IV
Me senté al piano en la estancia contigua a la de sir William. Empecé interpretando Para Elisa y a continuación algunos nocturnos de Chopin. Aquella sala se me antojaba el lugar ideal para tocar el piano, pues percibía en ella cierta atmósfera de simpatía, tal vez sugerida por saber que había pertenecido a una persona que amaba la música. A Pietro le hubieran hecho reír mis imaginaciones. «Un artista no precisa de atmósfera», me habría dicho.
La imagen de Pietro se disipó de mi mente y me detuve a pensar en Isabella, la difunta madre de Napier, que fue una apasionada de la música, y pudo ser una gran pianista de no haber abandonado su carrera en aras del matrimonio. ¡Oh sí, nuestros casos eran paralelos! Mas ella había tenido dos hijos y había prodigado su cariño más en uno que en el otro… y al morir su hijo predilecto se había echado al bosque con su escopeta…
Al cabo de una hora de tocar di por terminado el concierto y, levantándome, me dirigí hacia la puerta. Mrs. Lincroft, que estaba con sir William, me pidió que entrara y me indicó con un gesto que tomara asiento.
—Sir William desea hablar con usted —dijo.
Me senté a su lado y él volvióse lentamente hacia mí.
—Su interpretación ha sido conmovedora —me dijo.
Mrs. Lincroft salió de puntillas de la estancia, dejándonos solos.
—Me recuerda el modo de tocar de mi esposa —prosiguió—. Aunque no estoy seguro de que lograra la misma perfección.
—Quizá no tuviera tanta práctica.
—Sí, indudablemente. Sus obligaciones…
—Sí, claro —repuse apresuradamente.
—¿Qué le parecen sus alumnas?
—Mrs. Stacy tiene algún talento.
—Un talento mediano, claro…
—Un talento apreciable. Creo que el piano le dará muchas compensaciones.
—¿Y las demás?
—Podrían tocar… correctamente.
—Y eso tampoco está mal.
—Así es.
Se hizo el silencio. Me preguntaba si se había quedado dormido y debía salir sigilosamente. Me disponía a hacerlo cuando dijo:
—Espero que se sienta a gusto aquí, Mrs. Verlaine.
Le aseguré que así era, en efecto.
—Si necesita algo puede pedírselo a Mrs. Lincroft. Ella es quien se ocupa de todo.
—Gracias.
—¿Ya conoce a mi hermana?
—Sí.
—Le habrá parecido un tanto rara.
Yo no sabía qué responder, mas él continuó:
—¡Pobre Sybil! De joven tuvo un asunto amoroso desafortunado. Iba a casarse y al final todo se fue al agua. Nunca ha vuelto a ser la misma desde entonces. Nos alegró que se interesara por las cosas de la familia, pero la verdad es que Sybil no hace las cosas muy a derechas. Se obsesiona, Quizá le haya hablado de nuestros asuntos de familia. A todo el mundo le habla… No debe tomarse muy en serio lo que le diga…
—Sí que me ha hablado, en efecto.
—Ya me lo figuraba. La muerte de mi hijo la afectó profundamente. Como a todos nosotros. Pero en su caso…
Se le apagó la voz. Era evidente que pensaba en aquella espantosa jornada de la muerte de Beau… y en la muerte de su esposa. Una doble tragedia. Yo sentía compasión por él e incluso por Napier.
Al referirse a Napier el tono de sir William no reflejaba emoción alguna.
—Ahora que mi hijo está casado, vamos a distraernos algo más que en el pasado. Como usted sabe, Mrs. Verlaine, quisiera que distrajera usted a los invitados.
—Estaré encantada. ¿Qué sugiere que toque?
—Eso se decidirá después. Mi esposa solía tocar para los invitados…
—Sí —repliqué amablemente.
—Pues ahora usted va a hacer lo mismo, y será como…
Parecía no darse cuenta de que había dejado de hablar.
Se incorporó y agitó una campanilla. Mis. Lincroft apareció con tal rapidez que comprendí se había quedado escuchando junto a la puerta.
Comprendiendo lo que se esperaba de mí, salí de la estancia.
* * *
Volvía a sentirme con vida nuevamente, y si bien no era exactamente feliz, volvía a interesarme por cuanto ocurría a mi alrededor. Una ardiente curiosidad nacía dentro de mí, en cuya base se hallaba Napier Stacy, así como, en París, Pietro había sido el centro de todo. Entonces fue el amor, ahora era el odio. No, odio era una palabra demasiado fuerte. Antipatía, tal vez. Eso era todo; pero de una cosa sí estaba segura y era que mis sentimientos hacia Napier Stacy nunca podrían ser de moderación. La antipatía fácilmente podía encender el odio. Napier había sufrido a raíz de aquel horrible accidente —y en mi fuero interno me negaba a creer que se tratara de otra cosa—, pero no había razón alguna para que atormentase de aquel modo a su pobre mujer. Era un hombre traumatizado por la vida y que se complacía en herir, a los demás. Por ello le despreciaba, recelaba de él, le tenía antipatía; pero por lo menos le estaba agradecida por cuanto me hacía sentir de nuevo alguna emoción. Aunque tal vez ninguna emoción fuese mejor que aquella violenta antipatía. Durante las últimas semanas no había pensado tanto en Pietro. Transcurrían a veces horas enteras sin que tuviera un recuerdo para él. Ello me consternaba y me repetía a mí misma que era infiel a su memoria.
Una tarde, durante las horas de descanso, decidí salir a dar un largo paseo para reflexionar conmigo misma sobre mi cambio de actitud. Mis pasos me guiaron hasta el mar. El día era claro y soplaba una brisa fresca. Respiraba con deleite aquel aire estimulante.
¿Qué iba a hacer?, me preguntaba. No iba a pasarme toda la vida en Lovat Stacy. En realidad mi posición allí parecía sumamente insegura. Tres muchachas a quienes daba clases de música… y ninguna de ellas, a excepción de Edith, con temperamento musical. Ella era una mujer casada que en breve podía formar una familia. La idea se me antojó incongruente. Napier padre… ¡y padre de los hijos de Edith! Pero ¿no estaban casados? Entonces, ¿por qué no? Y cuando Edith fuese madre, ¿le seguirían interesando las clases de música? Cierto que me habían contratado para dar conciertos ante los invitados de sir William, pero aún lo es más que nadie contrata a un pianista para actuar en una ocasional velada musical. No, mi situación era sumamente insegura y no tardarían en despedirme. ¿Y entonces, qué? Estaba sola en el mundo. Tenía poco dinero. Ya no era joven. ¿Tal vez debía hacer proyectos para el futuro? Peco, ¿cómo saber lo que el futuro nos depara? En otro tiempo, había creído que Pietro y yo no nos separaríamos ya durante el resto de nuestras vidas. No había certeza alguna, desde luego; pero las personas sensatas hacen sus proyectos a años vista para evitar que les ocurra como a las vírgenes necias, que fueron sorprendidas sin aceite en sus lámparas. Había tomado un camino serpenteante que bajaba hacia el mar y me encontraba en una playa arenosa. Sobre mi cabeza se erguía el blanco acantilado desierto; en lo alto estaba Lovat Stacy, mas no alcanzaba a verlo, pues las rocas del acantilado formaban un saliente sobre mi cabeza.
Quebró el silencio el grito melancólico de una gaviota y de pronto oí una voz que me llamaba.
—Mrs. Verlaine, Mrs. Verlaine, ¿adónde va?
Me di la vuelta y vi a Alice corriendo hacia mí, con sus cabellos castaños flotando libremente.
Se acercó hasta mí corriendo, jadeante, con los colores encendidos.
—La vi bajar hacia aquí —dijo, resollando—. Y he venido a por usted. Este sitio es peligroso.
La miré incrédula.
—¡Sí, sí! —Reiteró—, es un sitio peligroso. Mire. —Agitó los brazos—. Estamos en una pequeña ensenada. La marea sube por aquí y mucho antes de que llegue la pleamar queda cortada la salida. Y entonces sí que no hay remedio.
Cruzó los brazos a su espalda y dirigió la mirada al acantilado, con sus rocas colgantes.
—No se acerque por aquí. Quedaría atrapada No debe venir nunca por aquí; sólo cuando hay marea baja.
—Gracias por advertirme.
—Todo ha ido bien, por ahora, pero de aquí a diez minutos la cosa se pondrá fea. Vámonos ya, Mrs. Verlaine.
Emprendimos el regreso, deshaciendo lo andado, y en el momento en que sorteaba un escollo me percaté de cómo había subido el nivel de las aguas. Tenía razón; aquella parte de la playa quedaría totalmente incomunicada.
—Ya ve usted —me dijo.
—Cierto.
—Puede ser peligroso. Hay gente que se ha ahogado aquí. De repente dije:
—Me pregunto si no fue eso lo que le ocurrió a Ro… la mujer arqueólogo.
—Ah sí, podría ser una explicación. Está usted muy interesada por ella, ¿no?
—Siempre es causa de cierto interés la desaparición de una persona.
—Sí, claro. —Me tendió una mano para ayudarme a saltar la roca.
—Tal vez sea ésa la respuesta —dijo—. Vino aquí y se ahogó. Sí, creo que debe ser ésa la respuesta.
Miré hacia el mar e imaginé la subida de las aguas. Roma no era una gran nadadora. La corriente pudo haberla arrastrado mar adentro.
—Debí suponer que las aguas la arrastrarían.
—Sí —convino Alice—. Pero me figuro que a veces el mar arrastra a las personas. La gente tendría que vigilar más. Sobre todo los forasteros.
Me reí.
—Ya vigilaré —repuse. Y pareció sentirse aliviada, me pareció encantador.
—¿Prefiere seguir paseando sola? —preguntó Alice.
—¿Quieres decir que ibas a acompañarme?
—Sólo si usted lo quiere.
—Estaré encantada de tu compañía.
Su sonrisa era deslumbradora y sentí afecto por ella. ¡Con qué crueldad Allegra le hacía sentir su propia situación en la casa como hija del ama de llaves!
Anduvo un trecho a mi lado pausadamente y señaló hacia las flores del seto.
—¿Verdad que son preciosas aquellas flores azules? Son camedrio y hiedra terrestre. Mr. Brown nos da clases y nos lleva de paseo para que podamos ver las flores que nos va describiendo. ¿No le parece que es una buena idea? A Edith le gustaba la botánica. Me figuro que ahora la echará de menos. A veces me parece que le gustaría seguir yendo a clase. Pero una mujer casada no va a ir a clase a la vicaría… ¡Oh, mire, Mrs. Verlaine, por allí pasa un vencejo! ¿Lo ve? A mí me gusta salir cuando está oscuro. A veces veo lechuzas. Mr. Brown nos ha hablado de ellas. Su aullido suena como una vieja rueca girando sin parar y ahuyentar a los de casa y a los espíritus malignos y a los fieles.
—Pareces muy entusiasmada con sus clases de botánica.
—Sí, pero ahora que no viene Edith, ya no tanto. Me parece que a Mr. Brown le gustaban más entonces.
Volví a sentir intranquilidad y renové mis sospechas.
—Las gaviotas regresan tierra adentro, Mrs. Verlaine. Eso es señal de que amenaza tormenta en el mar. Vienen a centenares y cuando las veo pienso en los que están en alta mar.
Y rompió a cantar en su voz clara y aguda:
Lord hear us when, we cry to Thee
For those in peril on the sea[1]
Se estremeció.
—Debe ser espantoso ahogarse, Mrs. Verlaine. Dicen que mientras te ahogas revives el pasado. ¿Usted lo cree?
—No lo sé, y no me gustaría probarlo.
—Lo malo es —prosiguió pensativa— que los que se han ahogado tampoco pueden contarnos si es cierto o no. Si volvieran… Pero dicen que sólo vuelven los que murieron violentamente. No pueden descansar. ¿Usted lo cree?
—No —repuse con firmeza.
—Los sirvientes creen que el espíritu de Beaumont suele aparecérseles.
Seguro que no.
—Sí, sí. Y dicen que lo hace con más frecuencia ahora que ha vuelto Mr. Napier.
—Pero ¿por qué?
—Porque le irrita que Napier haya vuelto. Napier le echó de este mundo y el otro quiere que siga siendo un proscrito en su casa.
—Pues yo creía que Beaumont era persona de buen carácter. No lo será tanto, cuando quiere castigar a su hermano de esa forma por un simple accidente.
—No, no lo parece —dijo lentamente—. Pero a lo mejor está obligado a ello. Quienes mueren de esa forma están obligados a perseguir a la gente, ¿no lo cree usted?
—Eso no es más que una sarta de tonterías.
—Pero ¿y las luces que aparecen en la capilla? Dicen que está poblada de espíritus. Y además, allí hay luces, porque yo las he visto.
—Las habrás imaginado.
—No lo creo. Mi cuarto está en lo alto de la casa, por encima de la clase. Desde allí la vista alcanza muy lejos las luces. De veras.
Yo callaba y ella prosiguió en tono grave:
—No me cree usted. Usted cree que me lo he imaginado. Si vuelvo a verlo, ¿me dejará que se lo enseñe? Aunque a lo mejor no quiere verlo.
—Si existiera de verdad, sí me interesaría verlo.
—Entonces se lo enseñare, ya lo verá.
Sonreí.
—Me sorprendes, Alice. Creía que eras una chica práctica.
—Sí, sí; Mrs. Verlaine, Pero si una, cosa existe no sería muy práctico empeñarse en negarlo.
—La actitud más práctica consistiría en averiguar la causa.
—La causa está en que el alma de Beaumont no encuentra reposo.
—O en que hay alguien que está gastándonos una broma. Esperaré a ver la luz antes de preguntar las causas.
—Usted sí que es una persona práctica, Mrs. Verlaine —dijo Alice.
Reconocí que tenía razón y, cambiando de tema, seguimos hasta casa discutiendo, de música y de compositores.
* * *
—La verdad —dijo Mrs. Rendall— es que me parece sumamente inconveniente. Con todo lo que llevamos hecho… estoy sorprendida. En cuanto al vicario…
Su rostro rollizo temblaba de indignación mientras ascendíamos juntas por el sendero que llevaba a la puerta de la vicaría. Había ido para dar clase de piano a Sylvia, mientras Allegra y Alice estaban con el coadjutor.
Mrs. Rendall continuó unos minutos más en el mismo tono, antes de que yo pudiera adivinar el motivo de su indignación.
—Es un colaborador tan bueno nuestro coadjutor… ¿Y qué se figura que hará en ese país extranjero? No logro imaginármelo. A veces hay más trabajo útil que hacer en casa. Ya es hora de que esos jóvenes tan ardorosos lo comprendan de una vez.
—No me diga que se marcha Mr. Brown.
—Eso es precisamente lo que piensa hacer. Lo que vamos a hacer nosotros, no me lo puedo imaginar. ¡Se marcha a cualquier poblado perdido de África a enseñar a los salvajes! Algo muy atractivo. Ya le he advertido que acabará sirviéndole de menú a esos salvajes.
—Supongo que él cree que tiene vocación para eso.
—¡Qué vocación ni qué niño muerto! Puede tener vocación para trabajar aquí. ¿Por qué se habrá empeñado en marcharse a esos remotos países? Ya se lo he advertido: «El calor le matará, Mr. Brown, si no lo hacen antes los caníbales». No me anduve con rodeos. Le dije muy a las claras que si eso ocurría, la culpa sería suya y sólo suya.
Yo pensaba en el pacífico joven… y en Edith. Me preguntaba si su decisión de ausentarse del país podía relacionarse con sus mutuos sentimientos. Lo sentía por ambos; asemejaban un par de criaturas indefensas, víctimas por sorpresa de sus propias emociones.
—Ya le he dicho al vicario que le hable. Es difícil encontrar un buen coadjutor y el vicario está desbordado por el trabajo. Hasta he pensado en sugerir al vicario que pida la colaboración del obispo. Si el obispo dijera a Mr. Brown que es su deber el quedarse con nosotros…
—¿Mr. Brown está muy impaciente por marcharse? —quise saber.
—¡Impaciente! El muy bobo está decidido. Desde que comunicó su decisión al vicario, se ha puesto cada día de un humor más fúnebre. No entiendo cómo pudo ocurrírsele tamaño absurdo. Precisamente ahora que el vicario… y yo… le habíamos enseñado a ser tan útil.
—¿Y no puede usted persuadirle?
—Seguiré intentándolo —repuso con firmeza.
—¿Y el vicario?
—Querida Mrs. Verlaine; si no puedo persuadirle yo, no hay quien pueda hacerlo.
¿Qué sería de Edith?, me preguntaba de regreso a casa. Aquella mañana, cuando vi a Edith, advertí que su aspecto era desolado. Sus dedos se movían torpemente por el teclado mientras interpretaba una obra de Schumann, desafinando repetidamente.
¡Pobre Edith! ¡Tan joven y tan baqueteada por la vida! Hubiera deseado ayudarla.
* * *
Una vez terminó mi actuación frente a sir William, entró Mrs. Lincroft en la sala anunciándome que deseaba hablar conmigo.
Tomé asiento al lado de sir William, y éste me declaró que había determinado la fecha de mi próxima actuación ante sus invitados.
—Podría usted tocar por espacio de una hora. Yo escogeré el repertorio, y se lo notificaré a tiempo para que pueda ensayarlo varias veces, si es necesario.
—Lo preferiría, en efecto.
Asintió.
—Mi mujer se ponía nerviosa en estas ocasiones. Claro que las disfrutaba también… pero eso era después. Nunca hubiera podido actuar en público, pero en el círculo familiar era muy distinto.
—Creo que una siempre se pone algo nerviosa cuando va a actuar delante de un público. A mi marido también le pasaba y él…
—¡Ah, él era un genio!
Cerró los ojos, lo cual era una indicación de que me marchara. Según Mrs. Lincroft me observó, solía cansarse repentinamente y el médico le había advertido de que a la menor señal de fatiga necesitaba reposo absoluto.
Me levanté, pues, y salí. Mrs. Lincroft entró cuando yo me marchaba. Me dedicó una de sus sonrisas apreciativas. Tuve la sensación de que le agradaba mi actitud y me aprobaba, lo cual me complacía.
* * *
La velada musical fue, como puede suponerse, un gran acontecimiento. Las chicas no hablaban de otra cosa. Allegra dijo:
—Será como en los viejos tiempos antes de nacer yo.
—Así sabremos cómo iba todo esto antes de venir nosotras.
—No, no lo sabremos —le contradijo Allegra—, porque va a ser muy distinto. Tocará Mrs. Verlaine en vez de lady Stacy. Y entonces nadie había muerto de un tiro y nadie se había suicidado y nadie había puesto en apuros a la criada gitana.
Fingí no enterarme de lo que oía.
Estaban muy excitadas, pues, aunque no asistirían a la cena, les habían autorizado a escuchar mi actuación, que tendría lugar de nueve a diez.
Llevaban vestidos nuevos para tal ocasión y ello las complacía extraordinariamente.
Yo me había decidido a ponerme un vestido que no había usado desde la muerte de Pietro; sólo una vez lo había llevado, la noche de su último concierto. Un vestido especial para una ocasión especial. Era de terciopelo color borgoña, formando por una falda larga y ondeante, un cuerpo muy ceñido que caía ligeramente sobre los hombros. Llevaba en su parte delantera una flor artificial —una orquídea malva— de un tono tan delicado, de una factura tan bella que parecía una perfecta flor natural. Pietro la descubrió en un escaparate de la Rue St. Honoré y quiso comprármela.
Había pensado no volver a llevar aquel vestido nunca más. Lo había guardado en una caja, sin haberlo visto desde entonces. Me decía que volver a mirarlo sería demasiado doloroso para mí. Pero cuando supe que iba a actuar ante los invitados de sir William pensé en el vestido y comprendí que era la ocasión adecuada para lucirlo y que él me daría la confianza que necesitaba.
Saqué el vestido de la caja, extrayéndolo de entre las capas de papel de seda que lo envolvían, y lo tendí sobre la cama. Y todos los recuerdos volvieron a mi memoria… Pietro… subiendo al estrado, saludando con una reverencia casi arrogante; su mirada buscándome ansiosa, su sonrisa de tranquilidad cuando me hallaba, pues sabía que yo compartía todos sus triunfos y que me preocupaba por su éxito tanto como él mismo, y al mismo tiempo me diría: «Tú jamás podrías hacer esto».
Pensando en aquella noche sentí deseos de tumbarme sobre el mullido terciopelo y llorar por el pasado.
«Prescinde del vestido. Olvídalo. Ponte otra cosa».
Pero no. Llevaría aquel vestido y nadie me lo impediría. En aquel momento se abrió la puerta de mi alcoba y asomó furtivamente miss Stacy.
—¡Ah, está usted ahí! —Se acercó hasta la cama dando saltitos. Redondeó los labios admirativamente—. ¡Oh, es precioso! ¿Es suyo este vestido?
Asentí.
—No sabía que tuviera algo tan sensacional.
—Lo llevaba hace ya tanto tiempo.
—Cuando vivía su marido…
Asentí. Me miró atentamente y dijo:
—Le brillan los ojos. ¿Va usted a llorar?
—No —repuse. Y para justificar mi emoción añadí—: Lo llevé en su último concierto.
Asintió con su ademán mandarinesco, no exento de simpatía.
—Yo también he sufrido —dijo—. Fue lo mismo, en cierto sentido. La comprendo.
Se acercó a la cama y acarició el terciopelo.
—Le quedarían muy bonitos unos lazos del mismo terciopelo en el cabello —dijo—. Creo que me encargaré un vestido nuevo de terciopelo. Aunque no de este color, sino… azul, azul de terciopelo. ¿No cree que quedará bonito?
—Mucho —le contesté yo.
Asintió y salió de la alcoba, pensando, indudablemente, en su vestido azul de terciopelo y en los lazos que lo adornarían.
* * *
Unos días más tarde sir William sufrió una recaída que preocupó seriamente a Mrs. Lincroft, Durante el día entero y toda la noche apenas abandonó la habitación del enfermo y cuando vi a Mrs. Lincroft me explicó que se había recuperado un tanto.
—Debemos andar con mucho cuidado —explicó—. Otro ataque podría ser fatal y, desde luego, es vulnerable.
Era evidente que estaba profundamente afectada y pensé en la suerte que cabía a sir William por tener un ama de llaves tan buena que pudiera en un momento dado convertirse en enfermera de primera clase.
Así se lo dije, y ella se volvió ligeramente para ocultar su emoción.
—Nunca olvidaré —dijo— lo que ha hecho usted por Alice.
Parecía abrumada por sus sentimientos y traté de cambiar de tema.
—Eso querrá decir que se suspende la fiesta.
—No, no. —Se repuso inmediatamente—. Sir William ha dicho que no quiere que se suspenda. Todo el programa seguirá adelante. Hasta ha llamado a Mr. Napier para comunicárselo. —Frunció el ceño—. Yo estaba alarmada —prosiguió— porque Napier siempre le altera los nervios. No es culpa de él —añadió rápidamente—. Es su sola presencia. Él se mantiene alejado todo lo que puede. Pero en esta ocasión… todo fue bien.
—Es una lástima —empecé.
—Las riñas familiares son las peores —dijo—. Pero yo sigo creyendo que en su momento… —La voz se le apagó—. Creo que cuando lleguen los nietos… sir William está muy ansioso por el asunto de los nietos.
* * *
Llamaron a mi puerta y entró Alice. Sonrió recatadamente y dijo:
—Mr. Napier desea verla, Mrs. Verlaine. Está en la biblioteca.
—¿Ahora? —pregunté.
—Cuando a usted le venga bien.
—Gracias, Alice.
La joven parecía demorarse y yo tenía ganas de estar sola. Tenía que peinarme para bajar a la biblioteca y no quería que Alice me viera. Era una chica muy observadora.
—¿Está muy impaciente por actuar, Mrs. Verlaine?
—En cierto modo, creo que sí —respondí, lanzando furtivas miradas a mi cabello. Estaba desaliñado y deseaba dar mayor volumen a mi peinado para ganar en altura y también en dignidad. Me alisé el vestido, Hubiera deseado llevar uno que tenía con una cinta de color blanco. Me sentaba muy bien. Lo compré en una de las tiendas de los alrededores de la Rue de Rivoli. A Pietro le gustaba que llevase vestidos bonitos, sobre todo cuando empezó a ser famoso, pero incluso antes yo sacaba mucho partido de mis vestidos… al revés de lo que le sucedía a Roma.
Bajé la vista y miré el traje de gabardina marrón que llevaba encima. Era de buen corte, y aunque podía llevarse, no era lo mejor que tenía; y era una lástima no haber sabido a tiempo la noticia de la entrevista.
Ciertamente ya no podía cambiarme de traje, pero podía peinarme, y así lo hice sin esperar a que se marchara Alice.
—Parece… complacida, Mrs. Verlaine —comentó.
—¿Complacida?
—Más que eso… Distinta, en cierto modo.
Comprendía que mi actitud había delatado la excitación del que se dispone a entrar en combate, pues iba a enfrentarme con Napier Stacy.
Dejé a Alice y bajé hacia la biblioteca. Sólo una vez había estado allí anteriormente, cuando penetré atraída por el artesonado de roble. Había una serie de arcos separados por pilastras por un friso y una cornisa. El artesonado del techo presentaba un dibujo muy intrincado, más que el de las restantes salas, y las armas de las familias de Stacy, Napier y Beaumont se entrelazaban formando un complicado diseño.
Una pared estaba totalmente cubierta por un exquisito tapiz que me interesó de inmediato, no sólo por el fino hilado de la lana y la seda sobre la urdimbre de lino, sino por el tema. Representaba a Julio César desembarcando en nuestras costas. Mrs. Lincroft, cuando me enseñó la estancia me explicó que la biblioteca comenzó a construirse al poco tiempo de concluirse la casa y que cayó en el olvido posteriormente durante más de doscientos años. Hasta que una mujer de la familia, que había cometido una fechoría en la Corte, incurriendo por ello en el destierro, descubrió la obra inacabada y para entretener su exilio la había completado. En una casa así uno siempre está expuesto a hacer estos pequeños descubrimientos, que son como eslabones que engarzan con el pasado.
Las tres paredes restantes estaban cubiertas de libros; algunos encuadernados en piel, con letras doradas, y se hallaban protegidos por una vitrina. El entarimado estaba cubierto a trechos por alfombras persas; junto a las ventanas las butacas de rigor y en el centro de la sala había una pesada mesa de roble con varios sillones.
La biblioteca emanaba cierto aire de solemnidad. No podía menos de imaginarme las solemnes reuniones familiares que se habrían celebrada a lo largo de los siglos. Aquí habría sido interrogado Napier, indudablemente, a la muerte de su hermano.
Napier, que estaba sentado a la mesa, se levantó al verme entrar.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Mrs. Verlaine! —Sus ojos centellearon adquiriendo un tono de azul deslumbrante. A mí se me antojaban maliciosos, pero eran algo más que eso. Se deleitaban pensando en el rato divertido que iba a pasarse incomodándome lo más posible—. Siéntese, por favor.
Su tono era sedoso. «¡Peligroso!», pensé.
—Me figuro que ya habrá adivinado que deseo hablar con usted acerca de su próxima actuación. Los afinadores me han asegurado que el piano está en perfectas condiciones. Todo es, pues, satisfactorio. Estoy seguro de que va a deleitarnos a todos.
—Gracias —repuse. «¡Cuánta amabilidad!, pensé. ¿Dónde está el aguijón?».
—¿Ha actuado alguna vez en público?
—No… en serio, nunca.
—Ya. ¿No tenía ambiciones en ese sentido?
—Sí —dije—. Grandes ambiciones. —Levantó las cejas y me apresuré a corregir—: Al parecer no lo bastante grandes.
—¿Quiere decir que no alcanzaba usted el nivel requerido?
—Precisamente.
—Entonces sus ambiciones no eran lo bastante poderosas.
—Me casé —repuse con la mayor indiferencia posible.
—Pero ésa no es una respuesta. Hay genios que están casados, creo yo.
—Yo nunca he dicho que fuese un genio.
Sus ojos centellearon.
—Abandonó su carrera en aras del matrimonio —dijo—. Pero su marido fue más afortunado. Él no tuvo que abandonar la suya.
No sabía qué decir. Temía que si hablaba mi voz delatase la emoción que me embarga. ¡Cómo detestaba a aquel hombre!
Siguió hablando.
—Yo mismo he seleccionado el repertorio. Convendrá conmigo en que está bien escogido, estoy seguro. Son obras maestras… y sé que sabrá hacerles justicia.
—Gracias.
Miré las hojas que tenía en la mano: las Danzas Húngaras, la Rapsodia número 2. ¡La misma música que había tocado Pietro en su último concierto!
Sentí un nudo en la garganta. No podía permanecer por más tiempo en aquella habitación.
Me di la vuelta; el tapiz que representaba a Julio César parecía nublarse ante mis ojos. Alcancé la puerta con vacilación y salí.
Había escogido esas piezas deliberadamente. Quería jugar con mis emociones, provocarme a inducirme que me traicionara; tenía ganas de divertirse como un chiquillo que pusiera dos arañas juntas en una palangana para observar sus reacciones.
Del mismo modo que provocaba a Edith, Y ahora volvía su atención hacia mí. Le interesaba. ¿Por qué? ¿Sabía acaso acerca de mí más de lo que yo creía posible?
Se había tomado la molestia de enterarse de cuál fue el repertorio del último concierto de Pietro. Quizá lo habrían reseñado los periódicos en su día. ¿Qué más sabía acerca de mí?
* * *
La víspera de la fiesta, Alice me comunicó que Edith estaba enferma y acudí a verla a su habitación.
Ocupaba los aposentos en los que se alojara Carlos I durante la Guerra Civil. La habitación propiamente dicha estaba a la salida del aposento principal y la ocupaba Napier, mientras que Edith utilizaba el dormitorio mayor. Había en él una gran cama y sobre ella un baldaquino sostenido por cuatro columnas estampadas de flores. La cabecera y el dosel estaban adornados con figuras doradas y las colgaduras eran suntuosas y recordé que se trataba de la cámara nupcial. La puerta que daba a la siguiente habitación —la cámara regia— aparentaba mayor sencillez. Había una cama imperial, de madera labrada, y al lado un par de peldaños de madera para subir al lecho. Aquella estancia estaba como en tiempos de la Guerra Civil, indudablemente, pero el mobiliario era de una época posterior y de mayor elegancia.
Era la primera vez que entraba en la cámara nupcial y me sentía algo confusa al pensar en Napier y Edith. ¿Qué relación podía existir entre ambos si había tanto temor por parte de Edith y tanto desprecio por la de Napier?
Había una consola adosada a la pared, y sobre ella un espejo alargado de marco dorado; me fijé también en el escritorio de madera satinada y caoba dorada de Honduras con columnas estriadas. Aquélla debía de ser la habitación más elegante de toda la casa, en fuerte contraste con la mini antecámara.
Mi rápida inspección duró tan sólo unos segundos, pues era Edith el motivo de mi visita. Estaba sentada en la cama profusamente ornamentada y su aspecto era insignificante y desvalido. Sus cabellos, de un rubio dorado, caían en trenza sobre los hombros.
—¡Oh, Mrs. Verlaine! ¡Me encuentro fatal!
—¿Qué te pasa?
Se mordió el labio.
—Es mañana por la noche. Tendré que hacer de anfitriona con esa gente tan terrible. No podré resistirlo.
—¿Por qué tan terribles? No son más que unos invitados.
—Pero es que no sabré qué decir. Preferiría no tener que ir. —Me miró esperanzada, como rogándome que inventara alguna excusa para estar ausente.
—Ya te irás acostumbrando. De nada sirve escurrir el bulto esta vez. La próxima vez estarás en las mismas. Y ya verás cómo no es tan difícil, estoy segura.
—He pensado que… usted podría… ponerse en mi lugar.
—¿Yo? —repuse asombrada—. Pero si ni siquiera voy a asistir a la cena. Yo no haré más que bajar a tocar el piano.
—Usted lo haría mucho mejor que yo.
—Gracias —dije—. Pero aquí yo no soy la señora de la casa, sólo soy una empleada.
—Pensé que podría hablarle a Napier.
—¿Y proponerle ocupar tu lugar? Ya te das cuenta de lo descabellado que es eso.
—Sí, supongo que sí —dijo Edith—. ¡Ojalá me encuentre mejor! Pero Napier a usted la escucharía.
—Si alguien tiene que hablar con tu marido, nadie mejor que tú.
—No —dijo Edith cubriéndose momentáneamente los ojos con la mano—. A usted le hace caso, Mrs. Verlaine… y eso que no hay mucha gente a la que se lo haga.
Me eché a reír pero sentía un tremendo desasosiego. Napier se interesaba por mí. ¿Por qué?
—Ahora tendrías que levantarte y darte un buen paseo —dije con viveza—. No te preocupes más. Cuando haya pasado verás que no había de qué preocuparse.
Edith dejó caer las manos y me miró con gravedad.
¡Qué infantil era Edith! Mis palabras parecían haberle hecho mella.
—Lo intentaré —dijo.
* * *
¡Qué silencioso estaba el salón! Se veía el piano sobre el estrado, Aún no habían traído las flores del invernadero. Parecía una sala de concierto… muy original, con la armadura que, al pie de la escalera, parecía hacer la guardia, las armas colgando de las paredes, entrelazadas las de los Stacy con las de los Napier y los Beaumont.
Allí estaría yo, con mi vestido de terciopelo, como en aquella noche fatal. Mas no: sería distinto. Yo no formaría parte del público, sino que sería la protagonista.
Me senté al piano, «No debes pensar en Pietro» me dije. Pietro estaba muerto. Si llega él a estar ante este público, me habría asustado el miedo a equivocarme y ganarme así su menosprecio. Hubiera notado su presencia, su oído atento a captar cualquier vacilación, cualquier nota desafinada… y hubiera sabido que mientras él estaba temblando por mi causa, al mismo tiempo confiaba en que mi actuación fuese menos perfecta que la suya.
Me puse a tocar. Desde entonces no había vuelto ya más sobre aquellas piezas. Me decía a sí misma que sería incapaz de soportarlo. Pero ahora, al volverlas a tocar me sentía presa de la emoción que sintiera el maestro al componerlas. Ahí estaba, en toda su gloria, aquella inspiración que brotaba de algún lugar que no era de este mundo. Era prodigioso. Pero, según iba tocando, no acertaba ya a ver la larga cabellera de Pietro revuelta en el delirio de la interpretación creativa. No: la música recobraba el significado que para mí tenía antes de conocer a Pietro. Me exaltaba.
Cuando llegué al final, el recuerdo volvió con intensidad: veía a Pietro inclinándose ante el público. Parecía, agotado por la tensión y nunca había presentado semejante aspecto… o por lo menos, no inmediatamente después de actuar. Eso solía ocurrir luego abandonar el estrado, cuando, ya habían callado los aduladores y sicofantes, cuando volvíamos a estar juntos. Entonces se manifestaban los efectos del esfuerzo realizado.
Le vi tendido en el sofá de los vestuarios… Pietro… ya nunca más volvería a tocar.
Oí una risa ahogada tras de mí. Creí por un momento que Pietro había vuelto, que estaba riéndose de mí. Si algo podía conjurar el retomo de su espíritu, ese algo era la música.
Miss Stacy se hallaba sentada en uno de los asientos del auditorio. Llevaba un vestido de crespón rosa pálido, jugando con los lazos rosas de su cabello:
—Entré de puntillas cuando estaba usted en pleno concierto. —Dijo—. Con toda sinceridad, toca usted maravillosamente, Mrs. Verlaine.
No contesté.
—Me recuerda viejos tiempos. Isabella era sumamente nerviosa. Usted no lo es, Y luego, en su habitación, se echaba a llorar, porque estaba disgustada con su propia actuación y sabía que podía haberlo hecho mejor de tener quien le enseñara. Mientras la escuchaba se me ha ocurrido… no me extrañaría que eso, su música, despertara a los espíritus. Todo está igual que entonces. Supongamos que Isabella no pudiera descansar, que regresara… El salón volvería a ser como antes, como aquellas noches en que ella tocaba… todo idéntico… salvo la persona que se sienta al piano. ¿No le parece emocionante? ¿No cree que pueden despertarse los espíritus?
—Si existieran, sí. Pero no creo que existan.
—Es peligroso decir eso. A lo mejor la están escuchando.
No respondí. Bajé la tapa del piano, Y pensé que la ocasión era propicia para los espíritus. Mas no pensaba en el espíritu de Isabella, sino en el de Pietro.
La imagen qué me devolvía el espejo —vestida de terciopelo y orquídea— era tranquilizadora. Aquel vestido me sentaba de maravilla, como ningún otro. Pietro nunca llegó a confesármelo, pero sus ojos lo habían admitido.
Le recordaba en pie, tras de mí, poniendo sus manos en mis hombros y mirando nuestra imagen en el espejo. El cuadro quedaría grabado para siempre en mi memoria.
—Eres digna de mí —solía decir, con su característico candor; y yo le respondía, burlona, que debía tener una gran facha para que él llegase a pensar eso.
Habíamos ido a la sala de concierto y yo le había cedido mi sitio entre el auditorio.
Pero ¿por qué insistir? «No debo pensar en él esta noche». Me acaricié una mano dando suave masaje a mis dedos. «Son unos dedos ágiles de pianista» me dije. Pero sabía algo más: tenían en sí algo mágico que nadie podría quitarme, ni siquiera el mismo Pietro.
* * *
Me alegraba que no me hubiesen invitado a la reunión. Mrs. Lincroft me había dicho que era una negligencia por parte de Napier, pues sir William tenía intención de invitarme, Le respondí que prefería no asistir.
—Ya comprendo —dijo—. Quiere estar en plena forma para el concierto.
Me pregunté acerca de los invitados; ¿serían amigos de Napier o de sir William? De Napier casi seguro que no, habiendo estado tantos años fuera de casa. ¿Qué se siente al volver, después de tantos años de exilio? Aquella noche yo tendría una sensación análoga. En cierto sentido yo también había estado en el exilio, y aquella noche subiría al estrado a enfrentarme con mi público. Pero sería un público acrítico, pensé, la antítesis del público de Pietro. No había nada que temer.
A las nueve bajé al salón de reuniones. Sir William estaba sentado en su sillón. Mrs. Lincroft, vestida con una larga falda de tela gris y una blusa azul, empujó la silla de ruedas hasta el interior de la estancia. No formaba parte del grupo de invitados, pero era como yo, miembro del servicio superior. Al verla entrar lo recordé en el acto.
Sir William me hizo señal de que me acercara y me expresó cuánto lamentaba que no hubieran contado conmigo para la cena. Le repuse que prefería estar sola antes del concierto y él movió la cabeza en señal de asentimiento.
Napier se me acercó, acompañado de Edith. Estaba muy linda, pero sumamente nerviosa. Le sonreí con ánimo de tranquilizarla.
Sentóse el público y yo me dirigí al estrado. Acometí les Danzas con una entrada al estilo de Pietro. Y a medida que mis dedos tocaban las teclas y se sucedían los sonidos mágicos me fui olvidando de todo, absorta en el gozo que me proporcionaba la música. Y según iba tocando aparecían ante mis ojos los cuadros que la música recreaba para mí y sentí dé nuevo aquella maravillosa exaltación. Olvidé que estaba ante un público desconocido en el salón de una mansión señorial. Incluso olvidé que había perdido a Pietro: nada contaba para mí, salvo la música.
Los aplausos surgieron espontáneamente. Miré sonriendo al público que palmoteaba sin cesar. Examiné superficialmente a mi auditorio. Sir William aparecía profundamente afectado; Napier, sentado entre los demás, en posición envarada, aplaudía a su vez. Edith sonreía beatíficamente. Y al fondo de la sala, Allegra y Alice, aquélla dando brincos en su asiento por la excitación, ésta aplaudiendo con circunspección. Se echaba de ver el contento que sentían, más por mi éxito que por la música en sí.
Los aplausos fueron apagándose y di comienzo a la Rapsodia. Era ésta la pieza favorita de Pietro, pero ello no me preocupaba. Siempre había abierto ante mis ojos un mundo delicioso de colorido. Interpretando aquella pieza era capaz de sentir den emociones distintas, y lo mismo le ocurría a Pietro. Éste me había dicho en una ocasión que en un determinado pasaje de la Rapsodia se imaginaba a sí mismo en la silla del dentista a punto de perder una muela. La idea nos hizo reír a ambos.
—Es una sensación de dolor puro y simple… seguida de una intensa alegría.
Yo también sufría y me regocijaba, y no había nada pata mí que no fuera la música. Y al concluir tuve la sensación de que jamás había logrado una interpretación tan excelente como aquélla.
Me puse en pie. La salva de aplausos fue ensordecedora. Napier se acercó hasta mí y me dijo:
—Mi padre quiere hablar con usted.
Le seguí hasta el sillón de sir William. Había lágrimas en los ojos del anciano.
—Sobran las palabras, Mrs. Verlaine… —dijo—. Ha sido soberbio. Ha sido superior a todas mis expectativas…
—Gracias, muchas gradas.
—Nos van a pedir que lo repitamos a menudo, estoy seguro. Me… me ha recordado…
No acertó a continuar y yo tercié:
—Lo comprendo.
—Querrán felicitarla…
—Creo que ahora me voy a retirar a mis habitaciones.
—¡Ah bueno, debe estar agotada! Ya me lo figuro. Nos hacemos cargo.
Napier me miraba y había en sus ojos una expresión que yo no era capaz de penetrar.
—Es el triunfo —susurró.
—Gracias.
—Confío que aprobará usted las piezas que he seleccionado.
—Ha sido una selección magnífica.
Inclinó la cabeza sonriendo en el momento en que se acercaba el grupo de invitados para expresarme su entusiasmo. Advertí a miss Stacy, con el cabello oliéndole a espliego, inclinándose hacia mí, desfallecida de excitación, convencida con la certeza de los videntes de que aquella noche recibiríamos visita de los espíritus. Vi a Mrs. Lincroft mandando a las niñas a sus habitaciones; se oyeron cumplidos; alguien mencionó a mi marido. Muy pocos le habían oído actuar, pero conocían su nombre de oídas.
Aún transcurrió un buen rato hasta que logré escaparme.
De vuelta a mi habitación contemplé mi imagen en el espejo. El color pálido de mi piel, el brillo de mis ojos; mi cabello, que parecía más oscuro, y mi piel, cuyo brillante color de magnolia contrastaba con el rico tejido de terciopelo de Borgoña.
«Lo conseguí —murmuré—. Lo conseguí, Pietro».
«Sí, pero frente a un público profano, en una casa de campo. ¿Qué entienden ellos de música?». «¡Les ha gustado!».
«¡Bah! ¡Igual hubieran disfrutado con Essie Elgin! Ella lo hubiera hecho igual. Eso es simple gimnasia pianística, querida Caro».
Mi único deseo era estar con Pietro, aunque sólo fuera para reñir con él. Me ardían las mejillas. Me sentía sofocada en aquella habitación y con ademán impulsivo salí, y bajando por la escalera trasera fui a parar al jardín.
La noche de junio era cálida y en el cielo refulgía una luna casi llena. Me dirigí al huerto y me senté. Me embargaba la añoranza de los días en que Pietro y yo conversábamos en las terrazos de los cafés de París. De haber conservado a Pietro sin renunciar a la música, ¡cuánto mejor hubiera sido para ambos! Hubiera estado más cerca de Pietro; él me habría respetado; hubiera podido atenderle mejor; me habría negado a dejarme sojuzgar y habría vigilado muy cerca su estado de salud.
Me cubrí el rostro con las manos, llorando por aquel pasado que ahora añoraba.
Permanecí sentada un rato, sepultado el rostro entre las manos, hasta que, súbitamente, no pude contener un grito de espanto: algo se había movido no lejos de mí. Alguien se había sentado a mi lado.
—Espero que no la habré asustado —dijo Napier.
Di un paso atrás. Él era la última persona a quien deseaba ver. Hice ademán de levantarme, pero él me sujetó firmemente por la muñeca.
—No se marche —me dijo.
—No… no le había oído llegar.
—Estaba usted enfrascada en sus propios pensamientos —dijo.
Me sentía aterrada. Temí mostrar señales de haber llorado y se me antojaba insoportable el que lo notara.
Su aspecto era algo más suave, Podía ser una advertencia para mí.
—La vi venir aquí y tenía ganas de hablar con usted —dijo.
—¿Me… me vio usted?
—Sí. Estaba un tanto aburrido con los invitados de mi padre.
—Esperaba que usted no manifestase eso.
—Con menos palabras.
—Es usted…
—Siga, por favor. Conmigo ya sabe que no tiene que escoger las palabras. Prefiero saber exactamente lo que piensa.
—Pues creo que es usted un tanto… descortés.
—¿Y qué esperaba usted con le educación que he recibido? Pero basta ya de hablar de mí. Usted es mucho más interesante.
—Pero ¿cómo? ¿Hay alguien para usted más interesante que usted mismo?
—De momento sí, aunque le sorprenda. —Se volvió repentinamente hacia mí y prosiguió—: Dejémonos de bromas. Hablemos en serio.
—Puede usted empezar.
—Usted y yo tenemos algo en común, y usted lo sabe.
—No se me ocurre el qué.
—Entonces es que no quiere reflexionar en serio. Me refiero a nuestros pasados respectivos, desde luego… Eso es lo que ambos tenemos que superar. Anoche usted… —Alzó la mano súbitamente y con inesperada ternura me acarició la mejilla—. Usted está sufriendo por su genio. Pero no sirve de nada su dolor puesto que ha muerto. Tiene que volver a empezar. ¿Cuándo lo comprenderá?
—¿Y usted?
—Yo también tengo mucho que olvidar.
—Pero usted no lo intenta.
—¿Y usted?
—Yo sí.
—¿Esta noche?
—Al tocar esas piezas al piano.
—Lo leí en un periódico.
—Usted ya sabía que…
—Ya lo sé. Las escogí ex profeso.
—Le gusta hacerme recordar…
—Pues esta noche ha dado un paso adelante para vencer el dolor. ¿No lo sabía? Se ha encarado usted con la vida. Juraría que desde que él murió no ha vuelto a tocar más esas piezas.
—No, hasta anoche, no.
—Ahora las tocará con frecuencia. Es señal de que ha avanzado algo.
—¿Y usted las escogió por mi bien?
—Si le digo que si no me creerá. Sí me creerá, en cambio, si le digo que las escogí con ánimo de turbarla.
—Me parece que debo creer lo que dijo usted anoche.
Se volvió hada mí repentinamente. Quería mantenerlo a raya y al mismo tiempo deseaba seguir escuchándole. No acertaba a comprender lo que ocurría… o lo que me ocurría. Él era distinto, yo también. Me sentía insegura de mí misma. Comprendía que no debía permanecer más tiempo a su lado… En el aire de aquella noche flotaba algo maligno… en aquella luna, en aquel jardín… y en él mismo.
—¿Por qué… esta noche? —me preguntó.
—Creo que va usted a decir la verdad… esta noche.
Levantó las manos; creí que iba a tocarme, pero se contuvo.
—Escogí las piezas deliberadamente —dijo—. Quería que las tocara porque es mejor plantar cara a la vida que retraerse frente a ella.
—¿Y eso es lo que usted está haciendo?
Asintió.
—¿Y por eso anda recordando a todo el mundo que mató a su hermano?
—Bien es verdad que tenemos algo en común, y es la necesidad de huir del pasado.
—¿Por qué he de querer huir yo?
—Porque la huida es el único medio de que deje de torturarse. Porque se ha ido fabricando un ideal y lo ha ido pintando de color de rosa, sin que probablemente guarde mucha relación con la realidad.
—¿Y usted qué sabe de lo que fue aquella realidad?
—Yo sé muchas cosas de usted.
—¿Qué cosas?
—Las que me ha contado.
—Parece interesarse mucho por mí.
—Y estoy interesado, ¿o es que no lo había notado?
—Creí que no merecía su atención.
Se echó a reír con su risa de siempre, burlona y provocativa.
—Este sitio la tiene fascinada —dijo de repente.
Reconocí que así era, efectivamente.
—¿Y sus gentes también la fascinan?
—La gente siempre me parece interesante.
—Pero nosotros somos un tanto… fuera de lo corriente, ¿no cree?
—En las personas lo insólito es cosa habitual.
—¿Ha conocido a alguna otra persona que haya matado a su hermano?
—No.
—Luego eso me convierte a mí en caso único…
—Un accidente le puede ocurrir a cualquiera.
—¿Está decidida a rechazar la opinión general de que no fue un accidente?
—Estoy segura de que lo fue.
—Ahora yo tendría que cogerla de la mano… así… y llevármela a los labios. —Y así lo hizo—. Tendría que besársela en señal de gratitud.
Sus labios me abrasaban la piel. El beso era ardiente, temible. Retiré la mano con la mayor naturalidad posible.
—¿No es así? —preguntó.
—De ninguna manera. No hay nada que agradecer. La explicación me pareció perfectamente lógica: un accidente.
—¿Y siempre razona usted con igual lógica, Mrs. Verlaine?
—Procuro hacerlo.
—Dando palabras de comprensión a quien lo merece.
—Y usted no cree que deba hacerse…
—Sin duda sabrá usted que me mandaron a Australia… casa de un primo de mi padre. Él no podía soportar mi presencia… mi padre. Después del accidente quiero decir… Mi madre se suicidó, dijeron que a raíz de la muerte de mi hermano. Dos muertes a mis espaldas… Se hace cargo, ¿no? Yo era un recordatorio. Así que marché desterrado a casa del primo de mi padre, que era ganadero y vivía a unas ochenta millas al norte de Melbourne. Creí que iba a vivir allá el resto de mi vida.
—¿Y le satisfacía la perspectiva?
—No, nunca. Mi lugar estaba aquí y cuando se presentó la ocasión no vacilé un momento. Acepté la ganga que me ofrecía mi padre.
—Bueno, pues ahora que ha vuelto, todo parece haber terminado bien.
—¿Ah sí? —Se me acercó un poco más—. ¡Qué extraño resulta estar sentado, a la luz de la luna, en este jardín hablando en serio con Mrs. Verlaine! Sé que su nombre es Caro. Así es como la llamaba su genio.
—¿Cómo se ha enterado?
—Lo leí en los periódicos. Contaban que cuando usted entraba en los vestuarios, él se dirigía a usted y tan sólo era capaz de pronunciar estas palabras; «Todo ha ido bien, Caro…».
Sentí que me temblaban los labios. No pude contenerme y estallé:
—Está tratando deliberadamente de…
—¿De hacerle daño? Yo lo que quiero es que mire al pasado de frente… Caro. Quiero que le mire de frente para poder después volverle la espalda. Eso es lo que a los dos nos hace falta.
Había en su voz un temblor extraño y me volví hacia él. Extendió las manos en lo que parecía un ademán de petición de auxilio. «Ayudémonos» deseaba responderle yo. Porque, de forma bastante extraña, en aquel momento le creía. Y me alegraba… me alegraba de estar con él, a la luz de la luna de aquel jardín, cuyo embrujo parecía haber disipado la fatalidad.
Súbitamente me cogió las manos con las suyas. Yo no las retiré. Nos miramos, sentados, en silencio y yo sabía que entre nosotros había nacido algo cuya realidad ninguno de los dos podía negar.
Y, súbitamente, empecé a sentir miedo… Miedo de mis emociones y de las suyas. Me levanté y dije:
—Está refrescando. Debería volver a casa.
Napier había cambiado: su arrogancia se había desvanecido. ¿O acaso me equivocaba? ¿Estaba la luna jugando conmigo? Sólo una cosa sabía con certeza: debía alejarme de Napier.