EL CUENTO DE LA NOCHE 672

Hugo von Hofmannsthal

I

UN apuesto joven, de padre comerciante y que en edad temprana había perdido a sus dos progenitores, se había cansado, poco después de cumplir los veinticinco años, de su soltería y de la vida hospitalaria. Así que cerró la mayoría de los aposentos de su mansión y despidió a todos sus servidores y servidoras, a excepción de cuatro a los que por el afecto que le profesaban y por su carácter estimaba especialmente. Dado que sus amigos no le importaban mucho y que la belleza de ninguna mujer le había prendado lo suficiente como para que considerara deseable o, al menos, tolerable, tenerla siempre a su lado, se acostumbró a vivir una vida cada vez más solitaria y que aparentemente era la que mejor se correspondía con su estado de ánimo. No es que fuera tímido, más bien le gustaba salir a la calle y a los jardines públicos a pasear y observar los rostros de los hombres. Tampoco descuidaba el aseo corporal y de sus bellas manos, ni la decoración de su casa. Es más, la belleza de los tapices, tejidos y sedas, de las paredes talladas y cubiertas de madera, de las lámparas y pilones de metal, de sus copas de cristal y de loza se había hecho más importante de lo que nunca habría podido pensar. Poco a poco se fue percatando de cómo todas las formas y colores del mundo vivían en sus instrumentos. En los ornamentos que se entrelazaban reconocía una imagen encantada de la entrelazada maravilla del mundo. Advertía las formas de los animales y las formas de las flores, y el tránsito de la flor al animal; los delfines, los leones y los tulipanes, las perlas y los acantos: advertía la lucha entre el peso de las cargas de las columnas y la resistencia del suelo sólido, el esfuerzo del agua por ascender y de nuevo para bajar; advertía los colores de las flores y de las hojas, los colores de las pieles de los animales salvajes y de los rostros de las razas humanas; los colores de las piedras preciosas, el color del mar violento y del mar cuando resplandece serenamente; incluso observaba la luna y las estrellas, mística bola y místicos anillos, y, saliendo de ellas, las alas de los serafines. Durante largo tiempo estuvo prendado de aquella grandiosa y profunda belleza que le pertenecía y todos sus días se desarrollaban cada vez más bellos y menos vacíos entre aquellos instrumentos que habían dejado de ser cosas muertas y triviales para convertirse en una gran herencia, en la obra divina de todos los pueblos.

Sin embargo, al igual que la belleza de todas estas cosas, también sentía su vanidad y nunca le abandonaba el pensamiento de la muerte, que tan pronto le asaltaba cuando estaba entre personas felices y bulliciosas como por la noche o, incluso, cuando comía.

Pero como todavía no sentía ninguna enfermedad, el pensamiento no le resultaba cruel, más bien tenía algo de festivo y pomposo. Precisamente cuanto con más intensidad le asaltaba, tanto más se entusiasmaba con bellos pensamientos o con la belleza de su juventud y soledad. Pues, a menudo, el hijo del comerciante bebía una sensación de orgullo en el espejo, en los versos de los poetas, en su riqueza e inteligencia, y las máximas sombrías no le oprimían el alma. Solía decirse: «Allí donde hayas de morir te llevarán tus pies». Y se veía bello como un rey perdido durante la caza, en un bosque desconocido entre árboles extraños, que va al encuentro de un extraño y maravilloso destino. Solía decirse: «Cuando la casa está terminada, llega la muerte», y veía cómo ella, cargada del botín maravilloso de la vida, subía lentamente el puente, soportado por leones alados, del palacio y de la casa terminada.

Le parecía vivir en una soledad total, pero sus cuatro sirvientes le rodeaban como perros y, si bien hablaba poco con ellos, sentía efectivamente de alguna manera cómo sin cesar ellos pretendían servirle con fidelidad. Por eso había empezado a pensar de vez en cuando en ellos.

La administradora era una vieja mujer. Su hija, ya fallecida, había sido el aya del hijo del comerciante. Todos sus otros hijos también habían muerto. Era muy tranquila y la frialdad de la edad se expandía desde su blanco rostro y sus blancas manos. Él la quería, pues siempre había estado en casa y además el recuerdo de la voz de su propia madre y de su niñez, que él añoraba tanto, iban con ella.

Ella había admitido en la casa, con su permiso, a una pariente lejana que apenas tenía quince años y que era muy reservada. Era muy dura consigo misma y difícil de entender. En cierta ocasión, en un movimiento oscuro y violento de su alma, se había arrojado desde la ventana al patio, si bien dio con su cuerpo infantil sobre un montón de mantillo acumulado casualmente y sólo se había roto la clavícula al chocar con una piedra que había en la tierra.

Cuando se la hubo colocado en su cama, el hijo del comerciante mandó avisar a su médico; por la tarde, sin embargo, vino él mismo para comprobar cómo le iba. Ella mantenía los ojos cerrados y él la miró tranquilamente durante largo tiempo, maravillado de la extraña y precoz dignidad de su rostro. Sólo sus labios eran finos y en ellos había algo feo e inquietante. De repente ella abrió los ojos, le miró fríamente y con enfado y se dio la vuelta contra la pared mientras se mordía los labios con ira para dominar el dolor, pues se había recostado sobre la parte herida. En ese momento, su rostro, pálido como la muerte, se puso de color verde blanquecino. Desmayada, cayó como muerta en su anterior posición.

Una vez que se hubo recuperado, el hijo del comerciante estuvo durante mucho tiempo sin dirigirle la palabra cuando ambos se encontraban. Un par de veces había preguntado a la anciana si la muchacha estaba a disgusto en su casa, pero ella lo había negado siempre.

Al único sirviente que él había decidido mantener a su servicio, lo había conocido en cierta ocasión en que cenaba en casa del embajador que el rey de Persia tenía en esa ciudad. En aquella ocasión le había servido él y había sido tan servicial y atento y le había parecido de tan gran recogimiento y modestia que el hijo del comerciante encontró más placer en observarle que en atender las conversaciones de los otros comensales. Tanto mayor fue su alegría cuando, muchos meses después, este sirviente se le acercó en la calle, le saludó con la misma profunda gravedad que aquella tarde y sin ninguna impertinencia se ofreció a servirle. El hijo del comerciante le reconoció inmediatamente por su rostro sombrío de color azabache y por su gran educación. Él lo tomó enseguida a su servicio, despidió a dos jóvenes sirvientes que todavía tenía consigo y sólo se dejó servir en la mesa y en todo lo demás por este hombre grave y retraído. Apenas hacía uso de los permisos para salir de casa por las tardes. Mostraba un extraño afecto a su señor, cuyos deseos atendía y cuyas inclinaciones y rechazos adivinaba sin que tuviera que decirle nada. Por eso, paulatinamente, fue sintiendo una inclinación cada vez mayor por él.

Aunque en la mesa sólo se dejaba servir por este criado, una sirvienta acostumbraba a llevar la fuente con frutas y dulces. Era una muchacha joven, si bien dos o tres años mayor que la pequeña. Era una de esas jóvenes que, vistas desde lejos o cuando salen a bailar a la luz de las antorchas, no parecen bellas, pues la finura de sus rasgos se pierde. Pero todos los días, cuando la veía de cerca, quedaba prendado de la incomparable belleza de sus párpados y labios y los movimientos indolentes, carentes de alegría, de su bello cuerpo le resultaban el enigmático lenguaje de un mundo cerrado y maravilloso.

Cuando en la ciudad se hizo insoportable el calor del verano y sobre todas las casas se cernía una pesada bola de fuego y en las sofocantes y plúmbeas noches de luna llena el viento impulsaba blancas nubes de polvo por las calles vacías, el hijo del comerciante se dirigió con sus cuatro criados a una casa de campo que poseía en la montaña, en un valle estrecho rodeado de oscuros montes. Allí había muchas casas de campo semejantes para la gente rica. De ambas partes del valle, en las quiebras, caían cascadas que expandían su frescor. La luna brillaba casi siempre detrás de las montañas, pero grandes y blancas nubes ascendían por detrás de las negras paredes, se cernían solemnemente sobre el cielo, de un brillo oscuro, y desaparecían en la otra parte. Aquí, el hijo el comerciante hacía su vida acostumbrada en una casa en la que el fresco aroma de los jardines y de las numerosas cascadas atravesaba constantemente las paredes de madera. Por la tarde, hasta que el sol se ponía tras los montes, se sentaba en el jardín y leía la mayoría de las veces un libro en el que se relataban las guerras de un gran rey del pasado. A menudo, en medio de la descripción, cuando los miles de jinetes de los reyes enemigos tenían que volver sus caballos en medio de una gran algarabía, o cuando sus carros de guerra se precipitaban por la escarpada orilla de un río, tenía que ponerse a reflexionar de repente, pues sentía, sin levantar la vista, que los ojos de sus cuatro sirvientes estaban clavados en él. Sin levantar la cabeza sabía que ellos le miraban, sin hablar una palabra, cada cual desde una habitación diferente. Los conocía de sobra, los sentía vivir, más fuerte y penetrantemente que lo que él mismo lo hacía. Si con relación a sí mismo a menudo le asaltaba una ligera emoción o admiración, con relación a ellos lo que sentía era una misteriosa congoja. Sentía, con la claridad de una pesadilla, como los dos viejos vivían hacia la muerte, con la incontenible y suave modificación de sus rasgos y gestos, que él conocía tan bien. Sentía cómo las dos muchachas vivían hacia la desolada y asfixiada vida. Como el horror y la mortal amargura de un sueño terrible que se olvida al despertar, tenía sobre sí, en sus miembros, la pesadez de sus vidas, de las que él no sabía nada.

Muchas veces tenía que incorporarse y dar un paseo para no morir de miedo. Pero mientras contemplaba la chillona gravilla ante sus pies y con gran esfuerzo se percataba de cómo el aroma de la hierba y la tierra, el aroma de los claveles ascendía en exhalaciones claras y, mezclado entre éstas y en cálidas nubes excesivamente dulces, el aroma de los heliotropos, seguía sintiendo sus ojos fijos en él y no podía pensar en otra cosa. Sin levantar la cabeza, sabía que la anciana estaba sentada junto a su ventana, con sus manos exangües apoyadas en el alféizar calentado por el sol y el exangüe rostro, semejante a una máscara, sirviendo de cobijo cada vez más horrible a los desolados y negros ojos que no podían morir. Sin levantar la cabeza, sabía cuándo su criado se retiraba de la ventana durante unos minutos y se ponía a trabajar en un armario. Sin mirar hacia arriba, esperaba con angustia el momento en que volvía a la ventana. Mientras con ambas manos apartaba las dúctiles ramas para ocultarse en el rincón más asilvestrado del jardín y concentraba todos sus pensamientos en la belleza del cielo, que, en pequeños trozos brillantes de turquesa húmeda, caía desde arriba a través de la tupida red de ramas y zarzillos, sólo había una cosa que se apoderaba de su sangre y de todos sus pensamientos: sabía que los ojos de las muchachas seguían clavados en él, los de la mayor, indolentes y tristes, con una invitación impaciente y atormentadora, los de la pequeña, con una impaciente invitación irónica que le atormentaba más, si cabe. Y cuando estaba en estos pensamientos, nunca creía que le observaran inmediatamente, a él, que, con la cabeza hundida, paseaba o se arrodillaba junto a los claveles para enlazarlos con enea o se inclinaba entre las ramas. Al contrario, le parecía como si vieran toda su vida, su más profunda esencia, su misteriosa insuficiencia humana. Sentía una terrible opresión, un miedo mortal ante la inevitabilidad de la vida. Más terrible que el que le observaran le resultaba el hecho de que le obligaran a pensar en sí mismo de una manera tan infecunda y agotadora. Y el jardín era demasiado pequeño para escapar de ellas. Sin embargo, cuando estaba en su presencia desaparecía por entero su temor y olvidaba lo pasado. Entonces podía no observarlas o bien contemplar tranquilamente sus movimientos que ya le resultaban tan conocidos, de tal manera que le parecía como si de ellas percibiera una sensación incesante, casi corporal, de su vida.

A la muchacha más joven la encontraba ocasionalmente en la escalera o en el pórtico. Los otros tres, por el contrario, a menudo coincidían con él en la estancia. En cierta ocasión vio a la mayor reflejada en un espejo inclinado: estaba trajinando en el cuarto de al lado, más elevado; en el espejo, sin embargo, era como si avanzara hacia él desde la profundidad. Andaba lentamente y con esfuerzo, pero totalmente erguida: en cada brazo llevaba unas pesadas y escuálidas divinidades hindúes de bronce oscuro. Los pies adornados de las figuras los recogía en el cuenco de la mano, de tal manera que las oscuras diosas le llegaba desde las caderas hasta las sienes, apoyando su muerta pesadez en los tiernos y vitales hombros. Las oscuras cabezas, sin embargo, con sus maliciosas bocas de serpientes, tres ojos salvajes en la frente y un adorno inquietante en los cabellos fríos y duros, se movían junto a las mejillas llenas de vitalidad y rozaban las bellas sienes al compás de sus lentos pasos. Pero no parecía que ella llevara pesada y solemnemente a las diosas. Más bien llevaba la belleza de su propia cabeza, espléndidamente adornada con el oro vivo y oscuro de sus dos moñetes abombados a ambas partes de la despejada frente, como si fuera una reina en la guerra. Se sintió impresionado por su gran belleza, pero, al mismo tiempo, se dio cuenta claramente de que no significaría nada para él el tenerla entre sus brazos. Sabía, sobre todo, que la belleza de su criada le invadía con añoranza, no con deseo. Por eso, sin detener largo tiempo su mirada en ella, salió de la habitación a la calleja y con una extraña inquietud continuó andando entre las casas y jardines en la estrecha sombra. Por fin, se dirigió a la orilla del río, donde vivían los jardineros y floristas, y durante largo tiempo buscó, si bien sabía que iba a buscar en vano, una flor cuya figura y aroma o una especia cuyo hálito evanescente le pudiera producir por un instante la misma dulce sensación de tranquila posesión que le producía la belleza turbadora e inquietante de su criada. Mientras en vano escudriñaba en los asfixiantes invernaderos o en el aire libre se inclinaba sobre los grandes macizos sobre los que ya iba atardeciendo, su cabeza repetía sin cesar, de una manera involuntaria y, al final, atormentadora, los versos del poeta: «En los estigmas del clavel que se doblaba, en el aroma del grano maduro excitabas tú mi nostalgia, pero cuando te encontré, tú no eras la que yo había buscado, sino las hermanas de tu alma».

II

En esos días sucedió que le llegó una carta hasta cierto punto inquietante. La carta no llevaba firma. De manera imprecisa, el remitente culpaba al criado del hijo del comerciante de haber cometido en la casa de su anterior dueño, el embajador persa, un execrable delito. El desconocido parecía albergar un odio violento contra el criado y añadía numerosas amenazas. También contra el hijo del comerciante se atrevía a usar un tono descortés, casi amenazador. Pero no se podía adivinar a qué crimen se aludía ni qué fin podía tener esta carta para un remitente que ni se daba a conocer ni exigía nada. Leyó varias veces la carta y admitió que sólo el pensamiento de perder a su criado de una manera tan repugnante, le producía un gran temor. Cuanto más pensaba en ello, tanto más se excitaba y tanto menos podía soportar el pensamiento de perder a una de esas personas con las cuales había pasado a través de la costumbre y de otros poderes secretos.

Se estaba paseando de una parte a otra. La excitación colérica le desasosegaba en tal medida que, de repente, arrojó su levita y su cinturón y se puso a pisotearlos. Era como si le hubieran ofendido en su más íntima posesión, como si le hubieran amenazado y le quisieran obligar a huir de sí mismo y a negar aquello que él estimaba. Tenía compasión de sí mismo y, como siempre en semejantes momentos, se sentía como un niño. Veía ya cómo le arrancaban de la casa a sus cuatro criados y le parecía como si le retiraran silenciosamente todo el contenido vital, todos los recuerdos dolorosos y dulces, todas las expectativas a medio concienciar, todo lo indecible, para ser arrojado en cualquier parte sin consideración, como un montón de algas o de hierbas marinas. Por primera vez comprendió aquello que de niño tanta rabia le provocaba: el amor temeroso que su padre tenía hacia las cosas que había adquirido, a las riquezas de su abovedado almacén, bellos e insensibles hijos de su búsqueda y preocupaciones, misteriosos engendros de los imprecisos y más profundos deseos de su vida. Comprendió que el gran rey del pasado tendría que haber muerto si le hubieran quitado las tierras que él, desde el mar del Occidente hasta el mar del Levante, había sometido y soñaba con dominar, pero que eran tan extensas que no tenía ningún poder sobre ellas y de las que no recibía otro tributo que el pensamiento de que las había sometido y de que nadie más que él era su rey.

Decidió hacer todo lo posible para solucionar este asunto que tanto le preocupaba. Sin decir ni una sola palabra de la carta al criado, se levantó y se dirigió sin compañía a la ciudad. Una vez allí decidió visitar antes que nada la casa que habitaba el embajador del rey de Persia, pues abrigaba la esperanza imprecisa de encontrar allí algún punto de apoyo.

Pero, cuando quiso llegar, era ya bien entrado el atardecer y no había nadie en la casa, ni el embajador ni ninguno de sus jóvenes servidores y gente de compañía. Sólo el cocinero y un viejo escribano subordinado estaban sentados en la oscura penumbra del portón. Pero fueron tan desagradables y dieron unas respuestas tan breves y malhumoradas que les volvió la espalda con impaciencia y decidió volver al día siguiente a mejor hora.

Como su propia casa estaba cerrada —ya que no había dejado a ningún criado en la ciudad— tuvo que pensar, como si fuera un extraño, en buscar un albergue en el que pasar la noche. Curioso como si fuera un extraño, deambuló por las conocidas calles y llegó finalmente a la orilla de un pequeño río que en esa época del año estaba casi seco. Desde allí, sumido en sus pensamientos, siguió una miserable calle en la que habitaban numerosas mujeres públicas. Sin prestar ninguna atención al camino que seguía, doblo a la derecha y se encontró en un callejón desolado y muerto y que, sin salida, acababa en una empinada escalera de la altura de una torre. Se quedó parado en la escalera y miró hacia atrás para ver el camino que había seguido. Desde allí podía ver el patio interior de las pequeñas casas. Aquí y allá había ventanas con feas cortinas rojas y flores polvorientas. El anchuroso y seco cauce del río resultaba de una tristeza mortal. Siguió subiendo y llegó a un barrio del que no lograba acordarse si lo había visto con anterioridad. A pesar de ello, un cruce de calles le resultaba conocido, como si lo hubiera visto en sueños. Siguió avanzando y llegó a la tienda de un joyero. Era una tienda miserable, tal y como correspondía a esta parte de la ciudad. Los escaparates estaban llenos de esos adornos sin valor que se pueden comprar a los prestamistas y encubridores. El hijo del comerciante, que entendía de piedras preciosas, apenas podía encontrar entre ellas una piedra medianamente hermosa.

De repente, su mirada se posó sobre una joya de oro fino, de diseño ya pasado de moda y que, con un adorno de berilo, le recordaba a su vieja criada. Quizá le había visto una pieza semejante en la época en que ella era todavía joven. Además la pálida y melancólica piedra parecía adecuarse de una manera extraña a su edad y a su aspecto. También la anticuada montura era de la misma tristeza. Entró en la baja tienda con la intención de comprar la joya. El joyero se mostró muy contento de ver entrar a un cliente tan bien vestido y quiso mostrarle además las piedras más valiosas que él nunca ponía en el escaparate. Por cortesía para con el viejo dejó que le enseñara muchas, si bien no tenía ganas de comprar más, ya que, dada su solitaria vida, difícilmente habría podido encontrar una utilización para semejante regalo. Finalmente empezó a impacientarse y al mismo tiempo a sentirse incómodo, pues quería marcharse sin herir al viejo. Decidió comprar cualquier otra cosa para poder marchar inmediatamente. Sin darse cuenta, estaba observando, por encima del hombro del joyero, un pequeño espejo de plata que en gran parte había perdido el azogue. Fue entonces cuando le vino de otro espejo en su interior la imagen de la muchacha con las oscuras cabezas de las diosas de bronce a ambos lados. Fugazmente se dio cuenta de que gran parte de su atractivo consistía en la manera cómo los hombros y el cuello, de una infantil y modesta gracia, portaban la belleza de la cabeza, la cabeza de una joven reina. Y, de repente, le pareció hermoso el ver alrededor de su cuello una fina cadena de oro de muchas vueltas, de aspecto infantil, pero que al mismo tiempo le hicieran recordar una armadura. Por eso pidió que le enseñara una cadena semejante. El viejo abrió una puerta y le invitó a que pasara a otro cuarto, un aposento bajo en el que había dispuesto en vitrinas y aparadores abiertos una gran cantidad de joyas. Aquí no tardó en encontrar una cadenita que le gustara y pidió al joyero que le dijera el precio de ambas joyas. El viejo le pidió que antes se fijara en las guarniciones de piedras semipreciosas de algunas sillas de montar antiguas, si bien él le contestó que, como hijo de un comerciante, nunca había tenido que ver con caballos. Ni siquiera sabía cabalgar y no le gustaban ni las sillas viejas ni las nuevas. Pagó con una pieza de oro y algunas monedas de plata lo que había comprado y mostró una cierta impaciencia en abandonar la tienda. Mientras el viejo, sin pronunciar más palabras, buscaba un bello papel de seda y envolvía, por separado la cadenita y la joya de berilo, el hijo del comerciante se acercó casualmente a la única ventana, baja con rejas, y miró hacia afuera. Vio un jardín, al parecer perteneciente a la casa del vecino, muy bien cuidado, cuyo fondo estaba formado por dos invernaderos y un alto muro. Le entraron ganas de ver los invernaderos y preguntó al joyero si le podía indicar el camino. El joyero le entregó los dos paquetitos, y le condujo a través de un cuarto vecino al patio, que se comunicaba a través de una verja con el jardín vecino. Aquí el joyero se detuvo y golpeó con un aldabón de hierro en la verja. Como en el jardín no se movía nada y como en la casa del vecino todo estaba quieto, invitó al hijo del comerciante a ver sin más los invernaderos y en el caso de que le descubrieran él le disculparía, ya que era buen conocido del propietario del jardín. Entonces le abrió la verja corriendo a través de los hierros un pestillo y le hizo entrar. El hijo del comerciante se dirigió inmediatamente a lo largo del muro al invernadero más próximo, entro en él y encontró tal cantidad de bellísimos y raros narcisos y anémonas y todo un mundo de flores y hojas tan desconocido, que no podía por menos de admirarse. Por fin alzó la mirada y se dio cuenta de que el sol, sin que él se hubiera percatado, se había ocultado detrás de las casas. En ese momento sintió que no debía permanecer en un jardín ajeno y sin vigilancia, sino sólo echar un vistazo a través de los cristales del segundo invernadero y marcharse. Cuando estaba avanzando lentamente a lo largo de las paredes de cristal del segundo, se sobresaltó de repente, pues una figura humana tenía su rostro pegado en el cristal y le miraba. Después de un momento se tranquilizó y se dio cuenta de que era una criatura de cuatro años como máximo, una muchacha pequeña, cuyo vestido blanco y pálida cara se aplastaban contra el cristal. Pero, al mirarla más detenidamente, se sobresaltó de nuevo con una incómoda sensación de horror en la nuca y un nudo en la garganta que le llegaba hasta lo más profundo del pecho. Pues la niña que le miraba impertérrita y maliciosamente, tenía un parecido casi inconcebible a la muchacha de quince años que tenía en su casa. Todo era idéntico, las poco pobladas cejas, las finas aletas de la nariz que se movían, los delgados labios. Como la otra, también ésta encogía uno de los hombros hacia arriba. Todo era idéntico, si bien en la criatura todo esto le daba una expresión que causaba su congoja. No acertaba a saber la causa de ese temor tan sin nombre. Él sólo sabía que no podría darse la vuelta y saber que esta cara seguía clavada en él a través de los cristales.

En su angustia avanzó rápidamente hasta la puerta del invernadero para introducirse en él, pero la puerta estaba cerrada por fuera; con ansiedad tentó buscando el pestillo que estaba muy bajo, lo corrió con tanta fuerza hacia atrás que se hizo daño al rozarse en el dedo meñique, y se dirigió precipitadamente hacia la criatura. La niña se acercó a él y sin decir ni una sola palabra se apoyó contra su rodilla e intentó con sus débiles manitas echarlo fuera. Él tenía que hacer esfuerzos para no pisarla. Pero la angustia le disminuyó en su proximidad. Se inclinó sobre la cara totalmente pálida de la criatura cuyos ojos se agitaban por la ira y el odio, mientras los dientecillos de la mandíbula inferior se marcaban con enorme rabia en el labio superior. Su miedo desapareció por un momento al acariciar los cortos y finos cabellos de la muchacha. Pero enseguida se acordó del cabello de la muchacha de su casa que él había tocado una vez, cuando, pálida como la muerte y con los ojos cerrados, yacía en su cama. De repente otra vez le recorrió por la espalda un escalofrío y retiró sus manos de la cabeza. Ella había cesado de querer echarle y dando unos pasos hacia atrás, miró de nuevo hacia adelante. Casi insoportable se le hizo la vista de aquel débil cuerpecillo metido en un blanco vestido de muñeca y el rostro infantil lleno de desprecio y cruelmente pálido. Hasta tal punto se había apoderado de él el horror que sintió un pinchazo en las sienes y en la garganta cuando en su bolsillo tocó algo frío. Eran dos monedas de plata. Las sacó, se inclinó hacia la niña y se las dio, pues eran brillantes y sonaban. La niña las tomó, pero inmediatamente las tiró a los pies de él de tal manera que desaparecieron en las rendijas del suelo que descansaba sobre un entramado de tablas. Entonces le volvió la espalda y se alejó lentamente de él. Durante un rato estuvo quieto y sintió cómo el corazón le latía de miedo a que volviera y le mirara desde fuera a través de los cristales. En ese momento habría querido marcharse, pero era mejor dejar pasar un poco de tiempo para que la niña saliera del jardín. Ya se había hecho oscuro en el invernadero y las formas de las plantas empezaron a hacerse extrañas. A una cierta distancia sobresalían en la penumbra ramas negras insensiblemente amenazantes y de una manera inquietante detrás brillaba algo blanco que podía ser la niña. En una tabla había tiestos de arcilla con flores decorativas de cera. Para dejar pasar un poco el tiempo contó las flores que en su rígida quietud parecían flores vivas y tenían algo de máscaras, perversas máscaras de agrandadas cuencas oculares. Cuando hubo acabado, se dirigió a la puerta dispuesto a salir. Pero la puerta no cedía, pues la niña la había cerrado por fuera. Quiso gritar, pero tuvo miedo de su propia voz. Por eso se puso a golpear con sus puños los cristales. El jardín y la casa seguían más tranquilos que la muerte. Sólo detrás de él algo resbalaba a través de los arbustos. Se dijo que serían las hojas que por el movimiento del aire cargado se habrían desprendido y caído. A pesar de eso siguió con sus golpes mientras intentaba escudriñar la penumbrosa contusión de árboles y zarcillos. Fue entonces cuando en la crepuscular pared trasera percibió algo parecido a un cuadrilátero de líneas oscuras. Avanzó arrastrándose sin preocuparse de los numerosos tiestos de arcilla que tiraba y de que tras él y sobre él se abatieran fantasmalmente los altos y delgados troncos y las murmurantes coronas de abanicos. El cuadrilátero de líneas oscuras era el marco de una puerta que cedió a su presión. El aire fresco le dio en la cara. Tras de sí oyó cómo los troncos pisoteados y las hojas aplastadas se alzaban lentamente susurrantes como después de una tormenta.

De repente se encontraba en un pasillo estrecho y con muros a ambos lados; encima se veía el cielo abierto y los muros a ambos lados apenas tenían la altura de un hombre. Pero el pasillo, después de aproximadamente unos quince pasos, estaba de nuevo tapiado y de nuevo se creyó aprisionado. Indeciso siguió avanzando. Allí, a la derecha, el muro tenía un agujero de la anchura de un hombre y por la abertura se había tendido una tabla que salvaba el vacío hacia una plataforma situada enfrente; pero ésta, en la parte que se veía, estaba cerrada por una verja baja de hierro, y en las otras dos partes, por la trasera de altas casas habitadas. Allí donde la tabla descansaba como un puente de abordaje sobre el borde de la plataforma, la verja tenía una pequeña puerta. Tan grande era la impaciencia del hijo del comerciante por salir de aquel ambiente acongojante que, poniendo primero un pie y después el otro sobre la tabla, comenzó a pasarla con la mirada fija en la otra orilla. Pero quiso la mala suerte que se diera cuenta de que estaba atravesando un foso amurallado que tendría varios pisos de profundidad; en las plantas de los pies y en las rodillas sintió angustia y desamparo y le pareció como si todo su cuerpo le diera vueltas, advirtiendo la proximidad de la muerte. Entonces se arrodilló y cerró los ojos; finalmente sus brazos, que tanteaban hacia delante, tocaron los barrotes de la verja. Se agarró fuertemente a ellos, cedieron y con un suave chirriar que le atravesó todo el cuerpo como el aliento de la muerte, se abrió frente a él, contra el precipicio, la puerta en la que estaba colgado; con el sentimiento de su cansancio interno y su gran desaliento presintió como si los barrotes resbaladizos de la verja se deshicieran de sus dedos, que le parecieron como los de un niño, y se precipitara al vacío, chocando a lo largo del muro. Pero el suave abrirse de las puertas cesó antes de que sus pies perdieran la tabla y con un impulso arrojó su cuerpo a través de la abertura sobre el duro suelo.

No tenía fuerzas para alegrarse. Sin mirar a su alrededor, con un sentimiento vago, como de odio contra la falta de sentido de estos tormentos, entró en una de aquellas casas y bajando por la escalera desolada salió a una calleja fea y corriente. Pero ya estaba muy triste y cansado como para fijarse en nada que le pareciera digno de alegrarse. Era como si de una manera extraña hubiera perdido todo y, vacío y abandonado por la vida, recorriera una calle tras otra. Seguía una dirección que sabía que le llevaría a la parte de la ciudad en la que vivía la gente rica y donde él podría buscarse un albergue para pasar la noche. Realmente tenía necesidad de una cama. Con una nostalgia de niño se acordó de la belleza de su ancha cama y también le vinieron a la mente las camas que el gran rey del pasado había destinado para él y para sus compañeros cuando se casaban con las hijas de los reyes sometidos: para él una cama de oro, para los otros de plata, soportadas por grifos y animales alados. Mientras tanto había llegado a las casas bajas en las que habitaban los soldados. No se había dado cuenta de ello. En una ventana enrejada estaban sentados un par de soldados, de caras amarillentas y ojos tristes, que le llamaron algo. Entonces levantó la cabeza y respiró el pesado olor que salía de la estancia, un olor peculiarmente oprimente. No entendió lo que querían de él. Dado que le habían sacado de su distraído caminar, al pasar por delante de la puerta, miró ahora al interior del patio. El patio era muy enorme y desolado. También allí había muy pocos hombres y las casas que lo rodeaban eran bajas y de un color amarillento sucio. Esto le hacía más desolado y grande. En cierto lugar del mismo estaban amarrados veinte caballos en línea recta; ante cada uno de ellos había un soldado, que tenía puesto un sucio mandil de borra que le cubría hasta las rodillas, que les lavaba los cascos. Mucho más allá se acercaban otros en semejante guisa y de dos en dos. Lentamente y con grandes esfuerzos avanzaban llevando pesados sacos sobre los hombros. Sólo cuando se hubieron aproximado suficientemente, se dio cuenta de que en los sacos abiertos, que ellos arrastraban en silencio, había pan. Se quedó mirando cómo desaparecían lentamente en un portón y cómo caminaban bajo la pesada y molesta carga llevando su pan en sacos semejantes a aquellos en los que envolvían la tristeza de su cuerpo.

Él se dirigió hacia los que estaban arrodillados ante los caballos lavando sus cascos. También éstos se parecían a los de la ventana y a aquellos que habían llevado el pan. Debían haber llegado de las aldeas vecinas. También ellos apenas pronunciaban palabras entre sí. Dado que les resultaba muy difícil mantener las patas de los caballos, hacían oscilar sus cabezas y sus cansados y amarillentos rostros se elevaban y bajaban como bajo un fuerte viento. Las cabezas de la mayoría de los caballos eran feas y tenían una expresión malvada debido a las orejas retraídas y a los labios superiores levantados que dejaban al descubierto los incisivos. También la mayoría de ellos tenían en los ojos, que no cesaban de girar, una expresión de enfado y echaban de una manera impaciente y despectiva el aire por los ollares torcidos. El último caballo de la fila era especialmente fuerte y feo. Con sus grandes dientes intentaba morder en el hombro al hombre que estaba arrodillado delante de él y le secaba el casco ya lavado. El hombre tenía unas mejillas tan huecas y una expresión tan triste y fúnebre en sus cansados ojos que el hijo del comerciante se vio asaltado por un profundo y amargo sentimiento de compasión. Por un momento quiso alegrar a aquel miserable con un regalo y echó mano a su bolsillo para coger las monedas de plata. No encontró ninguna y se acordó de que en el invernadero de cristal había querido dar a la niña las últimas, las mismas que ella había arrojado con tan enfadada expresión a sus pies. Quiso buscar una moneda de oro, pues tenía siete u ocho que había cogido para el viaje.

En aquel momento, el caballo giró la cabeza y con las orejas perversamente echadas hacia atrás le miró con ojos que giraban y que parecían mucho peores y salvajes, pues una mancha le corría a la altura de los ojos sobre su fea cabeza. Ante aquella hosca mirada se le vino a la mente, con la rapidez del rayo, un rostro humano hacía tiempo olvidado. Por mucho que se hubiera esforzado, no habría sido capaz de evocar dentro de sí los rasgos de aquel hombre; pero ahora, de repente, estaban allí. Sin embargo, el recuerdo que le venía con el rostro no era tan claro. Sólo sabía que era de la época en la que tenía doce años, de una época a cuyo recuerdo iba unido el olor de dulces y calientes almendras peladas.

Sabía que era el rostro consumido de un pobre hombre feo que una vez había visto en la tienda de su padre. Y que aquel rostro estaba desfigurado por la angustia, pues la gente le amenazaba porque tenía una gran moneda de oro y no quería decir dónde la había conseguido.

Mientras el rostro desaparecía de nuevo, sus dedos buscaban todavía en los pliegues de sus vestidos y como si un pensamiento repentino y vago le obligara a ello, sacó la mano de una manera indecisa, arrojando al tiempo la joya con el berilo envuelta en papel de seda entre las patas del caballo. Al inclinarse, el caballo sacudió con toda su fuerza la pata golpeándole en la cintura y tirándole de espaldas. El joven se puso a dar grandes gritos, mientras con las rodillas en alto, no cesaba de dar golpes con los talones en el suelo. Unos soldados se levantaron y lo tomaron por los hombros y bajo las corvas. Él sintió el olor de sus vestidos, el mismo olor vago y desesperante que había salido anteriormente de la estancia a la calle. Por un momento quiso recordar dónde había respirado anteriormente aquel olor y a continuación se desvaneció. Por una escalera baja y a través de un pasillo largo y medio oscuro le llevaron a uno de sus aposentos y le colocaron sobre una yacija de hierro. Le registraron los vestidos, le quitaron la cadena y las siete piezas de oro y finalmente marcharon, compadecidos por su continuo gritar, a buscar un curandero.

Después de un rato abrió los ojos y se dio cuenta de sus dolores insoportables, si bien más le aterrorizó y angustió todavía el estar solo en aquella estancia abandonada. Con esfuerzo lograba girar contra la pared los ojos en las doloridas cuencas percibiendo sobre una tabla tres barras de aquel pan que habían llevado por el patio.

Por lo demás, en el cuarto no se percibía otra cosa que las bajas y duras yacijas y el olor del junco seco, del que estaban rellenas las camas y aquel otro olor vago y desesperante.

Durante un rato estuvo ocupado con sus dolores y el agobiante miedo a la muerte, en comparación del cual los dolores eran un alivio. Por un momento olvidó la angustia mortal y se puso a pensar en cómo había sucedido todo aquello.

Entonces sintió otro temor, un terror menos acongojante, pero penetrante, un temor que no sentía por primera vez; pero que ahora él sentía como algo superado. Apretó los puños y maldijo a sus sirvientes que le habían empujado hacia la muerte; el primero a la ciudad, la vieja a la joyería, la muchacha a la trastienda y la niña, a través de su perversa réplica, al invernadero, desde donde se vio avanzar vacilante por horribles escaleras y puentes hasta los cascos del caballo. Después cayó de nuevo en un horror enorme y romo. A continuación se puso a temblar como un niño, no de dolor, sino de compasión, mientras los dientes le castañeteaban.

Con una gran amargura miró retrospectivamente a su vida y negó todo lo que él había querido. Odiaba su muerte prematura tanto como odiaba su vida, pues ésta le había llevado a aquélla. Esta locura interior consumió su ultima fuerza. Se desvaneció y por un momento durmió un inquieto y mal sueño. Después se despertó y quiso gritar, pues seguía estando solo, pero la voz no le salió de la garganta. Finalmente arrojó bilis, después sangre y finalmente murió con rasgos desfigurados, con los labios tan descompuestos que los dientes y encías quedaron al descubierto dándole una extraña y perversa expresión.

(En El libro de los amigos. Relatos, ed. y trad. de Miguel Ángel Vega).