Jorge Aristizábal Gáfaro
La delación
Es cierto que las Gracias fueron tres, pero jamás se las pinta hablando entre sí; constituyen una trinidad silenciosa.
S. KIERKEGAARD
I
No diré cómo supe lo ocurrido entre Silvia, mi vecina del 402, y las entidades que después de llevarla al cielo, la devolvieron al Park Way, entonces convertido en infierno para ella. Ésta es la historia:
Hace muchos siglos, los Skultor expulsaron a los Fórnax de la undécima dimensión de Sagitario, condenándolos a vagabundear clandestinos por el universo. Para recuperar su hogar, los Fórnax recurrieron a estrategias que habrían sido efectivas si los Skultor no hubieran desarrollado el exterminio telegenético. Mediante tal procedimiento, la captura de un solo rebelde implicaba la extinción unánime de la especie Fórnax.
Éstos, a su vez, descubrieron que el cromo sometido a sublimación fractal proporcionaba un gas para liquidar a los usurpadores. Sin embargo, el metal sólo podía obtenerse en la Tierra y a condición de un secreto arribo: como ellos, los Skultor leían nuestro pensamiento y mantenían un centro de psicoobservadores dedicados a captar toda experiencia humana con extraterrestres. Tales sujetos evaluaban los contactos —muchos falsos, otros ciertos— pero únicamente impartirían órdenes de intervención en caso de alguna presencia Fórnax.
Pese a la amenaza del holocausto telegenético, los expulsados decidieron arriesgarse. La junta planificadora prefijó como condiciones de ejecución rapidez y sigilo. Lo primero exigía en tiempo una operación no superior a una hora Fórnax —por razones cuánticas, sesenta años terrestres—. Lo segundo, una acción individual, indirecta en ciertas fases y distante de los centros científicos de la Tierra. Con tales premisas, dicha junta eligió a uno de sus oficiales más notables y le ordenó trasladarse a la zona de los Andes, donde ubicaría a un humano para, de modo imperceptible, capacitarlo e inducirlo a la obtención del cromo.
Fue así como el oficial Fórnax llegó a Bogotá y escogió a mi vecina del 402. Silvia acababa de perder su empleo en el noticiero de televisión luego de un lamentable descenso: por algunas infortunadas frases pronunciadas al aire, pasó de presentadora a reportera de farándula y de ahí, al asfalto, cuando el director, tan drástico como salaz, decidió que sus informes carecían de imaginación. Además, por aquellos días padecía un duelo amoroso, lo cual la perfilaba como sujeto ideal para los planes Fórnax.
II
Hija de padre suizo y madre caribeña, mi vecina lucía impune sus veinticinco años y una sensualidad provocadora de no pocos problemas. Tenía el cabello agreste, ojos para la penumbra y unos dientes grandes e injuriosamente cómplices de sus labios perversos. Solía tornar almíbar los aceites con que, después del baño, ungía la piel entre dorada y rosa de sus brazos, sus senos, su vientre, sus largas piernas…
El agente Fórnax la contactó por el Facebook y se las arregló para merecer algunas confidencias. Luego adivinó su ideal de hombre, le aventuró una cita y con el nombre de Carlos y la apariencia de un astro del cine, se le presentó. Al verlo, Silvia perdió el aliento. Durante la comida le habló de sus gustos, aficiones, desengaños. Más tarde, al bailar, fue indulgente al sentir que carecía de ritmo. Él, en cambio, no tuvo clemencia con sus ansias y aquella misma noche, y por las tres siguientes, la hizo gemir de cataclismos íntimos.
Saciada y feliz, Silvia le expresó el temor de limitar sus relaciones a lo físico. Esperaba, además, ternura y proponía tiempo en aras del conocimiento mutuo. En obediencia, Carlos la colmó de arrullos y caricias cuya alternancia con palabras dulces, frases sabias y silencios apacibles, tuvieron el efecto de que otra vez las frondas del Park Way se vieran perturbadas por el disturbio de sus desafueros.
Pero había que darle pausas al encierro. Mi vecina necesitaba aire y exhibirse con aquel amante que la enorgullecía. De la mano de Carlos, la ilusión del amor la encaminó por una ciudad que vio nueva. El sábado recorrieron La Candelaria, asistieron a una exhibición de arte en la Luis Ángel Arango, oyeron un recital de piano en el Teatro Colón y a la medianoche se besaron bajo la luz ambarina, bellísima, de la Plaza de Bolívar. El domingo siguieron la ciclovía de la calle 26, escudriñaron las estrellas en el Planetario, almorzaron en la Zona T, comieron helado en el Centro Andino y entraron a ver La guerra de los mundos.
El lunes, Silvia anunció que no era día de salida. El apartamento delataba sus desmanes, así que con el pelo recogido y vestida apenas con un top y unos shorts, se puso a gatas para fregar el piso. Molesta porque él sólo la miraba, le preguntó sonriendo si no tenía algo mejor que hacer. Él simplemente la tomó de un brazo, la estrechó contra su cuerpo y comenzó a infligirle sus embates de físico y ternura.
Desde su languidez, Silvia lamentó no encontrar quién se ocupara de la ropa y la limpieza. Carlos atendió el requiebro y, tras sumirla en un plácido sueño, se armó de escobas y jabones y dejó el apartamento reluciente. A mi vecina se le saltaron las lágrimas y se le estremeció el vientre cuando al despertar, él, vestido apenas con un top y unos shorts, le llevó a la cama el desayuno adornado con una margarita blanca.
Había de llegar, sin embargo, la primera pelea. Ante la avaricia intransigente de un cajero automático, Silvia, pálida de ira, se quejó de haber gastado mucho en las últimas semanas, de no tener empleo y sí excesivas deudas. Estaba en quiebra. Le preguntó si trabajaba, y cuando él guardó silencio, quiso saber de qué vivía. Ante otro silencio, ella explotó y juró que por muy bello, tierno y apasionado que fuera su hombre, no estaba dispuesta a mantenerlo. Abandonado a las luces del Park Way, él comprendió la causa de la crisis; fue al cajero y regresó al apartamento con una suma que, abrumándola, renovó en Silvia el respeto y el asombro. Con un fajo similar cada mañana, mantendrían a raya aquel motivo de discordia.
III
El romance siguió vertiendo mieles. Pero mientras que para ella eran las semanas más intensas de su vida, para él sólo eran unos segundos en la ejecución de su tarea. Las fases iniciales, contactar al humano y detectar las fuentes de cromo, estaban cubiertas a satisfacción. Empero, la de adiestramiento debía llevarse con cautela y únicamente cuando fuera incondicional la sumisión de aquel gracioso organismo, cuyas previsibles reacciones, de no ser atendidas plena y oportunamente, podrían precipitar la criminal brutalidad de los Skultor.
Ignorante de tales cálculos, Silvia se entregaba a la euforia de gastar dinero. Compraba adornos para el apartamento y vestidos y artículos para ambos en las distintas incursiones en Unicentro, Bulevar y Centro Andino, de donde salían buscándose las sonrisas y los besos por entre los paquetes.
En cierta ocasión, mientras hacían fila ante un puesto de pago, un individuo de ojos febriles y dedos ligeros manoseó a Silvia. Carlos vio la escena sin inmutarse, de suerte que al dejar la tienda ella desfogó su indignación, impugnó su indiferencia y le recriminó su falta de carácter. La tarde siguiente, cuando esperaban un taxi frente a la Hacienda Santa Bárbara, tres sujetos malolientes los rodearon y le arrancaron a mi vecina su Cartier. Carlos los alcanzó y golpeó con inhumana violencia. Gracias a algunos oportunos, Silvia impidió un cruento desenlace, pero durante días y sólo hasta que él le llevó un tierno schnauzer, le estuvo viendo con temor las manos poderosas.
Las impresiones de aquel episodio restaron entusiasmo a las salidas. El apartamento, ahora con perro, era opresivo, y a Silvia, por el perro, le resultaba insoportable ir en taxi. Entonces comenzó a cuestionarse cómo era posible que un hombre tan adinerado no tuviera auto. Carlos le leyó la mente y a la mañana siguiente puso frente al edificio un BMW cero kilómetros, color rojo, cuyas líneas se hicieron más espectaculares cuando él, dándole las llaves, le suplicó que lo condujera. Aquel día no salieron del apartamento. Pero al siguiente y con el schnauzer en las ventanillas, recorrieron la ciudad, pasearon por la Sabana y visitaron la represa del Neusa. El viernes, sumándose a una festiva caravana, viajaron a Cali, donde Carlos, luego de varios días de frenético baile, probó que sí tenía ritmo.
Ante el efecto del BMW, él le llevó otro azul que ella rechazó por considerarlo una extravagancia. Aclarado el error, retomaron sus salidas de consumo y solaz, hasta cuando Silvia, bajo las molestias de un periodo, las interrumpió al decirle que estaba jarta de la farsa. Sabía que él era un mafioso, pero por nada del mundo seguiría siendo la mujer de un narco. No la enredaría en sus negocios, ni mucho menos la usaría de mula; así que podía irse al infierno con su sucia plata, su asqueroso BMW y su mugroso perro.
Otra vez en el prado del Park Way, Carlos aclaró el enigma. Al día siguiente, mientras los empleados de una casa musical se valían de poleas para subir a la azotea del edificio un piano de cola, le mostró a Silvia una cédula de ciudadanía en donde por segundo apellido figuraba un Puyana. A cambio de más explicaciones, se sentó al piano e interpretó al aire libre las sonatas de Mozart escuchadas en el Colón, con un virtuosismo que hizo enrojecer de vergüenza a mi vecina.
IV
Pero un piano y un perro a la intemperie eran barbarie para Silvia, y en la sala abigarrada del apartamento expresó su deseo de tener una casa amplia, con jardín y chimenea. Perdió el habla cuando en Altos de Yerbabuena, Carlos la invitó a tomar posesión de la mansión de sus sueños. Pasadas dos semanas, la tenían amoblada y con una servidumbre dispuesta a atender a los padres, amigos y compañeros de Silvia, invitados a la inauguración.
Sus amigas, al comprobar todo cuanto ella les había contado y sin poder disimular la envidia, desplegaron con descaro sus recursos para seducir a Carlos. Al percatarse, Silvia lo llamó aparte y le recriminó su excesiva amabilidad, pero al final, entre sollozos, le pidió perdón y prometió controlar sus celos. Lejos de irritarse, él la consoló y en adelante fue de mármol ante toda palabra, sonrisa o roce de las abusivas.
Una mañana, al sabor del desayuno en el jardín luminoso, cuando ya los padres de Silvia, complacidos por la invitación a la fiesta, hubieron tornado a su casa frente al mar, mi vecina evocó con humor sus objeciones: para el buen señor, era excesivo el academicismo, casi maquinal, de Carlos a la hora de tocar el piano. Para la buena señora, la casa era amplia y exquisita, pero fría; el perro, bonito, pero muy inquieto; y el yerno, guapo y elegante, pero como todos los hombres, tarde o temprano se sacaría las uñas. Aun así, la señora se preguntaba si no sería mejor formalizar aquellas relaciones. Al respecto, Silvia extrañó que hasta la fecha Carlos no le hubiese propuesto matrimonio. Iba a comenzar a lamentarse, pero él la interrumpió con la petición susurrada al oído y un anillo que hizo palidecer al sol.
V
La boda se realizó en la iglesia de Santa María de los Ángeles, y la recepción, en la Fontana. La ruta del rito se iluminó al paso de la novia cuya faz parecía haber sido alcanzada por la mirada de Dios. Se sentía bendecida y tan plena de santidad, que primero en el altar y después durante el vals, creyó levitar de la mano de su esposo. La pureza de su expresión difuminó el rictus fiscal de los padres, hizo ruborizar de culpa al director del noticiero y hasta las amigas más envidiosas sucumbieron de respeto y piedad cuando la vieron partir a sus lunas en las islas griegas.
De regreso, Silvia, con una serenidad de vestal, daba cuenta de la dicha que ni en sueños hubiera vislumbrado. Carlos, desde el piano y con notas menos rígidas, parecía expresar igual sentimiento. Se mostraba tranquilo, pues el tiempo vivido en la Tierra equivalía a segundos de la hora prevista para ejecutar su peligrosa y definitiva misión. Aun así, le sugirió a Silvia iniciar algunos estudios de informática, útiles para emprender un proyecto promisorio. Ella repuso que quería tener hijos, muchos hijos, cuatro o seis, y que sólo entonces lo satisfaría. No tardó en arrepentirse: se creyó mezquina ante el hombre que jamás había desatendido sus caprichos y anduvo días angustiada, acusándose de su egoísmo. Él, por su parte, hizo cuentas y encontró que no debía preocuparse: cuatro, seis u ocho hijos le tomarían a lo sumo diez minutos y aun así le sobraría tiempo.
Mi vecina no soportó más. Una noche, ante los resplandores de la chimenea, se arrodilló a su lado, le apartó las manos de marfil y con la mirada baja le aseguró que los hijos podían esperar; sabía que lo del estudio era por su bien y estaba dispuesto a obedecerlo. Carlos, amoroso, le acarició los cabellos, le respondió que no había prisa y que conforme ella lo deseara, tendrían sus hijos. Fue entonces cuando Silvia levantó el rostro y uniendo las palmas en gesto de adoración, pronunció la más infortunada de sus frases:
—Tú no pareces humano. ¡Eres un ángel! ¡Eres un ser de otro mundo!
Al captar aquellas palabras, los psicoobservadores de Skultor dirigieron su atención a Bogotá, verificaron datos y al instante ordenaron la captura de Carlos. Ante el asombro de Silvia, una corona de luz púrpura rodeó la cabeza de su esposo, lo convirtió en un haz brillante de partículas azules y lo fue absorbiendo hasta hacerlo desaparecer en medio de un sonido agudo y desgarrador. Como el schnauzer no cesara de dar saltos y ladrar, una fosforescencia lo envolvió y lo redujo a un humeante montículo de pelos.
Consternada por aquellas visiones, Silvia se llevó las manos al rostro y prorrumpió en gritos de horror. Iba a huir, cuando un oficial Skultor, en aparición hologramática, se le presentó, le explicó su guerra con los Fórnax y el engaño al que la habrían sometido durante los próximos sesenta años si ella no hubiera descubierto al impostor. En gratitud por la delación, gracias a la cual se logró el exterminio de la especie enemiga, el oficial le colgó un collar de aluminio y piedras pómez, elementos que, recalcó, eran los más preciosos de Skultor. Acto seguido emitió unos sonidos ridículos y desapareció.
VI
Silvia no tuvo que llorar. En las semanas siguientes, decenas de empresas, alegando hábiles defraudaciones, le quitaron hasta el piano. Debió volver al 402, donde recurrió al silencio para evitar la compasión paterna y al cerrojo para alejar a las amigas que, indignadas, exigían saber los pormenores del divorcio. Ni siquiera el director, con sus ruegos de que volviera al noticiero, pudo hacerla reaccionar. Y ahí sigue: culpándose por la felicidad y la civilización perdidas; hablando sola y mirando perpleja el collar de aluminio y piedras pómez. Todo el Park Way lamenta su demencia: en las noches se asoma a la ventana para insultar al firmamento.