Capítulo 18
1
Enero, con una joven voluptuosa que le sonreía, fue arrancado de los almanaques de pared. En las gomerías apareció una morocha argentina prometiendo que febrero sería mejor. Quedaban atrás treinta días de engaños, falsificación y enredos de los medios hegemónicos a los que el calor parecía haberles debilitado sus facultades. También las últimas páginas de este libro. En algún momento dejé de anotar los fraudes informativos porque no tenía sentido seguir documentando la repetitiva pulsión por la mentira, esa metralleta que Magnetto lleva envuelta en un diario.
Al volver de Mar del Plata, en plena ruta, un colaborador que había compartido casi todo el tiempo de trabajo, obras teatrales y boliches con música, me contó que lo habían llamado del teatro que ofrecía El conventillo de la paloma para prevenir que una periodista de Radio Mitre había llamado por si me habían hecho alguna manifestación negativa. Después supimos que el lance se lo tiraban con cada uno de los lugares a los que había ido. Tenían agendado por mis propios comentarios las andanzas marplatenses. Dos veces me había llamado la atención la insistencia de alguna filmación, y sin embargo lo atribuí al afecto de la gente. Ahora, cuando me quedo distraído con la mirada en el hueco del horizonte donde se termina la carretera, y voy a ciento diez hasta que alguien me grita «¡Ojo que el cartel decía 80!», y ahora 60, y entonces miro y el velocímetro tiembla en 120, estoy apretando y soltando repetidamente, retroceso, pausa y play de algunas escenas que cobran sentido tras el llamado que acabo de recibir.
«¿Qué hace, amigo?», le pregunto a un hombre alto con la cara tapada por una cámara que me sigue. «Te filmo», responde. La carretera a Mar del Plata está pensada como una trampa recaudadora. Igual que en las carreras de rally hay que llevar copiloto con una hoja de ruta. Cuando finalmente estoy en 60, evoco el tono del flaco de la vereda. «Te filmo». No era un «te filmo, te quiero». «Te filmo y bancátelo». Eso era. «Es mi derecho: estás en la calle, sos famoso, te filmo». Y lo veo apuntando como si la cámara fuese un arma, no una almacenadora de recuerdos de verano.
Lo descubro ahora de esa forma, tan claramente como a ese micro que empieza a levantar la velocidad y me lleva. Un detective que hace una relación de hechos tardíamente. Tenía el crimen delante de los ojos y lo dejó pasar.
«Te filmo». Así, sin énfasis. El flaco era dueño de lo que me sucediera. «¿Pero no será mucho?», le digo, acaso humilde. ¿Para qué quería tantas imágenes de un tipo como yo en una vereda súper habitada a la salida de un teatro? No recuerdo otra respuesta del tipo. Me separé de un abrazo con foto y me fui al auto. «Tengo que mirar más las caras», reprocho en voz alta. «Estoy pensando en uno que me quería joder y me doy cuenta recién ahora». Eso digo a los otros pasajeros del auto, que se miran tratando de entender la salida del mutismo de quien hasta ese momento venía tan solo y pensativo como ese jinete que lleva su caballo por el costado de la ruta.
En las charlas siempre aparece alguna cámara que ofrece rarezas en el comportamiento. Y en algunas ciudades del interior mandan a sus periodistas a hacerme preguntas provocadoras, pero para eso estoy entrenado. Sin embargo, siempre hay alguna novedad. Relajarme en el verano marplatense, abrirme a la sensualidad de gozar los mimos de quienes ofrecen cabales e ingenuos un desmesurado amor, disimulando las miradas desaprobatorias con una resignación comprensiva, fueron un recurso para disfrutar al que solo le reprocho la distracción de creer que eso era todo. Y al mismo tiempo, un riesgo con el que debo caminar del brazo prestándole más atención. Lo llevo del brazo y debo ser más amable con él. No es cuestión de acariciarlo a cada instante. «¿Qué hacés, riesgo, cómo la ves? ¿Estás atento, riesgo querido?». Eso no. Pero hay que hacerle su lugar.
Cuando soy amable, a riesgo lo hago entrar a los teatros en el momento en que apagan la luz, y salimos antes, y en los cines ya no nos quedamos hundidos en la butaca hasta que se lee, por fin, cuál era la música de la película cuyo compositor no podía recordar y me volvía loco, como sucede con las melodías que conocemos de siempre, pero no nos sale el nombre. Al perderse los personajes hacia el fondo de la pantalla, nos paramos, con riesgo, y salimos. Pero una vez en la vereda, puede aparecer uno de ellos, o uno que es como ellos, uno que sueña con mandar un video a YouTube o directamente a TN, a TN y la gente. Un ojo cerrado, una cámara que le cubre el rostro. «Te filmo», declara, afirmando un derecho.
2
Si quitan el dinero no les queda nada.
Por eso lo inocularon en la historia como el asesino que se empeña en dejar una pista falsa que confunda para siempre. Si el cambio del que me acusan no es por un dinero espurio, es tan solo eso. Un cambio. Cortázar, que no quería al peronismo y lo aceptó más tarde. Beethoven, que le dedicó una sinfonía a Napoleón y luego tachó sus palabras con tanta fuerza que rompió el papel. Como cambian su voto millones de personas de una elección a la otra.
El cambio que me atribuyen habría ocurrido en 2009, pero se verá más tarde que ni en eso están de acuerdo. Pues bien. En septiembre de 2009, Cristina Fernández de Kirchner tenía solamente el 22 por ciento de opinión favorable. Dos años más tarde cinco millones de personas, o más, cambiaron de idea y la ungieron presidenta por segunda vez. Juan Villoro, un magnífico escritor mexicano tomado por Diego Tomasi en un libro sobre Cortázar de 2013, manifiesta que todo comentario político está sujeto a las contingencias que lo explican.
Hasta 2008 el gobierno de los Kirchner tuvo una buena relación con Magnetto. Sea porque necesitaba construir un poder que no tenía en el comienzo de la gestión, o porque le dio demasiada rienda a quien era su jefe de Gabinete entonces, Néstor Kirchner aceptó la pulseada sutil, o acaso una relación más amistosa con el diablo. La foto de ese tiempo sin la película completa de lo que sobrevendría es, para esta historia, la contingencia a la que alude Villoro.
Yo tenía muchos puntos de acuerdo con el gobierno, pero al cabo de veinte años que ya llevaba peleando contra los multimedios esa claudicación resultaba inaceptable. Por lo que fuere, la mafia que representó siempre Clarín teñía mis opiniones. En esos años se sumaban además la pelea por Botnia, que también me ubicaba con críticas al gobierno argentino, y sobre todo la discusión con el campo por el aumento escalonado de las retenciones a la soja, primordialmente, que ya estaban vigentes. No sé si tenía razón y más bien desconfío de mis argumentos al cabo de la lucha política más tensa. El tratamiento igual a los desiguales, quitándoles movilidad social a los dueños de los campos más chicos, y la posición de la Federación Agraria, por la que sentía una vieja admiración desde el año ’91, marcaron el desacuerdo con el gobierno.
En 1991 había tenido un programa igual al de La Mañana y también en Continental. El rechazo visceral al menemismo motivó que en diciembre las autoridades de la radio me pidieran que lo dejara. Era un programa piantavotos para ellos, porque el menemismo entraba por la puerta de oro del liberalismo y la cultura antiestatal que los medios habían elaborado. En ese tiempo hubo un líder del campo, llamado Humberto Volando, que se convirtió en un ídolo de la audiencia de mi programa. Quedó para siempre la idea de que la Federación Agraria era un movimiento de izquierda y aquellas luchas fueron conservadas como algo que habíamos emprendido juntos con el gran líder agrario.
Algunas grabaciones que se conservan de aquellos meses demuestran que la actitud fue fundamentalmente informativa, pero los que hablaban eran los representantes del campo y casi nadie del gobierno.
Acaso como un hecho afortunado para mí, a la salida de la discusión por aquella Ley 125, el gobierno se lanzó a la que fue una de sus mejores iniciativas. La estatización de las AFJP que manejaban el dinero futuro de los jubilados. La adhesión a la causa fue inmediata y me permitía estar claramente del lado de mis más fuertes convicciones. Sin embargo, para la elite aún no golpeada directamente por las decisiones del gobierno mi postura no mereció ningún comentario.
Pero la contingencia que explicaría mi apoyo crítico al gobierno de Kirchner fue el surgimiento de Fútbol para Todos y la Ley de Medios.
A diferencia de la estatización que los desquiciaba ideológicamente pero sin afectación tan directa de sus intereses, aquellas decisiones políticas entraron como un viento que se cuela por todas las rendijas en la vida de los Magnetto del país, arrojando los papeles por el aire, moviendo las estructuras, y recalentando el clima político como nunca se había visto en la historia contemporánea. Sentía que asistía a la concreción de un verdadero sueño que nunca me había animado a soñar. El gobierno asumía el coraje político que nunca imaginé, de ir a los cimientos mismos de los poderes fácticos. Pagaría un precio muy alto en los años por venir, pero cambiaría las reglas de juego en la Argentina.
La lucha planteada desde la idea de un Estado que actuase como el padre de todos se acentuó, y la confrontación con las corporaciones tuvo la valentía política y la constancia de lo que percibí como una verdadera revolución. Los medios hegemónicos se quedaron de pronto sin el fútbol que habían robado, a diestra y siniestra, a los clubes pagándoles miserias y al pueblo privándolo de sus derechos. La recaudación de miles de millones de ganancias mafiosas, de compra de canales con la patente de corso que la dirigencia del fútbol les había cedido, el afianzamiento de un poder maligno e indomable que venía desde los tiempos de la apropiación de Papel Prensa, se debilitaban como una serpiente a la que un sapo le hace un círculo de baba.
Mordiéndose a sí mismos, los medios dominantes ultrajaron al periodismo como no hay parangón en el mundo. Entonces sí, en ese contexto, yo me convertía en un enemigo al que había que llevar a una cava para meterle tinta por la nuca. La banda, según un escrutinio parcial de la producción de mis programas, ha tenido casi cuarenta integrantes directamente referidos a Magnetto, unos quince de La Nación, y un número indeterminado de Perfil porque a muchos de ellos, como premio, se los llevó el Grupo Clarín. Cada uno de los secuaces, como los integrantes de foros paramagnettistas con los que fui confrontando, llegaron a atacar mi nombre en dos mil páginas en solo cuatro años, a las que sumaron sus foros de lectores con miles de agresiones cotidianas. Toco una tecla y me quedo mirando. Estar escribiendo este libro, estar vivo, es un milagro que debo disfrutar.
El año 2009 sería decisivo por lo que sucedió con el fútbol y la Ley de Medios. Clarín se aprestaba a una larga y sinuosa pelea judicial, y, a comienzos del año siguiente, apareció la jugada maestra de los Magnetto de la calle Perú: un mail con nombres falsos estableciendo que el gobierno me había entregado diez millones de dólares a cambio de mis opiniones. Para lo que había sostenido durante veinte años era necesario que me corrompieran. Al principio me pareció una versión más estúpida que aquella que decía que el magnate Yabrán no se había suicidado sino que estaba tomando sol en el Caribe. Pero el mail llegó a millones de personas y ya no hubo manera de confrontar numéricamente con la infamia.
Hasta las rebajas terminé aceptando de tan habituado al estigma. En Mar del Plata, también el verano pasado, salía de un restaurante con mi colega Alejandro Fabbri y un tipo me dijo que me habían dado cinco millones de dólares. «A vos te dieron cinco palos dólar, te dieron». «Te equivocás, fueron diez». «Hacete el vivo», me dijo, «que yo tengo la justa. Cinco palos te dio esa hija de puta, ella te los dio». Fabbri confrontó más airadamente con el individuo, y al cabo, terminamos a las risas porque yo estaba feliz de que me hiciera una rebajita en la acusación. «A este paso, el próximo saca toda la guita», le decía a mi amigo.
Y si quitan el dinero, no les queda nada.