UNA CUESTIÓN DE EXPERIENCIA
Wyc Toole
Un coche negro, con capot blanco y el enorme e intrincado sello del sherif del condado en las puertas, se detuvo ante la estructura blanca de una casa casi oculta por un bien cuidado naranjal. Un hombre bajo y fornido, con arrugado traje negro y sombrero vaquero gris se apeó, cerró la puerta del conductor de golpe y permaneció quieto unos instantes para encender una colilla de puro embutida en la comisura de su boca. La corbata oscura del hombre había sido estirada hacia abajo y el cuello de la camisa estaba desabotonado. Mientras ascendía por el arenoso sendero hacia el porche protegido con tela metálica, el hombre sacó un pañuelo mugriento del bolsillo y se secó la nuca.
El anciano sentado a la sombra del espacioso porche miró a la pesada figura que avanzaba cansina bajo el sol abrasador del mediodía y se preguntó, caviloso, qué razones inducían al sherif Lester Gilman a visitarle. Se le habrían podido ocurrir dos millones más o menos pero ninguna de la que Lester tuviera noción.
Cuando los pasos del sherif se detuvieron ante la puerta de tela metálica, él enjuto anciano levantó la vista como si hubiera estado dormitando y le miró de hito en hito. Vestía un mono limpio de mahón azul y una flamante camisa del mismo color.
El sherif Gilman lo vio a través de la tela metálica.
—Buenas tardes, Mr. Johnson —dijo.
—Buenas tardes, Lester.
—¿Puedo pasar y sentarme?
—Claro que puedes…, siempre que dejes tu arma fuera. Las armas me ponen nervioso.
El sherif Gilman se rió, estiró el faldón de su arrugada chaqueta sobre la pistolera que llevaba al costado, y empujó la puerta metálica. Cruzó el porche con pesadas zancadas y se desplomó sobre una silla, a la derecha de Charlie Johnson.
—Eso no es lo que he oído, Charlie —observó riendo entre dientes.
—Bueno, veamos. ¿Qué es, exactamente, lo que has oído, Lester?
—¡Bah! Esto y lo de más allá…, montones de disparatadas anécdotas. Ya sabe cómo parlotea la gente. Por ejemplo, aquel sujeto que encontraron muerto a unos quince kilómetros de aquí hace algunos meses. Me gustaría saber acerca de ese caso, vaya que sí. El paisano que lo hizo merece una medalla. El muerto tenía un historial delictivo más largo que su pierna derecha. —El sherif masticó, meditativo, la maltratada colilla—. Traidor como una serpiente y dos veces más peligroso, según oí decir en Miami. ¿Sabe usted algo acerca de él, Charlie?
—Ni lo más mínimo, Lester. Un viejo como yo se limita a sentarse y mecerse mientras espera que la gente le haga una visita. No sale mucho para chismorrear. —Los pies descalzos marcaron un ritmo ligero sobre las pulidas tablas del suelo.
—Si usted lo dice… —El sherif sonrió arrugando un lado de la cara—. Sea como fuere, no importa. Buen viaje a la mercancía podrida, es lo que digo yo.
—¿Quieres una cerveza? —preguntó Charlie tras una pausa.
El sherif asintió y Charlie entró arrastrando los pies en la casa.
Cuando el anciano regresó, el sherif cogió la cerveza, inclinó la cabeza agradecido y tomó un largo trago de la botella helada. Luego se secó la boca con el dorso de la mano.
—Ahora bien —dijo con jovialidad—, la gente suele contar algunas historias muy raras. Tal vez usted no lo crea, pero por ahí corre un rumor propalado desde Miami, según el cual usted fue, en su día, un gran hombre para las gentes del norte. ¿No le parece un disparate?
Charlie bebió su cerveza pensativo. Hizo cálculos mentales preguntándose qué sabría el sherif de los tiempos perdidos, cuando él, siendo un joven colérico y temerario, se hacía cargo de los huesos duros de roer que ningún otro quería; un agente independiente al servicio de cualquiera con el suficiente dinero para contratarle y asignarle una presa lo bastante artera para hacer emocionante la cacería y lo bastante vil para que la policía hiciera la vista gorda sobre el autor de la captura. Por último, él encontró a Sarah, averiguó algunas cosas sobre sí mismo, no le gustó lo que vio, y se trasladó a Florida con ella.
Cuando ambos llegaron, aquello era un paraje solitario y soñoliento a orillas del lago. Compraron tierra y construyeron una pequeña casa de blanca estructura, escondida entre los árboles. Hoy, él era viejo y ella se había ido. Sólo le quedaba un ensueño sutil que dormía al lado en su memoria. Desde entonces, dedicaba su vida a la joven pareja Semmes y sus pequeños, vecinos suyos. El hombre muerto que el sherif mencionara había ido con el propósito de matar a Jan Semmes y eso había sido una imprudencia por su parte porque, de haberlo hecho, Charlie habría perdido toda la familia que se proponía tener en lo que le quedaba de vida. Bebió otro trago de su cerveza y rió.
—¡Qué desatino! La gente no parece tener mucho de qué hablar estos días. —Entonces, habló bajando la voz y sin alterarse—. ¿Has venido a arrestarme, Lester? Porque si es así, más te valdrá contratar a un rebaño de abogados. Te demandaré por ocho motivos distintos y ganaré todos los juicios. Me haré contigo y con ese edificio del condado mucho antes de darme por satisfecho.
—¡Alto!, Charlie —exclamó el sherif riendo y levantando la mano—. ¡No se encrespe tanto! Ese hombre muerto no es de mi incumbencia. Yo le estaba sondeando a usted para ver si conseguía espabilarle y a fe mía que lo he conseguido. Pensé que sería posible tener un poco de ayuda por su parte.
—¿Qué clase de ayuda deseas de mí, Lester Gilman? —inquirió Charlie con cautela.
—Bueno, tengo un auténtico problema entre las manos. Verdaderamente, alguien me lo está planteando, Charlie, y le juro que no sé cómo solucionarlo. Quizás usted…
—Te escucho, adelante. —Charlie bebió de su cerveza.
El sherif cambió el húmedo cigarro de sitio en su boca.
—¿Conoce usted esa gran urbanización al otro lado del lago? ¿Esa tan pretenciosa con solares de un acre por unidad, y campo de golf y donde las casas más baratas cuestan las noventa mil?
Charlie asintió sonriente. Él había poseído aquellos terrenos y tenía todavía ciertos intereses en la urbanización.
—Pues bien, allí hay una pareja llamada Hastings. Él es algo así como un productor de altos vuelos en el negocio del espectáculo. Es el dueño de esa enorme casa del campo de golf y tiene una piscina tan grande como el jardín de usted. Pero Hastings y su mujer se llevan bastante mal. Según cuentan los vecinos, se pelean sin cesar cuando él está en casa. Y así van las cosas desde hace un año o dos. Por fin, de esto hará ahora seis meses más o menos, él intentó divorciarse. Acudió a los tribunales y ella ganó el pleito. La siguiente noticia que todo el mundo tuvo sobre ellos fue que la mujer empezaba a hablar de divorciarse.
—No veo qué interés puede tener eso para mí —dijo Charlie malhumorado.
—Hace tres semanas, Mrs. Hastings desapareció —se apresuró a decir el sherif—. Su hermana me telefoneó el lunes para comunicarme que no sabía nada de ella desde hace dos días. Eso no me pareció demasiado raro hasta que me explicó que su hermana la llamaba cada día porque tenía miedo de su marido. Había convenido con ella que si pasaban cuarenta y ocho horas sin tener noticias de su hermana, se comunicaría con la policía.
»Aunque aquello me pareciera un poco aventurado, cogí el coche y me fui a hablar con Mr. Hastings. Él me aseguró que su esposa le había telefoneado el sábado por la mañana a su oficina para comunicarle que salía de viaje. Él no la había visto desde entonces, lo cual me indujo a indagar por los alrededores. Los vecinos la habían visto el sábado por la mañana, pero no después. Nadie ha observado su marcha. Su coche sigue allí y su hermana asegura que no falta ni uno de sus vestidos.
—¿Crees que él la mató? —preguntó Charlie.
—Estoy seguro de que lo hizo, maldita sea, puedo sentirlo, pero no encuentro el cuerpo. Y con su historia, no podríamos elaborar una acusación que se mantuviese firme ante los tribunales ni en un millón de años.
—¿Registraste la casa y el terreno?
—Fue lo primero que hicimos y puedo asegurar que no estaba allí. Él nos invitó a pasar para que registrásemos cuanto quisiéramos e incluso nos indicó aquellos lugares en donde pudiera encontrarse. Cuando un individuo colabora en una situación como ésta, siempre tengo la certeza de que me he equivocado de lugar. No obstante, nosotros registramos todo pieza por pieza, e inspeccionamos el terreno y también los colindantes, cada uno de sus cochinos centímetros.
—Quizás él se la llevara para enterrarla en el bosque —sugirió Charlie.
—¡Ni hablar! —respondió Lester enfático—. Esa urbanización tiene vigilantes en la puerta de entrada las veinticuatro horas del día. Sólo hay una carretera para entrar y salir con un alto muro de ladrillo contorneando todo el perímetro. El vigilante supervisa cada vehículo que entra y sale por razones de seguridad. Es como una base militar. Necesitas llevar una pegatina en el parabrisas para entrar y salir, o bien haber sido invitado por algún residente, quien deberá comunicarlo a la garita por teléfono. Por eso sabemos que ella no salió en un coche. Hemos indagado sobre los dos taxis que estuvieron allí el fin de semana e investigado a cada uno de los visitantes. Mr. Hastings entró allí con su coche la noche del sábado y no volvió a salir antes de mi llegada. —El sherif hizo una pausa—. No, Charlie, la mujer se encuentra todavía en algún rincón de esa urbanización. Y, por cierto, no viva.
—¿Vieron los vecinos a Hastings durante el fin de semana? —preguntó Charlie.
—¡Oh, sí! Estuvo en la piscina y en el campo de golf durante todo el domingo y el lunes. Todo el mundo lo vio. Una señora creyó haber oído pelear a los Hastings el sábado por la noche, pero él jura que eso no es cierto. Afirma que su esposa se marchó y él tuvo encendido el televisor con el volumen alto. El hombre tiene respuesta para todo.
Charlie se meció un rato, sorbió cerveza y, al fin, dijo de repente:
—Ha sido enterrada en ese campo de golf, Lester. Ahí es donde está.
—Eso es también lo que yo pienso —murmuró el sherif—. Cada vez que pasamos por allí, Hastings se pone nervioso como un gato. Parece muy seguro a primera vista, pero yo puedo olfatear esas reacciones ocultas. El problema estriba en que nosotros peinamos ese campo de un extremo al otro y no encontramos nada.
—Un campo de golf es algo difícil de inspeccionar —observó Charlie.
—Sí, por lo general. Pero éste no es un campo de golf ordinario. Es un campo de golf para personajes acaudalados. Lo que ellos denominan «terreno accidentado» es como una calle en los campos tradicionales. El cuidador del green, un hombre llamado Miles Jamison, adora el lugar, se conoce cada hoyo y hondonada. Si alguien hubiese excavado en algún punto del maldito campo, él lo sabría.
—No quiero insultarte, sherif, preguntándote si has revisado las hoyas de arena y agua —insinuó Charlie midiendo las palabras.
—Sondeé cada hoya de agua, revisé cada hoya de arena, en su totalidad. Conforme, ella está en alguna parte de ese campo pero ¿en cuál?
—¿Qué me dices de los greens? —insistió Charlie.
—En esas superficies tan delicadas —dijo el sherif con un movimiento negativo de cabeza—, un corte de pala sería tan ostensible como un caballo dentro de una piscina. No habría forma de cavar en una de ellas sin dejar la menor huella. Jamison manifestó que esa idea era lo más cómico que había oído en su vida. Cuando vi los greens, comprendí el porqué.
—¿Puedes obtener todavía un mandamiento judicial para entrar en esa casa? —preguntó Charlie.
Lester asintió.
—Está bien, entonces recójeme esta noche a las once y media. Habrá mucha tranquilidad a esas horas. Haz que Jamison se nos una en la parte trasera de la casa de los Hastings, y lleva algunas luces, algunos hombres para cavar y un par de ellos para vigilar a Hastings. Yo te enseñaré en dónde está la mujer —dijo Charlie con aplomo.
—¿Y por qué no lo hace ahora? —inquirió el sherif adelantándose en su silla.
—Porque ahora mismo lo desconozco, pero lo sabré antes de que la noche concluya. —Charlie se respaldó en su butaca y cerró los ojos.
Lester tenía muchas más preguntas que hacer, pero comprendió que aquella conversación había dado fin. Así que se levantó y se marchó. Charlie no abrió los ojos ni un instante.
Hacia medianoche, se presentaron en casa de los Hastings. Aparcado en el extremo final del callejón sin salida que flanqueaba la finca había un camión repleto de operarios y herramientas, más una batería de focos portátiles que colgaba del parachoques trasero.
—Lester —dijo Charlie apenas vio aquel camión—, a fe mía que has salido con todos los pertrechos. No vamos a necesitar más de dos hombres y un fanal de pesca.
—Bueno, ahí los tendremos por si los necesitamos —replicó Lester marcando ferozmente su húmeda colilla de cigarro puro.
Ambos anduvieron silenciosos alrededor de la casa hasta la parte trasera en donde el cuidador de los greens, Miles Jamison, les esperaba. Hubo intercambio de saludos.
—Escucha, Lester —dijo Charlie—. Haz que enciendan todas las luces en todas las habitaciones traseras de la casa y también las que rodean la piscina.
Lester soltó un gruñido de asentimiento y cruzó el patio. Llamó a la puerta y Mr. Hastings apareció. Durante un minuto o dos, ambos discutieron y luego, de pronto, surgió una luz verde y blanca que bañó el patio enlosado llegando hasta el campo de golf que bordeaba la parte trasera del césped.
Charlie caminó despacio por la «calle» hasta el único green que podía ver. Lester y Jamison lo siguieron. Varios agentes tomaron posiciones en las fachadas delantera y trasera de la casa.
Cuando el grupo alcanzó la suave alfombra verde de mi mala hierba, Charlie caminó hasta el mismo centro de ella y se quedó plantado allí, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y los hombros inclinados hacia delante. Luego, levantó la cabeza y miró lentamente a su alrededor como si acechara algún sonido especial u oliera un aroma peculiar entre la rica mezcla de fragancias que la brisa nocturna arrancaba a las flores y los árboles tropicales. La suave luminosidad procedente de la casa llegaba hasta el borde del green, pero Charlie pudo ver con toda claridad a Lester y Jamison bajo ese tenue resplandor.
—¿Dónde está otro de esos greens? —preguntó Charlie.
—Éste es el número seis —dijo Jamison acercándose más—. El número catorce se halla a unos ciento treinta y seis metros en esa dirección. —Y señaló hacia la derecha de Charlie—. Está demasiado oscuro para verlo.
—¿Algún otro cercano?
—No tanto como éste. Desde aquí se pueden distinguir el cinco y el siete con las luces de otras casas. ¿Los ve? —inquirió Jamison.
—Sí. —Charlie se sacó las manos de los bolsillos y se subió los pantalones—. Vale, Lester, traigamos las luces y vamos en busca de ese número catorce. —Charlie avanzó en la oscuridad siguiendo la dirección que Jamison le señalara.
Cuando todo el mundo estuvo reunido allí y los focos iluminaron el green catorce, Charlie caminó hasta el centro y repitió la misma rutina de husmeo y escrutinio. Era un green relativamente pequeño, muy suave, con una leve pendiente y cuidado a la perfección. El área de lanzamiento tenía una elevación de noventa centímetros sobre el nivel de la «calle». A diferencia del sexto, éste se hallaba protegido en sus cuatro costados por grandes hondonadas de arena. Era un green en donde la bola debería caer y quedarse o, de lo contrario, el jugador lo pasaría mal.
Charlie terminó su inspección del green e hizo señas a Lester para que se acercara. Jamison le siguió.
—Está bien, Lester, haz traer esa barra con la que hurgáis el suelo e introdúcela de costado unos cuarenta centímetros desde el borde de esta hondonada e id profundizando cada diez centímetros. Ella está enterrada debajo de este green —dijo Charlie con gran aplomo—. Comenzad a trabajar desde aquí. —Y señaló el centro de la hondonada de arena más distante.
—¡Eh! Un minuto, maldita sea —le interrumpió Jamison.
Lester lo miró y mascó su cigarro más aprisa.
—El poner a punto estos greens cuesta veinticinco mil por cabeza. Si alguien hubiese movido una sola brizna de este césped, yo lo sabría al instante…, por no hablar de enterrar un cuerpo. Van a cometer una sarta de locuras empleando esa barra de acero y destrozando mi green para nada. No encontrarán lo más mínimo.
Lester miró a Charlie de nuevo, guiñando ambos ojos y trasladando aprisa la empapada colilla de una comisura de la boca a la otra.
Charlie silbó entre dientes.
—¡Veinticinco mil por este parche de hierba! Yo debería dedicarme al negocio de los campos de golf. —Sonrió a Jamison y luego se dirigió a Lester—: Es curioso cómo trabaja la mente humana de arriba abajo cuando piensa en una tumba. Se puede apostar por ello una vez y otra.
Lester interrumpió la masticación de su cigarro durante un minuto completo. Luego, se lo quitó de la boca y lo lanzó a las tinieblas.
—¡Bueno! Maldita sea mi estampa —exclamó estupefacto—. Excavó la tumba de costado, ¿verdad? Bajó a la hondonada de arena y cavó por debajo del green. ¡Nos podíamos haber pasado la vida sondeando de arriba abajo esas hondonadas! —Dando media vuelta, gritó a los operarios que estaban con la batería de luces—: ¡Traigan aquí la barra y esas palas! ¡Y adelante con todo!
Después de diez tentativas, notaron que la punta del barreno chocaba con algo. Treinta minutos después, extrajeron el cuerpo de Mrs. Hastings. Los agentes de vigilancia fueron en busca de Mr. Hastings quien había intentado largarse apenas vio que un raudal de luz inundaba el green catorce.
Serían las dos de la madrugada cuando Lester dejó a Charlie en su casa. Mientras Charlie se deslizaba parsimonioso por su asiento para abrir la puerta y apearse, Lester dijo:
—No le preguntaré cómo sabía usted dónde buscar. Me limito a darme por enterado y se lo agradezco.
—Tal vez se requiera una mentalidad especial para eso, Lester. Una que no piense siempre desde arriba abajo sino también por caminos un poco tortuosos de vez en cuando. —Charlie cerró la puerta del coche sin hacer ruido.
El sherif se quedó sentado mascando un nuevo cigarro y moviendo la cabeza pensativo mientras miraba al anciano alejarse despacio por el oscuro sendero hasta desaparecer dentro de su casa.
A la mañana siguiente, Charlie estaba agachado removiendo la tierra de sus planteles de flores cuando una sombra cayó sobre él. Se volvió y levantó la vista guiñando los ojos al deslumbrante sol. Su vecina, Jan Semmes, se encontraba de pie ante él y lo miraba acusadora. Sus enormes ojos color violeta tenían una expresión fría. La mujer se recogió un mechón rebelde de pelo rojizo que le caía sobre el atezado rostro.
—¡Charlie Johnson! ¿Tienes líos otra vez con la policía? —acusó mientras sostenía con el brazo derecho sobre la cadera arqueada a su más reciente retoño, un bebé de seis meses.
Charlie se levantó despacio, se llevó una mano hacia atrás, al riñón, y la miró de arriba abajo.
—Vamos, Jan, ¿cómo se te ocurre semejante cosa?
Jan Semmes escrutó sus pálidos ojos azules y replicó mordíente:
—No te hagas el vivo conmigo, Charlie Johnson. Ayer vi al sherif por aquí, y anoche le volví a ver cuando te recogía cerca de las doce. Luego, te he oído regresar armando ruido a las dos de la madrugada. —La voz femenina fue aumentando su volumen.
El bebé soltó unos gorgoritos cuando Charlie agitó un largo dedo ante él y le hizo muecas.
—¡Cáspita! Verdaderamente no me pierdes de vista. Más me valdría andar con cuidado cuando traiga a alguna moza de tapadillo aquí.
Ella alargó una mano pequeña y morena para acariciarle la áspera mejilla.
—Charlie —dijo suplicante—, no juegues conmigo. ¿Estás metido en algún lío?
Charlie descubrió preocupación en los ojos de Jan y sintió en la cara el roce suave de su mano. Aquella chica se parecía mucho a Sarah, muerta hacía un año…, ¿o eran diez? Parecía una eternidad. El anciano salió de su ensoñación.
—No, cariño, no me pasa nada. Sólo he estado ayudando a Lester en un campo de golf.
—¡Campo de golf! —exclamó ella indignada mientras sus ojos volvían a reflejar cólera.
—Eso es —murmuró él inocente.
Jan dio un paso atrás y le miró iracunda.
—Bien, veo que no piensas hablar con sentido común esta mañana. Sigue por ese camino y verás lo que me preocupo. ¡Y encima te he estado haciendo un pastel de limón! —Jan dio media vuelta y comenzó a alejarse. De pronto, giró sobre sus talones y gritó—: ¡Tal vez sepas segar la hierba del campo de golf pero apuesto cualquier cosa a que nunca has jugado en uno!
Charlie frunció el ceño y rumió esa aseveración.
—Tienes razón como de costumbre, chiquita. Siempre fue cuestión de trabajo.
El anciano observó la espalda dejan durante un rato mientras ésta atravesaba el arenoso patio, y luego se encorvó otra vez para seguir trabajando en sus macizos de flores.
—Sin duda sería embarazoso que a ellos les diera por agujerear demasiados campos de golf en Nueva York —masculló para sí. Pero eso había ocurrido hacía mucho tiempo, y el recuerdo se desvaneció mientras él pensaba lo bien que sabría aquel pastel de limón.