EL POZO MAGNÉTICO
R. YAROV
Cuando uno se dedica a un trabajo que le gusta, es difícil resistir la tentación de dar de él una definición fundida en bronce. Para mí, la ciencia ficción es una representación literaria del mundo, generosamente sazonada de imaginación...
Arkadi Strugatski
Tienen que reconocer que muy pocos de ustedes han hecho viajes de largo alcance. Les tengo que informar que no hay nada más aburrido que ese pasatiempo. No puedo decir que uno se aburra inmediatamente, no; el primer par de centenares de años-luz hasta resulta interesante. Miras por las claraboyas, están centelleando las constelaciones, una, otra y otra, y tú en el centro, y parece que todas están girando alrededor tuyo. ¡Qué cuadro! Pero después de un rato empieza a aburrir. No puedes ir a ningún lado y no tienes con quién charlar. Y además es mejor así, estar solo, ya que estar tantos años con alguien es difícil. Empiezan las diferencias de opinión por cualquier pequeñez. Pero pones la nave en su rumbo, te sumerges en la anabiosis, duermes un par de cientos de años, te despiertas y sigue lo mismo.
Una vez ya no pude aguantar más. Decidí bajar en el primer planeta en el camino, vivir un poco, un mes o dos, beber un poco de agua mineral, observar la luna nueva, pisar hierba, respirar aire de montaña, conversar con los habitantes y tener un cambio de impresiones. En general descansar. Todavía quedaba un vuelo largo; llevaba una carga de árboles congelados para plantarlos en un planeta que estaba en el mismo extremo del universo. Así que me desvié de la ruta principal, llegué a la constelación de Acuario, escogí una estrella no muy brillante, algo parecida a nuestro sol, y encontré varios planetas que estaban dando vueltas alrededor; pensé: ¿cuál escoger? Ya saben que equivocarse en un asunto así no es permisible. El bajar y luego subir necesita tanta energía que luego ni siquiera te alcanza para llegar al destino. Pero, ¿cómo escoger el planeta correcto? Alrededor de la estrella giraban unos 150, y ahí es donde se me ocurrió una idea que luego fue adoptada por todos los textos de navegación interestelar. Hay que comprobar todos los planetas para ver si tienen campo magnético y luego bajar en el que lo tenga. Mi pensamiento fue el siguiente: La Tierra al principio no tuvo más que el magnetismo, pero pasado un tiempo apareció todo; ¿y cómo fue eso? Está bien claro: inventaron la brújula, y empezaron inmediatamente a desarrollar la navegación y ya ven, las ciencias, la artesanía, la alta matemática; las locomotoras y barcos de vapor empezaron a moverse, luego aviones y cohetes y al final las naves interestelares.
O sea, que si hay magnetismo, existe la civilización, hay seres vivos, gente educada con la que es agradable pasar el rato. Este fue mi razonamiento y la experiencia lo confirmó.
Estaba navegando alrededor de estos planetas y daba miedo imaginar lo que estaba ocurriendo. En uno, los volcanes estaban destrozando toda la tierra firme; en otro, los dinosaurios estaban tratando de salvarse del diluvio; en el tercero, unos raros mutantes radioactivos estaban cazándose unos a otros. De repente miré y ¡ahí estaba!, tierra firme con magnetismo cien veces más potente que el terrestre. No parecía ser peligroso para el hombre, así que decidí aterrizar y vi un planeta encantador, verde; se oía el murmullo de un manantial, cerros cubiertos de nieve a lo lejos, ¡un verdadero lugar de descanso! Cerca del campo donde estaba mi nave pasaba una carretera. En cuanto salí al exterior vi que se estaba acercando un automóvil, se detuvo y de dentro salió una especie de hombre que solo tenía un pie y la cabeza parecida a la pantalla de una lámpara de sobremesa. Se me acercó sin ningún miedo y se presentó diciendo ser amigo. Se enteró de quién era y de donde venía y me invitó a acompañarle, así que partimos. El coche me intrigaba, no tenía motor ni ruedas.
—¿Cómo funciona? —le pregunté.
—Siguiendo las líneas del campo magnético —me contestó—. Aquí aprovechamos el magnetismo planetario en todas las actividades.
Eso es, pensé. Nosotros no hemos utilizado este método y no sé porque se nos ocurrió extraer petróleo y carbón.
Al fin llegamos; la casa era fenomenal, de hierro. No tenía tapia, en lugar de ella había un campo magnético. Cuando entré vi más cosas. En la casa estaba la cocina, en ella preparaban la comida pero no tenía ni fuego, ni calentadores eléctricos, ni quemadores atómicos, ni conjunto nuclear de fusión.
—¿Magnetismo? —le pregunté.
—Eso mismo —contestó—. Nosotros utilizamos esta fuerza para todo: los coches, extracción y elaboración de metales, construcción de casas, calefacción, luz, etc. La estamos utilizando prácticamente para todo, no hay ninguna actividad en que no hagamos uso del magnetismo. Hemos logrado el más alto grado de civilización a base de esta fuente de energía.
—Sí —suspiré—, pero nosotros fuimos tontos, también lo teníamos y no escogimos este camino. Hemos perdido muchísima energía. Pero dime, ¿cómo funciona? ¿Cada uno de vosotros puede utilizar el magnetismo planetario, o sea, tomarlo para sus propias necesidades?
—No —contestó—, no puede hacerlo uno cualquiera. Generalmente el magnetismo debe ser distribuido desde un punto central, pero como existe en todas partes, controlar cuanto toma cada uno resulta prácticamente imposible. Claro, tenemos un equipo de control que multa los usos ilegales del magnetismo. Mira, te lo voy a mostrar.
Salimos al patio y fuimos hacia el pozo. Era una estructura con bordes de metal-plástico de una pieza y un potente torno propulsado por motor. Apreté el botón, empezó a girar el torno y el cubo a bajar.
Bajó a un kilómetro y medio.
—Más cerca —dijo—, ya no queda, lo hemos llegado a vaciar.
Después de un rato empezó a subir el cubo, lo sacó y dije:
—Estaba vacío y volvió vacío.
Sonrió.
—Eso es lo que tú te crees, ya que no tienes un órgano sensor del magnetismo, pero nosotros sí lo tenemos, es la uña del dedo gordo del pie.
Entonces comprendí porque su ropas eran tan extrañas: un buen traje, corbata, dos pares de gafas, unas oscuras y otras transparentes, pues ellos tienen cuatro ojos, pero el pie descalzo.
Te aseguro —continuó— que está lleno hasta el borde. —Lo cogió y lo vació en el depósito del motor magnético—. Será suficiente para una semana —dijo. Su uña del dedo gordo era enorme. Se notaba que era una persona con talento.
Así que viví en aquellas tierras, descansé con cuerpo y alma y conocí a muchos de sus habitantes. Todos, sin excepción, eran gente muy agradable, inteligente y educada. ¡Cuántas discusiones tuve sobre literatura y arte, como nunca en mi vida! También escuché música.
Bien, vi que ya me había recuperado, así que tenía que continuar. A mi amigo, el que conocí primero, le dije al despedirme:
—Escucha, me gusta mucho como se ha desarrollado tu civilización. Quiero ofrecerle lo mismo a la Tierra. Enséñame como usáis el magnetismo para todos los propósitos. Pero ahora no, porque estoy a medio camino y probablemente me olvidaré de ello. De regreso te visitaré de nuevo y me podrás instruir.
—Como no —me contestó—. ¿Cuando piensas volver?
—En unos 500 años —le dije.
—Muy bien —me contestó—, pediré que me duerman en el campo magnético y me despierten un año antes de tu llegada. Te prepararé todos los materiales. Nosotros tenemos unos diez mil años de experiencia en esto y la biblioteca donde están todos los datos ocupa 187 bloques de 500 plantas. Reproduciré todos los libros que allí se guardan en una microficha, para no sobrecargar la nave, y te los daré, pero mientras tanto acepta este humilde regalo para el camino. Sabemos acumular energía magnética. Aquí tienes cinco bidones de líneas de fuerza magnética. Acabo de montar una bomba en el pozo, hace unos días.
—Muchas gracias —le contesté—, es un regalo de rey.
—No es nada —me dijo—, no te preocupes.
—Pero, ¿no les está prohibido explotar el magnetismo en plan individual? Esto, supongo, se considera robo y despilfarro.
—No importa, aquí tenemos altamente desarrollado el espíritu cívico. No se considera elegante molestar a la gente con pequeñeces; tenemos para todos.
Acepté esos cinco bidones y despegué. Es difícil expresar con palabras cuanto me sirvieron. Con su ayuda atravesé la lluvia de meteoritos, derroté unos monstruos nebulosos y vencí la atracción de una enana blanca. Muchas veces recordaba a mi amigo que me había ayudado, hay que reconocerlo, más que cualquier otro. Pues bien, entregué mi carga allí donde hacía más falta. Plantaron los árboles, mientras yo esperaba en calidad de representante de la empresa durante el plazo de garantía. Hasta que en el desierto empezó a murmurar el viento entre las grandes copas de las encinas. Cuando apareció la clorofila, pude volver. De nuevo llegué a la constelación de Acuario; la misma estrella, el mismo planeta. Entonces empecé a orientarme. Ni me acordaba ya en cual de los 150 había bajado. Todos parecían iguales. Y el indicador estaba inmóvil. Ningún planeta tenía campo magnético. ¿Qué hacer? Forzando la memoria y fijándome en pequeños detalles, pude identificarlo. Al final bajé en el mismo lugar de la primera vez y vi que había cambiado algo. Antes había un camino lleno de coches y ahora no veía ninguno. Todo estaba vacío, silencioso, sin gente. Salí al camino y vi que estaba resquebrajado y con las cunetas llenas de basura. ¿Qué había pasado? No encontraba a quién preguntar. De repente vi una figura, me acerqué y era mi amigo, cojeando sobre su único pie. Nos abrazamos y nos besamos.
—¿Qué ha pasado? —le dije—. No puedo reconocer nada. ¿Dónde ha ido tanta grandeza?
Se me apoyó en el hombro y empezó a llorar con amargura.
—No queda nada del pasado —dijo—, y la generación de hoy no puede imaginarlo. Hemos derrochado nuestro mayor tesoro natural, el magnetismo: lo sacamos y sacamos hasta que nos quedamos sin nada. Ahora no nos queda ni técnica ni civilización. Las casas las calentamos con leña y empezamos a aprender como sacar el petróleo. Pero ¿de qué sirve eso? Los barcos no navegan, los aviones no vuelan, la brújula no funciona y todavía no hemos inventado otros medios de navegación.
Suspiré.
—Sí —dije— lo siento mucho por ti. Pero oye, ¿has preparado la microficha que me prometiste? Quizá nosotros podamos rectificar vuestros errores.
—No hay —me contestó—, ninguna biblioteca. Cuando desperté de mi sueño de 500 años y vi a lo que ha llegado mi planeta dinamité los 187 edificios de 500 plantas. Me quedaba todavía medio bidón de magnetismo, acumulado antes de ir a dormir, y lo he utilizado.
—Pues te has apresurado demasiado —le dije—, debías haberlo empleado en ayudar a cambiar la producción de carbón.
—No quise esperar —me dijo—, no pude, tenía miedo de que la biblioteca cayera en tus manos y siguierais el mismo camino que nosotros. Aprecio mucho tu civilización ya que te ha engendrado a ti, mi fiel amigo. —Y empezó a llorar.
Las lágrimas llovían de sus cuatro ojos. Eran lágrimas peligrosas, mezcla de ácido sulfúrico y clorhídrico. Vi que me iba a quemar el traje. Le tranquilicé palmeándole, al tiempo que me apartaba, pero no podía decirle que no llorara, no quería insultarle.
—Oye —me dijo—. ¿Te queda alguno de los cinco bidones de líneas de fuerza magnética que te regalé hace tiempo? Me quieren meter en la cárcel por dinamitar la biblioteca y lo podría usar para comprar mi libertad.
—Lo siento, amigo del alma. No me queda ni uno, ni medio, no me queda nada. No sabía que fuera a pasar esto y he despilfarrado el magnetismo a manos llenas.
Nos despedimos con tristeza, y partí.
—Piloto de la nave PGD-X (A) —se escuchó la voz en el altoparlante—, pase por la oficina de control para aprobación de la ruta, la carga de su nave ha sido completada.
El que narraba saltó de su sitio y corrió hacia la puerta. Alguien, por encima de su hombro, echó un vistazo a sus papeles de ruta.
—Hey —dijo el curioso—, ¿qué son estos 500.000 pequeños imanes?
—¿Tú qué crees? —el piloto de la nave PGD-X (A) se detuvo un momento en la puerta—. No creerás que voy a abandonar a un amigo en el atolladero.
Y con estas palabras desapareció.