Al entrar en la habitación, ella le miró aterrada.
—¿Qué haces aquí, Dorn? —dijo jadeante—. ¡Vete!
—¿Quieres decir que hemos terminado, Ezve? —preguntó sorprendido.
—¡Qué cosas piensas! —repuso con frialdad—. He descubierto que eres un rebelde, un criminal. No quiero verte más. Si no te marchas en seguida, llamaré a la POI.
—Mira, Ezve, yo… —intentó replicar Dorn; pero, sin hacer ningún ademán, se marchó tan silenciosamente como había venido.
Permaneció quedamente al otro lado de la puerta hasta que ella llamó suavemente con la punta de los dedos por la parte interior. Entonces, por segunda vez, Dorn se sirvió para entrar del pase con las huellas digitales de Ezve que ella le había dejado. El dispositivo electrónico se accionó y Dorn se encontró de nuevo en la habitación.
—¿Estuve bien? —preguntó ella.
—Estupenda. Nadie lo habría hecho mejor.
En estos momentos el rayo identificador estaba desconectado y las grabadoras habían dejado de zumbar.
—Ahora estarán convencidos de que no eres uno de los nuestros, y si nos descubren puedes decir que te he raptado —observó Dorn.
—¡No lo haré! ¡Jamás lo haría!
—Ya lo creo que lo harás, querida, pues de lo contrario me marcharé sin ti. No quiero llevarte conmigo si no estás bien protegida.
Ezve estuvo meditando unos instantes. Pero todo cuanto se le ocurrió decir fue:
—¿Qué hacemos ahora?
—Esperaremos aquí a Galef.
—¿Dónde nos esconderemos mientras él llega? Es de temer que vuelvan a conectar el rayo identificador.
—Ya lo he previsto. Sígueme en silencio, querida.
Caminaron por la habitación, sin hacer el menor ruido con las sandalias que llevaban puestas, y cruzaron seguidamente la cocina. Junto a la despensa se hallaba la boca del vertedero de la basura. Como una pantera, Doras trató de deslizarse con rapidez por el mismo, sosteniendo a Ezve fuertemente, agarrada. Ella se echó hacia atrás.
—¡Oh, no! —gritó—. Podemos caernos.
—No, no temas. En cada planta hay una pequeña plataforma para los robots reparadores.
En contra de su voluntad, se dejó llevar por él a través del angosto túnel del vertedero. La abrazaba contra su cuerpo con todas sus fuerzas. Si por desgracia resbalaban caerían al aparato triturador que se hallaba al fondo del vertedero. Doras procuraba no pensar en ello y confiaba en que Ezve hiciera lo mismo. Con frecuencia, por el vertedero se precipitaban inmundicias desde los pisos superiores que les hacían tambalear; si notaban que algo iba a caer, trataban de protegerse cubriendo sus respectivas cabezas en el hombro del otro.
Metidos en aquel escondrijo, permanecieron muy atentos escuchando los ruidos que podían llegarles. En el lugar donde se encontraban era imposible adivinar si la noche había llegado o no. La espera resultaba interminable, si bien no podían haber transcurrido más de un par de horas. Pese a tener los músculos entumecidos, casi no podían moverse para relajar la tensión.
Por fin, en la ventana posterior notaron la señal de Galef, pero no se atrevían a ir al helipuerto que se hallaba en la azotea. Con sumo cuidado, Doras estiró su cuerpo y, sacando la cabeza, observó cuanto había a su alrededor. Una vez percatado de que ni el rayo identificador ni las grabadoras funcionaban, ayudó a la muchacha a salir de aquel lugar y la siguió. Cautelosamente, ambos se apresuraron a dirigirse hacia el helicóptero que estaba sobrevolando la azotea en medio de la oscuridad. Por un instante a Dorn le pareció que el piloto no era Galef; sin embargo, se dio cuenta en el acto de que el extraño rostro que les miraba cuando abrieron la ventana no era sino una de las máscaras que todos llevaban durante sus reuniones, evitando así las sorpresas del rayo identificador. Galef les ayudó a subir y seguidamente partieron.
Galef estaba de mal humor. No pronunció ni una sola palabra, limitándose a observarles con cierto recelo mientras la pareja se ponía las máscaras. Galef y Dorn estuvieron a punto de discutir al insistir éste en que la muchacha tenía que intervenir en el proyecto. En otras circunstancias, Galef habría permanecido indiferente, pero Ezve tenía los nervios bastante excitados por la angustiosa espera. Enfadada, se volvió hacia él.
—¿Qué te preocupa, Galef? —le preguntó—. ¿Crees que voy a traicionaros?
Galef se conformó con gruñir. Dorn la cogió suavemente del brazo, pero ella siguió hablando:
—Tal vez lo crees porque soy una de los mil o más hijos de la Autoridad. Bueno, ¿y qué? Sólo soy una hija-probeta, y mi madre jamás vio a la Autoridad. Le odio tanto como tú puedes odiarle… Si hubieras estudiado historia antigua como yo, sabrías que hace quinientos años vivió un psicólogo llamado Freud, quien claramente demostró que las hijas siempre odian a sus padres.
Galef rió de un modo desagradable.
—Yo también he estudiado historia antigua —dijo ásperamente—, y estás en un error. Son los hijos quienes odian a sus padres y las hijas a su madre. De todos modos esas cosas pertenecen a la Edad de la Barbarie, cuando los niños nacían sin ningún proceso preselectivo.
Ezve, enojada, calló. Tras una larga pausa, Galef añadió:
—No es asunto que me interese, dejémoslo.
El hombre conocido universalmente como la Autoridad sólo tenía un límite a su poder supremo: en la Tierra no había persona alguna a quien pudiera hablar en términos de igualdad para pedirle un consejo. La única forma de relacionarse con los demás seres era dándoles órdenes para que ellos obedecieran. Su actitud correspondía a la absoluta soledad del dictador.
No destacaba físicamente. Era más bien de pequeña estatura, feo y calvo; llevaba siempre microlentillas y un audífono. Cuando accedió al poder era joven; ahora contaba ya casi sesenta años. Se conocían pocos datos personales suyos.
No había pedido ni quizá deseado convertirse en Autoridad. Si de él hubiese dependido, se habría dedicado a otra ocupación. Pero no ocurrió así; nada se dejó a su elección, ya que la continuación del sistema (que significaba la prolongación de su propia vida) resultaba esencial para el éxito del Plan de Civilización.
Hacía cuarenta y ocho años que los pelagerianos habían llegado desde su lejano planeta, demostrando poseer las cualidades de una inteligencia superior; realizaron una espantosa agresión y después de dos años de lucha renunciaron a la voracidad de exterminio para regresar a su lugar de origen. El legado que dejaron fue una cruel guerra civil en todo el planeta, creando el pánico y el desconcierto entre las distintas naciones, hasta conseguir que todos los Gobiernos acabaran en una anarquía y que la Tierra pareciera condenada al retroceso de aquellos años legendarios de las Edades Oscuras que precedieron a la era atómica.
Por una extraña coincidencia de circunstancias, el único Gobierno que había sobrevivido era la República de Nueva Turquía. El hombre que hemos conocido como la Autoridad era su jefe, que había surgido de la oscuridad, pero lenta y paulatinamente había ido sometiendo a todos los demás Gobiernos a una primera e incipiente liga para restablecer el orden. Sólo un dictador podía ejercer ese poder; un dictador máximo y supremo para conseguir la nueva fase del Plan. Una vez terminado éste, podría ser relevado.
El honor más preciado del mundo consistía en nacer de la casta de la Autoridad. En cierto modo, éste era el padre de una nueva era. No tenía la menor idea de cuántos ni quiénes eran sus hijos-probeta.
Ahora estaba sentado en una aislada oficina que comunicaba por una puerta secreta con sus habitaciones particulares. Vivía con austeridad, al igual que cualquiera de sus súbditos. El comunicador hizo una señal, y lo conectó, pero sin imagen, pues la señal indicaba qué sólo se daría el parte de un agente. La cinta empezó a correr lentamente.
«Súbditos 397X, 7842X y una muchacha desconocida sobrevuelan mi sector en un helicóptero; desde los cuarteles centrales. 22A45.»
La Autoridad abrió una caja fuerte de la cual nadie más que él conocía la combinación, y extrajo de la misma dos libros de clave, uno de los súbditos y otro de sus agentes. El 397X era Galef, el 7842X era Dorn; acto seguido leyó los antecedentes de ambos.
Frunció el entrecejo; no podía tratarse de una muchacha desconocida; nadie podía ni debía ser desconocido. Consultó el otro libro: 22A45, Arcil, agente de primera.
La Autoridad volvió a guardarlos en la caja fuerte y dio la señal de alarma a la Patrulla de Orden Interior.
Arcil era el jefe natural de los conjurados. El complot para asesinar a la Autoridad era muy difícil y requería una mente muy despejada y hábil para estudiar los detalles y realizarlos. Incluso había elegido a los conjurados él mismo o por mediación de Galef. La única persona a quien desconocía era Ezve. Ahora bien, llegado el momento de actuar, un anciano profesor de existencialismo clásico en la Universidad de Ankara resultaba inadecuado. Se precisaba de alguien joven, inteligente, audaz, hábil y diestro, con esa experiencia que no tienen los catedráticos. Después de mucho pensar se decidió por Dorn. Fue Galef, sobrino de Arcil y antiguo amigo de Dorn, quien lo sugirió.
Cuando Dorn, Ezve y Galef llegaron al departamento de Arcil se encontraron solamente con él. Este les dijo que los restantes conjurados de alto rango permanecían en su cuartel secreto: la misma sala de conferencias de Arcil en la Universidad, la cual éste podía emplear incluso fuera de las horas de clase. Debido a que en su mayor parte eran estudiantes, en caso de ser descubiertos, siempre se podía alegar que se trataba de un seminario destinado a quienes no podían asistir a los cursos normales a causa de sus obligaciones políticas: todos los miembros de la comunidad, hombres o mujeres, tenían asignados deberes parecidos al servicio militar de los tiempos prepelagerianos, aunque no existieran partidos de la oposición. Esta sala de conferencias era el único lugar donde podían estar seguros para expansionarse; en todo caso, contaban con la protección de Arcil.
Cuando los tres entraron en el departamento, Arcil levantó la vista hacia Ezve, mirando después significativamente a Galef, el cual se encogió de hombros. Bajo su barba blanca, las mandíbulas del catedrático se cerraron con un chasquido de enfado.
—¿Por qué nos reunimos aquí? —preguntó Dom.
—Porque tengo algunas cosas que deciros y quiero que sólo vosotros las escuchéis —respondió Arcil con suavidad.
—¿Acaso no lo sabemos todo? —dijo Dom hoscamente.
—Desde luego que no. Existen detalles que no debían conocerse hasta el último momento. Podría haberse enterado algún intruso.
—¿Quieres decir que yo podía haber hablado más de la cuenta?
—Dorn, ¿por qué eres tan quisquilloso? Me conoces desde niño; Galef ha abogado por ti diciendo que eras la persona más adecuada para esta gran empresa. De otro modo jamás habrías sido elegido.
—Te diré por qué está tan inquieto —interrumpió Ezve bruscamente—. Es porque no me conoce.
Arcil le dirigió una mirada penetrante.
—Y, ¿quién eres tú? —preguntó—. ¿Quién te ha traído aquí? Dorn sabe perfectamente que todas nuestras reuniones son secretas.
—Ezve y yo iremos juntos —interrumpió Dorn tomando la defensa de la muchacha—. No haré nada sin ella.
—¡Es hija de la Autoridad! —exclamó Galef.
—En parte —aclaró Ezve quedamente—, y sólo soy hija-probeta. Mi madre era medio pelageriana. Pero estoy de vuestro lado en esta causa.
Hubo un silencio: Dorn era el único que sabía esto. Corrían algunos rumores según los cuales antes de marcharse los pelagerianos habían dejado descendientes. Pero sólo se trataba de rumores, pues la opinión generalizada era que los hombres de la Tierra y los pelagerianos no podían cruzar sus razas. El mismo Arcil, que casi siempre se mostraba imperturbable, se vio sorprendido. Pronto recobró la serenidad.
—¿Y qué significa esa herencia biológica? —preguntó con frialdad.
—Es una gran ventaja para nosotros —contestó Dorn rápidamente—. Según análisis científicos —aclaró—, su capacidad y complejidad cerebrales son tres veces superiores a las nuestras. Desde que la conozco, hace cuatro años, ha sido muy útil para mí; me ha salvado la vida más de una vez… Y, además —agregó tiernamente— es mi novia.
—De acuerdo —dijo Arcil con brusquedad, después de quedar unos momentos pensativo—. Podéis colaborar vosotros dos en lugar de que sea uno solo quien lleve el plan adelante. Aquí tenéis las instrucciones finales.
Escucharon con mucha atención, puesto que, al no poder tomar notas, tenían que recordar hasta el menor detalle.
¿Habéis entendido todo?
—Sí —contestaron ambos.
—¿Podéis hacerlo juntos?
—Sí —repitieron.
Arcil se levantó.
—Magnífico —dijo—, ahora vayamos a mi sala de conferencias. Avisaremos a los demás.
Fue el primero en ir hacia el lugar donde se encontraba su helicóptero de tres plazas que estaba aguardando junto al de Galef. De pronto se detuvo.
—Ignoraba que Ezve estaría entre nosotros. Tenía previsto que Galef nos trasladaría a todos. Yo ya dejé de conducir mi aparato. Seguid vosotros —y dirigiéndose a Galef ordenó—: llévales y luego regresa por mí.
Volvió a su departamento, mientras en su semblante aparecía una sonrisa sarcástica al pulsar el botón del comunicador… Por fin había encontrado la manera de librarse de ellos.
Unas doce personas entre hombres y mujeres aguardaban en la sala de conferencias de Arcil. Galef presentó a Dorn a quienes no le conocían y a Ezve a todos los que allí esperaban.
—Tan pronto como Arcil entre, que cada uno ocupe su lugar —dijo—. Ahora vuelvo a mi helicóptero; voy a buscarle. Por causa de ella tengo que hacer dos viajes.
Al pasar por su lado, la miró de soslayo.
—¿Por qué parece odiarme, Dorn? —murmuró Ezve.
—Porque está celoso —respondió Dorn—. Hemos sido amigos de siempre; lo hacíamos todo juntos, y ahora te tengo a ti.
—No quisiera interponerme entre vosotros —dijo ella algo afligida.
—No te preocupes, querida. Ya se le pasará. Ahora tenemos que pensar en cosas mucho más importantes.
Los conjurados enmascarados esperaban y hablaban nerviosamente en voz baja. El tiempo iba pasando. Galef no regresaba con Arcil. Empezaron a impacientarse.
Al final, quien llegó no fue Arcil… Era la POI. la Patrulla de Orden Interior.
Ezve, con su fino oído, captó antes que nadie el zumbido de los helicópteros. Se dirigió a Dorn con la mirada, haciéndole con la mano la señal especial convenida. Era demasiado tarde para avisar a los demás. Sigilosamente cruzaron la puerta y pasaron a otra habitación, en el preciso momento en que los helicópteros se posaban en la terraza.
—¿Dónde nos escondemos? —preguntó quedamente Dorn.
—Allí —dijo Ezve señalando una habitación vacía que había al final del pasillo. Allí tenía que haber un vertedero automático. Ninguno de los dos pensaba en los otros ni atinaba a explicarse cómo podía haberse producido la traición.
Una vez más sus cuerpos se juntaron en un saliente del vertedero.
Los gritos que se oían eran horribles. Ante un desastre, todo el grupo estaba adiestrado para permanecer en silencio; no obstante, los hombres de la patrulla hacían un ruido infernal. Dorn y Ezve pudieron escuchar cómo empujaban a todos los detenidos por la rampa del helipuerto. Se oían chillidos y golpes de porras. Un grito fue rápidamente ahogado. Dorn apretaba sus dientes.
Esperaba oír nombres, y al final los oyó.
—Aquí había más gente —exclamó un oficial de la patrulla y se detuvo como si estuviera recordando—: ¿Dorn? ¿Alguna mujer? ¿Por qué no Galef?
Nadie respondió.
—¡Ya los atraparemos! —dijo el hombre de la POI.
Dorn se disponía a trepar para salir afuera, pero Ezve le detuvo:
—¡No! —dijo rápidamente—. No podemos ayudarles, y ésta es la única oportunidad que tenemos para seguir adelante con el plan.
—¿Qué hacemos ahora? —murmuró—. Necesitamos a los demás. —Sin embargo, permaneció quieto.
Finalmente todo quedó en silencio. Ya habían terminado las clases en la Universidad y el edificio parecía estar desierto. Pronto saldrían los robots de la limpieza, pero esto no les preocupaba. Cualquier persona en estos instantes habría sentido temor por lo sucedido. Sin embargo, Dorn salió del vertedero y ayudó a Ezve a subir y salir a su vez.
—Dame tu máscara —dijo el muchacho—. Estarán buscando éstas —dijo echándolas al fondo del tubo, donde el triturador las tragó en el acto.
—Tendrán guardias apostados arriba y al pie de cada escalera —le recordó ella.
El muchacho asintió, diciendo:
—Sólo hay un lugar donde no nos buscarán: la sala de conferencias de Arcil. Afortunadamente ni él ni Galef han regresado todavía. Podemos escondernos allí hasta ver lo que pasa; luego ya decidiremos lo que hemos de hacer.
—Siempre y cuando la sala no esté bajo la vigilancia del rayo detector.
No lo estaba. Recorrieron la habitación y se consideraron seguros.
—Está oscuro —advirtió Ezve. Dorn observó la señal horaria que lucía en el techo al igual que en las demás estancias:
—Son casi las nueve de la noche; ha sido un día larguísimo.
—Y lo que nos queda…, aún no ha terminado —dijo Ezve al tiempo que se sentaba en una silla—. Por favor, no hables ahora, quiero descansar.
Dorn también se sentía demasiado fatigado para tener ganas de hablar. Se echó al lado de la muchacha y le cogió la mano. En medio de la oscuridad y el silencio, estuvo a punto de dormirse.
Ezve tenía los oídos más atentos que él. De pronto le puso la mano en el hombro… El también había captado las suaves pisadas: alguien se acercaba.
—Si fueran Arcil y Galef vendrían en helicópteros —dijo con aprensión.
—¡Pronto, en aquella puerta!
—Creo que es un retrete. Quizá podamos escondernos…
Pero antes de que consiguieran llegar al lugar, se abrió la puerta y se encendieron las luces.
Era Arcil; venía solo.
—¡Ah, estáis aquí! Pensé que os encontraría en la misma sala de conferencias; así se lo dije a ellos. Era el lugar más lógico.
Sonrió irónicamente.
Dorn comprendió en seguida cuál era la situación y se dirigió bruscamente a Arcil:
—¡Tú, tú nos has traicionado! —gritó—. ¡Tú, nuestro líder!
—Naturalmente. Es el único modo de descubrir una subversión: primero proponerla y luego saber quiénes aceptan.
—¿También Galef? —La voz de Dorn era dura.
—No, el pobre Galef se afectó al enterarse de lo ocurrido. Lo dejé demasiado atolondrado para que pudiera traerme hasta aquí. Desde luego, no sospecha de mí, que soy su tío y su padre adoptivo. En definitiva, jovencita, él se inclina por acusarte a ti.
—¡Yo!
—Bueno, la primera palabra que pronunció después de conocer las noticias difundidas por la Agencia Tridimensional fue: «¡Ezve!» —La sonrisa de Arcil se alargó a través de su barba—. Intentó disuadirme de venir, para evitar que también me detuvieran —añadió.
La voz de Dorn se estremeció de desprecio:
—¡Me extraña que te hayas tomado la molestia de venir a capturarnos! ¿Cómo podías renunciar a contemplar la tortura de los otros? Eso es lo que están haciendo con ellos, ¿verdad?
—Los preparan —contestó—. Pero, queridos, la función no sería completa sin vuestra presencia. —Y Arcil alzó la voz—: Entrad, muchachos.
En seguida asomaron seis hombres armados y prestos a disparar. Arcil contempló cómo se llevaban a Ezve y Dorn sin oponer resistencia.
Suspiró profundamente, oprimiendo el botón del comunicador.
Galef esperaba sentado en el departamento que compartía con su tío. Estaba en extremo emocionado. Cuando había ido con el helicóptero a recoger a Arcil para llevarle a la reunión de los conjurados, éste le había revelado la cruda verdad y, sin darle tiempo a que pudiera contestarle, se había marchado, posiblemente en busca de un taxi aéreo, dado que no pilotaba el suyo. Galef se dio cuenta de que su buena fe y su lealtad habían sido cínicamente traicionadas. Había comprometido a aquellos hombres y mujeres, incluso a su más íntimo amigo, confiando en las palabras de Arcil. ¿Acaso no había sido éste quien le había atraído a la causa dándole toda clase de detalles del complot? Y ahora, Arcil se presentaba como un agente provocador, como un traidor. Arcil le había hecho de padre al fallecer los suyos cuando era un niño; le quería y había procurado imitarle en su juventud. Todo se derrumbaba ahora con la mentira proferida por Arcil acusando a Ezve.
¡Ezve! ¡Ni él ni nadie podía imaginar la verdadera causa que la había hecho decidir unirse a ellos! Ahora le atormentaba la idea de lo que ella y los demás estarían sufriendo. Si entregándose él mismo a la POI pudiera ayudarles en algo, lo haría en seguida. Pero ahora tenía que permanecer a la expectativa.
De pronto, recordó el día en que Ezve les enseñó, a él y a Dorn, el lugar donde guardaba un papel que simplemente calificó de «su legado». No sabían de qué se trataba, pero ella le asignó un gran valor. Tenía, pues, que intentar recuperarlo antes de que cayera en manos de los hombres de la POI. Ese documento quizá podría salvar la vida de Ezve y la de Dom.
Galef salió corriendo hacia el helipuerto.
Dorn intentaba reflexionar en la celda desnuda donde se encontraba. Al ser de reciente reclutamiento, no conocía mucho a la mayoría de los conspiradores. ¿Cuántos hablarían, convirtiéndose en traidores, bajo la presión de sus torturadores? ¿Cuántos habían traicionado ya como su líder? ¿Dónde se encontraría Ezve? ¿Qué le estarían haciendo? Sabía muy bien que Ezve no se doblegaría ni hablaría jamás. Con amargura se arrepintió de haber decidido participar en el complot imponiendo la condición de que ella interviniera en el mismo.
La puerta de la celda se abrió repentinamente. Entraron dos agentes de la POI y, sin pronunciar una palabra, le empujaron por el pasillo, abriendo y cerrando gruesas puertas, y le trasladaron a un ascensor aspirador, hasta que por último se encontró en el despacho de un hombre que parecía estar bastante cansado.
El hombre hizo un ademán y ambos agentes se retiraron; Dorn se quedó a solas con aquel extraño personaje.
—¿Dorn? —preguntó el hombre.
Dorn se enderezó. No podía decir su nombre hasta enterarse bien de cómo andaban las cosas. Involuntariamente, miró a su alrededor, tratando de averiguar si existían instrumentos de tortura. En la habitación sólo había un escritorio y encima del mismo un multicomunicador; además, una silla en la cual estaba sentado el hombre. Dorn pensó para sus adentros que aquello no dejaba de ser infantil; las personas de tanta importancia no solían intervenir en operaciones secundarias. En primer lugar, debía celebrarse la sesión para tratar de conseguir la mayor información posible, después tenía que ser entregado a los torturadores. Dorn permaneció en silencio y firme ante el escritorio de aquel personaje.
Ante su asombro, el hombre empezó a reír:
—Parece usted inteligente —dijo—. ¿Cree realmente en las monstruosas historias sobre el futuro de quienes caen prisioneros de la POI?
Dorn no respondió. El hombre continuó:
—¿Sabe quién soy yo?
No obtuvo respuesta.
—Creo que me llaman la Autoridad —dijo enfáticamente.
Por unos instantes, Dorn quedó paralizado de terror. Siempre había sentido aversión a ese hombre. Incluso algunas veces había pensado en matarle, pero jamás había imaginado que llegaría a hablar con él. Nunca nadie había visto de cerca a la Autoridad, ni le habían escuchado directamente. La emoción rompió su mutismo.
—Si en verdad es usted la Autoridad —dijo hoscamente—, entonces ¿por qué su sistema nos tiene en la esclavitud y por qué usted lo permite? Dígame por qué cuando los hombres de la POI detienen a alguien no se sabe más de él. ¿Adónde los llevan? ¿Qué se les hace? ¿Qué hacen con ellos sino torturarles hasta la muerte? Señor —añadió involuntariamente, sorprendido, mientras en la cara del pequeño hombre aparecía una mueca de altivo desagrado—, contésteme.
—Sí, se lo diré, Dorn. Pero le advierto que cuando haya terminado de hablarle, su futuro dependerá de usted mismo.
Dom aguardaba. La Autoridad le miró fijamente y en silencio mientras él callaba, hasta que, en contra de su voluntad, asintió con la cabeza.
—Bien, empecemos. Sí. Su grupo revolucionario fue una trampa. Sí. Tengo agentes y Arcil es uno de ellos. Su misión consiste en fomentar la rebelión, ya que es difícil evitarla. Después, cuando se conoce a las personas que se ponen de acuerdo para derrocar nuestro sistema y asesinarme, se las detiene.
Dorn quedó pasmado. La Autoridad sonrió:
—¿Quién cree usted que proyecta todos los planes para un supuesto complot? No los presuntos autores del mismo, ni tampoco mis agentes, Arcil en este caso concreto, sino yo mismo.
—Pero, ¿por qué? —balbuceó Dorn.
—Porque nuestra sociedad y yo necesitamos a la mayoría de esa gente. Porque todavía no estamos preparados para un gobierno democrático en este diezmado planeta, y ellos son los únicos que pueden conseguirlo. En, tiempos, cada miembro de la POI ha sido un revolucionario como usted.
—¿Quiere decir que…?
—Sí. Los detenidos en una rebelión son ocultados científicamente. A aquellos a quienes se considera mejor preparados, como usted, por ejemplo, se les trae a mi presencia, y yo les proporciono la posibilidad de alistarse en la POI. Pero los que forman parte de la misma no están todo el tiempo persiguiendo a personas o siguiéndoles la pista. Por fortuna, no nos encontramos en una situación que así lo precise. Ellos constituyen una élite a la que se educa y adiestra para formar en su día una sociedad donde puedan gobernarse por sí mismos. Confío firmemente en que ello tendrá lugar durante mi existencia, en beneficio propio, de mi pueblo y del mundo. Pues ésta es una carga pesada y estoy cansado.
—No obstante, ¿por qué se nos sigue y se nos espía en todas partes? ¿Por qué hay grabadoras y ese rayo, de tal modo que nadie se siente seguro en su vida privada?
—Porque no somos omniscientes, y es el único medio de que disponemos para controlar a todas las personas. No nos interesan ni utilizamos a los descontentos que no hacen más que protestar. Deseamos tener personas responsables de sí mismas y capaces de luchar, y que a la vez sean inteligentes.
La cabeza de Dorn era un verdadero torbellino, pero procuró ordenar sus ideas.
—Bien, supongamos que acepto en principio todo esto. Pero dígame: ¿qué pasa con los que se niegan a formar parte de la POI?
—No permitimos que regresen a sus lugares de procedencia para que divulguen todo esto. Mire, Dorn, ¿para qué cree que tenemos un inmenso territorio en Brasil totalmente prohibido? Allí contamos con una floreciente colonia, formada por personas que, salvo el hecho de no poder volver a sus hogares, están contentas. Muchos de ellos son líderes en potencia; y, por qué no decirlo, son descendientes-probetas míos. Algún día, ellos o sus hijos serán la base de una sociedad que se gobernará a sí misma. Por casualidad, ¿no será usted uno de mis hijos?
—No, pero mi…
La Autoridad le interrumpió:
—Usted me va a decir: bien, ¿y qué pasa con los disconformes y los cobardes que no son capaces de afrontar las dificultades? Son barridos; algunos se suicidan, otros sucumben a las pruebas. ¿Y los restantes, los que son atrapados en las batidas o redadas y ocultados, pero no son seleccionados para ser trasladados a su presencia y tener la posibilidad de elegir? ¿Qué les ocurre?
La Autoridad hizo una mueca de desagrado antes de proseguir:
—Todo momento tiene sus circunstancias, Dorn. No se les tortura; todo eso no son más que rumores y suposiciones. Se les adormece, sin sufrimiento. Para ellos no hay lugar en la colonia y jamás se les puede permitir que regresen a sus casas. Es triste, pero la vida o muerte de nuestro sistema está en juego… Ahora soy yo el que ha de preguntarle a usted, Dorn. ¿Está dispuesto a unirse a nosotros para formar parte de la POI, o he de ordenar que le vigilen hasta que salga un nuevo transporte aéreo para el Brasil?
Dorn miró fijamente a los ojos de la Autoridad y dijo con osadía:
—No estoy por entero de acuerdo, pero comprendo su punto de vista. Reconozco que, posiblemente, nuestra postura fue dura e irreflexiva, y que la suya sea mejor con miras al futuro. Ahora bien, al entrar en la conspiración advertí que no haría nada ni iría a ninguna parte sin la compañía de una mujer llamada Ezve. La metí en esto y ahora tengo que sacarla de este enredo. La detuvieron juntamente conmigo. Ordene que traigan a Ezve a su presencia, tal como lo ha hecho conmigo. Si ella acepta unirse a la POI, haré lo mismo. Si se niega o si… —por un momento no pudo continuar— si ella queda incluida entre los que usted ha dispuesto… —El muchacho no pudo decir más, sentía un nudo en su garganta.
La Autoridad se hundió en su silla, relajado, y sonriendo mientras pulsaba un botón.
—Traigan a Ezve —dijo al comunicador—. Que entre.
La puerta se abrió y entró una muchacha. Dorn la miró asombrado: era totalmente extraña para él. Jamás había visto a esa mujer.
Galef descendió en el helipuerto de Ezve. No obstante, sabía que sin tener el pase dactilar de Ezve le sería imposible entrar en su departamento a menos que ella estuviese dentro, lo cual, dadas las circunstancias, resultaba bastante improbable. Sin embargo, casi instintivamente pulsó la señal secreta del grupo. La puerta se abrió al momento.
Sin darle tiempo para reaccionar, un agente de la POI lo sujetó y lo introdujo en la habitación. El rayo y las grabadoras estaban conectados. De haberlo pensado, se habría dado cuenta de que, después de una redada, se incautaban y registraban los departamentos de los presos.
Eran dos los agentes que allí se encontraban. El otro miembro de la POI acudió en ayuda de su compañero, y tras hacerle una doble llave arrastró a Galef hacia el centro de la estancia.
—¡Huy, huy! —dijo—. Es el sobrino del viejo. Dejémosle marchar.
—¿Qué es lo que está haciendo aquí? —gruñó el primer agente. Galef tuvo unos segundos para recobrarse.
—Mi tío me envió por si necesitaban ustedes ayuda, ya que por fortuna conozco al conspirador que ocupa este departamento —dijo Galef tranquilamente.
—No necesitamos ninguna ayuda —soltó el primer agente, pero se contradijo él mismo—: Quizá usted sepa dónde está escondido lo que andamos buscando…
Galef aparentó sentirse a la vez confuso y agradecido. Si se presentase una oportunidad, la aprovecharía. Todavía era posible dar con el lugar donde estaba guardado el papel y hacerse con él. Simuló que estaba ayudándoles, dando toda clase de sugerencias a cual más inútil. Todo lo que precisaba era permanecer aunque sólo fuera unos minutos en el dormitorio de Ezve, para ir a su ropero. Pero no quedó solo ni un momento.
La puerta debía de haber quedado desconectada al entrar los de la POI, por cuanto se abrió lentamente al entrar Arcil.
—Es inútil —dijo cortésmente a su sobrino—. Haremos nuestra propia investigación para la Autoridad, no para tus amigos traidores.
Ezve permanecía tranquila en la celda donde se encontraba, después de haber realizado un vuelo muy agitado pensando en sus posibilidades de escapar. No había muebles, por lo que supuso que no estaría allí mucho tiempo. Los botones normales de servicio se hallaban en la pared posterior. Los fue probando uno a uno para ver si funcionaban. Comida: una señal luminosa decía: «La próxima comida a las 8p. Pronto hizo su aparición la señal de los servicios higiénicos. Agua potable: salió un vaso, y luego desapareció cuando oprimió otro botón; así pudo comprobar que la sed no era, al menos por el momento, una de las torturas. Noticias: no funcionaba la señal respectiva.
La celda tenía aire acondicionado, pero, como las demás, carecía de ventanas; la luz procedía de focos luminosos empotrados en el techo. Sin embargo, era el primer techo que veía sin el habitual señalizador horario. Estaba bien claro que el tiempo no tenía interés para los presos.
Lo importante era conservar la calma, calcular la situación serenamente y no dejarse embargar por el pánico. No existía ninguna posibilidad de escapar de la celda, y por lo tanto no podía perder el tiempo en cosas superfluas. En especial, tenía que evitar pensar en la suerte que había corrido Dorn; no debía sumirse en un estado emocional, perjudicial para ambos.
Lo más seguro era que en cualquier instante alguien viniese a buscarla para someterla a un interrogatorio. De momento, tenía que prepararse y concentrarse en ello. Se dejó caer en un rincón, en el mismo suelo, y, apoyándose en la pared, cerró los ojos para descansar y pensar.
Cuando uno no ve la luz del día pierde la noción del tiempo; por eso Ezve no tenía idea alguna de cuántas horas llevaba en la celda hasta que por fin llegó una pareja de la POI y la hicieron salir. Había transcurrido el tiempo suficiente para saber cómo tenía que afrontar cualquier situación.
Lo que no pudo imaginar fue lo que había sucedido. Los guardias la empujaron llevándola entre ambos; a un paso acelerado, fueron recorriendo largos pasillos que parecían interminables, doblando esquinas y más esquinas, hasta que se encontraron ante una enorme puerta provista de grandes cerrojos electrónicos. Rápidamente aplicaron los pases con las huellas dactilares en cada uno de los cerrojos, y la gigantesca puerta se abrió. Empujaron a Ezve para que la cruzara, pero no la siguieron. Una vez hubo cruzado la muchacha observó que la puerta se cerraba tras ella, no saliendo de su asombro al percatarse de que se hallaba fuera de la cárcel, sin ningún guardia a la vista.
Su primer impulso fue echar a correr para buscar un sitio donde meterse y reflexionar sobre lo que tendría que hacer. La prudencia la retuvo; posiblemente querrían que echara a correr para así poder disparar sobre ella por intento de fuga. Casi podía notar los balazos en su temblorosa espalda.
Permaneció unos momentos inmóvil donde la habían dejado. Nada sucedió. Luego, con precaución, se dirigió hacia la sombra que proyectaba un alto edificio, tomando finalmente el único camino que parecía existir.
Al llegar a término, se encontró en el mismo centro de una ciudad desconocida y que podía hallarse en cualquier lugar de la Tierra. La gente llenaba las aceras mecánicas de la calle principal; a ambos lados se divisaban grandes edificios que daban la impresión de ser centros oficiales; el cielo estaba surcado por los superjets y los helicópteros particulares. Era pleno día.
Ezve recordó el momento en que ella y Dorn fueron sorprendidos por Arcil y detenidos por los hombres de la POI. Estaba convencida de que los habían introducido en un helicóptero oficial, pero a partir de ese instante no podía recordar más, puesto que quienes los detuvieron les vendaron los ojos y les esposaron. Seguramente antes de bajar a tierra fueron trasladados a otro aparato. ¿Se habían llevado a Dorn antes de que finalizase el día? No tenía la menor idea de dónde podía hallarse él.
Ezve no se encontraba ciertamente en su propia ciudad, pero pensó que quizá no estaba tan lejos de ella y que esto le permitiría buscar a alguno de los compañeros que no habían sido detenidos y refugiarse en su domicilio. Caminaba por una vía descendente; se detuvo a los pocos pasos y entro en el amplio vestíbulo, de un gran edificio del que salía y entraba mucha gente. Necesitaba ver algún escrito o bien escuchar una conversación para averiguar si la lengua del lugar era como la suya, o para saber en qué idioma se expresaban. En último caso, confiaba en que el idioma sería alguno de los varios que ella conocía; echó de menos su traductor portátil, que sin duda a estas horas estaría incautado con sus demás pertenencias. De una cosa estaba segura: de que no habrían hallado el documento que tanto buscaban.
Pronto se dio cuenta de la situación. Se encontraba en una ciudad de habla inglesa; ella hablaba y entendía ese idioma, así como sus diversos dialectos contemporáneos, pero no sabía con certeza cuál de ellos era; y la ciudad podía encontrarse desde la misma Inglaterra a Australia.
No había nada que llamara su atención, a pesar de que las lenguas antiguas se diferenciaban más; la gente vestía de la misma manera, y a causa de la mezcla de razas no podía identificarse un lugar por sus habitantes. En ningún instante nadie se fijó en ella, pudiendo observar a su vez que mucha gente tenía su mismo color de piel.
El edificio resultó ser una biblioteca pública, y pronto averiguó que se encontraba en la ciudad de Nueva York. Entró en la sala de lectura, eligiendo una cinta al azar. Después empezó a formularse ella misma ciertas preguntas: ¿Por qué había sido puesta en libertad en una ciudad extraña y en un país desconocido, sin tener dinero para regresar a su patria? ¿Por qué Arcil había traicionado la conspiración? ¿Por qué, cuando Dora y ella le habían esquivado, regresó por ellos? ¿Qué pasaría con Dorn? Procuró desviar su pensamiento de él. Si quería salir bien de aquel embrollo, no tenla que dejarse dominar por la emoción.
Empezaba a tener hambre y se sentía débil; hacía casi veinticuatro horas que no había comido. Al dejarla abandonada, los hombres de la patrulla la habían despojado de todo cuanto llevaba menos de su bolso. Por eso empezó a buscar en él, encontrando en el mismo cheques de crédito internacional suficientes para poder comer. Ezve había comido pocas veces fuera de su departamento, y lo había hecho utilizando las máquinas automáticas; ella sabía que en todas las ciudades existían establecimientos públicos donde se podían conseguir alimentos por ese sistema.
Cambió uno de sus cheques de crédito por moneda local, acto seguido fue en busca de comida, y la llevó en una bandeja a una mesa. Mientras comía sólo pensó intencionadamente en cosas sin importancia. Una vez hubo terminado, descansó para reanimarse, disponiéndose a reflexionar de nuevo y aclarar todo aquel embrollo desde el instante en que Dorn le había hablado por vez primera de asesinar a la Autoridad.
Y lentamente, concentrándose en el proceso que iba de un episodio a otro, la parte pelageriana de su cerebro iba meditando y descubriendo la verdad…
Ezve suspiró profundamente al levantarse de la mesa. Ahora ya sabía lo que tenía que hacer. Ante todo debía conseguir un medio de transporte para regresar a su patria. Con la peor intención había sido trasladada a un país lo suficiente lejano para que no causara problemas, pero podía y quería ser más audaz que todos ellos.
¿Cómo viajar sin tener dinero? No disponía de tiempo para intentar ganarlo o pedirlo. Por otra parte, era muy arriesgado ir de polizón en un jet. ¿Dónde poder localizar en aquella ciudad el lugar de aparcamiento de los helicópteros particulares capaces de sobrevolar los océanos y los continentes, y aptos además para ser pilotados por ella?
Por salvar a Dorn estaba dispuesta a convertirse incluso en una delincuente. Confiaba en que no llegaría demasiado tarde.
Estaba amaneciendo cuando el helicóptero robado sobrevoló el aeropuerto de Ankara; tenía los tanques de combustibles totalmente agotados y tomó tierra cuando no estaba anunciada en la torre de control la llegada de ningún aparato. El piloto intentó ganar tiempo y pasar inadvertido. Una figura vestida de negro saltó perdiéndose en la oscuridad: era Ezve.
Muchos centinelas estaban apostados en las afueras del gran edificio donde residía la Autoridad. Uno de ellos detuvo inmediatamente a la intrusa.
Bajó su arma-parálisis al darse cuenta de que era una mujer quien se escondía detrás de aquella máscara. Ella se dirigió a él en seguida, entregándole una carta que extrajo de su vestido.
El centinela era un guarda raso, pero pronto demostró que pertenecía a las patrullas de la POI y formaba parte de la élite. Sabía muy bien que debía pensarlo antes de disparar. Mantuvo quieta el arma y dejó que ella se aproximara.
—Llame a alguien de confianza y que entregue esta carta rápidamente a la Autoridad —dijo Ezve en un tono que él interpretó casi como una orden—; esperaré aquí con usted mientras regresa el portador de la carta.
Dudó unos momentos, y luego hizo señas a uno de sus compañeros de guardia. Seguramente pensó que no podía haber nada perjudicial en un papel enrollado y una cinta; sin embargo, la apuntaría con el arma mientras aguardaba que el otro volviera. Más valía eso que cometer un error peligroso y quizá irreparable que bien podía comprometerle gravemente.
El otro guardia regresó al cabo de un rato; a continuación saludó y el que apuntaba bajó el arma.
—Yo mismo la llevaré a la Autoridad —dijo con voz imperativa.
Temprano como era, la Autoridad estaba sin embargo en su despacho. A veces pasaba allí toda la noche. Cuando Ezve entró, le señaló una silla que habían traído para ella. Ordenó al guardia que la registrara para ver si llevaba armas, y después le indicó que se marchara. Ezve observó que su carta estaba encima de la mesa. Cuando quedaron solos, él la miró durante unos segundos intensa y silenciosamente; luego sonrió.
—Bueno, hija —dijo casi al instante—, dime primero cómo supiste…
—Tarde o temprano tenía que saberlo —respondió Ezve tranquilamente. No había otra respuesta posible.
—Hablando con sinceridad, ¿cómo llegaste a esta conclusión?
—Supongo que no es difícil adivinarlo: llevo más sangre suya de lo que yo misma creía. Cuando lo supe me di cuenta de que usted y todos sus agentes podían ser pelagerianos encubiertos.
—Mi error —murmuró la Autoridad gravemente— fue no encontrarte y reclutarte antes de que te relacionases demasiado con mis súbditos. Me río al pensar que los terrestres están convencidos de que nuestras razas no pueden cruzarse, y así cada uno de mis millares de niños-probeta no es medio turco, sino medio pelageriano. Debería haberme dado cuenta yo mismo de que nuestros cromosomas son los predominantes y de que aquella cuarta parte recesiva que recibiste de tu madre era despreciable.
—Posiblemente. Pero no tan despreciable como para que me impidiera descubrirlo.
Cierto. Fue cuando sospeché que tu madre también tendría algo de pelageriana. Pero aparte de todo eso figúrate mi asombro cuando supe que el papel le fue entregado a ella y que tu madre te lo dio a ti sin haber podido ser descubierto por mis hombres. Entonces pensé que la medida más segura sería trasladarte a un lugar del que no pudieses volver hasta que lo hubieran hallado. Sin embargo, estás otra vez aquí. Sólo uno de los nuestros podía ser capaz de robar un helicóptero en Nueva York para regresar a Ankara. Y, sinceramente, el papel aún no se ha encontrado. Yo no soy infalible, ya lo ves.
—Si me entrega a Dorn, tendrá el papel.
—¡Ah, Dorn! ¿No podías haberte enamorado de uno de nuestra raza, por ejemplo Galef?
—Me considero una mujer de la Tierra. Debería usted saber que una medio pelageriana no podía transformarse en la madre de uno de vuestros hijos.
La Autoridad se encogió de hombros:
—No lo sabía. Hace cuarenta y ocho años que dejaron a unos cuantos de nosotros para vengar sus muertos en esa estúpida y recalcitrante raza a la que pretendes pertenecer. Por de pronto, gracias a mí es de esperar que habrá tantos de los nuestros, con nuestra sangre, como para facilitar una completa invasión. Sin embargo, cuando tu madre nació, no existía esa posibilidad.
—Hábleme de Dorn —dijo Ezve, aliando el tono de su voz.
—Dime dónde está el papel. Ya sabes que no lo hemos encontrado; de lo contrario, ahora, en lugar de recibirte, te habría dado muerte. No debías haberlo tenido nunca. Fue un duro golpe para mí cuando me enteré, a través de uno de mis agentes secretos, de que faltaba una copia, la que tenía tu abuelo. Entonces descubrimos que se había rebajado a casarse directamente con una mujer de la Tierra. Y cuando me di cuenta de que eras nieta de él, sospeché que el papel lo tenías tú. Ordené a Arcil que te permitiera entrar en la conspiración por este motivo, aunque sin confiarle tu verdadera identidad. Mirándolo así, tú misma eres la responsable de que se haya reclutado a Dorn, como medio para llegar a ti.
Y la Autoridad prosiguió:
—Galef intentó encontrar el papel para salvarte, pero se lo impedimos. Iba muy decidido. Dije a Arcil que era una equivocación ocultarle su verdadera ascendencia, pero jamás tuvo confianza en él. La consecuencia es que se enamoró de ti.
Ezve se estremeció.
—¡Dios mío! —exclamó—. Y yo creía que me odiaba… Hábleme de Dorn.
La Autoridad sonrió.
—Tenías que haber visto la cara que puso Dorn cuando dije: «Entra, Ezve», y una muchacha completamente desconocida para él entró y se le acercó. Seguramente pensó que había perdido el juicio. Yo estaba comprobando su reacción emocional.
—Admiro su sentido del humor… ¿Dónde está Dorn?
Por primera vez el dictador perdió la serenidad.
—Hija, no seas necia. Hay otros muchos problemas importantes que discutir antes que el de un joven aborigen.
—No para mí. No le daré el papel si no es a cambio de Dorn, sano y salvo.
—¡Tonterías! ¡Muchacha, sé juiciosa y date cuenta de la situación! Estamos casi al final. La mayoría de esos pobres idiotas están reducidos a la apatía; a los pocos que se rebelan los eliminamos con la muerte o el destierro, si bien la mayoría de sus cabecillas ingresan en nuestra leal guardia, la POI, convencidos de que son los elementos de una futura democracia. Sólo quedan pocos años para poder transmitir la señal y proceder a la Gran Invasión apoderándonos de todo el planeta para civilizarlo. ¿Harás que la suerte de un terrestre prevalezca sobre todo esto?
—Dorn —dijo ella, insistiendo.
La Autoridad respiró profundamente:
—Bien. Necesito ese papel. Dime dónde puedo hallarlo y tendrás a Dorn.
—Primero, Dom.
—Eres tan terca como él. Está preso en una celda, ha rechazado mi oferta para ser miembro de la POI hasta que no aceptes tú. Los demás de su grupo se hallan camino de Brasil y ya no puedo hacer nada por ellos. Vale más que sigan creyendo que marchan a una idílica colonia, como les hemos asegurado…
Se rió. Después miró fijamente a la muchacha, que no le perdía de vista:
—Te advierto, Ezve, que no permitiré que perjudiques nuestros planes. Si alguna vez dices a Dorn o a otra persona quiénes somos, me enteraré y moriréis inmediatamente. —Y añadió—: Si divulgases a alguien más de la Tierra el contenido de ese papel, lo creas o no, morirías en seguida y de una manera espantosa.
—Le prometo no decir nada. Ahora entrégueme a Dorn y le indicaré dónde puede encontrar el papel.
La Autoridad la volvió a mirar fijamente.
—¿Has hablado de este documento con alguien más?
—Nadie ha visto ese papel desde que yo lo tengo —dijo Ezve con seguridad—, y no he explicado a nadie ni su contenido ni sus cifras.
—¿Tienes alguna idea de lo que esa fórmula significa? ¿Cómo lograste conseguirla?
—Mi madre me la entregó cuando estaba moribunda. No entendía el contenido, pero su padre, mi abuelo pelageriano, se lo había dado a conocer a su vez al morir, diciéndole que tenía gran valor y que debía conservar aquel documento en lugar seguro para ser entregado de generación en generación, pues llegaría el día en que sería de una utilidad inestimable.
—Fue un perro traidor —exclamó bruscamente la Autoridad—. Tiene suerte de estar muerto. Tu abuela pudo ser una mujer fascinante, pero él fue un traidor.
Guardó silencio un momento, mientras movía una mano por encima del comunicador.
—No has contestado mi pregunta: ¿entiendes el papel?
—No lo comprendí durante mucho tiempo. Pero ahora sí lo entiendo. Estuve estudiándolo hasta descubrir que usted y sus agentes no son más que pelagerianos encubiertos.
—Tú lo eres, tú misma eres pelageriana. Hija mía, en realidad tendría que eliminarte porque sabes ya demasiado. Sin embargo, tú sola no puedes perjudicarnos; te he dado mi palabra y tú me has dado la tuya, y ningún otro pelageriano lo sabe. Además, confieso que siento cierta debilidad por mis hijos, a pesar de que jamás he visto a las madres que los han engendrado. Bien —pulsó un botón—. ¡Traigan al prisionero Dorn! —ordenó por el comunicador—. Estará aquí dentro de un momento. Ahora, dime: ¿dónde está el papel?
—Desconecte el rayo que se encuentra junto a la puerta, si es que aquí lo tiene. Se lo diré cuando vea entrar a Dorn, sano y salvo.
—Realmente eres hija mía —dijo la Autoridad hoscamente.
Los ojos de Ezve estaban clavados en la puerta, que se veía transparente gracias al rayo. Durante unos diez minutos estuvieron sentados en medio de un tenso silencio. Luego la muchacha suspiró, su rostro se puso radiante de alegría y se levantó.
—Ah, sí, el papel —dijo apresuradamente—. Una vez, cuando estudiaba en la Universidad, leí un libro muy antiguo publicado antes de la aparición de la cinta. Se titulaba La carta robada. Decía cómo una carta bien oculta no podía ser hallada por quienes la buscaban aun teniéndola delante. Nuestro documento, mal enrollado y con la lista de una compra al dorso, está guardado en el espejo del ropero de mi departamento.
—Así —decía Ezve a Dorn a los dos meses de estar casados— no he faltado a mi palabra dada a la Autoridad, pues nunca le prometí no descubrirte la verdad acerca de él, de Arcil y el resto de sus agentes; mas, ¿quién se enterará de que tú sabes tal cosa si no lo cuentas a nadie mientras esté en el poder?
—Y, desde luego, no lo diré ni al mismo Galef.
—Y has de guardarte mucho de hacerlo, sobre todo, a Galef. ¡Pobre muchacho! Sería un duro golpe para él. ¿Sabes, Dorn, que la Autoridad me dijo que Galef estaba enamorado de mí? No puedo ni creerlo, siempre se ha mostrado tan descortés conmigo…
—Lo sospechaba, pero no me atrevía a decírtelo. Creo que no quería que te unieras a nosotros por el peligro que representaba para ti.
—Volviendo a la Autoridad —continuó Ezve—, todo cuanto le prometí fue que no revelaría el contenido del papel. Y cumpliré mi palabra. Desde luego, los agentes de la POI se lo entregaron tan pronto como lo hallaron. Pero lo retuve mucho tiempo en mi memoria antes de poder darme cuenta de su significado. Él está seguro de que lo averigüé, pero cree que no puedo perjudicarles. Por lo tanto —prosiguió—, aún quedan algunos de nuestro grupo que pueden integrarse en un núcleo mayor, hasta crear en todo el planeta un ejército adiestrado, o más bien una fuerza de vanguardia. Claro que la Autoridad los denominaría espías.
—Pero, ¿por qué? Después de nuestra tentativa, parece que la Autoridad ha ordenado a sus agentes que dejen de actuar. Desde entonces no se ha producido ningún levantamiento serio. Hay que reconocer que constituyen una fuerza civilizada y que nos estamos beneficiando de su conocimiento superior. Aunque de mala gana, he llegado a la conclusión de que hemos sido unos necios y nos hemos dejado engañar. Creo que sólo desean tener la satisfacción de saber que gobiernan la Tierra.
—No, Dom. Quieren mucho más que eso. Recuerda, la Autoridad me dijo que estaban aquí para vengar las muertes que causamos a los pelagerianos. Su principal objetivo consiste en apoderarse totalmente de la Tierra. Se han percatado de que su primer método no dio resultado, pero puedes tener la seguridad de que están planeando otro. Entonces, los pelagerianos se convertirán realmente en nuestros gobernantes y nosotros seremos sus esclavos. Soy casi pelageriana, Dorn, pero lo suficientemente humana como para desear que nuestro planeta pertenezca a sus habitantes.
—Hermosa idea, Ezve. ¡Así pensamos todos! No obstante, ¿cómo podremos luchar contra ellos? Aun suponiendo que lográramos adiestrar a un ejército, ellos podrán seguir trayendo gente y más gente de Pelageria hasta acabar por someternos a todos. No olvides que supieron cómo encontrarnos, pero nosotros jamás conseguiremos descubrir de dónde vinieron.
La voz de Ezve se endureció.
—Podríamos adelantarnos a ellos si contáramos con un ejército y tuviéramos nuestras fuerzas espaciales para invadirles. Aunque no resultaran totalmente derrotados, sería suficiente, ya que sé muy bien cómo piensan. Son gente muy lógica y razonable; en realidad, no son belicosos. Dejaron a la Autoridad y a los demás para poder vengarse. Pero en medio siglo fueron apagándose los sentimientos de odio. Tenemos que demostrarles que no somos seres primitivos para someternos o esclavizarnos, sino una raza potencialmente como la suya en un mismo plano de igualdad. Entonces estoy convencida de que retirarían sus representantes y abandonarían su idea, esperando que la humanidad se restableciera de tan rudo golpe y progresara hasta conseguir el mismo nivel de ellos, con lo cual nuestros dos planetas podrían cooperar pacíficamente. Y la mejor demostración sería disponer de unas fuerzas bien adiestradas para invadirles, evitando luchar. Creo que gracias a sus propios esfuerzos, en este punto te doy la razón, ya hemos logrado ese grado de superación.
Dorn suspiró:
—Hermoso sueño, queridísima Ezve; y estaría completamente de acuerdo contigo si no existiese algo insuperable. Como te dije, ellos nos conocen perfectamente, mientras que nosotros no tenemos la menor idea de su procedencia.
—Dorn, Dorn, ¡querido Dorn!
Los ojos de Ezve resplandecían.
—¿No lo has adivinado aún? Yo conozco la fórmula de aquel papel. Yo puedo guiar a nuestro ejército. ¡Es la fórmula para establecer las comunicaciones espaciales con Pelageria!