¡Ábrete, Sésamo!
Alexander Beliaev
I. El punto flaco de Eduard Hane
—Usted empieza a envejecer, Johann —dijo refunfuñando Eduard Hane, corriendo el sillón.
El lacayo, a duras penas, se puso de rodillas, conteniendo un suspiro, y empezó a recoger la cafetera, la lechera de plata y la taza que habían caído de la bandeja.
—Me tropecé con la punta de la alfombra —musitó él, turbado, levantándose lentamente.
Eduard Hane, sacando hacia delante el grueso labio azul, miraba con desaprobación la mancha de café derramado y, con testarudez de viejo, dijo una vez más:
—¡Empieza a envejecer, Johann! Hoy por la mañana, al vestirme, no podía de ningún modo meterme el brazo por la boca de la manga. Ayer derramó el agua para afeitar…
En la pétrea cara rasurada de Johann resplandeció una sombra de tristeza. Lo que decía Hane era verdad: Johann empezaba a envejecer e incluso a caducar. Pero tal era la amarga verdad. Setenta y seis años no son broma, y de ellos cincuenta y cinco fueron entregados al servicio de Eduard Hane, el cual era sólo seis años más joven que el criado. Es tiempo de retirarse. Johann tiene algunos ahorros. Le bastan para su vida. Pero, ¿qué va a hacer, dejado el servicio? Su viejo cuerpo, como una máquina, se las arregla con el trabajo acostumbrado de servir a otra persona. Para sí —Johann lo sabía— no le quedan fuerzas. Él está acostumbrado, se ha habituado a vivir con este viejo gruñón de Eduard Hane. Johann comenzó a trabajar para él ya en Hannover, de donde ellos llegaron al Nuevo Mundo a buscar la felicidad cincuenta años atrás. Eduard Hane tuvo suerte. Acumuló un gran capital y, diez años atrás, después de un golpe fácil, vendió sus fábricas textiles, construyó en las afueras de Filadelfia una villa suburbana al estilo de un castillo alemán y se alejó al retiro. Medio centenar de años no hicieron de Hane un americano. Siguió siendo alemán en sus gustos, costumbres, en todo. En casa, con Johann, hablaba sólo en alemán. El verdadero nombre de Johann era Robert, pero Hane aceptaba con el criado un «apodo». Al fin y al cabo, el anciano lacayo mismo olvidó su primer nombre…
Como muchos viejos solterones, Eduard Hane no estaba exento de extrañezas. En la vida casera él no admitía innovaciones. En su castillo el tiempo parecía haberse detenido. Hane no soportaba la luz eléctrica, la cual, en su opinión, estropea la vista. En todas las habitaciones ardían lámparas de keroseno y en el gabinete, en el escritorio, había velas bajo una pantalla verde. De la radio Hane no podía ni oír ni hablar. «Ya es bastante que a través de mí pasen las radioondas», decía él. «Por culpa de ellas me aumentan los dolores podágricos. Sin falta, habrá que hacer en el tejado y las paredes de la casa radioaislantes. Yo no deseo que a través de mí pasen los sonidos de alguna vulgar cupletista». Hane no sufría tampoco el ir en automóvil. En su cuadra había un par de caballos de tiro y, en las raras visitas a la ciudad, él aparecía en una carroza pasada de moda, suscitando el asombro de los transeúntes. Pero estas salidas las realizaba no más de dos veces al año. En cambio, cada mañana, con puntualidad alemana, Hane se paseaba por el jardín apoyándose en el brazo de Johann.
Y cuando iban así por el caminito cubierto de arena, brazo con brazo, con bastones negros en las manos, una persona desconocida tendría dificultad en decir quién de ellos era el amo y quién el criado. Tras la larga vida conjunta, Johann se había hecho algo así como el doble de Hane, habiendo asimilado todos sus gestos y manera de comportarse. Johann parecía más importante, ya que él era mayor y se afeitaba como un puro americano, y Hane tenía unas pequeñas patillas. Sólo una mirada atenta podía distinguir, por el vestido, al amo: Hane llevaba un paño considerablemente más caro.
A Johann le gustaban mucho estos paseos. No es posible. ¿Acaso les es llegado su fin? No, eso no puede ser. Nadie mejor que Johann conocía las costumbres de Eduard Hane, nadie soportaría su gruñonería senil.
Esta idea calmó algo a Johann, quien con una sonrisa apenas perceptible en los labios secos, pero exteriormente sumiso, dijo:
—En tal caso, señor Hane, tendrá que buscarme un sustituto… Un joven, naturalmente, se las arreglará mejor que yo…
—¿Qué? ¿Un joven? ¡Usted ha decidido importunarme, Johann! Tráigame el café…
Johann, con un andar animoso, salió tirando de las rodillas con las piernas. Detrás de la puerta, su cara perdió la expresión pétrea. Sonrió con toda la boca, poniendo al descubierto unos dientes artificiales de blancura irreprochable. Johann le había tocado a Eduard Hane en su punto más flaco. Hane no soportaba a los criados en general, y a los jóvenes en especial. En su villa mantenía la cantidad más indispensable de criados: un jardinero —que era también cochero— y un cocinero chino. Los dos tenían unos cincuenta años. Servicio femenino no había. La ropa blanca se daba a lavar a la granja vecina. De allí mismo venía una vieja mujer cuando era necesario poner en orden la casa. El cocinero y el jardinero vivían en el ala y Johann se alojaba en una pequeña habitación junto al dormitorio de Hane, dispuesto, en cualquier momento del día y de la noche, a acudir a la llamada del amo.
II. Una proposición inverosímil
Después del café matinal, Eduard Hane y Johann realizaban el paseo acostumbrado por el jardín. Apoyándose el uno en el otro, como dos viejos árboles ligeramente pútridos, iban lentamente por el caminito, de vez en cuando descansando en los cómodos banquitos del jardín.
—Usted propone, Johann, contratar a un nuevo criado, joven. ¿Es que un año atrás no hicimos esa prueba? ¿Y qué pasó? Yo no sabía cómo deshacerme de ese joven. La verdad es que él no rompía la vajilla y me ponía las mangas con rapidez al vestirme. No tropezaba con las caras alfombras y no me las estropeaba como usted, Johann…
Johann, pacientemente, esperaba al «pero».
—Todo lo hacía rápido y bien. Pero son gentes imposibles… ¡Los criados contemporáneos, los jóvenes! Cada palabra piénsatela bien para no ofenderles y no llegar a decir una grosería. No le llames una vez de más. Por la noche… la podagra me empezó a hacer de las suyas, le llamo, y ni rastro. ¡No! ¡Había salido a pasear! Llega el domingo… dáselo libre… Y ¿en qué terminó todo esto? Dijo unas cuantas groserías y se fue. Y aún gracias de que no me acuchilló ni me atracó… Sentémonos, Johann, la pierna parece que… Habrá lluvia, probablemente…
Y, sentado en el banco, Hane suspiró pesadamente:
—Ya no hay buenos criados, Johann. Se extingue esa raza. El buen criado debe ser como una máquina. «¡Siéntate!». Se sienta. «¡Levántate!». Se levanta. «¡Dame!». Te lo da. Y todo en silencio, con precisión y destreza. Y que no haya «conciencias de la personalidad» y ofensas. ¡No pocas cosas puede decir una persona vieja a la que en un sitio se le resiente algo y en otro le duele!… ¡No! Johann, esto no es salida.
—Se puede contratar uno mayor —abnegadamente daba consejos Johann—, de unos cincuenta años, que sea fuerte, sin el alocamiento de la juventud.
—¿Pero dónde conseguirlos a ésos? Se hacen valorar. Yo a usted no lo hubiera dejado ir, Johann, cuando usted tenía cincuenta años si alguien hubiera querido atraérselo. Y, además, es difícil acostumbrarse a una persona nueva, y lo mismo a ella respecto a mí.
Los dos callaron, deprimidos por la carencia de salida de la situación.
—¿Y una mujer mayor…?
—Usted decididamente quiere acabar conmigo, Johann. ¿Es que no sabe usted que cada mujer que entra al servicio de un viejo solitario rico, trata de meterlo en un puño, casarlo con ella, llevarlo a la tumba y volverse a casar con un joven? No, no, líbreme Dios. Yo aún quiero vivir. Mejor es ir tirando ya con usted, Johann…
A Johann se le alivió el alma. No sabía que ante sí tenía una nueva prueba… En el caminito inferior se oyó el chirrido de la arena bajo los pesados pasos de alguien. Johann y Hane se pusieron alerta. A Hane no le gustaban los visitantes. Y ¡había que ver durante el paseo! En casa se puede no recibir, pero aquí estaba indefenso ante la irrupción de la visita imprevista. Hane midió la distancia que había hasta la casa. No, no tendría tiempo de llegar… Por detrás del recodo del caminito ya se veía la cabeza de alguien con bombín. Unos pasos más y el desconocido se plantó ante Hane. Era un hombre robusto, serio, de unos cuarenta años, con traje impecable y modales seguros y correctos.
—¿Puedo ver al Sr. Eduard Hane? —preguntó el desconocido, mirando a los sentados y procurando adivinar quién de ellos es Hane. Johann, humildemente, bajó los ojos aunque, como siempre, se sentía halagado por esta confusión del visitante.
—Yo soy Eduard Hane. ¿Qué desea? —preguntó Hane, sin invitar al desconocido a sentarse.
El visitante cortésmente levantó el bombín y respondió:
—John Michel, representante de la Compañía Electromecánica «Westinghouse». Me he atrevido a molestarle para hacerle una proposición muy interesante…
—Aunque fuera representante del mismo Ford, no aceptaré su proposición —con refunfuño le interrumpió Hane—. Ya hace diez años que me he apartado de toda actividad comercial y no deseo…
—Pero yo no le propongo de ningún modo entrar en negocios —a su vez le interrumpió el visitante—. Mi proposición es por completo de otra especie, y si usted es tan amable de escucharme un minuto…
Eduard Hane, impotente, miró las matas de las rosas, trasladó la mirada a las florecientes glicinas que rodeaban como verde cascada la glorieta del jardín y. por último, elevó los ojos hacia arriba. Después miró de reojo el extremo del banco, y con siniestra amabilidad dijo:
—Siéntese. Le escucho.
El desconocido se tocó el sombrero, y con dignidad se sentó en el banco. Y en esto ocurrió un milagro. El desconocido empezó a hablar, y ya desde las primeras palabras fijó la atención de Hane y Johann en lo que decía.
—Un rico, maduro y educado gentleman no puede pasarse sin servicio. ¡Pero qué difícil es en nuestro siglo encontrar un buen criado! Los viejos y fieles criados, bajo la influencia de la inexorable ley de la naturaleza, caducan cada vez más —John Michel, expresivamente, miró a Johann— y para sustituirlos no hay nadie. La juventud está corrompida por los Sindicatos, Partidos y Federaciones. Sus exigencias, sus caprichos, son insoportables. Además, usted no tiene nunca la garantía de que uno de tales gamberros no le corte a usted una buena noche el cuello y se marche corriendo con sus objetos de valor. Incluso las mujeres no son seguras, en especial para los viejos solterones. Contratas a un ama de llaves y no te da tiempo ni a girarte cuando ya estás bajo su tacón.
«¿Qué obra del diablo es esta?», pensó Hane. «O ha escuchado a escondidas o es una extraña coincidencia en sumo grado…».
Pero Michel continuaba su misterioso discurso:
—Sí, el contrato de nuevos criados se tiene que olvidar. Pero al mismo tiempo, sin criados no se puede pasar. La comodidad casera se pierde. En todas partes hay polvo, por las esquinas las arañas tejen su tela. Pero eso no es todo. ¿Ha pensado usted, Sr. Hane, en el triste momento en que su viejo criado —si no me equivoco, él está sentado con usted—, en que su viejo criado no acudirá a su llamada porque ya no tendrá fuerzas, a causa de su debilidad senil, para levantarse de la cama? Y usted se quedará solo, impotente y deplorable…
¡Qué si no pensaba en esto Hane! Tal idea le perseguía por las noches como una pesadilla. Y Hane, más de una vez, llamaba a Johann de noche sólo para convencerse de que el criado aún podía llegarse hasta él. Y, con inquietud, escuchaba cómo Johann, gimiendo y resoplando, levantaba de la cama su viejo cuerpo…
—No tendrá a nadie que le dé el perol con agua, que le traiga el café —seguía atormentando a Hane el visitante—. Usted se quedará tendido en la cama, y las arañas —repugnantes arañas peludas— le bajarán directamente a la cabeza, y las ratas hechas unas insolentes empezarán a saltar por la manta…
Hane se quitó el sombrero y se enjugó la frente con un pañuelo: «¡Esto es un delirio!».
—¿Pero qué quiere usted? —preguntó con desesperación y congoja en la voz—. ¿Por qué me dice usted todos estos horrores?
Michel miró a Hane con el rabillo del ojo y se quedó satisfecho con lo visto. ¡Picó! Estaba como si no hubiera oído la pregunta. Sin apresurarse, se puso a fumar un cigarro, echó una distraída mirada al jardín y dijo:
—Tiene usted una bonita villa. Cómodo rincón. Aquí se puede pasar sin penas el resto de la vida, sólo si…
—Yo le pediría que se mantenga más cerca del objetivo de su visita —dijo impacientemente Hane.
—…sólo si se tiene buenos y fieles criados que acaten su voz, mudos como una tumba y dóciles a usted como sus propios pensamientos —acabó Michel. Y, volviéndose hacia Hane, dijo—: Por eso mismo he venido aquí. Yo quiero ofrecerle esos criados ideales.
La conversación se vio inesperadamente interrumpida por la aparición de un perro, un pincher negro que había salido corriendo de la casa del jardinero. El perro se acercó rápidamente a Hane, pero, viendo al extraño, comenzó a gruñir y enseñó los dientes.
Michel, temeroso, apartó las piernas.
—¡Gipsi, quieto! —gritó Hane, y el perro, gruñendo, se tumbó bajo el banco.
Michel arrugó el entrecejo.
—Desde la infancia que no soporto a los perros —dijo él—. Una vez fui víctima suya de mucha gravedad. ¿No tiene más?
—Sólo éste. No se preocupe, no le morderá. Así que usted decía que puede ofrecerme los criados ideales… Pero, si no me equivoco, usted se ha denominado representante de la firma «Westinghouse». ¿Y al mismo tiempo es comisionista encargado del contrato de criados?
—Al mismo tiempo y de la misma firma.
—Desde cuándo la firma «Westinghouse»…
—Desde que empezó a fabricar criados, criados ideales.
«Este es una especie de loco», pensó Hane mirando con nueva inquietud al visitante.
Michel notó la inquietud en los ojos de Hane y, con una sonrisa, respondió:
—A usted, puede ser, le asombrará, pero así es. La firma «Westinghouse» fabrica criados mecánicos. Combinación del teléfono con los principios de la telegrafía sin hilos; eso es todo. Su orden la transmite la onda vibracional a novecientas vibraciones por segundo e incluso a mil cuatrocientas vibraciones. Estas vibraciones las perciben unos pequeños enchufes especiales. Los enchufes cambian las muescas en el criado mecánico y éste cumple la orden. Yo no le voy a fatigar con descripciones técnicas. Lo importante es que los criados mecánicos van a cumplir todas sus órdenes.
—¿Qué tiene… forma de personas? —preguntó Hane.
—Hay diferentes —respondió Michel—. Algunos de estos criados mecánicos son simplemente un aparato oculto. Le bastará con dar la orden y el aparato encenderá las lamparitas eléctricas, pondrá en marcha un abanico eléctrico, iluminará la habitación con un proyector, encenderá la luz de aviso, pondrá en acción la escoba eléctrica o el aspirador. Por último, le abrirá las puertas. Sólo tendrá que decir como en el cuento de «Las mil y unas noches»:
«¡Ábrete, Sésamo!»
—y la puerta se abrirá enseguida, le dejará entrar y se cerrará tras usted.
—¿Cómo en el cuento? Hmm… ¿Y usted sabe el cuento? —preguntó Hane.
—A decir verdad, francamente, lo olvidé —respondió Michel.
—Si la memoria no me traiciona —dijo Hane— en este cuento se habla de un hombre que, habiendo dicho esas palabras, «¡Ábrete, Sésamo!», entró en una cueva llena de tesoros, pero, una vez dentro, olvidó la palabra mágica; las paredes de piedra se cerraron tras él; no podía salir y fue atrapado por los bandidos…
—Significa que la firma «Westinghouse» ha perfeccionado los cuentos árabes. Si usted olvida la palabra mágica, sólo tendrá que apretar el botón eléctrico y la puerta se abrirá. Eso, espero, no lo olvidará. La compañía asume la plena garantía del buen estado de los criados mecánicos. Nosotros asumimos todos los gastos y no le retendremos ni un dólar del anticipo si los criados no le satisfacen. ¿Me permite anotar el pedido?
—Así, de golpe, no puedo decidir. Para mí es una proposición demasiado insólita.
—Entonces haremos lo siguiente. Espero que usted no se niegue a que le muestre algunos de nuestros criados mecánicos. Eso no le va a costar nada…
—Yo. ciertamente, no sé qué decirle…
Michel, como si el asunto estuviera ya resuelto, se levantó, se despidió con una inclinación y dijo:
—Mañana por la mañana, con su permiso, vendré a su casa.
Y se fue, acompañado por el ladrido del perro, que saltó de debajo del banco.
III. Aún no han terminado las pruebas para Johann
Esta noche, Johann y su amo durmieron muy mal. La proposición de Michel era seductora, pero Eduard Hane temía toda innovación. Los terribles cuadros de la soledad, por otro lado, le asustaban aún más. Y cuando se adormecía en un sueño inquieto, le parecía que yacía solo, sin criado, que las arañas le bajan a la cabeza y que por la manta corren las ratas. A Johann le perseguían aún más terribles pesadillas: en el costado derecho le daba una corriente fría un ventilador eléctrico: después, de repente, de algún lugar saltaba una enorme escoba mecánica y lo barría de la habitación… Johann huía corriendo de ella pero no podía abrir las puertas y gritaba con espanto: «¡Ábrete, Sésamo!».
Por la mañana, después del desayuno, llegó Michel con unos obreros que trajeron unos cajones con «criados» mecánicos, y se pusieron a trabajar.
—Tenga la bondad de darme a conocer la disposición de su casa —dijo Michel, dirigiéndose a Hane.
—Desde este recibidor —explicaba el amo—, la puerta lleva a mi dormitorio. En la pared derecha del dormitorio está la puerta que da al gabinete, y en la izquierda hay dos puertas: una, a la habitación de Johann; y la otra, al baño.
—Magnífico. Por estas puertas, precisamente, empezaremos la electromecanización de su casa. Hacia la tarde todo estará preparado.
Al tiempo que los obreros quitaban las puertas y empotraban en las paredes los mecanismos, Michel explicaba la finalidad de los demás aparatos:
—Este cajón con ruedecitas, con un cepillo redondo en la punta, es precisamente la escoba mecánica. Usted la pone así, gira esta palanquita y la escoba está lista para el trabajo. Dígale: «¡Barre!»
—¡Barre! —gritó Hane, chillón, con voz emocionada. Pero la escoba no se movió.
—Su mecanismo reacciona a vibraciones más bajas del sonido —explicaba Michel—. ¿No puede hacerlo con un tono más bajo?
—¡Barre!
—Más bajo aún.
—¡Barre! —dijo con voz de bajo Hane. Y la escoba se puso en acción. Las ruedecitas del cajón empezaron a girar junto con el cepillo en forma de rodillo, y la escoba mecánica pasó por la gran habitación como un tractor por el campo, sorteando con precaución los obstáculos, llegó hasta el extremo de la pared, ella misma se dio la vuelta y se fue por una nueva franja…
—Bajo el cepillo se encuentra el aspirador. De este modo el polvo se recoge dentro del cajón y después se echa fuera —continuaba las explicaciones Michel.
La escoba había barrido ya la mitad de la habitación cuando ocurrió un pequeño suceso. A la habitación entró corriendo Gipsi y empezó a ladrar desesperadamente a la escoba. En ese mismo momento, las ruedecitas de la escoba empezaron a funcionar con excepcional rapidez y la escoba, como salvándose del perro, comenzó describiendo ochos, a lanzarse por la habitación, perseguida por el perro.
Johann y su amo, que estaban en medio de la habitación, espantados ante el posible encontronazo con la enfurecida escoba, al instante rejuvenecieron cuarenta años y empezaron, con inesperada rapidez, a esquivar al enemigo mecánico. Varias veces la escoba casi se les echó encima, pero ellos, dando saltos dignos de Douglas Fairbanks, se ponían a salvo.
Sin embargo, con un viraje inesperado, la escoba chocó contra Johann. Este cayó al suelo todo lo que era de largo y la escoba le pasó por encima, por lo demás sin particular deterioro de su frac, le limpió de paso la espalda y le levantó hacia arriba los cabellos del cogote. Con tal singular peinado, se levantó del suelo y se echó al diván donde ya estaba de pie su amo.
Y Michel, agitando los brazos, corría tras el perro y gritaba con frenesí:
—¡Llévense al perro! ¡Llévense al perro!…
La aventura terminó tan inesperadamente como había empezado. La escoba, cambiando la figura del ocho por el círculo, se echó a correr alrededor de la habitación y se detuvo.
Michel se secó la frente y dijo, dirigiéndose a Hane:
—Me es muy desagradable, pero aquí tiene la culpa de todo el perro. Ocurre que el mecanismo de la escoba, como ya dije, reacciona a los sonidos. El ladrido de perro, habiendo obligado a los enchufes a vibrar demasiado fuertemente, provocó todos estos fenómenos inesperados. Se tendrá que alejar al perro. En lo que se refiere a la escoba, las reparaciones ahora mismo serán hechas.
El montador se acercó a la escoba, abrió la portezuela del cajón, invirtió unos minutos y la escoba quedó de nuevo en completo buen estado. Johann se llevó al perro y lo encerró en una habitación lejana. La escoba, calmada, acabó de barrer felizmente la habitación.
—Ve que cómodo es —decía Michel—. Su fiel y viejo Johann va a poder dirigir a los criados mecánicos y con su ayuda aún le va a servir a usted largo tiempo…
El astuto Michel consideraba necesario poner a Johann a su favor, temiendo su gran influencia en el amo.
Sobre la cama y el escritorio de Hane se pusieron unos ventiladores eléctricos, los cuales empezaban a trabajar tan sólo por orden verbal.
Hacia la tarde, todo estaba dispuesto.
El efecto de las puertas que se abren solas le gustó tanto a Hane que le obligó a olvidar el desagradable incidente de la escoba.
—Mire con atención a sus criados mecánicos —dijo al despedirse Michel—. Y cuando se acostumbre a ellos, estoy seguro de que se le harán completamente indispensables. Se va a sorprender de cómo podía vivir sin ellos antes.
—Le visitaré dentro de unos días… —Y ya junto a la puerta, recordó una vez más la necesidad de llevarse de la casa al perro—. ¡Sólo en ese caso puedo responder del buen estado de los mecanismos!
La prevención de Hane ante la innovación se vio doblegada por las irrefutables ventajas de los nuevos criados mecánicos. Cuando Michel y los obreros se marcharon, Hane se puso a hacer la prueba.
—¡Barre! —le ordenaba a la escoba, y la escoba irreprochablemente ejecutaba su trabajo.
—¡Ventilador! —decía él, dirigiéndose a las pequeñas hélices colocadas sobre la cama. Y los ventiladores, para los cuales se había llevado corriente eléctrica del ala, empezaban con ruido adormecedor y silencioso su trabajo refrescante.
Pero las puertas le admiraban especialmente a Hane. Hasta la tarde avanzada iba de habitación en habitación y. deteniéndose ante las puertas cerradas, repetía:
—¡Ábrete, Sésamo!
Y las puertas, dóciles a su voz, se abrían sin ruido y se cerraban lentamente tras él.
—¡Es, verdaderamente, como en el cuento! —decía admirado Hane—. Michel no me ha engañado. ¿Qué cree usted, Johann?
—¡Sí, no está mal señor Hane! —El viejo Johann hablaba sinceramente.
Él ya se había resignado a la irrupción en la casa de los criados mecánicos. Facilitando su trabajo, no le amenazaban con quitarle el puesto. «¡Traer el café y meter las mangas, ellos de todos modos no pueden!», pensaba Johann alegrado por que los criados mecánicos, a pesar de su destreza no pueden sustituir por completo a una persona. No sabía que las pruebas aún no habían terminado para él…
Al anochecer, acostado en la cama. Hane obligó a los ventiladores a que le refrescaran con una suave corriente de aire y, durmiéndose, dijo:
—Ahora, por lo menos, las arañas no me amenazan…
IV. Los criados mecánicos
Al tercer día, cuando Hane acababa de terminar el desayuno, se oyó el ruido de un automóvil.
Johann miró por la ventana y vio que a la casa se aproximaba en automóvil Michel, acompañado por un camión. En el camión había unos largos cajones que recordaban a ataúdes. Por alguna razón, los cajones alarmaron a Johann —tal vez por el recuerdo de la muerte, que nunca abandona a la persona vieja.
—Michel ha llegado —informó Johann.
Dando rápidamente unas órdenes a los criados, Michel entró en la habitación con la desenvoltura de un amigo de la casa.
—¿Cómo les va a nuestros criados mecánicos? ¿Está usted satisfecho de ellos?
—Sí, se lo agradezco, estoy completamente satisfecho de ellos —respondió Hane.
—Bueno, pues yo no del todo —respondió Michel, sonriendo alegremente.
—¿No quiere una taza de café, Sr. Michel? ¿En qué no le satisfacen los criados mecánicos? —preguntó Hane.
—Pues mire en qué, señor Hane. Tienen un círculo demasiado limitado de trabajos. Son especialistas estrechos, por decirlo así. No pueden ayudarle a vestirse y no le servirán el café.
A Johann algo se le estremeció en el pecho al oír esas palabras. No es posible Michel… Johann no tuvo tiempo de acabar su idea, cuando Michel confirmó sus recelos.
—Yo no quería asustarle con innovaciones demasiado excepcionales —continuaba Michel—. Todos estos «Sésamos» y la escoba mecánica son un balbuceo infantil en comparación con las últimas invenciones de la compañía «Westinghouse». Le he traído un par de auténticos criados mecánicos. Ellos van a cumplir todas sus órdenes, sometiéndose a su palabra…
Johann dejó escapar un lamento. Sus brazos empezaron a temblar y la bandeja se le cayó de las manos.
—No se asuste, Johann —se dirigió a él Michel—. Usted, de todos modos, será imprescindible. A los criados mecánicos les hace falta cierto cuidado y manutención. Usted ascenderá a mayordomo. Y los criados van a realizar por usted todo el trabajo que es superior a sus fuerzas. ¿No quiere mirar?
Michel, Hane y Johann salieron de la casa. Los obreros ya habían sacado los cajones parecidos a ataúdes, los pusieron en el suelo y abrieron las tapas. Con un sentimiento mezcla de miedo y curiosidad, Hane echó una mirada a los cajones y vio dos estatuas metálicas que recordaban a unos caballeros cubiertos con la armadura de pies a cabeza. Las articulaciones de dichas estatuas estaban unidas con resortes en espiral.
Los obreros cogieron a semejantes momias por el cogote y levantaron sus inflexibles cuerpos. Michel se acercó a los «criados» y golpeó con un bastón negro sus caras, las cuales emitieron un sonido metálico. Luego pusieron a los «criados» de pie junto a la escalera de la casa. Michel se acercó a ellos y, examinando los pequeños interruptores que se encontraban en el cogote de los «criados», los giró.
Ocurrió un milagro. Con un sordo chasquido y rechinido, las rodillas de los «criados» se doblaron y los «criados» empezaron a subir por la escalera hacia la casa. Pero en ese momento, otra vez de algún lado salió Gipsi. Con fuertes ladridos, saltando encima y apartándose velozmente, empezó a coger a un «criado» por la pierna. Y el «criado», de repente, estiró la pierna y se paró.
—¡Llévense al perro! —empezó a gritar frenéticamente Michel.
El jardinero agarró al ladrante Gipsi y se lo llevó a su cuarto. Después de esto, los «criados» —sin paradas— ascendieron por la escalera; llegados a la pared del vestíbulo, giraron y entraron en el recibidor.
—¡Alto! —gritó Michel, que los seguía.
Los «criados» se detuvieron.
—¡Adelante diez pasos! ¡Giro a la derecha! ¡Inclínense! ¡Cojan! ¡Atrás! ¡Alto! —mandaba Michel.
Los «criados» cumplían todas las órdenes. Pasaron por la habitación, giraron hacia la mesita. Se agacharon, con movimientos cuidadosos cogieron de la mesa los álbumes que allí estaban y se los trajeron a Michel.
Hane estaba estupefacto. Johann, conmovido.
—Ve qué sencillo… Todo lo que usted les ordene, lo cumplirán. Además, sólo mandarles ejecutar algo, por ejemplo bajar al buffet y traer un entremés, lo van a hacer a la sola voz de: «¡Entremés!», o «¡Café!». A Johann le quedará tan sólo el mandarlos y, de tiempo en tiempo, aceitar el mecanismo.
Dirigiéndose a un obrero, Michel dijo:
—Deme la aceitera. Gracias. Acérquese aquí, Johann, y mire con atención.
Dirigiéndose a los «criados», Michel ordenó:
—¡Inclínense!
Los «criados» se inclinaron.
—¿Ve, Johann, el pequeño agujerito en el parietal? Aquí se echa el aceite. A los criados mecánicos también hay que alimentarlos. Coja la aceitera. Y no tema. ¿Por qué le tiemblan tanto las manos?
A Johann, verdaderamente, le temblaban las manos y de ningún modo podía acertar en el agujerito.
—No es nada, se acostumbrará —le animó Michel.
Y él continuó exhibiendo a los criados mecánicos, obligándolos a hacer cosas de todo tipo. Ellos le quitaron a Michel el smoking y se lo pusieron de nuevo. Todo esto lo realizaban con precisión irreprochable.
—No sólo son magníficos criados sino también guardianes insustituibles. Permítame pasar al gabinete. —Y, sin esperar respuesta, Michel dijo a los «criados»—: ¡Síganme!
Hane estaba tan estupefacto que perdió la voluntad y él mismo iba tras Michel como un criado mecánico. Michel pasó al gabinete y puso a los «criados» junto a la caja fuerte. Haciéndose a un lado, gritó:
—¡Alarma!
En ese mismo momento, los «criados» se pusieron a mover los brazos con rapidez excepcional.
—¡Todo bandido que se atreva a acercarse a la caja será muerto y convertido en papilla por estas palancas de acero! ¿Está bien? —preguntó Michel, dirigiéndose a Hane.
—Incluso demasiado —respondió, pálido, Hane.
—Y al mismo tiempo son mansos como palomas. Pruebe usted mismo a mandarles.
—No, ¿sabe? No me hacen falta estos criados —de repente, de modo decidido, declaró Hane—. Es demasiado excepcional. ¿Y después qué? ¡Si estos criados se enfurecen, como se enfureció su escoba mecánica no habría salvación!
—Está excluida toda posibilidad —respondió rápidamente Michel—. Sólo tiene que decir «¡Stop!», y su mecanismo se paraliza.
Tras la ventana se oyó el ruido del camión, que se marchaba. Hane. con desasosiego, miró por la ventana y dijo:
—Permítame, ¿adónde se va? Yo no quiero criados mecánicos. Que se los lleven…
—Perdone, pero estaba tan seguro de que los criados le gustarían que dispuse que no me esperasen a mí… Por otra parte, esto se puede arreglar, si usted no quiere…
Y, acercándose a la ventana, Michel comenzó a gritar:
—¡Hey! ¡Hey, vuelvan!
Pero el camión ya había doblado la esquina y desaparecido tras ella.
—¡No oyen! Se han marchado… Bueno, nada, vendré a recogerlos mañana. Aunque espero que después de un día se habrá acostumbrado tanto a ellos que usted mismo deseará que se los vuelvan a traer. Permítame que me despida de usted. Tengo que llevar aún un par de «criados» a la villa de Mansfeld. Y, por favor, no se preocupe. Todo será magnífico.
—Pero, ¿cómo así?
Con una afable inclinación de cabeza, Michel salió corriendo de la habitación.
—¡Hasta mañana! —gritó desde el automóvil, y se marchó.
Eduard Hane y Johann se quedaron solos, mirando con temor las estatuas metálicas que estaban junto a la caja fuerte.
—¡Qué historia! —dijo muy bajito Hane, temiendo que el sonido de su voz pusiera en marcha a los criados mecánicos. Haciendo un signo con la mano, Hane, de puntillas, se acercó a la puerta cerrada y dijo no muy alto:
—¡Ábrete, Sésamo!
La puerta se abrió. Hane y Johann se deslizaron del gabinete al dormitorio. La puerta se cerró tras ellos. Los dos suspiraron con alivio.
—Sólo que no salgan de allí —dijo receloso Hane en voz baja. Recordaba con horror los brazos metálicos, girando, como las alas de un molino—. Desagradable historia…
—¿Y qué si los echáramos de allí? —propuso Johann.
—¿Pero cómo? —preguntó Hane acongojado.
—Mire lo que haremos —dijo, después de pensar un momento, Johann—. Usted, señor Hane, irá arriba y se cerrará con llave. En las habitaciones altas las puertas están sin «Sésamos» de esos. La vieja llave será más segura, y yo pasaré, desde fuera, y gritaré a estos ídolos desde la ventana que se vayan al diablo.
—Bueno, probemos —consintió Hane.
Él se cerró arriba y Johann salió de la casa y gritó por la ventana:
—¡Ábrete, Sésamo!
Cuando la puerta del gabinete al dormitorio se abrió, gritó por segunda vez:
—¡Adelante diez pasos! ¡De frente, marchen! ¡Fuera de aquí!
Pero los «criados» permanecieron inmóviles.
—¡Váyanse a paseo! ¡Lárguense!
Los «criados», como antes, no se movían, estaban al lado de la caja fuerte como armaduras de caballero. Y las puertas, en esto, se cerraron y Johann tuvo que repetir de nuevo: «¡Ábrete, Sésamo!» Cambió el tono, gritaba en las diversas voces: bajo, falsete… Todo en vano. Los «criados» se habían petrificado. Johann les pedía, les suplicaba. Por último, comenzó a blasfemar. ¡Pero es que se puede influir en el acero diciendo palabrotas!
Completamente desesperado, se presentó a Hane:
—No se van…
Hane estaba sentado en un sillón, con la cabeza baja. Tenía una sensación como si en su casa hubieran irrumpido unos bandidos y lo hubieran cerrado en la habitación de arriba. ¿Pero qué podía pasar con los «criados»?
Hane se dio una palmada en la frente.
—Todo esto es muy sencillo —dijo él, animándose—. Michel, al dar las explicaciones dijo en presencia de los criados «¡Stop!». Esta palabra paralizó su mecanismo. Ellos, parece, no son peligrosos en realidad para nosotros…
Hane se atrevió, incluso, a bajar del primer piso y pasar a su dormitorio. Pero, al anochecer, al irse a dormir, obligó a Johann a traer las mesas, diván y sillas del recibidor y hacer con todo ello una barricada en la puerta del gabinete.
—Así estaré más tranquilo —dijo él, acostándose en la cama—. Y usted. Johann, por si acaso quédese hoy conmigo. Puede ponerse en este diván.
A Johann no le hacía ninguna gracia pasar la noche en las barricadas, pero se echó sin replicar, por la costumbre de obedecer…
V. La noche de las pesadillas
Fue la noche más intranquila de toda la larga vida conjunta de Johann y su amo. Los viejos no podían conciliar el sueño. Les parecía oír ruidos en el gabinete. Les perseguían las pesadillas: unas personas de acero los cogían y golpeaban con manos férreas.
Poco antes del amanecer, Johann despertó al amo, que dormitaba:
—¡Señor Hane… señor Hane! En el gabinete está pasando algo malo…
Hane se despertó, saltó de la cama y se puso a escuchar. Sí, no es un engaño del oído. Del gabinete, en efecto, llegaban sonidos amortiguados, un débil rechinido, el golpe de un objeto metálico contra la alfombra y después un susurro…
—¡Han revivido! —con espanto murmuró Johann. Sus mandíbulas castañeteaban y las manos le temblaban tanto que no podía quitarse la manta.
Los viejos, que se enfriaron de miedo, estuvieron sentados durante varios minutos, inmóviles, sin fuerzas para hacer ni un solo movimiento.
En el gabinete, el ruido aumentó. Algo cayó y con estrépito rodó por el suelo. Esto sobrepasó los límites del miedo.
Hane, de repente, se acercó corriendo a la puerta y empezó a gritar con voz frenética:
—¡¡Ábrete, Sésamo!!
Pero la puerta no se abría.
—¡Ábrete, Sésamo! —como el eco repitió Johann.
Chillaban, daban alaridos, gritaban junto a la puerta, procurando sacar de sus viejas gargantas toda la gama de sonidos de la voz humana para hacer reaccionar a algunos enchufes que no obedecían en el mecanismo de las puertas. Pero todo en vano. El terrible cuento de las «Mil y una noches» se hacía realidad. Les parecía que las puertas del gabinete temblaban bajo el empuje de los cuerpos de alguien. Un minuto más y de allí surgirían cuarenta bandidos y desgarrarían sus viejos cuerpos…
Lo último que oyó Johann fueron los chillones ladridos de Gipsi sacado fuera de casa esa noche. Después, todo cesó.
Johann y su amo perdieron el sentido…
Cuando volvieron en sí ya había amanecido. Con feliz asombro se convencieron de que estaban vivos e indemnes. La puerta del gabinete estaba cerrada y la barricada de sillas, mesas y diván, inalterada.
Johann apretó el asidero de la puerta del recibidor y, para su asombro, la puerta se abrió. Estaban libres. Johann despertó al jardinero y al cocinero. Pero ninguno de ellos se decidía a entrar en el gabinete.
—Llamen a la Policía —dijo Hane.
El jardinero se dirigió al ala y por teléfono se puso en contacto con la Comisaría de Policía más próxima. Media hora más tarde se oyó el ruido de las motocicletas. Esta vez, Hane no tenía nada que objetar contra el progreso técnico. El desagradable ruido de la motocicleta le pareció música celestial. Los policías abrieron la puerta del gabinete. En el suelo yacían los «criados» metálicos derribados por alguien. Las portezuelas de la caja fuerte estaban abiertas. Todos los objetos de valor habían desaparecido…
La presencia de la Policía le infundió valentía a Hane. Entró en el gabinete y, mirando los «criados» caídos, dijo sentidamente, como dirigiéndose a unos cadáveres:
—Estaba equivocado respecto a ellos. Yo les temía, pero fallecieron en su puesto, defendiendo mis bienes de los ladrones, los cuales, evidentemente, penetraron por la ventana…
Pero no tuvo que llorar mucho tiempo a los «fieles criados». Los policías, con bastante falta de ceremonia, levantaron los «cadáveres», los examinaron y vieron que de los criados mecánicos; ¡sólo quedaban envolturas vacías!
Hane lo vio todo claro enseguida. Michel le jugó una mala pasada. Bajo la apariencia de criados mecánicos colocó a sus cómplices en los estuches metálicos. Los bandidos, por la noche, salieron de los estuches metálicos, fundieron la caja fuerte, hurtaron los objetos de valor y se largaron por la ventana. He aquí por qué Michel recelaba tanto del perro…
—Señor Hane, le quiere ver un agente de la Compañía «Westinghouse» —dijo Johann, desde la entrada del gabinete y echó una ojeada.
—¿Qué, Michel? ¡Muy a tiempo! —Y dirigiéndose al policía, Hane dijo apresuradamente—: ¡Arreste a ese bandido, rápido!
Los policías y Hane salieron al recibidor. Allí estaba un joven de pelo castaño claro con un papel en la mano. Este miró perplejo a los policías y, saludando cortésmente a Hane con una inclinación, dijo:
—Buenos días, caballero. He venido para ajustar las cuentas con usted por la instalación de los criados mecánicos…
—¡Al diablo con los criados mecánicos! —rugió Hane—. ¡Mejor es que las arañas me caigan en la cabeza y las ratas corran por la manta! ¡Usted, con Michel y los granujas mecánicos, me han desvalijado! ¡Arresten a este hombre!
—Yo no conozco a Michel. Esto es un malentendido. Su administrador nos encargó una escoba mecánica, ventiladores y «Sésamos». Usted aceptó el pedido y firmó. He aquí la cuenta…
—¿Y esto? —continuaba inquieto Hane—. ¡Hágame el favor de venir por aquí, joven bandido!
E, invitándole a seguirle, Hane llevó al joven al gabinete y le mostró los «criados» yacientes.
El agente de la «Westinghouse» miró, se encogió de hombros y dijo:
—Nuestra firma no fabrica estos muñecos.
Hane seguía encolerizándose, pero, en esto intervino un policía.
Habló con el joven, miró la cuenta, comprobó las credenciales y dijo dirigiéndose a Hane:
—Me parece, Sr. Hane, que el joven no está involucrado en el delito. Investigaremos el asunto. Michel, por lo que se ve, hizo un pedido a la «Westinghouse» en su nombre de sólo la escoba, ventiladores y «Sésamos». Estos estuches de los «lacayos», en cambio, los fabricó él mismo y en ellos introdujo a sus cómplices en su casa de usted. Esto, desde luego, le costó dinero, pero los gastos, probablemente, han sido cubiertos. ¿Cuánto dinero tenía usted en la caja fuerte?
—De valores, en total, unos cien mil y pico dólares…
—Bueno, pues, lo ve, ¡buen dineral! Con toda probabilidad, los malhechores se hubieran marchado corriendo en sus envolturas de hierro para utilizarlos una vez más, si algo no les hubiera obligado a apresurarse…
—¡El perro se puso a ladrar! —intercaló Johann.
—Pero el «Sésamo» también participaba en el complot —persistía Hane—. ¿Por qué todas las puertas dejaron de abrirse en el momento del desvalijamiento?
—Usted, tal vez, gritó demasiado fuerte por el susto «¡Ábrete, Sésamo!». Y por eso estropeó el mecanismo —supuso el agente—. Nuestros aparatos están calculados para una determinada fuerza y altitud de tono.
Esta explicación —Hane no podía dejar de reconocerlo— se parecía a la verdad.
No gritaba, bramaba, se desgañitaba ante las desobedientes puertas.
—Sr. Shtoltz —dijo el policía, dirigiéndose al joven— no le arresto, pero de todos modos le pido que me siga. Me es imprescindible poner en claro todas las circunstancias del asunto.
Los policías, llevándose consigo a los criados metálicos como prueba material, se alejaron junto con el agente.
Eduard Hane se quedó solo con su criado.
—Aún no he tomado el café —dijo, cansado, Hane.
—Al instante, señor —respondió Johann, andando a pasitos rápidos hacia el buffet. Por todas las emociones de la noche, a Johann le temblaban las manos con más fuerza de lo común y, al servir el café, se le cayó la galletera.
—No pasa nada Johann, no se aflija, eso le puede ocurrir a cualquiera —dijo cariñosamente Hane. Y, después de beber un sorbo del humeante café, añadió, pensativo—: Los «Sésamos», los ventiladores y la escoba mecánica los podemos, quizá, dejar, Johann. Son una invención útil. Le facilitará su trabajo. Estos criados mecánicos auténticos de la «Westinghouse» tienen, a mi modo de ver, un solo defecto: no soportan los ladridos y las órdenes en tono elevado. Pero no hay nada que hacer. Así es este siglo…