Capítulo 11

1

Estoy cenando en mi casa con Sebastián, sus padres y una hermana. Sebastián es un destacado médico investigador que vive en los Estados Unidos. Lo conocí en un viaje poco tiempo atrás y descubrí en él una persona que me acongoja por lo que me estima. Nadie da la talla de una construcción hecha desde el afecto y la complicidad de las ideas. Sebastián me contó que Mario, su padre, y un hermano estuvieron entre las miles de personas que me acompañaron el día de la audiencia, y quise conocerlos.

Así que aquí estamos. Atendiendo personalmente a los amigos. A cada uno de los que fue a la audiencia quisiera darles un abrazo. Cada uno de ellos es testigo de por qué lo hizo. Que jamás hice una convocatoria. Que los jóvenes de la Tupac estaban allí motu proprio y eran visibles especialmente por las banderas, pero no por el número, que no llegaba al cinco por ciento del total.

He tomado café al menos con diez de los que fueron a Carlos Pallegrini y la casualidad me llevó a conocerlos. He podido decirles gracias, mano a mano. Como ahora con Mario, cuya solvencia en temas políticos e internacionales me deslumbra, pero mucho más los ideales con los que se identifica, evidentemente transmitidos a sus hijos con un éxito infrecuente.

Por encima del hombro de Mario hay un cuadro de un artista plástico que no pinta en el estilo de los del Renacimiento pero es un espíritu de aquellos. Jorge Rivara me envió en estos días una carta que voy a enmarcar porque es un pergamino delicado y generoso. Me siento bien, y el vino tiene un olor que penetra hasta una nariz que está más arriba de la visible. Siento, de a ratos, que tendría que ir a secarme una lágrima. Soy medio llorón, lo sé de siempre. Lagrimeador nato. Sucede que Mario habla de mi ética de tal forma que ni me animo a desalentarlo dadas las faltas que me atribuyo. Confío en que él sepa que no interrumpo por educación, porque además parecería falsa modestia. «Más ético será usted», le digo en broma. O «serás vos», no me acuerdo.

Me cuenta lo que sucedió mientras yo estaba adentro esperando por el tal Magnetto. La calle cómplice, con tamboriles y cantos. Los letreritos escritos sobre cartones modestos. Las proclamas en la radio abierta que habían improvisado los muchachos de Berazategui. Me habían contado antes de un tipo que decía «si no sale hasta mañana, hasta mañana me quedo», intentando crear un clima de aguante. Mezclo lo que otros me contaron con lo que detalla Mario y cambio de tema como quien cambia de frente la pelota en un partido. Miro a Sebastián, pidiéndole que pare al viejo. Pero Sebastián sacude la cabeza y con las cejas y la sonrisa dice «Es así, bancátelo».

Las horas de charla aumentan la deuda de mi gratitud y los intereses. Sería linda una larga mesa con las personas que me acompañaron y de las que solo escuché sus voces y luego apreté algunas manos mientras iba por la vereda como si un viento muy fuerte me tirase hacia atrás. Disfruté ese día, para qué negarlo.

2

No entenderé nunca por qué Magnetto ha hecho esto. Podrá ganarme el juicio. Castigarme con un dinero que no creo que encuentre. El mío, que no existe, no importaría. Lo que hubiere, nunca fue mío, ni importó, y solo ha actuado como un escudo para afrontar una sociedad capitalista que no me gusta. Pero, aun así, Magnetto me hizo un regalo.

Porque ese día de agosto yo hubiera muerto feliz. Hubiera querido morir. En serio. Me perdería este brindis con Mario, Sebastián y los demás de esta mesa que me estruja de melancolía porque en algún momento apagaremos la luz y la sala quedará a oscuras, en silencio, y ya será irrepetible, aun si nos sentamos los mismos otra vez.

Pero ese día pálido y tibio del último invierno sentí de nuevo lo que alguna vez le dije a mi mujer, que me gustaría morir ahora que me escapo con el botín. Un ladronzuelo que se fuga con un cofre de felicidad debajo del brazo, igual que en los dibujos animados que muestran a alguien con un antifaz dando pasos ridículos, levantando las rodillas y apoyando la punta de los pies para que nadie lo oiga.

Decir gracias hace bien. Cuando la puerta del ascensor empieza a cerrarse se parece a la caída del telón en un teatro. Los amigos actúan como los artistas, que se hacen cargo de nuestro corazón. Lo masajean. Lo miman. Y lo ponen de nuevo en su lugar como una maceta a la que se le echa agua, se acaricia la planta y se deposita cuidadosamente donde exista más luz.

En el abrazo a Mario, a Sebastián, envolví a todos los que aquel día me dieron algo mejor que haberle dicho cuatro frescas a Magnetto. Que alguien se haya levantado ese día diciéndose que a las dos de la tarde tenía que andar por ahí, por Carlos Pellegrini, y que construyera su jornada con ese objetivo, que quizás debiera dar una excusa en la oficina, que postergara una cita, que me haya permitido influir en su vida, es un milagro extraño. Vivimos vidas que en general no se cruzan. Construimos un destino que puede ser alterado a cada instante si doblamos a la derecha o a la izquierda. ¿Se habrán conocido dos personas que se enamoraron ese día? ¿Nacerá un hijo como consecuencia de esa tarde?

Ni yo a cuatro pasos de Magnetto, ni Mario caminando entre la gente de Pellegrini, podíamos imaginar la cena de esta noche. Tiene tanto poder Magnetto que me consiguió, en una sola tarde, como cuatro mil amigos.

3

Clarín y La Nación se entregaron a una transfusión de ideales y de dinero que significó el eclipse del periodismo por varias décadas. Un largo invierno al que, como países del Polo, la sociedad parece acostumbrarse y de la que salir sería solo factible en el cumplimiento de los ciclos de la naturaleza. Probablemente habite ya en las redacciones una reserva moral que pueda imponerse —al cabo de muchos años, igual a esas claridades donde los amaneceres salen de la propia noche— a quienes se han quedado sin redención y no pueden ser protagonistas del cambio.

Cuando estuvieron compitiendo de veras por el mercado, La Nación, transparente en sus objetivos políticos, adicta a gobiernos de facto o aunque más no fuera conservadores, liberales y enemigos del Estado, proclive a ponderar los dogmas de la Iglesia católica e imponerlos, pareció siempre más respetable que Clarín. Es posible que el poder de daño, enmarcado por la propia sinceridad de su pensamiento, aplacara la visión negativa.

Saber cuáles son sus mejores golpes, cómo camina el ring.

El fuego, en un bosque cuyos contornos están claramente definidos. Clarín, siempre menos respetado, fue el negocio, la ventaja económica que puede convivir con la dictadura o alentar etapas en las que el progresismo recuperó terreno como en la debacle liberal de principios de siglo. La conformación de su elite, contadores en lugar de periodistas, le hizo vivir con naturalidad su acceso paulatino a intereses que no tenían ninguna relación con la ética. Y quienes sí lo eran, renunciaban o eran asimilados por esa conducta. En los tiempos en los que libraron una batalla por el mercado, podía leerse en La Nación una nota como la escrita el domingo 19 de agosto de 2001:

La llegada de los multimedios, el acceso de las empresas a intereses de índole completamente ajenos al periodismo, que las llevan a defender a estos últimos con aquellas, la irrupción en el control de otro tipo de empresas que no tienen su origen en el periodismo, han provocado un daño difícil de reparar a su credibilidad.

La Nación le había pedido la nota a un periodista del que conocía su discurso, que había pasado no hacía demasiado tiempo por el Senado de la Nación para denunciar los abusos y robos del Grupo Clarín, y que en todas sus apariciones públicas fustigaba a los multimedios desde el mismo momento en que se pusieron en marcha. A ese rival de Clarín le pedía un artículo sobre la profesión y lo que de ella se espera. Encubierto en el juego de las libertades que pregona, el diario de los Saguier abría la puerta de su monasterio a un orejano porque lo cierto es que la ética del diario más vendido le repugnaba. Era esto, más que el deseo de superarlo en la contienda, lo que inspiraba a La Nación en su íntima controversia con el Grupo ya consolidado.

Cuando se acollararon, Clarín semejó ser el ganador porque, dominando a su rival de otras épocas, acrecentó el poder, tiñendo al periodismo hegemónico de un solo color. Sin embargo, el verdadero triunfador fue La Nación, porque impuso la ideología, aquello de lo que Clarín carecía. La táctica era la del más fuerte. La estrategia, en cambio, como diferenciaba Mario Benedetti en uno de sus mejores poemas, era la de quien respondía a un conjunto de ideas.

La orquesta fue guiada por la batuta de Magnetto, pero la partitura era la de los Mitre. Clarín ofreció su procacidad para animar a su cómplice en la vida licenciosa de la mentira y La Nación contraprestó el eje de sus certezas ideológicas para darles carnadura a los propósitos siempre invasores del imperio. La Nación desprecia a un gobierno estatista en su manual de política. Clarín sólo si no puede controlarlo. El objetivo de ambos es voltearlo. Pero no van y ponen su hombro a cargar contra la puerta hasta que la tabla ceda con el estrépito del golpe. Consiguen que la toxicidad de sus tintas los provea de los arietes que machacan contra la democracia. Ellos dicen que alguien robó. Ambiguamente lo dicen. Un político condena el hecho y a la vez se prepara al lado del tronco con el que «han de atravesar el arco de la entrada». Alguien de la justicia, entre los muchísimos que le pertenecen, lo toma de oficio. Y en ese círculo de verbos conjugados en potencial, como si manejasen un arma a repetición, desgastan a las personas y gobiernos.

En el ejemplo del funcionario que trasladó una fortuna de un aeropuerto de la Argentina a otro del Uruguay, lo que evitó la masacre periodística fue que la primera coartada resultara lapidaria para el Grupo. Ese día, como quedó dicho, a esa hora sin bolsos y sin avión, el acusado estaba cumpliendo una tarea de la que podía sentirse orgulloso, como era la de homenajear a un expresidente del Brasil. Cualquier abogado hubiera dejado estupefacto y vencido al fiscal, como en el final de una película al presentar las pruebas contra la falsa acusación.

Sin embargo, la desmentida obró desde el primer instante porque otro canal de televisión estaba transmitiendo a esa hora, ese día. De lo contrario, el guión de la película se hubiera puesto en marcha:

De la acusación al pedido de informes de algún delirante de la política.

El aeropuerto debería informar sobre el vuelo.

Al Uruguay hubiese llegado un cedulón similar.

Un empleado de uno de los dos aeropuertos diría que algo creyó ver.

Un piloto llamado a indagatoria.

El dueño del avión estaría implicado en otros vuelos extraños.

Descripción de los bolsos utilizados.

Color del avión.

Fotografía del hangar en el que duerme por las noches.

Otras denuncias de hechos acaecidos en el aeropuerto.

Solicitud de la oposición política del Uruguay, para que un ministro informe sobre el hecho.

El propietario del buffet del aeropuerto, primo de un amigo del funcionario.

Gráfica del recorrido presunto del vuelo.

Los radares que no sirvieron para detectarlo.

El informe del arribo al Uruguay de otro avión dos años antes, dejando dudas aún no disipadas sobre las razones del viaje.

La misteriosa mujer del vuelo de la que nada se supo en un principio.

El testaferro uruguayo.

La falta de control en la aviación civil.

Quién preparó los bolsos.

Un juez haría lugar o no a la denuncia. Si la desechaba, sería denunciada la intromisión del poder político. Si comenzaba la investigación, pero no la llevaba con rapidez, sería hostigado.

El abogado del funcionario impugnaría al juez.

Los programas de televisión del Grupo, con políticos fieles hablando de la corrupción que la democracia no puede permitirse, exigirían respeto por la independencia de los jueces.

Las semanas transcurridas durante la operación hubiesen significado un negocio en términos económicos porque la saga de la corrupción es vendedora y eso importa a Clarín. La democracia caminaría entre la gente como una mujer condenada a ser lapidada por adúltera. Ni los funcionarios, ni la justicia, ni la política la merecen. Y eso desvela a La Nación. Una mano lava la otra. Pero expuestas al mismo tiempo, muestran las uñas como las de un plantador de árboles al terminar el día.