ACTOR

Walter M. Miller, Jr.

  

Debí de haberme encontrado con Walter Miller en la Decimotercera Convención (Cleveland, 1955), cuando su novela corta Actor ganó para su autor un Hugo, pero no fue así. Cuando su nombre fue citado por Anthony Boucher (el maestro de ceremonias de la ocasión), un representante llegó para recogerlo. Mi desilusión fue mitigada en algo por el hecho de que el representante era la encantadora Judith Merrill, una de las mejores antologistas de la ciencia ficción.

Las cosas fueron diferentes en la Decimocuarta Convención (Nueva York, 1956). Walt no recibió ningún Hugo aquella vez, pero asistió y comimos juntos Robert P. Mills, él y yo. Mills era el director de una nueva revista llamada Venture Science Fiction (un excelente intento que debiera haber tenido más suerte de la que tuvo), y Walt y yo estábamos tratando de escribir historias para ella, así que teníamos mucho que discutir.

Para ello, Mills nos llevó a un maravilloso restaurante francés, pues no reparaba en gastos en tales ocasiones, ya que nunca aceptaba pagar. Yo me comporté en mi habitual manera encantadora, inteligente, genial e intelectual, e interrumpí mi discurso tan solo el tiempo suficiente para pedir la comida, lo que naturalmente hice en un francés con el más elegante acento parisino. Esto, después de todo, es lo que puede esperarse de alguien que, como yo, habla en su vida normal ese delicioso dialecto que tan solo puede ser llamado como Brooklinés culto.

Piensen ahora que han pasado cinco años, cinco años durante los cuales Walt y yo no nos volvimos a ver. Y había llegado el momento en que escribir a Walt para pedirle permiso para utilizar su relato Actor. Al hacerlo, delicadamente le hice recordar mi persona. Naturalmente, estaba seguro de que no podía haberme olvidado. Mi única incertidumbre era el saber cual de mis muchos estimulantes comentarios citaría amorosamente como evidencia de que aquella comida celebrada conmigo era una ocasión que rememoraría por siempre.

Al responder (dándome el permiso), me dijo: «Naturalmente, me acuerdo de usted. Pidió chitlin en un restaurante francés».

Al fin y al cabo, ¿qué es lo que puede uno esperarse de un ganador de un Hugo? Tan solo para demostrarles la avaricia de este tipo de escritor, les diré que Walt volvió a llevarse otro en la Decimonovena Convención (Seattle, 1961), solo que esta vez fue peor: se llevó el premio más grande de todos, ganando un Hugo por su novela Un cántico por Leibowitz.

Afortunadamente, no hemos podido incluir novelas en esta antología. No desearía animar a Walt en este repugnante asunto de la monopolización de los Hugos.

«Judas, Judas» se estaba representando en el Universal en la Calle Quinta y el reparto era totalmente humano. Ryan Thornier había estado ahorrando durante varias semanas, y ahora podía gastarse el importe de una entrada de tarde. Había sido una carrera contra reloj entre su hucha y las carteras de los diversos mecenas que mantenían el espectáculo con vida, y la hucha la había ganado. Podría ver el espectáculo antes de que las carteras se vaciasen y se cerrase el espectáculo, como cualquiera de ese tipo estaba condenado a hacer tras algunas agonizantes semanas. Un aura de anticipación lo rodeaba. Tras contemplar cada día la repugnante imitación de arte dramático llevada a cabo en el Nuevo Teatro Imperial donde trabajaba como portero, la posibilidad de ver teatro de verdad de nuevo sería como una bocanada de aire fresco.

Fue al trabajo una hora más pronto el miércoles por la mañana y realizó su tarea usual a marcha acelerada. La terminó antes de la una, se dio una ducha, se cambió a su ropa de calle y subió nervioso a pedirle a Imperio d’Uccia fiesta para el resto del día.

D’Uccia se sentaba entronizado en un desvencijado escritorio frente a una pared tapizada de fotografías de las poco vestidas estrellas de los tiempos pasados. Escucho la petición del portero con una débil y casi oriental sonrisa de aparente simpatía, y luego se alzó en toda su altura de un metro sesenta y cinco, apoyándose en el escritorio con sus gruesas manos para estudiar a Thornier con unos ojos convertidos en puntos.

—¿Fiesta? ¿Así que quieres fiesta el resto del día? Mmmmm... —agitó la cabeza como si le asombrase una petición tan incomprensible.

El portero se movió nervioso sobre sus pies.

—Sí, señor. Ya he terminado, y Jigger vendrá para estar a mano por si usted necesitase algo especial. —Hizo una pausa. D’Uccia estaba estudiando sus uñas, con gesto de concentración—. No le he pedido un día de fiesta en los últimos dos años, señor d’Uccia —añadió—, y estaba seguro que a usted no le importaría después de todo el tiempo extra que he estado...

—Jigger —gruñó d’Uccia— ¿Quién es ese Jigger?

—Trabaja en la Paramount. Está cerrada por reparaciones y no le importa...

El encargado del teatro gruñó repentinamente y agitó las manos.

—Yo no pago a ningún Jigger, te pago a ti. ¿Qué es lo que pasa? Has barrido el suelo, has recogido las cosas, ya has terminado, ¿no? Quieres día libre. Eso es lo que va mal en el mundo, demasiado tiempo libre. Dejad que las máquinas trabajen. Más tiempo para crear problemas —el encargado del teatro salió de detrás de su escritorio y caminó hasta la puerta. Sacó su grueso cuello al exterior y miró arriba y abajo por el corredor. Luego regresó para enfrentarse a Thornier con un delgado y grueso dedo apuntado a la larga y majestuosa nariz de su empleado.

—¿Cuándo fue la última vez que fregaste este piso, eh?

La mandíbula de Thornier se agitó temblorosa.

—Pero s...

—No me cuentes mentiras. Mira ese corredor. Es una suciedad. ¡Mira! ¡Quiero que mires! —cogió a Thornier del brazo y lo arrastró hasta la puerta, apuntando excitado al antiguo y desgastado suelo de madera—. ¡Está todo lleno de porquería! ¿Lo ves? ¿Cuándo le echas cera?

Un escalofrío pareció recorrer al enjuto viejo. Suspiró resignadamente y se giró para mirar a d’Uccia con cansados ojos grises.

—¿Me deja libre la tarde o no? —preguntó sin esperanza, conociendo la respuesta por adelantado.

Pero d’Uccia no se contentaba con una simple negativa. Comenzó a pasear. Obviamente estaba muy molesto. Defendía el sistema de la libertad de empresa y las respetadas tradiciones del teatro. Hablaba elocuentemente de las doradas virtudes de la dedicación al trabajo e industriosidad. Saltó de un lado a otro como un furioso pequinés ladrando alegremente a un espantapájaros. El cuello de Thornier se puso rojo y su boca se apretó.

—¿Puedo irme ya?

—¿Cuándo lavarás el suelo? ¿Limpiarás los asientos? ¿Arreglarás las luces? ¿Cuándo limpiarás los vestidores? —contempló a Thornier un momento y luego se giró y corrió a la ventana. Metió el pulgar en la oscura tierra de la maceta de la ventana, en la que varios pensamientos empezaban a florecer— ¡Ah! —resopló—. ¡Secas, como pensaba! ¿Te crees que los capullos no necesitan un trago, eh?

—Pero si las he regado esta mañana. El sol...

—¡Ja! Dejas que esas pequeñas fiori se marchiten y mueran, ¿eh? ¿Y quieres el día libre?

No había remedio. Cuando d’Uccia se arrebujaba en su capa defensiva de sordera premeditada o estupidez, se convertía en impenetrable para cualquier petición o explicación honesta. Thornier sorbió una lenta inspiración entre sus dientes, contempló enojado a su jefe por un momento y pareció casi a punto de soltar una irritada descarga. Pensándolo mejor se mordió el labio, se giró, y salió sin decir palabra de la oficina. D’Uccia lo siguió triunfal hasta la puerta.

—¡No intentes escaparte ahora! —gritó ominosamente, y se quedó sonriente en el corredor hasta que el portero desapareció por las escaleras. Entonces suspiró y regresó para tomar su sombrero y abrigo. Estaba preparándose para salir cuando Thornier regresó al piso alto cargado de cubos, fregadores y escobas.

El portero se detuvo cuando se dio cuenta del sombrero y el abrigo y su rostro se quedó curiosamente inexpresivo.

—¿Se va a casa, señor d’Uccia? —preguntó gélidamente.

—¡Ajá! Trabajo demasiado, dice el doctor. Necesito tomar el sol. Más aire fresco. Voy a relajarme en la playa un rato.

Thornier se apoyó en el mango de una escoba y sonrió malévolamente.

—Seguro —dijo—, dejad que las máquinas trabajen.

El comentario no hizo mella en d’Uccia. Agitó la mano alegremente, caminó hacia la escalera y gritó por encima del hombro un:

—¡A rivederci!

—A rivederci, padrone —murmuró débilmente Thornier, con sus pálidos ojos brillando en sus envolturas de patas de gallo. Por un momento su rostro pareció cambiar... y de nuevo fue el Adolfo de Chaubrec en la salida del Comandante, Acto Segundo, Escena IV en «Un cántico para el marciano».

En algún punto, allá abajo, una puerta se cerró con estrépito tras d’Uccia.

—¡A la muerte! —silbó Adolfo-Thornier, echando atrás la cabeza para reír la risa de Adolfo. Hizo temblar las paredes. Cuando terminaron las reverberaciones, se sintió algo mejor. Tomó sus cubos y cacharros y caminó a lo largo del corredor hasta la puerta de la oficina de d’Uccia.

A menos que «Judas, Judas» durase todo el fin de semana, no lograría verla, ya que no podía pagar una entrada para la sesión de noche, y no había posibilidad de lograr un favor de d’Uccia. Mientras enceraba el corredor, ardía por dentro. Enceró hasta la entrada de la oficina de d’Uccia y luego se quedó mirándola por varios minutos.

—Estoy harto —dijo al final.

La oficina permaneció en silencio. Los pensamientos de la ventana se agitaban con el viento.

—¡Pequeño mandón! —gruñó—. ¡Estoy harto!

La oficina no decía nada. Thomier se irguió y se golpeó en el pecho.

—Yo, Ryan Thornier, me marcho, ¿me oyes? ¡El espectáculo ha terminado!

Cuando la oficina no logró responderle, se dio la vuelta y bajó las escaleras. Minutos más tarde, regresó con una latita de pintura dorada y un par de pinceles del almacén. De nuevo se detuvo ante la puerta.

—¿Hay algo más que pueda hacer, señor d’Uccia? —preguntó obsequioso.

El tráfico murmuraba en la calle; la brisa agitaba los pensamientos; el edificio crujía.

—¿Eh? ¿Desea también que ponga cera en las grietas de la pared? ¿Cómo pude haberlo olvidado?

Sacó la lengua y fue hasta la ventana. Unos pensamientos tan hermosos. Abrió la lata de pintura, la colocó en el alféizar y luego recubrió con mucho cuidado cada una de las flores, pétalos, tallos y hojas hasta que brillaron a la luz del sol como si hubieran sido tocadas por las manos de Midas. Cuando terminó, se echó hacia atrás para sonreír, admirado por un momento, y luego regresó para acabar de encerar el corredor.

Enceró con particular esmero la parte delantera de la oficina de d’Uccia. Enceró bajo la alfombra que cubría el desgastado lugar en el suelo en donde d’Uccia había hecho un cerrado giro a la izquierda hacia su sancta sanctorum cada mañana durante quince años, y luego le dio la vuelta a la alfombra y la untó de cera por su parte inferior. La volvió a colocar cuidadosamente y la empujó algunas veces con el pie para asegurarse de que la lubricación era la adecuada. La alfombra se deslizaba como si se hallase sobre una masa de perdigones.

Thornier sonrió y bajó del piso. En alguna forma, el mundo era ahora distinto. Hasta el aire olía diferente. Se detuvo en el descansillo para contemplarse en el decorativo espejo.

¡Ah! Era de nuevo el viejo comediante. Ya no más tiempo el encorvado y ojeroso sirviente. Se acabó el cansancio y molestias de la esclavitud mantenida por uno mismo. Aún con las sienes grises y las líneas en el rostro, quedaba algo del viejo Thornier... o de alguno de los muchos viejos Thornier de otro tiempo. ¿Cuál? ¿Cuál sería? ¿Adolfo? ¿O Hamlet? ¿Justin o J. J. Jones de «El electrocutador»? Cualquiera de ellos, todos ellos; porque era Ryan Thornier, estrella de los viejos tiempos.

—¿Dónde has estado, muchacho? —le preguntó a su imagen con una sonrisa de aprobación; le guiñó un ojo y regresó a casa para pasar la noche. Mañana, se prometió a sí mismo, se iniciaría una nueva vida.

—Pero has estado prometiendo eso durante años, Thorny —dijo el hombre de la cabina de control, con un tono de impaciencia en la voz—. ¿Qué es lo que quieres decir con eso de que «te vas»? ¿Le has dicho a d’Uccia que te vas?

Thornier sonrió altivamente mientras golpeaba con su escoba a un montoncito de polvo de un rincón.

—No exactamente, Richard —dijo—, pero el padrone se enterará pronto.

El técnico gruñó disgustado.

—No te comprendo, Thorny. Seguro, si realmente te vas, es estupendo... si es que no acabas cogiendo otro trabajo como este.

—¡Nunca! —proclamó resonantemente el viejo actor, mirando al reloj. Faltaban cinco minutos para las diez. Era casi el momento en que d’Uccia llegaría al trabajo. Sonrió para sí mismo.

—Si realmente te vas, ¿qué haces aquí hoy? —le preguntó Rick Thomas, levantando la vista un instante del Maestro. Sus brazos estaban profundamente metidos en las entrañas electrónicas de la máquina, y llevaba un destornillador del tamaño de un lápiz tras la oreja—. Si es que dejas el trabajo, ¿por qué no te vas a casa?

—Oh, no te preocupes, Richard. Esta vez va en serio.

—¡Psss! —un silbido divertido del técnico—. Sí, también iba en serio cuando te fuiste del Alhaja. Solo que una semana más tarde viniste a trabajar aquí. Así que ¿qué harás ahora?

—Esta vez iré a un representante teatral. Tal vez consiga un papel secundario en alguna parte —Thornier sonrió benignamente—. No te preocupes por mí.

—Thorny, ¿es que no puedes meterte en la cabeza que el teatro está muerto? ¡Ya no existe el teatro! Ni el cine ni la televisión... exceptuando los cadáveres y el Maestro que tenemos aquí —golpeó la carcasa de metal de la máquina.

—Quería decir —explicó con paciencia Thorny—, que iría a la oficina de empleos y buscaría un trabajo provisional, so... so herrero de la época mecanizada. Tan solo eran formas de expresión.

—Sí.

—Creí que deseabas que abandonase este trabajo, Richard.

—¡Sí! Si es que vas a hacer algo que valga la pena. Ryan Thornier, estrella de «Caminando», haciéndose el mártir con un cubo de limpieza. ¡Ay! Me produces comezón. Y volverás de nuevo. No puedes apartarte de los escenarios, aunque lo único que puedas hacer en ellos sea limpiar las manchas de aceite.

—Te resultaría imposible entenderlo —le dijo fríamente Thornier.

Rick se irguió para mirarlo, sacó los brazos del Maestro y se recostó en la parte superior de la cabina.

—No sé, Thorny —dijo en voz más suave—. Tal vez sí. Eres un actor, y siempre estás representando papeles, hasta viviéndolos. Me imagino que no puedes evitarlo. Pero podrías escoger mejor los papeles que vas a representar.

—El mundo me ha impuesto el papel que represento —anunció Thornier con rostro fúnebre.

Rick Thomas se golpeó la frente con una mano, pasándola luego lentamente sobre su rostro en gesto de exasperación.

—¡Me rindo! —gruñó— ¡Contémplate! Ídolo de la representaciones, empujando una escoba. Hace ocho años tenía sentido, a tu manera. Un gesto dramático. Un actor principal desafía las ofertas del autodrama, y toma un empleo como portero. Leal a las tradiciones, al gremio... y todo eso. Logró una cierta notoriedad, y quizá hasta ayudó a que el auténtico teatro prolongase algo su agónica vida. Pero al cabo de un tiempo el público dejó de llorar por ti, y entonces hasta dejó de tener sentido a tu manera.

Thornier se quedó jadeando débilmente y mirándolo con resentimiento.

—¿Qué es lo que harías —siseó— si comenzasen a fabricar una pequeña cajita negra que pudiese ser colocada contra la pared, ahí —señaló a un punto encima del voluminoso chasis del Maestro—, y que pudiese reparar, mantener, operar y ajustar... hacer todas las cosas que tú haces a esa... monstruosidad? Suponte que nadie necesitase ya técnicos electrónicos.

Rick Thomas pensó en ello durante algunos momentos, y luego sonrió.

—Bueno, supongo que me buscaría un empleo construyendo las pequeñas cajas negras.

—¡Eso no es divertido, Richard!

—No he intentado que lo fuera.

—Eres... no eres un artista —rojo de furia, Thornier barrió irritado el suelo de la sala.

Una puerta se cerró con un golpe en alguna parte de allá abajo. Thorny colocó en un rincón la escoba y se dirigió a la ventana para contemplar. El clop-clop-clop de unos pasos llegaron a lo largo del pasillo central.

—Vaya, ya llega da Imperio —murmuró el técnico, mirando al reloj—. O bien ese reloj adelanta dos minutos, o esta es la mañana en que se da un baño.

Thornier sonrió hacia el pasillo central, con sus ojos siguiendo la figura del encargado del teatro. Cuando d’Uccia desapareció bajo la balaustrada posterior, volvió a su barrer.

—No sé porque no buscas un trabajo como vendedor, Thorny —se aventuró a decir Rick, siguiendo con su trabajo—. Un buen vendedor es un actor, al que solo le falta el temperamento. Pensando en ello, hay mucha demanda de buenos actores: políticos, altos cargos empresariales, hasta generales... algunos de ellos parecen no tener nada más que talento dramático. La historia así lo afirma.

—¡Bah! No soy ningún schauspieler —se detuvo para contemplar a Rick ajustar el Maestro y lentamente agitó la cabeza—. Tranquiliza tu conciencia, Richard.

Asombrado, el mecánico dejó caer su destornillador y lo miró sin comprender.

—¿Mi conciencia? ¿Qué demonios está intranquilo en mi conciencia?

—Oh, no finjas. Es por eso por lo que siempre te preocupas tanto por mí. Ya sé que no puedes evitar que tu... tu profesión haya pervertido un gran arte.

Rick se quedó contemplándolo con la boca abierta por un momento.

Te crees que yo... —se atragantó. Se puso rojo. Miró al viejo y comenzó a maldecir en voz baja.

Repentinamente, Thornier se llevó un dedo a los labios y dijo chissst. Sus ojos se dirigieron hacia la parte trasera del teatro.

—Eso tan solo es d’Uccia subiendo las escaleras —dijo Rick— ¿Qué...?

—¡Chissst!

Escucharon. El portero sonreía ranciamente. Unos segundos más tarde se oyó: primero un débil chillido, y luego:

—¡Bbbrrrooommmpoom!

Hizo estremecer las ventanas. Rick lo miró ceñudo.

—¿Qué es...?

—¡Chisst!

El golpe estremecedor fue seguido por unos débiles murmullos blasfemos.

—Ese es d’Uccia. ¿Qué ha pasado?

El débil murmullo se convirtió repentinamente en un rugiente torrente de maldiciones de alguna parte más allá de los palcos.

—¡Hey! —dijo Rick—. Debe haberse hecho daño.

—Nooo. Tan solo ha encontrado mi dimisión, esto es todo. ¿Comprendes? Ya te dije que me iba.

El blasfemo aullar se hizo más potente, acompañado por un elefantino pisoteo por las alfombradas escaleras.

—No puede estar tan enfadado porque te vayas —gruñó Rick, pareciendo atónito.

D’Uccia apareció ante su vista al otro extremo del pasillo. Se detuvo con los pies muy separados, cogiéndose la base de la espina dorsal con una mano y agitando en alto un pensamiento dorado con la otra.

—¡Pintaflores! —aulló— ¡So marica! ¡Barreporquerías! ¡Sal, so hijo de la gran...!

Thornier sacó la cabeza calmosamente por la ventana de la sala de control, contemplando al furioso encargado con las cejas enarcadas.

—¿Me llama, señor d’Uccia?

D’Uccia inspiró dos o tres jadeantes hálitos antes de poder recuperar fuerzas para poder aullar de nuevo.

—¡Thornier!

—¿Sí, señor?

—Es el fin, ¿lo oyes?

—¿El fin de qué, jefe?

—Es el fin. Voy a ir a la tienda de electrodomésticos. Voy a comprar una máquina limpiadora. Tienes dos semanas para buscarte otro empleo.

—Dile que no quieres esas semanas —gruñó en voz baja Rick desde cerca—. Lárgate ahora mismo.

—De acuerdo, señor d’Uccia —dijo con tranquilidad Thornier.

D’Uccia se quedó allí babeando, pensando si abalanzarse, agitando impotente el pensamiento. Finalmente lo tiró pasillo adelante con una maldición y, girando, se marchó cojeando dolorido.

—¡Vaya! —exhaló Rick— ¿Qué es lo que hiciste?

Thornier se lo dijo. El técnico agitó la cabeza.

—No te despedirá. Cambiará de idea. Es demasiado difícil encontrar alguien que quiera ocuparse de estos trabajos sucios hoy en día.

—Ya lo oíste. Puede comprar una instalación automática. Una máquina limpiadora.

—¡Tonterías! Ese tío es demasiado tacaño como para gastar tanto dinero. Además, no puede tener la satisfacción de chillarle a una máquina.

Thornier se lo quedó mirando.

—¿Por qué no puede?

—Bueno... —Rick hizo una pausa—. ¡Gulp... tienes razón! Puede hacerlo. En una ocasión vino hasta aquí y le pegó una bronca al Maestro. Le dio patadas, le gritó, lo golpeó... como un individuo que tratase de recuperar una moneda que se ha tragado un teléfono público. Y además se fue complacido consigo mismo.

—¿Por qué no? —murmuró cariacontecido Thornier—. La gente son máquinas para d’Uccia. Y es consecuente con eso. Trata a ambas en la misma manera.

—Pero, ¿te vas a quedar esas dos semanas por aquí?

—¿Por qué no? Me dará tiempo para empezar a buscarme un empleo.

Rick gruñó dubitativo y devolvió su atención a la máquina. Sacó el panel frontal superior y lo dejó a un lado. Abrió un recipiente metálico que tenía en el suelo y sacó un rollo de amplia cinta plástica de grabación. Lo montó en un eje en el interior del Maestro y comenzó a alimentar la cabeza de la grabación a través de una serie de ruedecillas y guías. La grabación parecía comida por las ratas: cubierta con millares de perforaciones y surcos zigzagueantes. El portero se detuvo para contemplar con fría hostilidad el proceso.

—¿Es esa la grabación del libreto de «El Anarquista»? —preguntó envarado.

El técnico asintió.

—Y es una grabación recién hecha. Tengo que ir con cuidado al introducirla, aún tiene polvillo de las cabezas grabadoras. —Detuvo un momento el mecanismo de alimentación, pinchó una de las perforaciones con una aguja, sopló en su interior y luego volvió a introducirla.

—¿Qué es lo que pasa si se raya o se hace un agujero en la grabación? —gruñó curioso Thornier—. ¿Se derrumba el actor en el escenario?

Rick negó con la cabeza.

—Nooo, pasa continuamente. Una raya o un agujero hace que un actor pierda una línea o tal vez tenga un traspié, entonces el Maestro se da cuenta de lo que pasa y compensa. El Maestro recibe información constantemente del escenario y dirige en todo momento el espectáculo. Además, puede compensar bastante.

—Creí que todo el espectáculo estaba en esa grabación.

—En cierta manera es así —sonrió el técnico—, pero es algo más que un espectáculo de marionetas grabado, Thorny. El Maestro vigila el escenario... no, es más que eso... el Maestro es el escenario, un análogo electrónico del mismo —dio unas palmadas al chasis metálico—. Todas las idiosincrasias personales de los autores están memorizadas aquí dentro. Es algo más que un control remoto, que es lo que la mayor parte de la gente cree. Es una máquina de directiva creadora. Hasta tiene tomas en la audiencia para medir las reacciones y así...

Se detuvo repentinamente, contemplando el rostro del viejo actor. Tragó saliva nerviosamente.

—Thorny, no me mires así. Lo siento. Toma un cigarrillo.

Thorny lo aceptó con dedos temblorosos. Contempló la brillante masa de circuitos con los ojos entrecerrados, miró como la banda del libreto se introducía lentamente por las ruedas de tracción, desapareciendo en el interior del Maestro.

—¡Arte! —siseó— ¡Teatro! ¿En qué te dieron tu título, Richard? ¿Ingeniería dramatúrgica?

Se estremeció y salió de la sala. Rick escuchó el irritado taconeo de sus zapatos en las escaleras de hierro que llevaban hasta el nivel del escenario. Agitó tristemente la cabeza, se alzó de hombros y volvió a inspeccionar la grabación en busca de rebabas en los cortes.

Al cabo de unos minutos Thorny regresó con un cubo y un fregador. Parecía disconforme pero arrepentido.

—Lo siento, chico —gruñó—. Ya sé que simplemente estás tratando de ganarte la vida y...

—Déjalo —le respondió Rick con otro gruñido.

—Es que... bueno... esta obra en especial. Me molesta.

—¿Esta...? ¿Te refieres al «El Anarquista»? ¿Qué pasa con ella, Thorny? ¿La representaste alguna vez?

—No. No ha sido puesta en escena desde los años noventa, excepto... bueno, casi fue revivida hace diez años. La ensayamos durante semanas. El espectáculo se hundió antes de la noche del estreno. No había dinero.

—¿Tenías un buen papel?

—Iba a hacer de Andreyev —le dijo Thornier con una débil sonrisa.

Rick silbó entre dientes.

—El protagonista. Vaya mala suerte. —Levantó su pie para dejar que Thorny fregase debajo—. Supongo que te quedarías muy desilusionado.

—No es eso. Es que... bueno... los ensayos de «El anarquista» fueron la última vez que Mela y yo estuvimos juntos sobre un escenario. Nada más.

—¿Mela? —el técnico hizo una pausa, frunciendo el entrecejo—. ¿Mela Stone?

Thornier asintió.

Rick levantó un ejemplar del libreto sin codificar, y se lo agitó ante la vista.

—¡Pero ella está en esta versión, Thorny! ¿Lo sabías? Hace el papel de Marka.

La risa de Thornier fue corta y quebradiza.

Rick enrojeció un tanto.

—Bueno, quiero decir que su maniquí la representa.

Thorny contempló con disgusto al Maestro.

—Querrás decir que tu Svengali mecánico hace actuar a sus zombies movidos sobre colchón de aire en todos los papeles.

—Oh, corta ya, Thorny. Si quieres, irrítate contra todo el mundo, pero no me eches a mí las culpas por lo que el público quiere. De cualquier forma, yo no inventé el autodrama.

—No echo las culpas a nadie. Simplemente detesto ese... ese... —clavó el fregador mojado en la base del Maestro.

—Tú y d’Uccia sois iguales —gruñó disgustado Rick—. Excepto que d’Uccia lo adora cuando funciona bien. Es tan solo una máquina, Thorny. ¿Por qué odiarla?

—No necesito ninguna razón para odiarla —dijo petulantemente—. También odio los taxis aéreos. Es tan solo un asunto de gusto, eso es todo.

—De acuerdo, pero a la gente le gusta el autodrama, ya sea en la televisión, en estéreo, o en los escenarios. Y se les da lo que quieren.

—¿Por qué?

Rick cloqueó.

—Bueno, es por su dinero. El autodrama es portátil, predecible y duplicable. Y flexible. Puedes programar «Macbeth» esta noche, «El anarquista» mañana por la noche y «El rey de la Luna» la siguiente, en el mismo teatro. No hay problemas con los artistas temperamentales. No hay problemas con los sindicatos. Uno alquila la utilería, los muñecos y las grabaciones en un embalaje de Smithfield. Un teatro empaquetado. Sistematizado, producido en masa. Y además en Coon Creek, Georgia.

—¡Bah!

Rick acabó de alimentar la grabación, cerró el panel, y abrió uno adyacente. Rompió el precinto de una caja de cartón y dejó caer un montón de bobinas de grabación más pequeñas sobre la mesa.

—¿Son esas las almas que vendieron a Smithfield? —preguntó Thornier, sonriendo en forma extraña.

La banqueta del técnico fue echada hacia atrás y él estalló:

—¡Ya sabes lo que son!

Thornier asintió, y se aproximó para contemplarlas más de cerca como si estuviera fascinado. Tomó una de ellas del montón, y suspiró.

—¡Si dices: ay, pobre Yorick, te echaré a patadas de aquí dentro! —raspó Rick.

Thornier la devolvió con otro suspiro y se limpió la mano en su mono. Personalidades empaquetadas. Egos de actores, grabados en cinta. Actores reales, en otro tiempo, cuyos muñecos interpretaban ahora sus papeles. Las grabaciones contenían complejos datos psicofisiológicos derivados de meses de pruebas psíquicas y somáticas después de que los actores originales habían firmado sus contratos con Smithfield. Datos para las matrices de personalidad del Maestro. Abstracciones de la psique humana, encarnadas en vidrio, cobre, y aleaciones. Las almas que habían arrendado a Smithfield a cambio de unos royalties, junto con su carne y sangre materializadas en los muñecos.

Rick colocó una de las bobinas de actor en su eje, y comenzó a pasarla por las guías.

—¿Qué es lo que pasa si te dejas de poner un ingrediente vital? Por ejemplo, la grabación de Mela Stone —deseó saber Thornier.

—La muñeca actuaría su parte como un zombie, nada más —explicó Rick—. Sin vida, sin interpretación. Átonamente, con el rostro inerte, como un robot.

—Son robots.

—No exactamente. Marionetas a control remoto del Maestro, pero interpretadas. Hicimos un pase, en cierta ocasión, del «Hamlet» sin las grabaciones de actor. Todo el mundo hablaba monótonamente, sin expresiones. Fue divertidísimo.

—Ja, ja —dijo hoscamente Thornier.

  

Rick colocó otra grabación en su lugar, puso un control en una nueva posición, y volvió a alimentar de nuevo.

—Esta es la de Andreyev, Thornier, interpretada por Peltier —maldijo repentinamente, detuvo la alimentación, inspeccionó ansiosamente la cinta, abrió el mecanismo reproductor, y lo inspeccionó con una lupa.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el portero.

—La toma está bastante gastada. Es difícil el conseguir que espacie bien. Me preocupa el que pueda quedar trabada y romper la grabación.

—¿No hay duplicados de las grabaciones?

—Sí. Un juego de extras. Pero el espectáculo se inaugura esta noche —lanzó otra mirada de sospecha a la guía de la toma, luego la cerró y puso en marcha de nuevo el mecanismo de alimentación. Estaba reemplazando el panel cuando se oyó como patinaba. Del interior llegó un sonido de algo desgarrándose. Murmuró fluentes blasfemias, apagó el motor, arrancó el panel de un golpe. Alzó un trozo de la cinta hecho girones para que Thorny lo viera y luego lo tiró irritado al otro lado de la habitación—. ¡Sal de aquí! ¡Eres un gafe!

—No hasta que acabe de fregar.

—Thorny, ve a buscar a d’Uccia, ¿me haces ese favor? Tendremos que conseguir una nueva toma de Smithfield antes de esta tarde, y nos la tendrán que enviar por avión. Este es un buen lío.

—¡Por qué no contratar a un reemplazante humano? —preguntó malignamente, y luego añadió—: Perdóname. Esto sería una perversión de tu arte, ¿no? Voy a buscar a d’Uccia.

Rick le tiró la bobina de Peltier. La evitó con una risa y fue a buscar al encargado del teatro. A medio bajar las escaleras de hierro se detuvo para dar una mirada al amplio escenario que se extendía tras el telón. Las luces brillaban en las bambalinas y el suelo verde gris parecía limpio y brillante, con su trama cuadriculada de tiras de cobre incrustadas. Esas tiras eran electrificadas durante la representación, y alimentaban los grupos de energía de los maniquíes. Los muñecos tenían discos metálicos en la suela de los zapatos, y rectificadores en los tobillos. Cuando las baterías se estaban descargando, el Maestro movía el pie del actor unos centímetros hasta contactar los electrodos del suelo para ir recargándolas durante la representación, ya que un muñeco comenzaba a moverse erráticamente y a no oírse su voz al cabo de unos doce minutos de funcionar con solo las reservas internas.

Thorny contempló la amplia extensión del escenario sobre la que ningún humano caminaba durante las noches de representación. El gato siamés de d’Uccia estaba sentado lamiéndose en el centro del mismo. Miró hacia él altaneramente, pareció sorberse la nariz y luego comenzó a lamerse de nuevo. Lo contempló un instante y luego llamó a Rick allá arriba.

—¿Quieres energizar el suelo un momento, Rick?

—¿Eh? ¿Por qué? —un gruñido ocupado.

—Quiero comprobar algo.

—De acuerdo, pero luego ve a buscar a d’Uccia.

Oyó como el técnico bajaba una palanca. La calmosa altivez del gato estalló. Chilló, corrió, rodó, por entre una débil lluvia de chispas. El gato dio una vuelta Immelmann

[1] sobre las lámparas, cayó en el pozo con un tremendo golpe y luego se deslizó por el pasillo con el pelo erecto hacia su refugio bajo el escritorio de Imperio.

—¿Qué infiernos pasa? —gruñó Rick sacando la cabeza de la cabina.

—Ya puedes apagarlo —dijo el portero—. D’Uccia estará aquí en un minuto.

—¡Enseñando los dientes!

Thornier fue a terminar su limpieza rutinaria. Una desagradable sensación comenzaba a crecer a su alrededor. Iba a irse... a dejar este último humilde papel en conexión con los escenarios. Tuvo una huidiza sensación de su propia impotencia. Inerme. Lo bastante inerme como para desear ridículas venganzas tales como el hacer una gamberrada en la maceta de la ventana de d’Uccia o atormentar a su gato, porque realmente no había ningún enemigo con el que pudiera luchar.

Tiró al suelo esa idea, y la pisoteó. Él era Ryan Thornier, y nunca estaba inerme, a menos que lo desease. Les haré saber quien soy una vez más, pensó, antes de irme. Haré que se den cuenta y nunca más lo olviden.

Pero sabía que esa determinación de actuar en un último gran papel, en una interpretación majestuosa, no era válida. «Thorny, si alguna vez actuases en un último gran papel», le había dicho en una ocasión Rick, «¿te quedaría algo por lo que vivir?». Rick lo había dicho en tono cínico, pero en cualquier forma era verdad, y la placentera fantasía era al mismo tiempo que placentera alarmante.

La elegante mujercita de sombrero de plumas blancas estaba explicando las cosas cuidadosamente, con claras vocales y precisa impostación, al Autor del Momento, que mostraba una asombrada adoración en su mirada mientras escuchaba a la elegante pequeña productora.

—Has de comprender que el más burdo realismo es la esencia del autodrama —decía esta—. Recuerda siempre, Bernie, que la consideración hacia los actores es algo que pertenece al pasado. Estudia los dramas de Roma... la antigua Roma. Si una obra tenía una escena en la que había una crucifixión, adquirían un esclavo para ese papel y lo crucificaban. ¡En el escenario, pero de verdad!

El Autor del Momento rió por obligación alrededor de su larga boquilla.

—De ahí es de donde surgió la frase: «Es soberbia, pero un infierno para los actores». Tengo que volver a escribir la escena del asesinato en mi «Despertar de George». Esta vez lo haré con un hacha.

—¡Pero, Bernie!, los maniquíes no sangran.

Rieron ambos jocosamente.

—Y son realmente caros. No es un infierno para los actores, sino para el presupuesto.

—Probablemente los romanos se encontraban con el mismo problema. Me acordaré de esto.

Thornier los vio: a la productora y al Autor del Momento, allí en platea, cuando salió de la parte de atrás del escenario atravesándolo hacia el pasillo central. Se recostaban en sus butacas, y una nube de personal de producción y técnicos burbujeaban a su alrededor. Se estaba acercando el momento del primer pase.

La pequeña mujer saludó con la mano a Thorny cuando lo vio caminando lentamente a través de la multitud, luego se giró de nuevo hacia el autor.

—Bernie, sé buen chico y tráeme un trago, ¿eh? Lo necesito.

—Seguro. ¿Con alcohol o sin?

—Con. Un escocés en un vaso de papel, por favor. Hay un bar aquí al lado.

El autor asintió con un gesto que casi era una reverencia y se marchó a lo largo del pasillo. La mujer agarró al portero por la manga cuando este pasaba.

—¿Ya no saludas a los amigos, Thorny?

—Oh, hola, señorita Ferne —dijo cortésmente.

Ella se le acercó y murmuró:

—Llámame «señorita Ferne» de nuevo y te arañaré —las claras vocales habían desaparecido.

—De acuerdo, Jade, pero... —miró a su alrededor nerviosamente. Los técnicos se arremolinaban a su alrededor. Ian Feria, el otro productor, los contemplaba curiosamente desde los bastidores.

—¿Qué tal te ha ido, Thorny? Hace tiempo que no te veo —se quejó.

Hizo un gesto con el mango de la escoba y se alzó de hombros. Jade Ferne estudió su rostro un momento y arqueó las cejas.

—¿Por qué pones esa cara agónica, Thorny? ¿Estás enfadado conmigo?

Agitó la cabeza.

—Es esta obra, Jade... «El anarquista», bueno... —miró con expresión misérrima hacia el escenario.

La memoria volvió repentinamente a ella. Lanzó un compasivo suspiro.

—El intento de volver a ponerla en escena, hace diez años... tú ibas a ser Andreyev. Oh, Thorny, lo había olvidado.

—No te preocupes —lo dijo con una sonrisa de mártir cuidadosamente rebuscada.

Ella le dio una palmadita en el brazo.

—Te veré después del pase, Thorny. Beberemos un trago y hablaremos de los viejos tiempos.

Él miró a su alrededor de nuevo y negó con la cabeza.

—Ahora tienes otros amigos, Jade. No les gustaría.

—¿El equipo? ¡Tonterías! No son snobs.

—No, pero desean tu atención. Feria está tratando ahora mismo de que lo mires. No vale la pena hacerlos enfadar.

—De acuerdo, pero después del pase te veré en el almacén de maniquíes. Me escaparé un momento.

—Si lo deseas.

—Lo deseo, Thorny. Ha pasado mucho tiempo.

El autor regresó con el escocés y lanzó una mirada curiosamente hostil a Thornier.

—Bendito seas, Bernie —dijo ella, de nuevo con claras vocales, y después a Thornier—: Thorny, ¿me harías un favor? He estado tratando de ver a d’Uccia, pero está en alguna parte con un vendedor de electrodomésticos. Alguien tiene que ir a buscar un maniquí del depósito. Mandaron el envío, pero el camionero se olvidó de la caja de un maniquí. Lo necesitaremos para el pase. ¿Podrías...?

—Seguro, señorita Ferne. ¿Necesitaré una orden escrita?

—No, tan solo firma en el albarán de entrega. Y, Thorny, mira si ya han enviado ese repuesto para el Maestro. Ah, y una última cosa: el Maestro destruyó la grabación de Peltier. Tenemos un duplicado, pero deberíamos tener otra, por si acaso.

—Miraré a ver si tienen alguno en el almacén —murmuró, y se giró para irse.

D’Uccia estaba en el vestíbulo con el vendedor cuando él paso por su lado. El encargado del teatro lo vio y se estremeció complacido.

—... con ciertas características especiales, naturalmente —estaba diciendo el vendedor—. Este es un viejo edificio, y no fue diseñado para los sistemas de autolimpieza, como se construyen ahora. Pero estudiaremos la instalación adecuada para este lugar, señor d’Uccia. Queremos hacer bien nuestro trabajo, y una unidad standard no serviría.

—Sí, pero déme el precio, ¿eh?

—Le enviaré un presupuesto mañana. Mandaré a un técnico esta tarde para estudiar el lugar, y preparará la especificación.

—Pero, ¿qué hay de una demostración? ¿Qué tal si me enseñasen cómo funciona una máquina limpiadora?

El vendedor dudó, mirando al portero que esperaba cerca.

—Bueno, el robot de limpieza de suelos es tan solo una pequeña parte del servicio completo, pero... le diré lo que haremos. Le traeré un servicio completo esta tarde y le dejaré que vea como funciona.

—Estupendo. Es estupendo. Tráigalo, y ya hablaremos.

Se estrecharon las manos. Thornier esperaba con los brazos cruzados, inspeccionando altivamente un insecto que se arrastraba por entre la frondosidad de la planta de una maceta, esperando la oportunidad para pedirle a d’Uccia las llaves del camión. Notó la triunfal mirada del dueño del teatro, pero no demostró haber oído nada.

—Podemos ocuparnos de su problema, señor d’Uccia. Acabar con sus preocupaciones, y eso, según dicen, acabará también con las cuentas de su médico. ¡Sí, señor! Un hombre en su posición está siempre siendo molestado por la vulgar ineficiencia humana, la ineficiencia de los demás. Y nunca más tendrá que preocuparse de eso una vez que haya automatizado este edificio, ¡no, señor!

—Muchas gracias.

—Gracias a usted, señor d’Uccia. Nos veremos esta tarde.

El vendedor se fue.

—¿Bueno? —gruñó d’Uccia al portero.

—Las llaves del camión. La señorita Ferne quiere que recoja algo del depósito.

D’Uccia se las echó.

—¿Escuchaste lo que decía el hombre? Dejad el trabajo a las máquinas, ¿eh? Siempre estás pidiendo días libres. Bueno, pronto tendrás todos los días libres. ¿No te parece bien, ragazzo?

Thornier se dio la vuelta rápidamente para evitar mostrar un inicio de ira.

—Regresaré en una hora —murmuró, y se apresuró a hacer su recado, con su mandíbula apretada por el resentimiento. ¿Por qué esperar por dos humillantes semanas? ¿Por qué no irse simplemente? Que d’Uccia trabajase por sí mismo mientras le montaban el automático. De cualquier forma, jamás podría conseguir otro trabajo en el teatro, así que no importaba cual fuese la reacción de d’Uccia.

Me iré ahora mismo, pensó, e inmediatamente supo que no lo haría. Le era difícil explicárselo hasta a sí mismo, pero... cuando pensaba en el momento final en el que estaría libre para buscar un trabajo decente en el que ganarse la vida confortablemente, notaba la comezón de un miedo casi incomprensible.

Su trabajo como portero le daba únicamente el bastante dinero para vivir en una habitación de un cuarto piso en la que cocinaba sus propias frugales comidas y escribía las memorias de los viejos tiempos. Pero al menos le había mantenido cerca de los restos de algo a lo que amaba.

«Teatro», lo llamaban. No el teatro, como era para sus víctimas: la ama de casa que asistía a las funciones de tarde o el asombrado aldeano, sino simplemente «teatro». No era un lugar, no era un trabajo, no era el nombre de un arte. «Teatro» era una condición del corazón humano y del alma. Jade Ferne era teatro. También lo era Ian Feria. Y también lo era Mela, pobre muchacha, antes de venderse a Smithfield. Algunos lo sentían, otros no. En los viejos tiempos, los que no lo sentían pronto abandonaban. Pero los que lo sentían, aún seguían haciéndolo, aún después de que el teatro había sido devorado por el cambio tecnológico.

Y se mantenían cerca. Algunos de ellos, como Jade e Ian y Mela, adaptándose al cambio, aprovechándose de la prostitución del escenario, y criando úlceras y una conciencia culpable. No obstante, sentían el teatro, y porque lo sentían, él mismo, Thornier, también se mantenía cerca, fregando los suelos sobre los que caminaban, y sintiendo que aún formaba parte.

Y ahora abandonaba. Y ahora sentía que la antigua amargura bullía de nuevo en su interior. La amargura había sido crónica y pasiva, y ahora amenazaba en convertirse en activa y aguda.

¡Si tan solo pudiera darles una última representación!, pensó. Un último gran papel...

Pero este pensamiento llevaba a sus fantasiosos planes de venganza, los planes que a menudo se le ocurrían mientras vagaba por el vacío teatro. La venganza no servía para nada. Y sus planes eran tan solo alucinaciones. Lo cierto es que no iba a tener otra oportunidad.

Apretó las mandíbulas y condujo hasta el depósito de Smithfield.

El mozo del almacén había separado ya la caja del maniquí y estaba esperando a Thornier cuando este entró en la sala. Lo hicieron rodar sobre una carreta, y entre ambos lograron subir la caja de embalaje, del tamaño de un ataúd, al mostrador.

—No se la lleve aún al camión —murmuró el mozo sin sacarse de la boca la gruesa colilla de un cigarro—. No es un muñeco nuevo y tendrá que firmarme un impreso.

—¿Qué tipo de impreso?

—Uno responsabilizándose por cualquier falla de funcionamiento. Si el muñeco se estropea durante el espectáculo, no pueden reclamar a Smithfield. Es lo normal para los alquileres de muñecos usados.

—¿Por qué no envían uno nuevo?

—Yo no se fabrica este modelo. Si lo quieren, se llevan uno usado, y firman el documento.

—¿Y si no firmo?

—Sin firma no hay muñeco.

—Oh —pensó por un momento. Obviamente el empleado se creía que pertenecía al personal de producción. Su firma no significaría nada, pero se estaba haciendo tarde, y Jade tenía prisa. Como de cualquier forma el documento no sería válido, tendió la mano para coger el impreso.

—Espere —dijo el mozo—. Será mejor que mire lo que firma. —Tomó una palanqueta y la metió bajo el precinto metálico. Este se rompió son un chirriante chasquido—. Lo han reparado —continuó el mozo—. Le han inyectado fluido solenoide y hecho un buen trabajo con los cosméticos. En realidad no tiene nada malo. Algunos puntos gastados en el relleno, y le falta un dedo de un pie. Pero, de todas maneras, será mejor que lo mire.

Acabó de romper los precintos y encendió un control en la pared.

—No tenemos un Maestro completo aquí —dijo mientras bajaba un conmutador—, pero están los transmisores de control y algunas secuencias grabadas. Es bastante para probar un muñeco.

En alguna parte tras el panel zumbó un equipo poniéndose en marcha. El mozo ajustó varios controles mientras Thornier esperaba impaciente.

—Veamos... —murmuró el mozo—. Creo que lo mejor será empezar con la secuencia de Frankenstein.

Le dio a otro conmutador. De la caja parecida a un ataúd surgió débilmente un sonido ronroneante. Thornier miró nervioso. La tapa se agitó, y empezó a alzarse. Aparecieron del interior las manos de una mujer, empujando la tapa. El ronroneo incrementó su volumen. La tapa cayó a un lado sostenida por las bisagras metálicas.

La mujer se sentó y sonrió al portero.

Thornier se puso blanco.

—¡Mela! —silbó.

—¿No es aterrador? —rió el mozo—. Ahora la escena verde...

—No...

El mozo bajó otra palanca. La muñeca se alzó lentamente, castamente desnuda como un maniquí de escaparate. Sonriendo aún a Thorny, la muñeca se contoneó provocativamente.

—¡Basta! —gritó roncamente.

—¿Qué pasa, compañero?

Thorny escuchó como otra palanca chasqueaba. La muñeca se estiró elegantemente y bostezó. Se tendió de nuevo en su caja de embalaje, cerró los ojos y cruzó los brazos sobre sus senos. El ronroneo se detuvo.

—¿Qué es lo que le pasa? —interrogó el mozo, cerrando de nuevo la tapa de la caja—. ¿Se encuentra mal o algo así?

—La... conocí —gimió Ryan Thornier—. Trabajé... —se estremeció irritado y agarró la caja.

—Espere, le echaré una mano.

La furia despertó nuevos músculos. Subió la caja al muelle de embarque sin ayuda y la metió en la parte trasera del camión. Luego regresó para garabatear su nombre en los albaranes de entrega.

—Se enfada usted muy pronto —murmuró el mozo—. Será mejor que se lo tome con calma. Con calma.

Thorny estaba maldiciendo en voz baja mientras llevaba el camión al río del tráfico. Tal vez Jade pensaba que era divertido el enviarle a buscar la muñeca de Mela. Jade recordaba lo que había pasado entre ellos... si es que se preocupaba en pensar en ello. Thornier y Stone: una pareja que había mantenido la constante atención de los columnistas chismosos de otro tiempo. Rumores de un noviazgo, rumores de un casamiento en secreto, rumores de peleas y reconciliaciones, roturas y acuerdos, y algunos de los rumores eran casi verdad. Tal vez Jade pensase que era una buena broma el enviarle a buscar el maniquí.

Pero no, su ira se desvaneció mientras conducía a lo largo del paseo, no debía de haber pensado en ello. Probablemente trataba de no pensar ya en los viejos tiempos.

Una tristeza cayó sobre él, reemplazando a la ira. Aún le producía estremecimientos el recordar la horrible sensación sentida al verla sentarse como un cadáver vuelto a la vida para sonreírle. Mela... Mela...

Habían pasado ratos buenos y malos juntos. Papeles secundarios y guisantes en un piso con solo agua fría. Papeles estelares y filetes en el Sardi. Y... ¿amor? ¿Fue eso realmente? Pensaba en ello inquieto. Quizá hubiera sido una absorción hipnótica de cada uno por el otro, y la mutua intoxicación de su éxito, pero no tenía porque haber sido necesariamente amor. El amor era calmado, continuo y duradero, y uno pagaba por él con una vida de dedicación; y Mela no había querido pagar. Lo había abandonado. Había ido a Smithfield y comprado la seguridad con el sacrificio de sus principios. Le habían dado un nombre a lo que ella había hecho. «Roña» le llamaban.

Se estremeció. No era bueno pensar en aquello. Los tiempos morían a cada minuto que pasaba. Ahora pagaban ocho dólares con ochenta centavos para ver a la figura de Mela imitándola, usando el rostro de Mela, realizando los gestos de Mela, caminando con sus mismos pasos. Y la muñeca seguía joven, mientras que Mela había envejecido diez años, años en los que iba cobrando periódicamente las ganancias de sus muñecas y vivía confortablemente.

Grandes actores inmortalizados: ese había sido uno de los slogans de Smithfield. Pero habían dejado de producir a Mela Stone, le había dicho el mozo del almacén. Estaban sobrecargados de ese modelo.

La promesa de una relativa inmortalidad había sido un buen cebo. Los sindicatos de actores se habían resistido al autodrama, pues obviamente los actores secundarios y los menos conocidos no estarían en demanda. Haciendo docenas, y hasta centenares de copias del mismo actor principal, se podía tener talento de primera en cada papel, y el mismo actor-maniquí podía estar representando simultáneamente docenas de espectáculos en todo el país. Los sindicatos habían resistido, pero de cualquier forma Smithfield tan solo buscaba unos pocos, y el cebo era tentador. La promesa de fantásticas ganancias ya era bastante atractiva, pero adicionalmente existía la de la inmortalidad para el actor, a través de la duplicación de sus maniquíes. Los autores, artistas y dramaturgos habían sido capaces siempre de sobrevivir a los siglos, pero los actores tan solo eran recordados por los profesionales, y sus nombres impresos someramente en los anales de la escena. Shakespeare viviría otro millar de años, pero ¿quién recordaba al Dick Burbage que actuaba en los estrenos del bardo? Carne y hueso, corazón y cerebro, esos eran los medios del actor, y su arte no podía sobrevivirle.

Thorny conocía esa ambición de pervivencia, y ya no podía odiar a los que se habían pasado al otro lado. En cuanto a él, la industria del autodrama le había hecho una proposición tentativa, y él se había resistido; en parte porque estaba bastante seguro de que la oferta habría sido retirada durante las pruebas. Algunos actores no eran «cibergénicos»: no podían ser esculpidos adecuadamente en análogos robótico-electrónicos. Esos eran aquellos cuyo arte era interior, que tenían que vivir en lugar de representar sus papeles. Ningún análogo poligráfico podía duplicar sus talentos, y Thornier sabía que era uno de esos. Le había resultado fácil resistir.

En la esquina de la Calle Ocho recordó el duplicado de la grabación y la toma de recambio para el Maestro. Pero si regresaba ahora, retendría el pase, y Jade se enfurecería. Mentalmente se pateó a sí mismo, y siguió hasta la entrada al escenario del teatro. Allí dejó el maniquí embalado con el equipo escénico y regresó al depósito sin ver a la productora.

—Hey, muchacho —le dijo el mozo—, su jefe ha telefoneado. Parecía bastante enfadado.

—¿Quién... d’Uccia?

—No... bueno, sí. D’Uccia también. Pero no estaba enfadado, tan solo tenía un ataque, me refiero a la señorita Ferne.

—Oh... ¿dónde está su teléfono?

—Allí. La señora estaba casi histérica.

Thorny tragó saliva y se dirigió al teléfono. Jade Ferne era una buena amiga, y si su descuido le había estropeado su producción...

—Tengo la pieza y la grabación dispuestas —le dijo el mozo—. Me las pidió ella por teléfono. Muchacho, desde luego que tienes un mal día hoy.

Thorny enrojeció y marcó nervioso.

—¡Gracias a Dios! —graznó ella—. Thorny, hemos hecho el pase con Andreyev convertido en un zombie. El Maestro destrozó el duplicado de la grabación de Peltier, y estamos pasando sin un análogo de actor en el papel estelar. ¡Niño, te asesinaría!

—Lo siento, Jade. Creo que metí la pata.

—¡No te preocupes! Solo que trae la nueva toma para Thomas. Y la grabación de Peltier. Y no tengas un accidente. Son las dos y esta noche es el estreno, aún nos falla el actor principal. No queda tiempo para que nos llegue nada, ni por avión, de Smithfield.

—En cierta manera, nada ha cambiado, ¿no, Jade? —gruñó, pensando en la eterna histeria de entre bastidores que duraba hasta que se apagaban las luces y en alguna forma la belleza, la calma y el orden emergían milagrosamente de entre el caos prevaleciente.

—¡No filosofes, simplemente ven aquí! —cortó ella, colgando.

El mozo tenía las cajas preparadas cuando salió.

—Mire, amigo, lo mejor será que tenga buen cuidado con esa grabación de Peltier —le aconsejó—. Es la última que queda. He pedido más, pero no llegarán hasta dentro de un par de días.

Thornier contempló pensativo el paquete.

—¿El último Peltier?

El plan, recordó el plan. Esto lo facilitaría. Naturalmente, el plan era tan solo una fantasía, un sueño vengativo. No podía llevarlo a cabo. El destrozar el espectáculo sería dar una puñalada a Jade...

Oyó su propia voz, como la de un extraño, diciendo:

—La señorita Ferne también me dijo que recogiese una grabación de Wilson Granger, y un par de trozos sueltos de cinta adhesiva.

El mozo pareció sorprendido.

—¿Granger? ¿Está en «El anarquista»?

Thornier negó con la cabeza.

—No... supongo que lo quiere para un pase de prueba. Tal vez sea la próxima obra.

El mozo se alzó de hombros y fue a buscar la grabación y los trozos. Thornier se quedó abriendo y cerando los puños. Naturalmente, no iba a llevarlo a cabo, tan solo era una estúpida fantasía.

—Tendré que hacerle un albarán aparte para esto —dijo el mozo, regresando.

Firmó como entre nubes los albaranes de entrega, y luego se dirigió al camión. Lo condujo a tres manzanas de distancia del depósito, y luego aparcó en una zona de carga. Abrió cuidadosamente las cajas de las cintas con un cuchillo, procurando no estropear las solapas engomadas para poder cerrarlas de nuevo. Sacó los dos rollos de cinta perforada de sus pequeñas cajas metálicas, despegando cuidadosamente las cintas adhesivas con sus nombres y pegándolas al tablero del camión. Desenrrolló medio metro de la grabación de Peltier; no estaba perforada sino que llevaba impresa los códigos de identificación y los datos de fabricación. Afortunadamente, no era una grabación nueva; ya había sido usada antes, y podía ver las señales de desgaste; el que hubiera un corte reparado no levantaría sospechas.

Cortó la lengüeta identificadora con el cuchillo, y la puso a un lado. Luego hizo lo mismo con la grabación de Granger.

Granger era gordo, jovial, viejo. Su maniquí representaba papeles secundarios cómicos.

Peltier era joven, delgado y sombrío: el villano intelectual, el fanático decidido. Una buena elección para el papel de Andreyev.

Las manos de Thornier parecieron moverse por voluntad propia, ejecutando tareas largamente programadas. Cortó las grabaciones. Sacó uno de los sobres de cinta adhesiva y movió la tira que iniciaba la reacción química. Contó quince segundos en su reloj, y luego abrió el sobre e introdujo en su interior los trozos cortados de la grabación de Granger y la lengüeta identificadora de Peltier, juntándolas cuidadosamente hasta que no quedó ningún espacio entre ellas, y luego volvió a cerrar de nuevo el sobre. Cuando dejó de humear, lo abrió para inspeccionar la unión. Era una soldadura perfecta, casi invisible en la brillante cinta de plástico. El análogo de Granger etiquetado como si fuera Peltier. Y el cuerpo del maniquí era el de Peltier. La volvió a meter en la caja y la selló con su cinta.

Metió la grabación de Peltier y la etiqueta de Granger y la copia del albarán de entrega extra en la otra caja. Entonces puso en marcha el camión y lo llevó por entre el denso tráfico como un jockey de carreras, esperando que el radar antichoques lo protegiese. Mientras cruzaba el puente, lanzó la grabación de Peltier al río. Y entonces ya no hubo posible retirada de lo que había hecho.

Jade y Feria estaban sentados en platea, contemplando el acto final del pase con un Andreyev embotado. Cuando Thorny llegó a su lado, Jade se secó un imaginario sudor de la frente.

—¡Gracias a Dios que has vuelto! —susurró mientras él mostraba los paquetes olvidados—. Métete entre bastidores y llévaselos a Rick en la cabina, por favor. ¡Thorny, estoy como loca!

—Lo lamento, señorita Ferne —temiendo que su nerviosismo culpable colgase en derredor suyo como una capa hecha jirones, se metió rápidamente tras el escenario y le entregó las cajas a Thomas en la cabina. El técnico cuidaba al Maestro mientras se desarrollaba la obra, y saludó a Thornier solo con un gesto de la cabeza y otro de la mano.

Thorny se retiró a los nebulosos viejos corredores y camerinos en desuso, ahora repletos de basura y restos de otros días. Tenía que recuperarse, dejar de estremecerse interiormente. Caminó a solas por las desiertas secciones del edificio, abriendo viejas puertas para atisbar en oscuros cubículos en los que grandes estrellas se habían preparado en otros días, otras noches. Ahora, estaban repletos de baúles y espejos rotos, y lonas y maniquíes descartados. Aún permanecían débiles olores: aromas de nerviosismo, sudor, maquillaje, un casi inapreciable perfume que había empapado las paredes. Humedad y polvo... el aroma del tiempo. Sus pisadas sonaban huecas por las habitaciones vacías, mientras sonidos apagados de la representación le llegaban débilmente a través de las paredes: las histéricas súplicas de Marka, la seca risa de Piotr, las botas marcando el paso de los guardias revolucionarios, un estallido de música hacia el final de la escena.

Se volvió abruptamente y comenzó a caminar de regreso hacia el escenario. No serviría de nada el ocultarse de aquella manera. Tenía que comportarse con normalidad, debía hacer lo habitual. La cinta falsificada de Peltier no produciría su efecto disruptivo hasta después del primer pase, cuando Thomas la alimentase al Maestro, volviese a disponer la máquina, y se preparase a iniciar la segunda prueba. Hasta entonces, debía permanecer siendo el mismo de siempre, y luego...

Luego, las cosas tendrían que ir como las había planeado. Luego, Jade tendría que venir a él como él creía. Si no era así, se había equivocado, había llevado a cabo su destrucción sin obtener ningún resultado.

Atravesó la sala de máquinas en la que los convertidores zumbaban suavemente, suministrando energía al escenario. Se quedó junto a la entrada, contemplando los inicios de la escena tercera del tercer acto. Andreyev, el muñeco de Peltier, estaba solo, paseando hoscamente arriba y abajo por su apartamento, mientras el débil sonido de una multitud callejera y el distante tableteo de fuego de ametralladora surgía del sistema de efectos sonoros controlado por el Maestro. Tras un momento de contemplar, vio que los movimientos de Andreyev no eran hoscos, sino simplemente metódicos y sin vida. El maniquí sin cinta, realizando los movimientos requeridos, cual un robot, no daba ni significado ni poder interpretativo. Oyó una breve carcajada de alguien situado en la fila de producción, y después de contemplar la actuación, parecida a la de un zombie, de Andreyev en una escena muy emotiva, también él mismo tuvo que sonreír.

De pronto, el paseante maniquí miró hacia él con rostro inmutable. Alzó ambos puños hacia su rostro.

—Socorro —dijo, con un monótono tono conversacional—. Iván, ¿dónde estás? ¿Dónde? Seguro que habrán venido; tienen que venir —hablaba suavemente, sin inflexiones. Se llevó los puños tranquilamente hacia las sienes, y paseó de nuevo, tranquilamente.

A algunos pasos de distancia, dos maniquíes que habían estado helados entre bastidores, se pusieron repentinamente en movimiento. Tan fantasmalmente calmosos como maniquíes de escaparate, se galvanizaron repentinamente ante un impulso de señal enviado por el Maestro. Sus músculos: sacos de plástico repletos de un polvo magnético en suspensión en aceite, y envueltos con elásticas espiras de cable, como solenoides flexibles, se apretaron y tensaron bajo la piel de espuma de plástico, trabajando espasmódicamente a los ritmos pulsantes de las órdenes policromáticas en UHF del Maestro. Expresiones de miedo y urgencia saltaron a sus rostros. Se acurrucaron, se pusieron en tensión, miraron a su alrededor, y luego entraron violentamente en escena, jadeando locamente.

—¡Camarada, ella ha venido, ha venido! —gritó uno de ellos—. ¡Ha venido con él, con Boris!

—¿Cómo? ¿Lo tiene prisionero? —fue la casual respuesta.

—No, no, camarada. Nos han traicionado. Está con él. Es una traidora, se ha vendido a él.

No había sentimiento en las respuestas no interpretadas de Andreyev, ni siquiera cuando atravesó de un balazo el corazón del portador de las malas noticias.

Thornier se fue sintiendo fascinado al contemplar como progresaba la escena. Los maniquíes se movían grácilmente, con movimientos sinuosos y más suavemente fluidos que los humanos, pareciendo no tener huesos. La relación de fuerza muscular con respecto a la masa de sus miembros estaba cuidadosamente elegida para proporcionar la fluidez de la danza a cada uno de sus movimientos. Los muñecos, que no eran cliqueteantes robots mecánicos ni trastabillantes títeres, llevaban a cabo combinaciones de movimiento y expresión que pronto hubieran fatigado a un actor humano, y el Maestro coordinaba las actuaciones en la escena de una forma que sería imposible para un grupo de humanos donde cada uno fuera un individuo que pensase independientemente.

Era como siempre. Primero, miraba con un estremecimiento a la máquina moviéndose como si fuese carne y hueso, al mecanismo sentado en el trono del arte. Pero, gradualmente, pasaba el escalofrío. Y la obra lo arrebataba, y los actores ya no eran máquinas. Vivía el papel de Andreyev, y susurraba sus frases, y sabía las de los demás: Mela y Peltier, Sam Dion y Peter Repplewaite. Se ponía en tensión con ellos, apretaba los dientes anticipando los pasajes difíciles, maldecía en voz baja ante el inexpresivo Andreyev, y se olvidaba de escuchar el débil chisporroteo producido por los pies de los maniquíes al pisar el suelo surcado con líneas de cobre, captando energía ocasionalmente para mantener sus baterías a plena carga.

Así, en trance, apenas si se dio cuenta del zumbido y los ruidos que se oían tras de él, haciéndose cada vez más fuertes. Oyó un susurro de voces cerca, pero solo frunció el entrecejo ante la distracción, manteniendo su atención fija en las tablas.

Entonces, un delgado chorro de agua le mojó los tobillos. Algo estropajoso y esponjoso le golpeó los pies. Se dio la vuelta. Una brillante araña de metal, de noventa centímetros de alto, se acercaba a él lentamente sobre seis patas, con dos brazos extendidos hacia adelante. Cliqueteaba hacia él a través del suelo, lanzando un delgado chorrito de líquido que pronto sorbía con una proboscis parecida a una esponja. Con una de las garras, levantó una lata situada cerca de su pierna, roció bajo ella, fregó, y volvió a dejar la lata en su sitio.

Thornier se descongeló con un aullido, saltó sobre la cosa, y perdió el equilibrio al golpear de nuevo el suelo húmedo y enjabonado. Resbaló y cayó. La araña barrió el suelo hasta el borde del escenario, luego cambió de dirección y se dirigió hacia él.

Gruñendo, se incorporó poniéndose de gatas. D’Uccia se echó a reír. Alzo la vista. El gordo empresario y el vendedor de servomecanismos estaban junto a él. El vendedor sonreía y D’Uccia se ahogaba con la risa.

—¡Ese es mi chico, ese es mi chico! Siempre mirando el espectáculo, y luego diciéndome que no quiere barrer, que quiere que le de un día libre. Desde luego, ese es mi chico —D’Uccia se inclinó para dar unas palmaditas al chasis de la araña metálica—. Hey, ragazzo —le dijo a Thornier—, quiero que conozcas a mi nuevo boy. Este no mirará el espectáculo como tú.

Se puso en pie, pálido como un muerto y murmurando. D’Uccia se fijó mejor en su rostro, y su sonrisa murió. Dio un paso hacia atrás. Thornier le lanzó una corta mirada asesina, y luego se dio la vuelta para marcharse. Casi chocó con el maniquí de Mela Stone, se recuperó, y comenzó a pasar por detrás del mismo.

Y luego se quedó helado.

El maniquí de Mela Stone estaba en las tablas en la escena final. Y este parecía mayor, un poco ajado. Tomó una expresión de asombrada sorpresa mientras lo miraba de arriba a abajo. Una mano voló a su boca.

—¡Thorny...! —un susurro asustado.

—¡Mela! —a pesar de la obra, lo gritó, abriéndole los brazos—. ¡Mela, qué maravilloso!

Y entonces, se dio cuenta de que ella se echaba hacia atrás al ver su sucio mono. Y que no se alegraba de verle.

—Thorny, qué encantador —logró murmurar, extendiendo torpemente la mano. La mano que brillaba con las joyas.

La estrechó durante un vacío segundo, la miró, y luego se alejó apresuradamente, mientras el estómago se le hacía nudos. Ahora, podía seguir hasta el final. Ahora, podía llevar a cabo lo que había pensado, y hasta disfrutaría realizando su plan contra todos ellos.

Mela había venido la noche inaugural a ver su muñeca en «El Anarquista», como si ella misma lo fuera a representar. Ya me las arreglaré, pensó él, para que no sea un espectáculo aburrido.

—¡No, no, nooo! —fue la monótona protesta del inexpresivo Andreyev, en la penúltima escena. El ladrido de la pistola de Marka hizo que el maniquí de Peltier se derrumbara sobre las tablas; y, exceptuando un breve desenlace triunfal, la obra estaba terminada.

Al sonido del disparo, Thornier hizo una pausa para sonreír entre dientes por encima de su hombro, con los ojos ardiendo en su rostro de halcón. Luego, desapareció entre bastidores.

Ella los abandonó tan pronto como pudo, y vagó tras el escenario hasta que lo encontró en el almacén del atrezzo. Solo, estaba removiendo el contenido de un viejo baúl, y murmurando nostálgicamente para sí mismo. Ella sonrió, y cerró la puerta con un golpe. Sorprendido, él dejó caer un viejo sombrero de copa plegable y una caja de cartuchos de salva al interior del baúl. Su mano fue rápidamente a su bolsillo mientras se erguía.

—¡Jade! No esperaba...

—¿Qué viniese? —se dejó caer en una polvorienta y vieja tumbona, con un suspiro de cansancio, abanicándose con un programa y cerrando los ojos. Se quitó los zapatos con los pies, y murmuró—: Es un grupo irritante. ¡Los odio!

Puso la cara como de quien va a vomitar, y se relajó hasta parecer una niñita. Una niñita que había formado compañía con Thornier y todos los demás: la actriz Jade Ferne, que había mendigado pequeños papeles y perseguido a los agentes consiguiendo sus papeles a través de innumerables ensayos, estremeciéndose de pánico antes de que se alzase el telón, como todos los demás. Ahora, era una descocada mujercita con ojos experimentados, mechones grises en las sienes y duros pliegues alrededor de la boca. Mientras dejaba que el disfraz de ejecutivo fuese desapareciendo, la experiencia y las duras arrugas se fueron transformando en cansancio.

—Tengo quince minutos para recuperar mi cordura, Thorny —murmuró, contemplando su reloj como para contar el paso del tiempo.

Él se sentó en el sofá y trató de relajarse. No parecía haberse dado cuenta de su inquietud, o quizá estuviera demasiado cansada para darse cuenta del significado de la misma. Si lo averiguaba, haría que lo despellejasen y lo echasen a patadas del edificio, y quizá hasta llamase a la policía. Era pequeñita, pero también lo eran las granadas incendiarias. Lo que estoy haciendo no te hará daño, Jade, pensó; causará una buena salpicadura, y no te gustará, pero no te hará daño, y ni siquiera estropeará el espectáculo.

Lo estaba haciendo por el espectáculo, por el espectáculo del viejo estilo, del estilo que ambos habían conocido y amado. Y, en este sentido, se dijo a sí mismo, lo estaba haciendo tanto por ella como por él mismo.

—¿Qué tal ha sido el ensayo, Jade? —preguntó, con aire casual—. Quiero decir, exceptuando a Andreyev.

—Soberbio, realmente soberbio —dijo ella mecánicamente.

—Quiero decir de verdad.

Ella abrió los ojos e hizo una mueca de asco.

—Como siempre, Thorny, como siempre. Nauseabundo, representado con excesiva grandilocuencia, perfectamente dirigido a un público que masca goma y come palomitas. Un público que quiere una interpretación grandilocuente para no tener que pensar en lo que está pasando. Un público que no quiere poner nada de su parte para darle sentido o significado. Que quiere que le den en la cabeza con el significado, para no tener que poner nada de su parte. Ya me repugna esto.

Él pareció brevemente sorprendido.

—Así es —murmuró hoscamente.

Ella clavó los talones de sus pies en el borde de la tumbona, se abrazó los tobillos, descansó la barbilla en las rodillas, y le hizo un guiño.

—¿Me odias por intervenir en esta cosa, Thorny?

Él pensó en ello durante un momento, y negó con la cabeza.

—A veces desprecio todo esto, pero no te echo a ti las culpas porque exista.

—Eso está bien. A veces, me gustaría cambiar de lugar contigo. A veces preferiría ser la fregona y barrer los suelos de D’Uccia en lugar de lo que estoy haciendo.

—Ya no —dijo amargamente—. Los parientes del Maestro se van a ocupar también de eso.

—Ya sé. Me lo han contado. Gracias a Dios, te has quedado sin empleo. Ahora, quizá llegues a alguna parte.

Él agitó la cabeza.

—No sé adonde. No puedo hacer otra cosa más que actuar.

—Tonterías. Te podría conseguir un empleo mañana mismo.

—¿Dónde?

—Con Smithfield. En promoción de ventas. Están contratando a bastantes viejos actores en ese departamento.

—No —lo dijo seca y fríamente.

—No tan rápido. Es algo nuevo. La compañía está en expansión.

—Ja.

—Autodrama para el hogar. Un escenario de metro y medio en cada sala de estar. Con maniquíes miniatura de quince centímetros de alto. Un servicio de Maestro centralizado. Grandes obras transmitidas al hogar de uno por cable. Solo tienes que telefonear a Smithfield y hacer la petición. ¿Qué te parece?

La miró gélidamente.

—Es lo mejor que ha ocurrido en el campo del espectáculo desde la aparición de Sarah Bernhardt —dijo átonamente.

—¡Thorny! ¡No te ensañes conmigo!

—Lo lamento. Pero ¿qué es lo que hay de nuevo en eso? El autodrama invadió la TV hace muchos años.

—Ya lo sé, pero esto es diferente. Es verdadero teatro en miniatura. A los chicos les vuelve locos. Pero se necesitará una buena promoción para hacer que triunfe.

—Lo lamento, pero ya sabes cómo soy.

Ella se alzó de hombros y suspiró cansinamente.

—Eres un purista. La úlcera de cualquier director. No puedes interpretar un papel sin vivirlo, y no sabes vivirlo si no crees en él. Así que sigue adelante, y muérete de hambre —hablaba irritada, pero él sabía que había una oculta admiración tras sus palabras.

—Ya me las arreglaré —gruñó él, añadiendo para sí mismo: tras la interpretación de esta noche.

—¿No hay nada que pueda hacer por ti?

—Seguro. Contratarme. Podría hacer de sustituto para los maniquíes que se estropeasen.

Ella le lanzó una dura mirada, y dudó.

—¿Sabes? ¡Creo que serías capaz de hacerlo!

Él se alzó de hombros.

—¿Por qué no?

Ella miró pensativa a una hilera de cajas de embalaje, y agitó su oscura cabellera.

—¡Hum! Menudo espectáculo sería eso: un actor humano, de incógnito, actuando en un autodrama.

—Es algo que ya se ha hecho.

—Sí, pero el auditorio sabía lo que pasaba, y eso siempre estropea el espectáculo. Crea contrastes que no existen, o que de lo contrario no serían advertidos. Hace que los muñecos parezcan serpenteantes, pajariles, demasiado rápidos y saltarines. Sin que haya humanos en las tablas para contrastar, los muñecos parecen simplemente gráciles y etéreos.

—Pero si el auditorio no lo supiese...

Jade estaba sonriendo débilmente.

—Me pregunto —musitó—, me pregunto si no se lo imaginarían. Naturalmente, se darían cuenta de que había una diferencia... en un maniquí.

—Pero pensarían que se trataba de la interpretación del Maestro de ese personaje.

—Quizá... si el actor humano tenía cuidado.

Él cloqueó amargamente.

—Si engañaba a los críticos...

—Algún estúpido diría que había sido «una interpretación abisalmente irreal» o «demasiado obviamente mecánica» —miró a su reloj, se estremeció, se estiró cansadamente, y se volvió a poner los zapatos—. De todas maneras, no hay razón para hacerlo, ya que el Maestro es realmente capaz de dar una representación mejor que la humana.

Su afirmación hizo que el antiguo actor lanzase un jadeo agónico. Lo miró, y se echó a reír.

—No te escandalices, Thorny, he dicho que es «capaz de» y no que «acostumbra a». El autodrama entretiene a los auditorios al nivel que desean ser entretenidos.

—Pero...

—Tal y como —añadió firmemente— siempre ha hecho el negocio de los espectáculos.

—Pero...

—Oh, Thorny, no sigas desorbitando los ojos. No pretendo blasfemar —se arregló el cabello, y comenzó a enfundarse con su disfraz de ejecutivo mientras se preparaba a regresar con los suyos—. Lo único malo que tiene el autodrama es que ha sido reducido al nivel de los retrasados mentales... Pero los espectáculos siempre han estado a ese nivel, y probablemente siempre lo estarán, aunque eso nos produzca dolor —sonrió, y le dio unas palmadas en la mejilla—. Lamento haberte escandalizado. Au revoir, Thorny, y suerte.

Cuando se hubo ido, él quedó sentado jugueteando con los cartuchos de su bolsillo y mirando a la nada. ¿Acaso ninguno de ellos tenía sensibilidad? También Jade había vendido sus principios. Y siempre había creído de ella que únicamente había llegado a un compromiso con la necesidad, en contra de sus verdaderos deseos. La idea de que pudiese creer realmente en que el autodrama era capaz de proporcionar un espectáculo mejor que el de los seres humanos...

Pero no lo creía. Naturalmente, necesitaba racionalizarlo, excusar lo que estaba haciendo...

Suspiró, y fue a cerrar la puerta, y luego a recuperar el viejo libreto de «El Anarquista» del baúl. Le temblaban un poco las manos. Había plantado el inicio de una idea en la mente de Jade; ¿lo recordaría luego? ¿O no habría ido demasiado lejos, y entraría en sospechas?

Apartó las ideas de su mente. No podía permitirse el sentir aprensión. Cuando Rick hiciese sonar la campana para el segundo ensayo, tendría que entrar en escena, y para entonces debería estar vestido y maquillado. Era una pena que no fuese un actor adaptable, una pena que no pudiese cambiar de papel con la facilidad con que Jade había sido capaz, pero para el purista era necesaria una gran preparación interna. No podía llevar a cabo un papel sin antes cambiar él mismo y dejar que su convencimiento surgiese a la superficie, reflejando su estado interno.

Notas de Mussorgsky se filtraron por las paredes. Cerró los ojos para escuchar y sentir. Era música para un imperio. Música al mismo tiempo brutal y mayestática. Era el momento de la revolución, de la venganza, del derrocamiento. Dos momentos sobrepuestos. Era el momento de la noche del estreno, con Ryan Thornier, hace diez años, interpretando el papel estelar.

Cayó en una especie de trance mientras escuchaba y seguía el pulso de su psique y recordaba. Apenas si se dio cuenta cuando la música se detuvo, y las primeras frases de la obra atravesaron las paredes.

—¡Alto! ¡Alto! —un grito preocupado. De Feria.

Ya había empezado.

Thornier inhaló profundamente y pareció despertar. Cuando abrió los ojos y se puso en pie, el barrendero había desaparecido. Su papel de fregasuelos había sido una pesadilla, y nada más.

Y Ryan Thornier, estrella de «Walkaway», favorito de los críticos, ante el que se abría un brillante futuro, salió del almacén con un paso extrañamente ligero. Aún llevaba una escoba, todavía usaba un sucio mono, pero ahora lo hacía como si se tratase de un baile de disfraces.

El maniquí de Peltier yacía derrengado sobre las tablas, en una postura grotesca. Ryan Thornier lo contempló calmosamente entre bastidores y escuchó con atención el charloteo de la tramoya y los técnicos que corrían a su alrededor:

—No sé. Aún no se puede decir nada. Entró tambaleándose y diciendo cosas sin sentido... como si estuviera borracho. Trató de agarrarse a una mesa, y luego cayó de bruces...

—Actuó como si llevase una grabación equivocada, pero Rick la había comprobado. Se trata verdaderamente de la cinta de Peltier.

—No puedo comprenderlo. La señorita Feme tiene un ataque de nervios.

Thornier hizo una pausa para contemplar a su auditorio. Jade, Ian y su equipo se agitaban en el foso de la orquesta. El escenario estaba vacío, exceptuando al derrengado maniquí. A su alrededor se oían conversaciones frenéticas. Su entrada no sería vista. Caminó lentamente sobre las tablas y se detuvo junto al caído muñeco con las manos en los bolsillos y el rostro alargado por una sombría expresión. Al cabo de un momento, empujó al muñeco con el pie, hizo una pausa, y lo empujó de nuevo. Una débil risa llegó de la orquesta. Con el rabillo del ojo contempló la rápida mirada de Jade hacia el escenario. Se interrumpió en medio de una frase que estaba pronunciando.

Seguro ya de que lo miraba, hizo ver que se dirigía a un imaginario amigo que se hallase entre bastidores. Miró hacia su amigo, alzó interrogativamente las cejas. Aparentemente, el amigo le hizo un signo afirmativo. Miró a su alrededor suspicazmente, y luego se arrodilló junto al caído muñeco. Le tomó el pulso, y asintió ansiosamente hacia el amigo de entre bastidores. Otra risa llegó de la orquesta. Alzó la cabeza del muñeco, le olió el aliento, hizo una mueca. Luego, cuidadosamente, le dio la vuelta.

Metió la mano muy dentro del bolsillo del maniquí, habiendo tomado antes su propio reloj de bolsillo. Hizo una pausa, y sonrió a su cómplice de entre bastidores, asintiendo ansiosamente. Alzó el reloj, y lo mantuvo por la cadena para obtener la aprobación de su cómplice.

Un suave estallido de carcajadas surgió del personal de producción. Las risas asustaron al ladrón. Lanzó una mirada aprensiva alrededor de la escena, devolvió rápidamente el reloj al caído muñeco, y le tomó de nuevo el pulso. Intercambió una rápida mirada con su aliado, susurró: «¡Ajá!», y sonrió misteriosamente. Luego, ayudó al muñeco a ponerse en pie y se marchó trastabillando con él: un amigo llevando a un borracho a casa. A punto de salir del escenario, se detuvo para marcar su salida con una suspicaz mirada hacia atrás que decía que lo estaba llevando a un oscuro callejón en donde pudiera robarle tranquilamente.

Jade estaba mirándolo con la boca abierta.

Tres técnicos lo habían estado contemplando entre bastidores, y sonrieron de buena gana y le dieron palmadas en los hombros mientras pasaba, suministrándole el auditorio para el que imaginariamente había estado actuando.

De la gente de Jade, allá en el pozo de la orquesta, surgió un caluroso aplauso y, mientras Thornie se llevaba el muñeco al almacén, canturreaba en voz baja, para sí mismo.

A las seis menos cinco, Rick Thomas y un hombre del almacén de Smithfield bajaron del cuartito, y Jade se adelantó por entre el grupo para interrogarles con los ojos.

—La grabación —dijo Rick— es defectuosa.

—¡Pero es demasiado tarde para conseguir otra! —gimió ella.

—Pues, de todas maneras, sigue siendo la grabación.

—¿Cómo lo sabe?

—Bueno, el problema tiene que estar en uno de tres lugares: el muñeco, la grabación o la unidad analógica, en la que se alimentan los datos de las grabaciones. Limpiamos la unidad y la comprobamos con otro actor. Funcionó perfectamente, y el muñeco funciona también en una prueba sin interpretación. Así que, por eliminación, tiene que ser la grabación.

Ella lanzó un gruñido y se derrumbó en un asiento, cubriéndose el rostro con las manos.

—¿No hay ninguna forma en que conseguir otra grabación? —preguntó Rick.

—Hemos llamado a todos los almacenes situados en un radio de mil kilómetros. Tendrían que grabar una nueva a partir de la cinta maestra. Llevaría demasiado tiempo.

—¡Entonces, suspenderemos el espectáculo! —dijo resignadamente Ian Feria, alzando disgustado las manos—. Devolveremos el importe de las entradas, y estrenaremos mañana.

—¡Un momento! —estalló Jade, mirando repentinamente hacia arriba—. D’Uccia... se han agotado las localidades, ¿no?

—Ajá —gruñó irritado D’Uccia—. Lleno completo. ¿Qué es lo que les pasa a ustedes? ¿No pueden arreglar al Maestro? ¿Qué pasa? ¿Vamos a perder el dinero?

—Oh, cállese. Atrase el estreno hasta las nueve, ofrezca devolver el dinero a los que no quieran esperar. Ian, sigue con el trabajo. Prepara las cosas para esta noche —hablaba con cansada determinación, mirando a los que la rodeaban—. Quizá aún haya un mínima posibilidad. Sigan trabajando. Yo voy a intentar algo.

Dio la vuelva, y comenzó a marcharse.

—¡Hey! —la llamó Feria.

—Ya os explicaré más tarde —murmuró ella por encima del hombro.

Halló a Thornier reemplazando bombillas fundidas en las lámparas de las paredes. Le sonrió, mientras volvía a colocar las abrazaderas de un panel de cristal ámbar.

—¿Me necesita para algo, señorita Ferne? —preguntó con aire placentero desde lo alto de la escalera.

—Quizá sí —dijo ella tensamente—. ¿Hablabas en serio cuando me hacías esa oferta acerca de reemplazar a maniquíes estropeados?

Una bombilla estalló a los pies de ella tras haber caído de su mano. Bajó lentamente, mirándola con ojos muy abiertos.

—¡No lo dirás en serio!

—¿Crees que podrías intentar interpretar a Andreyev?

Él lanzó una rápida mirada hacia el escenario, se humedeció los labios, y la miró como atontado.

—Bueno... ¿puedes?

—Han pasado diez años, Jade... Yo...

—Puedes leerte el libreto. Y podrías usar un radio receptor en el interior del oído para que Rick te pudiera dar instrucciones desde la cabina.

Hizo su oferta seca y profesionalmente, y Thorny no pudo menos que sonreír para sí mismo. Era muy propio del teatro: el pedir tranquilamente algo totalmente imposible, viendo si se lograba, y lográndolo.

—Los espectadores... esperan ver a Peltier.

—En este momento lo único que te pido es que lleves a cabo un ensayo, Thorny. Después, ya veremos. Pero recuerda que es nuestra única posibilidad de estrenar esta noche.

—Andreyev —jadeó él—. El papel principal.

—Por favor, Thorny, ¿quieres intentarlo?

Miró alrededor, por el teatro, y asintió lentamente.

—Iré a estudiar mi papel —dijo en voz baja, inclinando la cabeza con lo que esperaba que fuera la adecuada expresión de humilde valentía.

Tengo que hacerlo muy bien, tengo que hacerlo maravillosamente. Es la última oportunidad. El último gran papel...

Luces deslumbrantes, un débil susurro en su oído, y el frío pánico de la primera entrada en escena. Llegó, y pasó rápidamente. Luego, el escenario fue una habitación cerrada, y el auditorio, de técnicos y personal de producción, fue únicamente una cuarta pared, situada en algún lugar detrás de los focos. Él era Andreyev, comisario de policía, jerifalte del partido, leal servidor del régimen, que ahora se estremecía ante la tormenta revolucionaria de los años ochenta. El último bolchevique, ya no rebelde, ya no radical, sino ahora muy leal, conservador, defensor del statu quo, campeón de las clases dominantes marxistas. Ya no tenía consciencia de una existencia aparte de la de su papel, vivía su papel. Y los otros, la gente con la que lo vivía, la gente cuyas pisadas producían débiles chispas mientras atravesaban el escenario, actuaba y reaccionaba con y contra ellos como si también ellos compartiesen aquella vida y, mientras se desarrollaba la obra, olvidó por un instante su falta de vida.

Atrapado por la magia, envuelto por el esquema de lo inevitable, arrastrado por la marea del drama, sintió una vez más la sensación de pertenecer, de ser una parte en un todo, un todo conocido y predecible que se movía con tal seguridad de la escena primera a la caída final del telón como va un hombre de la matriz a la tumba. Y era como si no hubieran años perdidos, ni lapsos o sensación de fracaso entre los ensayos de hacía tantos años y aquella realización de la noche del estreno. Solo cuando al final equivocó una frase y la corrección de Rick sonó como un susurro en su oído, se rompió brevemente el hechizo tejido a su alrededor, y se halló de repente inexplicablemente aterrorizado, aterrorizado por el repentino volver a darse cuenta de que todo lo que le rodeaba era la Máquina, y aterrorizado también por haberse olvidado de ello. Había estado adaptándose a la ingrávida gracilidad mecánica de los otros, imitando la característica ligereza del movimiento de los maniquíes, la cualidad de danzarines de sus movimientos. El darse cuenta de repente, habiéndolo olvidado, que la boca que acababa de besar no era la de una mujer, sino la boca de goma de una muñeca, y que los impulsos de las ondas electrónicas de alta frecuencia del Maestro habían controlado las corrientes de los solenoides que habían vuelto amorosamente el rostro de ella hacia el suyo, y alzando las frías y blandas manos para tocar su rostro. El débil olor y sabor a goma perduraba en su boca y nariz.

Cuando llegó su primera salida por el foro, la efectuó temblando. Vio a Jade acercándosele y, durante un instante, tuvo la horrible certidumbre de que iba a decir: «¡Thorny, lo has hecho casi tan bien como un maniquí»; pero, en lugar de eso, no dijo nada, sino que únicamente extendió la mano.

—¿Ha sido muy malo, Jade?

—¡Thorny, lo has logrado! Sigue así, y quizá hasta logres sustituir muñecos más de una noche. Hasta Ian está convencido. Chilló al enterarse de la idea, pero ahora ya está convencido.

—¿No ha sido nada mal? ¿Qué tal el diálogo con Piotr?

—Maravilloso. Sigue así. Cariño, eres maravilloso.

—Entonces, ¿todo va bien?

—Cariño, las cosas nunca van bien hasta que se alza el telón. Ya lo sabes —se echó a reír—. Sí, hay una cosa que ha ido mal... aunque quizá no debiera decírtela.

Él se envaró.

—¿Eh? ¿Qué ha pasado?

—Mela Stone. Vio como entrabas, se quedó tan blanca como el papel, y se marchó. No me imagino qué le puede haber pasado.

Él se hundió lentamente en un sofá de aspecto desastrado y la miró.

—Y un infierno no puedes imaginártelo —gruñó suavemente.

—¿Sabes?, está aquí con un contrato de aparición personal. Para dar un comentario inicial y en el entreacto acerca del autor y la obra —Jade sonrió irónicamente—. Hace cinco minutos telefoneó intentando cancelar su aparición. Naturalmente, no puede escapar tan fácilmente. No, mientras Smithfield la tenga contratada.

Jade le guiñó un ojo, le dio palmadas en un brazo, le lanzó un ejemplar sin codificar del libreto, y regresó al pozo de la orquesta. Brevemente, se preguntó qué sería lo que Jade tenía contra Mela. Probablemente nada serio. Ambas habían sido actrices. Mela había logrado un contrato con Smithfield, Jade no. Ya era bastante.

Todo marchó bien. Únicamente en tres ocasiones durante el primer acto se equivocó en frases que no había ensayado desde hacía diez años. En su oído escuchaba las correcciones de Rick, y el Maestro podía compensar hasta un cierto punto las pequeñas desviaciones del libreto. Esta vez evitó el perderse de aquella manera tan absoluta en la representación; y aquella vez la extraña realización de que se había fundido con la trama creada por la máquina no le preocupó. Aquella vez recordó quien era, pero, cuando llegó su primera salida...

—No ha ido tan bien, Thorny —le dijo Ian Feria—. Fuera lo que fuese lo que hacías en la primera escena, hazlo de nuevo. Esta vez, estabas un tanto inerte. Repite la última parte, pero no tan expresivamente. Andreyev no es un oso loco de los Urales. De todas maneras, es el momento de Marka. Tasca el freno.

Asintió lentamente, y miró a su alrededor, a los muñecos congelados. Tenía que olvidarse de la maquinaria. Tenía que perderse en la obra y vivirla, aunque ello representase ser una pieza de repuesto en el mecanismo. De alguna manera, aquello lo preocupaba, a pesar de estar acostumbrado a subordinarse a la gestalt total del escenario en otro tiempo. Sin que hubiera razón aparente para ello, se halló tratando de escuchar risas de la gente de producción, sin oír ninguna.

—De acuerdo —dijo Feria—. Pónganlos en marcha de nuevo.

Siguió con ello, pero la sensación de inquietud continuaba preocupándole. Había en ella una burla de sí mismo, y un esperar que los que lo contemplaban lo ridiculizasen. No podía comprender el porqué y, sin embargo...

Había una película antigua, una de las clásicas, en la que un hombre llamado Chaplin había estado atado a un asiento de una cadena móvil donde llevaba a cabo una tarea totalmente mecánica de una forma totalmente mecánica, una tarea que obviamente podía haber sido realizada por algunas tuercas y un par de pistones, y era una de las comedias más divertidas de toda la historia... y al mismo tiempo una tragedia. Una tarea que lo convertía en parte de una gran máquina.

Sudó durante el segundo y tercer acto, en un estado de compromiso consigo mismo: exagerando en sus actuaciones por motivos de autopreparación, e intentando convencer a Feria y a Jade de que podía llevar a cabo su papel, y bien. En algunos momentos era necesario el pasarse en una actuación, para lograr aprender. Exagerar deliberadamente en el ensayo para grabar alguna parte en la memoria, y luego ajustar la actuación en la representación real; era un viejo truco de los actores que tenían que representar una obra diferente cada noche, y que solo tenían unas pocas horas para ensayar y recordar sus papeles. Pero, ¿sabían ellos por qué estaba haciéndolo así?

Cuando hubo terminado, no hubo tiempo para otro ensayo, y apenas si lo había para echar un sueño y tomar un bocado antes de vestirse para la obra.

—Fue terrible, Jade —gruñó—. Lo he estropeado todo. Lo sé.

—Tonterías. Esta noche estarás a punto, Thorny. Sé lo que estabas haciendo, y puedo comprenderlo.

—Gracias. Trataré de lograrlo.

—Respecto a la escena final, el asesinato...

Él le lanzó una mirada precavida.

—¿Qué pasa con eso?

—Esta noche la pistola estará cargada. Naturalmente, con salvas. Y esta vez tendrás que dejarte caer.

—¿Y?

—Así que ten cuidado donde caes. No te dejes caer sobre los bornes de cobre. Ciento veinte voltios no te iban a matar, pero no queremos que un Andreyev moribundo dé un salto soltando chispas azules. Los tramoyistas te marcarán con yeso un sitio seguro. Y otra cosa...

—¿Sí?

—Marka dispara a quemarropa. Procura que no te queme.

—Tendré cuidado.

Comenzó a irse, y luego se detuvo, para mirarlo con el ceño fruncido durante algunos segundos.

—Thorny, tengo una impresión rara acerca de ti. No logro acabar de concretarla.

La miró fijamente, esperando.

—¿Vas a estropear el estreno, Thorny?

El rostro de él no mostraba nada, pero algo se hizo un nudo en su interior. La veía implorante, confiada pero preocupada. Contaba con él, se fiaba de él...

—¿Para qué iba a querer estropear la representación, Jade? ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—Te lo estoy preguntando.

—De acuerdo. Te prometo que tendrás el mejor Andreyev que pueda darte.

Ella asintió lentamente.

—Te creo. Pero no era eso exactamente de lo que dudaba.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

—No lo sé. Sé lo que piensas acerca del autodrama. Y tengo la estremecedora sensación de que ocultas algo en la manga. Eso es todo. Lo siento. Sé que tienes demasiada integridad para arruinar tu propia representación, pero... —se detuvo, y agitó la cabeza, con sus oscuros ojos atravesándole. Seguía preocupada.

—Oh, de acuerdo. Iba a interrumpir la obra en el tercer acto. Iba a mostrarle al público la cicatriz de mi operación de apendicitis, hacer un par de juegos de manos con naipes, y anunciar que me declaraba en huelga. Iba a marcharme del escenario —le sacó la lengua, y puso cara de estar enfadado.

Ella enrojeció ligeramente, y se echó a reír.

—Oh, ya sé que no vas a hacer nada ruin. Y no es porque no vayas a hacer todo lo que puedas para darle una bofetada al autodrama en general, pero... no hay nada que puedas hacer esta noche que vaya a lograr ningún resultado. Excepto hacer que los espectadores vuelvan irritados a sus casas. Pero eso no estaría de acuerdo con tu carácter, y lamento haberlo pensado.

—Gracias. Deja de preocuparte. Si perdéis dinero, no será por mi culpa.

—Te creo, pero...

—¿Pero qué?

Se inclinó hacia él.

—Pero tienes un aspecto demasiado triunfal, eso es lo que pasa —siseó ella, y luego le dio unas palmadas en la mejilla.

—Bueno, es mi último papel. Yo...

Pero ella ya se marchaba, dejándolo con un bocadillo y una oportunidad de echar un sueño.

Pero el sueño no venía. Se quedó jugueteando con las balas calibre .32 que tenía en el bolsillo, y pensando en el impacto que su salida final tendría en la conciencia teatral. El pensamiento era placentero.

Repentinamente, mientras estaba recostado, adormilado, se le ocurrió que lo llamarían suicidio. ¡Qué tontería! Piensa en el efecto de la sorpresa, en el impacto dramático, en la reacción del auditorio. Los maniquíes no sangran. Y luego, los titulares: ACTOR ROBOT MATA A VIEJO INTÉRPRETE, VÍCTIMA DEL ESCENARIO MECANIZADO. Y, de todas maneras, seguirían llamándolo suicidio. ¡Qué tontería!

Pero quizá también eso fuera lo que pensaba el paranoico asomado a la ventana del vigésimo piso: la reacción de su auditorio. ¿Acaso no iba dirigida en realidad a la conciencia del mundo cada herida autoinfligida?

Lo preocupaba un poco, pero...

—Quince minutos para el telón —croaba el sistema de altavoces—. Quince minutos...

—¡Hey, Thorny! —le gritó irritado Feria—. Ve a la sala de maquillaje. Te andan buscando.

Se alzó cansinamente, miró a su alrededor, a la confusión de entre bastidores, y luego fue hacia el departamento de maquillaje. Una cosa era segura: tenía que proseguir.

El teatro no estaba totalmente lleno. Un tercio de los espectadores habían preferido recuperar su dinero en lugar de esperar a un inicio pospuesto y a un sustituto en el papel de Andreyev, un sustituto desconocido o, todo lo más, mal recordado, que no tenía un número de índice de Smithy junto a su nombre en los carteles. No obstante, la mayor parte del auditorio había planeado ya como pasar aquella noche, y se había quedado para ocupar sus asientos con solo un mal humor contenido a causa del retraso. Los espectadores que habían acudido a la reventa y pagado mucho más del precio de taquilla y que no podían reclamar que este exceso les fuera devuelto se vieron obligados a aceptar las cosas como estaban o a perder dinero sin obtener nada. Llegaron, y se agitaron nerviosos, mirando a sus relojes mientras la voz de un maestro de ceremonias musitaba excusas y presentaba números orquestales, principalmente de compositores rusos. Luego, finalmente:

—Damas y caballeros, hoy tenemos con nosotros a una de las más admiradas actrices de los escenarios, pantallas y autodramas, una de las protagonistas de la obra de esta noche, tan joven y encantadora como lo era cuando fue inmortalizada por Smithfield: ¡Mela Stone!

Thornier miró con los labios apretados y entre las sombras como ella entraba grácilmente en el círculo iluminado por los focos. Parecía anormalmente pálida, pero el arte de los maquilladores había llevado a cabo una buena tarea; solo parecía un poco más vieja que su muñeca, y aún seguía siendo encantadora, aunque algo menos arrogantemente bella. Sus centelleantes joyas habían desaparecido, y llevaba un sencillo traje oscuro con un escote muy profundo, y su cabello estaba peinado muy alto formando como un turbante que le dejaba desnudo su gracioso cuello.

—Hace diez años —comenzó a decir suavemente— ensayé para una representación de «El Anarquista» que nunca se llevó a cabo, ensayé con un hombre llamado Ryan Thornier en el papel estelar, el actor que interpreta el papel esta noche. Recuerdo, con especial afecto, los tiempos...

Vaciló, y luego siguió mansamente. Thorny parpadeó. Obviamente el parlamento había sido escrito por Jade Ferne, y evidentemente las palabras eran como trozos de manzana envenenada en la boca de Mela. Daba la impresión de que estaba diciéndolas únicamente porque no era educado el vomitarlas. Mela estaba siendo castigada por su intento de echarse atrás, y Jade la había obligado a aparecer únicamente tras amenazarla con ponerle al maniquí de Stone una peluca gris y hacer que la muñeca leyese sus palabras. La pequeña encargada de producción tenía una vena rencorosa, que surgía cuando alguien se interponía en su camino.

Las palabras introductoras de Mela estaban escritas para convencer al auditorio de que se podía sentir afortunado por tener a un Thornier en lugar de a un Peltier, pero no había nada que revelase que se trataba de un actor de carne y hueso. No usó las palabras «muñeco» o «maniquí», pero permitió que el auditorio mantuviese sus preconcepciones sin confirmarlas. No se extendió mucho. Tras algunas anécdotas acerca de la primera representación de la obra, hacía ya más de una generación, acabó:

—Y, sin más retraso, amigos míos, les presento: «El Anarquista» de Pruchev.

Hizo una reverencia, y se ocultó tras las cortinas, saliendo de escena llorando. Un mayestático estallido musical dio paso a la escena inicial. Ella vio a Thornier y se detuvo, no habiendo acabado de salir del todo de escena. El telón comenzó a subir. Corrió hacia él, dudó, se detuvo para contemplarlo aprensivamente. Sus ojos estaban enrojecidos, y se mordía el labio.

En escena, un teléfono repiqueteaba en el escritorio del comisario Andreyev. Faltaban aún tres minutos para su entrada. Un teniente apareció para responder al teléfono.

—Muy bien hecho, Mela —susurró, sonriendo amargamente.

Ella no le escuchó. Sus ojos recorrieron el uniforme... muy parecido al uniforme que había llevado para un ensayo con vestuario hacía diez años. Se llevó la mano a la garganta. Quería escapar corriendo, pero al cabo de un momento logró contenerse. Miró a su propio maniquí, que esperaba entre bastidores, y luego a Thornier.

—¿No vas a decir algo apropiado? —siseó.

—Yo... —su gélida sonrisa se borró lentamente. Era su primer pequeño triunfo sobre Mela, una cansada y envejecida Mela que había comprado la seguridad a cambio de su integridad, y que aún seguía pagando por ella con pequeñas vergüenzas como aquella, Mela, a la que en otro tiempo había amado. El primer pequeño «triunfo» le apretaba el cuello como una soga.

Comenzó a irse, pero la tomó por el brazo.

—Lo lamento, Mela —murmuró roncamente—. Realmente lo lamento.

—No es culpa tuya.

Pero lo era. Ella no sabía lo que había hecho, naturalmente. No sabía que había cambiado las cintas y preparado su propia selección como reemplazante del muñeco de Peltier, de forma que tendría que contemplarlo representando junto a la muñeca-imagen de una Mela que había dejado de existir hacía diez años, contemplarlo volver a vivir una parodia de algo.

—Lo lamento —susurró de nuevo.

Agitó la cabeza, se soltó el brazo, y se marchó apresuradamente. La vio irse, y sintió náuseas en su interior. Su frígido encuentro algunas horas antes, aquel mismo día, había sido el momento decisivo, cuando, en un estallido de amargura, había tomado la determinación de seguir adelante y hasta excusarse a sí mismo por hacerlo. Quizá la amargura había enturbiado su vista, pensó. Su reacción por apartarse de él de aquella manera no había sido snobismo, había sido horror. Un viejo fantasma vestido con un mono sucio, cuyo rostro probablemente ella había tratado de olvidar, había aparecido para enfrentarse a ella en un lugar que ya estaba demasiado lleno de recuerdos. No le extrañó que le hubiera parecido fría. Probablemente él simbolizaba algunas de las autoacusaciones de ella, pues sabía que había afectado a otros de aquella manera. A los que habían tenido éxito, a aquellos que habían sacado provecho del autodrama, y que cuando lo veían con la fregona y el cubo, y recordaban a Ryan Thornier, le daban rápidamente la espalda. Y a cada darle la espalda, había notado una pequeña satisfacción mientras imaginaba como pensaban: Thornier no se ha vendido, y como lo odiaban, pues ellos se habían vendido y perdido algo con ello. Pero el ser odiado por Mela... eso, de alguna manera, era distinto. No lo deseaba.

Alguien le dio unos golpecitos en las costillas.

—¡A escena, Thorny! —siseó una voz tensa—. ¡Es tu turno!

Se despertó con un gruñido. Feria lo estaba empujando frenéticamente hacia la entrada. Trató rápidamente de recuperar su presencia mental, entró en su personaje, y apareció en escena.

Lo hizo muy mal. Supo que había hecho muy mal la escena aún antes de salir y ver sus rostros. Había equivocado dos frases, y necesitó que Rick le susurrase varias veces desde la cabina. Su actuación era poco flexible... lo notaba.

—¡Lo haces muy bien, Thorny, muy bien!— le dijo Jade, porque no había otra cosa que se atreviese a decirle durante una actuación. Si uno hacía estremecer el ego de un actor durante un ensayo, tenía tiempo de recuperarse; si lo hacía durante una representación, quizá le amargase toda la noche. No obstante, sin que lo dijera, adivinaba la preocupación que había tras su sonrisita mecánica—. Pero tranquilízate un poco, ¿eh? —le aconsejó—. Todo va bien.

Lo dejó para que se revolcase en su soledad. Se apoyó contra la pared y miró a sus pies, flagelándose a sí mismo: fracasado, miserable desgraciado, barrendero de vocación, fregona de escenarios...

Tenía que recuperarse. Si arruinaba aquella oportunidad, nunca habría otra. Pero seguía pensando en Mela, y en como había deseado hacerle daño, y como ahora que le hacía daño deseaba dejarlo de hacer.

—A escena, Thorny... despierta.

Y de nuevo estuvo allí, tartamudeando sus frases, sintiéndose aterrorizado por el mar de rostros entrevistos allá dónde debía haber una cuarta pared.

Lo estaba esperando tras su segunda salida. Salió pálido y estremecido, con el sudor empapándole el cuello. Se apoyó contra la pared, encendió un cigarrillo y la miró sin verla. Ella no podía hablar. Le tomó el brazo con ambas manos y lo acarició mientras apoyaba la frente contra su hombro. Él la miró, desmayadamente. Había dejado de estar dolida; no podía estarlo cuando lo veía comportarse como un estúpido allá afuera. Podía haber estado vengativamente encantada por ello, y casi deseaba que así hubiera sido. En lugar de ello, estaba compadeciéndolo. Se sentía anonadado, asqueado hasta la médula. No podía seguir.

—Mela, será mejor que a ti te lo diga; a Jade no puedo contarle lo que...

—No hables, Thorny. Simplemente hazlo lo mejor que puedas —alzó la vista hacia él—. ¿Me harás el favor de hacerlo lo mejor que puedas?

Lo asombró. ¿Por qué tenía que desear eso?

—¿No preferirías verme fracasar? —le preguntó.

Ella negó rápidamente con la cabeza, luego hizo una pausa y asintió.

—Parte de mí lo querría, Thorny. Una parte vengativa. Tengo que creer en el escenario automático... creo en él. Pero no quiero que fracases, realmente no lo quiero —se tapó los ojos con las manos, brevemente—. No sabes lo que es el verte ahí afuera... en medio de todo ese... ese... —se estremeció ligeramente—. Es una burla, Thorny. No encajas ahí. Pero, mientras estés ahí, no lo estropees. ¿Lo harás lo mejor que puedas?

—Sí, ya lo creo.

—Es una cosa precaria. Me refiero a la situación. Si la gente comienza a darse cuenta de que no eres un muñeco... —agitó lentamente la cabeza.

—¿Qué pasará si se dan cuenta?

—Se echarán a reír. Se echarán a reír hasta que te echen del escenario.

Estaba preparado para todo, menos para eso. Confirmaba la sensación que había tenido durante el ensayo.

—Thorny, eso es lo que realmente me preocupa. No me importa si interpretas tu papel bien o mal, mientras no se den cuenta de lo que eres. No quiero que se rían de ti; ya has sufrido bastante.

—No se reirían si hiciese una buena interpretación.

—¡Sí que lo harían! No de la misma forma, pero lo harían. ¿No lo comprendes?

Se le abrió la boca. Negó con la cabeza. No era cierto.

—Ya lo han hecho antes otros actores humanos —protestó—. En escenarios pequeños, con Maestros miniaturizados.

—¿Has visto alguna vez una de esas representaciones?

Él negó con la cabeza.

—Yo sí. El público ya sabe por anticipado que parte del reparto es humano. Así que no les parece divertido. No hay el estremecimiento de descubrir una incongruencia. Escúchame, Thorny... hazlo lo mejor qué puedas, pero no te atrevas a hacerlo mejor de lo que lo podría hacer un muñeco.

La amargura volvió en una oleada. ¿Era aquello lo que él había esperado? ¿El dar una representación tan mecánica como le fuera posible, el llevarlo a cabo tan bien como el Maestro, pero no mejor, y, sobre todo, sin diferencias? ¿Para que no se enterasen de lo que sucedía?

Ella vio su expresión preocupada, y le tomó la mano.

—Thorny, no me odies por decirte esto. Quiero que logres salir con bien, y pensé que debía advertirte. Creo saber ya lo que ha ido mal. Tienes miedo, muy dentro de ti, de que no reconozcan lo que eres en realidad, y eso hace que actúes de distinta manera que los muñecos. Será mejor que por el contrario comiences a tener miedo de que te reconozcan, Thorny.

  

Mientras la miraba, comenzó a darse cuenta de que aún era capaz de ser la mujer que en otro tiempo había conocido y amado. Peor aún, quería evitar que se riesen de él. ¿Por qué? Si se sentía maternal, posiblemente quisiera escudarlo contra la desgracia, la crítica o los tomates podridos, pero no contra la pérdida de dignidad. La maternidad se nutría del abandono de la dignidad masculina, pues glorificaba la imagen del niño en el hombre.

—Mela...

—Sí, Thorny.

—Creo que nunca dejé de quererte.

Ella agitó la cabeza rápidamente, casi con irritación.

—Cariño, estás viviendo con diez años de retraso. Yo no, y no pienso hacerlo. Quizá no me guste demasiado el presente, pero estoy en él, y solo puedo cambiarlo en menudencias. No puedo hacer que vuelva a ser el pasado de nuevo, y no lo intentaré —hizo una pausa momentánea, mirándole al rostro—. Hace diez años, tampoco vivíamos en el presente. Estábamos viviendo un mítico, mágico y maravilloso futuro. Grandes talentos que estaban comenzando a florecer. Aquellos días vivíamos de sueños. El futuro en que vivíamos nunca sucedió, y uno no puede volver atrás y hacerlo existir. Y, cuando un sueño deja de ser posible, se convierte en un espejismo. No quiero vivir en un espejismo. Quiero permanecer cuerda, aunque me haga daño.

—Es una pena que hayas tenido que venir esta noche —dijo él, envarado.

Ella se echó hacia atrás.

—Oh, Thorny, no quería decirlo tal como me ha salido. Y no lo hubiera dicho con tal fuerza sino... —miró hacia el escenario a través del cristal a prueba de sonidos, viendo a su maniquí en una escena con Piotr —...si yo no hubiera tenido también problemas por desear demasiado.

—Querría que estuvieses ahí afuera conmigo —dijo en voz baja—. Sin muñecos, y sin Maestro. Sé como serían las cosas entonces.

—¡No digas más! Por favor, Thorny, no digas más.

—Mela, te quise...

—No —se puso en pie rápidamente—. Me... me gustaría verte después de la función. Ven a buscarme. Pero no hables así. Especialmente no lo hagas ahora y aquí.

—No puedo evitarlo.

—¡Por favor! Hasta luego, Thorny, y... hazlo tan bien como sepas.

Tan bien como sepa imitar a una máquina, pensó amargamente mientras la veía marcharse.

Se volvió para contemplar la obra. Algo iba mal en escena. Muy mal. De alguna forma, la interpretación de aquella escena por el Maestro no le parecía familiar. Frunció el entrecejo. Rick había hablado de la habilidad del Maestro para compensar, para alterar las interpretaciones, para dirigir algunos cambios. ¿Era aquello lo que estaba sucediendo? ¿Estaba el Maestro compensando... su interpretación?

Se acercaba el momento de salir a escena. Se adelantó hacia las tablas.

El primer acto había sido un verdadero desastre. Feria, Ferne y Thomas conferenciaban tensamente entre una nube de humo de cigarrillo. Oyó murmullos de agitada discusión, pero no podía distinguir las palabras. Jade llamó a un tramoyista, le habló brevemente, y lo mandó a un recado. El tramoyista recorrió el grupo de gente hasta que encontró a Mela Stone, le habló rápidamente, y señaló. Thorny contempló como iba a unirse al grupo de producción, y luego se dio la vuelta. Se ocultó a su vista, quedándose entre algunos decorados arrinconados, esperando que terminase el breve entreacto y tratando de no pensar.

—Gran actuación, Thorny —dijo mecánicamente uno de los del vestuario, dándole una palmada en el hombro al pasar.

Reprimió el deseo de darle una patada al tipo. Sacó una copia del libreto e hizo ver que leía su papel. Una mano tiró de su manga.

—¡Jade! —la miró desenfocadamente, y comenzó a excusarse.

—No sigas —dijo ella—. Hemos hablado de eso. Rick, explícaselo.

Rick Thomas, que estaba junto a ella, sonrió enseñando la dentadura y agitó la cabeza.

—No es todo por tu culpa, Thorny. O ¿acaso no te has dado cuenta?

—¿Qué quieres decir? —preguntó suspicazmente.

—Toma la escena quinta, por ejemplo —intervino Jade—. Supón que el reparto hubiera sido totalmente humano. ¿Qué opinarías de lo que sucedió?

Cerró los ojos un momento, y revivió la escena.

—Probablemente estaría irritado —dijo lentamente—. Probablemente acusaría a Kowrin de comerse mis parlamentos y a Aksinya de tratar de tapar mis entradas... pero sería una excusa —añadió, son una sonrisa enfermiza—. No puedo acusar a los muñecos. No pueden tratar de robarse escenas.

—De hecho, viejo, pueden hacerlo —dijo el técnico—. Y tu excusa es correcta.

—¿Có...cómo?

—Ya lo creo. estropeaste la primera o las dos primeras escenas. El auditorio reaccionó ante ello. Y el Maestro reacciona ante la reacción del auditorio... compensando mediante alteraciones en la interpretación. Ve el escenario como un todo, incluyéndote a ti; en lo que al Maestro respecta, eres un muñeco sin grabación... como el de Peltier que usamos en el primer ensayo. Te envía únicamente las señales de la grabación del libreto, sin interpretación, porque no tiene grabación análoga tuya. Bueno, sin auditorio, todo sería normal, pero con una reacción de auditorio sobre la que trabajar, comienza a compensar, y ya que no puede compensar a través tuyo, lo hace mediante los otros.

—No comprendo.

—Yendo al grano, Thorny, la primera o las dos primeras escenas fueron una porquería. Al auditorio no le caíste bien. El Maestro comenzó a compensar enfatizando otros papeles... y recaracterizándote a ti, a través de los otros.

—¿Recaracterizándome? ¿Cómo puede hacer eso?

—Fácilmente, cariño —le dijo Jade—. Cuando Marka dice: «Lo odio, es una bestia», por ejemplo, puede decirlo como si fuera cierto, o como si simplemente estuviese momentáneamente furiosa con Andreyev. Y eso afecta el aspecto bajo el que el auditorio te ve. Los otros actores afectan tu papel. Sabes que eso era cierto en el viejo teatro. Bueno, también lo es en el autodrama.

Los miró asombrado.

—¿No podéis detenerlo? Quiero decir, ¿no podéis reajustar al Maestro?

—No sin limpiar toda la memoria de la máquina y comenzar de nuevo. El efecto es acumulativo. Cuanto más compensa, más difícil se ponen las cosas para ti. Cuanto más difíciles sean las cosas para ti, peor apareces ante la gente. Y cuanto peor aparezcas ante la gente, más tratará de compensar.

Miró anonadado su reloj. Faltaba menos de un minuto para la primera escena del segundo acto.

—¿Qué debo hacer?

—Seguir —dijo Jade—. Hemos telefoneado a Smithfield. Hay un ingeniero programador en la ciudad, y viene hacia aquí por helitaxi. Entonces, ya veremos.

—Quizá podamos arreglarlo —añadió Rick—, modificándolo poco a poco: alimentándole una serie falsa de factores de reacción de audiencia, y cortando sus circuitos sensoriales entre el público. Lo intentaremos, eso es todo.

La luz centelleó para el comienzo del acto.

—Buena suerte, Thorny.

—Supongo que la necesitaré —hoscamente, se dispuso a hacer su entrada.

La cosa de la cabina lo miraba. Lo miraba, medía y juzgaba, y no lo hallaba al nivel adecuado. Quizá, pensó locamente, hasta lo odiaba. Vigilaba, planeaba, regulaba, y estaba hundiéndolo.

Los rostros de los muñecos, las manos, las voces... le pertenecían. Los mágicos circuitos de la cabina los alineaba en contra suya. Indudablemente, lo veía como uno de ellos, pero uno que no respondía a sus impulsos de mando. Quizá lo veía como un muñeco estropeado, y trataba de corregir los efectos de su mal funcionamiento. Pensó en los viejos conflictos entre directores y actores puristas, los actores que se autodirigían... y este era el mismo conflicto, agravado por la falta de capacidad de un director electrónico para comprender que pudieran darse tales cosas. El actor purista, el actor que vivía su papel y no aceptaba ser dirigido, y cuya actuación surgía de fuentes inconscientes sin conexiones externas, acostumbraba a ser odiado por los directores, aún cuando su actuación fuera perfecta. Por el contrario, el maniquí era el perfecto actor camaleón, el actor que un director podía hacer sonar como si fuera un instrumento.

Hubiera sido más fácil para él haber sido uno de estos actores, pues quizá hubiera podido adaptarse. Pero Andreyev, su Andreyev, tal como se había preparado para el papel, Andreyev estaba encarnado como un alma alterna en su interior. Nunca «interpretaba» un papel. Siempre «vivía» un papel. Y ahora, solo podía adaptarse a las necesidades momentáneas del escenario como Andreyev, mediante su identidad de Andreyev, y sin cambiar el personaje tal como él creía que era. El intentarlo, el tratar de conformarse a lo que deseaba el Maestro, solo sería caer en la más abismal confusión. Y, no obstante, la máquina le estaba obligando... a través de los otros.

Permaneció impasible tras su escritorio, escuchando fríamente las negativas del prisionero... un revolucionario, un incendiario asociado con la banda guerrillera de Piotr.

—¡Te aseguro, camarada, que no tuve nada que ver con eso! —gritaba el prisionero—. ¡Nada!

—¿No lo ha interrogado detenidamente? —le gruñó Andreyev al teniente que guardaba al prisionero—. ¿No ha firmado una confesión?

—No fue necesario, camarada. Su cómplice confesó —protestó el teniente.

Solo que se suponía que no debía protestar. El teniente lo hizo sonar como si fuese una cosa monstruosa: el obtener una confesión, quizá por medio de torturas, del prisionero, cuando ya había bastante evidencia por la que condenarlo. Las palabras eran correctas, pero su significado había sido alterado.

Habría tenido que ser una simple afirmación de un hecho: «No fue necesario, camarada. Su cómplice confesó».

Thorny hizo una pausa, enrojeciendo ligeramente. Su siguiente frase era: «Vea que este confiese también». Pero no iba a decirla. Aumentaría el efecto del tono de asombrada protesta del teniente. Pensó rápidamente. El teniente era un actor de poca monta, y no volvía a aparecer hasta el tercer acto. No haría ningún daño el eliminarlo.

Lanzó una mirada asesina al muñeco, y le preguntó gélidamente:

—¿Y qué es lo que ha hecho con el cómplice?

El Maestro no podía inventar frases, ni comprender una desviación buscada. El Maestro solo podía interpretar una desviación como un mal funcionamiento, y tratar de compensarlo. El Maestro fue una frase hacia atrás, e hizo que el teniente repitiese la suya.

—Ya se lo he dicho: confesó.

¡Ajá!—rugió Andreyev—. Lo ha matado, ¿eh? ¿No pudo sobrevivir al interrogatorio? Usted lo asesinó.

Thorny, ¿qué estás haciendo? —susurró con tono de urgencia Rick a través de su receptor-auricular.

—Confesó —repitió el teniente.

—¡Queda arrestado, Nichol! —ladró Thorny—. Preséntese al mayor Malin. Y devuelva el prisionero a su celda —hizo una pausa. El Maestro no podía seguir hasta que le diera la entrada, pero ahora no había problemas en decir la frase—: Y... ocúpese de que este también confiese.

—Sí, señor —replicó el teniente, con rostro pétreo, comenzando a salir de escena con el prisionero.

Thorny disfrutó al destrozar su salida, gritándole:

—¡Y preocúpese de que este salga vivo!

El Maestro los hizo partir sin que miraran hacia atrás, y Thorny se sintió brevemente complacido consigo mismo. Pudo entrever a Jade con sus manos entrelazadas sobre la cabeza, en un signo de «victoria», desde un lugar en que no podía ser vista por el público. Pero no podría salir tan bien, inventándose situaciones, a cada momento.

Especialmente, temía la entrada de Marka, la muñeca de Mela. El Maestro estaba engrandeciendo su papel, ennobleciéndola, justificando sutilmente su traición a costa de la personalidad de Andreyev. No quería combatir eso. El papel de Marka era demasiado importante para jugar con él. Y, además, el alterar la actuación de la muñeca de Mela sería como abofetear a esta.

Bajó el telón. Los muebles corrieron por el escenario. Este se transformó en una sala de estar, y el telón se alzó de nuevo.

Aulló:

—¡Basta ya de arrestos; después del toque de queda, disparen a matar! —por teléfono, y colgó.

Cuando se volvió, ella estaba junto a una puerta, escuchando. Se alzó de hombros y entró con paso despreocupado, mientras él la contemplaba en un silencio suspicaz. Era la consumación de su traición: había regresado a él, pero como espía de Piotr. Él sólo sospechaba su infidelidad, pero no su traición. Era una escena crucial, y el Maestro podía hacer que ella la interpretase como una perversa traidora o una mujer que se ve obligada a traicionar a un Andreyev que se comporta como un verdadero animal. La contempló, estudiándola.

—Bueno... hola —dijo ella petulantemente, tras atravesar la habitación. Él gruñó fríamente. Ella siguió, despreocupada y superior. Hasta ahora, todo iba como debía. Pero la terrible discusión aún tenía que venir.

Fue hasta un espejo y comenzó a arreglarse el cabello, desbaratado por el viento. Hablaba nerviosa, compulsivamente, charlando de trivialidades, ocultando su ansiedad por estar ante él, tras su traición. Parecía furtiva, cansada, bastante semejante a la verdadera Mela de hoy en día; el control de la expresión que tenía el Maestro era maravilloso.

—¿Qué es lo que estás haciendo aquí? —estalló él repentinamente, interrumpiendo su cháchara.

—Aún vivo aquí, ¿no?

—Te fuiste.

—Solo porque tú me ordenaste que lo hiciera.

—Dejaste bien claro que querías irte.

—¡Mentiroso!

—¡Falsa!

Siguió así durante un rato. Luego, él comenzó a meter el contenido de varios cajones en una maleta.

—Vivo aquí, y aquí me quedaré —rugía ella.

—Como prefieras, camarada.

—¿Qué es lo que haces?

—Me marcho, claro está.

La batalla continuó. Seguía sin haber ningún intento por parte del Maestro de modificar la escena. ¿Habría sido corregido el problema? ¿Habría afectado de alguna manera a la máquina su altercado con el teniente? Algo era diferente. Estaba resultando una buena escena, la mejor hasta el momento.

Ella aún seguía gritándole cuando comenzó a dirigirse hacia la puerta. Se detuvo a media frase, sin aliento... luego gimió su nombre y se derrumbó sobre un sofá, llorando violentamente. Él se detuvo. Se volvió, y se quedó con los puños en las caderas, contemplándola. Gradualmente, se suavizó. Dejó la maleta en el suelo, y caminó hacia ella, aún hosco y ceñudo.

Cesaron sus sollozos. Alzó la vista para mirarlo, vio su incapacidad de escapar, y comenzó a sonreír. Se alzó lentamente, echándole los brazos al cuello.

—Sacha... oh, mi Sacha...

Los brazos eran cálidos, los labios húmedos, la mujer viva entre sus brazos. Por un momento, dudó de sus sentidos. Ella lanzó una risita y le susurró:

—Me romperás una costilla.

—Mela...

—¡Déjame ir, estúpido! ¡La escena! —Y luego, en voz alta—: ¿Puedo quedarme, cariño?

—Siempre que quieras —dijo él con voz ronca.

—¿Y no volverás a mostrarte celoso?

—Nunca.

—¿Ni a interrogarme cada vez que me marche por una hora o dos?

—O dieciséis. Fueron dieciséis horas.

—Lo lamento —lo besó. Creció la música. Finalizó la escena.

—¿Cómo es que lo has hecho? —le susurró mientras bajaba el telón—. ¿Y por qué?

—Me pidieron que lo hiciera. A causa del Maestro —lanzó una risita—. Parecías hundido. Hey, puedes dejarme ya. Ya ha caído el telón.

Los muebles móviles habían comenzado a volverse a ordenar. Se apresuraron a salir del escenario, evitando un sofá que pasaba rodando. Jade los esperaba.

—¡Maravilloso! —susurró, tomándoles las manos—. Fue realmente maravilloso.

—Gracias... gracias por dejármelo hacer —le contestó Mela.

—Ocúpate del papel desde ahora, Mela... al menos de las escenas con Thorny.

—No sé —murmuró—. Ha pasado tanto tiempo... cualquiera podría haber representado la escena de la pelea.

—Puedes hacerlo. Rick te irá dando indicaciones y recordándote las frases. El ingeniero está aquí. Y están hurgando las tripas del Maestro. Pero se arreglará él mismo si le dejas contemplar un par de escenas más como esta.

El segundo acto había sido salvado. Los personajes secundarios aún seguían siendo imponderables, y el Maestro seguía tratando de compensar de acuerdo con la reacción del auditorio al primer acto, pero con una Marka humana, los intentos de compensación tenían menos efecto, y las distorsiones interpretativas parecieron disminuir ligeramente. El Maestro estaba acumulando nuevos datos a medida que continuaba la obra, y cambiando las interpretaciones.

—No fue maravilloso —susurró él mientras se estiraban para relajarse entre los actos—, pero fue pasable.

—El tercer acto será mejor, Thorny —prometió Mela—. Lo salvaremos. Pero es una pena lo del primer acto.

—Quise que fuera lo mejor de lo mejor —susurró él—. Quise darles algo en lo que pensar, algo que recordar. Pero ahora estamos luchando para evitar que sea un fracaso total.

—¿No fue siempre así? Uno se disponía a hacer historia, y al final acababa trabajando como un loco para lograr que fuera simplemente pasable.

—O para evitar tener que esquivar vegetales voladores.

Ella se echó a reir.

—Jiggie acostumbraba a decir: «Entré siendo el plato principal, y salí con los restos de la ensalada» —hizo una pausa, y luego añadió pensativamente—: Lo difícil es que uno tiene que apuntar alto si es que quiere simplemente dar en alguna parte. Y eso puede llegar a ser descorazonador... intentar cada vez llegar a lo sublime, y lograr únicamente evitar lo ridículo o lo mediocre.

—Por muy alto que uno apunte, no puede alcanzar la velocidad de escape. La ambición es una trayectoria cuyo punto de impacto está en la nada, por muy potente que sea el lanzamiento.

—Eso parece una cita.

—Lo es. Del Satiricón de una ex-fregona de suelos.

—Thorny...

—¿Qué?

—Mañana lo voy a lamentar... pero esta noche lo estoy disfrutando... quiero decir el volver a pasar por todo esto. El vivir como en un espejismo. Y sin embargo, no es bueno. Es opio.

La miró un instante, sorprendido, y no dijo nada. Quizá fuera opio para Mela, pero ella no había comenzado con la loca esperanza de que esta noche se produciría el climax y el punto máximo de toda una vida en los escenarios. Ella estaba interpretando un papel para salvar la obra, y no le significaba nada respecto a una carrera que había abandonado deliberadamente. Él, sin embargo, había esperado llevar a cabo una gran interpretación. No obstante, no era grande. Si trabajaba duro en el tercer acto, quizá, en su totalidad, pudiera compararse a sus interpretaciones pasadas. A menos...

—¿Crees que alguien del auditorio se lo habrá imaginado ya? Me refiero a lo de nosotros.

Ella negó con la cabeza.

—No he vista signos de tal cosa —murmuró adormilada—. La gente ve lo que espera ver. Pero se sabrá mañana.

—¿Por qué?

—Por tu escena con el teniente. Cuando te inventaste eso para salir del lío. Seguro que debe haber algún crítico teatral, o quizá un profesor, ahí afuera, que haya leído la obra antes de venir, y que habrá comenzado a fruncir el ceño cuando te sacaste eso de la manga. Irá a casa y lo comprobará en su ejemplar del libreto para asegurarse y, entonces, ya habrán descubierto al gato encerrado.

—Entonces, ya no importará.

—No.

Ella quería echarse una siesta o descansar, y él se quedó en silencio. Mientras la veía relajarse, algo de su amargo desencanto desapareció. Era bueno el estar actuando de nuevo, aunque fuera durante una sola noche de opio. Y quizá fuera mejor que no estuviese consiguiendo lo que deseaba. Hasta estaba dispuesto a admitir que había un algo de locura en haber imaginado tal acción.

Perfección e inmolación. Ahora que la perfección ya no era posible, todo su plan parecía como la pesadilla de un fantástico enfermo, y se sentía avergonzado. ¿Por qué lo había hecho...? ¿Por qué se había abandonado a lo que siempre había sido únicamente una fantasía petulante, un sueño infantil? El deseo, más la oportunidad, más el impulso, en un marco de amargura y en un momento de transición personal, habían sido bastantes para arrancar el loco deseo de su refugio cortical y empujarle a iniciar la realización de un sueño. Un sueño de niño.

Y luego, el impulso lo había llevado hacia adelante. Las grabaciones alteradas, la pistola cargada, la sucia treta con Jade... y ahora la lucha para impedir que el espectáculo muriese. Había ido al río y subido a la barandilla del puente y mirado hacia abajo a la negra y agitada corriente... para finalmente descender de nuevo porque el viento podía estropear su salto del cisne.

Se estremeció. El saber que se podía perder tan fácilmente le atemorizaba un poco. ¿Qué le habían hecho los años, o qué se había hecho a sí mismo?

Quizá había conservado su integridad, pero ¿de qué servía la integridad en un vacío? Tenía el alma de un actor, y se había aferrado a ella cuando los otros estaban vendiendo las suyas, pero con los años había desaparecido el mercado de almas, y él se había quedado sin saber qué hacer con la suya. Se había quedado muy firme sobre sus principios, y los años habían fundido el frío glaciar de la realidad bajo sus principios. Y sin embargo, él seguía sobre ellos, mientras la realidad descendía hacia el mar. Se había dedicado al escenario viviente, y había cuidado amorosamente su tumba, esperando la resurrección.

Viejo loco, pensó, has estado metiéndote en remolinos de locura y tambaleándote junto a abismos de irracionalidad. Tomaste la irrealidad de la mano y la llevaste, galantemente, a través del peligro y la confusión, y finalmente te casaste con ella antes de darte cuenta de que estaba muerta. Ahora, la única cosa decente que se podía hacer con ella era enterrarla, pero ese entierro no lograría llevarlo de nuevo a través del peligro y la confusión para volverlo al buen camino. Tendría que cortar camino. Quizá fuera demasiado tarde para hacer nada con el resto de su vida. Pero solo había una forma en que averiguarlo. Y el primer paso era poner una cierta distancia entre el escenario y él.

Si una pequeña caja negra me sustituye en mi trabajo, había dicho Rick, yo pasaré a trabajar haciendo pequeñas cajas negras.

Thorny se dio cuenta con un ligero sobresalto de que el técnico sentía lo que decía. Y también Mela lo había hecho, en cierta manera. Y también Jade. Especialmente Jade. Pero aquella no era la respuesta adecuada para él. No ahora. Había permanecido demasiado tiempo llorando a los muertos, y necesitaba una ruptura limpia y tajante. Mañana, desaparecería, se iría lejos, se imaginaría que tenía de nuevo veintiún años, y comenzaría a buscar algo que hacer durante el resto de su vida. El verdadero problema sería cómo seguir comiendo mientras lo lograba. Aquellos días resultaba difícil encontrar trabajadores especializados, pero tampoco había muchos trabajos no especializados. El vender su talento como actor para propósitos comerciales solo serviría si podía hallar un propósito comercial en el que creer y que vivir, ya que su talento no era superficial como el de un actor camaleón. Sería una búsqueda difícil, pues nunca se había preocupado en creer en nada que no fuera el teatro.

Mela se agitó repentinamente.

—¿Me ha llamado alguien? —murmuró—. ¡Ese estrépito...!

Se sentó, mirando a su alrededor. Luego, gruñó dubitativa.

—¿Cuánto falta para levantarse el telón? —preguntó.

Repentinamente, se levantó y dijo:

—Jade me hace señas. Te veré en el escenario, Thorny.

Contempló como Mela se marchaba apresuradamente, y miró a Jade que la esperaba en medio de una pequeña reunión, sintiendo un retortijón de culpa. Les iba a costar dinero, problemas y nervios, y quizá su actuación pusiera en peligro la permanencia de la obra. Era una cosa muy poco noble, y se sentía avergonzado, pero no podía deshacer lo hecho, y la única compensación era darles el mejor tercer acto posible, y luego salir de allí. Rápidamente. Antes de que Jade lo averiguara todo, y organizase un grupo de linchamiento. Tras mirar con aire ausente a la pequeña reunión durante algunos segundos, cerró los ojos y se adormiló de nuevo.

De pronto, los abrió. Había algo en aquel grupo... algo peculiar. Se sentó, y los contempló de nuevo, con el ceño fruncido: Jade, Mela, Rick, Feria, y tres desconocidos. Nada peculiar en eso. Excepto... veamos... El delgado con aspecto estudioso, ese debe ser probablemente el ingeniero programador. El tipo grueso y de aspecto sano, de traje negro y mirada inquieta; Thorny no podía imaginar quién era, y se le veía fuera de lugar entre bastidores. El tercero le parecía algo familiar, aunque también fuera de lugar: un hombrecillo regordete, sin corbata y con un grueso cigarro, que parecía más interesado en el lío de entre bastidores que en la discusión del grupo. El tipo fuertote no dejaba de hacerle preguntas, y él murmuraba breves contestaciones sin soltar el cigarro, mientras contemplaba el paso de los tramoyistas.

En una ocasión, cuando respondía, se sacó el cigarro de la boca y miró rápidamente en dirección a Thorny. Este se envaró y notó como un escalofrío le recorría la espina dorsal. El hombrecillo grueso era...

...¡el encargado del almacén!

Que le había entregado la grabación y la cinta adhesiva. Que podía identificar de inmediato el problema, y que indudablemente lo estaba haciendo en aquel mismo momento.

Tengo que salir. Tengo que irme de aquí a toda prisa. El tipo sanote era o bien un policía o un detective privado, uno de los varios que tenía contratados Smithfield.

Tengo que escapar, tengo que ocultarme, tengo que... Me lincharán.

—No por esa puerta, amigo. Eso es el escenario; ¿qué es lo que...? ¡Oh, Thorny, aún no es hora de entrar!

—Lo lamento —le gruñó al hombre de los decorados, y dio la vuelta.

Centelleó la luz, y sonó débilmente el zumbador.

Ahora si es hora —le dijo el hombre de los decorados.

¿Adonde iba? ¿Y de qué le iba a servir?

—¡Hey, Thorny! ¡El zumbador! ¡Vuelve! Has de prepararte. Estás en escena cuando se alza el telón... ¡Hey!

Hizo una pausa, y luego se volvió de nuevo y regresó. Entró a escena y tomó su lugar. Ella ya estaba allí, contemplándolo con aire extraño mientras se aproximaba.

—No lo hiciste, ¿verdad, Thorny? —le susurró.

La miró con los labios muy apretados, y luego asintió.

Ella pareció asombrada. Lo miró como si ya no fuera una persona, sino un objeto peculiar que debía ser estudiado. No estaba irritada, ni desdeñosa, ni indignada... simplemente asombrada.

—Me imagino que estaba loco —dijo él mansamente.

—Supongo que sí.

—No obstante, no se ha ocasionado mucho daño —dijo esperanzador.

—Thorny, hubo quien vio el segundo acto, y más valía que no lo hubiera visto. Y se fueron del teatro.

—¿Quién?

—Dos patrocinadores y un crítico.

—¡Oh!

Pareció anonadado. Ella dejó de mirarlo y se quedó esperando a que se alzase el telón, con su rostro no mostrando más que una tristeza asombrada. No era su espectáculo, y no tenía en él más que una muñeca que le conseguiría uno o dos cheques por el royaltie, y en el que ahora se hallaba como sustituto temporal de su muñeca. La tristeza era por él. Hubiera podido comprender el desprecio.

Se alzó la cortina. Un mar de vagos rostros tras las bambalinas. Y él era Andreyev, jefe de una guarnición de policía soviética, leal siervo de una causa agonizante. Era fácil seguir su papel aquella vez, embeber firmemente su ego en la persona del policía ruso, y vivir un pedazo del siglo pasado. Para el ego era más confortable estar allí que dentro de la piel de Ryan Thornier... una piel que quizá fuese enviada pronto al disecador, juzgando por las miradas furtivas que le llegaban de entre bastidores. Hasta sería confortable seguir siendo Andreyev tras la función, pero aquel era un método seguro de lograr obtener a Napoleón Bonaparte como compañero de cuarto.

No había cambio de decorado entre las escenas primeras y segunda, sino un simple subir y bajar del telón para indicar un lapso temporal y permitir un cambio de actores. Él permaneció en el escenario, lo que le proporcionó un momento para pensar. Sus pensamientos no eran placenteros.

Los patrocinadores se habían ido. Mañana el espectáculo sería cerrado, a menos que el telefacsímil matutino del Times llevase una crítica excepcional. Lo que parecía totalmente improbable. Los críticos estaban molestos. La gente molesta acostumbra a mostrarse impaciente. No estarían muy dispuestos a olvidar el primer acto. Lo había arruinado, y no podía salvarlo.

La venganza no era dulce. Tenía gusto a podredumbre y a estómago agriado.

Dales un buen tercer acto. No puedes hacer nada más. Pero ni eso eliminará el sabor a podrido.

¿Por qué lo hiciste, Thorny? —la voz de Rick, susurrándole desde la cabina a través de su receptor en el oído.

Miró hacia arriba, y vio al técnico que lo contemplaba desde la ventanilla de la cabina. Extendió las manos en un gesto de impotencia, como diciendo: ¿Qué puedo decirte, y qué puedo hacer?

Seguir adelante, ¿qué otra cosa cabe? —susurró Rick, y se apartó de la ventanilla.

El incidente parecía confirmar que Jade deseaba que, de todos modos, acabasen. No podía hacer otra cosa. En cierta manera, estaba con él. Si el auditorio averiguaba que la obra tenía sustitutos humanos, y si a los críticos no les gustaba el espectáculo, quizá cayesen sobre los encargados de producción que «habían perpetrado una sustitución tan imposible» aún con más saña de lo que caerían sobre él. Había apostado por él, y a pesar de su truco para obligarla a hacerlo, era el espectáculo de ella, su responsabilidad, y recibiría más golpes que nadie. Los críticos, los propietarios, los patrocinadores, y el público... a ellos no les importaba a quién echar las culpas, no les importaban las excusas ni las razones. Lo único que les importaba era el producto entregado, y si no les gustaba, la responsabilidad de ello estaba bien clara.

¿Y en cuanto a él mismo? Había un policía esperando entre bastidores. ¿Por qué? No había estudiado el código penal, pero no podía pensar en ninguna clara etiqueta de crimen que pudiera ser colocada sobre lo que había hecho. ¿Fraude? No sin intercambio de dinero o propiedades. Él había ido tras cosas intangibles, y la ley era una cosa que tocaba muy de pies en tierra; se tornaba confusa cuando los motivos llevaban a la gente más allá de las acciones en contra de la propiedad o las personas, a ataques contra las ideas o principios. Entonces, pasaba la responsabilidad a la psiquiatría.

Quizá el tipo sanote no fuera un polizonte después de todo. Tal vez se tratase de un coleccionista de maniáticos.

A Thorny no le importaba mucho. El sueño se había desplomado, y ahora tenía que dejar que los cascotes le cayeran encima hasta tener una oportunidad de subir sobre el montón de los mismos. Era el fin de algo que podía haber terminado hacía años, y no podía escapar hasta que no hubiera terminado de derrumbarse.

Se alzó el telón. La escena segunda fue buena. No brillante, pero lo bastante buena como para obligarles a que dejasen de hacer globos con sus chicles y mantenerlos envarados sobre sus asientos, absortos en su identificación con Andreyev.

La escena tercera era su Getsemaní: cuando las masas asediaban las oficinas públicas mientras él esperaba una respuesta de Marka y una contestación a su oferta de una tregua con las fuerzas guerrilleras. La respuesta era una sola palabra:

—Nyet.

Su sentencia de muerte. La palabra que lo arrojaba a los chacales de las calles, la palabra que lo abandonaba a la multitud sedienta de sangre. Y la multitud tenía una manera en que resolver el asunto. Estaba coleccionando funcionarios para su exhibición. Podía ver la colección desde la ventana, al otro lado de la plaza, y la comentaba con un ayudante. Nueve hombres empalados en las puntas de acero de la gruesa verja situada frente a las oficinas del Soviet Regional. La multitud capturó a otro espécimen con su millar de manos, y lo colocó cuidadosamente. Alzó al espécimen hasta una posición sentada sobre un espigón de más de medio metro, y luego lo dejó caer sobre el mismo. Dos especímenes aún se agitaban.

Naturalmente, no dejaría que la multitud se saliese con la suya. En la parte baja del edificio había barricadas, y tendría mucho tiempo para encontrar la muerte de una forma privada y tranquila antes de que la multitud se abriese camino hasta allí. Pero aún esperaba. Aguardaba la respuesta de Marka.

Llegó la noticia. Dos guardias entraron a la carrera.

—¡Está aquí, camarada, ha venido!

Decían que venía con el enemigo, que venía a traicionarle, a traicionar al estado. ¡Imposible! Pero el guardia insistió.

Con furia salvaje, y rehusando creerlo, con un hondo rugido, sacó la automática, y atravesó el corazón del portador de las malas noticias con un tiro.

Con el estruendo del disparo, el maniquí se desplomó. El estallido le trajo un súbito recuerdo a la memoria, y pensó: El segundo proyectil del cargador... ¡no es de fogueo! Se había olvidado de descargar el mortífero proyectil.

Durante un instante dudó en si dispararlo contra el maniquí caído para deshacerse de él, y luego apartó la idea de su mente y obedeció al libreto. Miró a su víctima y se estremeció, dejando que el arma se le escurriese de entre los dedos y cayese al suelo. Se tambaleó hasta la ventana para mirar al otro lado de la plaza. Se cubrió el rostro con las manos y esperó el telón de transición.

Bajó el telón. Se dio la vuelta y comenzó a dirigirse hacia la pistola.

¡No, Thorny, no! —fue el frenético susurro de Rick desde la cabina—. ¡Al icono... al icono!

Se detuvo en medio del escenario. No había tiempo de volver a tomar la pistola y descargarla. El telón solo había descendido, y ya estaba empezando a subir. Que Mela se deshiciese del proyectil, pensó. Fue hasta el altarcillo, abriéndose el cuello de un tirón, y despeinándose. Cayó de rodillas frente al antiguo icono, de hinojos ante el dios de la antigua Rusia, una Rusia que sobrevivía tan firmemente en fiera negación como había sobrevivido en fiera afirmación. El alma cultural era una cosa viva, y sobrevivía tanto en la caída como en la victoria. Nunca podía ser amputada, sino solamente corroída o lentamente transmutada por el tiempo y por la suave presión del agua que desgasta la roca.

Había un busto de Lenin bajo el icono. Y había un busto de Harvey Smithfield bajo las máscaras teatrales griegas en la pared de la oficina de d’Uccia. Los signos del tiempo y los signos de lo temporal, y el latido cultural que pulsaba al ritmo de los siglos. Él había resistido a los tiempos mientras daban un cambio brusco de dirección, pero ningún hombre podía nadar durante mucho contra la corriente mientras seguía su trayectoria en zig-zag hacia la atemporalidad. Y los pronunciados cambios de dirección del curso eran engañosos... pues a pesar de ello conducían río abajo. Ningún hombre añadía nunca su pequeño esfuerzo al fluir luchando con todas sus fuerzas para resistir a la corriente. Esta acabaría por cansarle y se lo llevaría hasta la nada mientras el mundo seguía fluyendo.

Marka, Boris y Piotr habían entrado, y él se había vuelto para mirarlos sin comprender. Siguieron las burlas, y las secas risas, mientras empujaban al otrora altanero pero ahora desplomado cabecilla por la escena como si fuera un animal atontado incapaz de responder. Rebotaba de uno a otro mientras lo empujaban para arrancarlo de su estado como de trance.

—Termina tu oración, camarada —dijo Mela, tomando la pistola que él había dejado caer.

Mientras se tambaleaba cerca de Mela, tuvo su oportunidad, y le susurró rápidamente:

—La pistola, Mela... haz saltar el primer proyectil. Hazlo, rápido.

Estaba seguro de que lo había oído, aunque no mostraba reacción alguna... a menos que el ligero parpadeo de sus ojos hubiera sido una rápida mirada a la pistola. ¿Le había comprendido? Un momento más tarde, tuvo otra oportunidad de susurrar:

—La siguiente bala es real. Haz funcionar el mecanismo. Eyecta el proyectil.

Se tambaleó mientras Piotr lo empujaba, tropezó contra un gran sillón, se derrumbó, y se quedó mirándolos. Piotr fue a abrir la ventana y a gritar una oferta a la multitud de abajo. Un rugido se alzó de la manada de afuera. Lo llevaron hasta la ventana en triunfal exhibición.

—¿Ves, camarada? —gruñó el guerrillero—. Tu fiel congregación te espera.

Marka cerró los ventanales.

—¡No puedo soportar esa visión! —gritó.

—Llevadlo a su pueblo —ordenó el líder.

—No... —Marka alzó el arma, y agitó enérgicamente la cabeza—. No os dejaré hacer eso. La multitud no.

Piotr gruñó una maldición.

—Lo tendrán de todas maneras. Subirán a registrar.

Thorny miró a la actriz asombrado. Aún no había eyectado el proyectil. Y el momento se aproximaba: un balazo para evitarle la multitud, un trozo de caliente caridad lanzado contra él por la mujer que lo había embaucado, utilizado y traicionado.

Se volvió hacia él con el arma, y él comenzó a echarse hacia atrás.

—Está bien, Piotr... si de todas maneras van a capturarlo...

Dio unos pasos hacia él, mientras se retiraba hacia un rincón. ¡La bala de verdad, Mela, eyéctala!

Entonces, el pie de ella tocó uno de los bornes de cobre, y vio la débil nube de chispas. Ojos de cristal, carne de gomaespuma, nervios que eran chorros de electrones.

Mela se había ido. Aquella era su muñeca. Quizá la verdadera Mela no podía soportarlo tras averiguar lo que había hecho, o quizá Jade la había llamado tras la primera escena del tercer acto. Una mano de plástico sostenía el arma, y un pequeño solenoide flexible esperaba el impulso que apretaría el gatillo con el dedo. El terror lo atravesó.

Dale la entrada, Thorny, dásela —susurró su auricular.

La muñeca tenía que esperar su protesta antes de poder disparar. Tenía que aguardar turno. Los ojos de él recorrieron el escenario, buscando una forma en que escapar. Solo tenía un instante para decidir.

Podía ir hacia la muñeca y tomarle el arma de las manos sin darle la entrada... traicionándose ante el auditorio y hundiendo el final de la obra.

Podía tratar de correr, darle la entrada, y esperar que fallase, dejándose caer tras el disparo. Pero, de aquella forma, caería sobre los bornes, y rebotaría aullando.

¡Por Dios, Thorny! —aullaba Rick—. ¡Márcale la entrada!

Miró al arma y se balanceó ligeramente, de un lado a otro. La pistola se balanceó con él, algo desfasada. Un segundo de desfase, no más...

—Por favor, Marka... —dijo, balanceándose más rápido.

El dedo se tensó sobre el gatillo. El arma se movió buscándole, mientras se balanceaba de un lado a otro. Era arriesgado. Tenía que calcularlo con exactitud. Era como bailar con una cobra. Deseaba escapar.

Falsificaste la grabación, echaste a perder la obra, solo conseguiste un segundo puesto tras el sistema que odias, se recordó a sí mismo. Y hasta cargaste la pistola. Ahora, si no quieres arriesgarte...

Apretó los dientes, mantuvo un movimiento de balance irregular, y luego...

—Por favor, Marka... no... no... ¡Noooo!

Un puño de hierro lo golpeó en algún punto de la cintura, le hizo dar una vuelta, y lo lanzó al suelo. La seca tos del arma solo era parte del golpe. Luego, se halló yaciendo hecho un ovillo en su lado del área de seguridad marcada con tiza, sangrando y maldiciendo suavemente. La escena continuaba. Comenzó a gritar, pero contuvo el grito en su garganta. Por entre una neblina, vio como los otros se movían hacia el final de la obra, vio el mar de rostros desdibujados tras las luces. La bala le había atravesado algún punto de su costado.

Debía dejar de agitarse. No podían tener a un Andreyev muerto estremeciéndose como un pez arponeado sobre las tablas. Tenía que aguantar un minuto, solo un minuto, aguantar.

Pero no podía. Se apretó el costado y tanteó buscando la herida. Era difícil palpar entre toda aquella pegajosidad. Quería arrancarse la ropa para llegar a la herida y contener la hemorragia, pero tampoco podía hacerlo. Aceptarían un maniquí estremeciéndose algo en una agonía de muerte, pero la sangre ya no iría tan bien. Los maniquíes no sangraban. Pero ¿es que no la veían? Tenían que verla. Pensarían que era un buen truco. Quizá un tubo de tinta roja. El realismo es...

Hizo un nudo con su mano en el cinturón, y tiró de él para que le apretase todo lo posible la cintura. El dolor se hizo peor durante un instante, pero pareció contener el brotar de la sangre. Siguió tirando, apretando los dientes y esperando.

Sabía donde le había alcanzado, pero era más difícil decir por donde había salido. Y lo que se había llevado por el camino. Gracias a Dios estaba sangrando, quizá no hubiese demasiado daño dentro.

Trató de enfocar el resto de la escena. En algún lugar, crecía la música. ¿Habían salido todos dejándole solo en escena? Pero no... allá estaba Piotr, entre la neblina. Piotr se aproximó a su sillón de ceremonias. En otro tiempo había pertenecido a un noble del Zar. Piotr, una joven máquina perfectamente fría, tenía su momento de triunfo: inspeccionando el trono.

Un débil chillido llegó de algún punto de entre bastidores. Mela. ¿No podía tener la boca cerrada durante medio minuto? Probablemente había visto la sangre. Quizá la música hubiera ahogado el alarido.

Piotr subió el escalón y se dio la vuelta. Se sentó cuidadosamente sobre el trono de tiempos del Imperio, probándolo y sonriendo victoriosamente. Parecía encontrar confortable el sillón.

—Debo conservar esto, Marka —dijo.

Thorny le lanzó una maldición en voz baja. Desde luego, sí que se lo iba a quedar, hasta que los tiempos recorriesen otro meandro del largo y viejo río. Y no habría oposición a ello, a juzgar por el atronador aplauso.

Y el telón cayó lentamente, para cubrir la ventana que era el escenario.

Sonaron pasos junto a él, y croó «¡Socorro!» un par de veces, pero los pasos no se detuvieron. Eran los maniquíes, marchando hacia sus cajas de embalaje.

Se puso en pie por sí mismo, y todo se tornó oscuro. Pero cuando se disolvió la oscuridad aún seguía en pie, así que se tambaleó hacia la salida. Corrían hacia él: Mela y Rick y un par de tramoyistas. Se tendieron manos hacia él, pero las apartó.

—¡Seguiré solo! —gruñó.

Pero, de todas maneras, las manos lo aferraron. Vio a Jade y al tipo grueso, trató de ir hacia ellos y explicarles todo, pero ella se puso aún más pálida y se echó hacia atrás.

Debo tener un aspecto sangrientamente aterrador, pensó.

—Trataba de esquivarlo, no quería...

—Ahórrate las fuerzas —le dijo Rick—. Ya te vi; agárrate.

Lo metieron en una caja de embalaje de muñeco, y oyó que alguien aullaba al auditorio que se marchaba, pidiendo un doctor, y luego como muchas manos comenzaban a trastear en su costado y a tirar de él.

—Mela...

—Aquí estoy, Thorny. Aquí mismo.

Y al cabo de un rato aún seguía allí, pero la luz del sol caía sobre la cama, y olía débiles aromas de hospital. Parpadeó mirándola varias veces antes de lograr recuperar la voz.

—¿Y el espectáculo? —croó.

—Lo han clausurado —dijo ella suavemente.

Cerró de nuevo los ojos y gruñó.

—Pero harán dinero.

Él la miró incrédulo y tragó aire.

—La publicidad. Impresionante. ¿Quieres que te lea los periódicos?

Asintió, y ella tomó los periódicos. Todos hablaban del loco que se había desangrado sobre las tablas. La detuvo a mitad del primer artículo. El público había comenzado a darse cuenta hacia el final de la obra, y la petición de un médico había confirmado sus sospechas.

—¿Pero reanudarán el espectáculo?

—¿Cómo no van a hacerlo? Con todo ese morbo que ha despertado, si tienen que cambiar de obra será a causa de la interpretación de Peltier.

—¿Y Jade...?

—Amargada. Muy amargada. ¿Puedes echárselo en cara?

Negó con la cabeza.

—No quería hacerle daño a nadie. Lo lamento.

Ella lo contempló en silencio durante un momento, y luego dijo:

—Uno no puede estar haciendo el fantasma como tú lo has estado haciendo, Thorny, sin dañar a nadie, sin que alguien no odie tus entrañas, sin que te pisoteen. No es posible.

Era cierto. Cuando uno se aferra a un trozo del pasado, y se queda asido a él en silencio, solo se hace daño a sí mismo. Pero cuando trata de abrirle brecha a ese pasado en el presente, uno comienza a herir a los que están cerca.

—El teatro está muerto, Thorny. ¿Podrás creerlo al fin?

Pensó en ello un rato, y negó con la cabeza. No estaba muerto. Sólo había cambiado su forma, y quizá no de una manera permanente. Lo había pensado así, por primera vez, la pasada noche, ante el icono. Había cosas propias de los tiempos, y otras, las menos, atemporales. Los tiempos eran resultado de una cultura humana particular. Lo atemporal era el resultado de toda la cultura humana. Y el Hombre Cultural era dado a los espectáculos. Creaba escaparates de cultura para un auditorio de hombres, mostraba sus aspiraciones, ideales y propósitos en ellos, y estas muestras eran necesarias para la continuidad de la cultura, para la orientación motivada de la especie.

Tras uno de estos escaparates, erigió un altar, y colocó ante él a un sacerdote para que cantase una descripción litúrgica del razonamiento de su corazón en cada tiempo. Y, tras otro escaparate, erigió un escenario y colocó sus muñecos parlantes sobre él para que viviesen una secuencia dramatúrgica de los deseos y penas de ese tiempo.

Ciertamente, los sacerdotes cambiaban, la liturgia cambiaba, y también los muñecos, los dramas y las muestras... pero los escaparates, nunca, nunca, serían cerrados mientras el Hombre viviese, pues solo a través de tales escaparates podía el hombre transitorio verse a sí mismo contra un fondo de mayor amplitud, ver al hombre inscrito en el Hombre. Una perspectiva que no era posible sin esos escaparates.

La dramaturgia. Tan antigua como el Hombre civilizado. Sobreviviendo a las formas, a las técnicas y a las aplicaciones. Sobreviviendo hasta la actual adoración popular de la Gran Diosa Mecanización, que había sido elevada a los altares aún a pesar de que era generalmente incomprendida. Tal como el Gran Dios Comercio de un siglo anterior, y la Diosa Agricultura de otro tiempo.

De pronto, se echó a reír en voz alta:

—Si usasen actores humanos hoy en día, resultaría un espectáculo bastante enmohecido. Y considerando el tiempo en que vivimos, ni siquiera sería cierto.

Para cuando otra figura apareció por la puerta, había comenzado a sentirse bastante orgulloso y heroico acerca de todo aquello. Cuando una tosecilla le hizo alzar la vista, miró un instante, sonrió ampliamente, y exclamó:

—¡Hola, Richard! Entra. Ven... siéntate. Vienes a ayudarme a decidir una profesión, ¿eh? Je, je... —agitó la sección de anuncios, y se echó a reír—. ¿Qué clase de cajitas negras puede construir un viejo...?

Hizo una pausa. La expresión de Rick era gélida, y no parecía tener intención de entrar. Al cabo de un momento, dijo:

—Creo que siempre habrá algún estúpido para volver a iniciar esa carrera.

—¿Carrera? —Thorny fue frunciendo lentamente el entrecejo.

—Ajá. El pasado siglo fue entre un ábaco chino y una máquina IBM. Realmente tuvieron una verdadera carrera, ¿sabes?

—Escúchame...

—Y el siglo antes fue entre una secretaria escribiendo a mano y otra con máquina de escribir.

—Si has venido aquí a...

—Y antes que eso fueron los tejedores a mano contra los telares mecánicos.

—Me ha encantado verte, Richard. Cuando salgas, ¿querrás decirle a la enfermera que...?

—¡Destrozad los telares, romped las máquinas, cerrad las oficinas con máquinas de escribir, que no entre ni una máquina de sumar en China! Y, entonces, ¿qué? ¿Trataréis de ser mejores herramientas que las mismas herramientas?

Thorny apartó la cabeza y se quedó mirando a la pared.

—De acuerdo. Estaba equivocado. ¿Qué es lo que quieres hacer? ¿Regocijarte? ¿Moralizar?

—No. Simplemente tengo curiosidad. Siempre sucede. Un especialista tratando de competir con herramientas especializadas a un más alto nivel. ¿Por qué?

—¿A un más alto nivel? —Thorny se sentó con un bufido, gruñó, se apretó el costado, y se dejó caer de nuevo, jadeante.

—Tranquilo, viejo —dijo Rick suavemente—. Lo lamento. Quería decir de un nivel organizacional superior. ¿Por qué lo seguís intentando?

Thorny permaneció en silencio unos momentos, y luego dijo:

—Por celos de status. Hasta los halcones tratan de echar a otros halcones de sus terrenos de caza. Hay que luchar contra la competencia.

—Pero tú no eres un halcón. Y una máquina no es competencia.

—Corta ya, Rick. ¿Para qué has venido aquí?

Rick se miró la punta de los zapatos, resopló débilmente, y entró en la habitación.

—Pensé que quizá necesitases algo de ayuda para encontrar un empleo —dijo—. Pero cuando miré desde la puerta y te vi aquí acostado como si fueras el rey Arturo, me amargué de nuevo —se sentó inquieto en el borde de una silla, y contempló al viejo con una mezcla de irritación, amargura y afecto.

—¿Me ayudarás... a encontrar un empleo?

—Quizá. Un empleo, no un nicho permanente.

—Es ya demasiado tarde para hallar un nicho permanente.

—¡Ya era demasiado tarde cuando naciste, viejo! No existe tal cosa... no ha existido desde el siglo pasado. Sea lo que sea en lo que te especialices, otra especialidad te tragará, o encontrará una forma en que reemplazarte. Si consigues lo que parece un nicho seguro, alguien llegará, lo cerrará con una lápida, y escribirá sobre ella tu epitafio. Y cuanto más especializada se vuelve una sociedad, más peligrosa es para el especialista puro. ¿Crees que un ingeniero electrónico está más seguro que un actor? ¿O un peón que se dedica a cavar zanjas?

—No sé. No es justo. La carrera de un hombre...

—Siempre hay una especialidad segura.

—¿Cual es?

—La especialidad de crear nuevas especialidades. Continuamente. La tuya.

—Pero eso es... —comenzó a protestar, para decir que un tal concepto pertenecía a la minoría altamente especializada, a la élite tecnológica de aquella era, y que no era una especialización, sino una generalización. Pero, ¿por qué a la minoría? La especialidad de crear nuevas especialidades...

—Pero eso es...

—Más o menos una definición del Hombre, ¿no? —terminó por él Rick—. Ahora, acerca del trabajo...

—Sí, acerca del trabajo...

Así que quizá no fuese, después de todo, a tener que empezar desde el fondo, decidió. Iba a empezar considerablemente por encima del lémur, el chimpancé, el orangután, el Maestro... si es que aquello era empezar.

Título original:

THE DARFSTELLER