III

Cuando Holmes volvió ya estaba muy próxima la hora de la cena.

—¿Querrá tomar ahora su desayuno? —bromeé—. ¿O prefiere esperar a la cena?

—Lestrade y yo almorzamos tras hacer nuestro informe al virrey —replicó Holmes—. Esta noche puedo pasar de cena. Tras la comida preparada por el chef del Savoy, la cocina de la señora Hudson no tienta a mi apetito.

—Aunque prepara un abundante desayuno escocés.

—Cierto —concedió mientras se despojaba de su abrigo y su gorra.

—¿Qué hay de los chicos? —inquirí.

—Los he puesto al cargo de un par de mis Irregulares —respondió con entusiasmo—. Unos jóvenes robustos que no sólo buscarán a Jacky y Jemmy un sitio donde vivir, sino que además les iniciarán en las costumbres de los Irregulares. Volveremos a verlos, no tengo ninguna duda.

—Yo tampoco —asentí.

—Por si le intriga, como a mí me intrigó, cómo pudo Jicky Tar conocer la existencia de la tienda del signor Antonelli, le diré que tenía un confidente en el Ponna que le dijo que el cofre podía ir hacia allí. En cuanto Jicky supo que yo estaba metido en el caso, hizo que me vigilaran. Por eso nos encontramos con ellos. Bien está lo que bien acaba —citó, para sugerir a continuación—: Quizá un poco de amontillado no estaría fuera de lugar.

Fue hasta nuestro aparador, y cogió dos vasos de vino y la botella. Cuando los llenó alcé mi vaso.

—Por otro éxito.

—Esta vez fue pura casualidad —dijo, negándose el mérito.

—Basada en nuestros conocimientos —enmendé.

—Y en una pinche. —Ahora alzó su vaso—. Por nuestra señorita Muffin —brindó—. Ya sabe, Watson —dijo, mientras se sentaba—, que no acostumbro a aceptar remuneración por la ayuda que presto a quienes necesitan solucionar sus problemas, pero de cuando en cuando llego a un arreglo. Esta ha sido una de esas ocasiones. El Gaekwar puede permitírselo.

Bebió un sorbo de su jerez.

—He pensado en enviar a Muffin a una escuela, a una buena escuela para mujeres. Pero ¿cómo hacerlo? Resulta bastante obvio que tanto ella como su madre son personas independientes que no aceptarían caridad, ni nada que pudiera oler a eso. —Negó con la cabeza—. Y las dos tienen que salir a trabajar para poder vivir.

—Eso parece lo esencial hoy día, tal y como está el coste de la vida comenté.

—He estado meditando este problema. —Volvió a llenar los vasos—. He pensado en alguna clase de beca. Una que no sólo cubriera los gastos, y diera lo bastante para pagar por lo menos su alojamiento. De este modo, su madre podría permitirse el que Muffin recibiera las ventajas de la educación. La niña tiene una mente tan brillante y un espíritu tan inusual que sería una pérdida no permitir que se desarrollara. Quizá se convertiría en una maestra.

—O en un científico —sugerí.

—O en un doctor en medicina —contrarrestó él.

—Ese día llegará para todas las mujeres —acordé—. Y no tardará mucho.

—Pero ¿cómo conseguir esa beca? ¿Y cómo asegurarnos de que Muffin hará uso de ella? Es el problema más espinoso que he encontrado.

—Lo resolverá —dije con certeza.

—Debo hacerlo —respondió—. Es, si puedo inventar un refrán, «el premio del que busca».

De abajo nos llegó el primer aviso de la cena. Nos levantamos dispuestos a bajar las escaleras antes de que sonase el segundo. Holmes sonrió al dejar el vaso de vino.

—Se me ha ocurrido hacer de Papá Noel para nuestros jóvenes amigos. Comprar un buen abrigo y un gorro de invierno para Muffin, y lo mismo para los chicos. Quizá hasta un nuevo par de botas para cada uno de ellos.

Se oyó la segunda llamada.

—¿Cree usted que estaría aceptable, hasta para unos niños muy listos, con una larga barba blanca, un gran abrigo y un gorro rojos?

No respondí. Ante los chicos supuse que podría, pero no ante nuestra Muffin.