Carlos Yushimito
Oz
Ese último nervio tuyo tan fino
que se hace alma
El otro Asterión, JOSÉ WATANABE
Para Micaela Chirif
El hombre de hojalata ha hecho crujir sus viejas articulaciones para que yo pueda oírlas. Es un sonido semejante a romper nueces con una tenaza o con dientes igualmente enérgicos. Antes lo hacía con frecuencia: me refiero a que cascaba frutos secos, no sólo nueces, y me daba la mejor parte de la pulpa recién partida para que yo pudiera comerla. Pero llegó un tiempo en que no lo hizo más. Dejó de hacerlo, y yo me resigné a que las nueces y los frutos secos ya no formaran parte de mi dieta. Ahora sólo imita el ruido de aquellos tiempos cada vez que su duro cuerpo de latón es incapaz de exagerar; y a mitad de cualquier noche o día, el crujido de sus coyunturas se le quiebra como una bisagra de cosa vieja y gastada que no termina por cerrarse nunca.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
A un lado del comedor lo encuentro atareado, flexionando su brazo de arriba abajo, como si, de un momento a otro, esperara sacar agua de algún pozo invisible. Hace treinta minutos que lo oigo trajinar. Y lo único que ha logrado hasta ahora es que yo abandone, impaciente, la lectura del diario, y que su voz acabe por derramarse como una resonancia hueca que, en otra ocasión, incluso, yo mismo hubiera calificado de triste.
—Me parece que algo anda mal conmigo —dice H. H.
Verlo manipular así su burda osamenta artificial me resulta penoso; pero no se lo digo.
—Es normal que pase —lo tranquilizo—. Tarde o temprano también tenía que sucederte.
—¿Qué cosa, Harumi?
—Envejecer.
El hombre de hojalata mueve la cabeza, negando, enfáticamente.
—Creo que me estoy oxidando.
Y para evidenciar lo dicho, mueve otra vez los pernos de sus antebrazos y los oye rechinar agudamente, una, dos, tres veces, antes de detenerse. Ahora no cabe duda. Hace lo mismo con el resto de su cuerpo, y al rato concluimos que las cosas no parecen lucir mejor que antes.
—¿Será así la muerte?
—No lo sé —le digo.
—¿Cómo que no lo sabes? —dice él, regañándome—. Se supone que todo lo sabes.
Hace mucho que sostuvimos esta conversación; creo recordarla. Pero ahora estoy exhausto y viejo y comprendo que nunca acabará de creer lo que yo le diga, no importa cuántas veces se lo repita. Pronto tampoco lo creeré yo mismo: habré olvidado, acaso, todo lo que le dije alguna vez. Ésa es la verdad de esta historia.
—No lo sé —repito, avergonzado, y vuelvo al diario.
—Pues deberías —concluye.
Y, como si no me hubiera oído, sigue haciendo sonar sus viejas vértebras de lata, sólo para hacerme rabiar.
Hubo un tiempo en que H. H. y yo fuimos objeto de atención. Teníamos un pasatiempo rentable que nos permitía viajar por Ciudad Esmeralda, haciendo alarde de cierta fama de imbatibles. El hombre de hojalata jugaba al ajedrez y yo retaba a los que pudieran hacerlo, desplegaba una silla y me sentaba en mitad de una plaza, acomodaba las piezas sobre una mesita ajedrezada y esperaba a que alguien, no importaba quien, rellenara el gran sombrero de copa que había pertenecido a mi bisabuelo y que ahora servía para legitimar cualquier apuesta que llegara. No faltaron nunca reñidores ni pendencieros. Quiero decir, lo que uno espera que haya en cualquier ciudad. Hace mucho que los caballeros dejaron de jugar al ajedrez para dedicarse a oficios más rentables, por lo que no fue con ellos, finalmente, con quienes debimos lidiar una vez que salimos a la calle. Hay una vaga jactancia en el ser humano que le hace imposible aceptar la derrota frente a cualquier artefacto. Perder contra un objeto es perder contra uno mismo y ésa es, si se piensa, la derrota más difícil de asimilar para las personas. No pasó mucho tiempo para que H. H. se acostumbrara a ganar, ni para que la fama de su inusual mecanismo se regara por todo el condado. Jugaba conmigo, al principio, optimizando su rendimiento; pero al poco tiempo llegó a superar incluso mis propias habilidades, que no eran pocas, y ese mismo día, al caer la tarde, traspasamos por fin los confines de la ciudad, pensando que haríamos dinero y que volveríamos más temprano que tarde para echar raíces en ella. En cierto modo no me equivoqué. El sombrero se fue llenando de victorias luminosas y mi trayecto no tardó en alargarse sobre los siguientes ocho condados, como se alarga la reputación de un hombre que carga a cuestas algo más que la propia sombra que abandonó en su tierra.
Una noche llegó a Esmeralda un tipo que decía llamarse Euwe. Yo le tendí la mano en señal de bienvenida y, por la fricción húmeda de sus dedos, supe de inmediato que tendríamos problemas. Tenía un gran bigote rojo saltándole de la cara y, un trato educado que a los pocos minutos, de tan artificial, acababa por resultar incómodo.
—Me han dicho que su mono mecánico es invencible —afirmó, a manera de desafío.
Tenía un séquito más o menos grande y singular: una mujer raquítica, excesivamente maquillada, que lo tomaba del brazo; y, dos enormes negros, vestidos con trajes verdes, que los escoltaban sin ocultar su rudeza.
—Así es —respondí, ignorando el alarde de su saludo—. Y, en lo que mí respecta, ningún mono orgánico ha podido vencerlo hasta ahora.
Euwe sonrió.
—Por eso estoy aquí, caballero.
Deslizó su abrigo y lo dejó flotando sobre la silla. Salvo por una mujer gorda que barría el suelo de los pasillos, él y la comitiva eran los únicos visitantes que todavía permanecían en el hostal.
—Réteme.
La provocación no podía ser más inoportuna. En poco menos de una hora me esperaba una cita con el Dr. Gustav Grumblat. Había reservado una nueva partida con H. H. desde mucho antes de la llegada del invierno, y esperaba que esta vez su juego demostraría algún desperfecto, alguna imperfección en el embuste que suponía mi máquina. La gracia había costado una buena cantidad de billetes, mucho más que la primera vez, de modo que así se lo comuniqué a Euwe. Era difícil arruinar un acuerdo tan jugoso como el que había conseguido con Grumblat, y sabía que sólo tenía esta oportunidad para convencerlo de que el hombre de hojalata no era una superchería más, de aquellas que iba ingeniándoselas el viejo mundo en traernos a esta parte de la tierra. Dije que volveríamos para las once y que, para entonces, tanto el mono mecánico como yo tendríamos el gusto de complacer su solicitud; pero algo en los ojos de Euwe brilló con la obtusa oscuridad de la bravata, mientras metía la mano al bolsillo.
Creí que sacaría un arma, pero sacó en cambio un grueso fajo de billetes, que hizo sonar como si fuera una baraja.
—Usted no me ha entendido bien —dijo Euwe, poniendo el dinero sobre la mesa—. Hice cuatrocientos kilómetros sólo para probarle a esta dama que el verdadero artificio de un hombre no está en imitar la inteligencia sino en ponerla en práctica.
Me fijé entonces en la mujer, el emplasto tibio que abultaba su rostro, empalideciéndola, y supe que era a ella a quien debía temer y no a su partidario ni a sus esbirros.
Sabiéndome acorralado, acepté.
Miré el reloj que descorrí de la manga y supuse con optimismo que en treinta minutos H. H. habría dado cuenta de los alardes de Euwe. Quizá con algo de suerte el Dr. Grumblat aceptaría una excusa. Quizá con un poco de habilidad podríamos sacarle algún provecho a esta escena que ya resultaba molesta. Terminé aceptando que la ocasión podría acabar por ser una buena excusa para dejar la ciudad, algo que hasta entonces no había estado entre mis planes, y que esa noche pareció delinearse con absoluta lógica.
Hice una venia y subí a mi habitación en busca de H. H.
Lo encontré en la sala mirando fijamente a una abeja que tejía formas pentagonales, mientras intentaba atravesar, sin éxito, el vidrio de una de las ventanas.
—Necesito treinta minutos más —dije, esperándolo junto a la puerta—, treinta minutos más, o lo que necesites, antes de jugar con Grumblat. Luego volveremos a casa. Te lo prometo.
Si alguien me preguntara ahora cómo comencé a emplear a H. H. en las apuestas, no sabría qué responder. Diría que fue la necesidad; pero el origen en realidad se ha perdido con el deterioro de mi cerebro, que terminó llevándose consigo los primeros años de mi juventud y, con ellos, los proyectos que H. H. fue antes de convertirse en el accidente que es ahora. Quizá podría emplear una historia, la historia de otros hombres, para completar la ausencia de la mía. Pero sospecho que, incluso esto, ya lo hice alguna vez. Hace dos días encontré un libro en mi biblioteca y lo leí con deleite, sorprendido de estar repitiendo, involuntariamente, un placer antiguo. Tenía, por lo pronto, anotaciones con mi letra, de eso no tengo dudas; llenaban todos los bordes de las páginas, pero nada de lo que estaba escrito en ellas dejó de resultarme extraño. Era una historia simple, en cualquier caso. Un autómata ajedrecista, vestido de turco. Un famoso relojero de la corte de Viena. Luego, un tal Johann Nepomuk Maelzel. La máquina viajó por el mundo exhibiendo su particular ingenio durante medio siglo. Solía tener una buena marca encima, hasta el día que la pillaron en un pequeño pueblo de Baltimore. Se escuchó entonces a alguien dando gritos de auxilio y, fue tanto el escándalo que produjo, que cuando los causantes se dieron cuenta de lo que había pasado, ya era tarde; una multitud se había congregado a su alrededor. Los gritos provenían de una vieja caja de madera familiar. Acudió un ebanista, a falta de un carpintero, y de las entrañas del artefacto, forradas por caprichosas paredes de espejos, sacaron a un enano casi muerto de asfixia. Supongo que conocerán la anécdota. Aquel día la fama de Maelzel, último heredero del artificio del barón Von Kempelen, fue sustituida por la de estafador y mercachifle. Pocos, incluido el penetrante Poe, fueron capaces de admirar su maravilloso mecanismo, que acabó perdiéndose el día que un incendio lo redujo a cenizas y su secreto se perdió para siempre en un museo de Filadelfia. Nunca ha sido nadie capaz de ocultar a un hombre la naturaleza de otro hombre con tanta perspicacia, mostrándole al mismo tiempo, su propia miseria.
Esto mismo se lo dije a Euwe aquella noche, mientras iba llenando su mano con el dinero del sombrero: tres meses de apuestas itinerantes, perdidas en tan sólo cinco minutos. Le dije también que había tenido el privilegio de ser el primero en presenciar la anomalía de la perfección. ¿No le recordaba aquel accidente un viejo y escamoteado mito? ¿No le sonaba familiar aquella vida primitiva que asomaba en el error, mínima, invisible, para contaminar para siempre la perfección de un paraíso inmóvil?
Por supuesto, Euwe me ignoró.
Cuando acabé de pagarle, recogió su sombrero y su abrigo y no lo volví a ver de nuevo. En cambio, durante casi una hora, los dos negros se ocuparon de golpearme en la calle, mientras su dueña fumaba un largo y delicado cigarrillo. Lo recuerdo aún, porque me pareció notar que la mujer encontraba cierto placer en el espectáculo; inhalaba, entornando los ojos; no sonreía, pero era como si lo hiciera. Los negros me patearon hasta que se les cansó el cuerpo. Eso quiero creer, aunque en realidad estoy seguro de que esperaban a que el cigarrillo de la dama se apagara. No sé cuántas veces lo encendió: acababa uno y encendía otro de inmediato. Al final de la noche, o al comienzo del día (aquí mi recuerdo se hace vago) ella apretó la última colilla con sus altos zapatos de tacón, y yo tenía cinco costillas rotas y la mandíbula fracturada en trece pequeños fragmentos. Me arrastraron como si fuera el desecho de mí mismo hasta la habitación del hostal, y en ella me abandonaron para que yo pudiera endeudarme por otros tres meses y dos semanas antes de regresar a casa.
—¿Recuerdas la tarde en que Euwe te derrotó en Esmeralda? —le pregunto al hombre de hojalata.
El sonido de sus articulaciones cesa momentáneamente. Por primera vez, en mucho tiempo, oigo la fricción de dos patitas jugando a ser violín: un grillo acaso perdido en los jardines; los ojos de H. H. traspasando la débil barrera que nos incomunica, como si fuera una linterna.
—Sí —dice, inmóvil—: Hace mucho de eso, ¿no es verdad?
—Supongo que lo hicieron porque me consideraron un embaucador —reflexiono en voz alta.
—O porque en verdad lo fuiste.
—Eso no significa nada —respondo, algo incómodo—. Todos acabamos, de alguna manera, por defraudarnos a nosotros mismos.
—¿En qué sentido?
—Por ejemplo, esa noche —doblo el diario y lo dejo a un lado de la repisa, ignorando el alcance real de su pregunta—; yo estaba seguro de que ganarías. O que al menos le ganarías a Grumblat. Que saldríamos de esta ciudad con una pequeña fortuna en el sombrero.
Supe luego que la mujer se llamaba Carol. Carol Grumblat. Y que había gastado una fortuna sólo para que Euwe viajara del norte y me diera la paliza que luego sus dos negros complementaron con tanto profesionalismo.
—Sólo hay algo que nunca llegué a comprender —digo, como si quisiera que H. H. me respondiera—. ¿Por qué no quería que jugaras con su padre? Es algo que me gustaría saber. Al menos, antes de olvidar por completo esta anécdota. —Miro el borde de la ventana abierta a la noche y cierro los ojos, como si allá, lejos, fuera a encontrar la respuesta—. ¿Por qué acepté que jugaras con Euwe en primer lugar?
H. H. ha permanecido callado, y, cuando abro los ojos, lo encuentro jugando con sus dos manos. Ha descubierto que sus dedos pueden entrelazarse y que, cuando los mueve, también crujen.
—¿Por qué lo dejaste ganar? —lo interrumpo.
No tengo dudas sobre aquello. Nunca las he tenido, y estos quince años, he podido elaborar varias hipótesis que ahora, al menos desde que se negó a seguir rompiendo nueces, H. H. se encuentra en capacidad de responderme.
—No lo sé —dice.
No me engaña; muevo la cabeza.
—¿Te disgustó que no te dejara libre esa noche como te prometí?
El grillo nos deja solos por un instante, pero tardo en darme cuenta, y cuando lo hago, sus patitas se lamen nuevamente, han reiniciado otra vez su propio sonido sin sonido.
—Supongo que no quería morir —dice H. H.—. Pero ahora que lo pienso, ya no estoy tan seguro.
Les puedo asegurar una cosa: me gusta el nuevo H. H. porque me deja ganar al ajedrez. Lo sé porque el hecho de perder lo hace extrañamente feliz. Así como a mí ganar me hace sentir extrañamente vivo. Supongo que ambas imperfecciones significan lo mismo. Pero no me atrevería a compartir este pensamiento con él, al menos no en voz alta, porque últimamente H. H. ha estado bastante susceptible a las definiciones, a las exactitudes, como si fuera un niño que descubre el mundo, y sus significados estrictos y su incapacidad para encajarlos en la lógica propia del mundo no adolecieran ya lo suficiente de una concesión en extremo dócil para ser expresada con las pocas palabras que poseemos.
El día que se negó a romper una nuez no lo examiné. ¿Para qué hacerlo? Esa tarde hizo unos dibujos que otro hubiera encontrado interesantes. Pero a mí no me preocupa su alma. Sabía que aprendía, sólo eso. Nunca fui capaz de darle un corazón y ahora que lo tenía, no sería capaz de quitárselo. Lo demás, ciertamente, no tiene importancia. Eran ceremonias, no necesidades, las que yo tenía en mente. Soy un hombre viejo que no tiene hijos ni amigos que no estén muertos. Mi única necesidad fue siempre la compañía. Pero eso lo sé sólo ahora que empiezo a olvidar incluso cómo me llamo. En cierto modo, que H. H. se arruinara significó el comienzo del nuevo gran proyecto de mi vida. Me refiero a que hacía mucho que no sabía lo que era leer el diario porque sólo escuchaba su voz.
Mis manos descubrieron su flexibilidad y mis ojos resistieron un poco mejor la luz del día. Hice el esfuerzo por caminar. Y esa misma tarde caminé sin necesidad de artefactos hasta que se me cansaron las piernas. Cada mañana camino hasta la cocina y escucho ahí, con renovada fascinación, el sonido del café cayendo en mi taza y siento el calor de sus granos abriéndose paso, como si cayera una tibia ducha mañanera sobre mis hombros. En esas ocasiones poco más siento por él, que una inmensa gratitud por hacerse humano. Por ser lo que yo, gradualmente, estoy olvidando.
—Hay un síndrome —digo, llamando su atención, por primera vez en la noche—: creo que tú lo has adquirido.
H. H. se apoya sobre el sofá y me mira con curiosidad.
—Cotard —añado luego—: Es un delirio de negación. Creo que estás fascinado con la idea de estar muerto.
Acababa de despertar al lado del diario, y miré al hombre de hojalata como quien mira un espejismo turbio, un reflujo concentrado que va lavándose en la calle tras una noche de borrascas. Por un momento no supe quien era él: el Alzheimer, me lo dijo el médico, es como un filtro que deshace la percepción del mundo; es como una vela que derrite su propia cera; como si pagara el precio por haber vivido más tiempo del que tenía. Lo miré a través de aquella membrana legañosa. Y, por último, lo reconocí. Seguía haciendo tronar su brazo como si fuera a desencajarlo, obstinado aún en ese sonido de galleta crujiente que empezaba a ocupar la habitación entera.
—Es difícil que mueras —digo, sintiendo cómo la modorra repta tibiamente por mi espinazo—. Antes tendría que morir el enano que te habita y hace que muevas las piezas.
El hombre de hojalata entiende: no es tonto.
Supongo que en un par de semanas o meses ya no recordaré quién es. Ni siquiera recordaré quién era yo.
Ahora que siento mi deterioro, me resulta curioso reconocer la manera cómo selecciona el cerebro estas primeras etapas de degeneración. No recuerdo el nombre de mi madre, y en cambio tengo intacta la imagen de un sueño, algo que pasó de modo fugaz mientras me restablecía en el hostal, poco después de la paliza. Estoy sentado frente a H. H. y una máquina semejante a él mueve un peón, dos casillas al centro de un tablero, delante del rey. Sé que los he construido a ambos y ahora espero a que terminen la partida que han empezado a solicitud mía. No sé cuánto tiempo estaré delante. Sólo sé que ninguno de los dos es capaz de perder.
Le pido que me ayude a levantarme y H. H. asiente, con la condición de que le explique más sobre todo aquello.
Digo que sí, más por necesidad que por una buena intención de mi parte. Lo único que tengo claro es que la espalda me duele y quiero recostarme en la habitación. Hay algo en ella que me hace sentir cómodo: algo sensorial, automático; un olor, un reflejo, tal vez un ángulo. Mientras me ayuda a caminar, intento recordar las primeras luces que encendieron al hombre de hojalata, quizá en este mismo lugar. Pero la imagen no llega.
—¿Será así la muerte?
Estoy en la cama y escucho el crujido de su estructura de madera acomodándose a mi cuerpo.
Me imagino la muerte, sí. Y, por un momento, juego a que la recuerdo. ¿Qué pasará cuando ya ni siquiera la espere, cuando toda mi vida, bajo ese instante que le da volumen al pasado, se haga hueca, lineal, transparente, tal vez como es ahora mismo para el propio H. H.? Nada hay que responda a tan sencilla ecuación logarítmica capaz de crearle la vida a un ser de cables y fluidos como su propia negación. Existes porque podrías no hacerlo. ¿No es eso suficiente? Me pregunto si no habrá sido siempre así: mucho más sencillo vivir porque morimos, o recordar porque olvidamos, o decir porque sencillamente sabemos que, en algún momento, alguien nos mandará callar.
—No lo sé —repito.
—Tengo curiosidad por saber —dice H. H.—, sólo eso.
—Es sencillo en tu caso —digo, acariciando la dura textura de su artificio, ya viejo y maltrecho por la falta del mantenimiento que no soy capaz de darle desde que empecé a olvidar las cosas.
Siento vergüenza al escuchar el crujido de su cuello asintiendo, pero nada digo.
Le señalo, en cambio, un pequeño broche en forma de corazón que adorna su pecho:
—Cuando lo quites de aquí —me escucho decirle—, habrás muerto.
El secreto enciende su cara, plana, metálica, luminosa. Y ahora sé que podrá hacer con su vida lo que quiera, y que a partir de este momento, de alguna forma, vamos a ir en direcciones distintas.
—¿Y tú, Harumi?
Sé que ambos compartimos la curiosidad. Pero a mí difícilmente me hace falta comprobar que estuve vivo. Me acomodo sobre la cama y oriento sus manos duras sobre el almohadón de plumas, pidiéndole que cubra mi cara con él cuando sepa que esté dormido.
No sé si lo hará.
Pero, por si despierto y estoy muerto, pienso en un recuerdo.
En uno.
Y esa voz que lo trae todavía suena como la mía.