CAPÍTULO 12
FUENTES ORALES EN LA ELABORACIÓN DEL DISCURSO
DE LA MEMORIA Y LA HISTORIA DE LA RESISTENCIA:
USOS Y PERSPECTIVAS.
JOSÉ ANTONIO VIDAL CASTAÑO[0]
UNA COSA ME HUMILLA:LA MEMORIA ES,MUCHAS VECES, LA
CUALIDAD DE LA ESTUPIDEZ Y PERTENECE GENERALMENTE A LAS
INTELIGENCIAS TORPES,A LAS QUE VUELVE MÁS PESADAS CON
EL BAGAJE CON QUE LAS SOBRECARGA.NO OBSTANTE,
¿QUÉ HARÍAMOS SIN MEMORIA? […] NUESTRA EXISTENCIA SE REDUCIRÍA
A LOS MOMENTOS SUCESIVOS DE UN PRESENTE QUE SE DESVANECE
SIN CESAR Y EL PASADO NO EXISTIRÍA…
Chateaubriand ,Memorias de ultratumba (sobre 1848).
CALLAR,CALLAR,ES LA GRAN ASPIRACIÓN QUE NADIE CUMPLE NI
AÚN DESPUÉS DE MUERTO.
Javier Marías, Tu rostro mañana (2004).
1. INTRODUCCIÓN.FUENTES ORALES Y NUEVAS TECNOLOGÍAS DE LO ORAL.
Una de las más potentes manifestaciones de la comunicación oral en las sociedades contemporáneas viene dada por el uso masivo de la telefonía móvil. El móvil se ha convertido en el omnipresente vehículo de intercomunicación personal para las generaciones más jóvenes; es su forma habitual de conversar y de entrevistarse, de entreverse; de decirse lo que piensan; y quieren comunicarse con urgencia; urgencia que aumenta ante situaciones dramáticas o comunicación de afectos vehementes difíciles de reprimir.
Una oralidad que se nutre de banalidad y complejidad al tiempo; capaz de adaptar, casi simultáneamente, lo que se piensa a lo que se dice sin adornos; capaz de pasar del pensamiento a la palabra oral sin mayor elaboración aparente; oralidad capaz de traducir la complejidad de la escritura a lenguajes cada vez más minimalistas.
Estas nuevas formas y usos de la oralidad deben ser tomadas en cuenta. Su presencia en el campo de la cultura de masas es ya moneda corriente e incluso se puede detectar su presencia puntual en la cultura novelística actual como es el caso de Perro callejero de Martin Amis[1]. Formas y usos que parecen dibujar un escenario novedoso que alimenta la posibilidad de ser utilizado para la reconstrucción de situaciones históricas más complejas. Un ejemplo concreto de la utilización de estas peculiares fuentes orales es el filme United 93 de Paul Gringrass.
Han circulado diversas teorías y rumores acerca de lo que pudo acontecer en el vuelo 93 de la United Airlines (el cuarto vuelo secuestrado) el 11 de septiembre de 2001. El avión despegó con más de media hora de retraso; imprevisible circunstancia que hizo inviable el objetivo terrorista. El filme ofrece una interpretación de lo ocurrido que resulta verosímil. La impresión de verosimilitud queda muy reforzada por la minuciosa reconstrucción de las conversaciones (fuentes orales) entre víctimas y familiares y las tomas realizadas con cámaras manuales que resaltan el punto de vista subjetivo, tan importante en la praxis de las fuentes orales. Las conversaciones telefónicas de las que emergerá un discurso de resistencia, se reconstruyen en medio del caos mediático de las torres de control y los ruidos de la tragedia que sirven de hilo conductor de la narración.
El docucine resultante es un ejemplo de cómo las innovaciones tecnológicas pueden revitalizar las fuentes no documentales y ayudar en la reconstrucción de fragmentos del pasado integrando esta nueva oralidad. Sin duda, la introducción de las tecnologías informáticas supone una revolución en las comunicaciones globales, nacionales, regionales, locales… e intersubjetivas. Pero ¿servirán para interrogar las voces del pasado esas viejas oralidades que evocamos para la recuperación de la memoria? La memoria viva tiene, desgraciadamente, fecha de caducidad y está muy próxima, como es el caso de víctimas y resistentes de la guerra y el franquismo. Estamos hablando de memorias con cargas y connotaciones temporales, es decir generacionales. Y aquí cabe considerar tanto las actitudes como los tonos de expresión; los tics que configuran la faz o el mapa histórico de una generación.
La memoria muestra límites que en ningún caso son barreras sino referencias necesarias. Julio Aróstegui hace hincapié en la distinción generacional. Habla de «generaciones vivas al comenzar el nuevo siglo» en su relación con la memoria histórica «que nos parece ligada […] al hecho que cierra, según parece, un ciclo histórico, es decir el proceso de la transición a la democracia». Sea como fuere no se puede elaborar una interpretación sobre esas memorias sin contar con los aspectos generacionales, presentes «desde sus orígenes» en esos procesos[2]. Es decir, un asunto difícil y complejo con o sin herramientas tecnológicamente avanzadas.
En cuanto al uso y la utilidad del archivo oral, la base del trabajo de recuperación no siempre provendrá del mismo. Parece obvio que se puede y se podrá trabajar con las memorias recogidas y cotejar diversas entrevistas a determinadas personas, confrontar versiones históricas establecidas y publicadas sobre los mismos o parecidos testimonios, y viceversa. Todo esto lo pensamos y lo escribimos pasando a ser —ya lo es— historia, aunque le sigamos llamando memoria. Vemos algunos matices y detalles.
Pese a que existen ciertas tendencias que tratan de enfrentarlas, la historia y las memorias mantienen desde tiempos remotos relaciones íntimas, dialécticas: «La memoria —dice Le Goff— a la que se atiene la historia que a su vez la alimenta…»[3]. Relaciones que son a veces difíciles, incluso tempestuosas, pero inevitables. Luego volveremos sobre el tema[4]. Lo cierto es que memoria e historia no son lo mismo: lo que llamamos memoria histórica es un concepto mucho más complejo que un cuño o una consigna. Casi parece innecesario puntualizar que, tras la muerte del sujeto que contó sus recuerdos, el conjunto del relato de sus vivencias se convierte en documento. Mientras el sujeto permanece vivo y es capaz de evocarlas —aunque cada vez ofrezca una versión distinta— es memoria, una fuente necesariamente subjetiva. Es decir: lo que cuenta Chateaubriand es ya un documento de primer orden para la historia cultural europea; lo que cuenta Santiago Carrillo sobre su experiencia política es memoria y, por lo tanto, susceptible de retoque mientras viva. El caso Gunther Grass demuestra que su relato no estaba aún cerrado.
Esta distinción confiere al término «memoria histórica» una cierta prepotencia innecesaria, pese a sus buenas intenciones. Tratar sobre ello, pues, requiere distanciamiento, prudencia y reflexión, también sentido de la diversidad y de la complejidad.
Existe, no obstante, una tendencia social que produce la necesidad de rellenar la memoria histórica, a falta memoria viva, con memorias asimiladas, con voces de generaciones cercanas que, no sin incentivos o estímulos, trasmiten «otras vidas» (hijos, amigos y familiares…). Así funcionan ciertas conmemoraciones y aniversarios… Cuando se crea una marca y la necesidad de venderla, están dadas las condiciones para estimular la producción de novedades. Muchos libros, discos, películas y objetos de la memoria, de dudosa utilidad para enfoques históricos (gadgets, en el sentido que les adjudicara Baudrillard) inundan el posmoderno bazar cultural.
La utilización de las memorias de otras generaciones para justificar enfoques actuales y cubrir cuota de memoria recuperada, banaliza y adultera las relaciones entre la historia y las memorias al generar una sobreabundancia de recuerdos, carentes de la apoyatura de la experiencia. No se toman en serio los olvidos, no son analizados y otro tanto puede decirse de los silencios, sobre los que cabría interrogarse. La moderna ciencia, sin embargo, nos está diciendo que el sujeto humano se encuentra más cercano al olvido que al recuerdo, y que un simple medicamento podría, en un futuro no muy lejano, «aumentar la potencia cognitiva, la capacidad de aprender o incluso la de olvidar[5]». El sujeto humano, según estas referencias, parece más cercano al olvido que al recuerdo y ello debería tomarse como advertencia.
De hecho, el uso de las fuentes orales, bien sea a través de las nuevas tecnologías de la comunicación o de las más convencionales, ora en forma de narraciones de vida (más o menos acotados en el tiempo), ora en forma de testimonios puntuales, impregna hoy cualquier intento de documentar la narración históricamente tratada, sea a través de la literatura ensayística, la biográfica e incluso formas mixtas como el reportaje novelizado o la novela testimonial, etcétera.
En estos tiempos, a la perplejidad cultural propia de la sociedad posmoderna con sus arriesgadas apuestas lingüísticas, consumistas y monetaristas, hay que sumarle las nuevas perplejidades de la era poscomunista aún no abordadas satisfactoriamente; las producidas por la lenta agonía del continente africano —producto en gran medida de un forzado proceso de descolonización— o, la emergencia de nuevas formas de tiranía y esclavitud —incluidos los flujos migratorios— a nivel planetario. No pretendo con estas alusiones sino llamar la atención sobre la facilidad existente para mezclar conceptos y culturas, para penetrarse unos y unas entre sí. La película que hemos analizado como ejemplo ofrece una mixtura interesante, como casi todo lo que se pretende «actual». Utiliza claves de la narrativa de ficción y técnicas del documental más avanzado.
Tal vez, la mejor manera para recrear o intentar reconstruir el pasado a través de imágenes es la que combinaría la metodología tecnológicamente avanzada con la intencionalidad propia de quien pretende historiar. Esta intencionalidad, y no el uso indiscriminado de la tecnología, se revela como la clave de este proceso y viene representada, verbigracia en el cinema clásico, por varias connotaciones: desde la estructura de los guiones, a la versatilidad de las entrevistas grabadas y a la utilización de la voz en off. Y, en este sentido, el valor histórico e incluso pedagógico emerge del montaje final (la narración, el análisis y la síntesis histórica en nuestro caso) y eso sigue tan vigente como en los tiempos de Einsesteisn, Vertov o Griffith. Una simple sucesión de vistas, con o sin música; una serie de entrevistas orales más o menos interesantes, aunque estén filmadas sin la rigidez habitual, dicen poco por sí mismas, a no ser que el montaje —valga como metáfora— sea lo suficientemente explícito para cargar de intencionalidad la disposición de imágenes y sonidos o la ausencia de ellos. No es cierto que una imagen lo explique todo. Y sigue siendo obligación del usuario de productos audiovisuales el realizar lecturas críticas para detectar las dosis de propaganda. El envase no debe impedir el acceso al contenido, aunque normalmente sí lo hace a través de las intermediaciones.
2. LA FE EN LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS
Michael Frisch es uno de los mayores especialistas en el campo del uso y la introducción de la tecnología informática, y en general de las nuevas tecnologías en la historia oral, en un reciente artículo publicado en la revista Historia, Antropología y Fuentes Orales, plantea a modo de «reflexión teórica» las ventajas y nuevos enfoques, por la vía de las «herramientas digitales», de la entrevista oral, muy dependiente todavía hoy, de las transcripciones. El audio y el vídeo permiten acabar con ésta tiranía y hacerla más manejable. Señala tres dimensiones para las fuentes orales a través del módem, que permiten un alejamiento del texto. Dimensiones orales propiamente dichas; presenciales, es decir, materiales, corporales y performativas (más penetrantes y representativas).
Frisch enfatiza la notable infrautilización de los archivos orales, no ya de las transcripciones sino de las grabaciones originales. Estos archivos son raramente consultados, aunque estén bien clasificados, lo que es excepcional. Aduce la presunción mayoritaria de los investigadores de que «sólo en el texto puede encontrarse el material con eficacia y eficiencia», y que éste es más fácil de leer, reproducir, etcétera, mientras que el audio es necesario escucharlo en tiempo real. Así, pues, propone «trabajar directamente con la voz y el vídeo, con cuerpos, gestos y contextos no verbales». Métodos que nos devuelven a una de las promesas originales de la historia oral; vuelven a poner lo oral en la «historia oral» desde «la entrevista a la edición…», buscando una mayor riqueza en el uso de la voz a través de la presencia física. Lo que se trata es de hacer más visible, corporeizar la entrevista e integrar la nueva oralidad resultante en un producto con fines comunicativos, históricos y políticos. La gama es variada: el documental, el vídeo, la exposición, el libro, la radio o el CD… Una oralidad liberada y visual es la que otorga nueva calidad a la representación. Su «novedosa» apuesta lo es por «la mediación de la historia oral en general a través de una inteligencia crítica: la del editor, el artista, el director, el conservador, el productor[6]».
Apuesta valerosa por una inteligencia crítica para organizar la información suministrada por las fuentes orales, que parece coherente con la necesidad histórica de rigor, de análisis intencional. «… La historia oral en esta modalidad cobra sentido, es utilizable y puede compartirse sólo cuando se ha “cocinado” en forma de selección documental y luego es ofrecida a los clientes». Esta última frase introduce un matiz comercial y culinario —reconocido por el autor— que aleja las fuentes orales así manipuladas de la metodología y usos propiamente históricos adecuados para la investigación y, en particular, de los movimientos de resistencia, acercándolos más bien al espectro sociológico de una neosociedad de consumo, ya no masiva, sino de supermercado ¿Con qué criterios se elabora o debe y puede elaborarse la selección documental? ¿Quiénes y con qué fines lo hacen? ¿Clientes? ¿Quiénes son o pueden ser? Las memorias y los testimonios, ¿se refieren a sujetos históricos e individuales o a entidades sociales y políticas interesadas en una evaluación con fines propios?
Frisch observa y realiza fáciles predicciones: el tirón del ordenador personal que ha sacado «las películas de la sala oscura del cine», dice, convertirá en obsoletas las cintas y el CD-ROM; las grabadoras serán —lo son ya— pequeños ordenadores con cada vez mayor capacidad de audio y vídeo. El documental final tras la pertinente selección de las fuentes, en esta caso orales, se podrá recomponer en varios sentidos (transversales, paralelos e incluso contradictorios) y podrán elaborarse desde un potente cuerpo documental «ordenado» (base de datos) con diversas versiones. Pone ejemplos sobre los archivos familiares de fotos o imágenes de vídeo que podrán, desde reducidos equipos domésticos, transformarse en minidocumentales que substituyan al obsoleto álbum de fotos o a la vieja película. No se trata en absoluto de una nueva idea, insiste; lo mismo que los libros superaron a los pergaminos, las nuevas herramientas…, el audio y el vídeo «pueden convertirse en un recurso igualmente liberador y flexible […] para cualquier pregunta y uso» y para la mayor «diversidad de usuarios».
«Más allá —y esto es, sin duda, lo más enigmático de su aportación— de devolver el poder a “la voz” (indexación) se refiere a cuestiones políticas básicas en el discurso de la historia oral». La «promesa democrática de la historia oral», sostiene, ha estado sometida a una restricción bipolar entre el input y el output que necesita romperse, y eso lo están haciendo las nuevas tecnologías controladas por sus mediadores: el director del documental, el productor de televisión o radio… Ellos son «los que dan forma a lo que se selecciona para representación en formas públicas ya sea a través de documentales, de películas, exposiciones, libros…»[7].
Los modernos mediadores: comerciales, publicistas y gestores, son los nuevos dirigentes con tendencia a sustituir a los políticos, cuando no a ejercer directamente como tales. Son los nuevos dioses, dominadores de las relaciones sociales y de los pasillos de acceso a los poderes. ¿Dónde queda el pasado? ¿Qué memorias proponen tales patronazgos? ¿Dónde queda la Historia? Parece evidente que la memoria histórica será colectiva o no será. Queda, además, por aclarar la relación que parece existir entre su arrolladora emergencia y la «moderna» globalización. Una relación que no es difícil suponer. Y no lo es, en la medida que el proceso de reordenación del mercado de consumo de masas se presenta como un fenómeno muy moderno, un movimiento neoilustrado, racionalmente organizado desde la modernidad e inevitable, frente a la diversidad étnica y cultural, motejadas de caótica esencia de la posmodernidad. Pero sabemos que la dialéctica de la Ilustración, como pusieran de manifiesto Adorno y Horkeimer, permite leer los últimos capítulos de la historia humana en clave de dialéctica negativa, hija no deseada, pero legítima, del mismo pensamiento ilustrado[8].
3. METODOLOGÍA Y/O NUEVO CAMPO HISTORIOGRÁFICO
El interés de lo planteado acerca de las tendencias actuales sobre el uso y perspectivas de las fuentes orales no resuelve, no obstante, el tema de la centralidad o no de la historia oral como recurso «total», capaz por sí mismo de generar esa otra historia «desde abajo», la Grass Roots History, en sus diversas formas, de la que tanto y tan bien se ha escrito. Una historia oral, que se pretende independiente y alternativa o se presenta como tal, como el más seguro vehículo para viajar hacía una «nueva» manera de leer, hacer y explicar la Historia, de analizar el desarrollo de procesos complejos que en su esencia fueron y siguen siendo económicos, políticos y sociales. Sin embargo, ni la sofisticada tecnología de las telecomunicaciones, los ordenadores personales, las bases de datos, etcétera, con sus nuevos usos y brillantes aplicaciones tampoco disponen —pese a su inmediatez, potencia y manejabilidad— de la suficiente autoridad para elevar el estatus de la historia oral más allá de la metodología. Pero esto no debe verse como agravio histórico o insuficiencia sino muy al contrario como el definitivo reconocimiento de su poderío, como herramienta al servicio de la construcción de la Historia; una procedimiento que abre y amplia el campo historiográfico por su base, contribuyendo no poco a la democratización de los contenidos históricos sin rebajar sus presupuestos científicos. No voy a entrar en disquisiciones sobre la historia oral con mayúscula o minúscula; sobre denominarla así o llamarla fuentes orales, pues entiendo que una u otra denominación se explican por sí mismas en cada contexto y dependiendo de quién o quiénes las empleen. En cualquier caso, tanto sobre la definición como sobre su identidad metodológica, estoy de acuerdo con las apuntadas por Ronald Fraser en su clarificador trabajo sobre la historia oral[9].
En relación con el uso de las fuentes orales en la Historia, parece necesario establecer algunas consideraciones en torno a su contenido y aplicaciones, a las características que le son propias y a las que, erróneamente, se le atribuyen o niegan; aspectos que pueden resultar útiles a la hora de relacionar algunos de sus postulados con el discurso de la memoria en general, y a su vez la relación de éstos con la resistencia antifranquista, temas directamente relacionados con la guerra civil, la dictadura y las víctimas de la represión franquista e indirectamente con la Transición.
La introducción y uso de las fuentes orales en la Historia es tan viejo como la historia misma y cabe recordar que la transmisión del conocimiento, de la cultura y las tradiciones, etcétera, de cualquier grupo humano, arranca de los relatos orales y se basa en ellos. Relatos que al ser anotados se convertirán en historia escrita. Es decir, que las fuentes orales (tradiciones orales para anteriores generaciones) y la comunicación boca a boca alimentaron siempre a la Historia y los historiadores, desde La Biblia al Corán o la Torá, pasando por Heródoto, Tucídides o Plutarco y hasta los E. P. Thompson, Bloch, Hobsbwam, Tuñón, Braudel, Nolte, Carr, Vidal-Naquet o Reglá, por citar nombres significativos, y no demasiado cercanos, como ejemplos. Los historiadores que las utilizan pertenecen a campos historiográficos distintos, sustentan concepciones diversas e incluso enfrentadas, pero, en algún momento de su trabajo bebieron de estas fuentes, las adoptaron y las incorporaron a su metodología particular o se acercaron a sus pautas metodológicas para obtener su síntesis narrativa. Lo mismo puede decirse de los estudiosos y de los aficionados a la práctica de la reconstrucción histórica; amén de aquellos cultivadores de lo que se ha dado en llamar la literatura de la memoria, tan dispares entre sí como complementarios a la hora de construir el discurso, como Proust, Nabokov, Primo Levi, Semprún o W. G. Sebald.
No será hasta la segunda mitad del siglo XIX, con el desarrollo del periodismo como una particular historia de lo cotidiano, concebida para el consumo de masas, cuando las tecnologías de lo oral se afirmen de manera sustancial. Los periodistas erigidos en cronistas del día a día ofrendarán un tremendo impulso a las fuentes orales a través de una particular metodología, la entrevista (interviú), que permitía y permite obtener las noticias de primera mano y de manera caliente, interrogando a los protagonistas de las mismas, agentes, cuando no gestores o promotores de los acontecimientos.
La entrevista se convirtió, con el tiempo, en un artefacto metodológico de primer orden, pero sólo permitía un acercamiento a la historia desde arriba, desde la perspectiva de los poderes, de los sujetos no sujetados (M. Foucault), alejando sus presupuestos, por ejemplo, de la historia social, que se desarrolló como una respuesta de la historia tradicional concebida como una serie de macroacontecimientos encarnados por seres o entidades superiores: dioses, héroes, santos, dinastías, imperios, Estados modernos, naciones oprimidas… La microhistoria de las capas sociales inferiores, de los de abajo, de los sujetos sin nombre, del ciudadano de a pie, del campesino o del obrero corriente, quedaban al margen de estos planteamientos.
Ha tenido que pasar mucho tiempo para que la entrevista se democratizara. Ha sido la historia oral, no siempre con acierto, la disciplina que le dado carta de naturaleza en la construcción de esta historia desde la base, es decir, desde la calle y el sujeto corriente. Las fuentes orales le han prestado sus testimonios que contribuyen a dotarla de un cierto rigor formal del que carecía. Uno de los más eficaces ejemplos de esta democratización del testimonio, de las fuentes orales, es el trabajo de Ronald Fraser sobre la guerra civil española a través de sus libros: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, y Escondido. El calvario de Manuel Cortés. También el de Luisa Passerini con su Torino Operaría e Fascismo, una storia orale[10].
Comentaré brevemente algunos aspectos de la obra de Ronald Fraser. Las más de 300 entrevistas que componen el coro de su Recuérdalo tú y recuérdalo a otros son buena muestra de esa democratización, y no tanto por la cantidad sino por la «calidad» de las mismas, es decir, por la variopinta composición de las profesiones, militancias políticas y sindicales, orígenes de clase y procedencia geográfica. Esa variedad no parece casual. No hay entrevistas con personajes de «primera fila» de la política, la cultura o la vida social[11] que seguramente hubieran predispuesto a una lectura más sesgada de la guerra civil; unas versiones desde arriba y de acuerdo con la corrección política de sus respectivas formaciones.
En Escondido, prescinde del coro para contar la historia de un solo hombre, el exalcalde socialista de Mijas, que vivió 30 años oculto como un topo en su propia casa para evitar ser fusilado. Aquí Fraser recurre a las «historias de vida» como herramienta metodológica, demostrando que no es indispensable para dar cuenta del clima subjetivo de una (uno de los mayores objetivos de la historia oral), «meter» entrevistas forzadas para dar la impresión de verdad en base a reunir muchas voces. La aparente oposición entre el modelo coral o social y el modelo individual —como metodología de la entrevista— no es tal oposición sino una necesidad del guión. En ambos casos ha habido una selección condicionada por los objetivos del autor que conducen a uno u otro camino.
Pese al desarrollo espectacular de la historia oral como una metodología propia de las ciencias sociales y en particular por sus intercambios con la sociología y la antropología, incluso con la psicología, no debe desdeñarse la aportación de los historiadores y multitud de autores que no lo son, que se han servido de sus métodos tratando de construir esa historia social desde abajo para acercarse a los aspectos de la vida cotidiana, a los ciudadanos y a los trabajadores corrientes. ¿Es en esta última categorización en la que cabe incluir a los vencidos de las guerras, a las víctimas de la represión o del desastre (destrucción) de su nicho material y sus valores morales; a los resistentes y luchadores clandestinos? ¿Incluiremos en esa categoría con acento particular a las víctimas de las guerras civiles y de sus inevitables consecuencias? ¿Con qué particularidades? ¿Con qué excepciones, si las hubiere?
Estas voces humildes no han sido tenidas en cuenta por los grandes relatos ni por concepciones de la historia que se proyectaban, con cierta exclusividad, en las macroestrategias políticas o bélicas, en los tratados y las estructuras sociales olvidadizas con los trabajadores, vagabundos, desempleados, emigrantes… Pero, por fortuna, ciertos historiadores y otro estudiosos han aquilatado, analizado y comparado esas voces, han sacado conclusiones integrando las fuentes orales, la categoría de «lo oral» como un documento con la misma relevancia que los documentos escritos, que las fuentes primarias. Hoy, esta forma de entender la Historia en relación con las fuentes orales dispone de un buen número de cultivadores pero también de detractores, que siguen opinando que basta con la interviú de actualidad, con el testimonio por el testimonio o, que lo fían todo a la memoria colectiva, reconstruida a base de sumar y hallar la media de las memorias individuales, en base a testimonios orales, en ocasiones parciales o fragmentarios. Unas memorias, pues, dispares, fragmentarias y, necesariamente históricas…
Creo que no hace falta insistir en el carácter positivo de la plena incorporación de las fuentes orales al quehacer histórico, siempre y cuando se haga sobre la base de un tratamiento correcto de los testimonios, evitando su sobrevaloración y la tendencia a jugar con criterios exclusivamente cuantitativos o medias estadísticas para reducir la complejidad. En todo caso me atengo a los criterios que expuse en mi libro, La memoria reprimida. Historias orales del maquis, y que resumen bien, D. Schwartztein, cuando dice: «La historia oral es una necesidad en cualquier programa que intente documentar el siglo XX. Es un imperativo» o, R. Samuel al afirmar que, «el foco de interés pasó de las elites a los actores anónimos […] subalternos, los que no han tenido voz ni voto en la cultura hegemónica[12]».
Sería conveniente repasar la reciente evolución de ciertas concepciones de la historia oral en la toma y utilización de testimonios, de las entrevistas-reportaje, de actualidad… y otras formas híbridas adoptadas, para reconocer que las nuevas aportaciones han actuado como reforzadores de la memoria colectiva, en detrimento de la individual. Una memoria colectiva que dispone de un nuevo campo historiográfico desde el Congreso Internacional de Ciencias Históricas de Estocolmo en 1960, cuando A. Dupront anunció: «la memoria colectiva es la materia misma de la historia[13]». Pero, repasemos aspectos poco conocidos de esa pequeña y a veces tortuosa historia.
Fue en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y su posguerra cuando se popularizó el uso restringido de la historia oral, basada en entrevistas o testimonios, llamemos recortados, que ha tenido cierta influencia posterior. Se trata de una metodología adecuada a las «hazañas bélicas» que no tuvo tan sólo a la historia oral por destinataria. El importante desarrollo de las actividades desplegadas por el Ejército y la Armada estadounidenses, a partir de 1945, grabando entrevistas con sus excombatientes, generó un material que fue utilizado públicamente para estudios sociológicos y empresariales de ámbito privado; también como argumento de novelas y guiones de cine «basados en hechos reales», es decir, de carácter patriótico. Con todo ello las muy particulares «life stories» se popularizaron como si de una moda se tratase. El método se aplicó también a soldados canadienses, australianos y neozelandeses. Se trataba de proyectos que poco tenían que ver con el desarrollo de la historia oral, como componente de un campo historiográfico al uso.
En esta otra Oral History, las entrevistas, realizadas por «expertos militares» que en ocasiones eran sociólogos o médicos psiquiatras, apenas rozaban en sus objetivos la historia al uso, pero sí pretendían crear o reforzar esa memoria colectiva deseada. Esto diferencia el desarrollo de estos proyectos de historia oral de los de países europeos e incluso latinoamericanos. Las entrevistas en el mundo posbélico anglosajón estaban centradas en experiencias traumáticas ocurridas en combate y en las secuelas personales y familiares que de cada una de estas tragedias se derivaron. Cada soldado contaba su batalla y rememoraba su guerra ante la grabadora y a veces la cámara. Se trataba de indagar acerca de los impactos de ésta, evaluando las consecuencias y el alcance del malestar en cada sujeto[14]. Estudios empíricamente correctos que no se interrogaban acerca de su utilidad para la ciencia histórica, pero sí para la construcción de una memoria colectiva en la que han intervenido historiadores oficiales, periodistas y escritores. Podemos detectar el lanzamiento de una literatura histórica de exaltación del heroísmo military del cumplimiento del deber de los soldados, jefes y oficiales durante la Segunda Guerra Mundial que en forma de novela o de libro de entrevistas llegan con frecuencia a nuestras librerías[15].
Existe coincidencia en reconocer el carácter pionero de estas experiencias y de sus posibilidades metodológicas, pero también se hace necesaria una mirada crítica, ante su simpleza descriptiva. En las encuestas se omitía, por ejemplo, preguntar por aspectos directamente políticos. Para Dale Trevelen[16], buen conocedor del sistema y que lo define como: «el proceso de obtener y preservar los recuerdos…», el método no pasaría de ser una técnica audiovisual para aportar datos y obtener información primaria, más o menos significativa, a través de las entrevistas. Trevelen considera las entrevistas como una herramienta importante, pero no la trataba como un documento con sustantividad propia. Describe la técnica de la entrevista sin establecer diferencia alguna entre la interviú de actualidad, propia del periodismo, o la entrevista aportada desde las fuentes orales como instrumento de lo histórico.
Es ineludible, pues, establecer una reflexión sobre esta metodología. Es cierto que el formato ligero de este tipo de entrevistas, del libro-testimonio o del producto audiovisual resultante de su tratamiento, puesto en el mercado, resulta atractivo por su fácil lectura, por la ausencia de conflicto y contradicciones; por su discurso lineal, apto «para todos los públicos», por lo «positivo» de los códigos de conducta y la facilidad de las relaciones humanas que exhiben. Tal vez ahí radique su éxito, aunque, también, en la concisión y capacidad de síntesis que muestran sus autores. Es fácil dejarse embaucar por el formato y la pretensión publicitaria de narrar historias aparentemente inocentes.
Ha requerido su tiempo para que aparezcan con fuerza todas las posibilidades de la que hemos llamado nueva oralidad o, si lo prefieren, fuentes orales emergentes. Todo ello está generando una ingente y en buena medida inclasificable literatura que llena las páginas de Internet y de las revistas y foros que se desenvuelven en estos ámbitos. Puede corroborarse efectuando un rastreo por esas páginas y sus múltiples enlaces. De entre ellas, pueden destacarse algunas opiniones de interés que plantean «avances», pero, también, nuevas limitaciones.
Kathiyn Walbert, por ejemplo, afirma: «la historia oral posee ventajas únicas que ninguna otra fuente histórica proporciona […] permite descubrir los puntos de vista de aquellos individuos que de otra forma podrían quedar fuera de los registros históricos […] las personas ordinarias (corrientes) se escapan entre las grietas del relato histórico […] si alguien tuviese que reconstruir la historia de su vida a partir tan sólo de los registros escritos, lo más probable es que no encontrara nada en que basarse, y la información que pudiese recoger revelaría más bien poco acerca de las vicisitudes de su vida diaria o sobre las cosas que a usted más le importaban».
Walbert no plantea abiertamente la superioridad del teléfono y la comunicación electrónica sobre los medios de los que disponían los historiadores de siglos anteriores al XX, pero destaca, no obstante, el valor de la correspondencia, de las cartas, como la fuente más sugerente. Lo hace como una compensación de las metodologías utilizadas a nivel doméstico para recabar y almacenar información. No sugiere el radicalismo de Frisch. «La historia oral permite realizar las preguntas —afirma— que le interesan». Los documentos escritos presentan un déficit, unas carencias provocadas, a veces, por destrucción o sustracción de documentos, que sólo ciertas preguntas pueden ayudar a esclarecer. Y esto es de aplicación en el caso de la reconstrucción biográfica, y en el estudio de la memoria histórica, tanto si se trata de memorias individuales como de memorias colectivas… Sigue, sin embargo, brillando por su ausencia, tanto la reflexión historiográfica como la reflexión sobre el discurso de las memorias que generan.
La historia oral: «ofrece —continúa la autora— a los actores históricos la oportunidad de contar sus propias historias con sus propias palabras […] la ocasión de participar en el recuento histórico de sus vidas». Ello sin duda permite convertir al sujeto en protagonista[17].
Hay páginas y artículos similares. La tentación de presentar las historias orales despobladas de análisis e interpretación histórica, como si de historia total se tratase, reduce sensiblemente el campo de la historia y las memorias sin aportar innovaciones de contenido, en los «programas» más allá de las novedades tecnológicas cuyos artefactos, a veces cargados de banalidad, nos invaden.
4. DISCURSO DE LA MEMORIA, FUENTES ORALES Y RESISTENCIA
Cabe preguntarse si la aplicación de estos modelos de historia oral al caso español, reducirían el tratamiento y usos de la memoria histórica de la resistencia a un debate particular; si relegarían el papel de la memoria reivindicada, naturalmente colectiva, a ser un apéndice del debate sociopolítico general. Esta condición se proyectaría —como lo está haciendo— de forma bastante exclusiva en el periodo de la guerra civil y el franquismo, aunque no queda libre de sombras la transición democrática que, en opinión de buen número de tratadistas de la memoria histórica, no saldó bien sus cuentas con el pasado franquista[18].
Así, han quedado desdibujadas, como instantáneas parciales o borrosas, algunas memorias mientras que otras permanecen olvidadas. Y me refiero sólo a memorias (individuales y/o colectivas) de lo que puede considerarse resistencia armada: contra Franco, contra el Estado o contra el orden establecido, independientemente del signo ideológico que guíe sus acciones o de los métodos de lucha empleados. Me refiero, en el primero de los supuestos, a memorias de resistencias antiguas, tales como las de resistencia en la retaguardia de la España «nacional» durante la propia guerra civil e incluso de las actuaciones revolucionarias que impregnaron determinadas etapas de la contienda y que generaron resistencias antisistema en la España republicana. En algunos casos, como las luchas del verano de 1937 en Barcelona —que supusieron la desaparición del POUM y el asesinato de Andreu Nin— y las que tuvieron lugar en tierras aragonesas y localidades del País Valenciano por implantar colectivizaciones agrarias o para erradicarlas que, sin embargo, han tenido tratamientos interesantes por cauces de la historia o la literatura, al margen de las corrientes asociativas. En muchas de estas situaciones las memorias individuales de testigos y supervivientes son poco favorables a supuestos reivindicativos y menos a la recreación de una memoria colectiva. En estos casos, en los que la guerra civil dentro de la guerra civil se manifestó en toda su crudeza, la memoria resultante de las víctimas de los acontecimientos traumáticos, agravada por el trauma moral del falso culpable, inhibe la facultad de recordar para entregarla al olvido, imponiendo el silencio. Silencio y olvido que podríamos calificar de significativos. Tampoco la memoria de los refugiados que volvieron del exilio en Francia ha sido mejor tratada, siendo excluida de los planteamientos generales o pasto de los tópicos más frecuentes.
También quedó parcialmente olvidada o marginada la memoria de la resistencia armada contra Franco, ya se trate del movimiento guerrillero de los maquis (1944-1952) o de la guerrilla urbana que se prolongó hasta los años sesenta. Esta situación se ha visto en buena parte corregida en los últimos años gracias al reconocimiento por parte de investigadores, escritores y estudiosos que han situado el punto de mira de su trabajo en el maquis y su mundo, y sobre todo al esfuerzo individual y colectivo de los propios guerrilleros asociados por y para testimoniar su presencia, para contarnos su historia.
Por último, quedarían más allá o en los márgenes de la memoria reivindicada y del esfuerzo recuperador (salvo excepciones y olvidos propios) en los últimos años: 1. La lucha armada procedente de grupos de confusa ideología que tienen en común el uso de la violencia terrorista, valgan como ejemplos: ETA —en su etapa antifranquista— y GRAPO, y 2. Los grupos llamados de «extrema izquierda» comunistas o libertarios en origen como el FRAP o los MIL respectivamente (siguen siendo ejemplos y no una relación exhaustiva) que se reclamaron de la lucha armada contra la dictadura en el ecuador de la década de los setenta, mientras Franco agonizaba y los franquistas negociaban la transición con otras fuerzas políticas. Se trata, en el caso de los últimos, de objetos y sujetos históricos escasamente estudiados, cuya memoria sigue semioculta en la trastienda de la Transición.
5. ¿UNA GENEALOGÍA DE LA MEMORIA HISTÓRICA?
Es hoy moneda corriente hablar y escribir de y sobre la memoria histórica; de la necesidad de «recuperarla». Esta demanda social que hace suya la expresión recuperación de la memoria histórica como reclamo y pancarta que convoca a la acción, no ha parado de crecer en los últimos años. Pero ¿de qué memoria histórica se habla?, ¿quiénes la demandan? ¿Cómo y cuándo surge? ¿Por qué el carácter de urgencia que parece imprimir a sus peticiones? El asunto es, cabe adelantar, muy complejo. Su análisis presenta dimensiones políticas, culturales y conceptuales que exceden el marco de esta ponencia.
Se hace, no obstante, necesaria, además de una reflexión conceptual, un acercamiento crítico a los significados, usos y contenidos de este debate y de esta polémica sobre la memoria histórica y la «recuperación de la memoria histórica»; sobre las expresiones que lo acuñan, representan y traducen, por lo que afecta a las propias fuentes históricas de cualquier tipo, sobre su espacio real y el lugar que ocupan; sobre las metodologías utilizadas para el estudio del pasado reciente. Sólo así será posible la visibilidad del discurso de esa memoria histórica referido al concepto de resistencia.
La memoria histórica reclamada, la que se reivindica, es la que afecta a los vencidos de la guerra civil y a las víctimas de la represión franquista. La traducción práctica, a efectos de recuperar estas memorias, se adentra, por una parte, en la recogida de testimonios orales de sobrevivientes (memoria viva) y en la recuperación de los restos de los cuerpos de los familiares, asesinados al borde de carreteras, junto a tapias de cementerios, que yacen en fosas comunes sin identificación alguna.
Los trabajos realizados desde esta óptica se centran prioritariamente en la memoria colectiva (silenciada, olvidada o reprimida) que afecta a los «colectivos no hegemónicos» a los que ya me he referido más arriba, que fueron privados de la posibilidad de construir sus propias fuentes (memorias). Son conocidas, por ejemplo, las dificultades de los supervivientes del movimiento guerrillero para conseguir ser reconocidos como luchadores antifranquistas, debatiéndose entre una historia oficial que les ignoraba o consideraba delincuentes, y el olvido partidario sufrido desde el «cambio de táctica» adoptado por la dirección del PCE —caso de la guerrilla levantina— que marcaba lo políticamente correcto para progresar hacía nuevas metas.
Más denso ha sido el silencio mantenido y sufrido por y en torno a los excombatientes republicanos que tras penar en los campos franceses de «internamiento», optaron por de enfermedad derrotismo moral por su vuelta a la España de Franco. Algunos murieron al poco tiempo; otros han arrastrado durante años, amén de las humillaciones propias, el infamante papel de víctima «culpable», de antihéroe que le adjudicaban, tanto el imaginario de la represión como el de la memoria colectiva de su grupo. Un ejemplo puede ser el que hace visible la película sobre Salvador Puig Antich a través del personaje que encarna al padre del anarquista catalán. Un campo, el del «silencio culpable», todavía por investigar.
El de la memoria histórica, pues, trata de un debate que quedó, en opinión de ciertos actores sociales implicados, pospuesto desde la Transición. Cabe preguntarse si esta opinión habrá tenido en cuenta que los contextos históricos, políticos y sociales han ido variando y lo que hoy parece un proceder viable, aunque tardío y no exento de controversias, hace 25 o 30 años pudo parecer lo contrario, y no tan sólo a las elites políticas. Lo cierto es que fechas o conmemoraciones republicanas apropiadas no fueron aprovechadas en este sentido. Ello no significa, en modo alguno, que, durante los años ochenta y buena parte de los noventa, se halla detenido la investigación ni el trabajo de historiadores y estudiosos. Éste ha seguido su ritmo de producción de manera intermitente. Una simple consulta de la bibliografía pertinente nos puede aclarar cualquier duda al respecto; pero lo que parece evidente es que la memoria histórica no era objeto de debate social, incluso político, como lo es hoy día.
Lo que ha cambiado de manos es la iniciativa y el control de este debate. También su contenido. No se habla de una memoria adjetivada y concreta, menos de la facultad humana compuesta por recuerdos, olvidos y silencios. Se ha generado una fórmula, un cuño, una marca: recuperación de la memoria histórica que en pocos años ha cobrado presencia real y asociativa, también intencionalidad política, generando pautas distintas de actuación. Las iniciativas emanan ahora de colectivos sociales y políticos, de asociaciones específicas, foros virtuales, partidos y sindicatos; instancias culturales e incluso gubernamentales. La declaración del 2006 como «Año de la memoria histórica» o la intención de legislar («Ley de la memoria[19]») sobre esta materia, confirman la politización de esta frágil e intangible materia que es la memoria histórica.
Curiosamente, fue a finales de los años noventa, coincidiendo con el triunfo electoral (1996) del Partido Popular, cuando se inició esta polémica social, soterrada entonces, y que hoy parece encontrarse en su apogeo. La intervención directa, solapando a veces la polémica que se pudiera suscitar, se ha extendido incluso a profesionales de la antropología y de la arqueología forense, más y mejor capacitados para la apertura de fosas comunes y el estudio, clasificación y establecimiento de conclusiones acerca de los restos encontrados[20]. La recuperación de la memoria histórica así entendida dejó de ser una entelequia para convertirse en un campo de estudio objeto de controversia.
Pero la democratización de este debate y sus controversias incluye dimensiones competitivas y de mercado donde las entidades asociativas compiten por decir la suya y que ésta sea la última y la más… reclamando para sí toda la atención, y el uso de la verdad (su verdad) y la dignidad (su dignidad) históricas. Un debate éste que empieza a tomar tintes de cierta irracionalidad y desasosiego y que, hoy por hoy, parecen arbitrar televisiones y medios informativos, siempre atentos al suculento filón emocional —elevador de las audiencias— que de ello se deriva.
El reflejo de esta controversia en la prensa viene de lejos y actualmente se instala en la desmesura. El Mundo, importante valedor de la opción políticamente conservadora exhibe la trayectoria más sinuosa y alambicada. Lleva tiempo difundiendo materiales (libros, videos, artículos…) que prestan claro soporte a la versión revisionista de la guerra civil, lo que trata de compensar, para paliar sus despropósitos informativos de actualidad, dando noticia puntual de eventos o personas relacionados con la historia inmediata. El País, por su parte, comprometido con las conmemoraciones republicanas, está tan atento a las iniciativas gubernamentales que, en ocasiones se pasa de rosca y suscita controversias, digamos, por exceso. Puede valer como ejemplo la composición de la primera plana del viernes seis de octubre de 2006 que presenta, acaparando la portada, la imagen de un superviviente del campo de concentración nazi, situado en Mauthausen. Una portada sobre la recuperación de la memoria; interesante, justa, pero inusual y un tanto fuera del contexto[21].
Los redactores «especializados» aplican a los temas de memoria histórica, un tratamiento similar a la crónica de sucesos o del magazine ilustrado. Titulares y fotos impactantes, frases hechas, cifras sin confirmar, tópicos…que, en ocasiones, las más, crean confusión o perplejidad. Volviendo al ejemplo anterior, no es la noticia (libro sobre Mauhtausen) la que produce desazón, sino la forma y la oportunidad de suministrarla. Veamos el titular de nuestra noticia: «Luz sobre la última sombra de la historia» (la cursiva es mía), dice[22], dando por supuesto que tras el genocidio nazi se han acabado en la historia (¿qué historia?), los horrores, las guerras, los genocidios… y que hemos accedido a algo similar a «la paz perpetua» que propusiera Kant. ¿No hubiera sido más ajustado titular?: «Más luz sobre la sombra del genocidio nazi», con el mismo número de palabras (ocho), o «Nueva luz sobre la tinieblas de Mauthausen», con siete. ¿Todo eso tiene que ser lo último, lo primero o, lo más grande? El ideario Guiness está cambiando también los lenguajes. Algunos políticos neoconservadores actuales no tienen rebozo en reconocer, incluso en público, su ignorancia total sobre el franquismo y la memoria histórica[23]. Tiene una cierta coherencia con su profesión, que acostumbra a formular promesas desajustadas con la realidad; pero, ni la ignorancia ni el amarillismo, como rutinas en el ejercicio del periodismo, son de recibo en una profesión que reclama para sí el estatuto de «empresa de ideas».
Uno de los efectos indeseados de este desasosiego es la inundación de su propio mercado con una avalancha de productos —algunos de dudosa o baja calidad—, que nos devuelven casi al principio de esta ponencia, y es cuando la acumulación, el exceso de información se trueca en desinformación. El abuso de la memoria se impone al uso, siguiendo pautas obsesivas propias de una cierta ofuscación. Conceptos y significados empiezan a desdibujarse. ¿Podrá recuperarse, sin perder por ello el pulso social, el debate sosegado sobre la necesidad de recuperar la(s) memoria(s) huyendo de visiones parciales o políticamente correctas? ¿Ayudaría la práctica de la, en mi opinión, cada vez más necesaria historia comparada, analizada desde la perspectiva europea?
Fernández Buey escribió a propósito de la relación entre democracia y memoria: «La ofuscación de la memoria de los más facilita el revisionismo historiográfico de las minorías nostálgicas cuando este coincide con el interés de los que mandan en el presente. Y de este modo parece como si la barbarie recobrara el rostro humano.»[24] La cita no es baladí puesto el texto está escrito en 1998, dos años después de la llegada, con mayoría simple, de los populares al poder. Hoy, nos encontramos con los frutos de la revisión historiográfica anunciada en los mejores y más concurridos escaparates del la condición posmoderna. ¡Toma memoria!, parecen gritar los títulos y las cabezas visibles de esa «revisión historiográfica» que, con tintes ultraderechistas, nos inunda. Y lo hace sin los apoyos aparentes de un movimiento social favorable, ni llamadas a compartir compromisos militantes. Una pura y simple cuestión de dinero, al servicio de un nutrido aparato de agitación y propaganda, respaldado por fundaciones bien provistas de fondos con los que captar voluntades. Jóvenes y mayores pueden leer, sin que nadie les incite a comparar estos textos con los de Enrique Moradiellos, Paul Preston o, Josep Fontana, cómo la Segunda República fue un régimen desastroso, antirreligioso y antinacional, lo más parecido a una colonia soviética; cómo la comuna asturiana fue el verdadero motivo, tras su criminal revuelta, de la guerra civil; cómo ésta, fue necesaria y era inevitable; cómo el franquismo se sacudió a la Falange y colaboró con la democracia hasta asumirla… cómo Franco industrializó España y la convirtió en una nación rica, próspera y feliz; cómo el régimen era piadoso y la nación una…
La que algunos han llamado «guerra de las esquelas» ilustra sobre esta disputa que alcanza a espacios sentimentales de la memoria. El Roto con su desgarrado humor, incide, desde una de sus viñetas, en esta polémica. La viñeta representa en una lápida dos floreros con una cruz de por medio: don Francisco Vencedor García y Don Paco Vencido Gómez que yacen de manera silenciosa en el olvido. Ambos parecen iguales. Los dos exenemigos cometieron atrocidades o fueron unos santos; todo al 50 por ciento. Un empate, un resultado de competición deportiva. Sobre la banalidad cotidiana, el humorista nos pide el esfuerzo de pensar. La memoria no es fruto de una competición deportiva. Es una facultad humana cuyo proceso de reconstrucción o si se prefiere de recuperación, insistiré una vez más, es algo complejo. Lo mejor sería explicar ambas historias y memorias, ya que su representación paritaria no aporta nada nuevo. Con el relato de las «vidas paralelas» (Plutarco), pronto surgirán diferencias, caminos que se bifurcan, «verdades» o razones, conductas… Tal vez así, entendamos mejor quiénes y por qué fueron víctimas o verdugos y, «por quién doblan las campanas».
Santos Juliá, sostiene que: «hay memorias en lugar de memoria». Esta afirmación está cargada de verdad y responde a las fuentes orales individualmente requeridas, tan diversas como las personas que las producen. Sin embargo, es necesario considerar una dimensión distinta si pensamos que, en cada una de estas memorias, existe un proceso de reconstrucción que se actualiza cada vez que el sujeto narra su experiencia, y que, a su vez, el esfuerzo para hacer memoria está ya penetrado por otros relatos individuales, incluso por versiones oficiosas (la conexión colectiva) sobre determinados tabúes, mitos existentes o en proceso de formación[25]. En las memorias individuales de los resistentes (conozco bien el caso de algunos maquis y exiliados) conviven, además de los propios silencios y olvidos, todo un abanico de pulsiones motivadas por la influencia de los mitos, las prohibiciones o tabúes partidarios; por la empatía suscitada por líderes e ideas, por la autocensura… Ingredientes que conforman espacios de lo simbólico, que construyen y de construyen el relato, como si de la mortaja de Laertes, tejida y destejida por Penèlope cada noche, se tratase. Pero, lo que para la esposa de Odiseo no es más que una estrategia dilatoria, para quién testimonia un pasado traumático lo manifestado, como ha demostrado Paul Thompson, es subjetivamente cierto; una afirmación de su identidad como persona y como sujeto histórico.
Habíamos dicho que volveríamos a los silencios y a los olvidos, y es el momento porque están en la esencia de las memorias personales tratadas desde fuentes orales. Josefina Cuesta afirma que son «difícilmente detectables» y que «no hay que confundirlos», aunque, es difícil trazar la raya divisoria, ya que «el silencio puede oscilar entre la barrera de la ocultación la de lo indecible», y todo ello, sin tener en cuéntala incapacidad de comunicar que, en algunas personas se manifiesta como un mecanismo de autodefensa que reprime los recuerdos traumáticos. Este mecanismo suele activarse en el caso de personas que han sufrido situaciones tales como torturas, violaciones y confinamiento en grado extremo; también en aquéllas que han convivido con situaciones de peligro inminente, con una realidad cotidiana dura y violenta.
Entre diciembre de 1949 y junio de 1951 cuatro jóvenes mujeres, enlaces de la Agrupación Guerrillera de Levante, para evitar caer en manos de la Guardia Civil y siguiendo a sus padres, «permanecieron en diversos campamentos […] hasta su traslado, primero a la base del Comité regional de su partido […] y finalmente a nuevos destinos». ¿Cómo explican la experiencia vivida en este mundo de hombres? «¿Puede hablarse de la existencia de un tabú sexual?». En cualquier caso los testimonios están llenos de cautela, de temor a una interpretación torcida; desean no apartarse de la ortodoxia partidaria —una memoria colectiva— que prohibía las relaciones sexuales en los campamentos y niegan las versiones de relatos policiales. Pero hay informes partidarios que permiten deducir la existencia de un clima de violencia que presidió, efectivamente, los últimos días de la guerrilla levantina[26].
Memorias e historia son difíciles de conciliar, pero la una no puede vivir sin la otra, pese a las dificultades señaladas. En esta consideración no debemos obviar la valiosa aportación de Maurice Halbwachs, cuya obra, La memoria colectiva, editada póstumamente, puede ayudarnos en éste laberíntico tránsito.
Sus afirmaciones, son las de un eminente sociólogo que maneja con soltura el conocimiento de la memoria histórica, de autobiográficos relatos de ciertos grupos humanos… Algunos de sus puntos de vista pueden parecer atrevidos: «La memoria colectiva no se confunde con la historia», dice. La expresión memoria histórica no le parecía muy afortunada «por asociar dos términos que se oponen en más de un aspecto». Sostiene, que la historia comienza donde terminan las tradiciones (las memorias), que «la palabra muere, lo escrito permanece…». Su tesis se apoya en que la memoria colectiva tiende a hacernos pensar que tiene «un desarrollo continuo» y que «el presente no se opone al pasado», pues, «ambos periodos tienen la misma realidad». Para Halbwachs, por el contrario, la realidad es que la memoria de una sociedad se extiende, «hasta donde alcanza la memoria de los grupos que la componen». «El motivo por el que se olvida gran cantidad de hechos y figuras antiguas no es por mala voluntad, antipatía, repulsa o indiferencia. Es porque los grupos que conservan su recuerdo han desaparecido[27]».
6. PARA IR RESUMIENDO
Los nuevos usos y tendencias de las fuentes orales penetradas por las tecnologías punta usadas en y por los medios de comunicación de masas (teléfono móvil, DVD, módem, docucine) están incidiendo de manera decisiva en el campo historiográfico y particularmente en la «reconstrucciones históricas» sin que se asiente una crítica sistemática de sus objetivos explícitos u ocultos. Los sistemas de adaptación al mercado globalizado son cada vez más agresivos. Devoran a los consumidores. El mundo al revés. En el tratamiento de una nueva oralidad, los testimonios deberán superar los marcos predeterminados de la entrevista y la historia oral para construir una memoria colectiva conveniente. La memoria, primero individual y cíclicamente colectiva (cúmulo de tradiciones) da cuenta del pasado mediante huellas que aparecen como una lucha contra el olvido y el silencio. Actualmente esta cuestión, en el estado español, asume el aspecto de una polémica que en ocasiones parece asemejarse a un diálogo de sordos… La persistencia del fantasma de la guerra civil, oscurece en parte el debate sobre el propio franquismo, sus crímenes y criminales; y la reparación moral y material para las víctimas en diversas etapas de su sombría historia.
Santos Juliá afirma, un tanto exageradamente, que «vivimos […], no sólo en España, bajo el signo de la memoria» y que «ya no nos interesa tanto lo que ha pasado, sino su memoria; no los hechos, sino sus representaciones[28]». Enzo Traverso, se sirve de Annette Wieviorka para afirmar que hemos entrado en la «era del testimonio». Testimonio situado, dice, «en un pedestal que encarna el pasado, cuyo recuerdo es prescrito como un deber cívico, y más en esta época, en la que hemos identificado el testimonio con la víctima[29]».
Es curioso comprobar la evolución de algunos de los autores citados. Luisa Passerini se adentra en los insólitos caminos que comunican memoria y utopía como vertiente de futuro, sobre la identidad europea. Razona sobre la violencia, los excesos del colonialismo y el silencio forzado de las minorías que lo han sufrido o lo sufren. África y Asia penetran en el escenario. Habla de la «historia de la memoria», del silencio, como refugio de trabajadores emigrantes: «No quiero recordar», dicen.
Reconoce, basándose en los ejemplos de Argelia y la guerra de Corea —cuya primera historia oral no aparecerá hasta 1988, es decir, 35 años después de finalizado el conflicto—, que: «Si una tal “amnesia” pública que se extiende también a lo privado, es impuesta por las autoridades, muy a menudo no puede darse sino una especie de complicidad por parte de aquéllos que, no estando en una posición de poder, aceptan y prolongan el silencio impuesto[30]».
La melodía admite variaciones, pero la letra parece que nos concierne.