marcharse.
Alice y yo cabalgábamos al paso hacia la salida del campamento. Sylvia nos siguió, pero Allegra se quedaba rezagada. Pensé: «¿Es posible que esa mujer sea la madre de Allegra?». El parecido era sorprendente, y si realmente lo era, ello ayudarla a explicar el que conociera la identidad de las muchachas.
Una mujer coloradota, voluptuosa y sensual como aquélla debió ser muy atractiva quince años antes, cuando ella misma no contaba, a su vez, mucho más de quince años.
Sentí un escalofrío. ¿Deseaba realmente verme involucrada en los asuntos de Lovat Stacy? Tal era la pregunta que me formulaba en el camino de regreso.
* * *
Mrs. Rendall se presentó de nuevo en Lovat Stacy con el aire de un general que entra en combate, y Mrs. Lincroft la recibió en el salón. Yo estaba con Mrs. Lincroft, pero Mrs. Rendall hizo caso omiso de mi presencia.
—¡Es vergonzoso! —dijo—. Otra vez los gitanos aquí. Recuerdo la última vez que vinieron. Ensuciaron los campos y los caminos. Se paseaban arriba y abajo con sus cestas y sus andrajos… Es lo que le dije al vicario: «Hay que hacer algo, y cuanto antes mejor». Resulta que ahora han acampado en tierras de sir William y él es el único que puede ordenarles que se marchen. Por eso es por lo que he venido a ver a sir William, Mrs. Lincroft… Así, que le ruego que le anuncie mi visita y que me lleve a su presencia cuanto antes.
—Lo siento, Mrs. Rendall, pero sir William está muy enfermo. Ahora está descansando.
—¡Descansando a estas horas! Seguro que le interesará saber que los gitanos están de nuevo aquí. No puede consentir que se instalen en sus tierras. Creo que lo he dicho bastante claro.
Me levanté con ánimo de retirarme, pero Mrs. Lincroft me hizo señal de que me quedara.
—Lo lamento, Mrs. Rendall —repitió con la mayor firmeza—, pero sir William está muy delicado para que se le moleste con asuntos de esta clase. Debería usted hablar con Mr. Napier Stacy, Es el que se ocupa de todo, ya lo sabe usted.
—¡Mr. Napier Stacy! —Exclamó Mrs. Rendall—. Pues claro que no le hablaré. Hablaré con sir William, y le agradeceré, Mrs. Lincroft, que le anuncie mi visita.
—Él no me lo agradecerá, Mrs. Rendall. Ni tampoco el doctor, que ha dado órdenes de que no se le moleste.
—El vicario y yo estamos resueltos a hacer algo.
—En ese caso, hable usted con Mr. Napier Stacy.
Mrs. Rendall nos dirigió sendas miradas coléricas y salió.
Dos días más tarde encontré un sobre sellado en mi alcoba dirigido a mí. Lo abrí y leí:
«Querida C.:
¿Puede venir esta noche a la granja a las 6.30? Tengo algo importante que decirle.
G. W».
«¡Qué concisión!» pensé. Era la primera vez que recibía una carta de Godfrey y pensé que habría considerado que las seis y media era una hora conveniente, pues nos permitiría charlar tranquilamente hasta la hora en que regresáramos, él a la vicaría y yo a Lovat Stacy, para cenar.
Salí de la casa y llegué allí pocos minutos antes de la hora convenida. Reinaba una gran tranquilidad y no vi a nadie por el camino. Y pensé que aquélla era una de las horas más tranquilas, la hora en que el día aún claro faltaba poco para anochecer.
Entré en la granja y al no ver allí a Godfrey subí hasta el primer piso para esperar desde allí su llegada.
Me situé junto a una de aquellas ventanas de vidrios emplomados y dirigí la mirada hacia las excavaciones, pensando en Roma, describiendo mentalmente cien escenas distintas de nuestra infancia. Trataba de imaginar, a partir de todo cuanto de ella sabía, lo que pudo haber hecho el día de su desaparición.
El tiempo pasaba lentamente. Pasaban ya cinco minutos de las 6.30. Godfrey no tenía por costumbre llegar tarde. Me había dado cuenta de que era una de las personas más puntuales que conocía. Sonreía al imaginármelo, a la salida de la vicaría, siendo interceptado por Mrs. Rendall.
Pasaban los minutos. Diez minutos de retraso. ¡Qué extraordinario en él! No tuve sensación alguna de peligro hasta que percibí un olor acre a quemado. Aún entonces creí que el fuego venía del exterior. Trate de abrir la ventana, pero el cerrojo se había oxidado y no pude moverlo. Entonces oí el crepitar de las llamas y comprendí que el fuego se había declarado en el interior de la granja.
Crucé la estancia que servía de comunicación y pude ver, aunque ello no fue lo que primero me impresionó, que la puerta que daba a las escaleras estaba cerrada, cuando yo la había dejado abierta. Me acerqué a ella y empuñé el pomo, pero la puerta no se abría.
Entonces comprendí codo el horror de la situación. La puerta se hallaba cerrada. Alguien había entrado en la granja tras de mí, si no estaba ya antes esperándome, se había deslizado escaleras arriba, mientras yo estaba asomada a la ventana, y me había encerrado… y luego había prendido fuego a la casa.
Golpeé la puerta con fuerza.
—¡Déjenme salir! —grité—. ¿Quién hay ahí?
Corrí hacia la ventana, tratando de abrirla desesperadamente. No lo conseguí; aunque hubiera sido perfectamente inútil, pues me hubiera sido imposible salir por ella. Había una escoba apoyada en un rincón. Traté de abrirme paso por entre los vidrios emplomados, pero era una tarea penosa. A la sazón la humareda había penetrado en el cuarto y empecé a toser y a notar calor bajo las plantas de los pies. Aquello no era un accidente. Alguien me había encerrado deliberadamente, prendiendo fuego a la granja.
«¡Godfrey!» pensé. Pero no… eso nunca, puesto que la nota procedía de él. Me habían atraído con engaño a aquel lugar para una cita con él. No podía creerlo. Godfrey, no.
Recogí la escoba, y en una reacción instintiva de terror rompí el cristal:
—¡Socorro! —grité—. ¡Fuego! ¡Fuego…!
No hubo respuesta a mi súplica. Tan sólo el más completo silencio.
Me dirigí a la puerta… la pesada puerta claveteada que tanto quería Roma. Golpeé con estrépito. Giré el pomo varias veces con violencia. Pero la tremenda realidad estaba allí: me hallaba encerrada en una casa en llamas. ¡Encerrada!
Retrocedí basta la ventana y grité. Me volví nuevamente hacia la puerta y agité el pomo. Ahora apenas veía, pues el humo era tan denso que me sofocaba.
Entonces mi corazón dio un vuelco de alegría al oír una voz procedente de la planta baja.
—¡Aquí! —exclamé—. ¡Estoy aquí arriba!
El humo y el calor pudieron conmigo, y sentí que me vencía la asfixia.
De pronto tuve la sensación de que no estaba sola. Algo se movía a mi alrededor. Unas manos nerviosas tiraban de mí.
—¡Pronto! ¡Corriendo! ¡Vámonos corriendo, que no puedo con usted!
Era la voz de Alice. Las manos de Alice me arrastraban a través del calor asfixiante.
* * *
Estaba tendida al aire fresco y oía voces.
—Está a salvo, está a salvo.
Me izaron hasta lo que parecía un carruaje. Oía vagamente el trotar distante de los caballos.
—Si no llega a ser por Alice, Dios sabe lo que pudo haberle ocurrido —dijo Mrs. Lincroft.
Estaba en cama; el médico me había visitado, administrándome un calmante y dando a Mrs. Lincroft instrucciones expresas de que me dejaran dormir.
Alice se había sentado al borde de mi cama, como si fuera mi ángel de la guarda y estuviera resuelta a seguir protegiendo mi vida, después de salvarla.
—Todo lo que tiene que hacer es descansar —prosiguió su madre—. Ha tenido un tremendo shock.
Así que, obedeciéndole, estuve tumbada pensando en la nota de Godfrey, y en Roma, la última vez que saliera de la granja para no volver… y en la trampa que me tendieron para atraerme al lugar de la encerrona.
«¡Godfrey!» pensé. Y vi su rostro, que era como el rostro de Napier… y ambos estaban allí de pie, mirándome y riéndose de mí. «No te fíes de ninguno de los dos» decía una voz en mi interior.
—Ahora ya está fuera de peligro, Mrs. Verlaine —susurró Alice—. Ya todo pasó. Está a salvo en la cama.
Alice era la heroína de la jornada. Parecía incluso emocionada. Mas no sólo era eso; tenía las cejas ligeramente chamuscadas y la mano izquierda presentaba quemaduras producidas al intentar ahuyentar las llamas cuando me cogía del vestido.
—Ha demostrado una presencia de ánimo admirable —dijo Mrs. Lincroft, con los ojos anegados en lágrimas—. Estoy orgullosa de mi pequeña.
—Yo no hice nada que otro no hubiera hecho —repuso Alice—. Iba a la vicaría para recoger mi libro de historia que había dejado allí y lo necesitaba para hacer mis deberes. ¡Ha sido un milagro que me lo olvidara allí esta mañana!
Vi arder la granja y corrí a mirar… y entonces oí gritar a Mrs. Verlaine…
John Downs, uno de los jardineros de Lovat Stacy, también rondaba por los alrededores. Había oído gritar a Alice que había fuego y corrió hacia la granja tras ella, pero entonces ya era tarde para salvarme, aunque ayudó a Alice a sacarme a rastras de aquel lugar.
—Justo a tiempo —decían todos.
—Cierto que Mrs. Verlaine ha tenido mucha suerte en poder escapar como lo ha hecho. En cuanto a la pequeña Alice Lincroft, reconozco que se merece una medalla.
Sufrí un shock nervioso que me obligó a guardar cama varios días, aunque por lo demás no había sufrido lesiones. Me había salvado milagrosamente del fuego. Alice me había salvado la vida.
Durante los días siguientes estuvo sentada al lado de mi cama, como si fuera mi guardiana. Cuando despertaba de mis sueños agitados encontraba su carita serena a mi lado. Le brillaba la mirada y sentía gran complacencia por el papel que le había tocado representar en mi rescate. ¿Quién no lo hubiera sentido?
Pero había otros asuntos que considerar.
Vinieron a visitarme distinta gente, Napier y Godfrey entre ellos. Los ojos de Napier me seguían acosando aún después de haberse marchado. Parecía amedrentado, y el recuerdo era para mí como un curativo. Godfrey… También él estaba lleno de preocupación, mas al verlo recordé que fue precisamente aquella nota suya lo que motivó que yo fuera a la granja.
Se sentó al borde de mi cama y le dije:
—¿Por qué me mandó la nota?
—¿Qué nota? —quiso saber.
—La nota en la que me citaba en la granja.
Miró a su alrededor con expresión desvalida.
—Ha sido un shock tremendo para Mrs. Verlaine —dijo Mrs. Lincroft—. El médico dice que debe descansar unos cuantos días. Tiene… pesadillas. A cualquiera le ocurriría lo mismo en su lugar.
Godfrey parecía desconcertado y cuando insistí nuevamente en hablar de la nota, cambió de tema.
En menos de una semana me hallé recuperada, aunque seguía soñando, en mis intervalos de inconsciencia, en la granja e imaginaba a menudo aquella estancia de la planta superior… encerrada, atrapada… mientras un monstruo acechaba desde abajo la ocasión de destruirme. A veces, en el curso de estos sueños, daba grandes voces y me despertaba cubierta de un sudor frío.
El médico aseguró que aquello era natural, que había sufrido un fuerte shock, y que mis pesadillas se espaciarían. Entretanto debía procurar no pensar más en el episodio de la granja.
Había buscado la nota, pero no conseguí encontrarla. Así que le pregunté a Godfrey por ella:
—Yo no escribí tal nota —declaró éste.
—Pero si yo la vi… Fue la causa de que yo fuera e la granja.
Meneó la cabeza. Exasperada, añadí:
Iba dirigida a mí y decía, por lo que recuerdo: «Querida C.: ¿Puede venir, esta noche a la granja a las 6.30? Tengo algo importante que decirle. G. W».
—Yo jamás hubiese escrito una nota así.
—¿Quién fue, entonces?
Me miró con horror.
—¿Dónde está la nota? —preguntó.
—No lo sé. Tal vez la dejé en mi cuarto o me la metí en el bolsillo. Pero ahora no la encuentro.
—Es lástima —dijo—. Pero usted ya conoce mi letra.
—Es la primera nota que me ha escrito. Pero ya he visto su letra, desde luego, y no se me ocurrió que no la hubiese escrito usted.
—Caroline; si alguien imitó mi letra…
—¿Qué quiere decir «si alguien»? ¿Es que sugiere que no hubo nota?
—No, no, por supuesto. —Estaba un tanto confuso—. Pero… quiero decir que alguien debió mandar la nota con ánimo de atraerla a la granja.
—La deducción es obvia.
—¿Qué significa?
—Podría significar —dije— que yo soy la señalada como la siguiente víctima.
—¡Caroline!
—Y lo hubiera sido, de no ser por Alice.
Asintió.
—Pero, eso es espantoso, querida Caroline…
—Estoy de acuerdo —dije con frialdad, pues no podía perdonar que hubiera abrigado la sospecha de que aquella noca era invención mía—. Roma… Edith… y ahora yo. ¿Qué relación existe? ¿Será tal vez que la persona responsable de ambas desapariciones sabe que yo estoy investigando sobre sus móviles?
—Pero ¿quién sabe que está investigando? —Quiso saber—. Yo soy el único. Y no irá a pensar que yo…
Reí brevemente y adopté una expresión seria en seguida.
—Pero, Godfrey, alguien está intentando matarme. ¿Qué puedo hacer?
—Puede marcharse de aquí.
—¡Marcharme! —Compuse mentalmente lo que sería mi vida solitaria, lejos de Lovat Stacy, sin saber lo que ocurría en la casa que era ya para mí el escenario de mi propia existencia. Pasara lo que pasara, no estaba dispuesta a eso. Me constaba.
—No me marcharé —dije con vehemencia—. Tomaré precauciones especiales, y la próxima vez que reciba una nota pidiéndome una cita en un lugar determinado insistiré en confirmarlo en presencia de testigos.
—¡Dios la libre de hacer eso!
—Godfrey, yo quiero saber cómo llegó esa nota a mis manos…
—Y con mi letra… o por lo menos con mis iniciales.
Una sensación de escalofrío incontrolable se apoderó de mí. ¿Dónde estaba la nota? Estaba segura de no haberla destruido. Creía haberla dejado en mi alcoba. Y luego estaba el misterio de la puerta misteriosamente cerrada. Alice dijo que le pareció que le costaba abrirla, que tenía algo raro en el pomo.
«Pero estaba tan asustada —había dicho— que no me fijé mucho en ello. Sólo pensaba en que tenía que sacar de allí a Mrs. Verlaine. Empujé hasta que se abrió, no recuerdo más. Una vez entré en la granja me repetía: “tengo que sacar de aquí a Mrs. Verlaine…” y ni siquiera recuerdo haber subido las escaleras».
Todos coincidieron en que ello, era explicable, dadas las circunstancias, y en que la puerta debió quedar rehinchada por culpa de la humedad de varios días de lluvia. Al no poder abrir debí imaginarme que estaba cerrada, cosa a todas luces inverosímil. Había sido presa del pánico, ése era el sentir general, aunque nadie me lo dijera así. Había creído estar encerrada en una granja en llamas, y ello bastaba para causar pánico a una persona.
¿Y en cuanto a las causas del incendio…? Roma había usado parafina para guisar; en las afueras de la casa había un bidón que debía contener algún residuo del combustible. La teoría más plausible era que algún vagabundo de paso debió quedarse a dormir, olvidando la pipa o el cigarrillo encendido en algún lugar. Un incendio puede ser provocado por cualquiera nimiedad.
—Algún vagabundo —dijo Godfrey—. Ésa es la explicación. ¿Recuerda aquel día que vio una sombra en la ventana? Pudo haber sido un vagabundo que se escondiera en el cobertizo al salir nosotros.
Era una explicación plausible, pero así y todo yo no la aceptaba, Tenía la seguridad de que el incidente había sido proyectado por una mente inteligente y diabólica.
Si expresaba mis temores me dirían que me dejaba llevar por la fantasía en perjuicio del sentido común. Estaba convencida de que Godfrey se percataba de ello. Y si Godfrey pensaba así aun a sabiendas de que yo era hermana de Roma y que el motivo de mi presencia era investigar su desaparición, ¡con cuánta mayor razón pensarían así los demás, que ignoraban el verdadero móvil de mi presencia!
Mas yo sabía que, a no ser por Alice, hubiera muerto abrasada, asesinada como mi hermana y Edith; ahora ya estaba segura: habían sido anteriormente asesinadas.