Herman Chouns era un tipo con corazonadas. A veces acertaba y a veces se llevaba un chasco: mitad y mitad. Sin embargo, considerando que existe todo un universo lleno de posibilidades, mitad y mitad no es un mal porcentaje.
Chouns no estaba siempre tan complacido de su habilidad como podía esperarse. Era excesivamente agotadora para él. La gente solía darle vueltas a un problema sin sacar nada en claro, y luego se dirigía a él y le decía:
—¿Qué te parece, Chouns? Anda, escupe el viejo truco de la intuición.
Y si decía algo que luego era falso, la responsabilidad por el fracaso recaía enteramente sobre él.
Su trabajo como Explorador de Campo no mejoraba las cosas.
—¿Crees que vale la pena mirar de cerca ese planeta? —le decían—. ¿Qué opinas, Chouns?
De modo que fue un alivio que le tocara un equipo de dos hombres para escoger (significando que el siguiente viaje sería para algún equipo de baja prioridad y que la urgencia desaparecería) y, para colmo, Allen Smith como compañero.
Smith era más o menos un tipo vulgar. La primera vez que vio a Chouns, le dijo:
—Lo que a ti te pasa es que los archivos mnemotécnicos de tu cerebro están sujetos a llamadas más que especiales. Encaras un problema y recuerdas un montón de minucias que la mayoría de nosotros no podemos recordar ni por tanto utilizar para tomar decisiones. Llamarlo corazonada es hacerlo misterioso, y no lo es.
Se pasó la mano por el pelo abrillantinado mientras dijo lo anterior. Tenía el pelo tan moldeado que parecía un casquete.
Chouns, de pelo indómito, nariz desairada y boca descentrada, dijo suavemente (tal era su forma habitual):
—Pienso que quizá sea telepatía.
—¿Qué?
—Por lo menos un rasgo.
—¡Naranjas! —dijo Smith con fuerte sentido de burla (tal era su forma habitual)—. Los científicos han rastreado psiones por más de mil años sin encontrar nada. No existe tal cosa: no existe la premonición, ni la telecinesia, ni la clarividencia ni tampoco la telepatía.
—Admito eso pero considera tú esto. Si obtengo un bosquejo de lo que un grupo de personas piensa (incluso aunque yo pueda no darme cuenta de lo que está pasando), puedo articular la información y dar una respuesta. Yo sabría más cosas que cualquier individuo aislado del grupo, tanto que podría hacer un balance mejor que los demás… a veces.
—¿Tienes en definitiva alguna evidencia?
Chouns volvió sus oscuros ojos hacia el otro:
—Sólo una corazonada.
Prosiguieron de la misma forma. Chouns aprobaba el refrescante pragmatismo del otro y Smith aceptaba paternalmente las especulaciones del otro. A menudo disentían pero sin tirarse de las greñas.
Incluso cuando alcanzaron su objetivo, que era un grupo globular que nunca anteriormente había sentido el empuje de un reactor nuclear diseñado por mano humana, la creciente tensión no agravaba los términos cruzados.
—Me pregunto lo que harán con todos estos datos en la Tierra —dijo Smith—. A veces me parece un derroche.
—La Tierra comienza a expandirse —respondió Chouns—. No puede decirse lo lejos que llegará la humanidad en la Galaxia. Todos los datos que ahora recogemos sobre toda clase de mundos serán útiles un día.
—Hablas igual que un manual para Equipo Explorador. ¿Crees que puede haber algo interesante ahí? —señaló la videopantalla, sobre la que el no muy distante grupo estaba centrado como desparramado polvo de talco.
—Quizá. Tengo una corazonada… —Chouns se detuvo, tragó saliva, parpadeó dos o tres veces y luego sonrió débilmente.
—Obtengamos una foto fija de los grupos de estrellas más cercanos y tracemos una ruta al azar por entre el más espeso. Quien va por diez encuentra uno: a ver si encontramos un cociente McKomin bajo 0.2.
—Perderás —murmuró Chouns. Sintió el rápido escalofrío de excitación que siempre le sobrevenía cuando nuevos mundos estaban a punto de abrirse ante él. Sentimiento altamente contagioso, hacía presas entre cientos de jóvenes cada año. Jóvenes, como él había sido en su tiempo, que se reunían en los Equipos, ávidos de ver los mundos que sus descendientes se apropiarían algún día, exploradores todos…
Obtuvieron la foto fija, realizaron el primer salto hiperespacial al interior de la nebulosa y comenzaron a dividir las estrellas en sistemas planetarios. Los ordenadores hicieron su trabajo; los archivos de información se llenaron y todo se llevó a cabo con la más satisfactoria rutina… hasta llegar al sistema 23, poco después de la ejecución del salto: los motores hiperatómicos de la nave dejaron de funcionar.
—Cojonudo —murmuró Chouns—. Los analizadores no dicen qué es lo que falla.
Estaba en lo cierto. Las agujas iban de aquí para allá, sin detenerse siquiera por un razonable y corto espacio de tiempo, de manera que no era posible señalar ninguna diagnosis. En consecuencia, no podía llevarse a cabo reparación alguna.
—Jamás vi cosa igual —dijo Smith—. Tendremos que pararlo todo y diagnosticar manualmente.
—No será tampoco muy penoso —dijo Chouns, que ya estaba al telescopio—. Nada falla en lo relativo a la dirección espacial ordinaria y hay un par de planetas decentes en este sistema.
—¿Qué? ¿Cuáles y por qué decentes?
—El primero y el segundo de los cuatro. Ambos tienen agua y oxígeno. El primero es un poco más cálido y grande que la Tierra; el segundo un poco más frío y pequeño. Bastante bien, ¿no?
—¿Vida?
—Ambos. Vegetación.
Smith gruñó. Nada había allí que supusiera sorpresa; la vegetación era más frecuente que el agua y el oxígeno. Y a diferencia de la vida animal, la vegetal podía ser vista telescópicamente: o, para ser más exactos, espectroscópicamente. En toda planta no podían encontrarse sino cuatro pigmentos fotoquímicos y todos podían detectarse en virtud de la luz que reflejaban.
—La vegetación es en ambos planetas —dijo Chouns— de función clorofílica, nada menos. Más o menos como la Tierra; hogar, dulce hogar.
—¿Cuál está más cerca? —dijo Smith.
—El número dos, estamos en camino. Tengo la impresión de que va a ser un planeta estupendo.
—Juzgaré eso con los instrumentos, si no te importa —dijo Smith.
Pareció tratarse de una de las corazonadas ciertas de Chouns. Era un planeta sumiso, con una intrincada red oceánica que aseguraba un clima de pequeñas variaciones en temperatura. Las cadenas montañosas eran bajas y sin hosquedades y la distribución de la flora indicaba una alta y bien repartida fertilidad.
Chouns estaba ahora a los controles para efectuar el aterrizaje.
La impaciencia de Smith crecía.
—¿Qué haces, eligiendo lugares y desechando otros? Cualquier sitio es bueno.
—Busco un lugar sin vegetación —dijo Chouns—. No acostumbro a calcinar ni un acre de vida vegetal.
—¿Qué pasa si lo haces?
—¿Qué pasa si no lo hago? —dijo Chouns, y en ese momento encontró su lugar despejado.
Sólo después del aterrizaje advirtieron lejanamente que habían estado dando tumbos.
Chouns se sintió aturdido. La vida animal era mucho más rara que la vegetal y los destellos de inteligencia todavía más raros; no obstante, allí, apenas a media milla del punto de aterrizaje, había una agrupación de bajas chozas que eran obvio producto de una inteligencia primitiva.
—Con cuidado —dijo Smith.
—No creo que haya nada que pueda hacernos daño —dijo Chouns. Descendió y se posó sobre la superficie del planeta con firme confianza; Smith lo siguió.
Chouns contenía su excitación con dificultad.
—Es terrorífico. Nadie encontró nunca nada más allá de cuevas y ramas de árboles entretejidas.
—Espero que sean inofensivas.
—Hay demasiada paz para que puedan ser otra cosa. Huele el aire.
Por los alrededores, el terreno —todos los puntos del horizonte, excepto donde una baja cordillera rompía la línea continua— estaba coloreado de un sosegante rosa pálido que contrastaba contra el verde clorofílico.
En las zonas más cercanas, el rosa pálido se convertía, desgranándose, en flores individuales, frágiles y fragantes. Sólo en los parajes inmediatamente vecinos a las chozas amarilleaban con lo que parecía grano cereal.
De las chozas fueron emergiendo criaturas que fueron acercándose a la nave con una especie de dubitativa confianza. Poseían cuatro piernas y un menudo cuerpo que hasta los hombros cubría tres píes de estatura. Las cabezas aparecían firmemente asentada sobre aquellos hombros y sus saltones ojos (Chouns contó seis), encerrados en cuencas circulares, eran capaces de realizar los más desconcertantes movimientos independientes (Lo que disimulaba la inmovilidad de la cabeza, pensó Chouns).
Cada una de las entidades animales poseía un rabo horquillado en la extremidad, conformando dos robustas fibras que manteníanse en alto. Las fibras sostenían un rápido trémolo que les daba una apariencia confusa y borrosa.
—Vamos —dijo Chouns—. No van a hacernos daño; estoy seguro.
Los animales rodearon a los hombres a prudente distancia. Las colas efectuaron un modulado sonido.
—Sin duda se comunican de esa manera —dijo Chouns—. Y me parece obvio que sean vegetarianos. —Señaló hacia una de las chozas, donde un pequeño elemento de la especie permanecía sentado sobre sus ancas y arrancaba el grano amarillo con su cola, introduciéndose las espigas en la boca con movimiento que recordaba de algún modo la succión.
—Los seres humanos comen lechuga —dijo Smith— y eso no prueba nada.
Siguieron apareciendo más criaturas: permanecían observando a los hombres un momento y luego desaparecían entre el rosa y el verde.
—Vegetarianos —dijo Chouns firmemente—. Mira la forma que tienen de cultivar las cosechas de envergadura.
Las cosechas de envergadura, como Chouns las había llamado, consistían en una corona circular de verdes espigas pegadas al suelo. En el centro de la corona crecía un velludo tallo que, a intervalos de dos pulgadas, expulsaba flexibles brotes venosos que casi sufrían pulsaciones, tan vitalmente vivos parecían. En la cúspide del tallo podía verse el pálido rosa de las flores que, excepto por el color, era lo más parecido a las plantas terrestres.
Las plantas estaban dispuestas en macizos y filas de geométrica precisión. El terreno que las rodeaba estaba bien cavado y espolvoreado con una sustancia extraña que no podía ser sino fertilizante. Estrechos pasillos, lo bastante anchos para permitir el paso de una criatura, cruzaban la plantación, en tanto los pasillos veíanse bordeados por diminutos canales, evidentemente destinados al agua.
Los animales se habían repartido por los campos, trabajando diligentemente con las cabezas inclinadas. Tan sólo unos cuantos permanecían en las proximidades de los dos hombres.
—Son buenos granjeros —admitió Chouns.
—No del todo malos —aceptó Smith. Se dirigió animadamente hacia las flores de pálido rosa que más cerca crecían y se inclinó a coger una, sin embargo, todavía a seis pulgadas de su objetivo, se detuvo al escuchar las vibraciones chillonas y penetrantes de una cola y al sentir el roce de otra de ellas en su brazo. El roce fue delicado pero firme, interponiéndose entre Smith y las plantas.
Smith retrocedió.
—¡Que también en el Espacio…!
Se detuvo cuando escuchó decir a Chouns:
—No hay por qué excitarse. Tómatelo con más calma.
Media docena de criaturas había ahora rodeando a los hombres, ofreciendo tallos de grano humilde y gentilmente, algunos utilizando las colas, otros empujándolos con sus hocicos.
—Se muestran bastante amistosos —dijo Chouns. Coger flores debe ir contra sus costumbres; quizá las plantas son tratadas al tenor de rígidas reglas. Tal vez se trate de una cultura que sitúa en lugar privilegiado los ritos agrícolas de la fertilidad, y Dios sabe lo que eso implica. Las reglas que rigen el cultivo de las plantas pueden ser estrictas, de lo contrario no creo existieran esas hileras tan bien medidas… ¡Por el Espacio! ¿No parece que se incorporan y vuelven a casa al haberme oído?
Las ruidosas colas se habían extendido de nuevo y las criaturas que los rodeaban retrocedían. Otro miembro de la especie estaba surgiendo de una choza más grande, ubicada en el centro de la congregación.
—Supongo que es el jefe —murmuró Chouns.
El nuevo elemento avanzó con lentitud, la cola erecta, cada bifurcación sosteniendo un pequeño objeto negro. Al llegar a una distancia de cinco pies, la cola se inclinó hacia delante.
—Nos lo está dando —dijo Smith, presa del asombro—, y, por el amor de Dios, Chouns, mira de qué se trata.
Chouns lo estaba haciendo, enfebrecido.
—Son visores hiperespaciales Gamow. Instrumentos que valen diez mil dólares.
Tras haber permanecido una hora dentro, Smith volvió a salir de la nave. Habló desde la rampa con profunda excitación.
—Funcionan. Son perfectos. Somos ricos.
—He estado husmeando por entre sus chozas —replicó Chouns—. No he encontrado nada más.
—No hay que despreciarlos porque sólo sean dos. ¡Santo Dios!, son tan negociables como un puñado de calderilla.
Pero Chouns todavía miraba a su alrededor, los brazos en jarras, exasperado. Tres de las rabudas criaturas le habían acompañado de choza en choza: con paciencia, nunca entrometiéndose, pero manteniéndose siempre entre él y las flores rosa pálido tan geométricamente cultivadas. Ahora lo contemplaban multiplicadamente.
—Además, es un último modelo —dijo Smith—. Mira aquí —señaló las pequeñas letras que informaban: Modelo X-20, Productos Gamow, Varsovia, Sector Europeo.
Chouns le echó una ojeada y dijo con impaciencia:
—Lo que me interesa es conseguir más. Se que hay más visores Gamow en alguna parte y los quiero ver.
Hinchó los carrillos y respiró profundamente.
El sol se estaba poniendo; la temperatura descendió por debajo del punto climático de confort. Smith estornudó dos veces, luego lo hizo Chouns.
—Vamos a coger una pulmonía —dijo Smith.
—Estoy consiguiendo que me comprendan —dijo Chouns con aspecto de animal tozudo. Se comió con resistencia una lata de embutido de cerdo, se bebió una lata de café y volvió a la tarea.
Sostuvo en alto un visor.
—Más —dijo—, más —haciendo movimientos circulares con los brazos. Señaló un visor, luego el otro, después los imaginarios que podían ubicarse ante él—. Más.
Más tarde, cuando el último vislumbre de sol desaparecía por el horizonte, un extendido canturreo emergió de todos los puntos de la plantación mientras todas las criaturas visibles bajaban rápidamente la cabeza, elevaban los ahorquillados rabos y los hacían vibrar en la creciente oscuridad del anochecer.
—¡Por el espacio! —murmuró Smith con inquietud—. Eh, ¡mira las flores! —Volvió a estornudar.
Las flores de rosa pálido estaban arrugándose visiblemente.
Chouns habló forzando la voz para hacerse oír por encima de la cantinela.
—Debe ser una reacción ante el crepúsculo. Ya sabes que las flores se cierran al anochecer. El ruido monótono tal vez sea una observación religiosa del hecho.
Un blando latigazo de una cola contra su muñeca atrajo la atención de Chouns. El rabo que había sentido pertenecía a la criatura que tenía más cerca; al mirarla, la cola estaba elevada hacia el cielo, en dirección de un brillante objeto situado a baja altura sobre el horizonte occidental. La cola descendió para señalar el visor, luego volvió a elevarse hacia el astro.
—Claro… —exclamó Chouns con excitación—, el otro planeta, el otro planeta habitable. Estos objetos pueden haber venido de allí. —Luego, llevado por un recuerdo, gritó repentinamente—: ¡Eh, Smith! Los motores hiperatómicos están todavía por arreglar.
Smith pareció sobresaltarse, como si también hubiera olvidado algo; luego murmuró:
—Quería decírtelo… Están perfectamente.
—¿Los arreglaste?
—Ni siquiera los toqué. Pero cuando estaba probando los visores, hice uso de los motores y funcionaban. En aquel momento no presté ninguna atención al hecho; había olvidado que estaban estropeados. Como sea, el caso es que funcionan.
—Vámonos entonces —dijo Chouns de golpe. La idea de dormir no se le había ocurrido tampoco.
Ninguno de los dos durmió durante las seis horas de viaje. Permanecieron ante los mandos con pasión casi devoradora. De nuevo escogieron un claro para aterrizar.
Hacía calor con la calidez de una tarde subtropical; y un ancho y fangoso río discurría plácidamente junto a ellos. La cercana ribera era de barro endurecido, acribillado por amplias cavidades.
Los dos hombres dieron algunos pasos sobre la superficie del planeta y Smith gritó roncamente:
—Chouns, ¡mira eso!
Chouns se desasió del apretón de la mano del otro.
—¡Condenadas sean! ¡Las mismas plantas!
No había error posible con las flores de pálido rosa, el tallo con venosos brotes y la corona circular de espigas.
Nuevamente la geométrica distribución del espacio, el cuidadoso cultivo, la esmerada fertilización, los canales de riego.
—¿No habremos cometido un error —apuntó Smith— y dado la vuelta…?
—Oh, mira el sol; su diámetro es dos veces mayor que antes. Y mira allí.
Sinuosos objetos tostados, tan desprovistos de miembros como serpientes, emergieron de los más cercanos agujeros de la ribera del río. Tenían un pie de diámetro y diez de longitud. Ambos extremos aparecían igualmente sin adiciones, igualmente despuntados. En mitad de sus partes superiores había ciertas protuberancias. Las protuberancias, como si obedecieran una señal, comenzaron a crecer ante sus ojos hasta convertirse en gordos óvalos, se dividieron conformando líneas labiales y bocas que se abrían y cerraban con un sonido semejante al que produciría un bosque de secos bastones batido por el viento.
Después, justo como en el planeta anterior, una vez satisfechas sus curiosidades y calmados sus temores, la mayoría de las criaturas se dirigieron hacia la plantación tan cuidadosamente cultivada.
Smith estornudó. La fuerza del aire expulsado, al tropezar contra la manga de su chaqueta, levantó una polvareda.
La contempló con asombro, se dio una palmadita y dijo:
—Condenación, estoy polvoriento. —El polvo se expandió como una niebla de rosa pálido—. Y tú también —añadió, palmeando a Chouns.
Ambos estornudaron a un tiempo y sin resistencia.
—Lo hemos cogido en el otro planeta, supongo —dijo Chouns.
—A ver si es que tenemos alergia.
—Imposible. —Chouns sostuvo uno de los visores y habló hacia las formas serpentinas—: ¿Tenéis otro como éste?
Durante un rato no hubo otra respuesta que el rumor del agua, mientras algunas de las formas serpentinas se deslizaban hasta el río y emergían con plateados racimos de vida acuática que introducían bajo sus cuerpos, en alguna oculta boca.
No obstante, más tarde, una de las formas serpentinas, más grande que las demás, comenzó a arrastrarse, elevó uno de sus despuntados extremos algunas pulgadas interrogadoramente y pareció moverlo ciegamente hacia un lado y otro. El bulbo del centro apareció suavemente al principio, después creció alarmantemente y se dividió en dos con audible estampido. Allí, entre las dos vulvas, podía verse un par de visores, exactamente iguales al primer par.
—Dios de los cielos, ¿no es maravilloso? —dijo Chouns como en éxtasis.
Caminó hacia ellos. Las protuberancias que los sostenían se estrecharon y prolongaron, formando lo que casi fueron tentáculos. Se estaban extendiendo hacia él.
Chouns estaba lanzando carcajadas. Más visores Gamow en perfectas condiciones; igual, exactamente igual que los otros dos. Chouns comenzó a encariñarse con ellos.
—¿No me oyes? —le estaba diciendo Smith—. Chouns, maldita sea, escúchame.
—¿Sí? —dijo Chouns. No se había percatado que Smith le estaba hablando desde hacía un minuto.
—Mira las flores, Chouns.
Se estaban cerrando, como las del otro planeta, y entre las hileras las formas serpentinas habíanse erguido y se balanceaban sobre uno de sus extremos, oscilando con curioso y pausado ritmo. Entre el imperante rosa pálido tan sólo los despuntados extremos podían verse.
—No irás a decir ahora —dijo Smith— que se cierran a causa del anochecer. Es pleno día.
Chouns se encogió de hombros.
—Diferente planeta, diferente flora. ¡Vamos! Sólo hemos conseguido aquí dos visores. Tiene que haber más.
—Chouns, volvamos a casa. —Smith afirmó sus piernas con la robustez de dos columnas y el apretón que infligía al cuello de la ropa de Chouns aumentó.
Chouns volvió la cara hacia él con indignación.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy dispuesto a atizarte si no vienes conmigo por las buenas a la nave.
Por un momento Chouns estuvo dudando; luego desapareció cierta rebeldía de su rostro, dando paso a cierta negligencia.
—De acuerdo —dijo.
Se encontraban ya medio fuera de la constelación.
—¿Cómo estás? —dijo Smith.
Chouns se enderezó en su tarima y se rascó la cabeza.
—Normal, imagino; cuerdo otra vez. ¿Cuánto he estado durmiendo?
—Doce horas.
—¿Y tú?
—Apenas un sueñecito. —Smith se volvió ostentosamente a los mandos e hizo algunos ajustes de poca monta. Luego, dijo comidiendo las palabras—: ¿Sabes qué ocurría en esos planetas?
—¿Acaso lo sabes tú? —dijo Chouns lentamente.
—Creo que sí.
—¿De veras? ¿Puedo oírlo?
—Había la misma flora en ambos planetas —dijo Smith—. ¿Estás de acuerdo?
—Por supuesto.
—De algún modo se trasplantaba de un planeta a otro. Crece en ambos planetas perfectamente bien; pero, ocasionalmente (para mantener el vigor, imagino), debe utilizarse la alogamia para que ambas fuerzas se confundan. Eso mismo que tan a menudo ocurre en la Tierra.
—¿Alogamia para vigorizar? Ya sé.
—Pues los agentes que llevaron a cabo los injertos fuimos nosotros. Aterrizamos en un planeta y nos llenamos de polen. ¿Recuerdas las flores que se cerraban? Ocurrió justo después, no me cabe la menor duda, de liberar el polen; y eso es lo que, por otro lado, nos hacía estornudar. Luego aterrizamos en el otro planeta y sacudimos el polen de nuestras ropas. Una nueva raza híbrida nacerá. Nosotros hemos sido justamente un par de abejas con dos piernas, Chouns, cumpliendo nuestra misión para con las flores.
—En cierto modo —sonrió Chouns—, un papel glorioso.
—Mierda, no se trata de eso. ¿No viste el peligro? ¿No viste por qué teníamos que salir a escape para casa?
—Dime por qué.
—Porque los organismos no se adaptan por ellos mismos a nada. Aquellas plantas parecían estar adaptadas a la fertilización interplanetaria. Hasta recibimos nuestra recompensa, no con néctar sino con visores Gamow.
—¿Y?
—Pues que no puede haber fertilización interplanetaria a menos que algo o alguien lleve a cabo esa tarea. Nosotros la hicimos esta vez, pero recuerda que hemos sido los primeros humanos en penetrar en esa constelación. De modo que, antes de nosotros, hubo otros no-humanos que también lo hicieron; quizá los mismos no-humanos que transplantaron las flores por vez primera. Lo que significa que en algún lugar de la constelación hay una raza de seres inteligentes; lo bastante inteligentes como para viajar por el espacio. Y la Tierra tiene que saber eso.
Chouns sacudió la cabeza con calma.
—¿Encuentras algún defecto en algún lugar del razonamiento? —frunció el ceño Smith.
Chouns apoyó la cabeza en las palmas de sus manos y adquirió expresión doliente.
—Digamos que has metido la pata en casi todo.
—¿Dónde? ¿En qué? ¿Cómo? —exigió Smith con enfado.
—Tu teoría de la fertilización por injerto es buena, tan buena como su potencialidad, pero has olvidado considerar unos cuantos puntos. Cuando nos acercamos a ese sistema estelar, nuestros motores hiperatómicos se estropearon de forma que los controles automáticos no podían diagnosticar ni corregir. Después de aterrizar, no hicimos el menor esfuerzo por arreglarlos. Nos olvidamos de ellos plenamente; y cuando tú les echaste mano más tarde, viste que estaban en perfecto estado, y tan poco impresionado te sentiste que ni siquiera me lo mencionaste sino hasta varias horas después.
»Algo más: ¿Cómo es que para aterrizar escogimos tan convenientemente los claros más cercanos a las agrupaciones de vida animal en ambos planetas? ¿Sólo por casualidad, por suerte? ¿Y nuestra increíble confianza en la buena voluntad de las criaturas? Ni siquiera nos molestamos en buscar huellas de veneno en las atmósferas antes de exponernos a ellas.
»Y lo que más me molesta de todo es que me volví completamente loco por los visores Gamow. ¿Por qué? Son valioso, sí, pero no tan valiosos… y yo no soy de los que se dan de guantazos por un dólar de más.
Smith había observado un intranquilo silencio durante todo el rato. Luego dijo:
—No veo que lo que has dicho quiera decir nada.
—Bájate del burro, Smith; eres más listo que todo eso. ¿No te es obvio que desde que fallaron los motores estuvimos bajo control mental?
La boca de Smith se abrió y se quedó a medio camino entre la decisión y la duda.
—¿Otra vez con los psiones?
—Sí, los hechos son los hechos. Ya te dije que mis corazonadas pueden ser una forma de telepatía rudimentaria.
—¿También eso es un hecho? No pensabas así hace un par de días.
—Pues lo pienso ahora. Mira, soy un mejor receptor que tú, y fui afectado más fuertemente. Ahora que ya ha pasado todo, comprendo más a fondo lo que ocurrió porque percibí más. ¿Entiendes?
—No —dijo Smith roncamente.
—Entonces escucha atentamente. Tú mismo dijiste que los visores Gamow fueron el néctar que nos tentó para la polinización. Así lo dijiste tú.
—De acuerdo.
—Bien, entonces, ¿de dónde salieron? Son productos de la Tierra; hasta leímos el nombre de manufactura y número de modelo, letra por letra. Ahora bien, si ningún otro ser humano ha penetrado en la constelación, ¿de dónde han venido los visores? Ninguno de nosotros se preocupó entonces de eso; ni parece que te preocupe ahora.
—Bueno…
—¿Qué hiciste con los visores una vez subimos a la nave, Smith? —preguntó Chouns—. Me los quitaste; eso lo recuerdo.
—Los puse en la caja fuerte —dijo Smith a la defensiva.
—¿Has vuelto a tocarlos desde entonces?
—No.
—¿Lo he hecho yo?
—Por lo que sé y he visto, no.
—Tienes mi palabra de que no lo he hecho. Ahora, ¿por qué no abres la caja fuerte?
Smith caminó sin apresurarse hacia la caja fuerte. Tanteó el dial con los dedos y se abrió. Sin mirar, metió la mano. Su cara se alteró y con un agudo grito se apresuró en observar lo que su mano había encontrado.
Entre sus dedos sostenía cuatro piedras de diferente color, todas ellas rectangulares.
—Utilizaron nuestras emociones para manejarnos —dijo Chouns con suavidad, como si estuviera insinuando las palabras al terco cráneo del otro—. Nos hicieron creer que los motores hiperatómicos estaban estropeados, de manera que tuvimos que aterrizar en uno de sus planetas; no importaba cuál, supongo. Nos hicieron creer que teníamos en el bolsillo instrumentos de precisión una vez aterrizamos en uno, de manera que nos sintiéramos impulsados a correr hacia el otro.
—¿Quiénes son ellos? —graznó Smith—. ¿Los del rabo o las serpientes? ¿O quizá ambos?
—Ni unos ni otros —dijo Chouns—. Sino las plantas.
—¿Las plantas? ¿Las flores?
—Exactamente. Vimos dos clases diferentes de animales al cuidado de la misma especie de plantas. Siendo animales nosotros mismos, tendimos a creer que los animales llevaban la batuta. Pero ¿por qué tuvimos que creer eso? Eran las plantas las que lo controlaban todo.
—Nosotros también cultivamos plantas, Chouns.
—Pero nos las comemos —dijo Chouns.
—Quizá aquellas criaturas se coman también sus plantas.
—Digamos —dijo Chouns— que sé que no lo hacen. Nos maniobraron muy bien. Recuerda cuan meticuloso fui yo en encontrar un claro sobre el que aterrizar.
—Yo no sentí tal impulso.
—Tú no estabas en los mandos; no se preocuparon de ti. Recuerda también que en ningún momento nos percatamos del polen, a pesar de estar llenos de él… no al menos hasta haber arribado al segundo planeta. Entonces nos quitamos el polen de encima, bajo órdenes.
—¿Por qué es imposible? No solemos asociar la inteligencia con las plantas porque las plantas no tienen sistema nervioso; pero aquéllas podían tenerlo. ¿Recuerdas los brotes flexibles del tallo? Cierto que las plantas no gozan del libre movimiento; pero no lo necesitan si han desarrollado poderes psiónicos y pueden hacer uso de los movimientos de los animales. Así consiguen cuidados, fertilización, riego, polinización, etcétera, etc. Los animales las cuidan con obcecada devoción y son felices así porque las plantas hacen que se sientan felices.
—Lo siento por ti —dijo Smith monótonamente—. Si intentas contar esa historia en la Tierra, no sé qué te van a hacer.
—No me hago ilusiones —murmuró Chouns—. Sin embargo… lo que al menos puedo hacer es alertar a la Tierra. Ya viste lo que hacen con los animales.
—Según tú, son sus esclavos.
—Peor que eso. Ni las criaturas con cola ni las formas serpentinas, ni siquiera conjuntamente, pueden haber alcanzado la suficiente civilización para emprender los viajes espaciales; por otra parte, las plantas no podían ir de un planeta a otro. Pero una vez las plantas desarrollaron poderes psiónicos (una raza mutante, quizá), eso se acabó. Los animales del período atómico son peligrosos. Así que fueron obligados a olvidar; fueron reducidos a lo que son ahora… Maldita sea, Smith, esas plantas son lo más peligroso del Universo. La Tierra tiene que ser informada sobre ellas para que ningún otro terrícola pueda penetrar en esa constelación.
Smith se echó a reír.
—¿Sabes? Estás como un cencerro. Si esas plantas nos tuvieron bajo su control, ¿por qué nos dejaron marchar tranquilamente para que avisáramos, a los demás?
—No lo sé —dijo Chouns tras una pausa.
El buen humor de Smith regresó.
—Por un momento me desconcertaste, no me importa decírtelo.
Chouns sacudió violentamente la cabeza. ¿Por qué les habían dejado marchar? Y, por otra parte, ¿por qué sentía él la terrible urgencia de avisar a la Tierra de algo con lo que los terrícolas no entrarían en contacto hasta pasados mil años tal vez?
Pensó desesperadamente y algo relampagueó en su interior. Intentó atraparlo pero se alejó. Por un momento pensó atónito que había sido como si el pensamiento se le hubiera extraído; pero esa sensación misma desapareció también.
* * *
Así, tras incontables años, las condiciones adecuadas se repetían. Las protoesporas de las dos cepas planetarias de la planta madre se encontraron y confundieron, espolvoreadas juntas sobre ropas y cabellos y embarcación de los nuevos animales. Las esporas híbridas se formaron casi instantáneamente; esporas híbridas que por sí solas tenían toda la capacidad y potencialidad necesarias para adaptarse a un nuevo planeta.
Las esporas aguardaban ahora pacientemente a bordo de la nave que, con el último impulso de la planta madre contra la mente de las criaturas que lo tripulaban, iba a conducirlas hasta un nuevo mundo donde las criaturas de libres movimientos atenderían sus necesidades.
Las esporas aguardaban con la paciencia de la planta (esa desesperante paciencia que ningún animal conocerá jamás) su llegada al nuevo mundo: y todas ellas, a su manera, exploradoras.