UNA SELECCIÓN DE TESTIGOS
Henry Slesar
Gordon conocía aquel leve y glacial silbido en el vestíbulo, sabía que después seguiría una discreta llamada de nudillos. Podía imaginarse el rostro granuloso, de larga mandíbula, bajo el sombrero de copa achatada, la sonrisa amarillenta, y los ojos azulados, desvaídos, de hombre viejo, tras las gafas de concha. «Kellerman, eres feo —pensó Gordon—, feo y depravado, y yo te aborrezco». Pero era más fácil hurgar en el bolsillo, extraer los cuarenta que Kellerman le exigía (era todo cuanto pedía ese considerado y caritativo chantajista), ponerlos en su blancuzca y arrugada mano y dar el asunto por terminado hasta el siguiente mes.
El pago de la extorsión se había convertido en un gasto más de la vida cotidiana como el alquiler, la factura de la electricidad o la cuota del club de Pamela. Él no había ocultado la existencia de Kellerman a su esposa. Para ella, Kellerman era otro de los proveedores; Pam no tenía ni idea de los servicios que rendiría, ella no prestaba atención al tedioso mundo de las finanzas. Su propio mundo consistía en visitar exposiciones de arte, adherirse a los clubes de lectores, llevar a sus hijos al parque y seguir cursos nocturnos de historia política. Gordon la quería mucho. El pensar que Kellerman pudiera contarle aquella sucia historia, mostrándole las fotografías de él y aquella chica, le ponía la carne de gallina y un tic se desataba en la comisura de su ojo derecho.
Pero Kellerman no contaría tal cosa, por supuesto. No estaba interesado en desbaratar los matrimonios idílicos. Como el buen chantajista profesional que era, Kellerman tenía un código de ética. Si cobraba, su silencio estaba asegurado. Gordon podría haber seguido pagando sus cuarenta dólares meses y meses si no hubiese sido por la inflación.
—Es la inflación —dijo Kellerman un día olvidando dirigirle su habitual sonrisa amarillenta a Gordon. El sombrero de copa baja, con su grasienta banda, quedó estrujado entre las pastosas manos—. Sólo un aumento de diez dólares, Mr. Brinton. Todos los precios están subiendo. —Mostró tanta humildad que podría haber sido un empleado solicitando aumento de sueldo.
- ¡Está bien! —gruñó Gordon arrancando otros diez del rollo—. ¿Qué más se le ofrece?
—¡Bah! —exclamó Kellerman—, no se lo tome así. —Se mostró jocoso una vez más.
Después de que la puerta se cerrase tras él, Gordon pudo oír todavía su seco silbido alejándose escaleras abajo.
Algunas semanas después, Gordon cogió a Lockjaw, su bull terrier, para dar un paseo nocturno por el parque. Pam se había ido a Washington Irving para matricularse en otro cursillo de adultos. Él se dio cuenta de que un hombre lo observaba y estuvo seguro de que ese interés era más que casual.
Y acertó. El hombre se le aproximó y le interpeló a borbotones, tartamudeando.
- ¡Más despacio, más despacio! —le interrumpió Gordon—. No entiendo una palabra.
El hombre se sonrojó.
—Me gustaría hablar con usted acerca de Ed Kellerman —dijo sin atropellarse.
El escuchar aquel nombre en labios de un desconocido fue para Gordon como si un cubo de hielo le rodara por la espalda. Estudió el pálido y juvenil rostro de su interlocutor, observando sus ojos hinchados y sus labios blancos y apretados. Era un rostro moldeado por la ansiedad.
—No conozco a nadie llamado Kellerman —repuso Gordon.
—Quizá sea preferible que nos sentemos y charlemos. Bonito perro lleva usted.
Encontraron un banco vacío, y el hombre dijo llamarse Dave Bliss. También conocía a Gordon por su nombre, sabía dónde vivía y que tenía esposa y dos hijos. Y a Kellerman.
—No le preguntaré por qué lo tiene enganchado —dijo Dave Bliss poniéndose un cigarrillo en la boca para sacarlo y meterlo nervioso—. Me figuro que usted hará lo mismo conmigo. Ahora bien, ¿le importaría decirme cuánto le paga? Él me birla cincuenta cada mes.
—Lo mismo —respondió Gordon con voz enronquecida—. Hasta hace muy poco, eran cuarenta.
—Sí —murmuró Bliss—. Fue entonces cuando decidí seguir a Kellerman y ver qué podía averiguar sobre él. No sé lo que hace usted, pero yo trabajo para la Oficina de Correos y esos cincuenta pavos hacen bastante pupa.
—Yo soy vendedor —dijo Gordon—. Trabajo a comisión, sin sueldo. Y algunos meses me muero de hambre.
—Y quién sabe lo que pasará si Kellerman empieza a sentirse codicioso.
—Entonces, ¿usted le siguió? ¿Y qué averiguó?
Lockjaw empezó a ladrar sin el menor fundamento y Gordon le dio un papirotazo en el morro.
—He averiguado que tiene una gran clientela —sonrió Bliss—. Le seguí en su recorrido por diez o quince direcciones de la ciudad. Él no lleva ninguna lista, todo está en su piojosa cabeza, nombre y señas.
—Eso quiere decir que no estamos solos —masculló Gordon.
—No —repuso Bliss—. Y es lo que importa. No estamos solos. Por eso mi idea me parece excelente. Un trozo de basura como Kellerman no merece vivir. Olvidemos el dinero y pensemos sólo en lo que ese hombre hace a la gente. Me pudro por dentro.
—¿Y de qué se trata? —inquirió Gordon.
El hombre tiró su cigarrillo. Lockjaw olfateó la colilla encendida, y Bliss lo apartó mientras le daba unas palmadas en la entrecana cabeza.
—¡Vamos a matarle! —estalló el otro—. He ahí la idea.
—¿Está usted loco? El asesinato es peor que el chantaje.
—Asesinato no es la palabra exacta. Nosotros vamos a remediar un error humano, sólo se trata de eso.
—Olvídelo —dijo Gordon—. Bórrelo de su mente. Me comportaré como si no hubiese oído nada.
Bliss encendió otro cigarrillo y pareció más relajado.
—Todos se mostraron muy escrupulosos al principio. Pero cuando les expliqué el asunto, se avinieron con el proyecto.
—¿Todos? ¿Qué quiere decir?
—Las personas anotadas en la lista de Kellerman. He visto a doce de ellas; usted es uno de los últimos. Cuando les expliqué la infalibilidad del plan, lo fácil que éste resultaría, todos estuvieron conformes. Ya ve usted, eso que llaman conciencia no le remorderá si recuerda lo que Kellerman es. Lo único que deberemos evitar será que nos descubran. Mi idea ata ese cabo suelto.
—Eso es lo que piensan todos los criminales —adujo Gordon.
—No se trata de ningún crimen —prosiguió Bliss—. Y la policía no detendrá a nadie porque ni siquiera será un homicidio, sino un accidente. Si alguien se encontrase en dificultades, ese alguien sería yo. Sólo yo. Mataré a Kellerman con mi coche, cuando haga su ronda una de estas noches. Ya he estudiado la hora y el lugar: poco antes de medianoche, en Carol Street.
—Ya veo —murmuró Gordon—. Un accidente.
—Exacto —dijo Bliss—. Ahora, ya conoce el favor que voy a hacerle.
—¿Y cree usted que el Cuerpo de Policía está formado por un montón de lerdos? Me parece que ha leído demasiadas noveluchas. ¿No sabe que los asesinos acaban siempre entre rejas? ¿Incluso cuando llaman accidente a su delito?
—Esto es diferente, por los testigos —replicó Bliss.
—¿Cómo?
—Yo tendré testigos —dijo Bliss—. Un montón de ellos, todos ajenos al asunto. Nada los relacionará entre sí, no habrá ningún interés personal en ellos. Y todos contarán, exactamente, la misma historia, lo que vieron, la culpa de recibir el golpe de mi coche era de Kellerman.
Gordon se levantó.
—No me cuente nada más. Ya me ha dicho demasiado.
—No —arguyó Bliss—. Debe comprender algo: usted forma parte de esto como todos los demás. ¿Es que no ve la belleza que hay en ello? Seguridad en el número. Ciudadanos fiables, todos ellos testificando lo mismo. Y quiero decir fiables de verdad. Tendría usted que ver quiénes son algunas de las víctimas de Kellerman. Uno exprofesor de universidad, dos son médicos. Hay cuatro amas de casa, un barman, un par de hombres de negocios, varios asalariados como yo. Todos están conmigo, Brinton, cada uno de ellos.
—¿Y son necesarios tantos testigos para un accidente?
—No los necesitaremos a todos. Ellos no quieren ser interrogados por la policía, pero estarán allí, por si acaso. Y queremos que usted se encuentre también allí, Brinton.
—Usted está realmente loco —dijo Gordon—. Usted y todos los demás. Yo no tomaré parte en eso. Aborrezco a Kellerman, mas eso no significa que vaya a matarle.
—Ya le he dicho…
—El asesinato es siempre asesinato —dijo Gordon tajante—. No obstante, quizá la idea de actuar todos juntos resulte útil. Si fuésemos a la policía, tal vez encontrasen algún medio para tratar con él como se merece.
—¿Y hacer que Kellerman divulgue…, todo cuanto sabe? No, gracias, compadre. Mi sistema es mejor.
—Su sistema apesta —repuso Gordon—. No lo haga, se lo advierto. —Y aferrando la correa de Lockjaw gritó—: Vámonos, estúpida bestia. ¡Adelante! —Acto seguido, emprendió la marcha.
—Brinton —le llamó Bliss desde el banco—, ¿y qué pasará si lo hago?
Pero Gordon siguió su camino. Sólo el perro miró hacia atrás.
El jueves por la noche, el teléfono sonó. Pam lo cogió y tuvo dificultades para entender el nombre del comunicante. Por fin, se encogió de hombros.
—Es para ti —dijo a Gordon—. Un tal Debliss creo que ha dicho.
—Lo cogeré en el dormitorio.
—Hola, Brinton. ¿Me recuerda? —Sonó la voz de Bliss.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Estará usted ocupado mañana noche?
—¿Qué quiere decir ocupado?
—Unos cuantos de la partida se reunirán mañana noche.
En la esquina de Carol Street y la Novena Avenida, alrededor de las once y media. ¿Le apetece venir? Quizá vea algo interesante.
—No puedo seguir adelante con ello —repuso Gordon con voz tensa.
—Todos nosotros estamos juntos en esto —contestó Bliss—. Quizás usted no tenga que hacer nada. Pero la seguridad está en el número, ¿sabe?
—Nadie se sale con la suya en un asunto semejante. Le doy mi palabra.
—Todo irá bien si nos mantenemos unidos —dijo Bliss—. Todos nosotros.
—¡Yo no! —replicó Gordon encolerizado—. ¡Jamás! —Y colgó con violencia para subrayar su punto de vista.
El día de cobro era el sábado, pero el silbido glacial de Kellerman no se dejó oír en el vestíbulo. Gordon empezó a pasear por la alfombra de la sala. ¿Por qué no acudiría Kellerman? Gordon se preguntó si el hombre sabría ya la respuesta. Mantuvo la mano sobre los cincuenta dólares, en el bolsillo. Los billetes empezaban a humedecerse y reblandecerse.
Cuando la noche llegó, Gordon oyó pasos en la escalera y supo que se trataba de Pam volviendo de la inauguración de alguna galería de arte. Esperaba, ¿o no?, que ella se hubiese acordado de recoger el periódico a la salida del metro. Algunas veces lo hacía, y otras no.
—Hola, querido —saludó ella—. ¿Te dieron guerra los niños?
—Las escaramuzas usuales —contestó Gordon—. ¿Recordaste el periódico?
Ella lo había recordado.
—¡Mami! —gritó una voz angustiada desde el dormitorio—. ¡Susie le ha dado una patada a mi muñeca y la ha herido!
Gordon encontró la reseña en una página interior:
PEATÓN ATROPELLADO Y MUERTO POR UN AUTOMÓVIL
Un hombre identificado como Edward Kellerman, de
61 años, con domicilio en 18-11 Sudworth Street,
Queens, fue arrollado y muerto por un automóvil en la esquina de Carol Street y la Novena Avenida a medianoche. El conductor del vehículo, David Bliss, de Manhattan, fue puesto en libertad tras su interrogatorio. Cuatro testigos en el lugar de los hechos declararon que Kellerman se metió, prácticamente, debajo de las ruedas del automóvil cuando éste doblaba la esquina.
Gordon sintió una emoción extraña, triste. El por qué no le alegraba la muerte de un hombre a quien despreciaba era algo que fue incapaz de analizar. Recortó la reseña y la guardó en un cajón. No volvió a mirarla durante toda la semana, pero aquella noticia fue lo único que ocupó su pensamiento. Supo que era necesario ver a Dave Bliss de nuevo.
Encontró el nombre en la guía telefónica. Bliss se mostró remiso al principio, pero dijo que se entrevistaría con él al cabo de dos días. El lugar elegido para la cita fue un bar, el Yank’s, en la Calle Doce.
El Yank’s resultó ser un establecimiento del tipo familiar, próximo a la zona portuaria. Desde allí podían verse las chimeneas rojas y azules de algún transatlántico sobresaliendo de entre los tejados de los edificios.
Bliss lo estaba esperando fuera del bar, subiendo y bajando la cremallera de su cazadora. Su aspecto era mucho mejor que el de la noche de su primer encuentro. Más sereno.
Todavía no habían dado las siete. Sólo se veían tres o cuatro personas más en el local. Gordon y Bliss ocuparon unos taburetes en un extremo de la barra, y el barman les sirvió un par de cervezas.
—Supongo que leería usted el periódico, ¿no? —preguntó Bliss cuando el camarero se hubo alejado.
—Sí —dijo Gordon—. Lo leí.
—Es un alivio, ¿eh? Se acabaron los días de pago. Ha sido como un aumento de sueldo —sonrió Bliss—. He estado pagando a ese tipo durante tanto tiempo los cincuenta dólares que me parece como si me hubiese encontrado dinero en el bolsillo.
—¿Esos cuatro testigos que el periódico mencionaba eran todos…? —preguntó Gordon.
—Claro —le interrumpió Bliss—. ¿No le dije que era infalible? Los «polis» interrogaron a cuatro nada más, pero había bastantes de los otros rondando por los alrededores.
—Listos —dijo Gordon—. Todos ustedes son muy listos.
—Seguro. No se puede discutir con tantos testigos. Ya le dije que sería muy difícil.
—¿Y qué pasará si alguien decide hablar?
—Nadie lo hará. No hay ninguna razón para ello.
—Todos tienen conciencia, ¿o no?
—¿La tenía Kellerman?
—Kellerman no era un asesino.
—Era algo peor. ¡Mucho peor!
—Usted piensa que hay seguridad en el número —dijo Gordon—. También podría haber peligro en el número. Cuantas más personas conozcan esto, tanto…
—¡Hemos hecho un favor al mundo! —Saltó Bliss irritado—. ¿Es que no lo comprende?
—¡No! ¡Usted mató a un hombre! ¡Eso es todo lo que entiendo! ¡No podría dormir ni una noche más si tuviese esa carga en mi pensamiento!
—Escuche, compadre, si usted tiene esas ideas…
—¡No pierda el tiempo! ¡Las tengo! ¡Me rondan por la cabeza! ¡No he estado pensando en otra cosa durante toda esta semana!
—¡Usted ha perdido el juicio! ¡Nosotros le hemos prestado un gran servicio, hemos salvado su «pasta», su salud! ¿Sería capaz de denunciarnos a todos nosotros por eso?
—¡Yo no quería su ayuda! —replicó Gordon mientras las manos le temblaban de tal modo que hubo de enlazarlas y apretarlas contra las rodillas—. ¡Jamás le pedí que cometiera un asesinato por mí! ¡Y no puedo olvidarlo, no es nada fácil!
—Mentecato —refunfuñó Bliss—. ¡Ah, estúpido cabezota! —Luego gritó al camarero—: ¡Eh, Yank! ¡Ponnos otra cerveza!
El hombre se acercó al extremo del bar donde ellos se hallaban con una toalla colgada de su peludo antebrazo. Miró a Bliss e inquirió:
—¿Apuros?
—Sí —dijo Bliss—. Pero podemos solucionarlo.
Gordon vio la boca del 45 apareciendo como por ensalmo de debajo de la toalla. Luego, echó una ojeada al rostro del barman y adivinó su terrible designio. Un instante después, el morro del arma se apoyaba contra su pecho. Gordon levantó ambas manos para apartarlo de sí. Con el rabillo del ojo, vio que Bliss saltaba de su taburete, y, entonces, el revólver se disparó. Lo hizo con tal estruendo que ahogó incluso su último pensamiento.
—¿Qué sucedió? —preguntó el agente—. ¿Cómo recibió este balazo?
—Caramba, Frank, pregúntaselo a ellos —dijo el barman—. ¿Te importa que tome un trago? Todavía estoy temblando.
—Adelante —dijo el agente—. ¿Y cómo se llama usted, Mr…?
—Walton. Trabajo en la Compañía Telefónica.
—¿Y usted es Mrs…?
—Chester —se apresuró a contestar el ama de casa.
—Y yo soy el doctor Adams —se presentó el anciano caballero—. Doctor Herbert Adams. Estoy en el Policlínico.
—Él se encontraba sentado junto a mí —explicó Dave Bliss—. Cuando sacó ese revólver, di un salto de dos metros hacia arriba.
—Atraco —dijo el barman—. Eso es lo que ocurrió. Yo no supe siquiera lo que estaba haciendo. Agarré el arma y forcejeé con él. Entonces, se disparó.
—Sí, así es como sucedió —terció Walton.
—Cierto —saltó a su vez el doctor Adams mientras los demás asentían con la cabeza.
La policía retiró el cuerpo al cabo de una hora, y, poco después, permitió que los testigos abandonaran el escenario de la tragedia para que cada cual siguiera su camino.