LA MUERTE DE SADEE

Ed McBain

—Me siento muy feliz de que esté muerta —dijo el hombre.

Llevaba sombrero, bufanda, sobretodo y guantes. Se encontraba junto a la mesilla de noche y era un hombre alto, de rostro delgado, con un bien cuidado bigote gris que hacía juego con el cabello ceniciento que se advertía en las sienes. Tenía los ojos claros y azules y no revelaban ningún signo de pena o dolor.

El detective Steve Carella no estaba seguro de haber oído correctamente lo que el hombre había dicho.

—Señor —dijo Carella—, estoy seguro de que no necesito decirle...

—Exacto —dijo el hombre—: no necesita decírmelo. Soy abogado criminalista y conozco perfectamente mis derechos.

Mi esposa no era buena y estoy encantado de que alguien la haya asesinado.

Carella abrió su cuaderno de notas. Esto no era lo que se suponía que un esposo afligido debía decir cuando su esposa yacía destripada en el piso del dormitorio sobre un charco de su propia sangre.

—Su nombre es Gerald Fletcher.

—Correcto.

—¿Y el nombre de su esposa, señor Fletcher?

—Sarah. Sarah Fletcher.

—¿Quiere contarme lo que pasó?

—Llegué a casa hace aproximadamente quince minutos. Llamé a mi esposa desde la puerta del frente y no recibí respuesta. Vine al dormitorio y la encontré muerta en el piso. Llamé inmediatamente a la policía.

—¿Cuando usted entró la habitación estaba en estas condiciones?

—Si.

—¿Ha tocado algo?

—Nada. No me he movido de este lugar desde que hice la llamada.

—¿Había alguien en la casa cuando usted entró?

—Ni un alma. Excepto mi esposa, claro.

—¿Es su maletín el que está en el vestíbulo de entrada?

—Sí. Estuve en la Costa tres días. Uno de mis socios necesitaba que le asesorara en un informe que está preparando. ¿Cómo se llama usted?

—Carella. Detective Steve Carella.

—Lo recordaré.

Mientras el fotógrafo de la policía realizaba su macabra tarea alrededor del cadáver para asegurarse de que la mujer apareciera bien en las copias, o tan bien como cualquier mujer puede estarlo en esas condiciones, un ayudante del laboratorio llamado Marshall Daviés estaba en la cocina del apartamento, esperando que el forense estableciera formalmente la muerte de la mujer. Entonces pasaría al dormitorio y con suma delicadeza quitaría el cuchillo que sobresalía de la sangre cenagosa de la víctima, en un intento de descubrir algunas buenas huellas dactilares en la empuñadura del arma homicida.

Davies era uno de los técnicos más nuevos del departamento, pero era un excelente observador, y notó que la ventana de la cocina estaba abierta de par en par, lo cual no era exactamente lo más recomendable en pleno diciembre cuando afuera el termómetro no supera los 12 grados. Inclinándose sobre el fregadero descubrió además que la ventana se abría hacia una escalera de incendios en la parte posterior del edificio. No pudo evitar la tentación de especular sobre la posibilidad de que alguien hubiese subido por la escalera de incendios para introducirse luego en la cocina pasando a través de la ventana.

Puesto que en el fregadero había una pisada fangosa, otra en el piso junto al fregadero, y varias más que se iban tomando más borrosas a medida que atravesaban la cocina en dirección a la sala de estar, Davies supuso que se encontraba ante algo importante. ¿Acaso no era posible que un intruso hubiese subido por la escalera de incendios hasta el alféizar de la ventana, utilizando el fregadero para facilitar su entrada, y atravesado la habitación llevando consigo el cuchillo que más tarde había utilizado para apuñalar cruelmente a la mujer en el abdomen de izquierda a derecha? Si el forense terminaba de una vez con el maldito cadáver, los chicos de la calle 87 tendrían la mitad del trabajo hecho gracias a Marshall Davies. Se sintió muy bien.

Los tres puntos del triángulo eran el teniente detective Bymes y los detectives Meyer, Meyer y Steve Carella. Fletcher estaba sentado en una silla, y todavía llevaba puestos el sombrero, la bufanda, el sobretodo y los guantes como si esperara que lo llamasen desde fuera en cualquier momento. El interrogatorio tenía lugar en una Sala de Interrogatorios que era un cubículo sin ventanas.

Los policías que rodeaban a Fletcher ocupando sus puestos en el triángulo estaban asombrados pero no se sentían demasiado divertidos por la brutal franqueza de su interrogado.

—La odiaba —dijo Fletcher.

—Señor Fletcher —dijo el teniente Bymes—, aún creo que debo advertirle que una mujer ha sido asesinada...

—Sí. Mi querida, maravillosa esposa —dijo Fletcher con sarcasmo.

—... lo cual es un delito muy grave... —Byrnes sentía la lengua atada en presencia de Fletcher. La cabeza en forma de proyectil, el pelo gris que se le estaba volviendo blanco, de ojos azules y contextura poderosa, Bymes miró a sus colegas buscando apoyo. Meyer y Carella se miraban los cordones de los zapatos.

—Me lo ha advertido muchas veces —dijo Fletcher—. No puedo imaginarme por qué. Mi mujer está muerta, alguien la asesinó, pero no he sido yo.

—Bueno, es un alivio que usted lo asegure, señor Fletcher, pero eso no disipa necesariamente nuestras dudas —dijo Carella, escuchando las palabras y preguntándose de donde diablos habían salido. Comprendió que estaba tratando de impresionar a Fletcher. Continuó.

—¿Cómo sabemos que no fue usted quien la apuñaló hasta matarla?

—Para empezar —dijo Fletcher—, había señales de que alguien entró forzando la ventana de la cocina y de una huida precipitada en el dormitorio, lo demuestra la ventana abierta en la habitación antes mencionada y la ventana astillada en la última. Los cajones del aparador del comedor estaban abiertos...

—Es usted muy observador —dijo súbitamente Meyer—. ¿Advirtió todos esos detalles en los cuatro minutos desde que entró en el apartamento hasta que llamó a la policía?

—Es mi trabajo ser observador —dijo Fletcher—. Pero respondiendo a su pregunta le diré que no. Advertí todos esos detalles después de haber hablado con el detective Carella.

Byrnes, con gesto cansado, le indicó a Fletcher que podía marcharse.

—¿Qué es lo que piensas? —preguntó Bymes.

—Creó que fue él quien lo hizo —dijo Carella.

—¿Incluso con todas esas señales de robo?

Especialmente con esas señales. Él pudo haber llegado a su casa, encontrar a su esposa apuñalada —pero no mortalmente herida— y terminar el trabajo arrancando violentamente el cuchillo a través del vientre. Fletcher dispuso de cuatro minutos, cuando probablemente todo lo que necesitaba eran dos segundos.

—Es posible —dijo Meyer.

—O tal vez sea que ese tipo no me gusta —dijo Carella.

—Esperemos a ver qué nos dicen los muchachos del laboratorio —dijo Byrnes.

Los muchachos del laboratorio trajeron buenas impresiones digitales recogidas en la ventana de la cocina y en el cajón de la vajilla del aparador del comedor. También había excelentes huellas en algunos de los cubiertos que se encontraron en el piso cerca de la destrozada ventana del dormitorio. Y lo que era aún más importante, había muy buenas huellas dactilares en el mango del cuchillo. Las huellas coincidían; todas pertenecían a la misma persona.

Gerald Fletcher se prestó graciosamente a que la policía tomara sus huellas digitales, las que luego fueron comparadas con las que Marshall Davies había remitido desde el laboratorio. Las huellas digitales encontradas en el marco de la ventana, en la vajilla y en el cuchillo no coincidían con las de Gerald Fletcher.

Lo que no significaba absolutamente nada en el caso de que Fletcher hubiese tenido puestos los guantes cuando acabó con su esposa.

El lunes por la mañana, en el apartamento trasero de la segunda planta del 721 de Silvermine Oval, un perfil realizado con tiza sobre el piso del dormitorio era la única evidencia de que una mujer había yacido muerta en ese lugar la noche anterior.

Carella pasó junto al perfil de tiza y miró hacia el estrecho callejón a través de la destrozada ventana. Había una distancia aproximada de cinco metros entre este edificio y el que se encontraba enfrente.

Era factible que el intruso se hubiese descolgado desde el... pozo de ventilación entre ambos edificios, pero ello habría exigido premeditación y un cálculo muy preciso. Lo más probable era que el intruso se estrellara contra el pavimento.

—Es una buena caída —dijo el detective Bert Kling mirando por encima del hombro de Carella.

—¿Cuánto calculas que hay? —preguntó Carella.

—Diez metros. Por lo menos.

—Si alguien salta desde aquí seguro que se rompe una pierna. ¿Crees que entró por la ventana violentamente?

—¿Cómo si no?

—Pudo haber roto el cristal primero y luego entrar-sugirió Carella.

—Si pensaba tomarse todos esos problemas, ¿por qué diablos no la abrió directamente?

—Bien, echemos un vistazo —dijo Carella.

Examinaron el pestillo y el marco. Kling cogió ambos tiradores e intentó abrir la ventana.

—Atascada.

—Probablemente la pintaron cuando la ventana estaba cerrada —dijo Carella.

—Tal vez él quiso abrirla. Tal vez la rompió sólo cuando comprendió que estaba atascada.

—Sí —dijo Carella—. Y con mucha prisa también. Fletcher estaba abriendo la puerta del apartamento, quizá ya estaba dentro.

—El tipo debió llevar un bolso o algo por el estilo, para meter las cosas dentro. Debió realizar un giro violento con el bolso cuando comprendió que la ventana estaba atascada, lo que explicaría las piezas de vajilla que había desparramadas por el suelo. Entonces probablemente pasó a través del agujero de la ventana y saltó. En realidad, lo que debió hacer es dejar caer primero el bolso y después salir por el agujero, suspenderse del alféizar y saltar, para que la distancia fuese más corta.

—Dudo que haya dispuesto de todo ese tiempo, Bert. Debió escuchar que la puerta se abría y a Fletcher que entraba y llamaba a su esposa. De otro modo, se hubiese tomado todo el tiempo del mundo para salir por la ventana de la cocina y bajar por la escalera de incendios, de la misma forma en que entró.

Kling asintió reflexivamente.

—Será mejor que echemos un vistazo a ese callejón —dijo Carella.

Una vez en el callejón, Carella y Kling estudiaron detenidamente el pavimento de concreto y luego alzaron la vista hacia la destrozada ventana del segundo piso que correspondía al apartamento de Fletcher.

—¿Dónde crees que pudo haber aterrizado? —preguntó Kling.

—Aproximadamente donde estamos nosotros —dijo Carella mientras observaba el terreno—. No lo sé, Bert. Un tipo salta diez metros hacia el pavimento y no se rompe ninguna parte del cuerpo, se incorpora, se sacude el polvo y sale corriendo como un rayo, ¿correcto? —Carella meneó la cabeza—. Mi teoría es que permaneció en el lugar donde cayó para recobrar el aliento, dándole tiempo a Fletcher para que mirara por la ventana, que hubiese sido lo más natural, pero Fletcher no lo hizo.

—Estaba ansioso por llamar a la policía.

—Aún creo que fue él quien lo hizo.

—Steve, sé razonable. Si las huellas digitales de un sujeto están en el mango de un cuchillo y el cuchillo todavía se encuentra en el cuerpo de la víctima...

—Y si el esposo de la víctima comprende qué maravillosa oportunidad se le ha presentado, la esposa yaciendo en el suelo con un cuchillo clavado en el cuerpo, su apartamento con evidentes señales de haber sido robado, ¿por qué no terminar el trabajo y esperar que el ladrón cargue con la culpa?

—Seguro —dijo Kling—. Demuéstralo.

—No puedo —dijo Carella-1. No hasta que hayamos atrapado a ese ladrón.

Mientras Carella y Kling se abocaban a la tediosa rutina de seguir las pisadas del ladrón, Marshall Davies llamó a la comisaría de la calle 87 y le atendió el detective Meyer.

—Creo que dispongo de una información sumamente interesante con respecto al sospechoso —dijo Davies—. Dejó huellas dactilares latentes por todo el apartamento y pisadas en la cocina. Una excelente en el fregadero, al subir por la ventana, y otras pisadas menos nítidas en su recorrido a través de la cocina y en dirección a la sala de estar. He tomado algunas fotografías óptimas y tengo también ampliaciones del tacón.

—Bien —dijo Meyer.

—Pero lo que es más importante —continuó Davies— es que dispongo de una buena fotografía de las pisadas encontradas en el piso. Si un hombre camina lentamente, la distancia entre las pisadas es normalmente de veintisiete pulgadas. Cuarenta pulgadas si el sujeto está corriendo y treinta y cinco si camina velozmente. En este caso tenemos el modo de andar normal de un hombre, que se mueve con rapidez, pero que no huye a la desesperada y con la línea de marcha normal y no quebrada.

—¿Y eso qué significa?

—Bien, normalmente una línea de marcha debería correr a lo largo del borde interno de las huellas de los tacones de un hombre. A propósito, el tamaño, el tipo de calzado y el ángulo del pie indican que se trataba de un hombre.

—Está bien —dijo Meyer. No obstante, no consideraba que la información de Davies fuese significativa o siquiera terriblemente importante.

—De todos modos, nada de esto es significativo ni terriblemente importante —dijo Davies— hasta que no consideremos el resto de los datos. La ventana del dormitorio sufrió importantes destrozos y los muchachos de Homicidios especulan con la posibilidad de que el sospechoso haya saltado a través de 1a ventana para caer en el callejón que hay debajo. Regresé al lugar de los hechos para tomar algunas fotografías del terreno donde supuestamente cayó el sospechoso —por cierto, sobre ambos pies— y obtuve otra fotografía de las pisadas y una línea de marcha. Se movió hacia la puerta del sótano y entró en él. Pero lo importante es que nuestro hombre está herido, y creo que gravemente.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Meyer.

—La fotografía que tomé en el callejón es totalmente diferente de la que obtuve en la cocina. Cuando llegó abajo, el sospechoso se apoyaba pesadamente sobre su pierna izquierda y arrastraba la derecha. Yo sugeriría que quien esté llevando este caso se encargue de difundir un comunicado a todos los médicos. Si este tipo no se ha quebrado una pierna, me comeré todas las fotografías.

Una muchacha vestida con un abrigo verde estaba esperando en el vestíbulo del edificio cuando Carella y Kling regresaron, siguiendo todavía las huellas del ladrón o al menos intentándolo.

—¿Perdón, son ustedes los detectives? —preguntó la muchacha.

—Sí —dijo Carella.

—El conserje me dijo que estaban en el edificio —dijo la joven—. Están investigando el asesinato Fletcher, ¿verdad? —La joven hablaba en voz muy queda.

—¿Cómo podemos ayudarla, señorita? —preguntó Carella.

—Anoche vi a alguien en el sótano. Tenía las ropas manchadas de sangre.

Carella miró a Kling y dijo:

—¿Qué hora era?

—Creo que las 10,45 —dijo la joven.

—¿Qué hacía usted en el sótano a esa hora?

La joven pareció sorprendida por la pregunta.

—Allí es donde están las lavadoras. Lo siento, me llamo Selma Bernstein. Vivo en este edificio.

—Cuéntenos lo que pasó, ¿quiere? —dijo Carella.

—Yo estaba sentada junto a la lavadora, mirando cómo giraba la ropa, que es algo simplemente fascinante, cuando la puerta que da al patio posterior se abrió... la puerta del callejón. Este hombre bajó la escalera y no creo que me viese. Se dirigió directamente hacia la escalera que hay en el otro extremo del sótano, la que sale a la calle. Nunca le había visto antes de anoche.

—¿Puede describirle? —preguntó Carella.

—Seguro. Tenía cerca de veintiuno o veintidós años, era de su peso y estatura, bueno, tal vez un poco más bajo, con el pelo castaño.

Kling tomaba nota de lo que decía la muchacha. El hombre era blanco, llevaba pantalones oscuros, zapatillas de caña alta y una chaqueta de popelina manchada en una manga y en la pechera. Llevaba un pequeño bolso de color rojo, “como esos bolsos que regalan las compañías aéreas”.

Selma no sabía si el hombre tenía alguna cicatriz. —Caminaba de prisa, considerando que arrastraba la pierna derecha. Creo que estaba malherido.

Lo que tenían en mente, por supuesto, era una identificación a partir de una fotografía que constara en los archivos de la policía, pero el departamento de policía informó que ninguna de las huellas digitales que constaban en sus archivos coincidían con las que habían sido halladas en el apartamento de Fletcher. De modo que los detectives coincidieron en que la tarea sería ardua y enviaron un informe a todos los médicos de la ciudad sólo para probar que, efectivamente, el trabajo sería difícil.

Sólo para demostrar que los policías pueden equivocarse como cualquier mortal, la tarea se convirtió en algo mucho más sencillo.

La llamada la hizo un médico de Riverhead a las 4,37 de esa misma tarde, justo en el momento en que Carella se disponía a marcharse a su casa.

—Habla el Dr. Mendelsohn —dijo—. He recibido su informe y quiero comunicarles que esta mañana, temprano, he atendido a un hombre que responde a la descripción... se trata de un tal Ralph Corwin que vive en el 894 de Woodside, en Riverhead. Tenía una fuerte torcedura de tobillo.

—Gracias, Dr. Mendelsohn —dijo Carella.

Carella cogió el listín de Riverhead del cajón superior del escritorio y buscó rápidamente en la letra C. No esperaba encontrar el nombre de Ralph Corwin. Un hombre tenía que ser realmente un aficionado para entrar a robar a un apartamento sin llevar guantes, luego acuchillar a una mujer hasta matarla, y luego dar su verdadero nombre cuando buscaba que le curasen una herida que se había producido al escapar del escenario del crimen.

Ralph Corwin, aparentemente, era un aficionado. Su nombre estaba en el listín y le había dado al médico su dirección correcta.

Carella y Kling entraron en el apartamento sin molestarse en llamar a la puerta y buscaron en las habitaciones con las armas desenfundadas. El hombre que estaba sobre la cama sólo llevaba puestos los calzoncillos. Su tobillo derecho estaba vendado.

—¿Es usted Ralph Corwin? —preguntó Carella.

—Sí —dijo el hombre. Tenía el rostro pálido y en sus ojos había miedo.

—Vístase, Corwin. Tenemos que hacerle algunas preguntas.

—No hay nada que preguntar —dijo y hundió la cabeza en la almohada—. Yo la maté.

Ralph Corwin confesó en presencia de dos detectives de la comisaría de la calle 87, un policía estenógrafo, un ayudante del fiscal del distrito y un abogado designado por la Asociación de ayuda legal.

Corwin era el ladrón. Había entrado en el 721 de Silvermine Oval durante la noche del domingo, el 12 de diciembre, por la escalera que llega desde la calle donde se encuentran los cubos de la basura. Atravesó el sótano, subió por la otra escalera, pasó al patio interior trasero y subió por la escalera de incendio, todo ello aproximadamente a las diez de la noche. Corwin entró en el apartamento de los Fletcher porque era el único que no tenía luces encendidas. Pensó que no habría nadie. La ventana de la cocina estaba ligeramente abierta; Corwin deslizó los dedos por la parte inferior y la abrió sin ninguna dificultad. Estaba desesperado porque era un drogadicto en busca de dinero para una dosis. Juró que jamás había hecho algo semejante en toda su vida.

El hombre de la oficina del fiscal del distrito conducía el interrogatorio y le preguntó a Corwin si no tenía miedo de dejar sus huellas digitales, puesto que no llevaba guantes. Corwin dijo que pensó que eso sólo pasaba en las películas y, de todos modos, él no tenía guantes.

Corwin utilizó una pequeña linterna para guiarse después de saltar al patio desde el fregadero. Se dirigió hacia el comedor, vació el cajón de la vajilla y metió todos los objetos dentro de su bolso. Luego enfiló hacia el dormitorio en busca de relojes y anillos, cualquier cosa que pudiese parecerse a una joya.

—Yo no soy un profesional —dijo—. Me encontraba muy mal y necesitaba una dosis.

En ese momento comenzó la parte importante de la confesión. El ayudante del fiscal del distrito le preguntó a Corwin qué había sucedido en el dormitorio.

R: Había una mujer en la cama. Eran apenas las 10.30 y se supone que nadie se va a la cama tan temprano.

P: Pero había una mujer en la cama.

R: Sí. Encendió la luz cuando entré en la habitación.

P: ¿Qué hizo usted entonces?

R: Llevaba un cuchillo en el bolsillo. Lo saqué para asustarla. Era casi cómico. Ella me mira y dice, “¿Qué está haciendo aquí?”

P: ¿Le dijo usted algo a ella?

R: Le dije que no abriera la boca, que no pensaba hacerle daño. Pero salió de la cama y vi que intentaba llegar al teléfono. Es una locura, ¿verdad? Un tipo está en el dormitorio con un cuchillo en la mano y la señora quiere hablar por teléfono.

P: ¿Qué hizo usted?

R: La cogí de la mano antes de que pudiese alcanzar el aparato. La aparté de la cama, lejos del teléfono. Y le repetí que nadie iba a hacerle daño, que me largaba de allí en ese mismo momento, que por favor se tranquilizara.

P: ¿Qué sucedió después?

R: Comenzó a gritar. Le dije que se callara. Empezaba a sentir pánico. Quiero decir que esa mujer daba unos gritos de los mil demonios.

P: ¿Se calló?

R: No.

P: ¿Qué hizo usted?

R: La apuñalé.

P: ¿Dónde le clavó el cuchillo?

R: No lo sé. Fue un acto reflejo. Estaba gritando, yo tenía miedo que todo el edificio viniera a averiguar qué pasaba. Yo sólo... sólo le clavé el cuchillo. Estaba aterrorizado. La apuñalé en el vientre. En algún lugar del vientre.

P: ¿Cuántas veces la apuñaló?

R: Una. Ella... ella retrocedió. Nunca podré olvidar su mirada. Y ella... ella se desplomó.

P: ¿Quiere mirar esta fotografía, por favor?

R: Oh, no...

P: ¿Es ésta la mujer que usted apuñaló?

R: Oh, no... yo no pensé... ¡Oh, no!

Un momento después de herir a Sarah Fletcher, Corwin escuchó que la puerta se abría y alguien que entraba en el apartamento. El hombre gritó, “Sarah, soy yo, ya estoy en casa.” Corwin pasó junto al cuerpo de Sarah que estaba tendido en d suelo e intentó abrir la ventana, pero estaba atascada. La rompió con el bolso, arrojó el bolso al vacío para salvar el botín porque, no importaba lo que pasara, él sabía que necesitaría otra dosis de droga, subió por la ventana rota y se cortó la mano con un trozo de cristal. Se colgó del alféizar y finalmente se dejó caer al suelo. Intentó incorporarse pero volvió a caerse. El dolor del tobillo le estaba matando y la mano sangraba abundantemente. Permaneció en el callejón durante unos quince minutos y, por último, utilizó para escapar la vía que Selma Bemstein había descrito a Carella y Kling. Cogió el tren a Riverhead y acudió a la consulta del Dr. Mendelsohn a las nueve de la mañana. Leyó la noticia del asesinato de Sarah Fletcher en el periódico cuando regresaba de la consulta.

El martes 14 de diciembre, que era el primero de los dos días libres que Carella tenía esa semana, recibió una llamada de Gerald Fletcher en su casa. Fletcher le dijo al azorado Carella que había obtenido su número de un amigo de la oficina del fiscal del distrito, felicitó a Carella y a los muchachos de la comisaría 87 por su eficaz labor e invitó a Carella a almorzar en el Golden Lion a la una. Carella no se sentía feliz por tener que abandonar sus compras navideñas, pero ésta era una oportunidad inusual, y aceptó la invitación.

La mayoría de los policías de la ciudad para la que Carella trabajaba no comían a menudo en lugares como el Golden Lion. Carella nunca había estado en ese restaurante. Un vistazo al menú que se encontraba en la ventana exterior le indicó a Carella que hubiese necesitado seis meses de su paga para atravesar la puerta. El lugar era una fiel réplica del comedor de una cochera inglesa, de 1627: enormes vigas de roble, manteles de un blanco puro, pesados cubiertos.

La mesa de Gerald Fletcher estaba en un apartado rincón del restaurante. Se puso de pie cuando Carella se aproximó, extendió la mano y dijo:

—Me alegro de que haya podido venir. Siéntese, por favor.

Carella estrechó la mano de Fletcher y luego se sentó. Se sentía terriblemente incómodo, pero no podía decir si su incomodidad se debía al ambiente o al hombre con quien estaba comiendo.

—¿Quiere tomar un trago? —preguntó Fletcher.

—Bueno, ¿usted también va a pedir uno?

—Sí.

—Tomaré un whisky con soda —dijo Carella. No estaba acostumbrado a beber durante el almuerzo.

Fletcher llamó al camarero y pidió las bebidas, un whisky solo para él.

Cuando llegaron los tragos, Fletcher levantó su vaso.

—Por la condena —dijo.

Carella levantó su vaso.

—No espero que haya ningún problema —dijo—. Para mí el caso está cerrado.

Los dos hombres bebieron. Fletcher se enjugó los labios con la servilleta y dijo:

—En estos días nunca se puede estar seguro. Sin embargo, espero que tenga usted tazón. —Bebió otro sorbo—. Debo admitir que siento cierta simpatía por él.

—¿De verdad?

—Sí. Si es un drogadicto, es automáticamente digno de lástima. Y cuando uno considera que la mujer que asesinó no era más que una...

—Señor Fletcher.

—Gerry, por favor. Ya lo sé: no es muy elegante de mi parte hablar mal de los muertos. Sin embargo, señor Carella, me temo que usted no conocía a mi esposa. ¿Puedo llamarle Steve?

—Seguro.

—Mi hostilidad le resultaría más comprensible si la hubiese conocido. No obstante, seguiré su consejo. Ella está muerta, y ya no puede causarme ningún daño, de modo que para qué mostrarme agresivo. ¿Le parece que pidamos la comida, Steve?

Fletcher sugirió que Carella probase la trucha au meuniére o el pastel de carne y riñones, dos platos excelentes. Carella pidió costillas, poco asadas, y una jarra de cerveza.

Mientras los dos hombres comían y hablaban, algo comenzó a suceder, o al menos Carella pensó que algo estaba pasando; no podía asegurarlo. En la superficie, la conversación con Fletcher parecía algo trivial, pero por debajo de esta amable y vacua charla había algo que provocaba excitación, temor y aprensión. Mientras hablaban, Carella supo con renovada certeza que Gerald Fletcher había asesinado a su esposa. Sin necesidad de que se lo dijese, él lo sabía. Por eso Fletcher le había llamado esta mañana; por eso le había invitado a comer; por eso hablaba incansablemente mientras todos los movimientos contradictorios de su cuerpo indicaban, casi a nivel extrasensorial, que él sabía que Carella sospechaba de él, y estaba aquí para decirle a Carella {sin decírselo) que, “Sí, estúpido policía, yo asesiné a mi esposa. No importa que todas las evidencias apunten hacia otro hombre, no importa cuántas confesiones puedan obtenerse, yo asesiné a mi esposa y me siento feliz de haberlo hecho. Y no hay absolutamente nada que usted pueda hacer.”

Ralph Corwin fue enviado a la vieja prisión de la ciudad hasta el momento de celebrarse el juicio. La prisión era conocida por los defensores de la ley y por los violadores de ella como Calcuta. Ni el abogado de Corwin ni la oficina del fiscal del distrito pensaron que afectaría al caso el hecho de que Carella hablara con el preso.

Corwin le estaba esperando.

—¿Para qué quería verme?

—Quería hacerle algunas preguntas.

—Mi abogado dice que no debo añadir nada más a lo que ya he dicho. Ni siquiera me gusta ese tipo.

—¿Por qué no solicita que le asignen otro abogado? Pídale a alguno de los oficiales de la prisión que llamen a la Sociedad de asistencia legal. O, simplemente, dígaselo a él. Estoy seguro de que no pondrá ninguna objeción para abandonar el caso. Corwin se alzó de hombros.

—No quiero herir sus sentimientos. Parece una cucaracha, pero qué importa.

—Usted arriesga mucho en esto, Corwin.

—Pero yo la maté, ¿de modo que qué importa quién sea el abogado? Lo tenéis todo en blanco y negro.

—¿Se siente con ánimos para responder a algunas preguntas? —preguntó Carella.

—Me siento con ánimos de caerme muerto, así es como me siento. El fracaso nunca es bueno, y es peor cuando uno no puede gritar.

—Si lo prefiere puedo volver en otro momento».

—No, no, adelante. ¿Qué es lo que quiere saber?

—Quiero saber exactamente cómo apuñaló a Sarah Fletcher.

—¿Cómo cree usted que se apuñala a alguien? Le clavé el cuchillo.

—¿Dónde?

—En el vientre.

—¿En el lado izquierdo del cuerpo?

—Sí. Supongo que sí.

—¿Dónde estaba el cuchillo cuando ella cayó?

—No sé a qué se refiere.

—¿Estaba el cuchillo a la derecha del cuerpo o a la izquierda?

—No lo sé. En ese momento fue cuando escuché que se abría la puerta y sólo pude pensar en largarme de ahí cuanto antes.

—¿Cuando usted la apuñaló, ella, giró para alejarse?

—No, ella retrocedió, recto, como si no pudiera creer lo que yo había hecho, y... y sólo quería escapar de mí.

—¿Y entonces se desplomó?

—Sí. Ella... se le doblaron las rodillas y se aferró el vientre, y sus manos... fue terrible... sus manos aferraban el aire. Entonces se desplomó.

—¿En qué posición?

—Sobre un costado.

—¿Qué costado?

—Yo aún podía ver el cuchillo, de modo que debió caer sobre el costado opuesto. El costado opuesto al que yo apuñalé.

—Una última pregunta, Ralph. ¿Estaba muerta cuando usted escapó por esa ventana?

—No lo sé. Estaba sangrando y... estaba muy quieta. Creo... creo que estaba muerta. No lo sé. Supongo que lo estaba.

Entre los efectos personales de Sarah Fletcher que fueron considerados de interés por la policía después de haber arrestado a Ralph Corwin, había una agenda de direcciones que estaba dentro de una cartera en el vestidor del dormitorio. Carella estudió la pequeña libreta un jueves por la tarde en la quietud de la oficina.

Entre las direcciones no había nada especialmente fascinante. Sarah Fletcher había tenido una excelente caligrafía y la mayoría de las direcciones correspondían a matrimonios (Chuck y Nancy Benton, Harold y Marie Spander, etc.); algunas eran direcciones de amigas, de comerciantes locales, el peluquero, dentista, médicos, restaurantes en la ciudad o al otro lado del río. Una agenda completamente aburrida... hasta que Carella llegó a la última página, que llevaba en su parte superior la inscripción NOTAS.

Debajo de la palabra había cinco nombres, direcciones y números telefónicos escritos con la caligrafía meticulosa de Sarah Fletcher. Todos eran nombres masculinos, apuntados evidentemente en diferentes momentos porque algunos estaban escritos a lápiz y otros en tinta. Las iniciales entre paréntesis que seguían a cada nombre estaban anotadas con rotuladores de distintos colores.

Andrew Hart, 1120 Hall Avenue, 622-8400 (PG & G) (GE) Michael Thornton, 371 South Lindner 881-9371 (TS)

Lou Kantor, 434 North 16 Street, FR 7-2346 (TPC) (GE) Sal Decotto, 831 Grover Avenue, FR 5-3287 (F) (GE) Richard Fenner, 110 Henderson, 593-6648 (QR) (GE)

Si había una cosa que Carella adoraba, eso era un código. Adoraba los códigos tanto como la rubéola. Buscó en el listín telefónico y comprobó que las señas de Andrew Hart coincidían con las que había apuntado Sarah Fletcher. Encontró la dirección de Michael Thornton. También era idéntica a la que figuraba en la agenda de Sarah. Siguió pasando las páginas y comprobando los nombres y las direcciones. Verificó las cinco.

A la mañana siguiente, un poco después de las ocho, Carella puso manos a la obra. Llamó a Andrew Hart al número que figuraba en la agenda de Sarah. Le atendió el propio Hart y no parecía muy feliz.

—Estoy en la mitad del afeitado —dijo—. Tengo que partir hacia la oficina dentro de un minuto. ¿De qué se trata?

—Estamos investigando un homicidio, señor Hart.

—¿Un qué? ¿Un homicidio? ¿A quién han asesinado?

—A una mujer llamada Sarah Fletcher.

—No conozco a nadie llamado Sarah Fletcher —dijo.

—Ella parece haberle conocido, señor Hart.

—¿Sara que? ¿Fletcher, ha dicho? —Hart se mostraba cada vez más molesto.

—Exacto.

—No conozco a nadie con ese nombre. ¿Quién dice que ella me conocía? Nunca oí hablar de ella en toda mi vida.

—Su nombre figura en la agenda de Sarah Fletcher.

—¿Mi nombre? Eso es imposible.

A pesar de todo, Hart accedió a encontrarse con Carella y Meyer en el despacho de Hart y Widderman en el 480 de Reed Street, sexto piso, a las diez de la mañana.

A las diez en punto, Carella y Meyer aparcaron el coche y entraron en el edificio del 480 de Reed Street y cogieron el ascensor hasta el sexto piso. Hart y Widderman eran fabricantes de correas de reloj. Un gran cartel publicitario junto al escritorio de la recepcionista proclamaba orgullosamente “H & W Sacuden la Correa!” y luego se reproducía el slogan en caracteres más pequeños y se explicaba cómo habían resuelto Hart y Widderman los difíciles problemas de la expansión de la correa de reloj pulsera.

—¿El señor Hart, por favor? —dijo Carella.

—¿A quién debo anunciar? —preguntó la recepcionista. Su voz sonaba como si estuviese mascando chicle, aunque no lo hacía.

—Detectives Carella y Meyer.

—Un minuto, por favor —dijo la joven y cogió el teléfono al tiempo que pulsaba un botón en la base del aparato—. Señor Hart —dijo—, aquí hay dos policías que preguntan por usted. —Escuchó durante un momento y luego dijo—. Sí, señor. —Volvió a colocar el auricular en la horquilla, hizo un gesto hacia el corredor con una inclinación de sus trenzas rubias y dijo—: Pueden pasar. Es la puerta que está al final del pasillo —y volvió a concentrarse en su revista.

El tiempo tormentoso parecía haber contagiado a Andrew Hart.

—No tenían por qué contarle al mundo que el departamento de policía estaba aquí —dijo.

—Simplemente nos anunciamos —dijo Carella.

—Bien, ahora que están aquí —dijo Hart—, vayamos al grano. —Era un hombre corpulento que había pasado los cincuenta, con el pelo gris acero y gafas con montura negra—. Le he dicho que no conozco a Sarah Fletcher y es verdad.

—Aquí está su agenda, señor Hart —dijo Carella—. Y ése es su nombre, ¿verdad?

—Sí —dijo Hart y meneó la cabeza—. Pero cómo ha llegado allí lo ignoro por completo.

—¿Es posible que la haya conocido en alguna fiesta, que sea alguien con quien usted intercambió su número telefónico?

—No.

—¿Es usted casado, señor Hart?

—No.

—Tenemos una fotografía de la señora Fletcher. Me pregunto...

—Por favor, no me enseñe fotografías de cadáveres —dijo Hart.

—Ésta fue tomada cuando ella estaba viva, señor Hart.

Meyer le entregó un sobre a Carella. El detective lo abrió y extrajo del sobre una fotografía enmarcada de Sarah Fletcher

que alcanzó a Hart. Éste miró la fotografía y luego alzó la vista hacia Carella.

—¿Qué es esto? —dijo. Volvió a mirar la fotografía, meneó la cabeza y dijo—. ¿Alguien la asesinó, verdad?

—Sí, alguien lo hizo —contestó Carella—. ¿La conocía?

—La conocía.

—Creí que había dicho que no la conocía.

—Yo no conocía a Sarah Fletcher, si usted cree que era ella.

Pero sí conocía a esta mujer.

—¿Quién cree usted que era ella? —preguntó Meyer.

—Simplemente me dijo que era Sadie Collins. Se presentó como Sadie Collins y por ese nombre la conocía. Sadie Collins.

—¿Dónde fue eso, señor Hart? ¿Dónde la conoció?

—En un bar de alterne. La ciudad está llena de ellos.

—¿Recuerda cuándo?

—Hace aproximadamente un año.

—¿Salió usted con ella?

—Nos veíamos una o dos veces por semana.

—¿Cuándo dejó de verla?

—El verano pasado.

—¿Sabía usted que estaba casada?

—¿Quién, Sadie? Está bromeando.

—¿Nunca le dijo que estaba casada?

—Nunca.

—¿Cuando salían, dónde la recogía usted? ¿En su apartamento? —preguntó Meyer.

—No. Ella solía venir a mi casa.

—¿Adonde la llamaba cuando quería verla?

—No lo hacía. Ella me llamaba a mí.

—¿Adónde iban, señor Hart? ¿Cuando salían?

—No salíamos mucho.

—¿Qué hacían entonces?

—Ella solía venir a mi casa. La verdad es que nunca salimos juntos. Ella no quería.

—¿No le parecía extraño?

—No —Hart se alzó de hombros—. Pensaba que a ella le gustaba estar en casa.

—¿Por qué dejó de verla, señor Hart?

—Conocí a alguien. Una buena chica. Estoy comprometido con ella.

—¿Había algo malo con Sadie?

—No, no. Era una hermosa mujer. Hermosa.

—Entonces por qué iba a sentirse avergonzado...

—¿Avergonzado? ¿Quién dijo nada de sentirse avergonzado?

—Supuse que usted no quería que su novia...

—Un momento, ¿qué es esto? Dejé de ver a Sadie hace seis meses. Ni siquiera he hablado con ella por teléfono en todo ese tiempo. Si esa criatura chiflada ha sido asesinada...

—¿Chiflada?

Hart se pasó la mano por el rostro, se humedeció los labios y paseó por detrás de su escritorio.

—Creo que no tengo nada más que decirles, caballeros.

—¿Qué quiso decir usted con chiflada? —preguntó Carella.

—Buenos días, caballeros —dijo Hart.

Carella fue a ver al teniente Bymes. En la oficina de Bymes, los dos policías se sentaron ante sendas tazas de café. Bymes frunció el ceño ante la solicitud de Carella.

—¡Oh, vamos, Pete! —dijo Carella—. Si Fletcher lo hizo...

—Esa es sólo tu suposición. ¿Supón que él no lo hizo, y supón que tú haces algo que confunde a la oficina del fiscal del distrito?

—¿Como qué?

—No lo sé. Tal como están las cosas actualmente, basta con que escupas en la acera para lograr que eliminen un caso del tribunal.

—Fletcher odiaba a su esposa —dijo Carella.

—Muchos hombres odian a sus esposas. La mitad de los hombres de esta ciudad odian a sus esposas.

—Pero su pequeña aventura le dio a Fletcher una buena razón para... Mira, Pete, él tenía un motivo; tenía la oportunidad, una oportunidad de oro; y tenía el medio para hacerlo... el cuchillo de otro hombre clavado en el vientre de Sarah. ¿Qué más quieres?

—Pruebas. En este lugar tenemos un sistema muy divertido... necesitamos pruebas antes de arrestar a un hombre y culparle de homicidio.

—Correcto. Y todo lo que estoy pidiendo es la oportunidad de intentarlo.

—Seguro, siguiendo a Fletcher. ¿Imagina que nos demanda?

—¿Sí o no, Pete? Quiero autorización para vigilar a Fletcher, comenzando el domingo a la mañana. ¿Sí o no?

—Debo de estar loco —dijo Bymes y suspiró.

Michael Thornton vivía en una casa de apartamentos a varias manzanas del Quarter, lo bastante cerca para absorber algo de su sabor artístico y lo bastante lejos para escapar a sus elevados alquileres. El hombre rubio que les recibió en el apartamento, Paul Wendling, les dijo a Kling y a Meyer que Mike estaba en su tienda de joyería.

En la joyería, Thornton estaba vestido con un guardapolvo de trabajo de color azul, pero la prenda no alcanzaba a ocultar su poderosa figura. Tenía los ojos azules y el pelo negro. En la espesa ceja sobre su ojo izquierdo se advertía una pequeña cicatriz de color blanco.

—Sabemos que está trabajando —dijo Meyer—. Lamento tener que interrumpirle de este modo.

—Está bien —dijo Thornton—. ¿Qué sucede?

—¿Conoce a una mujer llamada Sarah Fletcher?

—No —dijo Thornton.

—¿Conoce a una mujer llamada Sadie Collins?

Thornton dudó un momento.

—Sí —dijo.

—¿Cuál era su relación con ella? —preguntó Kling.

Thornton se alzó de hombros.

—¿Por qué? ¿Está en problemas?

—¿Cuándo la vio por última vez?

—No ha contestado a mi pregunta —dijo Thornton.

—Bueno, usted no ha contestado tampoco a las nuestras —dijo Meyer con una sonrisa—. ¿Cuál era su relación con ella y cuándo la vio por última vez?

—La conocí en julio, en un garito llamado The Saloon, a la vuelta de la esquina. Es un bar, pero también sirven bocadillos y sopa. Suele llenarse los fines de semana, tipos solteros, algunos tipos extraños para sazonar el ambiente... pero no es un lugar gay. La vi por última vez en agosto, fue algo breve y muy intenso y luego adiós.

—¿Sabía usted que estaba casada? —preguntó Kling.

—No. ¿Lo está?

—Sí —dijo Meyer. Ninguno de los dos detectives había informado todavía a Thornton que la dama en cuestión ya no se encontraba en el mundo de los vivos. Reservaban esa información para el final, como si fuese el postre.

—No sabía que estuviese casada. —Thornton parecía verdaderamente sorprendido—. De otro modo, no hubiese pasado nada.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Le pagué un par de copas y luego la llevé a mi casa. Más tarde, la puse en un taxi.

—¿Cuándo volvió a verla?

—Al día siguiente. Fue muy simple. Me llamó a la mañana, dijo que estaba en camino hacia el centro. Yo todavía estaba en la cama. Le dije, “Pues ven a casa, cariño”. Y ella lo hizo. Cree ¿Me, vino a mi casa.

—¿Volvió a verla después de ese día? —preguntó Kling.

—Dos o tres veces por semana.

—¿Adónde iban?

—A mi apartamento en South Lindner.

—¿Nunca fueron a algún otro lugar?

—Nunca.

—¿Por qué dejó de verla?

—Me marché de la ciudad durante algún tiempo. Cuando regresé, no volví a saber de ella. Nunca me dio su número de teléfono y tampoco figuraba en el listín, de modo que no pude localizarla.

—¿Qué puede decimos de esto? —preguntó Kling mientras le alcanzaba la agenda.

Thornton la examinó y dijo:

—¿Sí, qué pasa con esto? Ella lo escribió la noche en que nos conocimos... estábamos en la cama y ella me preguntó la dirección.

—¿Escribió ella esas iniciales en ese momento, las que figuran entre paréntesis debajo de su número de teléfono?

—En realidad no alcancé a ver la página, sólo vi que estaba escribiendo.

—¿Tiene alguna idea sobre qué significan esas iniciales?

—Ninguna. —De pronto pareció pensativo—. Ella era muy especial, debo admitirlo. —Sonrió—. Volverá a llamar, estoy seguro.

—Yo no contaría con ello —dijo Meyer—. Está muerta.

El rostro de Thornton no expresó sorpresa ni dolor. Sólo una súbita ira.

—La estúpida... —dijo Thornton—. Eso es lo que era, una estúpida, chiflada.

El domingo a la mañana, Carella estaba preparado para comenzar el seguimiento, pero Gerald Fletcher no aparecía por ningún sitio. Una llamada desde una cabina pública le indicó que no se encontraba en el apartamento. Permaneció con el coche aparcado frente a la casa de apartamentos de Fletcher hasta las cinco de la tarde, momento en el que fue relevado por el detective Arthur Brown. Carella se marchó a su casa a leer la última carta de su hijo para Santa Claus, cenó con su familia y estaba descansando en la sala de estar con una novela que había comprado hacía una semana y aún no había abierto, cuando sonó el teléfono.

—¿Hola? —dijo Carella.

—¿Hola, Steve? Soy Gerry. Gerry Fletcher.

Carella casi deja caer el auricular.

—¿Hola, cómo está?

—Bien, gracias. Estuve fuera durante el fin de semana. Acabo de llegar a la ciudad. Honestamente, encuentro a este apartamento terriblemente deprimente. Me preguntaba si querría acompañarme a tomar un trago.

—Bueno —dijo Carella—. Es domingo por la noche, y ya es tarde...

—Tonterías, apenas son las ocho. Nos iremos a recorrer viejas tabernas.

De pronto, a Carella se le ocurrió que Fletcher ya había bebido algunas copas antes de hacer la llamada. Pensó, además, que si se comportaba demasiado cautelosamente, Fletcher podía retirar su generosa invitación.

—Está bien. Le veré a las ocho y treinta, siempre que me pueda escabullir de mi esposa.

—Bien —dijo Fletcher—. Hasta luego.

El Paddy’s Bar & Grill estaba en el Stem, junto al distrito de los teatros. Carella y Fletcher llegaron allí sobre las nueve y el lugar estaba relativamente tranquilo. La acción comenzaba un poco más tarde, le explicó Fletcher.

Fletcher alzó su copa en un brindis silencioso.

—¿Qué clase de personas diría usted que frecuentan un sitio como este?

—Yo diría que una clientela de clase media baja deseosa de establecer contacto con miembros del sexo opuesto.

—¿Qué me diría si le dijese que la rubia de suéter ceñido es una prostituta?

Carella miró a la mujer.

—Pienso que no le creería. Es un poco vieja para competir con las jóvenes y además no vende nada. Está esperando que uno de esos tipos maduros hagan el primer movimiento. Las prostitutas no esperan, Gerry. ¿Es realmente una prostituta?

—No tengo la más ligera idea-dijo Fletcher—. Sólo intentaba señalar que las apariencias suelen ser engañosas. Beba, hay un par de sitios que me gustaría que conociera.

Carella ya conocía a Fletcher lo suficiente para comprender que el hombre estaba tratando de decirle algo. Durante el almuerzo del jueves anterior, Fletcher había transmitido un mensaje y un desafío: Yo he matado a mi esposa, ¿qué puede hacer al respecto? Esta noche, de un modo similar, intentaba decirle algo más, pero Carella no alcanzaba a discernir qué era.

El Fanny’s se encontraba sólo a veinte manzanas de distancia del Paddy’s, pero parecía estar más lejos que la luna. Mientras que el primer bar parecía albergar una tranquila clientela que perseguía pacíficamente sus inclinaciones románticas, el Fanny’s era ruidoso y estridente, repleto de hombres y mujeres de todas las edades, que llevaban prendas de plástico compradas en las tiendas que se apiñaban en Jackson Avenue.

Fletcher alzó su copa.

—Espero que no le importe si me emborracho-dijo—. Sólo tiene que meterme dentro del coche cuando acabe la noche. —Fletcher bebió—. No acostumbro a beber esta cantidad de alcohol, pero me preocupa ese chico.

—¿Qué chico? —preguntó Carella.

—Ralph Corwin —dijo Fletcher—. Tengo entendido que tiene algunas dificultades con su abogado y, bueno, me gustaría ayudarle de alguna manera.

—¿Ayudarle?

—Sí. ¿Cree usted que la oficina del Fiscal del Distrito consideraría extraño si yo sugiriera el nombre de un buen abogado defensor para el chico?

—Sí, creo que lo considerarían como algo bastante extraño.

—¿Hay una nota de sarcasmo en su voz?

—No, en absoluto.

Fletcher llevó a Carella desde el Fanny’s, en orden geográfico, al Purple Chairs y al Quigley’s Rest. Cada lugar era más turbulento, a su manera, que el anterior. The Purple Chairs albergaba a una clientela compuesta fundamentalmente por homosexuales, y el Quingley’s Rest era un refugio de hampones donde Fletcher sucumbió finalmente a los efectos de la bebida, y la noche acabó súbitamente en una pelea. Carella se

sintió perturbado por la experiencia pero no pudo desvelar las razones del comportamiento de Fletcher.

Carella recibió otro shock al continuar investigando los nombres que aparecían en la agenda de Sarah Fletcher. Lou Kantor era simplemente el tercer nombre de una aburrida lista de compañeros de cama de Sarah Fletcher, hasta que resultó ser una mujer vulgar y llamativa. Ella confirmó inmediatamente las sospechas de Carella.

—Sólo la vi durante algún tiempo —dijo ella—. La conocí en septiembre, creo. Después de eso, estuve con ella tres o cuatro veces.

—¿Dónde la conoció?

—En un bar llamado The Purple Chairs. Correcto —añadió rápidamente—, eso es lo que soy.

—Nadie le ha preguntado nada —dijo Carella— ¿Qué me dice de Sadie Collins?

—Explíquese, oficial. No pienso ayudarle. No me gusta que me acosen.

—Nadie la está acosando, señorita Kantor. Usted practica su religión y yo practico la mía. Estamos aquí para hablar de una mujer muerta.

—Entonces hable de ella, escúpalo. ¿Qué quiere saber? ¿Era decente? Todo el mundo es decente hasta que ya no es más decente, ¿verdad? Ella quería aprender. Yo le enseñé.

—¿Sabía usted que estaba casada?

—Ella me lo dijo. ¿Y qué? Una noche se echó a llorar y así estuvo hasta la mañana siguiente. Sabía que estaba casada.

—¿Qué dijo ella acerca de su esposo?

—Nada que pudiera sorprenderme. Dijo que él tenía otra mujer. Me dijo que él se marchaba a verla todos los fines de semana, le decía a la pequeña Sadie que eran viajes de negocios. Todos los fines de semana, ¿puede imaginarse algo así?

—¿Qué le sugiere esto? —preguntó Carella y le alcanzó la agenda de Sarah abierta en la página de NOTAS.

—No conozco a ninguna de estas personas —dijo Lou.

—Mire las iniciales que hay debajo de su nombre —dijo Carella—. TPC y luego TG. ¿Se le ocurre alguna idea?

—Bueno, las iniciales TPC son obvias, ¿verdad? Yo la conocía en The Purple Chairs. ¿Qué otra cosa podrían significar?

Carella se sintió súbitamente como un estúpido.

—Por supuesto. ¿Qué otra cosa podrían significar? —Volvió a guardar la agenda—. Es todo —dijo—. Muchas gracias.

—La hecho de menos —dijo Lou repentinamente—. Era muy alocada.

Descifrar un código es como aprender a patinar; una vez que sabes cómo hacerlo, el resto es fácil. Con una pequeña ayuda de Gerald Fletcher, que le había llevado en una visita guiada la noche anterior, y una gran ayuda de parte de Lou Kantor, que había suministrado generosamente la clave, Carella estaba en condiciones de descifrar totalmente el código... bueno, casi. La noche anterior había visitado con Fletcher el Paddy’s Bar & Grill, o PB & G debajo del nombre de Andrew Hart; Fanny’s, era la F que Había debajo de Sal Decotto; The Purple Chairs, TPC en el nombre de Lou Kantor; y el Quigley’s Rest, eran las iniciales QR que había debajo del nombre de Richard Fenerer. Probablemente debido a la pelea, Fletcher no había podido llevar a Carella a The Saloon, TS debajo del nombre de Michael Thornton... el lugar donde Thornton admitió haber conocido a Sarah.

Sólo había una cosa que no cuadraba; ¿qué diablos significaban las iniciales GE que acompañaban a todos los nombres excepto al de Michael Thornton?

Según el modesto cálculo de Carella, había estado en más bares durante las últimas veinticuatro horas de lo que lo había hecho en los últimos veinticuatro años. Decidió, no obstante, hacer una visita a The Saloon esa misma noche.

The Saloon era precisamente eso. Una larga barra detrás de la cual había un espejo manchado y descascarado; reservados de madera con asientos de cuero remendados y desteñidos» recipientes con patatas fritas y galletas saladas; un tocadiscos automático que chirriaba; cuerpos envueltos por el humo.

—Vienen por aquí a cualquier hora de la noche —dijo el barman—. ¿Ha venido a buscar una chica, verdad?

Había alguien a quien me gustaría volver a ver. Una chica llamada Sadie Collins. ¿La conoce?

—Sí. Solía venir a menudo por aquí, pero hace meses que no la he visto. ¿Por qué quiere divertirse con ella?

—¿Por qué? ¿Qué pasa con ella?

—¿Quiere saber una cosa? —dijo el barman—. Al principio pensé que era una ramera. Agresiva. ¿Sabe lo que significa esa palabra? ¿Agresiva? Ella acostumbraba a venir por aquí preparada para la acción, vendiendo todo lo que tenía, ¿comprende? Venía, elegía a un tipo y le perseguía como si el mundo fuese a desaparecer a medianoche. Y siempre elegía la misma clase de hombres. Hombres corpulentos, grandes. Usted no tendría ninguna posibilidad con ella, no quiero decir que usted sea un enclenque, no me interprete mal. Pero Sadie los prefería gigantescos, y vulgares. ¿Sabe una cosa?

—¿Qué?

—Me alegro de que ya no venga por aquí. Había algo en ella... algo compulsivo. ¿Sabe lo que significa esa palabra, compulsivo?

El martes a la tarde, Arthur Brown entregó su informe sobre el seguimiento de Gerald Fletcher. La mayor parte de él no revelaba nada de interés. Desde las 4.55 hasta las 8.45 Fletcher había permanecido en su casa, y luego se había dirigido al 812 de North Cran. El informe comenzó a cobrar interés cuando a las 8.46 Fletcher salió del edificio acompañado de una pelirroja que llevaba un abrigo negro de piel sobre un vestido verde. Se dirigieron al restaurante Rudolph’s, comieron, y regresaron al 812 de Crane, llegaron a las 10.35 y entraron. Arthur Brown había comprobado los buzones que había en el vestíbulo, que indicaban que en el piso 11 había ocho apartamentos, y en ese piso se había detenido el ascensor que llevaba a Fletcher y a la pelirroja. Brown salió del edificio y permaneció a la espera. Fletcher se marchó del apartamento a las 11.40 y se dirigió directamente a su casa. El detective O’Brien relevó al teniente Brown a las 12.15.

—Esta mujer podría ser importante —dijo Byrnes.

—Eso mismo estaba pensando —dijo Brown.

Carella aún no había hablado con Sal Decotto ni Richard Fenner, las dos últimas personas en la lista de Sarah, pero no vio razón alguna para continuar la investigación por ese lado. Si los nombres apuntados en su lista habían sido anotados cronológicamente, ella había ido de mal en peor en su búsqueda de amantes.

¿Por qué? ¿Para devolverle a su esposo la misma moneda? Carella metió la agenda de Sarah en el sobre junto con los diversos informes habidos sobre el caso y concentró su atención en la información que Artie Brown había traído la noche anterior. La presencia de la mujer pelirroja podía ser importante, pero Carella aún estaba confundido por la conducta de Fletcher. La evidente infidelidad de Sarah suministraba a Fletcher un sólido móvil, ¿así que por qué llevar a Carella a los lugares infames que había frecuentado su esposa, por qué demostrarle a Carella que él tenía buenas y suficientes razones para matarla? Además, ¿por qué su oferta de conseguir un buen abogado defensor para el muchacho que ya había sido acusado del crimen?

A veces Carella se preguntaba quién le estaba haciendo qué a quién.

Esa tarde, a las cinco, Carella relevó al teniente Hal Willis que se encontraba vigilando el edificio donde estaba la oficina de Fletcher y luego siguió a éste a unos grandes almacenes en Isola. Carella llevaba un bigote falso, una peluca con el pelo mas largo que el suyo y de diferente color y un par de gafas de sol.

En los grandes almacenes, siguió a Fletcher hasta el departamento de prendas íntimas. Carella caminó por uno de los pasillos deteniéndose para observar las batas y quimonos femeninos, sin perder de vista a Fletcher que estaba hablando con una vendedora.

—¿Puedo ayudarle, señor? —dijo una voz.

Carella se volvió para encontrarse con una rolliza mujer, de pelo gris, gafas de montura negra, calzada con zapatos del ejército y con un vestido negro. Su sonrisa sospechosa le acusaba de ser un ratero o algo peor.

—No, gracias —dijo Carella—. Sólo estoy mirando.

Fletcher eligió lo que buscaba de entre una serie de prendas que la vendedora había extendido sobre el mostrador, señalando una prenda y luego otra. La vendedora apuntó el pedido y Fletcher extrajo la billetera para entregarle dinero en metálico o su tarjeta de crédito; era difícil comprobarlo desde el otro lado del pasillo. Fletcher conversó durante un momento con la vendedora y luego se dirigió hacia los ascensores.

—¿Está usted seguro de que no puedo ayudarle? —dijo la mujer con zapatos del ejército y Carella contestó “Absolutamente” y se movió rápidamente hacia el mostrador de lencería. Fletcher había abandonado la sección de lencería sin llevar ningún paquete en las manos, lo que significaba que pensaba enviar sus compras. La vendedora estaba recogiendo las prendas escogidas por Fletcher cuando Carella llegó al mostrador.

—Sí, señor —dijo— ¿Puedo ayudarle?

Carella abrió su billetera y enseñó su credencial.

—Oficial de policía —dijo—. Estoy interesado en el pedido que acaba usted de apuntar.

La joven terna unos diecinueve años, una estudiante trabajando en la enorme tienda durante las ventas navideñas. Sin abrir la boca estudió la credencial con ojos absortos.

—¿Estos artículos deben ser enviados a algún sitio? —preguntó Carella.

—Sí, señor —dijo la joven. Sus ojos seguían muy abiertos. Se humedeció los labios y se irguió un poco más, dispuesta a servir de perfecto testigo.

—¿Puede decirme adónde? —preguntó Carella.

—Sí, señor-dijo la joven y le enseñó la nota de venta—. Dijo que quería que las envolviésemos por separado, pero todas deben enviarse a la misma dirección. Señorita Arlene Orton,

812 North Crane Street, aquí en la ciudad, y supongo que es...

—Muchas gracias —dijo Carella.

Era como si ya hubiese llegado la Navidad.

El hombre que hizo saltar la cerradura del apartamento de Arlene Orton, diez minutos después de que ella se marchase el miércoles por la mañana, era mejor en su trabajo que cualquier ladrón de la ciudad y trabajaba para el Departamento de Policía. Al especialista le llevó más tiempo colocar sus aparatos, pero el teléfono era para él un juego de niños. La derivación de la línea principal sería operativa cuando la compañía telefónica entregara a la policía la lista de los llamados puntos de enlace que localizaban los cables del teléfono de Arlene Orton. El equipo de escucha sería instalado en estos canales y toda vez que se hiciera una llamada desde el aparato o se recibiese una de fuera, una grabadora lo registraría automáticamente. Además, toda vez que se hiciera alguna llamada desde el apartamento, un dial indicador revelaría, por medio de una serie de pulsaciones, el número al que se llamaba.

El especialista colocó su dictáfono en la biblioteca que había en el extremo opuesto de la habitación. El dictáfono era un pequeño transmisor de FM con un micrófono alimentado por baterías que necesitaban ser renovadas cada veinticuatro horas. El especialista hubiese preferido utilizar sus propios cables, pero no se hubiese atrevido a pedirle al portero del edificio que le permitiera ocultar su aparato de escucha en algún armario vacío o en algún gabinete de trabajo. Un portero chismoso echaría por tierra toda la operación con más rapidez que una banda de hampones.

En la parte trasera de una camioneta aparcada en el bordillo a unos cinco metros de la entrada al 812 de North Crane, Steve Carella estaba sentado frente al equipo de grabación que funcionaba en la misma frecuencia que el dictáfono. Permanecía esperando rebosante de optimismo, con un bocadillo de atún y una botella de cerveza, preparado para escuchar y registrar cualquier sonido que saliera del apartamento de Arlene.

En el punto de enlace, a siete manzanas de distancia y treinta minutos más tarde, Arthur Brown ocupaba su lugar detrás de un equipo que estaba conectado con el micrófono que había en el teléfono, y esperaba a que el teléfono de Arlene comenzara a sonar. Estaba en contacto por radio con Steve Carella.

La primera llamada se produjo a las 12.17. El equipo se puso en funcionamiento automáticamente y las cintas de grabación comenzaron a registrar la conversación, mientras Brown escuchaba simultáneamente a través de sus auriculares.

—¿Hola?

—Hola, ¿Arlene?

—Sí, ¿quién es?

—Nan.

—¿Nan? Tu voz suena diferente. Tienes un constipado o algo así?

—Todos los años para esta época. Justo antes de las vacaciones. Arlene, tengo mucha prisa, seré breve. ¿Conoces las medidas de Beth?

La conversación continuó por ese camino y Arlene Orton habló sucesivamente con otras tres amigas. Luego llamó al supermercado local para hacer un pedido de alimentos para toda la semana. Tenía una voz agradable, profunda y enérgica, acentuada aquí y allá (cuando hablaba con sus amigas) con una risita encantadora.

A las 4 el teléfono de Arlene volvió a sonar.

—¿Hola?

—Arlene, soy Gerry.

—Hola, cariño.

—Hoy me marcharé del despacho un poco más temprano. Pensaba hacerte una visita.

—Muy bien.

—Estaré allí en, oh, media hora, cuarenta minutos.

—Apresúrate.

Brown llamó a Carella inmediatamente. Carella se lo agradeció y se sentó a esperar.

El jueves por la mañana, dos días antes de Navidad, Carella estaba sentado en su oficina y leía la transcripción de los cinco carretes grabados la noche anterior. La cinta que más le interesaba era la segunda de ellas. En esa cinta la conversación se había alterado abruptamente en un punto en cuanto al tono de las voces y al contenido de la conversación. Carella creía saber por qué pero quería confirmar sus sospechas.

Fletcher: Quise decir después de las vacaciones, no del juicio.

Orton: Tal vez pueda ir, no estoy segura. Tendré que arreglarlo con mi psiquiatra.

F: ¿Qué tiene que ver él en esto?

O: Bueno, tengo que pagarle aunque no acuda a las sesiones.

F: ¿El no toma vacaciones?

O: Se lo preguntaré.

F: Sí, pregúntaselo. Porque realmente me gustaría marcharme de la ciudad.

O: Ummmm. Cuando crees que el caso (inaudible).

F: En marzo, aproximadamente. No antes. Él tiene un nuevo abogado, ya sabes.

O: ¿Qué significa eso, un nuevo abogado?

F: Nada. De todos modos le condenarán.

O: (inaudible).

F: Porque el juicio me tendrá bastante ocupado.

O: Y después del juicio cuándo...

F: No lo sé.

O: Ella está muerta, Gerry, no comprendo».

F: Sí, pero...

O: ¿No comprendo por qué debemos esperar, y tú?

F: ¿Has leído esto?

O: No, aún no. Gerry, creo que deberíamos fijar una fecha ahora. Una fecha provisional, dependiendo de la fecha de celebración del juicio. Gerry?

F‘. ¿Mmmm?

O: ¿Crees que será un juicio muy largo?

F: ¿Qué?

O: ¿Gerry?

F: ¿Sí?

O: ¿Dónde estás?

F: Sólo estaba examinando algunos de estos libros.

O: ¿Crees que puedes dejarlos por un momento?

F: Perdóname, querida.

O: Si el juicio comienza en marzo y hacemos nuestros planes para abril...

F: A menos que surja algo inesperado, naturalmente.

O: ¿Cómo qué?

F: Oh, no lo sé. Tienen a gente muy capaz investigando el caso.

O: ¿Qué es lo que deben investigar?

F: Siempre existe la posibilidad de que él no lo haya hecho.

O: (Inaudible) ¿una confesión firmada?

F: Uno de los policías piensa que fui yo quien lo hizo.

O: Estás bromeando. ¿Quién?

F: Un detective llamado Carella. Es probable que ya sepa lo nuestro. Es un policía muy listo. Le tengo una gran admiración. Me pregunto si es consciente de ello.

O: ¿De dónde ha sacado semejante idea?

F: Bueno, yo le dije que la odiaba.

O: ¿Qué? Gerry, ¿por qué diablos hiciste eso?

F: De todos modos lo hubiese averiguado. Es probable que en este momento sepa ya que Sarah se acostaba con la mitad de los hombres de esta ciudad. Y es probable que sepa que yo también lo sabía.

O: ¿A quién le importa lo que haya descubierto? Corwin ya ha confesado.

F: Puedo entender su forma de razonar. No estoy seguro de que él entienda la mía.

O: Está bien, razonemos. Si hubieses querido matarla, lo habrías hecho hace siglos, cuando se negó a firmar los papeles de la separación. De modo que déjale que investigue, ¿a quién le importa? Desear que tu esposa se muera no es lo mismo que matarla. Dile eso al detective Copolla.

F: Carella. (Risas). Se lo diré, cariño.

Según el especialista que había hecho la instalación en el apartamento de Arlene Orton, el dictáfono se encontraba en la biblioteca que estaba en la pared opuesta al bar. Carella estaba interesado en la cinta desde el momento en que Fletcher le había preguntado a Arlene acerca de un libro —“Has leído eso”— y luego su voz había sonado preocupada. Carella suponía que Fletcher había descubierto el dictáfono. Sin embargo, lo que a Carella más le interesaba era lo que Fletcher había dicho después de que supiera que el apartamento estaba vigilado. Seguro de que contaba con un público que le estaba escuchando, Fletcher había:

(1) sugerido la posibilidad de que Corwin no fuese culpable.

(2) afirmado rotundamente que un policía llamado Carella sospechaba de él.

(3) expresado admiración por Carella, mientras se preguntaba si Carella era consciente de ello.

(4) especulado con que Carella ya había descubierto el objeto del recorrido del domingo a la noche por aquellos bares de mala muerte, conocía la promiscuidad de Sarah, y sabía que Fletcher estaba al tanto de esa circunstancia.

(5) hecho una pequeña broma acerca de “decírselo” a Carella.

Carella se sentía tan atemorizado como la noche en que cenó con Fletcher y, más tarde, bebió con él. Ahora le había hablado.

a través del dictáfono, directamente a Carella. ¿Pero qué intentaba decir? ¿Y por qué?

Carella quería escuchar lo que Fletcher tenía que decir cuando no supiera que le estaban vigilando. Le pidió autorización al teniente Byrnes para obtener una orden judicial a fin de instalar un dictáfono en el automóvil de Fletcher. Byrnes lo autorizó y Carella obtuvo esa orden.

Fletcher quedó citado con Arlene Orton para ir a The Chandeliers, al otro lado del río, y el dictáfono fue instalado en el coche modelo 1972 de Fletcher. Si Fletcher abandonaba la ciudad, el alcance efectivo del dispositivo en carretera sería de aproximadamente un cuarto de milla. El transmisor-receptor le venía de perillas para el caso.

Hacia las 9.50 de esa noche, Carella estaba soñoliento y desalentado. En su camino hacia The Chandeliers, Fletcher y Arlene no habían mencionado una sola vez a Sarah o los planes de su inminente boda. Carella estaba ansioso por ponerlos a ambos en la cama y regresar a su casa con su familia. Cuando finalmente salieron del restaurante y echaron a andar hacia el coche de Fletcher, Carella susurró un audible “Por fin” y puso en marcha su auto.

Fletcher y Arlene enfilaron hacia el este por la ruta 701 en dirección al puente sin abrir la boca. Al principio, Carella pensó que algo no funcionaba bien en el equipo transmisor, entonces Arlene habló y Carella supo exactamente lo que había sucedido. La pareja había discutido en el restaurante, y Arlene había estado rumiando su ira hasta este momento.

—Tal vez lo que sucede es que no tienes intenciones de casarte conmigo —gritó.

—Eso es ridículo —dijo Fletcher.

—¿Entonces por qué no quieres fijar una fecha?

—Ya he fijado una fecha.

—Tú no has fijado ninguna fecha. Todo lo que has hecho ha sido decir que sería después del juicio. ¿Cuándo, después del juicio? Tal vez todo este maldito asunto ha sido una excusa. Tal vez tú nunca planeaste casarte conmigo.

—Tú sabes que eso no es verdad, Arlene.

—¿Cómo puedo saber que efectivamente existieran esos papeles de la separación?

—Esos papeles existieron. Ya te lo dije.

—¿Entonces por qué no los firmó ella?

—Porque me amaba.

—Si te amaba, ¿entonces por qué hizo todas esas cosas tan horribles?

—Para castigarme, supongo.

—¿Es por eso que te enseñaba su pequeña agenda negra?

—Sí, para castigarme.

—No. Porque ella era una prostituta-

—Supongo que sí. Supongo que eso fue en lo que se convirtió.

—Escribir las iniciales GE en su agenda cada vez que te contaba una nueva aventura. Gerry enterado y apuntar GE en su agenda.

—Sí, para castigarme.

—Una prostituta. Tendrías que haberle hecho seguir con detectives. Tomar fotografías, amenazarla, obligarla a firmar...

—No, no podía hacer eso. Me habría arrumado, Arl.

—Tu preciosa carrera.

—Sí, mi preciosa carrera.

Fletcher y Arlene permanecieron en silencio. Se aproximaban al puente. Carella intentaba mantenerse cerca del coche de Fletcher pero en ocasiones la distancia entre ambos vehículos se alargaba y Carella no alcanzaba a escuchar algunos fragmentos de la conversación.

—Ella no hubiese firmado esos papeles y yo () adulterio porque () se hubiese sabido.

—Y yo pensé ().

—Hice todo lo que podía.

—Sí, Gerry, pero ahora ella está muerta. ¿De modo que cuál es tu excusa ahora?

—Sospechan que yo la he matado, ¡maldita sea!

Fletcher estaba girando hacia la izquierda, alejándose de la autopista. Carella apretó el acelerador porque no deseaba perder el contacto precisamente en este momento.

—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó Arlene.

—Absolutamente ninguna, estoy seguro —dijo Fletcher.

Estoy seguro de que a ti no te importaría en absoluto estar casada con un asesino convicto.

—¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de la posibilidad... No tiene importancia.

—Quiero oírlo.

—Está bien, Arlene. Estoy hablando de la posibilidad de que alguien me acuse del asesinato de Sarah. Y de que me sometan a juicio por ello.

—Esa es la cosa más paranoica...

—No es paranoia.

—¿Entonces, qué diablos es? Ellos ya han cogido al asesino, ellos...

—Sólo estoy diciendo que lo supongan ¿Cómo podíamos casarnos si yo la maté, si alguien dice que fui yo quien lo hizo?

—Nadie ha dicho eso, Gerry.

—Bueno, si alguien lo hiciera.

Silencio. Carella estaba peligrosamente cerca del coche de Fletcher y se arriesgaba a que lo descubriesen.

Carella contuvo el aliento y se mantuvo pegado al coche que le precedía.

—Gerry, no lo entiendo —dijo Arlene con voz apenas audible.

—Alguien podría plantear un buen caso con eso.

—¿Por qué iban a hacerlo? Ellos saben que Corwin...

—Ellos podrían decir que yo entré en el apartamento y... Ellos podrían decir que ella aún vivía cuando entré en el apartamento. Podrían decir que el cuchillo estaba clavado en su cuerpo y... y yo entré y la encontré herida en el suelo y... acabé con ella.

—¿Por qué ibas a hacer una cosa así?

—Para acabar con todo.

—¿Tú no matarías a nadie, Gerry?

—No.

—¿Entonces por qué sugerir siquiera una cosa tan horrible?

—Si ella lo hubiese querido... Si alguien me acusara... Si alguien dijese que yo lo había hecho... que yo había terminado el trabajo, abriéndole el vientre con el cuchillo, ellos podrían decir que fue ella quien me pidió que lo hiciera.

—¿Qué estás diciendo, Gerry?

—Estoy tratando de explicarte que Sarah podría haber...

—Gerry, no creo que quiera oírlo.

—Sólo intento decirte...

—No, no quiero saberlo. Por favor, Gerry, me asustas.

—Escúchame, ¡maldita sea! Estoy tratando de explicarte lo que podría haber pasado. ¿Es algo tan difícil de aceptar? ¿Que ella podría haberme pedido que la matase?

—Gerry, por favor, yo...

—Yo quería llamar al hospital, estaba listo para llamar al hospital, ¿no crees que yo podía ver que ella no estaba mortalmente herida?

—Gerry, por favor.

—Ella me imploró que la matase, Arlene, me rogó que lo hiciera por ella, ella... Maldita sea, ¿es que ninguno de ustedes puede entenderlo? He tratado de demostrárselo a él, le he llevado a todos esos sitios horribles, pensé que era un hombre que comprendería. ¿Es acaso tan difícil?

—¿Oh, Dios mío, la mataste tú? ¿Mataste tú a Sarah?

—No. A Sarah no. Sólo a la mujer en la que ella se había convertido, a la prostituta en la que la obligué a convertirse. Debes comprenderlo, ella era Sadie cuando la maté... cuando murió.

—Oh, Dios mío —dijo Arlene y Carella asintió en un gesto de cansada aceptación.

Carella no se sentía orgulloso ni exultante. Mientras seguía al coche de Fletcher hasta el bordillo frente a la casa de apartamentos donde vivía Arlene, experimentó sólo una familiar sensación de reiteración y desasosiego. Ahora Fletcher bajaba del coche, pasaba al otro lado, abría la puerta de Arlene, quien cogió su mano y echó a andar por la acera mientras sollozaba. Carella les interceptó antes de que llegasen a la entrada del edificio.

Sin estridencias acusó a Fletcher por el asesinato de su esposa y lo arrestó sin que opusiera ninguna resistencia.

Fletcher no pareció sorprendido.

Todo había terminado, o al menos Carella así lo creía.

En el silencio de su sala dé estar, el teléfono sonó a la 1.15.

Alzó el auricular al tercer timbrazo.

—¿Hola?

—Steve —dijo el teniente Bymes—. Acabo de recibir una llamada desde Calcuta. Ralph Corwin se ahorcó en su celda minutos después de medianoche. Debió hacerlo mientras nosotros aún estábamos tomando la confesión de Fletcher en la oficina.

Carella no dijo nada.

—¿Steve? —dijo Bymes.

—Sí, Pete.

—Nada —dijo Bymes y colgó.

Carella permaneció con el auricular muerto entre sus manos durante varios segundos y luego lo colocó en su lugar. Contempló la sala de estar, donde las luces del árbol brillaban tenuemente, y pensó en el drogadicto desesperado en la celda de una prisión que se había quitado la vida sin haber tenido la posibilidad de saber que no había matado a nadie.

Era el día de Navidad.

A veces, absolutamente nada tiene sentido.

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25/09/2013