EPISODIO EN EL PUENTE DE OWL CREEK

Ambrose Bierce

UN hombre permanecía inmóvil sobre un puente del ferrocarril en el norte de Alabama, mientras observaba la rápida corriente que fluía seis metros más abajo. El hombre tenía las manos a la espalda, y las muñecas atadas con una cuerda. Una soga se ceñía alrededor de su cuello. Ésta colgaba de un grueso madero situado encima de su cabeza, del cual se prolongaba hasta la altura de sus rodillas antes de subir al cuello. Unas tablas sueltas colocadas sobre las traviesas que sujetaban los raíles eran el único punto de apoyo para él y sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal, comandados por un sargento que en la vida civil había sido ayudante de sheriff. Cerca de ellos, sobre esta misma plataforma provisional, había un oficial armado y vestido con el uniforme de su rango. Era un capitán. Un centinela a cada extremo del puente vigilaba firme, con su fusil en la posición conocida como de «apoyen», esto es, vertical por delante del hombro izquierdo, y con el percutor apoyado sobre el antebrazo cruzado sobre el pecho —una posición forzada y antinatural, que obliga a mantener el cuerpo totalmente erguido—. Estos dos hombres no parecían tener la obligación de saber lo que estaba ocurriendo en el centro del puente; simplemente se limitaban a cerrar el paso a ambos lados del entablado que lo cruzaba.

Más allá de los centinelas no había nadie a la vista; las vías se adentraban en el bosque unos cien metros en linea recta, y luego desaparecían al trazar la primera curva. Sin duda debía de haber algún otro puesto de vigilancia más lejos de donde la vista alcanzaba. La otra orilla del río era un campo raso, una suave pendiente en cuya cima se había erigido una estacada de troncos verticales, con agujeros para los fusiles, y con una única tronera por la cual asomaba la boca de un cañón de bronce que dominaba todo el puente. A media altura de la pendiente entre el puente y este fuerte estaban los espectadores: una sola compañía de infantería se extendía perfectamente alineada, en posición de «descansen», con las culatas de los fusiles en el suelo, los cañones ligeramente inclinados hacia atrás apoyados en el hombro derecho, y las manos cruzadas sobre la caja. Había un teniente a la derecha de esta fila, con la punta de su sable en el suelo, y la mano izquierda descansando sobre la derecha. Con la excepción del grupo de cuatro hombres en el centro del puente, nadie se movía. La compañía miraba el puente fijamente, sin moverse, como si fuesen de piedra. Los centinelas, vigilando ambas orillas del río, pudieran haber sido perfectamente estatuas que adornaban el puente. El capitán permanecía con los brazos cruzados, en silencio, observando el trabajo de sus subordinados, pero sin hacer seña alguna. La muerte es un dignatario que cuando llega anunciado ha de ser recibido con decorosas manifestaciones de respeto, incluso por aquellos que ya la han visto de cerca. En el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son modos de deferencia.

El hombre que estaba en trámite de ser colgado aparentaba unos treinta y cinco años. Se trataba de un civil, a juzgar por su atuendo, que era el de un plantador sureño. Sus rasgos físicos eran agradables: una nariz recta, boca firme y frente amplia, desde la cual su largo cabello oscuro estaba peinado hacia atrás, cayendo por detrás de sus orejas hasta el cuello de su bien entallado abrigo. Tenía bigote y una perilla en punta, pero no se había dejado patillas; sus ojos grandes y de color gris oscuro mostraban una expresión bondadosa, que uno no hubiera esperado en una persona con el cuello rodeado por el esparto. Evidentemente no se trataba de un vulgar asesino. El progresista código militar ofrece alternativas para ahorcar a todo tipo de personas, y los caballeros no están excluidos.

Habiendo acabado con los preparativos, los dos soldados rasos se hicieron a un lado y retiraron las tablas sobre las que habían permanecido. El sargento se giró hacia el capitán, saludó y se colocó justo detrás del oficial, quien a su vez se desplazó un paso al costado. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento de pie sobre ambos extremos de la misma tabla, que se cruzaba sobre tres de las traviesas del puente. El extremo sobre el que estaba el civil casi llegaba hasta la cuarta, pero no del todo. Esta tabla se había mantenido en su sitio por el peso del capitán, y ahora seguía quieta por el del sargento. A una señal dada por el primero, el segundo daría un paso al costado, la tabla se inclinaría y el condenado caería entre dos de las traviesas. El procedimiento resultaba a su juicio simple y efectivo. La cara del condenado no había sido cubierta ni los ojos vendados. Miró por un instante su «inestable apoyo», y luego dejó que su mirada se desplazase hacia las turbulentas aguas del río que pasaban alocadas por debajo de sus pies. Un trozo de madera a la deriva atrajo su atención y sus ojos lo siguieron corriente abajo. ¡Qué lentamente parecía moverse! ¡Qué río tan pausado!

Cerró sus ojos para poder concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y sus hijos. El agua, que se volvía de oro con los primeros rayos del sol, las melancólicas nieblas cerca de las orillas del río un poco más abajo, el fuerte, los soldados, el trozo a la deriva…; todo esto le había distraído. Y ahora se dio cuenta de una nueva distracción. Golpeando a través de sus pensamientos sobre sus seres queridos surgió un sonido que le fue imposible ignorar o comprender, una percusión clara, cortante y metálica similar a los golpes del martillo de un herrero sobre el yunque, producía el mismo efecto sonoro. Se preguntó de que se trataba, y si estaba realmente tan lejos o tan cerca; daba la impresión de ambas cosas al mismo tiempo. Su ritmo era regular, pero tan lento como el de las campanas cuando tocan a muerto. Esperaba cada golpe con impaciencia y —sin saber por qué— con aprensión. Los intervalos de silencio se hicieron progresivamente más largos, y las demoras le empezaron a sacar de quicio. A medida que los sonidos se volvían menos frecuentes, su fuerza y agudeza se incrementaba. Perforaban su oído como si de un cuchillo se tratase; temía que iba a chillar. Lo que estaba oyendo era el tic-tac de su reloj.

Volvió a abrir los ojos y vio de nuevo el agua a sus pies. «Si pudiera desatarme las manos —pensó—, quizás podría quitarme la soga y saltar al río. Al sumergirme evitaría la acción de las balas y, si nadara con tuerza, podría llegar a la orilla, internarme en el bosque y alcanzar mi casa. Mi casa, gracias a Dios, queda todavía fuera de sus líneas; mi mujer y mis pequeños están por ahora más allá de las avanzadillas del invasor».

Mientras estos pensamientos, que deben transcribirse aquí en palabras, irrumpían en la mente del hombre a punto de morir más que surgir de la misma, el capitán hizo una señal con la cabeza al sargento. El sargento dio un paso al costado.

* * *

Peyton Farquhar era un adinerado plantador, descendiente de una antigua y muy respetada familia de Alabama. Al ser dueño de esclavos y, como los demás dueños de esclavos, también un político, fue desde el principio un secesionista y un ardiente luchador por la causa sureña. Circunstancias de una naturaleza imperiosa, que es innecesario contar aquí, le habían impedido unirse al servicio del valiente ejército que había luchado en las desastrosas campañas que precedieron a la caída de Corinth, por lo cual estaba muy dolido y le resultaba difícil controlar la furia acumulada. Deseaba la vida más intensa del soldado, la oportunidad de distinguirse por actos heroicos. Esa oportunidad, pensaba, le llegaría con el tiempo, como les llega a todos en tiempos de guerra. Entretanto, él hacía lo que podía. Ningún servicio era demasiado trivial cuando se trataba de ayudar al Sur, ninguna aventura resultaba demasiado peligrosa para él siempre que fuese acorde con el temperamento de un civil que en el fondo de su corazón era un soldado, y que en buena fe y sin precisarlo en demasía se sentía identificado con el principio francamente detestable de que en el amor y la guerra todo está permitido.

Una tarde mientras Farquhar y su mujer se hallaban sentados en el rústico banco que había cerca de la verja de entrada a su hacienda, un soldado de gris se acercó sobre su caballo hasta la verja y les pidió un vaso de agua. La señora Farquhar se sintió halagada por poder ofrecérselo con sus propias manos blancas. Mientras ella se dirigía en busca del agua, su marido se aproximó hasta el polvoriento jinete y le preguntó muy interesado por las noticias que le pudiese dar del frente.

—Los yanquis están reparando las vías —dijo el hombre— y se están preparando para una nueva ofensiva. Ya han llegado al puente de Owl Creek, han arreglado los desperfectos y han construido una estacada en la orilla norte. El comandante ha despachado un bando, que ha sido colocado por todas partes, por el cual a cualquier civil al que se coja saboteando las vías, los puentes, los túneles o los trenes se le ahorcará sumariamente. Yo mismo he visto ese bando.

—¿A qué distancia está el puente de Owl Creek? —preguntó Farquhar.

—A unos cuarenta y cinco kilómetros.

—¿Y no hay fuerzas enemigas a este lado del río?

—Sólo un retén a media milla del río, en las mismas vías, y un único centinela a este lado del puente.

—Supongamos que un hombre (un civil y un estudioso del arte de los ahorcamientos) es capaz de eludir la vigilancia del retén y consigue dar buena cuenta del centinela —dijo Farquhar, sonriente—, ¿qué podría conseguir en tal caso?

El soldado se quedó pensativo.

—Pasé por allí hará cosa de un mes —contesto— y observé que las crecidas del pasado invierno han dejado una gran cantidad de ramas y troncos contra el pilar de madera que hay a este lado del puente. Ahora deben estar ya secos y seguro que arderían como una mecha.

Para entonces la señora ya había traído el agua, que el soldado se bebió. Mostró su agradecimiento de forma ceremoniosa a la dama, inclinó la cabeza levemente a su marido y se alejó en su montura. Una hora después, ya de noche, volvió a cruzar la plantación, esta vez hacia el norte de donde había venido. Se trataba de un explorador del ejército federal.

* * *

A medida que Peyton Farquhar caía directamente hacia abajo a través del puente perdió el conocimiento y se sintió como si estuviera ya muerto. De este estado de inconsciencia se despertó —tras largo tiempo, le pareció a él— por la agonía de una aguda presión alrededor de su cuello, seguida por una sensación de ahogo. Un dolor intenso y punzante parecía salir disparado desde su cuello hacia cada una de las fibras de su tronco y extremidades. Estos dolores se diría que destelleaban fulgurantes a lo largo de ramificaciones perfectamente identificables de su cuerpo y le mortificaban con una periodicidad increíblemente rápida. Parecían torrentes de fuego palpitante que elevaban su temperatura hasta cotas intolerables. Por lo que respecta a su cabeza, sólo era consciente de que estaba totalmente cargada: de una tremenda congestión. Todas estas sensaciones no vinieron acompañadas por pensamiento alguno. La parte intelectual de su persona había desaparecido para entonces; sólo le era posible sentir, y sentir era una tortura. Era consciente del movimiento. Envuelto en una nube luminosa, de la cual él era simplemente el centro en llamas, sin substancia alguna, se balanceaba de un lado a otro en arcos inconcebibles como un enorme péndulo. Y entonces de repente, de forma terriblemente súbita, la luz que le rodeaba se lanzó hacia arriba acompañada del estruendo de una zambullida; en sus oídos retumbaba un sonido estremecedor, y todo se volvió frío y oscuro. Recuperó por fin la capacidad de raciocinio; se dio cuenta de que la cuerda se había roto y que había caído al río. No se sintió más estrangulado que antes; el nudo alrededor de su cuello ya le estaba ahogando por completo e impidió que le entrase agua a los pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río!; la idea le pareció casi digna de risa. Abrió los ojos en la oscuridad y vio por encima de su cabeza un rayo de luz, pero ¡qué lejano, inaccesible del todo! Aún seguía hundiéndose, pues la luz se tornaba cada vez más tenue hasta que sólo quedó un pequeño resplandor. Entonces empezó a crecer y brillar de nuevo, y supo que estaba ascendiendo hacia la superficie, aunque se sintió contrariado por este desarrollo de los hechos, ya que ahora se encontraba muy cómodo. «Ser colgado o morir ahogado —pensó—, eso no estaría del todo mal; pero no quiero que me maten a tiros. No; no me matarán; no sería justo».

No era consciente de estar realizando ningún esfuerzo, pero un fuerte dolor en la muñeca le avisó de que estaba intentando soltarse las manos. Prestó entonces más atención a la lucha, la misma que un transeúnte prestaría a los juegos de un malabarista, sin ningún interés real en el desenlace. ¡Qué esfuerzo tan espléndido! ¡Qué grandioso, qué fuerza tan sobrehumana! ¡Dios, esto sí que era una hazaña meritoria! ¡Bravo! La cuerda cayó por fin; sus brazos se separaron y flotaron hacia la superficie, sus manos apenas eran visibles a ambos lados de la luz cada vez más intensa. Las miró con un interés renovado mientras, primero una y luego la otra, se lanzaban hacia el nudo que le rodeaba el cuello. Lo soltaron a estirones y lo empujaron violentamente hacia un lado; sus ondulaciones eran semejantes a las de una serpiente acuática. «¡Atadlo, atadlo otra vez!». Creyó gritar estas palabras a sus manos, pues tras soltar el nudo había sentido el latigazo más espantoso que jamás le había sacudido. El cuello le dolía de forma terrible; su cerebro estaba en llamas; su corazón, que antes había vibrado levemente, dio un gran salto, en un intento de abrirse camino hasta su boca. ¡Todo su cuerpo se vio retorcido y atormentado por una angustia inaguantable! Pero sus manos desobedientes parecían no prestar atención alguna a sus ordenes. Sacudían el agua vigorosamente con golpes rápidos hacia abajo, que le impulsaban hacia la superficie. Sintió cómo su cabeza salía del agua; la luz del sol le cegó los ojos; su pecho se hinchó de manera convulsa y, con una suprema agonía que sería imposible superar, sus pulmones absorbieron una gran bocanada de aire, que casi de inmediato volvieron a exhalar con un grito agudo.

Ahora ya era capaz de controlar todos sus sentidos. De hecho, éstos se habían puesto de repente en alerta y estaban especialmente atentos. Algo en el horrible «shock» de su sistema orgánico los había agudizado y refinado de tal forma que eran capaces de captar cosas que antes jamás habían percibido. Sentía las leves ondas del agua en la cara y oía su sonido cada vez que rebotaban contra ella. Miró el bosque que se extendía sobre la orilla del río, y observó los árboles uno por uno, sus hojas y las venillas que las cubrían; vio incluso los insectos que había sobre ellas: las langostas, las moscas de cuerpo brillante, las grises arañas que tejían sus telas entre las ramas más delgadas. Observó los colores del arco iris en todas las gotas de rocío que había sobre las innumerables hojas de hierba. El zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los remolinos del río, el batir de las alas de las libélulas, los golpes de las patas de los zapateros sobre el agua, como remos que hubiesen alzado su embarcación…, todos estos sonidos formaban una música perceptible. Un pez se deslizó por debajo de la altura de sus ojos y oyó el paso raudo de su cuerpo que dividía las aguas.

Había salido a la superficie con la vista puesta río abajo; en un instante el mundo visible a su alrededor pareció empezar a girar lentamente, pivotando sobre sí mismo, y vio el puente, el fuerte, a los soldados sobre el puente, al capitán, al sargento y a los dos soldados rasos, sus verdugos. Sus siluetas se dibujaban contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, mientras le señalaban con el dedo. El capitán había sacado su revólver, pero no disparó; los demás no llevaban armas. Sus movimientos eran grotescos y horribles, sus formas gigantescas.

De repente oyó una detonación aguda y algo golpeó con fuerza la superficie del agua a pocas centímetros de su cabeza, salpicando su cara con diminutas gotas. Escuchó una segunda detonación, y vio a uno de los centinelas con el rifle apoyado en el hombro, y una nubecilla de humo azul elevándose desde la boca del cañón. El hombre que estaba en el agua vio el ojo del que estaba sobre el puente mirando su propio ojo a través de la mira del rifle. Observó que se trataba de un ojo gris y recordó haber leído en alguna parte que los ojos grises son los más certeros, y que todos los francotiradores famosos tenían ojos de este color. Sin embargo, éste había fallado.

Un remolino en sentido contrario al de la corriente había cogido a Farquhar y le dio media vuelta; se encontraba de nuevo mirando de frente hacia el bosque de la orilla opuesta al fuerte. El sonido de una voz alta y clara, con un ritmo monótono, sonaba ahora desde detrás de él y le llegaba por encima del agua con una claridad tan meridiana que agujereaba y apagaba todos los demás ruidos, incluso el del golpear de las ondas del agua en sus oídos. Aunque no era soldado, Farquhar había frecuentado el suficiente numero de campamentos como para conocer el lúgubre significado de este canto intencionado, sonoro y aspirado: desde la orilla, el teniente había empezado a participar en el trabajo de esa mañana. ¡De qué forma tan fría y despiadada, con qué tono tan regular y calmado, que a la vez presagiaba y ordenaba tranquilidad a sus hombres, con qué intervalos tan perfectamente medidos salieron esas palabras crueles de su boca!:

«¡Atención, compañía!… ¡Armas al hombro!… ¡Preparen!… ¡Apunten!… ¡Fuego!».

Farquhar se sumergió, se hundió tan profundamente como pudo. El agua rugía en sus oídos como el sonido de las cataratas del Niágara, y, sin embargo, oyó el amortiguado estruendo de la descarga y, ascendiendo de nuevo hacia la superficie, se cruzo con brillantes trozos de metal, extrañamente aplastados, que oscilaban lentamente en su caída hacia el fondo. Algunos le tocaban la cara y las manos, luego se separaban, y continuaban su descenso. Uno se albergó entre el cuello de su camisa y su cuerpo; estaba desagradablemente caliente y se lo saco rápidamente de allí.

Según ascendía hacia la superficie en busca del preciado aire, se dio cuenta de que había permanecido largo tiempo bajo el agua; observó que estaba a una distancia notable no abajo, más cerca de su salvación. Los soldados ya casi habían terminado de cargar sus armas; las varillas metálicas resplandecieron todas a la vez bajo los rayos del sol al salir de los cañones, girar en el aire y ser empujadas dentro de sus guías. Los dos centinelas dispararon de nuevo, descompasadamente y sin efectividad alguna.

El hombre acosado vio todo esto por encima de su hombro; ahora nadaba vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro estaba tan lleno de energía como lo estaban sus brazos y sus piernas: pensaba con la rapidez del rayo.

«El oficial —razonó Farquhar— no cometerá ese error por su exceso de disciplina una segunda vez. Es tan fácil esquivar una descarga como lo es esquivar un solo disparo. Probablemente ya haya dado la orden de disparar a discreción. ¡Qué Dios me ayude, no podré esquivarlos todos!».

A un espeluznante choque contra el agua a no más de dos metros de donde se encontraba, le siguió un sonido alto y fugaz, diminuendo, que pareció retornar por el aire hasta el fuerte y terminó con una explosión que removió el río hasta sus más profundas entrañas. ¡Una pared de agua ascendente se cernió sobre él, le cayó encima, le cegó y le cortó la respiración! El cañón había empezado a tomar parte en el juego. Mientras agitaba la cabeza en un intento de recuperarse del golpetazo del agua despedida, oyó cómo el silbido del proyectil desviado cruzaba el aire, y poco después partía y hacía añicos a su paso las ramas del bosque de la otra orilla.

«No volverán a hacer eso otra vez —pensó— para el próximo disparo utilizarán una carga de postas. Debo vigilar de cerca ese cañón: el humo me avisará (el sonido de la detonación llega demasiado tarde; se queda detrás del proyectil). Se trata de un buen cañón».

De improviso sintió cómo comenzaba a dar vueltas y más vueltas, girando como una tapadera. El agua, las orillas, los bosques, el puente ya en la distancia, el fuerte, los hombres…: todo se entremezclaba y se volvía borroso. Los objetos sólo eran discernibles por sus colores: franjas de colores horizontales en forma de círculos, eso era todo lo que veía. Había quedado atrapado en un vórtice y los remolinos seguían haciéndole avanzar a una gran velocidad y con unos giros tan rápidos que le mareaban y le revolvían el estómago. En un abrir y cerrar de ojos fue despedido con fuerza sobre la grava amontonada al borde de la orilla izquierda del río —la orilla del sur— y detrás de un saliente que le ocultaba de sus enemigos. El repentino cese de su movimiento, el roce de una de sus manos sobre la grava, le hicieron volver en sí, y se puso a llorar de alegría. Hundió los dedos en la arena, y la lanzó a puñados sobre sí mismo mientras se le oía perfectamente bendecirla. Parecían diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en nada hermoso a lo que esta arena no se pareciese. Los árboles de la orilla eran como plantas de jardín gigantescas; percibió un orden definido en su colocación, e inhaló la fragancia de sus flores. Una extraña luz rosada brillaba en los huecos que quedaban entre los troncos y el viento producía en sus ramas la música de arpas eólicas. No tenía ninguna gana de seguir huyendo; se sentiría satisfecho con permanecer en aquel lugar encantado hasta que le cogiesen.

El silbido y cascabeleo de las postas entre las ramas muy por encima de su cabeza le hicieron volver a la realidad. El sorprendido cañonero le había disparado una descarga de despedida sin ni siquiera apuntar. Se puso en pie de un salto, corrió hasta lo alto de la orilla, y se internó en el bosque.

Caminó durante todo ese día, guiado siempre por la posición del sol en el cielo. El bosque parecía interminable; no pudo encontrar ni un claro en él, ni siquiera un camino de leñadores. Nunca antes había sospechado que vivía en una región tan agreste. Había algo de irracional en este descubrimiento.

Para cuando cayó la noche estaba fatigado, le dolían los pies y se moría de hambre. Pero el pensar en su mujer y sus hijos le empujaba a seguir adelante. Por fin encontró un camino que le llevaba hacia la que él sabía que era la dirección correcta. Era tan ancho y tan derecho como la calle de una ciudad, y, sin embargo, parecía del todo intransitado. No había campos a ninguno de los dos lados, ni edificio alguno a la vista. Ni siquiera los ladridos de un perro sugerían la presencia de seres humanos en los alrededores. Los troncos negros de los árboles formaban paredes perfectamente rectas a ambos lados, que terminaban en un punto del horizonte, como si se tratase de un diagrama en una clase sobre perspectivas. Por encima, cuando miraba hacia arriba desde esta grieta del bosque, brillaban las estrellas grandes y doradas que ahora parecían extrañas y se agrupaban en raras constelaciones. Farquhar estaba seguro de que estaban colocadas en un orden que poseía un significado secreto y maligno. El bosque a ambos lados estaba lleno de sonidos poco comunes, entre los cuales —una vez, y otra, y aún otra más— escuchó con claridad murmullos en una lengua desconocida.

Le dolía el cuello, y levantando la mano para tocarlo se dio cuenta de que estaba terriblemente hinchado. Sabía que tenía un círculo negro a la altura en que la soga lo había apretado y amoratado. Sentía los ojos congestionados, hasta el punto de no poder cerrarlos. Tenía la lengua también hinchada por la sed; intentó aliviar su insufrible ardor sacándola entre los dientes al aire frío de la noche. ¡Qué mullida era la alfombra de hierba y tierra que cubría este camino intransitado!; él ya ni sentía el suelo debajo de sus pies.

Sin duda, a pesar de su sufrimiento, debió de quedarse dormido mientras caminaba, pues ahora la imagen que tiene ante los ojos es totalmente diferente…; quizá simplemente ha vuelto de un estado de delirio. Está frente a la verja de su propia casa. Todo está como lo dejó, y todo es hermoso y luminoso a la luz del sol de la mañana. Probablemente ha caminado durante toda la noche. Según abre la verja de entrada y avanza por el amplio sendero blanco, observa el revoloteo al viento de un vestido femenino; su esposa, fresca y dulce en apariencia, baja los escalones del porche para reunirse con él. Al final de los peldaños se detiene y le espera, con una sonrisa que refleja una alegría inefable, y una actitud que denota una gracia y dignidad incomparables. ¡Oh, qué hermosa está! Farquhar salta hacia delante con los brazos extendidos. Y cuando ya está a punto de abrazarla, siente un tirón increíble a la altura de la nuca; una cegadora luz blanca brilla fulgurante a su alrededor con un ruido que se asemeja al de un cañonazo —¡luego todo se vuelve oscuridad y silencio!—.

Peyton Farquhar estaba muerto; su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba lentamente de un lado a otro por debajo de los maderos del puente de Owl Creek.

(En Relatos. Diccionario del Diablo, ed. y trad. de Aitor Ibarrola).