El hermano Francis Gerard de Utah no habría descubierto nunca el documento sagrado si no hubiera sido por aquel peregrino que se le apareció en el desierto durante su ayuno cuaresmal. El hermano Francis jamás había visto antes un peregrino vestido con taparrabos, pero una simple ojeada le convenció de que aquélla era la prenda genuina. El peregrino era un tipo viejo y larguirucho que llevaba un bastón y un gran sombrero. Su poblada barba tenía manchas amarillentas alrededor del mentón. Cojeaba, y de uno de sus hombros pendía un pequeño odre. Un trozo de arpillera, sucio y harapiento, ceñía la parte inferior de su tronco, y aparte de su sombrero y sus sandalias no vestía otra prenda. Mientras caminaba iba silbando de forma discordante.

El peregrino se presentó arrastrando los pies por el abrupto camino del norte. Parecía dirigirse hacia la abadía de los hermanos de Leibowitz, situada diez kilómetros al sur. Ambos hombres se encontraron en una zona de viejos escombros. El peregrino dejó de silbar y miró fijamente al hermano Francis. Y el monje desvió la mirada para no infringir las normas de soledad propias de los días de ayuno. Francis Gerard prosiguió su trabajo de reunir grandes piedras con las que completar la protección contra los lobos de su refugio temporal. El hermano Francis, debilitado por los diez días que llevaba sometido a una dieta de cactus, descubrió que sus tareas le habían causado un cierto aturdimiento. Había estado observando un paisaje resplandeciente y repleto de motas negras, y al principio pensó que aquella barbuda aparición era un espejismo causado por el hambre.

—¡Hola! ¡Hola! —saludó la aparición, con un tono de voz placenteramente musical.

La regla del silencio prohibía que el joven monje respondiera. Lo único que podía hacer era sonreír tímidamente sin levantar la mirada del suelo.

—¿Es éste el camino de la abadía? —preguntó el peregrino.

El novicio asintió con la cabeza, sin alzar la vista, y se agachó para coger una piedra parecida a la tiza. El peregrino avanzó hacia él por entre los escombros.

—¿Qué estás haciendo con todas esas piedras? —inquirió.

El monje se arrodilló y escribió a toda prisa las palabras «Retiro y silencio» sobre una gran roca. Si el peregrino sabía leer, cosa poco probable, comprendería que estaba tentando al pecado al penitente y quizás le concediera la gracia de marcharse sin causar más problemas.

—¡Ah, bien! —fue la respuesta del peregrino. Permaneció inmóvil por un momento, mirando a su alrededor. Después golpeó una piedra muy grande con su bastón—. Me parece que ésta te será muy útil —ofreció servicialmente. Y luego añadió—: Bien, buena suerte. Y ojalá encuentres la Voz que buscas.

Como es lógico, el hermano Francis no intuyó que el desconocido se había referido a «Voz» con V mayúscula. Supuso simplemente que aquel viejo le había confundido con un mudo. Miró al peregrino mientras éste se alejaba silbando y le bendijo en silencio, deseándole un feliz viaje. Después siguió recogiendo rocas y construyendo un refugio del tamaño de un ataúd, que le permitiría dormir durante la noche sin ofrecerse como cena para los lobos.

Un rebaño de nubes cumuliformes cubrió el cielo en aquel momento. Tras haber tentado cruelmente al desierto, las nubes flotaban hacia las montañas para verter sobre ellas la bendición de la lluvia. Aliviado por su sombra, el hermano Francis se apresuró a concluir su trabajo antes de que las nubes volvieran a permitir el paso de los ardientes rayos solares. El monje no cesaba de musitar oraciones, invocando una auténtica Vocación. Tal era el propósito de su ayuno en el desierto.

Al cabo de un rato levantó la roca que el peregrino le había indicado.

El color de su rostro, avivado por el esfuerzo, desapareció al instante. Dio un paso atrás y dejó caer la piedra como si hubiera encontrado una serpiente.

En el suelo, medio aplastada, yacía una oxidada caja metálica…

La curiosidad le movió a acercarse, pero se contuvo. Había cosas y Cosas. Se santiguó a toda prisa y murmuró a los cielos una breve oración latina. Ya fortificado, volvió a dirigirse hacia la caja.

—¡Apártate de mi, Satanás!

Amenazó el objeto con el pesado crucifijo de su rosario.

—¡Vete, oh inmundo seductor!

Extrajo de sus vestiduras un pequeño hisopo y rápidamente roció la caja con agua bendita, como temiendo una sorpresa desagradable de aquella diabólica aparición.

—Si eres una criatura del diablo, ¡vete de aquí!

La caja no dio señales de haber quedado fulminada, ni tampoco explotó ni se hundió. No rezumaba ninguna sustancia blasfema. Simplemente, se quedó inmóvil, permitiendo que el viento del desierto evaporara las gotas santificantes.

—Amén —dijo el hermano, y se arrodilló para recoger la caja.

Se sentó entre los escombros y pasó casi una hora golpeando el metal con una piedra. En su mente surgió el pensamiento de que aquella reliquia arqueológica —pues era evidente que de ello se trataba— pudiera ser un signo celestial de su vocación. Pero apartó el pensamiento con la misma rapidez con que se había presentado. Su abad le había advertido severamente que no esperara ninguna Revelación personal de naturaleza espectacular. En realidad había salido de la abadía para ayunar y hacer penitencia durante cuarenta días y podía esperar una inspiración divina que le llamara a las Sagradas Ordenes, pero nunca una visión o una voz que le dijera «Francis, ¿dónde estás?»; tal cosa sería una vana presunción. Muchos novicios habían vuelto de sus vigilias en el desierto contando fábulas de augurios, signos y visiones celestiales, y el buen abad había adoptado una actitud muy severa respecto a las narraciones. Sólo el Vaticano tenía autoridad para decidir la autenticidad de hechos semejantes. «Una insolación no es indicativa de que debas profesar los sagrados votos de la orden», había gruñido el abad. Y a decir verdad, era muy raro que un aviso del Cielo llegara por otro medio que no fuera el oído interno, como una solidificación gradual de la certeza interior.

Sin embargo, el hermano Francis trató la vieja caja metálica con tanta reverencia como era posible mientras estaba golpeándola.

La tapa saltó de repente, despidiendo parte de su contenido. Se quedó atónito durante largo tiempo, sin atreverse a tocar nada y sintiendo un escalofrío que recorría su espalda. ¡Sí, era una antigüedad! El hermano Francis estudiaba arqueología y apenas pudo creer lo que estaba viendo. El hermano Jeris se desesperaría de envidia si viera esto, pensó, pero inmediatamente se arrepintió de su mezquindad y musitó al cielo su agradecimiento por un tesoro así.

Con dedos temblorosos, tocó el contenido para convencerse de su materialidad y empezó a examinarlo. Sus estudios le permitieron reconocer un destornillador —instrumento usado en tiempos para introducir en madera trozos de metal roscado— y un objeto para cortar con hojas no mucho más grandes que la uña de su pulgar, pero lo bastante potente como para partir trozos delgados de metal o hueso. También había una extraña herramienta con un podrido mango de madera y un pesado trozo de cobre que tenía adheridos algunos fragmentos de plomo fundido, pero no pudo reconocerlos. Otro objeto, un rollo de material negro y pegajoso, estaba tan deteriorado por el paso de los siglos que era imposible identificarlo. Había otros objetos metálicos muy raros, vidrios rotos y una diversidad de pequeños tubos con bigotes de alambre, del mismo tipo que los paganos de las montañas tenían por amuletos y que ciertos arqueólogos creían que se trataba de los restos de la legendaria machina analytica, cuya existencia se remontaba supuestamente a la época del Diluvio ígneo.

Examinó con gran cuidado todos los objetos y los extendió sobre una enorme piedra plana. El hermano Francis reservó para el final los documentos, que, como siempre, constituían el descubrimiento de más valor. Muy escasos documentos habían sobrevivido a la Época de la Simplificación, en la que masas ignorantes ávidas de venganza habían estrujado, destrozado y reducido a cenizas hasta los escritos sagrados.

El hallazgo del monje estaba formado por dos grandes hojas de papel y otras tres más pequeñas repletas de garabatos. El tiempo las había vuelto quebradizas, por lo que las manejó con suavidad y las protegió del viento con su ropa. Apenas eran legibles y estaban escritas en inglés antediluviano, una lengua ahora sólo usada por los religiosos, junto con el latín, y en el Ritual Sagrado. Fue deletreando lentamente las notas, reconociendo algunas palabras pero dudando de su significado. Una decía: Una libra brazuelo res, lata chucrut, seis roscas, para Emma. Y una segunda: No te olvides recoger formato 1040 para renta. La última de las notas era una simple columna de cifras con un total subrayado del que se restaba otra cantidad y, por último, se sacaba un tanto por ciento seguido de la palabra ¡maldición! El monje no pudo deducir nada de esto, como no fuera repasar las operaciones y comprobar que eran correctas.

Una de las hojas más grandes estaba tan enrollada que empezó a desmenuzarse en cuanto el hermano Francis trató de abrirla. Identificó las palabras PROGRAMA DE CARRERAS, pero nada más. Volvió a ponerla en la caja, pensando ya en el necesario trabajo de restauración.

La segunda hoja estaba doblada y los pliegues eran muy quebradizos, por lo que se limitó a separarlos un poco y atisbar entre ellos tanto como pudo.

Un plano… ¡Una red de líneas blancas sobre un fondo oscuro!

Volvió a sentir escalofríos en la espalda. Se trataba de un plano azul, un tipo extremadamente raro de documento antiguo muy apreciado por los estudiosos de la antigüedad, y generalmente un auténtico reto para investigadores e intérpretes.

Y por si el hallazgo no fuera ya toda una bendición, entre las palabras escritas en un recuadro en la parte inferior del documento se hallaba el nombre del fundador de su orden: ¡el Beato Leibowitz en persona!

La felicidad hizo que sus manos temblaran, estando a punto de romper el documento. Las palabras de despedida del peregrino sonaron como un eco en su mente: «Ojalá encuentres la Voz que buscas.» Voz, sí, con una V mayúscula formada por las alas de una paloma que desciende e iluminada en tres colores contra un fondo de hoja de oro. V como en Vere dignum y Vidi aquam al principio de una página del misal. V de Vocación, comprendió claramente el hermano Francis.

Después de echar otra ojeada al plano azul para asegurarse de que no estaba soñando, oró mentalmente: Beate Leibowitz, ora pro me… Sanete Leibowitz, exaudí me. La segunda invocación fue un tanto atrevida, ya que el fundador de la orden no había sido canonizado todavía.

Olvidando la advertencia de su abad, el hermano Francis se puso bruscamente en pie y observó el brillante terreno que se extendía hacia el sur en la dirección tomada por el viejo ermitaño del taparrabos. Pero su benefactor había desaparecido hacía largo tiempo. Debía haber sido un ángel de Dios, o incluso el Beato Leibowitz en persona. ¿Acaso no había sido él quien revelara la existencia de aquel tesoro milagroso, indicándole que cogiera aquella roca y pronunciando su profética despedida?

El hermano Francis permaneció inmóvil, sumido en un temor reverente, hasta que el sol adquirió una tonalidad rojiza sobre las montañas y la noche amenazó con engullirle en sus sombras. Por fin salió de su ensueño y recordó los lobos. Su don no tenía propiedades carismáticas para someter a las fieras salvajes y se apresuró a terminar su protección antes de que la oscuridad se adueñara del desierto. Al salir las estrellas volvió a encender su hoguera y se preparó para su única comida diaria: las bayas de cactus, pequeñas y de color púrpura, que constituían todo su alimento aparte del manojo de maíz tostado que un sacerdote le traía todos los sábados. A veces se sorprendía a sí mismo mirando ansiosamente las lagartijas que se deslizaban sobre las rocas y sufría pesadillas en las que se veía comiendo glotonamente.

Pero aquella noche el hambre fue una insignificancia en comparación con su deseo de volver a la abadía y anunciar a sus hermanos su maravilloso hallazgo. Cosa en la que, desde luego, no podía ni pensar. Con vocación o sin ella, debía quedarse en el desierto hasta completar el ayuno cuaresmal y continuarlo como si nada extraordinario hubiera ocurrido.

Construirán una catedral en este lugar, pensó ensoñadoramente sentado frente al fuego. La imaginó alzándose entre los escombros de la antigua ciudad, con sus majestuosos ápices visibles a varios kilómetros de distancia…

Pero las catedrales se erigían para ingentes masas de fieles, y en el desierto sólo vivían algunas diseminadas tribus de cazadores y los monjes de la abadía. Se resignó a soñar en un santuario que atrajera ríos de peregrinos vestidos con taparrabos… El hermano Francis acabó durmiéndose. Al despertar, la hoguera se había reducido a brasas resplandecientes. Algo sucedía. ¿Estaba realmente solo? Aguzó su mirada en la oscuridad.

La tenebrosa figura de un lobo retrocedió apartándose del lecho de tizones incandescentes. El monje dio un grito y se apresuró a resguardarse.

Ya al amparo de su guarida de piedras, tendido en el suelo y temblando, llegó a la conclusión de que aquel grito no había sido un quebrantamiento grave de la regla del silencio. Estrechó entre sus brazos la caja metálica y oró para que los días de la cuaresma pasaran rápidamente, mientras unas garras arañaban las piedras de su refugio.

Los lobos merodeaban todas las noches cerca de su escondrijo y la oscuridad se llenaba de sus aullidos. Los días eran crueles pesadillas de hambre, calor y abrasante sol. El novicio los dedicaba al rezo y a la recolección de leña, tratando de controlar su impaciencia por la llegada del mediodía del Sábado Santo, el final de la Cuaresma y de su vigilia.

Pero cuando llegó el día final, el hermano Francis estaba tan famélico que apenas sintió alegría. Entorpecido por la debilidad, preparó su zurrón, se bajó la capucha para protegerse del sol y se puso bajo el brazo su preciosa caja. Con quince kilos menos de peso y mucho más débil de lo que había estado el miércoles de Ceniza, recorrió dando tumbos los diez kilómetros que le separaban de la abadía y cayó exhausto, al llegar a la puerta del edificio. Los hermanos que le recogieron, lavaron, afeitaron y ungieron su desecada piel, explicaron posteriormente que el novicio no había cesado de hablar y delirar sobre una aparición vestida con taparrabos. Se había referido a ella como ángel o como santo, invocando una y otra vez el nombre de Leibowitz y agradeciéndole la revelación de unas reliquias sagradas y un programa de carreras.

Los comentarios se esparcieron por la congregación monástica y pronto llegaron a oídos del abad que, al enterarse, cerró casi por completo los párpados y apretó las mandíbulas.

—¡Quiero verle inmediatamente! —bramó el buen sacerdote.

Al escuchar aquel grito, un hermano que se encargaba de los archivos salió a toda prisa.

El abad empezó a ir de un lado a otro, mientras crecía su ira. No tenía nada que objetar a los milagros, siempre que fueran debidamente investigados, certificados y ratificados. En realidad, su fe se basaba en los milagros (aun cuando ello fuera incompatible con la eficiencia administrativa y el abad fuera administrador además de sacerdote). Pero el año pasado había tenido el caso del hermano Noyen y su milagroso lazo de verdugo, y hace dos años el del hermano Smirnov y la misteriosa curación de su gota al tocar una supuesta reliquia del Beato Leibowitz, y hace tres años… ¡Puf! No se podía tolerar incidentes tan frecuentes e injuriosos. Desde la beatificación de Leibowitz, aquellos jóvenes necios habían estado buscando milagros. Igual que pillos bonachones arañando la puerta del Cielo y pidiendo ansiosamente unas migajas.

Era muy comprensible, pero también muy insoportable. Todas las órdenes monásticas ansían la canonización de su fundador y gozan presentando cualquier cosa, por pequeña que sea, que pueda servir de apoyo a la causa. Pero el rebaño del abad se estaba descarriando, y su celo por los milagros hacía que en el Nuevo Vaticano no pudieran contener la risa al oír hablar de la Orden Albertina de Leibowitz. Había decidido que todos los nuevos portadores de milagros pagaran las consecuencias, bien en forma de castigo por una credulidad impetuosa e impertinente, o bien en forma de penitencia por el don de gracia recibido… si luego se verificaba el hecho milagroso.

Cuando el joven novicio llamó a la puerta, el abad había logrado llegar al deseado estado de ferocidad, pero sin que su aspecto apacible la evidenciara.

—Entra, hijo mío —musitó.

—¿Desea usted… —El novicio se interrumpió y sonrió de felicidad al ver que la caja metálica estaba sobre la mesa del abad— …verme, padre Juan?

—Sí… —El abad dudó por un instante. Cuando siguió hablando su voz aduladora tomó la cualidad de un ácido corrosivo—. O quizá seas el que quiera verme, ahora que te has hecho tan famoso.

—¡Oh, no, padre! —El hermano Francis se ruborizó y tragó saliva.

—Tienes diecisiete años y eres todo un idiota.

—Es muy cierto, padre.

—¿De qué increíble forma vas a explicar tu afrentosa vanidad, el creerte preparado para recibir las Sagradas Ordenes?

—No tengo ninguna explicación que ofrecer, mi guía y maestro. Mi orgullo pecaminoso es imperdonable.

—¡Pensar que es tan grande como para ser imperdonable es un rasgo de vanidad aún mayor! —rugió el abad.

—Sí, padre. Soy un despreciable gusano.

El sacerdote sonrió fríamente y recuperó su aspecto de calma expectante.

—¿Y estás dispuesto ahora a negar tus desvaríos febriles sobre un ángel que apareció para revelarte esta… esta chatarra?

—Yo… —El hermano Francis volvió a tragar saliva y cerró los ojos—. Temo que no puedo hacer tal cosa, maestro mío.

—¿Cómo?

—No puedo negar lo que he visto, padre.

—¿Sabes lo que te espera?

—Sí, padre.

—¡Pues prepárate a recibirlo!

Tras un suspiro de resignación, el novicio recogió sus ropas a la altura de su cintura y se inclinó sobre la mesa. El buen abad sacó de un cajón su gruesa regla de nogal y la descargó diez veces sobre el desnudo trasero del monje. El novicio respondió con un «Deo Gratias!» a cada regletazo, agradeciendo así la lección que estaba recibiendo sobre la virtud de la humildad.

—¿Vas a retractarte ahora? —preguntó el abad, al tiempo que se bajaba la manga.

—Padre, no puedo.

El sacerdote se volvió de espaldas y guardó silencio por unos instantes.

—Muy bien —prosiguió sucintamente—. Vete. Pero este año no profesarás tus solemnes votos con los demás hermanos. No esperes tal cosa.

El hermano Francis regresó llorando a su celda. Sus compañeros iban a ser monjes profesos de la orden, mientras que él debería aguardar otro año… y pasar un segundo período cuaresmal entre los lobos del desierto, en busca de una vocación que creía ya le había sido concedida enfáticamente. No obstante, fueron pasando las semanas y obtuvo cierta satisfacción al advertir que el padre Juan no había hablado demasiado en serio al referirse a su hallazgo como «chatarra». Las reliquias arqueológicas despertaron un considerable interés entre los hermanos. Emplearon mucho tiempo limpiando las herramientas, clasificándolas, volviendo manejables los documentos y tratando de descifrar su significado. Los demás novicios empezaron a comentar en voz baja que el hermano Francis había descubierto reliquias auténticas del Beato Leibowitz, en especial el plano azul que contenía la frase OP COBBLESTONE, REQ LEIBOWITZ AND HARDIN. La hoja de papel tenía varias manchas de color marrón que podían ser de su sangre o, tal como el abad indicó, máculas producidas por una manzana podrida. Pero el documento estaba fechado en el Año de Gracia de 1956, es decir, en la época que se suponía había vivido aquel hombre venerable. Una vida oscurecida ahora por la leyenda y el mito, de modo que podían determinarse muy pocos hechos ciertos sobre el Beato Leibowitz.

Se decía que Dios, para poner a prueba a la humanidad, se había dirigido a sabios de aquella época, entre ellos el Beato Leibowitz, ordenándoles que construyeran armas diabólicas y las pusieran a disposición de modernos faraones. No pasaron muchas semanas antes de que el hombre destruyera la mayor parte de su civilización y acabara con buena parte de la población. Tras el Diluvio ígneo llegaron las plagas, la locura y el inicio sangriento de la Era de la Simplificación. Los enfurecidos supervivientes despedazaron miembro a miembro a los políticos, técnicos y hombres de ciencia, y quemaron toda posible información que pudiera llevar a una segunda hecatombe. La palabra escrita y el hombre instruido fueron objeto del odio más feroz imaginable. Durante aquella época, la palabra «bobalicón» significaba «ciudadano honesto, recto y virtuoso», un concepto que en otros tiempos correspondía al término «hombre medio».

Muchos científicos y hombres de saber, para escapar a la justa ira de los bobalicones, huyeron al único santuario que iba a ofrecerles protección. Sólo la Madre Iglesia los acogió, vistiéndolos con hábitos de monje y tratando de ocultarlos a la furia del populacho. El santuario fue efectivo en algunas ocasiones, pero no en la mayoría de ellas. Los monasterios fueron invadidos, los archivos y libros sagrados arrojados a la hoguera y los refugiados apresados y colgados. Leibowitz huyó a la orden de los cistercienses, profesó sus votos, se convirtió en sacerdote y al cabo de doce años obtuvo permiso de la Santa Sede para fundar una nueva congregación monástica que recibió el nombre de «los albertinos», en honor a San Alberto el Grande, maestro de Tomás de Aquino y santo patrón de los científicos. La nueva orden se dedicó a la preservación del conocimiento, tanto el secular como el sagrado, y la obligación de sus miembros consistió en memorizar libros y documentos que pudieran ser obtenidos en secreto en todas partes del mundo. Finalmente, unos bobalicones identificaron a Leibowitz como antiguo científico, y el Beato fue martirizado en la horca. Pero la orden siguió existiendo, y numerosos libros fueron reproducidos de memoria cuando la posesión de documentos escritos dejó de ser un crimen. Con todo, las memorias de los monjes eran limitadas, y pocos de ellos estaban preparados para comprender la historia, las humanidades, las ciencias sociales y las ciencias físicas. Del inmenso acopio de conocimiento humano sólo sobrevivió una insignificante colección de libros manuscritos.

Y después de seis siglos de ignorancia, los monjes seguían conservando, estudiando y recopiando aquella colección. No les importaba en absoluto que el conocimiento que habían salvado fuera inútil o incluso incomprensible. La sabiduría estaba allí y seguiría estando con ellos aunque las tinieblas del mundo persistieran otros diez mil años. Su deber consistía en proteger aquel conocimiento.

El hermano Francis Gerard de Utah regresó al desierto un año más tarde y ayunó de nuevo en soledad. Y luego regresó a la abadía, débil y demacrado, para rendir cuentas ante su superior. El abad preguntó al novicio si afirmaba haber tenido nuevos encuentros con miembros de las Huestes Celestiales, o si había decidido desmentir su relato del año anterior.

—Maestro, no puedo negar lo que he visto —repitió el joven.

Una vez más, el abad le castigó en nombre de Cristo y pospuso de nuevo su ordenación sacerdotal. Pero el documento había sido enviado a un seminario para su estudio, tras redactar una copia. El hermano Francis no pasó de novicio, y continuó soñando melancólicamente en el santuario que quizá algún día se erigiría en el escenario de su hallazgo.

—¡Qué terquedad la de este muchacho! —dijo el abad sin poder contener su irritación—. ¿Cómo es que ningún otro hermano vio a ese ridículo peregrino, siendo así que aquel tipo desaliñado se dirigía hacia la abadía? Es un nuevo truco del abogado del diablo para confundirnos… ¡Y nada menos que un peregrino con taparrabos de arpillera!

El detalle de la arpillera preocupaba al abad, ya que la tradición afirmaba que Leibowitz había sido ahorcado con una bolsa de arpillera como capucha.

El hermano Francis pasó siete años en el noviciado, siete ayunos cuaresmales en el desierto, y adquirió una gran destreza en la imitación del aullido del lobo. Entre el jolgorio de sus hermanos, aullaba desde los muros de la abadía cuando se hacía de noche y lograba atraer la manada hasta las proximidades del edificio. De día, servía en la cocina, fregaba los suelos de piedra y proseguía sus estudios sobre los antiguos.

Un día llegó a la abadía un mensajero del seminario, montado sobre un asno y siendo portador de gozosas nuevas.

—Se sabe que los documentos encontrados cerca de aquí son auténticos por lo que respecta a su fecha de origen —dijo el mensajero—, y que aquel plano azul guarda cierta relación con el trabajo de vuestro fundador. Se enviará al Nuevo Vaticano para que prosigan allí su estudio.

—Entonces, ¿podría ser una verdadera reliquia de Leibowitz? —preguntó tranquilamente el abad.

Pero el mensajero no podía comprometerse tanto y se limitó a fruncir las cejas.

—Se dice que Leibowitz era viudo cuando se ordenó —prosiguió el mensajero—. Si pudiera descubrirse el nombre de su difunta esposa…

El abad recordó una de las notas que había en la caja. En ella se relacionaban ciertos artículos alimenticios para una mujer, detalle que llevó al superior de la abadía a enarcar a su vez las cejas.

Poco después llamó a su presencia al hermano Francis.

—Hijo mío —dijo el abad rebosante de alegría—, creo que ha llegado el momento de que profeses tus votos solemnes. Y deseo alabar tu paciencia y persistencia. No hablaremos más de tu… eh… encuentro con el… eh… peregrino del desierto. Eres un tonto de los buenos. Si lo deseas, puedes arrodillarte para que te dé mi bendición.

El hermano Francis suspiró y cayó desmayado. El abad le bendijo y le reanimó, y el novicio pudo por fin profesar los votos solemnes de los Hermanos Albertinos de Leibowitz, jurando que observaría toda su vida las virtudes de la pobreza, castidad, obediencia y respeto a las normas.

Al poco tiempo fue destinado a la sala de los copistas para iniciarse en la tarea bajo la guía de un anciano monje llamado Horner.

En aquella habitación pasaría sin duda alguna el resto de sus días, iluminando las páginas de los textos de álgebra con hojas de olivo y joviales querubines.

—Si lo deseas —le advirtió su maestro con la voz cascada típica de un anciano—, puedes dedicar cinco horas semanales a un proyecto aprobado que sea de tu gusto. En caso contrario, pasarás ese tiempo copiando la Summa Theologica y los fragmentos existentes de la Encyclopedia Britannica.

Tras meditarlo, el joven monje preguntó:

—¿Podría disponer de esas horas para elaborar una bellísima copia del plano azul de Leibowitz?

—No lo sé, hijo mío —contestó dubitativamente el hermano Horner—. Nuestro buen abad se muestra muy susceptible con respecto a este tema. Temo que…

El hermano Francis suplicó ansiosamente que le permitiera hacer aquel trabajo.

—Está bien —admitió de mala gana el anciano—. Parece un proyecto más bien breve, así que… te daré mi autorización.

El joven monje eligió la mejor piel de cordero que encontró y pasó varias semanas curándola, atiesándola y convirtiéndola en una superficie perfecta y tan blanca como la nieve. Durante varias semanas más estudió al detalle las copias de su precioso documento, familiarizándose con todas y cada una de las líneas y marcas existentes en la complicada trama de trazos geométricos y símbolos desconcertantes. No cejó en su examen hasta que pudo ver con los ojos cerrados la asombrosa complejidad del documento. Su trabajo continuó en la biblioteca del monasterio, buscando laboriosamente toda información que le diera una brizna de conocimiento sobre el significado del dibujo.

El hermano Jeris, otro monje muy joven que trabajaba con él en la sala de copistas y que a menudo le importunaba a propósito de sus milagrosos encuentros en el desierto, se presentó un día y curioseó lo que tan atareado tenía a su compañero.

—¿Puedo preguntarte el significado de Sistema de control transistorizado para la unidad 6-B?

—Resulta evidente que es el nombre de lo que este plano representa —respondió Francis, un poco enfadado por el hecho que Jeris se hubiera limitado a leer en voz alta el título del documento.

—Claro. Pero, ¿qué es lo que representa este plano?

—El sistema de control transistorizado para la unidad 6-B, es obvio.

Jeris rió burlonamente y el hermano Francis enrojeció.

—Supongo que representa un concepto abstracto —se explicó el segundo—, no una cosa concreta. Se ve claramente que no es una imagen reconocible de un objeto, a menos que la estilización de la forma requiera conocimientos especiales para distinguirla. En mi opinión, Sistema de control transistorizado es una elevada abstracción de valor trascendental.

—¿Y con qué campo del conocimiento está relacionada? —preguntó Jeris, sin dejar de mostrar su sonrisa burlona.

—Pues… Teniendo en cuenta que nuestro Beato Leibowitz era electrónico antes de su ordenación, supongo que el concepto pertenece al perdido arte que se denominaba electrónica.

—Así está escrito. ¿Pero cuál era el objetivo de aquel arte, hermano?

—También eso está escrito. El objetivo de la electrónica era el Electrón, que una fuente incompleta define como una Torsión Negativa de la Nada.

—Me impresiona tu agudeza. ¿Podrías explicarme el significado de tal definición?

El hermano Francis se sonrojó ligeramente y trató de encontrar una respuesta.

—La nada negativa debería producir algo —prosiguió Jeris—. ¿Estás de acuerdo? Así que el Electrón debe de haber sido una torsión de algo. A menos que lo negativo sea la «torsión», y en ese caso estaríamos «destorciendo la nada». —El hermano Jeris rió entre dientes—. Cuan inteligentes deben de haber sido estos antiguos. Francis, supongo que si perseveras aprenderás a destorcer la nada y llegaremos a tener el Electrón entre nosotros. ¿Dónde lo pondremos? ¿Quizá en el altar mayor?

—No lo sé —respondió Francis con cierto fastidio—. Pero tengo bastante fe en que el Electrón debe de haber existido en otros tiempos, por más que no pueda explicar cómo fue construido o qué uso tenía.

El iconoclasta Jeris volvió a su trabajo entre risas de mofa. El incidente atormentó al hermano Francis, pero no menguó su devoción al proyecto.

En cuanto hubo agotado la escasa información existente en la biblioteca sobre el perdido arte del fundador de los albertinos, se dedicó a preparar los bocetos preliminares de los dibujos que pensaba reproducir en la piel de cordero. El mismo plano azul, de significado tan oscuro, sería copiado con toda precisión empleando una tinta negra como el carbón. En cuanto a las letras y números, usaría unos caracteres más elegantes y vistosos que los del original. Además, el texto contenido en un cuadrado bajo el título DATOS ESPECÍFICOS sería distribuido con buen gusto en los bordes del documento, ocupando pergaminos y escudos que penderían de palomas y querubines. El hermano Francis decidió considerar el entramado geométrico como una espaldera para plantas. Las líneas negras del plano no serían tan austeras, y decoraría el conjunto con parras verdes y frutos dorados, pájaros y, posiblemente, una astuta serpiente. En lo alto habría una representación de la Trinidad y al pie el emblema de la Orden Albertina. Así, el Sistema de Control Transistorizado del Beato Leibowitz no sólo sería glorificado, sino también transformado en un conjunto llamativo, tanto para la vista como para el intelecto.

Una vez concluido el boceto preliminar, el hermano Francis lo mostró tímidamente al anciano Horner, esperando su aprobación o sus críticas.

—Por lo que veo —dijo su superior con aire de remordimiento—, tu proyecto no va a ser tan breve como esperaba. Pero… prosigue con él de todas formas. El diseño es muy bello, francamente bello.

—Gracias, hermano.

El anciano se aproximó para hacerle una confidencia.

—Hay rumores de que se ha acelerado la canonización del Beato Leibowitz —murmuró—. Por lo tanto, es posible que nuestro querido abad esté menos preocupado por… por lo que tú ya sabes.

Como es de suponer, la noticia fue felizmente acogida por todos los monjes de la orden. Desde la beatificación de Leibowitz había transcurrido mucho tiempo, pero el paso final para declararle santo podía requerir años y años, por más que el caso ya estuviera en estudio. Además, existía la posibilidad de que el Abogado del Diablo encontrara pruebas que imposibilitaran por completo la canonización.

El hermano Francis empezó a trabajar sobre la piel de cordero cuando ya habían pasado muchos meses desde que concibiera la idea original. Y pasarían años antes de que concluyera el proyecto, ya que la ornamentación, el trabajo extremadamente delicado de los grabados en oro y los diminutos detalles presentaban enormes complicaciones. A veces le dolía la vista y se pasaba semanas enteras sin atreverse a continuar, temiendo que un pequeño error echara a perder su obra. Lenta, penosamente, el viejo plano fue transformándose en un esplendor de belleza. Los hermanos de la abadía se detenían ante el trabajo de Francis para observarlo y comentarlo, e incluso algunos llegaron a decir que aquella inspiración tan portentosa probaba de sobras el encuentro del monje con el peregrino, que tal vez había sido el Beato Leibowitz en persona.

Los comentarios del hermano Jeris eran, no obstante, muy diferentes.

—No comprendo por qué no dedicas tu tiempo a un proyecto útil —solía decir.

Por aquel entonces, el escéptico monje usaba su tiempo libre en hacer y decorar pantallas para las lámparas de aceite de la capilla.

El hermano Horner, el viejo maestro copista, cayó enfermo. En cuestión de semanas resultó evidente que el apreciado monje estaba en el umbral de la muerte. El monasterio quedó sumido en el dolor, y el abad designó al hermano Jeris como encargado de la sala de copistas.

En los primeros días de Adviento tuvo lugar una Misa de Difuntos y los restos del anciano fueron devueltos a la tierra de su origen. Al día siguiente, el hermano Jeris informó a Francis que consideraba llegado el momento de que abandonara sus juegos infantiles y se comportara como un adulto. El monje obedeció sin rechistar. Envolvió en pergamino su precioso proyecto, lo protegió con una gruesa tela, lo guardó y pasó a ocuparse de las pantallas. No pronunció un solo murmullo de protesta y se confortó pensando que algún día también el alma del hermano Jeris seguiría el mismo camino que la del hermano Horner, para emprender la vida que allí, en la sala de copistas, estaba simplemente en su principio. Y después, con el favor divino, le sería permitido terminar su apreciado documento.

Pero la Providencia se encargó de que los acontecimientos siguieran un curso más rápido. Durante el verano siguiente se presentó en la abadía un dignatario eclesiástico, acompañado de varios clérigos y asnos. Explicó que llegaba del Nuevo Vaticano y que, en su calidad de abogado de Leibowitz en el proceso de canonización, deseaba investigar todas las pruebas disponibles en la abadía que fueran de utilidad para el caso. Se refirió también a una supuesta aparición del Beato ante un tal Francis Gerard de Utah. El recién llegado fue cordialmente acogido, siendo alojado en la habitación reservada a los prelados que visitaban la abadía y pródigamente servido por seis jóvenes monjes dispuestos a satisfacer cualquier de sus caprichos, aunque éstos eran escasos. En su honor se descorcharon los vinos más selectos y se asaron exquisitas codornices y correcaminos. Todas las tardes se entretenía al abogado con música de violín y actuaciones de payasos, por más que el visitante insistiera en que la vida de la abadía prosiguiera normalmente.

El abad hizo llamar al hermano Francis tres días después de aquella inesperada visita.

—Monseñor di Simone desea verte —dijo—. Hijo mío, si te dejas llevar por tu imaginación, nos veremos forzados a usar tus tripas como cuerdas de violín, entregar tu cadáver a los lobos y enterrar tus huesos en tierra no sagrada. Ahora puedes ir a presentarte ante monseñor.

El hermano Francis no necesitaba aquella advertencia. Después de su primer ayuno en el desierto y los delirios que siguieron, jamás había mencionado el encuentro con el peregrino, limitándose a responder las preguntas que le formularan al respecto. Y tampoco se había permitido especular sobre la identidad del peregrino. Pero que este tema despertara el interés de los altos dignatarios eclesiásticos… Preocupado por este último pensamiento, Francis llamó tímidamente a la puerta del visitante.

No obstante, su preocupación resultó exagerada. El prelado era un anciano afable y discreto que parecía muy interesado en la carrera del monje.

—Háblame ahora de tu encuentro con nuestro bendito fundador —dijo por fin, tras algunos comentarios preliminares.

—Pero, monseñor, nunca dije que se tratara del Beato Leibo…

—Claro que no dijiste tal cosa, hijo mío. Mira, tengo aquí un informe sobre el tema, recopilado a partir de otras fuentes. Me gustaría que lo leyeras para corregirlo o confirmarlo según convenga. —Se interrumpió para sacar un pergamino de su equipaje, y entregó el documento a Francis—. Como es lógico, el informe ha sido redactado siguiendo las versiones de personas que conocían de oídas el caso. Tú eres el único que puede dar la versión auténtica y por eso te pido que seas extremadamente meticuloso al leer este documento.

—Desde luego, padre. En realidad, todo lo ocurrido fue muy simple.

Pero el pergamino era muy extenso, y era obvio que aquel relato de oídas no era tan «simple». El hermano Francis empezó a leerlo, y lo que en principio fue recelo se transformó pronto en puro terror.

—Estás pálido, hijo mío —dijo el distinguido sacerdote—. ¿Hay algún error en el informe?

—Es que… esto no… ¡Todo fue muy distinto! El peregrino sólo pronunció unas cuantas palabras. Y sólo lo vi una vez. Lo único que pasó es que me preguntó por el camino de la abadía y señaló la roca en la que descubrí las reliquias.

—¿No hubo un coro celestial?

—¡Oh, no!

—¿Y tampoco es cierto lo de la aureola? ¿Y qué me dices de la alfombra de rosas que se iba formando mientras el peregrino caminaba?

—Lo juro ante Dios. ¡No sucedió nada de eso!

—Bien —suspiró el abogado—. Las historias de los viajeros siempre son exageradas.

El aspecto del abogado reflejaba tristeza, y Francis se apresuró a pedir disculpas, pero el prelado le respondió que aquello no tenía gran importancia para el caso.

—Existen otros milagros muy bien documentados —explicó—. Y de todos modos… hay buenas noticias respecto a los documentos que tú descubriste. Hemos descubierto el nombre de la esposa de nuestro fundador, fallecida antes de que Leibowitz se ordenara.

—¿De veras?

—Sí. Se llamaba Emily.

Monseñor di Simone pasó cinco días en el escenario del hallazgo, pese a la desilusión que el relato del hermano Francis le produjo. En su visita al lugar de los hechos le acompañó una tropa de ansiosos novicios de la abadía, todos armados de picos y palas. Una trabajosa excavación permitió al abogado regresar a la abadía con una pequeña colección de objetos diversos. Entre ellos se hallaba un grueso recipiente metálico lleno de una masa desecada que en otros tiempos pudo haber sido chucrut.

Antes de volver al Nuevo Vaticano, el prelado visitó la sala de copistas y se interesó por la copia del famoso plano azul que el hermano Francis había hecho. El autor arguyó que aquel trabajo carecía de valor, pero lo mostró con tanta ansiedad que sus manos temblaron alocadamente.

—¡Cespita! —exclamó el alto dignatario eclesiástico, que quizá no habría deseado ser tan expresivo—. Hijo mío, acaba este trabajo. ¡Acábalo!

El aludido dedicó una sonrisa al hermano Jeris, y éste desvió la mirada rápidamente, sin poder evitar que la sangre afluyera a la parte posterior de su cuello. Francis volvió a dedicarse al proyecto a la mañana siguiente, entre una profusión de panes de oro, plumas de ave, pinceles y tinturas.

Algún tiempo después llegó a la abadía otra caravana de asnos. También procedía del Nuevo Vaticano e incluía una multitud de clérigos que habían sido protegidos de los salteadores por un cuerpo de guardias armados. Al frente de la expedición iba otro alto dignatario eclesiástico provisto de pequeños cuernos y puntiagudos colmillos (o al menos, ésa fue la descripción que posteriormente dieron varios novicios). El recién llegado se presentó como el Advocatus Diaboli y explicó que se oponía a la canonización de Leibowitz. Venía a la abadía para investigar ciertos rumores increíbles e histéricos que habían llegado a oídos del Nuevo Vaticano. Desde el primer momento dejó bien claro que no toleraría ningún tipo de explicación que se basara en el sentimentalismo.

El abad le recibió cortésmente y le ofreció un catre metálico en una celda que daba al sur, tras excusarse por el hecho de que la habitación de los huéspedes era inhabitable debido a un caso de viruela que se había registrado no hacía mucho. El prelado fue atendido por sus propios clérigos y tuvo que conformarse con las hierbas y raíces que los monjes comían en el refectorio. Y finalmente tuvo lugar la temida entrevista entre él y el hermano Francis.

—Tengo entendido que eres propenso a los desmayos —dijo el Abogado del Diablo—. ¿Cuántos miembros de tu familia sufrieron de epilepsia o locura?

—Ninguno, excelencia.

—¡No me llames «excelencia»! —dijo bruscamente el prelado—. Y ahora voy a obligarte a que me digas la verdad sobre este asunto.

El tono con que había pronunciado sus últimas palabras daba a entender que aquello era como una simple operación quirúrgica que debería haber sido realizada hacía años.

—¿Sabes que existen medios para hacer que los documentos parezcan muy antiguos? —preguntó.

Los conocimientos de Francis no llegaban a tanto.

—¿Sabías que la esposa de Leibowitz se llamaba Emily y que Emma no es un diminutivo de Emily?

El hermano Francis no lo sabía. Pero recordó que, cuando era niño, sus padres no habían mostrado demasiado cuidado en la forma en que se llamaban el uno al otro.

—Si el Beato Leibowitz decidió llamarla Emma, entonces estoy seguro… —empezó a decir el hermano Francis.

El dignatario eclesiástico montó en cólera y arremetió con uñas y dientes contra el monje. Este quedó tan confuso que incluso dudó de que su encuentro con el peregrino hubiera sido real.

También este prelado quiso ver la copia del plano azul antes de volver al Nuevo Vaticano. Y también en esta ocasión el hermano Francis presentó su obra con manos temblorosas, aunque por motivos bien distintos: temía que le obligaran a posponer el proyecto. El visitante echó una rápida ojeada a la piel de cordero e hizo un gesto de aprobación, bien que contra su voluntad.

—Posees una vivida imaginación —admitió—. Pero esta cualidad tuya la conocemos desde hace tiempo, ¿no es cierto?

Los cuernos del prelado menguaron al menos tres centímetros y partió hacia el Nuevo Vaticano aquella misma tarde.

Fueron transcurriendo los años, arrugando los rostros y blanqueando el cabello de quienes en otro tiempo fueron jóvenes. Las eternas labores del monasterio siguieron su curso, proporcionando al mundo exterior una lenta sucesión de manuscritos copiados por primera o por enésima vez. El hermano Jeris, siempre ambicioso, pensó en construir una prensa de imprimir.

—¿Para qué? —preguntó el abad.

—Para aumentar nuestra producción —respondió Jeris.

—¿Ah, sí? ¿Y qué pretendes hacer con nuestra producción, una vez aumentada, en un mundo que se complace en su incultura? ¿Venderla a los campesinos para que enciendan con ella sus hogueras?

El hermano Jeris se encogió de hombros sin saber qué responder, y en la sala de copistas se siguió utilizando la clásica pluma de ave.

Siguió pasando el tiempo hasta que una primavera, poco antes de la Cuaresma, llegó un mensajero con felices noticias para la orden. El caso de Leibowitz había llegado a su fin. El cónclave de cardenales había sido convocado y se esperaba de un momento a otro que el fundador de la Orden Albertina pasara a formar parte del santoral. La noticia fue acogida con incontenible regocijo. En medio de aquella alegría, el abad, cuya avanzada edad apenas le permitía sostenerse en pie, llamó al hermano Francis.

—Su Santidad ordena que estés presente en la ceremonia de canonización de Isaac Edward Leibowitz —dijo el anciano con voz temblorosa—. Prepárate a partir. ¡Y no te desmayes en mi presencia!

El viaje al Nuevo Vaticano iba a durar al menos tres meses, quizá más. Todo dependía de la prisa que se diera el hermano Francis antes de que los inevitables ladrones le privaran de su asno. Yendo solo y desarmado, no podía esperar otra cosa. Lo único que llevaba encima era un cuenco para recoger limosnas y la copia iluminada del plano azul de Leibowitz, y confiaba en que los ignorantes salteadores no vieran utilidad al documento. No obstante, tomó una precaución y se puso un parche negro sobre el ojo derecho. Los palurdos eran gente muy supersticiosa, y hasta la simple visión del mal de ojo podía hacerlos huir. Y así, el hermano Francis se dispuso a obedecer las órdenes recibidas de su superior.

Al cabo de dos meses y algunos días de viaje, tropezó con su ladrón en el sendero de una montaña, rodeado de árboles y lejos de todo lugar habitado. El asaltador era un hombre de corta estatura pero fuerte como un toro, de aspecto tosco y mandíbulas graníticas. El individuo se puso en medio del camino, abrió las piernas y cruzó sus gruesos brazos, esperando la llegada de aquella menuda figura que iba a lomos de un asno. Parecía estar solo, y su única arma era un cuchillo que no se preocupó en sacar del cinto. El hermano Francis sufrió una gran desilusión. No lo había dicho a nadie, pero esperaba volver a encontrarse con el peregrino del desierto.

—Desmonta —dijo el ladrón.

El asno se detuvo y el hermano Francis se alzó la capucha para dejar al descubierto el parche negro de su ojo derecho. Después levantó un tembloroso dedo para tocar el trozo de tela, y empezó a quitárselo lentamente, como si allí debajo hubiera algo horrible. El ladrón echó atrás la cabeza y la carcajada que soltó pareció brotar del cuello del mismo Satanás. Francis murmuró un exorcismo, pero el asaltante siguió intacto.

—Vosotros, los sotanas, usáis ese truco desde hace muchos años —dijo el malhechor—. Desmonta.

El hermano Francis sonrió, se encogió de hombros y obedeció sin protestar.

—Le deseo un buen día, señor —dijo sonriente—. Puede quedarse con el asno. Creo que una caminata mejorará mi salud. —Volvió a sonreír y prosiguió su camino.

—¡Alto! —ordenó el ladrón—. Desnúdate. Y quiero ver lo que llevas en ese bulto.

El hermano Francis tocó su cuenco de pordiosero y adoptó un aire lastimoso, pero el salteador lanzó una carcajada despectiva.

—También conozco ese truco del pote de limosnas —dijo—. El último hombre que lo llevaba tenía un buen puñado de oro escondido en las botas. Desnúdate.

El hermano Francis mostró sus sandalias y después empezó a desnudarse. El ladrón registró las vestiduras y no encontró nada, por lo que las devolvió al monje.

—Ahora enséñame lo que llevas en ese bulto.

—Sólo es un documento, señor —protestó el religioso—. Únicamente tiene valor para su poseedor.

—Ábrelo.

El hermano Francis obedeció en silencio. La hoja de oro y el llamativo diseño resplandecieron brillantemente a la luz del sol que se filtraba entre el follaje. El asaltante se quedó con la boca abierta y luego lanzó un silbido de admiración.

—¡Qué maravilla! —exclamó—. A mi mujer le gustará tenerlo colgado en la pared.

El ladrón se quedó mirando fijamente el documento mientras el monje iba consumiéndose de desesperación. Si le has enviado para probarme, Señor, oró para sus adentros, ayúdame a morir como un hombre, porque si debe quitarme el documento, lo hará cuando Tu siervo ya sea cadáver.

—Envuélvemelo —ordenó el salteador, acariciando su barbilla con repentina decisión.

—Por favor, señor —gimió el monje—, no os llevéis la obra de toda una vida. Pasé quince años iluminando este manuscrito y…

—¡Vaya! ¿Así que lo hiciste tú mismo? —El ladrón echó hacia atrás la cabeza y volvió a reírse.

—No comprendo el motivo de su alegría, señor —dijo el sonrojado hermano Francis.

—¡Tú! —El ladrón señaló al monje entre enormes risotadas—. Quince años para hacer esta tontería… ¿A eso te dedicas? ¿Por qué? Dame una buena razón. ¡Quince años! ¡Ja, ja!

Francis le miró, enmudecido por el asombro, y no pudo pensar en una réplica que apaciguara aquel desprecio.

El religioso entregó con gran cuidado el documento. El ladrón lo cogió e hizo ademán de partirlo en dos.

¡Jesús, María y José! —gritó el monje, y se arrodilló en el camino—. ¡Por el amor de Dios, señor!

El salteador soltó una risita y arrojó el documento al suelo.

—Pelea por él —le desafió.

—¡Haré cualquier cosa, señor, cualquier cosa!

Se pusieron frente a frente. El monje se santiguó y recordó que la lucha había sido en tiempos un deporte autorizado por la divinidad. Se preparó para la batalla con una fe ciega.

Tres segundos después se encontró gimiendo y tendido de espaldas bajo una masa musculosa. El borde de una roca parecía estar partiéndole la columna vertebral.

El ladrón se rió por enésima vez y se levantó para recoger su trofeo.

El hermano Francis juntó las manos como si fuera a rezar, siguió al bandido arrastrándose sobre las rodillas y suplicó con toda la fuerza de sus pulmones. El ladrón se volvió hacia él.

—Supongo que estarías dispuesto a besarme las botas para que te lo devolviera —dijo.

Francis se aproximó y le besó fervientemente las botas. El gesto resultó excesivo incluso para un hombre tan curtido como el ladrón. Volvió a tirar al suelo el manuscrito, lanzó un juramento y montó en el borrico del monje. Este recogió el precioso documento y corrió tras el ladrón sin dejar de darle las gracias y dedicarle bendiciones. Francis miró por última vez la figura del salteador que se alejaba a lomos de su asno y alabó a Dios por la existencia de ladrones tan desprendidos.

Pero cuando el hombre desapareció entre los árboles, el monje sintió una repentina congoja. Quince años para hacer esta tontería… Todavía resonaba en sus oídos aquella voz burlona. ¿Por qué? Dame una buena razón. ¡Quince años!

No estaba acostumbrado a los rudos hábitos del mundo exterior, a tanta dureza y brusquedad. Aquellas palabras de mofa acongojaron su corazón y siguió su andadura con la mirada fija en el polvo del camino. Incluso pensó en abandonar el documento entre los matorrales y permitir que la lluvia lo destruyera… Pero el padre Juan había considerado aquella misión como una gracia divina y él, Francis, no podía presentarse en el Vaticano con las manos vacías. Este último pensamiento fortificó su espíritu.

Había llegado el momento. La ceremonia fue para el hermano Francis un espectáculo magnificente de sonido y actos solemnes, una explosión de colorido dentro de la majestuosa basílica. Una vez invocado el Espíritu infalible, se puso en pie un prelado. Era di Simone, advirtió Francis, el abogado del santo. Monseñor pidió a Pedro que se pronunciara a través de la persona de León XXII y pidió atención a todos los allí reunidos.

El Papa proclamó solemnemente que Isaac Edward Leibowitz era un santo, y la ceremonia concluyó. El antiguo y misterioso técnico pasó a pertenecer a la jerarquía celestial, y el hermano Francis susurró una respetuosa oración a su nuevo patrón mientras el coro entonaba el Te Deum.

El Pontífice entró de improviso en la sala de audiencias, donde aguardaba el menudo monje, cogiendo por sorpresa al hermano Francis y dejándole mudo durante unos instantes. Se apresuró a arrodillarse para besar el anillo del pescador y recibir la bendición. Al incorporarse advirtió que estaba ocultando el precioso documento, que lo aferraba contra su espalda como si se avergonzara de él. Los ojos del Papa captaron el detalle y sus labios esbozaron una sonrisa.

—¿Nos has traído un presente, hijo mío? —preguntó.

El monje tragó saliva, asintió estúpidamente y mostró su piel de cordero. El Vicario de Cristo lo contempló largo rato con rostro inexpresivo, haciendo que la inquietud del hermano Francis fuera aumentando a cada segundo que pasaba.

—No es nada —tartamudeó—. Es… es un m-miserable p-presente. Me avergüenza haber desperdiciado tanto tiempo en…

El Papa parecía no prestarle atención.

—¿Comprendes el significado de la simbología de San Isaac? —inquirió, observando con curiosidad el abstracto diseño del circuito.

El monje negó con un gesto de su cabeza.

—Sea cual fuere… —empezó a decir el Papa, aunque no terminó la frase.

El Pontífice sonrió y cambió de tema. Explicó que el hermano Francis había recibido aquel honor por razones que nada tenían que ver con su encuentro con el peregrino, sino por haber sacado a la luz importantes documentos y reliquias del santo. Los detalles del hallazgo no habían sido tenidos en cuenta por la Iglesia.

Francis tartamudeó su agradecimiento. El Papa volvió a contemplar el esplendoroso colorido del plano iluminado.

—Sea cual fuere su significado —repitió el Pontífice—, este fragmento de conocimiento volverá a la vida, por más que hoy esté muerto. —Sonrió y guiñó un ojo al monje—. Y nosotros lo conservaremos hasta que llegue ese día.

El menudo monje advirtió por primera vez que el Sumo Pontífice tenía un agujero en sus vestiduras. En realidad, sus ropas estaban raídas. La alfombra de la sala de audiencias presentaba trozos muy deteriorados, y la escayola del techo se caía a ojos vista.

Pero había libros en las estanterías que jalonaban las paredes. Libros bellísimos sobre temas incomprensibles, copiados por hombres cuya misión no consistía en entenderlos, sino en preservarlos. Y los libros seguían allí, aguardando.

—Adiós, hijo mío.

Y el pequeño custodio de la llama del conocimiento emprendió a pie el camino de vuelta a la abadía. Conforme se acercaba al lugar de su encuentro con el ladrón, el corazón del hermano Francis se sintió lleno de alegría. Y si aquel día resultaba ser festivo para el salteador, estaba dispuesto a pasar la noche allí y aguardar su retorno. Ahora ya tenía una respuesta que darle.