EL GRAN GRAMATIZADOR AUTOMÁTICO
por Roald Dahl
¿Escribe usted? ¿Ficción? ¿Poesía? ¡Cuidado!
—Bien, Knipe, muchacho. Ya está terminado, sólo te llamé para decirte que habías hecho un buen trabajo.
Adolph Knipe permaneció en pie frente al escritorio del señor Bohlen. No parecía sentir ningún entusiasmo.
—¿No estás satisfecho?
—Oh sí, señor Bohlen.
—¿Has visto qué dicen esta mañana los periódicos?
—No, señor.
El hombre que estaba detrás del escritorio cogió un periódico doblado y comenzó a leer: «La construcción de la gran computadora automática, encargada por el gobierno hace algún tiempo, ha sido terminada. Probablemente sea la máquina calculadora más rápida conocida hasta hoy en el mundo. Su funcionamiento servirá para satisfacer el constante incremento de las necesidades de la ciencia, de la industria y de la administración, para el rápido cálculo matemático que, en el pasado, con los métodos tradicionales, hubiera sido materialmente imposible realizar, o hubiera exigido mayor tiempo del que justifican los problemas. La rapidez con la que trabaja ese aparato, dice el señor John Bohlen, director de la firma de ingeniería electrónica principal responsable de su construcción, podría ser destacada por el hecho de que en cinco segundos, es capaz de dar la respuesta correcta a un problema que ocuparía a un matemático durante un mes. En tres minutos, puede realizar un cálculo que, a mano (si fuera posible), llenaría un millón de folios. La computadora automática funciona a base de pulsaciones eléctricas, generadas a razón de un millón por segundo, para resolver todos los cálculos que constan de sumas, restas, multiplicaciones y divisiones. Para fines prácticos no hay límite de…»
El señor Bohlen dirigió una mirada al rostro alargado y melancólico del joven.
—¿No se siente orgulloso, Knipe? ¿No está satisfecho?
—Desde luego, señor Bohlen.
—Creo que no es preciso que le recuerde que su propia contribución, especialmente en los planos originales, fue muy importante. De hecho, hasta me atrevería a decir que, sin usted y algunas de sus ideas, este proyecto estaría hoy en pañales.
Adolph Knipe movió su pie sobre la moqueta, y miró las dos manos pequeñas y blancas de su jefe, sus dedos nerviosos que jugaban con un clip, retorciéndolo, estirando sus curvas metálicas. No le gustaban las manos de aquel hombre. Ni tampoco su rostro, con una boca pequeña y unos labios rosados y estrechos. Era desagradable el modo de moverse su labio inferior cuando hablaba.
—¿Le preocupa algo, Knipe? ¿Tiene algún problema?
—Oh, no, señor Bohlen, no.
—¿Qué le parecería tomarse una semana de vacaciones? ¿Le gustaría? Se lo merece.
—Oh, no sé, señor.
El anciano esperó, mirando a aquel muchacho alto y delgado que estaba en pie frente a él. Era un chico difícil. ¿Por qué no podía contestar directamente? Siempre distraído, con manchas en su chaqueta y el cabello sobre el rostro.
—Me gustaría que se tomara unas vacaciones, Knipe. Las necesita.
—Muy bien, señor. Si usted lo quiere.
—Tome una semana. Dos semanas, si quiere. Vaya a algún lugar cálido. Tome el sol. Báñese. Relájese. Duerma. Y después vuelva, y hablaremos del futuro.
Adolph Knipe fue en autobús a su apartamento de dos habitaciones. Dejó el abrigo sobre el sofá, se sirvió un vaso de whisky y se sentó ante la máquina de escribir, que estaba sobre la mesa. El señor Bohlen tenía razón. Por supuesto que tenía razón. Excepto que no sabía de la misa la media. Probablemente había pensado que se trataba de una mujer. Cuando un hombre joven está deprimido, todo el mundo acostumbra a creer que es por una mujer.
Se inclinó y comenzó a leer la hoja a medio terminar que estaba puesta en la máquina de escribir. Estaba encabezada por el título Una estrecha salida, y comenzaba así: «La noche era oscura y tormentosa, el viento silbaba entre los árboles, y caía una lluvia de perros…»
Adolph Knipe bebió un sorbo de whisky, saboreando el gusto amargo de malta, sintiendo el fluir del líquido frío por su esófago hasta posarse en la parte superior de su estómago, frío, al principio, y luego expandiéndose y volviéndose cálido, creando una pequeña área de calor en su tripa. Al diablo el señor Bohlen. Y al diablo la gran computadora eléctrica. Al diablo… En aquel preciso instante, sus ojos y su boca comenzaron a abrirse lentamente, y poco a poco levantó la cabeza y quedó inmóvil, absolutamente quieto, mirando perplejo a la pared de enfrente, con una mirada que era más de sorpresa que de maravilla, pero con la vista muy fija, sin desviarla durante cuarenta, cincuenta o sesenta segundos. Entonces, cuando la sorpresa se convirtió en placer, se fue produciendo (su cabeza permanecía inmóvil) un cambio sutil en su rostro, muy leve, al principio sólo alrededor de las comisuras de los labios, y luego, incrementándose gradualmente, se extendió hasta que, al final, todo el rostro estaba resplandeciente, con una expresión de delicia extrema. Era la primera vez que Adolph Knipe sonreía en muchos meses.
—Desde luego —dijo, hablando ligeramente—, es completamente ridículo. —Y sonrió, levantando el labio superior y mostrando sus dientes de un modo muy sensual—. Es una idea deliciosa, pero tan difícil de poner en práctica que ni siquiera tiene sentido pensar en ella.
A partir de entonces, Adolph Knipe comenzó a no pensar en otra cosa. La idea le fascinaba enormemente, en principio porque le ofrecía la promesa —aunque remota— de vengarse, de la manera más diabólica, de sus peores enemigos. Sólo desde este punto de vista acarició te idea, gozando durante diez o quince minutos; entonces se encontró a sí mismo examinándola seriamente como posibilidad práctica. Cogió un papel y escribió algunas notas preliminares. Pero no avanzó mucho. Casi inmediatamente, se percató de la vieja verdad que dice que una máquina, por más perfecta que sea, no es capaz de tener pensamiento original. No puede comprender más problemas que los que pueden resolverse en términos matemáticos, problemas que tengan una, y sólo una, solución.
Aquello era desconcertante. No parecía que hubiese ninguna salida. Una máquina no puede tener cerebro. Por otro lado, puede tener memoria, ¿no? Su propio calculador electrónico tiene una memoria maravillosa. Simplemente variando los impulsos eléctricos, mediante una columna de mercurio, y convirtiéndolos en ondas, podría, almacenar un millar de números a la vez, y extraer cualquiera de ellos en el preciso momento en que fuera necesario. Entonces, sobre esté principio, ¿no sería posible construir una sección de memoria de una capacidad casi ilimitada? ¿Qué tal eso?
Entonces, de repente, se encontró con una simple pero poderosa verdad: ¡La gramática inglesa está regida, por reglas que son de un rigor casi matemático! Dando las palabras, dando el sentido de lo que se quiere decir, entonces sólo hay un orden correcto en el que dichas palabras pueden ser dispuestas y combinadas.
No, pensó, esto no es lo suficientemente exacto, en muchas frases hay varias posiciones posibles para cada palabra, y todas serían desde el punto de vista gramatical correctas. Pero, qué diablos. La teoría es básicamente verdadera. Además, parece razonable que una máquina, que ha sido construida sobre el modelo de la computadora eléctrica, pudiera ser ajustada para combinar palabras (en lugar de números) en su ordenación correcta, de acuerdo con las reglas de la gramática. Se le darían, los verbos, los nombres, los adjetivos, los pronombres, se le almacenarían en la sección de memoria, y se le dispondrían de modo que pudieran ser extraídos cuando fuera preciso. Después se le proporcionarían las ideas y los significados y se la podría dejar escribiendo las frases. Ya nada podía detener a Knipe. Inmediatamente se puso manos a la obra, y durante los días siguientes estuvo trabajando a pleno rendimiento. La sala de estar quedó literalmente cubierta de hojas de papel: fórmulas y cálculos; lista de palabras, millares y millares de palabras; los argumentos de las historias, curiosamente fragmentadas y subdivididas; amplios extractos de Roget Tesaurus; páginas llenas de nombres de hombre y de mujer; cientos de apellidos extraídos de la guía telefónica; intrincados dibujos de hilos y circuitos, válvulas termotrópicas e interruptores; dibujos de máquinas que podrían perforar de distintas maneras las tarjetas, y de una extraña máquina de escribir eléctrica capaz de escribir diez mil palabras por minuto. También había dibujado un panel de control con una serie de pequeños botones, cada uno con una pequeña etiqueta con el nombre de una famosa revista americana.
Estaba trabajando a un ritmo exultante, paseándose por la habitación, arriba y abajo, por encima de toda aquella mesa de papel, retorciéndose las manos, hablando en voz alta; y, a veces, con un breve resoplido, soltaba una serie de imprecaciones obscenas en las que siempre aparecía la palabra «editor». Al cabo de quince días de continuo trabajo, recogió los papeles, los guardó en dos grandes portafolios y los llevó —casi corriendo— a las oficinas de ingeniería electrónica de John Bohlen Inc.
El señor Bohlen se alegró de volverlo a ver.
—Bien, Knipe, le felicito, tiene usted un aspecto cien veces mejor. ¿Cómo han ido sus vacaciones? ¿Adónde fue?
Tenía el aspecto horrible y desaseado de siempre, pensó el señor Bohlen. ¿Por qué no se ponía derecho? Parecía un bastón retorcido. «Tiene usted un aspecto cien veces mejor, muchacho» Me pregunto qué estará pensando. Cada vez que lo veo, parece que sus orejas se han agrandado.
Adolph Knipe puso los portafolios sobre la mesa.
—¡Mire, señor Bohlen! —exclamó—. ¡Mire esto!
Luego contó la historia. Abrió los portafolios y acercó los planos al sorprendido hombrecillo. Habló durante más de una hora, explicándolo todo, y, cuando hubo terminado, se echó hacia atrás, irguiéndose, sin aliento, emocionado, esperando el veredicto.
—¿Sabe qué pienso, Knipe? Pienso que está usted majareta. —Luego, el señor Bohlen se dijo a sí mismo: «Cuidado, trátalo con cuidado. Es valioso. Si no tuviera ese aspecto horrible, con esa cara de caballo alargada y esos enormes dientes. El chico tiene las orejas tan grandes como hojas de ruibarbos».
—¡Pero, señor Bohlen! ¡Funcionará! ¡Le demostraré que va a funcionar! ¡No puede negarlo!
—Cálmese, Knipe. Cálmese, y escúcheme.
Adolph Knipe miró a su hombre, cada vez más disgustado con él.
—Esta idea —decía el señor Bohlen moviendo el labio inferior— es muy ingeniosa (debería decir que es brillante) y no hace sino confirmar mi opinión acerca de sus habilidades, Knipe. Pero no se lo tome demasiado en serio. Después de todo, muchacho, ¿de qué puede servirnos? ¿Quién, sobre la tierra, quiere una máquina para escribir cuentos? ¿Y dónde su rentabilidad? Sólo dígame esto.
—¿Puedo sentarme, señor?
—Claro, siéntese.
Adolph Knipe se sentó al borde de la butaca. El viejo lo miraba con ojos alertados, preguntándose qué iba a escuchar.
—Me gustaría explicarle algo, señor Bohlen, si me lo permite, acerca de cómo llegué a esto.
—Vaya al grano, Knipe. —Tenía que ser halagado un poco, se dijo el señor Bohlen. El muchacho era realmente valioso, casi una especie de genio; para la firma valía su propio peso en oro. Sólo había que echar una ojeada a aquellos papeles. La cosa más peregrina que pueda imaginarse. Un trabajo sorprendente. Inútil, por supuesto. Sin ningún valor comercial. Pero era una prueba más de la habilidad del muchacho.
—Supongo que se trata de una especie de confesión, señor Bohlen. Creo que explica por qué siempre he sido tan… por qué siempre he estado tan… como preocupado.
—Cuénteme lo que quiera, Knipe. Estoy aquí para ayudarle… ya lo sabe usted.
El joven juntó las manos sobre sus rodillas, apretando los codos contra los costados. Parecía como si, de repente, sintiera frío.
—Verá usted, señor Bohlen, a decir verdad, no me interesa mucho el trabajo que hago aquí. Ya sé que soy bueno y todo eso, pero no pongo el alma en ello. No es lo que yo quiero hacer.
El señor Bohlen alzó las cejas electrizado. Todo su cuerpo se puso en tensión.
—Sabe usted, señor, toda mi vida he querido ser escritor.
—¿Escritor?
—Sí, señor Bohlen. Tal vez no lo crea, pero cualquier momento libre que tengo lo dedico a escribir cuentos. En los últimos diez años he escrito cientos de narraciones; para concretar, quinientas sesenta. Aproximadamente, una por semana.
—¡Pero, por Dios, hombre! ¿Para quién demonios hizo usted semejante cosa?
—Todo lo que sé, señor, es que me siento impulsado a ello.
—¿Impulsado por qué?
—Por la necesidad de crear, señor Bohlen. —Cada vez que levantaba la mirada, veía los labios del señor, Bohlen. Poco a poco, se iban enrojeciendo y afinando.
—¿Y puedo preguntarle qué hace usted con esos cuentos, Knipe?
—Bueno, señor, ahí está el problema. Nadie me los compra. Cada vez que termino uno, lo envío a todas partes. Pasa de una revista a otra. Eso es todo, señor Bohlen, y todos se limitan a devolvérmelo. Es muy deprimente:
El señor Bohlen se relajó.
—Comprendo muy bien cómo se siente usted, muchacho. —Su voz tenía un tono de simpatía—. Todos hemos pasado por ello una u otra vez a lo largo de nuestra vida. Pero ahora… ahora, usted ya ha comprobado de un modo evidente… según la apreciación de los expertos, de los propios editores, que sus cuentos son… cómo diré… bastante fracasados, y ya es hora de dejar correr ese asunto. Olvídelo, muchacho. Limítese a olvidarlo.
—¡No, señor Bohlen! ¡No! ¡Eso no es verdad! ¡Yo sé que mis cuentos son buenos! Por Dios, si usted los compara con esa birria que publican las revistas… ¡por todos los diablos, señor Bohlen!… las cosas desgalichadas y aburridas que usted lee una semana tras otra en las revistas…, ¡es para volverse loco!
—Espere un momento, muchacho…
—¿Ha leído alguna vez las revistas, señor Bohlen?
—Perdóneme usted, Knipe, pero ¿qué tiene eso que ver con su máquina?
—¡Todo, señor Bohlen, absolutamente todo! Lo que estoy tratando de decirle es que he hecho un estudio de las revistas, y, según parece, cada una tiende a tener su propio tipo de cuentos. Los escritores —los que tienen éxito— lo saben, y escriben ciñéndose a ello.
—Un momento, muchacho. Cálmese, ¿quiere? No creo que esto nos lleve a ninguna parte.
—Por favor, señor Bohlen, escúcheme. Es terriblemente importante. —Hizo una pausa para tomar aliento. Estaba verdaderamente excitado, gesticulando con violencia mientras hablaba. Su rostro alargado, con sus enormes dientes y sus grandes orejas, brillaba de entusiasmo, y había un exceso de saliva en su boca que le hacía casi babear—. Oiga, con mi máquina, gracias a un coordinador ajustable entre la «memoria argumental» y la «memoria léxica» puedo producir el tipo de cuento que desee, simplemente pulsando el botón adecuado.
—Sí, ya entiendo, Knipe, ya entiendo. Todo esto es muy interesante, pero ¿y qué?
—Pues eso, señor Bohlen. El mercado es limitado, tenemos que ser capaces de producir lo adecuado, en el momento adecuado, cuando nos venga en gana. Es una cuestión de negocios, eso es todo. Me lo miro desde su óptica… como una proposición comercial.
—Pero, muchacho, probablemente ni siquiera sea una proposición comercial. Usted sabe tan bien como yo lo que cuesta construir una máquina de estás.
—Sí, señor, lo sé. Pero, con el debido respeto, no creo que usted sepa lo que las revistas pagan a los escritores por cada cuento.
—¿Cuánto pagan?
—Probablemente sale a un promedio de alrededor de los mil.
El señor Bohlen dio un salto.
—Sí, señor, es verdad.
—¡Es absolutamente imposible, Knipe! ¡Es ridículo!
—No, señor, es verdad.
—Usted quiere decirme que esas revistas pagan a un hombre esas cantidades de dinero por… ¡sólo por escribir un cuento! ¡Dios mío, Knipe! ¿Y qué más? ¡Los escritores deben ser millonarios!
—¡Exactamente, señor Bohlen! Ahí es donde entra la máquina. Escuche un minuto, señor: voy a contarle algo más. Lo tengo todo pensado. Las grandes revistas publican una media de tres cuentos de ficción cada vez. Ahora considere las quince revistas más importantes… las que pagan mejor. Hay algunas que son mensuales, pero la mayor parte son semanales. Bien. Esto nos permite decir que se compran alrededor de cuarenta narraciones cada semana. Ello significa cuarenta mil dólares. Pues bien; con nuestra máquina —cuando esté en pleno funcionamiento— ¡podremos copar casi la totalidad de ese mercado!
—Pero, muchacho, ¡usted está loco!
—No, señor; honestamente, es verdad lo que le digo. ¿No comprende que, sólo por la cantidad, los arrollaremos? Esta máquina es capaz de escribir una narración de cinco mil palabras lista para ser impresa, en sólo treinta segundos. ¿Cómo podrán los escritores competir con esto? Se lo pregunto, señor Bohlen, ¿cómo?
En este punto, Adolph Knipe notó un leve cambio en la expresión del hombre, un brillo especial en los ojos, una distensión en las ventanas de la nariz, y toda la cara impávida, casi rígida. Rápidamente, prosiguió:
—Hoy día, señor Bohlen, los artículos hechos a mano no tienen ninguna esperanza. No pueden competir con la producción en masa, especialmente en este país… y usted lo sabe. Moquetas… sillas… zapatos… vajillas… ladrillos… todo lo que se le ocurra, todo está hecho a máquina. La calidad tal vez es inferior, pero eso no importa. Lo que cuenta es el coste de la producción. Y los cuentos son un producto más, como las moquetas y las sillas, y a nadie le importa cómo se producen siempre y cuando sean entregados a tiempo. ¡Les venderemos al por mayor, señor Bohlen! ¡Haremos la competencia a todos los escritores del país! ¡Coparemos el mercado!
El señor Bohlen se incorporó en su silla. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa de escritorio, y, con gran atención, miró fijamente a su interlocutor.
—Sigo pensando que es inviable, Knipe.
—¡Cuarenta mil por semana! —exclamó Adolph Knipe—. Y si nos partimos las ganancias, nos quedarán veinte mil por semana, ¡lo que da un millón al año para cada uno! —y añadió suavemente—. Usted no ganó un millón al año por construir la vieja calculadora electrónica, ¿verdad que no, señor Bohlen?
—Pero, en serio, Knipe, ¿cree usted que los comprarán?
—Escuche, señor Bohlen. ¿Quién va a querer comprar cuentos hechos a medida, si puede comprar los otros a mitad de precio? Parece claro, ¿no?
—¿Y cómo se los va a vender? ¿Quién les dirá que los ha escrito?
—Montaremos nuestra propia agencia literaria, y los distribuiremos a través de ella. E inventaremos todos los nombres que queramos para los escritores.
—No me gusta, Knipe. Me suena a fraude, ¿a usted no?
—Y otra cosa, señor Bohlen. Hay mil maneras de explotar el producto, una vez lanzado. Considere la publicidad, por ejemplo. Hoy día, los fabricantes de cervezas y gente así están pagando grandes cantidades a escritores famosos si permiten que pongan sus nombres en sus productos. ¡Por Dios, señor Bohlen! No estamos hablando de niñerías. Se trata de grandes negocios.
—No sea demasiado ambicioso, muchacho.
—Y otra cosa. No hay ninguna razón por la que no pudiéramos poner su nombre en alguna de las mejores narraciones, si lo deseara.
—Dios mío, Knipe. ¿Para que querría yo semejante cosa?
—No lo sé, señor, excepto que algunos escritores llegan a ser muy respetados… como el Sr. Erle Gardner o Kathleen Norris, por ejemplo. Necesitamos nombres, y, naturalmente, yo había pensado en utilizar mi propio nombre en una o dos narraciones, sólo para mayor comodidad.
—Un escritor, ¿eh? —dijo el señor Bohlen, pensativo—. Bueno, en el club, seguro que se sorprenderían al ver mi nombre en las revistas… las mejores revistas.
—Eso es, señor Bohlen.
Por un instante, el señor Bohlen quedó mirando al vacío con expresión soñadora, y sonrió. Luego se movió con animación y comenzó a ojear los planos.
—Hay una cosa que no acabo de comprender, Knipe. ¿De dónde saldrán los argumentos? ¿Seguramente, la máquina no podrá inventar argumentos?
—Nosotros se los daremos, señor. No hay ningún problema. Cualquiera puede aportar un argumento. Hay escritos trescientos o cuatrocientos en ese portafolios de ahí, a su izquierda. Sólo hay que dárselos a la «sección de memoria de argumentos» de la máquina.
—Adelante.
—También hay otros muchos pequeños refinamientos, señor Bohlen. Ya los verá cuando estudie detenidamente los planos. Por ejemplo, hay un truco que casi todos los escritores emplean, que consiste en colar, al menos una vez a lo largo de la narración, una palabra «difícil». Esto hace pensar al lector que el hombre que ha escrito aquello es muy sabio e inteligente. Y he planeado la máquina para que haga lo mismo. Habrá una larga lista de palabras almacenadas exclusivamente para tal fin.
—¿Dónde?
—En la sección «memoria de palabras» —dijo él; sin dudarlo un instante.
Durante la mayor parte del día, los dos hombres estuvieron discutiendo las posibilidades del nuevo ingenio.
Al final el señor Bohlen dijo que debería reflexionar un poco más acerca de todo ello. A la mañana siguiente estaba realmente entusiasmado. En una semana estaba ya del todo absorbido por la idea.
—Lo que tendremos que hacer, Knipe, es decir que sólo estamos construyendo otra calculadora, pero de un nuevo tipo. Eso nos permitirá mantener el secreto.
—Exacto, señor Bohlen.
Y, al cabo de seis meses, la máquina estaba terminada. La alojaron en un edificio de ladrillo separado, en la parte trasera del bloque principal, y, cuando ya estuvo lista para funcionar, nadie podía acercarse allí, salvo el señor Bohlen y Adolph Knipe.
Fue un momento emocionante cuando los dos hombres, uno bajito y rechoncho, y el otro, alto, delgado y con enormes dientes se encontraron en el pasillo, delante del panel de control y se dispusieron a producir la primera narración. Alrededor de ellos había tabiques que formaban muchos pequeños corredores, y los tabiques estaban cubiertos de circuitos eléctricos, clavijas y enormes válvulas de vidrio. Ambos estaban nerviosos, y el señor Bohlen se apoyaba alternativamente sobre cada uno de sus pies, incapaz de mantenerse quieto.
—¿Qué botón? —preguntó Adolph Knipe, contemplando una hilera de pequeños discos blancos que parecían tercias de una máquina de escribir—. Elija usted, señor Bohlen. Puede escoger entre muchas revistas… Saturday evening Post, Collier’s, Ladies, Home Journal… la que le guste más.
—¡Caramba, chico! ¿Cómo voy a saberlo? —Estaba dando saltitos como si le hubiera picado una avispa.
—Señor Bohlen —dijo Adolph Knipe con gravedad—, ¿se da cuenta de que, en este momento, con sólo su meñique, puede ser usted el escritor más versátil de este continente?
—Oiga, Knipe, comience usted, por favor… y déjese de preliminares.
—De acuerdo, señor Bohlen. Vamos allá… veamos… éste. ¿Qué tal? —Extendió un dedo y apretó un botón con el nombre de TODAY’S WOMAN impreso en diminuta letra negra. Se produjo un chasquido agudo, y cuando retiró su dedo, el botón permaneció hundido, por debajo del nivel de los otros.
—Esto basta para la selección —dijo—. Ahora… ¡ahí va!
Alcanzó una clavija y la conectó al panel. Inmediatamente, la habitación quedó sumergida en un intenso murmullo, producido por el crepitar de las conexiones eléctricas y el tintineo de muchas y diminutas palanquitas que se movían a toda velocidad; y, casi al mismo instante, comenzaron a salir folios, por una ranura que había a la derecha del panel de control, y fueron cayendo dentro de un cesto. Salían de prisa, una hoja por segundo, y, en menos de medio minuto, todo había terminado. Ya no salieron más hojas.
—¡Ahí está! —exclamó Adolph Knipe—. ¡Ahí tiene su cuento!
Cogieron las hojas y empezaron a leer. La primera comenzaba así: «Agrtfauijhtfdrs, mnhnht, fhuytplKj hgredsabvt ytredyrt, mbht greswafhm, llñ, tan, Kjuyhtgrfedsw…» Miraron las demás. El estilo era idéntico en todas ellas. El señor Bohlen se puso a gritar. Knipe trató de calmarlo.
—Está bien, señor. No ocurre nada. Sólo necesita un ajuste. Habremos hecho una conexión equivocada en alguna parte, eso es todo. Recuerde usted, señor Bohlen, que, en esta habitación, hay un millón de pies de circuito eléctrico. No puede esperarse que todo salga bien a la primera.
—Nunca funcionará —dijo el señor Bohlen.
—Tenga paciencia, señor. Sea paciente.
Adolph Knipe se dedicó a averiguar dónde estaba el fallo y, al cabo de cuatro días, anunció que todo estaba listo para hacer un nuevo intento.
—Nunca funcionará —dijo el señor Bohlen—, yo sé que nunca funcionará.
Knipe sonrió y apretó el botón selector que estaba marcado con el nombre de READER’S DIGEST. Luego colocó la clavija en su lugar correspondiente, y nuevamente se produjo el extraño y emocionante murmullo. Salió una página escrita por la ranura y fue a caer dentro del cesto.
—¿Dónde está el resto? —exclamó el señor Bohlen—. ¡Se ha parado! ¡No va bien!
—No, señor. Va perfectamente bien. ¿No ve que es para la Digest?
Esta vez, comenzaba:
«Pocaeslagentetodavíaqueconoceelnuevodescubrimientorevolucionarioquehaceposibleunaliviopermanenteaaquellosquepadecenlamásterribleenfermedaddenuestrotiempo…»
Y seguía.
—¡Esto es ininteligible! —gritó el señor Bohlen.
—No, señor, es correcto. ¿No se da cuenta? Lo único que ocurre es que no separa las palabras. Eso es fácil de ajustar. Pero el cuento está ahí. Mire, señor Bohlen, ¡mire! Todo está aquí. Aunque sea con las palabras unidas.
Y, efectivamente, así era.
En un posterior intento, unos días más tarde, todo estaba correcto, incluso la puntuación. La primera narración que lanzaron, para una conocida y famosa revista femenina, era una sustanciosa historia, basada en las aventuras de un muchacho que quería mejorar sus relaciones con un rico empresario. El chico, en el transcurso de la historia, se puso de acuerdo con un amigo para que secuestrara a la hija del hombre rico, cuando ésta regresara a su casa al anochecer. Entonces el muchacho apareció, desarmó a su amigo y rescató a la chica. La muchacha estaba agradecida. Pero el padre sospechaba algo. Interrogó al muchacho con astucia. El chico no pudo resistir y confesó. Entonces, el padre, en lugar de echarlo de su casa, dijo que admiraba la inventiva del joven. La muchacha admiraba su honradez… y, después de todo, no estaba mal. Era bastante bien parecido. El padre le prometió ascenderlo a jefe del Departamento de Contabilidad. Y se casó con la hija.
—¡Es tremendo, señor Bohlen! ¡Está perfecto!
—Me parece un poco sensiblero, muchacho.
—¡No, señor, será un éxito, un verdadero éxito!
Embargado por la emoción, Adolph Knipe extrajo seis cuentos más en otros tantos minutos. Todos ellos, excepto uno, que, por alguna razón, contenía un terceto obsceno, parecían enteramente satisfactorios.
El señor Bohlen se había apaciguado. Accedió a establecer una agencia literaria en una oficina de la ciudad, y dejar al cargo de la misma a Knipe. En un par de semanas el proyecto estaba realizado. Entonces Knipe envió por correo la primera docena de cuentos. Puso su propio nombre en cuatro de ellos, el del señor Bohlen en uno, e inventó nombres para los demás.
Cinco de aquellas narraciones fueron aceptadas enseguida. La que iba con el nombre de Bohlen fue devuelta con una carta del editor, que decía: «El trabajo demuestra gran habilidad, pero, en nuestra opinión, no está totalmente logrado. Nos gustaría ver más obras de este autor…» Adolph Knipe tomó un taxi, se dirigió a la fábrica, y sacó otra narración para la misma revista. Volvió a poner al señor Bohlen como autor, y la envió inmediatamente. Ésa fue comprada.
El dinero comenzó a afluir. Knipe fue aumentando la producción lenta y cuidadosamente y, al cabo de seis meses, ya enviaba treinta cuentos semanales, y vendía casi la mitad.
Comenzó a hacerse un nombre en los círculos literarios, como escritor prolífico y con éxito. Lo mismo le ocurrió al señor Bohlen, aunque no alcanzó tanto renombre. Por entonces, Knipe estaba creando una docena de prometedores jóvenes autores. Todo iba bien.
Entonces, decidieron adaptar la máquina para que pudiera escribir novelas, además de cuentos. El señor Bohlen, ávido de obtener honores más importantes en el mundo literario, insistió a Knipe para que se pusiera manos a la obra inmediatamente.
—Quiero hacer una novela —repetía—. Quiero hacer una novela.
—Y la hará, señor. Y la hará. Pero, por favor, tenga paciencia. El ajuste que he de hacer es muy complicado.
—Todo el mundo me dice que he de escribir una novela —exclamó el señor Bohlen—. Todo tipo de editores me anda detrás día y noche, pidiéndome que deje de perder el tiempo con cuentos y que me dedique a hacer algo realmente importante. Una novela es lo único que cuenta… eso es lo que dicen.
—Haremos novelas —le dijo Knipe—. Tantas como queramos. Pero, por favor, tenga paciencia.
—Óigame, Knipe. Yo quiero hacer una novela seria, algo que les haga caerse de espaldas, algo de lo que tomen nota. Empiezo a estar cansado de la clase de cuentos que está usted últimamente sacando con mi nombre. De hecho, no sé si no ha tratado usted de ponerme en ridículo.
—¿Tratando de ponerle en ridículo, señor Bohlen?
—Sí, quedándose para usted todas las mejores, que es lo que ha hecho.
—¡Oh no, señor Bohlen! ¡No!
—Pero esta vez voy a escribir un libro inteligente, un libro de altura. ¿Comprende?
—Oiga, señor Bohlen, con las modificaciones que estoy introduciendo en la máquina, usted podrá escribir el tipo de libro que quiera.
Y resultó ser verdad, porque, después de un par de meses, el genio de Adolph Knipe había logrado no sólo adaptar la máquina para escribir novelas, sino que también había construido un nuevo y maravilloso sistema de control que capacitaba al autor para preseleccionar cualquier tipo de argumento y estilo de escritura que deseara. Había tantos diales y tantas clavijas que parecía el cuadro de mandos de un inmenso aeroplano.
Primero, apretando uno de los botones principales de la serie, el escritor tomaba su decisión previa: el tipo de libro que deseaba escribir: histórico, satírico, filosófico, político, romántico, humorístico, erótico o realista. Luego, de la segunda hilera (los botones básicos), escogía su tema: vida en el ejército, tiempos de los pioneros del oeste americano, guerra civil, guerra mundial, problema racial, salvaje oeste, vida campestre, recuerdos de la infancia, aventuras en el mar, el fondo del mar, y muchos, muchos más. La tercera hilera de botones daba el estilo literario: clásico, fantástico, picante, Hemingway, Faulkner, Joyce, femenino, etc. La cuarta hilera de botones era para seleccionar los caracteres, la quinta para el léxico, y así hasta diez filas de botones de preselección.
Pero eso no era todo. Durante este nuevo proceso de escritura era preciso ir ejerciendo cierto control (que llevaba unos quince minutos por novela), y, para ello, el autor tenía que sentarse en un asiento de automovilista, y tirar (o empujar) de una serie de mandos dispuestos en batería, como si estuviese tocando el órgano. Al hacerlo, podía modular cincuenta diferentes y variables cualidades, como tensión, sorpresa, humor, pathos y misterio. Numerosos indicadores le señalaban exactamente cómo andaba su trabajo.
Finalmente, había una cuestión de «pasión». Tras un cuidadoso estudio de los libros más vendidos del año anterior, Adolph Knipe decidió que aquél era el ingrediente más importante de todos —un catalizador mágico que, de una manera u otra, era capaz de transformar la más pesada de las novelas en un brillante éxito—. Pero Knipe también sabía que la pasión es poderosa, caprichosa, y debe ser administrada con prudencia… en las correctas proporciones y en los momentos adecuados; para que ello fuera así, él había fabricado un control independiente que consistía en dos mecanismos de ajuste que habían de ser manipulados mediante pedales, algo parecido al embrague y el freno de los automóviles. Uno de los pedales gobernaba el porcentaje de pasión a inyectar, y, el otro, regulaba su intensidad. No había ninguna duda, por supuesto —y ése era el único inconveniente— de que quien escribiera una novela con los métodos de Knipe iba a resultar más bien un piloto de avión o un conductor de automóvil, pero ello no preocupaba al inventor. Cuando todo estuvo listo, Knipe fue en busca del señor Bohlen y le acompañó al edificio en que se hallaba la máquina y empezó a explicarle el proceso de funcionamiento de la nueva maravilla.
—¡Dios mío, Knipe! ¡Nunca seré capaz de hacer todo eso! ¡Condenado muchacho, resultaría más fácil escribir una novela a mano!
—En seguida se acostumbrará a manejarla, señor Bohlen, se lo prometo. En una o dos semanas, la manipulará sin ninguna dificultad. Como si nada. Es como aprender a conducir.
Bueno, no era tan fácil como eso, pero, tras muchas horas de práctica, el señor Bohlen comenzó a tenerla por la mano y, finalmente, una noche, le dijo a Knipe que la preparara para hacer la primera novela. Fue un momento tenso. El hombrecillo se agitaba nervioso en su asiento de conductor, y el alto y dentón Knipe andaba para acá y para allá, alrededor suyo.
—Intento escribir una novela importante, Knipe.
—Estoy seguro de que lo conseguirá, señor. Estoy seguro.
Con un dedo, el señor Bohlen pulsó cuidadosamente los botones de preselección necesarios:
Botón maestro: satírico.
Tema: problema racial.
Estilo: clásico.
Personajes: seis hombres, cuatro mujeres, un niño.
Longitud: quince capítulos.
Al mismo tiempo, fijaba su atención particularmente sobre tres mandos marcados con rótulos: fuerza, misterio, profundidad.
—¿Está preparado, señor?
—Sí, sí, estoy listo.
Knipe conectó el interruptor y la enorme máquina se puso en marcha. Se produjo un zumbido creado por más de cincuenta mil engranajes, varillas y palancas engrasados; entonces, sobrevino el tecleo rápido y casi insoportable de la máquina de escribir. En seguida, las hojas escritas fueron cayendo al cesto, cada dos segundos. Pero, con el ruido y la emoción, y teniendo, además, que manejar los controles de mando, vigilar el contador de capítulo, y los indicadores de pasión y paz de espíritu, el señor Bohlen fue presa del pánico. Reaccionó exactamente igual que un aprendiz de conductor: pisando fuerte con ambos pies los pedales hasta que la máquina estuvo parada.
—Felicidades por su primera novela —dijo Knipe, cogiendo el gran pliego de hojas que habían caído al cesto.
El rostro del señor Bohlen estaba cubierto de pequeñas, perlas de sudor.
—Ha sido un trabajo duro, muchacho.
—Pero lo consiguió, señor. Lo consiguió.
—Déjemela ver, Knipe. ¿Qué tal ha salido?
Comenzó a leerla por el primer capítulo, devolviendo cada una de las páginas al joven.
—¡Dios mío, Knipe! ¿Qué es esto? —el labio de pez del señor Bohlen se movía imperceptiblemente mientras; hablaba, y sus mejillas empezaron a inflarse.
—¡Pero mire aquí, Knipe! ¡Es insultante!
—Debo admitir que es un poco sabroso, señor.
—¡Sabroso! ¡Es perfectamente repugnante! ¡Yo no puedo firmar esto!
—De acuerdo, señor, de acuerdo.
—Knipe, ¿me ha tomado usted el pelo?
—¡Oh no, señor! ¡No!
—Pues lo parece.
—¿No cree, señor Bohlen, que ha pisado demasiado los pedales de control de pasión?
—Pero, muchacho, ¿cómo podría yo saberlo?
—¿Por qué no intenta otra vez?
El señor Bohlen hizo una segunda novela, y, en esa ocasión, salió según estaba planeada.
Al cabo de una semana, el manuscrito había sido leído y aceptado por un editor entusiasmado. Siguió Knipe con una a su nombre. Luego hicieron una docena más. De la noche al día, la Agencia Literaria Knipe se había hecho famosa por su amplio surtido de jóvenes escritores prometedores. Y una vez más comenzaron a ganar mucho dinero.
Fue entonces cuando Knipe comenzó a demostrar grao capacidad para los grandes negocios.
El señor Bohlen, que ahora vestía deportivamente una chaqueta de color verde botella y se había dejado crecer el cabello hasta que le cubrió dos tercios de sus orejas, estaba muy contento del modo que iban las cosas.
—Oiga, señor Bohlen —dijo Knipe—. Todavía tenemos demasiada competencia. ¿Por qué no absorbemos a todos los escritores del país?
—No le entiendo, muchacho. No se puede absorber a los escritores.
—Claro que se puede. Exactamente igual que hizo Rockefeller con sus compañías de petróleo. Sólo hay que comprarlos, y si no quieren venderse, se les aplasta. ¡Así de sencillo!
—Cuidado, Knipe. Cuidado.
—Aquí tengo una lista, señor, de cincuenta de los más famosos escritores del país. Y lo que pretendo es ofrecerle a cada uno de ellos un contrato vitalicio con una buena paga. Todo lo que tienen que hacer es comprometerse a no volver a escribir ni una sola palabra; y, por supuesto, dejarnos usar sus nombres. ¿Qué le parece?
—Nunca lo aceptarán.
—Usted no conoce a los escritores, señor Bohlen. ¿Los ha observado alguna vez?
—¿Y qué hay de la necesidad creativa?
—¡Es una pura invención! Lo único que les interesa a todos ellos es el dinero… igual que a todo el mundo.
Finalmente, aunque con ciertas reservas, el señor Bohlen aceptó que se llevara a cabo el intento, y Knipe, con su lista de escritores en el bolsillo, se fue a hacer sus contactos, saliendo con un Cadillac con chofer.
Primero viajó a casa del hombre que encabezaba la lista; un maravilloso y muy importante escritor. Y no tuvo ningún problema en entrar en su casa. Le explicó su historia, y le mostró un contrato que iba a garantizarle una renta vitalicia. El hombre escuchó atentamente, creyendo que estaba tratando con un lunático, le ofreció una bebida a Knipe, y lo acompañó con firmeza hasta la puerta.
El segundo escritor de la lista, cuando se dio cuenta de que Knipe hablaba en serio, le atacó con un gran cortaplumas de metal, y el inventor tuvo que salir corriendo al jardín seguido por una especie de torrente de obscenidades e insultos como no había oído jamás.
Pero aquello no fue suficiente para descorazonar a Adolph Knipe. Estaba contrariado, pero no desanimado. Y fue con su coche a ver su próximo cliente. Era una mujer, famosa y popular, que escribía libros románticos que se vendían a millares por todo el país. Recibió a Knipe amablemente, le ofreció un té, y escuchó atentamente su historia.
—Todo esto resulta muy fascinante —dijo—. Pero, naturalmente, me resulta un poco difícil de creer.
—Señora —respondió Knipe—. Venga conmigo y la verá con sus propios ojos. Mi coche la espera.
Y fueron conducidos al edificio en que se encontraba la máquina. Brevemente, Knipe explicó el funcionamiento del aparato y, después, incluso permitió que ella se sentara a dirigir y practicar con los botones.
—Bien —dijo él, de pronto—, ¿quiere escribir un libro ahora?
—¡Oh, sí! —exclamó ella—. ¡Por favor!
Ella era muy competente, y parecía saber exactamente lo que quería. Hizo sus propias preselecciones, y produjo una larga y romántica novela pasional. Leyó el primer capítulo y se entusiasmó tanto que firmó el contrato.
—Ya tenemos a uno —dijo Knipe al señor Bohlen, más tarde—. Uno de los gordos.
—Buen trabajo, muchacho.
—¿Sabe por qué firmó?
—¿Por qué?
—No fue por dinero. Le sobra dinero.
—¿Entonces?
Knipe se sonrió torciendo los labios y mostrando un canino superior.
—Simplemente porque comprobó que la máquina escribía mejor que ella.
A partir de entonces, Knipe decidió concentrarse sólo en las mediocridades. Cualquier cosa que fuera mejor que aquello —y al parecer eran pocos los que se apartaban de aquella media— no parecía fácil de seducir. Al fin, después de varios meses de trabajo, había logrado convencer a alrededor del setenta por ciento de los escritores de su lista para que firmaran el contrato. Encontró que los viejos, los que ya se habían dado a la bebida, resultaban ser los más fáciles de convencer. La gente joven resultaba mucho más problemática. Eran capaces, a veces, de reaccionar violentamente, y para entonces, Knipe ya estaba bastante lesionado por entrevistarse con ellos.
Pero, en conjunto, el resultado era satisfactorio. Después de cumplirse el primer año de total rendimiento de la máquina, se estimaba que la mitad de las novelas escritas en inglés, eran producidas por el Gran Gramatizador Automático de Adolph Knipe.
¿Les sorprende?
Lo dudo.
Y todavía no ha llegado lo peor. Hoy, muchos se relacionan con Knipe en secreto. Y el trabajo se vuelve cada vez más difícil para aquellos que se niegan a firmar el contrato.
Ahora, mientras estoy oyendo el griterío de nueve niños famélicos en la habitación contigua, siento mi mano acercarse más y más a ese contrato dorado que tengo en el otro lado del escritorio.
Señor, danos fuerza para dejar que nuestros hijos mueran de hambre.