Szass Tam se acomodó en un enorme sillón situado tras una mesa ornada y cubierta con arrugadas hojas de vitela y con frasquitos de cristal llenos de un líquido oscuro. Un grueso cirio se alzaba en medio del desorden, cuya llama, oscilante en el aire cargado, proyectaba una luz suave sobre sus grotescas facciones.

Su piel pálida y delgada como el pergamino se extendía tersa entre sus altos pómulos, mientras que su pelo revuelto estaba esparcido de forma desigual sobre su cráneo moteado de manchas, aparecidas con los años. Su labio inferior colgaba inerte, como si careciese de músculos que lo controlasen, mientras que la parte carnosa de su nariz había desaparecido, dejando al descubierto dos cavidades gemelas. Las túnicas de color escarlata con que se cubría caían en pliegues sobre su figura esquelética y se extendían como un charco de sangre en torno a su sillón.

Con expresión ausente, Szass Tam hundió el dedo índice en el charquito de cera fundida que se estaba formando en la mesa y dejó que el líquido caliente y aceitoso impregnara su piel. A continuación apretó el empastado de cera con el pulgar y el dedo medio hasta endurecerlo en forma de bola, soltó dicha bola y contempló cómo rodaba sobre la madera de palisandro hasta detenerse junto a un pergamino de varias décadas de antigüedad. Los penetrantes puntos de luz blanca que le servían de ojos observaron fijamente el pergamino, que encerraba el secreto del último conjuro necesario para convertir a su querida discípula en un ser como él mismo, una hechicera muerta en vida, una hechicera espectral… una lich. Por supuesto, su discípula tendría que morir antes de que el conjuro pudiera ser invocado. Szass Tam se dijo que matarla no presentaba problema alguno. Sus dedos huesudos agarraron el pergamino y lo acercaron a su inmóvil corazón.

La vida mortal de Szass Tam había concluido hacía siglos, en un campo de batalla de Thay situado a unos cien kilómetros al norte de su cómodo torreón. Con todo, la magia que recorría su cuerpo evitó que abandonara la tierra de los vivos, trasladándolo al ámbito humano, encarnado en un cuerpo en fase de putrefacción cuyos arcanos poderes muy pocos se atrevían a desafiar. Se tenía por el Mago Rojo más poderoso de Thay. Como Zulkyr, ejercía su control sobre la escuela de nigromancia del lugar. Su discípula, Frodyne, también era una Mago Rojo, miembro del augusto colegio de brujos que gobernaban Thay mediante una combinación de conspiraciones, amenazas y cuidadosa manipulación. Szass Tam sonrió ligeramente. A él nadie le superaba en perversión.

Escuchó con atención. Las suaves pisadas que resonaban en el corredor eran las de Frodyne. Se metió el pergamino en un bolsillo y esperó. Muy pronto también ella iba a ser bendecida con la inmortalidad.

—¿Maestro? —Tras abrir la puerta, Frodyne entró en la estancia y dio unos pasos en su dirección, arrastrando la brillante tela de su roja túnica sobre el suelo de mármol pulimentado—. Espero no estar molestando…

Con un gesto, Szass Tam le indicó que se acomodara en un asiento situado frente a él. Sin embargo, la joven optó por acercarse a su lado, arrodillarse, poner sus manos delicadas sobre la pierna del mago y fijar su mirada en aquellos ojos que eran como dos cabezas de alfiler. La cabeza afeitada de la muchacha estaba decorada con unos tatuajes azules y rojos que resultaban muy modernos para Thay. Un brillo malicioso apareció en sus ojos grandes y negros como la noche. La comisura de sus labios delgados trazó una sonrisa de astucia.

Szass Tam la había aceptado como discípula muchos años atrás. Extremadamente rápida en aprender, siempre hambrienta de aprender nuevos conjuros y enseñanzas, Frodyne bebía de todas y cada una de sus palabras. El lich la tenía por leal, todo lo leal que podía ser alguien nacido en Thay. A medida que Frodyne fue aprendiendo con los años, el lich le fue revelando nuevos, horribles secretos: cómo aplastar a magos de inferior rango bajo los pies de su ejército de esqueletos, cómo hacer que un muerto reviviera en la Tumba, cómo robar las almas de los vivos. Hacía poco que él le había revelado su espectral condición de muerto viviente y le había mostrado su verdadero rostro putrefacto. Como ella no se amilanó ante aquella imagen, Szass Tam le confió sus planes para dominar Thay. Frodyne dejó bien claro que quería seguir a su lado. Para siempre.

El lich contempló su rostro rosado y sin mácula. Se dijo que una discípula así en verdad merecía pasar los siglos a su lado. Su mano huesuda acarició la suave mejilla de Frodyne.

—¿Qué te trae por aquí a estas horas? —preguntó con su voz resonante.

—Hoy fui al mercado y estuve paseando entre las cuadras donde están encerrados los esclavos —explicó ella—. Mientras estaba examinando a los esclavos, uno de ellos me preguntó por ti y quiso saber cómo iban las cosas en el torreón.

El lich asintió con la cabeza, instándola a proseguir con su relato.

—Ese esclavo era un hombre bajito y de aspecto raro. Sólo llevaba un tatuaje: un extraño triángulo lleno de figuras grisáceas.

—Un adorador de Leira —musitó él.

—Un sacerdote encomendado a la diosa del engaño y las ilusiones —secundó Frodyne—. Más tarde lo estuve siguiendo —informó—. Cuando por fin estuvo a solas, proyecté sobre él un sencillo conjuro que me permitió ponerlo bajo mi control. Quería saber por qué me había estado haciendo tantas preguntas.

—¿Y qué descubriste?

—Muchas cosas, maestro. Aunque me llevó su tiempo. Resultó que el sacerdote estaba dotado de una voluntad férrea. Pero antes de morir me reveló que se había propuesto averiguar datos sobre uno de tus ejércitos, el que está desplegado en Delhumide. En esa ciudad muerta hay unas ruinas por las que algunos seguidores de Leira muestran gran interés. El sacerdote estaba convencido de que bajo un templo en ruinas de la ciudad está enterrada una reliquia con poderes extraordinarios. Comoquiera que tu ejército había pasado por la zona, temía que estuvieras al corriente de la existencia de esa reliquia y hubieras mandado a tus soldados a recuperarla. Sin embargo, tus esqueletos nunca llegaron a entrar en el templo, de forma que no estaba muy seguro de qué era lo que realmente sabías. Razón que lo llevó a venir aquí para indagar sobre tus planes y tus ejércitos.

El lich fijó la mirada en los ojos de Frodyne.

—Mis esqueletos tenían por misión patrullar la zona. Nada más. Pero dime, Frodyne, ¿cómo es que el sacerdote no se limitó a entrar en ese templo y hacerse con la reliquia?

—Yo también me hice esa pregunta, maestro —repuso la joven discípula—. Cuando insistí en la cuestión, me dijo que, por muy grande que fuera su interés en la reliquia, mayor era el apego que le tenía a la vida. Según parece, la Diosa de los Mentirosos ha dispuesto guardianes y magia de protección en el templo a fin de proteger su tesoro.

El lich se levantó. Frodyne hizo otro tanto.

—¿En qué consiste exactamente esa reliquia de Leira? —inquirió.

—En una corona. De acuerdo con el sacerdote, las gemas engastadas en esa corona encierran un gran caudal de energía —explicó ella. Una leve sonrisa apareció en su rostro. Su mano acarició la decrépita barbilla de Szass Tam—. Propongo que tú y yo compartamos esa corona y esa energía, del mismo modo que yo acabo de compartir contigo cuanto el sacerdote me dijo antes de morir.

El lich dio un paso atrás y negó lentamente con la cabeza.

—Mejor enviaré a mi ejército de esqueletos al corazón de ese templo. La reliquia será para mí solo.

—¿Hablas en serio, maestro?

—Sí, Frodyne.

—Pero soy yo quien te ha hecho saber de su existencia… —Con las manos en las caderas fijó su mirada en él—. Eres injusto conmigo, Szass Tam. Yo muy bien hubiera podido callarme la información, hacerme con la corona y quedármela para mí. Pero he preferido contarte lo que sabía.

—Y al hacerlo has venido a renunciar a ella —replicó el lich en tono gélido—. Esa reliquia será sólo para mí. Has hecho un buen trabajo, discípula mía. Voy a añadir un nuevo objeto precioso a mi colección.

Indignada, Frodyne se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, volvió el rostro hacia él.

—¿Has pensado en Leira, Szam Tass? —preguntó—. ¿Has pensado en la posibilidad de que la Patrona de los Mentirosos y Embaucadores no se tome a bien que te quedes con lo que es suyo?

Szam Tass rompió a reír.

—La diosa del engaño me inquieta muy poco, Frodyne —contestó—. Mejor será que descanses un poco. Por la mañana te contaré qué han encontrado mis esqueletos en Delhumide.

El lich terminó de oír cómo las pisadas de la discípula enmudecían por el corredor. Pronto no necesitaría dormir nunca más, ni tampoco alimentarse. Pronto no necesitaría nada de cuanto convierte en débiles a los humanos. Entonces le permitiría sentarse a su lado mientras él regía Thay a su antojo.

El lich se sentó en el sillón y borró a Frodyne de sus pensamientos. Su mente se concentró en el ejército de esqueletos desplegado en Delhumide, cruzando los kilómetros de distancia y estableciendo contacto con el espectral oficial al mando de las tropas, a quien ordenó dirigirse de inmediato al templo de Leira. Los kilómetros se desvanecieron bajo las huesudas plantas de los pies de los soldados, que pronto se encontraron ante el templo dedicado a Leira. Muy pronto llegaron a la escalinata que llevaba a lo alto. Y en aquel momento, Szass Tam perdió el contacto con ellos.

El lich masculló una imprecación y, al momento, se arrojó en brazos de los vientos de Thay para que éstos lo llevaran a Delhumide. Su envoltura física se transformó a medida que los vientos lo empujaban. Su piel adquirió una coloración enrojecida. Sus mejillas se hincharon, y su cuerpo asimismo se hinchó en el interior de las rojas túnicas de seda que hasta el momento le habían venido anchísimas. Sus ojos se volvieron negros, casi humanos, y su pelo blanco se volvió más blanco y espeso, y después se oscureció hasta tornarse tan negro como el cielo de la noche. Para coronar la transformación, el lich hizo que un delgado bigote apareciese en su labio superior. En Thay, eran muy pocos los que sabían que Szass Tam era uno de los muertos. Cuando tenía que aventurarse al exterior de su torreón, siempre adoptaba la imagen de un vivo.

La tierra se deslizaba bajo su cuerpo como un manchón borroso. Aunque la oscuridad ensombrecía mucho el terreno, el lich tenía claro el rumbo que debía seguir. Sabía dónde se encontraba la ciudad muerta. Había estado allí antes.

Casi amanecía cuando llegó al templo en ruinas. Szass Tam se posó sobre el terreno irregular y contempló la maltrecha construcción de piedra. Sus ojos relucieron al ver la masacre. Al momento comprendió por qué había perdido el contacto con su ejército. Más de un centenar de guerreros esqueléticos estaban diseminados en torno a las ruinosas columnas del templo. Sus huesos rotos y cráneos hundidos brillaban débilmente. Junto a ellos había otros muertos, seres con la carne grisácea y las ropas putrefactas, seres que apestaban a sepulcro. El lich se arrodilló junto a un zombi manco, cuyo cuerpo volteó con cuidado. Apenas si había carne entre sus huesos. Casi toda había sido consumida por el fuego. Los dedos de Szass Tam recorrieron la hierba que crecía en torno al cadáver. Ni un solo tallo estaba chamuscado. El lich comprendió que sus soldados habían muerto abrasados por un fuego mágico destinado a los seres espectrales en exclusiva.

El intento de hacerse con la reliquia de Leira se había iniciado de forma muy costosa. Le llevaría muchos, muchísimos meses y un esfuerzo considerable revivir a los muertos necesarios para reemplazar a los soldados caídos. Szass Tam se levantó y, en silencio, juró vengar la matanza de los suyos. Mirando bien dónde pisaba, echó a caminar hacia las escalinatas del templo. Al llegar a la base de las escaleras, el lich detectó la presencia de una forma que se retorcía, un ser espectral cuya carne era de un color blanco pastoso, con los ojos vacíos y las costillas rotas y protuberantes. El ghoul, único superviviente del ejército del lich, trató de levantarse, sin éxito, al advertir la presencia de su señor.

—¡Cuéntame! —ordenó el lich con voz tonante—. ¿Qué ha pasado aquí?

—Seguimos tus órdenes —respondió el ghoul con voz rasposa—. Tal como ordenaste, intentamos entrar en el templo. Pero nos detuvieron.

—¿Cuántos eran?

—Tres —contestó el ghoul—. Los tres estaban vestidos con las túnicas escarlatas de los Magos Rojos.

Szass Tam soltó un gruñido sordo y fijó la vista en las escalinatas. Si habían sido capaces de aniquilar a un ejército entero, aquellos tres elementos tenían que ser peligrosos. Tras echar una última mirada a su ejército destruido y al ghoul agonizante, empezó a subir los escalones con sumo cuidado. El templo de Leira estaba en ruinas, como toda la ciudad de Delhumide. Antaño una gran población, Delhumide hoy estaba poblada de monstruos y sembrada de trampas increíbles dejadas por los nobles y magos que en ella habían vivido. La comarca estaba infestada de seres extraños —goblins, bestias oscuras, trolls y dragones—, cuya amenaza seguía siendo demasiado sería como para que los vivos se acercaran.

Szass Tam buscó las mágicas energías que protegían el templo caído y las rodeó hasta llegar a las sombras amables del interior. El frío húmedo de las ruinas le llevó a pensar en una tumba. Éste era su elemento. Sus ojos se hicieron a la oscuridad y vieron un pasillo ruinoso que se adentraba en el templo. Al intuir unas presencias en dicho corredor, se dirigió hacia ellas sin pensarlo dos veces.

Cuando finalmente llegó al final del pasillo, estudió las paredes. Nada. No parecía que ninguna de las piedras de la pared ocultara una entrada o resorte oculto. Cuando sus dedos recorrieron los ladrillos, de pronto no sintieron nada. Aquellos ladrillos eran ilusorios. Entonces oyó unas pisadas distantes y regulares, como si alguien se estuviera acercando desde lejos. El lich dio un paso al frente y atravesó la pared ilusoria.

Al otro lado se encontró con una húmeda escalera que conducía a un subterráneo a oscuras. El lich ahuecó la mano y pronunció una sola palabra. Un globo de luz apareció en la palma de su mano, iluminando la escalera. Las paredes y los escalones estaban decorados con símbolos ajados que mostraban triángulos de diversos tamaños en torno a unas formas grisáceas. Los símbolos de Leira. El lich se detuvo un momento a estudiarlos. Aunque le tenía poco respeto a la diosa, aquellos símbolos habían sido tallados por un artesano con talento.

La mayoría de los Magos Rojos de Thay reverenciaban a una o varías deidades malignas. Szass Tam también lo había hecho en el pasado, hasta que la necesidad de adorar a un poder capaz de conferirle vida eterna y su transformación completa en lich le relegó al olvido esas prácticas. Aunque todavía respetaba a determinados dioses, por ejemplo Cyric, no sentía lo mismo hacia Leira.

En mitad de su descenso, notó que una presencia se acercaba. Los minutos pasaron, y la paciencia del zulkir espectral por fin se vio recompensada cuando un fantasma de color perla con el rostro de una mujer hermosa se materializó ante sus ojos. El lich lo observó un momento y concluyó que se trataba de un espíritu inofensivo vinculado al templo de un modo u otro.

—Intruso —dijo el fantasma—, aléjate del sagrado recinto de Leira la Poderosa. Aléjate del templo de la Señora de la Niebla, cuya vigilancia nos compete.

El lich siguió mirándolo inmóvil y sin inmutarse. Por un segundo, el espíritu se mostró atónito de que el intruso no le hiciera caso.

—Me iré cuando lo considere conveniente —repuso el lich con calma y en voz baja, para que su presa, situada más al interior, no lo oyera.

—Tienes que irte —repitió el espíritu, con voz más profunda. Su rostro se convirtió en el de otra mujer—. Éste no es lugar para quienes no son creyentes. Y tú no crees en nuestra diosa. Lo demuestra que no te adornes con ninguno de sus símbolos.

—Yo sólo creo en mí mismo —contestó el lich sin alterarse—. Yo creo en el poder.

—Pero no en Leira.

—No. La Señora de la Niebla no merece mis respetos —gruñó él.

—En ese caso, tus huesos se pudrirán aquí —juró el fantasma con una nueva voz.

El lich clavó sus ojos en aquel ser. El fantasma ahora exhibía el rostro de una anciana. Su forma perlada estaba surcada de arrugas, mientras que la carne transparente pendía inerte de sus pómulos y su mandíbula.

—Yo ya estoy muerto —musitó en respuesta—. Y puedo hacer lo que quiera de ti, con independencia del tipo de fantasma que seas.

Los ojos de Szass Tam de nuevo se convirtieron en dos puntos minúsculos de luz ardiente y blanca y se clavaron en los ojos de la mujer, sometiéndola a su voluntad.

—¿Quién eres? —demandó Szass Tam—. ¿Qué eres?

—Aquí todos somos sirvientes de Leira —respondió la vieja—. Somos los últimos sacerdotes que habitaron este templo. Todos fuimos muertos cuando la ciudad fue conquistada por el ejército de Mulhorand. Pero tan fuerte era nuestra fe en la Señora de la Niebla que nuestras voluntades encontraron una envoltura física que nos ha permitido seguir sirviendo a Leira.

El lich frunció lentamente los labios.

—Peor para vosotros que os hayáis quedado aquí.

Sus ojos minúsculos centellearon y se concentraron en la figura fantasmal. El espíritu gimió de dolor. De pronto, la voz de un hombre joven se mezcló con la de la anciana.

—¡No! —gritó el espíritu en un coro de voces—. ¡No nos castigues! ¡No nos expulses del templo!

—¡Os voy a enviar a los Nueve Infiernos! ¡Para que os reunáis con los demás sacerdotes de la Patrona de los Embaucadores! —amenazó Szass Tam—. A no ser, claro está, que os sometáis por entero a mis deseos y acabéis de una vez con vuestros molestos lloriqueos.

—¡Nosotros sólo servimos a Leira! —gimió el espíritu en voz aún más alta.

—Ahora serviréis a un amo mucho mejor.

El lich levantó su carnoso dedo índice y apuntó a la faz del espectro, que ahora volvía a ser el de un hombre joven. Un rayo plateado brotó de la yema del dedo e impactó en la cara del espíritu, haciéndolo retroceder varios pasos. El rayo siguió centelleando de forma espectacular mientras el espíritu se retorcía de dolor.

—¿Quién es vuestro amo? —insistió el lich.

—¡Leira! —gimió el fantasma con distintas voces.

El lich volvió a castigarlo con un nuevo rayo plateado. La fantasmal figura se retorció aún más y cayó al suelo, convulso, como si estuviera en el potro de un verdugo. Los brazos y las piernas del espíritu se alargaron hasta alcanzar los distintos rincones de la escalera, hasta tornarse tan insustancial como la niebla.

—¿Quién es vuestro amo?

—¡Tú! —barbotó finalmente el espíritu, con una profusión de voces.

Los ojos de Szam Tass se suavizaron un tanto y estudiaron con insistencia al espíritu para asegurarse de que efectivamente seguía bajo su control. Al principio se sintió un tanto confuso al tener que indagar en tantas mentes distintas, si bien todas le juraban lealtad. Satisfecho, Szass Tam permitió que sus ojos se tornaran humanos otra vez.

—Decidme, sacerdotes —repuso el lich—. ¿Os habéis mostrado igual de incapaces a la hora de detener a los Magos Rojos que se presentaron aquí antes?

—¿Los que están abajo? —apuntó el espíritu.

El rostro del fantasma volvía a ser el de la mujer hermosa que inicialmente sorprendiera a Szass Tam.

—Sí —contestó el lich—. Los que están abajo.

—Ellos son creyentes —explicó la fantasmal figura—. Todos llevan el sagrado símbolo de Leira sobre sus cabezas relucientes. Todos los creyentes son bienvenidos en este templo. Todos los creyentes… Y tú también, claro.

—¿Los dejasteis pasar porque se habían tatuado los símbolos de Leira en la cabeza? —quiso saber el lich—. ¿Os creéis que un poco de tinta en el cráneo demuestra que son adoradores de vuestra diosa?

—Sí —respondió el espíritu—. El templo de Leira siempre está abierto a los que reverencian a la diosa.

El lich miró las escaleras que llevaban al subterráneo.

—Vendréis conmigo y me avisaréis de todas las trampas que haya en el camino. Y me llevaréis hasta la reliquia que quiero obtener.

Szass reemprendió el descenso, acompañado por el fantasma, que insistía en mostrarle los ajados mosaicos a cada paso y en alabar la grandeza de Leira al tiempo que le indicaba las mágicas trampas que había en casi cada escalón. El lich pasó junto a los cuerpos quebrados de anteriores intrusos en su camino. Tan concentrado estaba en dar con la reliquia que casi pasó por alto el único cadáver reciente. Fue el fantasma quien se lo señaló. El cuerpo de un hombre joven, no mayor de veinte años, envuelto en una túnica roja, yacía aplastado por varias piedras enormes. El joven, cuyo cráneo estaba ornado con el símbolo de Leira, tenía las extremidades retorcidas. Sus ojos estaban muy abiertos por el terror, y un delgado reguero de sangre seguía manando de su boca.

—Estaba con los demás hechiceros —indicó el fantasma con la voz de un anciano—. Es una pena que haya muerto tan joven. Aunque lucía el símbolo de la Señora de la Niebla y lo dejé pasar, el guardián miró en su corazón. Cuando su corazón lo traicionó y reveló que no era un creyente, el guardián acabó con él.

—¿El guardián?

—El eterno sirviente de la Señora de la Niebla —respondió el espíritu—. El guardián se encuentra en la siguiente cámara.

El lich escudriñó la negra lejanía y echó a caminar. El espíritu de los sacerdotes lo siguió obedientemente.

—¡Matadlo! —gritó de repente una profunda voz masculina.

El lich apretó el paso y entró en una enorme caverna iluminada por musgo luminoso. Una vez allí, se detuvo y miró largamente a los tres ocupantes de la caverna: Frodyne, un Mago Rojo a quien no reconoció y un ser gigantesco de carácter monstruoso.

—¿Qué significa esta traición? —tronó el lich.

—¡Maestro! —gritó Frodyne.

Frodyne estaba envuelta en una túnica roja, ajada y desgarrada, mientras que el triángulo que se había pintado en el cráneo aparecía manchado de sudor. Sus facciones usualmente suaves mostraron una fiera determinación al pedirle a su maestro que se le uniera en la lucha. Frodyne abrió al máximo los dedos de una mano y disparó un mágico relámpago de fuego contra aquella monstruosidad.

El oponente de Frodyne mediría una decena de metros; su cabeza casi rozaba la bóveda de la caverna. Aunque no estaba muerto, el guardián ciertamente tampoco seguía con vida. El lich examinó al monstruo de la cabeza a los pies. Su torso era humano, pero su cabeza era la de una cabra. Su pecho mostraba el símbolo del triángulo en torno a las formas grisáceas. Aquel ser de pesadilla tenía cuatro ojos distribuidos de forma regular junto a su narizota metálica, mientras que su boca abierta exhibía unos dientes puntiagudos y de acero. Cuatro brazos tan gruesos como troncos de árbol se agitaban amenazadores a los lados de su cuerpo, culminados por cuatro garras de hierro con seis dedos cada una. El cuerpo del monstruo era enteramente gris. Las colosales patas de aquella cosa terminaban en cuatro pezuñas enormes que arrancaban chispas al suelo de piedra de la caverna, estremeciéndolo hasta el punto de que Frodyne y su compañero tenían dificultad para mantenerse en pie.

—Me temo que está furioso contigo, mi querida Frodyne —indicó Szass Tam—. Tan furioso como lo estoy yo. Porque fuiste tú quien acabó con mi ejército.

—¡Quería conseguir la corona! —respondió ella, enviando otro relámpago a su adversario—. ¡Fui yo quien se enteró de su existencia en este templo, pero quisiste quedártela para ti solo! ¡Me la merecía más que tú!

Sin responder, el lich la miró esquivar con agilidad un formidable puñetazo que se estrelló en el suelo de la caverna allí donde Frodyne había estado hacía una fracción de segundo.

—¡Lo siento! —gritó ella—. ¡Ayúdanos, por favor! La corona será para ti… ¡Te lo juro!

El lich se cruzó de brazos y siguió contemplando la lucha sin molestarse en responder.

Con expresión de desespero, Frodyne alzó las manos, unió los pulgares y abrió las palmas hacia el guardián. A continuación murmuró unas palabras que Szass Tam reconoció como uno de los primeros conjuros que le había enseñado, y unas astillas salieron disparadas de sus dedos y se clavaron en el pecho del ser monstruoso. Sin embargo, el guardián no pareció verse afectado y levantó la mano para descargar un golpe terrible sobre su rival. Frodyne saltó a un lado, de modo que el terrible manotazo del guardián fue a estrellarse contra su compañero, cuyo pecho atravesó con las afiladas uñas metálicas. El hechicero murió antes incluso de tocar el suelo.

—Por favor, maestro —suplicó Frodyne—. Ayúdame… Haré cuanto pidas.

—Has destruido mi ejército —espetó Szass Tam—. Así que ahora púdrete.

Frodyne de nuevo levantó las manos y musitó unas palabras. Un globo azul reluciente apareció ante ella. La joven sopló, y el globo se vio proyectado hacia su colosal oponente, sobre cuya cintura se estrelló, haciéndose añicos y empapando de ácido el negro metal. En la cámara se oyeron unos chisporroteos, y el guardián se agachó a mirar su estómago, que estaba fundiéndose.

—Te defiendes bien con la magia —observó el lich con tono gélido.

—¡Pero necesito tu ayuda para derrotar a ese monstruo! —exclamó ella, mientras rebuscaba entre los pliegues de su túnica, de donde sacó un puñado de polvo verdoso.

Szass Tam negó con la cabeza.

—Si te las arreglaste sólita para aniquilar a mis esqueletos y poner fin a mi proyecto de dominar Thay a medias contigo, sin duda sabrás arreglártelas para vencer a ese gigantón.

Su voz ronca no mostraba la menor huella de emoción.

Frodyne empezó a trazar un símbolo en el polvo que sostenía en la palma de la mano. El lich desvió la mirada hacia el monstruo, que, de un modo u otro, se las estaba ingeniando para soldar su estómago maltrecho. Ante la mirada de Szass Tam, el metal fluía como agua y empezaba a cubrir las secciones horadadas. Al cabo de un instante nada permitía decir que el estómago del monstruo hubiera sufrido daño alguno. Aquel ser de pesadilla dio un paso hacia Frodyne; al hacerlo, la caverna entera se estremeció, de modo que el polvo acumulado en la palma de su mano cayó al suelo.

—Está a punto de matarla —comentó el espectro situado junto al lich. Su rostro ahora era el de un hombre joven—. Y salta a la vista que ella no va a poder con él. Nadie puede con él. Es el guardián de Leira, que tiene la capacidad de regenerarse constantemente, hasta el fin de los tiempos. El guardián ha escudriñado en su corazón y ha descubierto que ella no adora a la diosa negra, y ahora no puede descansar hasta que la haya matado.

—¿Te parece que ese guardián puede leer en mi propio corazón? —preguntó el lich—. Yo diría que ni puede verme, pues el arrugado órgano de mi pecho ni siquiera late.

El grito de Frodyne cortó en seco la respuesta del espíritu. Como si fuera un insecto, el guardián acababa de hacerla salir volando de un bofetón. Frodyne cayó de espaldas unos metros más allá; su roja túnica estaba hecha jirones, mientras que la sangre manaba en abundancia de sus heridas. Aunque su rostro estaba contraído por el terror, seguía sin rendirse. El lich la había educado bien.

Frodyne sacó un poco de brea de uno de los bolsillos de sus ropas destrozadas y la puso en la ensangrentada palma de su mano, que levantó hasta situarla a la altura de los cuatro ojos del guardián. Un negro relámpago salió disparado de sus dedos e impactó en el puente de la nariz del monstruo. El guardián retrocedió unos pasos, aturdido por el impacto, pero no herido de consideración.

—Mi querida discípula, piensa en un encantamiento que le impida acercarse a ti. Tienes que ganar tiempo —dijo Szass Tam.

Frodyne se arrancó lo que quedaba de sus ropas y se levantó. Musitando unas palabras con celeridad, apuntó con el índice al suelo de la caverna. La piedra que había bajo las pezuñas del guardián se estremeció por un segundo y se convirtió en fango. Con todo, el monstruo no se hundió en el lodo, sino que de pronto se elevó un palmo y quedó en suspensión sobre el cieno. Bajo sus pezuñas, el barro se endureció y cuarteó como el lecho de un río seco.

—¡No puede ser! —gritó Frodyne.

Su mirada buscó al lich.

Szass Tam señaló con sus largos dedos al guardián y dirigió un rayo azulado contra él. Una sonrisa malévola se pintó en su rostro ante la expresión asombrada de Frodyne. El lich hizo girar su muñeca, y el guardián de pronto salió flotando hacia adelante y fue a aterrizar sobre una gran roca cercana a Frodyne.

—¡Tú! ¡Tú fuiste quien liberó al monstruo! —gritó ella, haciéndose a un lado para eludir un nuevo golpe.

El lich asintió con la cabeza y abrió la mano en el aire mientras convocaba mentalmente un viejo pergamino que había en su torreón. Sus dedos se cerraron sobre el documento antiquísimo en el instante en que el guardián se abalanzaba hacia Frodyne. Sin dejar de mirar a su aterrada discípula, Szass Tam desenrolló el pergamino con cuidado.

—Te prometí la inmortalidad, querida, como recompensa por tu lealtad. Y ahora mismo te la voy a conceder.

El lich empezó a leer en voz alta las mágicas fórmulas en el momento preciso en que el monstruo agarraba a la joven por la cintura. Szass Tam siguió leyendo con mayor rapidez, mientras el guardián la alzaba en vilo hasta situarla a la altura de sus ojos. El lich acabó de leer justo cuando el guardián terminó de dejarla sin aire y lanzó su cuerpo muerto al suelo del mismo modo que una niña tiraría una muñeca vieja.

El pergamino se arrugó por sí solo en la mano de Szass Tam; el cadáver de su discípula resplandeció con un aura blanquecina. Al cabo de un momento, el pecho de Frodyne se hinchó levemente. La muchacha respiró con fuerza y se levantó con dificultad. Su mirada fue del lich al monstruo, que de nuevo se abalanzaba sobre ella. Cuando los dedos del guardián volvieron a cerrarse sobre su cuerpo, Frodyne comprendió qué había hecho Szass Tam: aportarle la vida eterna, una vida eterna de carácter peculiar.

—¡No! —gritó, mientras sus costillas quebraban, un segundo antes de caer muerta por segunda vez.

El guardián dio un paso atrás y espero. De nuevo, la Maga Rojo resurgió de entre los muertos y se levantó otra vez.

—Que te aproveche la inmortalidad, Frodyne —musitó el lich, mientras contemplaba cómo el guardián asestaba a la joven un nuevo golpe fatal, y cómo ésta de nuevo volvía a resurgir.

Al lich le parecía de perlas que el guardián de Leira estuviera tan ocupado con Frodyne que no tuviera ojos para él.

—La reliquia —dijo Szass Tam al fantasma—. Muéstrame dónde está la corona.

El espíritu señaló un rincón de la caverna. Szass Tam se dirigió allí y se encontró ante un montón de gemas y monedas. Esmeraldas perfectamente talladas, zafiros y diamantes que brillaban cegadores. El tesoro estaba coronado por una corona ornada con rubíes. El lich al momento se hizo con ella y sintió la energía palpitante en la corona.

—La ofrenda de Leira —declaró el fantasma—. La joya más preciada de nuestro templo.

Szass Tam dio un paso atrás y se colocó la corona en la cabeza. Al instante, su cuerpo se dobló presa de un dolor lacerante. Pillado de sorpresa por aquella sensación entre helada y ardiente, el lich se desplomó y se agitó de dolor en el suelo, hasta que la corona se le cayó de la cabeza por obra de aquellos movimientos frenéticos.

—¿Qué poder es el que me ha atacado, sacerdotes? —preguntó entre jadeos.

—El poder de la vida eterna. El corazón de aquél que se cubra con la corona latirá para siempre —respondió el espíritu, que ahora mostraba el rostro de la anciana.

—Mi corazón no late en absoluto —replicó él.

—Por eso has sentido dolor —indicó la anciana—. La Señora de la Niebla te supera en astucia. Leira fue quien te trajo a este lugar. El sacerdote que tentó a tu discípula preferida no era más que un peón de la diosa.

El lich pateó la corona y clavó una mirada furibunda en el fantasma.

—La Patrona de los Mentirosos y los Embaucadores asimismo hizo que tu discípula te traicionara con intención de quedarse la corona para sí. La diosa volvió a triunfar cuando te deshiciste de una aliada tan formidable, una hermosa hechicera que hubiera seguido a tu lado durante la eternidad entera. —La imagen fantasmal señaló a Frodyne, que de nuevo seguía debatiéndose en las garras del monstruo—. Te has quedado sin ejército, sin compañera, sin capacidad para confiar en alguien. Y todo para conseguir algo que al final no puedes quedarte. ¿Quién de los dos es más astuto, Szass Tam?

El lich echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada ronca y estruendosa que resonó en las paredes de la caverna. Sin dejar de reír a carcajadas, Szass Tam se dio media vuelta y empezó a subir por la escalera.