Él no sabe cuál de nosotros soy yo en estos días, pero ellos saben una cosa. Debes poseerte a ti mismo y nada más. Debes vivir tu propia vida y morir tu propia muerte… o de lo contrario morirás la de otro.

Los arrozales de Paragon III se extienden por cientos de kilómetros como un tablero de tundras, un mosaico azul y marrón bajo un cielo anaranjado y abrasante. Por la tarde, las nubes se agitan como el humo y los arrozales crujen y murmuran.

Una larga hilera de hombres marchaba entre los arrozales la tarde que nos escapamos de Paragon III. Hombres silenciosos, armados y vigilantes. Una larga línea de estatuas que se perfilaban contra el humeante cielo. Todos los hombres llevaban un arma. Todos tenían un transmisor-receptor en su cinto, con el auricular en el oído, el micrófono en el cuello y la brillante pantalla de visión atada a la muñeca como si fuera un reloj verdoso. La multitud de pantallas sólo mostraba una multitud de senderos individuales a través de los arrozales. Los indicadores no emitían más sonido que el crujido y chapoteo de las pisadas. Los hombres hablaban muy poco, gruñidos dirigidos a todos los demás.

—Nada aquí.

—¿Dónde es aquí?

—Los campos de Jenson.

—Te estás alejando demasiado hacia el oeste.

—Acércate a esa línea.

—¿Alguien se ocupó del arrozal de Grimson?

—Sí. Nada.

—Ella no ha podido ir tan lejos.

—Pueden haberla llevado.

—¿Crees que estará viva?

—¿Por qué iba a estar muerta?

El lento estribillo recorrió la larga hilera de batidores avanzando hacia el humeante crepúsculo. La fila de batidores oscilaba como una serpiente retorciéndose, pero sin cesar nunca en su despiadado avance. Cien hombres separados quince metros uno del otro. Mil quinientos metros de siniestra búsqueda. Un kilómetro y medio de colérica resolución, extendida de este a oeste en un recinto de animosidad. Cayó la noche y los hombres encendieron sus linternas. La ondulante culebra se convirtió en un collar de oscilantes diamantes.

—Aquí no hay nada.

—Nada aquí.

—Nada.

—¿Y los campos de Alien?

—Ahora los estoy revisando.

—¿La habremos perdido?

—Quizá.

—Volveremos atrás y nos aseguraremos.

—Tenemos trabajo para toda la noche.

—Nada en los arrozales de Alien.

—¡Maldición! ¡Tenemos que encontrarla!

—La encontraremos.

—Aquí está. Sector siete. Conexión.

La línea se detuvo. Diamantes inmóviles a la expectativa. Silencio. Todos los hombres observaron la brillante pantalla verde de sus muñecas, conectando el sector siete. Todas las pantallas mostraron una pequeña figura desnuda sobre el lodo de un arrozal. Junto a la figura se veía la estaca con el nombre del propietario: VANDALEUR. Los extremos de la línea convergieron hacia el arrozal de Vandaleur. El collar se convirtió en un racimo de estrellas. Un centenar de hombres reunidos en torno a un pequeño cuerpo desnudo, una niña muerta en un arrozal. No había agua en su boca. Su cuello presentaba marcas de dedos. Su rostro inocente estaba golpeado. Su cuerpo, destrozado. La sangre coagulada de su piel había formado duras costras.

—Murió hace tres o cuatro horas como mínimo.

—Su boca está seca.

—No ha muerto ahogada, sino golpeada salvajemente.

Los hombres maldijeron en voz baja en medio del calor y la oscuridad. Al recoger el cuerpo, uno de ellos detuvo a los otros y señaló las uñas de la niña. Había luchado con su asesino. Bajo las uñas había partículas de carne y brillantes residuos de sangre escarlata, aún líquida, todavía no coagulada.

—Esa sangre también debería estar coagulada.

—Curioso.

—No tanto. ¿Qué tipo de sangre es el que no se coagula?

—La de los androides.

—Parece que fue asesinada por uno de ellos.

—Vandaleur tiene un androide.

—Es imposible que la haya matado un androide.

—Tiene sangre androide bajo las uñas.

—La policía lo comprobará.

—La policía demostrará que estoy en lo cierto.

—Pero los androides no pueden matar.

—Es sangre de androide, ¿no?

—Los androides no pueden matar. Están hechos así.

—Pues parece que hicieron mal a uno de ellos.

—¡Dios mío!

Y aquel día el termómetro registró 92,9 gloriosos grados Fahrenheit.

Así que nos encontramos a bordo de la Paragon Queen camino de Megaster V, James Vandaleur y su androide. James Vandaleur contó su dinero y lloró. En el camarote de segunda clase le acompañaba su androide, una magnífica criatura sintética de facciones clásicas y grandes ojos azules. Sobre su frente, en un camafeo de carne, estaban las letras AM, indicativas de que se trataba de uno de esos raros androides de aptitudes múltiples, valorado en cincuenta y siete mil dólares al cambio corriente. Allí estábamos, llorando, contando y observando tranquilamente.

—Mil doscientos, mil cuatrocientos, mil seiscientos. Mil seiscientos dólares —sollozó Vandaleur—. Eso es todo. Mil seiscientos dólares. Mi casa fue valorada en diez mil. La tierra en cinco mil. Había muebles, coches, mis cuadros, grabados, mi avión, mi… Y sólo me quedan mil seiscientos dólares. ¡Dios mío!

Salté de la mesa y me dirigí hacia el androide. Cogí una tira de las maletas de cuero y golpeé al androide. No se movió.

—Debo recordarte —dijo el androide— que valgo cincuenta y siete mil dólares al cambio corriente. Debo advertirte que estás poniendo en peligro una propiedad valiosa.

—¡Maldita máquina loca! —gritó Vandaleur.

—No soy una máquina —replicó el androide—. El robot es una máquina. El androide es una creación química de tejido sintético.

—¿Qué te pasó? —chilló Vandaleur—. ¿Por qué lo hiciste? ¡Maldito seas! —Golpeó salvajemente al androide.

—Debo recordarte que no se me puede castigar —dije yo—. El síndrome placer-dolor no está incorporado a la síntesis del androide.

—Entonces, ¿por qué la mataste? —vociferó Vandaleur—. Si no fue por gusto, ¿por qué…?

—Debo recordarte que los camarotes de segunda clase de estas naves no están insonorizados —dijo el androide.

Vandaleur soltó la tira y se quedó en pie, jadeando y contemplando la criatura de su propiedad.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué la mataste? —pregunté.

—No lo sé —respondí.

—Primero fueron actos de malicia. Pequeñas cosas. Destrucción insignificante. Debí darme cuenta de que algo iba mal contigo. Los androides no pueden destruir. No pueden hacer daño. Ellos…

—El síndrome placer-dolor no está incorporado a la síntesis del androide.

—Luego llegó el incendio premeditado. Luego destrucción grave. Luego asalto físico… Aquel ingeniero de Rigel. Cada vez peor. Cada vez teníamos que irnos más deprisa. Ahora, un asesinato. ¡Dios mío! ¿Qué te ocurre? ¿Qué ha sucedido?

—El cerebro del androide no posee dispositivos de autocomprobación.

—Cada vez que teníamos que irnos era un paso atrás. Mírame ahora. En un camarote de segunda clase. Yo. James Paleologue Vandaleur. En tiempos, mi padre fue el más rico… Ahora, mil seiscientos dólares. Eso es todo lo que tengo. Y tú. ¡Maldito seas!

Vandaleur alzó la tira para golpear de nuevo al androide, pero se arrepintió y se derrumbó sobre una litera en medio de sollozos. Por fin recobró la calma.

—Instrucciones —dijo.

El androide de aptitudes múltiples respondió al instante. Se puso en pie y esperó órdenes.

—Ahora me llamo Valentine. James Valentine. Sólo estuve un día en Paragon III, para embarcarme en esta nave rumbo a Megaster V. Mi ocupación: agente de un androide AM, propiedad privada, que se alquila. Propósito de la visita: establecerme en Megaster V. Arregla los papeles.

El androide sacó de una bolsa el pasaporte y demás documentos de Vandaleur, buscó papel y lápiz y se sentó a la mesa. Falsificó las nuevas credenciales de Vandaleur con aquella mano precisa y perfecta que podía dibujar, escribir, pintar, tallar, grabar, fotografiar, diseñar, crear y construir. Su propietario me observaba lastimosamente.

—Crear y construir —murmuré—. Y ahora destruir. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué voy a hacer? ¡Cristo! Si tan sólo pudiera librarme de ti, si no tuviera que vivir de ti… ¡Dios mío! Si hubiese heredado un poco de valor en lugar de heredarte a ti…

Dallas Brady era la principal diseñadora de joyas de Megaster. Era bajita, regordeta, amoral y una ninfómana. Alquiló el androide de aptitudes múltiples de Vandaleur y me puso a trabajar en su tienda. Sedujo a Vandaleur. Una noche, en la casa de ella, Dallas preguntó bruscamente:

—Te apellidas Vandaleur, ¿verdad?

—Sí —murmuré. Y luego añadí—: ¡No! ¡No! Valentine, me llamo James Valentine.

—¿Qué sucedió en Paragon? Creía que los androides no podían matar ni destruir la propiedad. Son directrices e inhibiciones primarias incluidas en el momento de su sintetización. Todas las empresas garantizan que los androides no pueden matar.

—¡Valentine! —insistió Vandaleur.

—Por favor, no sigas —dijo Dallas Brady—. Lo sé desde hace una semana. Y no he llamado a la policía, ¿verdad?

—El apellido es Valentine.

—¿Quieres demostrarlo? ¿Quieres que llame a los polizontes? —Dallas se incorporó y cogió el teléfono.

—¡Por el amor de Dios, Dallas! —Vandaleur se levantó de un salto y pugnó por arrebatarle el aparato. Dallas, muy risueña, se defendió hasta que su acompañante desistió, llorando de vergüenza y desesperación.

—¿Cómo lo averiguaste? —preguntó finalmente…

—Los periódicos dedican páginas enteras al asunto. Y Valentine se parece mucho a Vandaleur. No es difícil adivinar la verdad, ¿no te parece?

—Supongo que no. No soy muy inteligente.

—Tu androide ha establecido todo un récord, ¿verdad? Asalto físico. Incendio premeditado. Destrucción. ¿Qué pasó en Paragon?

—Secuestró a una niña. Se la llevó a los arrozales y la mató.

—¿La violó?

—No lo sé.

—Te cogerán.

—¿Crees que no lo sé? ¡Cristo! Llevamos dos años huyendo. Varios planetas en dos años. Debo de haber abandonado cincuenta mil dólares en propiedades durante esos dos años.

—Será mejor que averigües lo que falla en tu androide.

—¿Cómo? ¿Acaso puedo ir a una clínica y pedir una reparación general? ¿Qué voy a decir? «Mi androide se ha convertido en un asesino. Arréglenlo.» Llamarán a la policía al momento. —Empecé a temblar—. Desmantelarán al androide en veinticuatro horas y quizá me acusen de cómplice de asesinato.

—¿Por qué no lo reparaste antes de que se volviera un asesino?

—No podía arriesgarme —explicó de mala gana Vandaleur—. Si empezaban a experimentar con lobotomías, química corporal y cirugía endocrina, me exponía a que destruyeran sus aptitudes. ¿Qué me habría quedado para alquilar? ¿De qué viviría?

—Podrías trabajar. La gente lo hace.

—¿Trabajar en qué? No soy bueno en nada. ¿Cómo iba a competir con androides y robots especialistas? ¿Quién puede hacer eso, a no ser que tenga un talento excepcional para un trabajo concreto?

—Sí. Eso es cierto.

—Siempre viví a costa de mi padre. ¡Maldito sea! Tuvo que arruinarse precisamente antes de morir. Me dejó el androide y nada más. Lo único que puedo hacer es vivir de lo que gano con él.

—Será mejor que lo vendas antes de que los polizontes te encuentren con él. Puedes vivir con cincuenta de los grandes. Invierte el dinero.

—¿Al tres por ciento? ¿Mil quinientos dólares anuales? ¿Cuando el androide me da el quince por ciento de su valor? Ocho mil al año, eso es lo que me da. No, Dallas. Tengo que seguir con él.

—¿Y qué vas a hacer con respecto a su gusto por la violencia?

—No puedo hacer nada… como no sea vigilar y rezar. Y tú… ¿qué piensas hacer al respecto?

—Nada. No es de mi incumbencia. Pero hay una cosa… Debería recibir algo por mantener la boca cerrada.

—¿Qué?

—El androide trabajará gratis para mí. Los demás que te paguen, pero yo no.

El androide de aptitudes múltiples funcionó. Vandaleur obtuvo sus honorarios y pagó sus gastos. Sus ahorros empezaron a crecer. Cuando la cálida primavera de Megaster V se convirtió en un ardiente verano, yo empecé a investigar granjas y propiedades. Era posible que nos estableciéramos allí permanentemente en cuestión de un año o dos, dado que las exigencias de Dallas Brady no se habían vuelto exageradas.

El primer día caluroso del verano, el androide empezó a cantar en el taller de Dallas Brady. Inclinado sobre el horno eléctrico que, además del tiempo, hacía insoportable la estancia en la tienda, cantó una vieja canción que había sido popular hacía medio siglo.

Oh, it’s no feat to beat the heat.

All reet! All reet!

So jeet your seat

Be fleet be fleet

Cool and discreet

Honey…

Cantó con una voz extraña, vacilante, y sus dedos perfectos quedaron apretados a su espalda, retorciéndose en una especie de danza. Dallas Brady se quedó sorprendida.

—¿Te sientes feliz, o algo por el estilo? —preguntó.

—Debo recordarte que el síndrome placer-dolor no está incorporado a la síntesis del androide —contesté—. All reet! All reet! Be fleet be fleet, cool and discreet, honey

Sus dedos abandonaron el ritmo y cogieron unas pesadas tenazas. El androide las metió en el brillante interior del horno, acercándose más para gozar de aquel calor tan agradable.

—¡Ten cuidado, maldito loco! —exclamó Dallas Brady—. ¿Es que quieres caerte dentro?

—Debo recordarte que estoy valorado en cincuenta y siete mil dólares al cambio corriente —dije—. Está prohibido poner en peligro una propiedad valiosa. All reet! All reet! Honey

Retiró del horno eléctrico un crisol de oro resplandeciente. Se volvió, dio unos brincos espantosos, cantó alocadamente y arrojó una pastosa masa de oro fundido sobre la cabeza de Dallas Brady. La mujer chilló y cayó al suelo, con el cabello y las ropas ardiendo y la piel chisporroteando. El androide volvió a verter más oro mientras seguía brincando y cantando.

—Be fleet be fleet, cool and discreet, honey…

Sin dejar de cantar, prosiguió derramando más y más oro fundido. Fue entonces cuando salí del taller y me reuní con James Vandaleur en la habitación de su hotel. Las chamuscadas ropas y los retorcidos dedos del androide advirtieron a su dueño que algo marchaba muy mal.

Vandaleur se presentó inmediatamente en el taller de Dallas Brady, miró una sola vez, vomitó y huyó. Tuve el tiempo suficiente para hacer una maleta y reunir novecientos dólares en valores útiles. Vandaleur compró un pasaje de tercera clase en la Megaster Queen, que partía aquella misma mañana hacia Lyra Alpha. Me llevó con él. Lloró, contó su dinero y volvió a golpear al androide.

Y el termómetro del taller de Dallas Brady registró 98,1 hermosos grados Fahrenheit.

En Lyra Alpha nos escondimos en un pequeño hotel cerca de la universidad. Allí, Vandaleur magulló cuidadosamente mi frente hasta que las letras AM quedaron ocultas por la hinchazón y la decoloración de la piel. Las letras reaparecerían… aunque al cabo de varios meses, y mientras tanto Vandaleur confiaba en que se olvidara la persecución de un androide AM. El androide fue alquilado como trabajador normal en la central energética de la universidad. Vandaleur, ahora James Venice, vivía de las escasas ganancias del androide.

Yo no me sentía demasiado infeliz. La mayoría de los otros residentes del hotel eran estudiantes universitarios, con la misma escasez de recursos pero deliciosamente jóvenes y entusiastas. Había una chica encantadora de ojos vivaces y mente ágil. Se llamaba Wanda, y ella y su novio, Jed Stark, mostraban un enorme interés por el androide asesino del que hablaban todos los periódicos de la galaxia.

—Hemos estado estudiando el caso —dijeron Wanda y Jed en una de las ocasionales fiestas estudiantiles que tuvo lugar una noche en la habitación de Vandaleur—. Creemos saber cuáles son las causas y vamos a hacer un informe. —Estaban muy excitados.

—¿Las causas de qué? —quiso saber alguien.

—Del comportamiento violento del androide.

—Es un problema de desajuste, ¿no? Química corporal fuera de control. Quizá una especie de cáncer sintético, ¿no os parece?

—No. —Wanda dedicó a Jed una mirada de mal disimulado triunfo.

—Bien, ¿de qué se trata?

—De algo concreto.

—¿El qué?

—Ya lo explicaremos.

—Oh, vamos.

—No insistas.

—¿No piensas decírnoslo? —pregunté—. Yo… Nosotros estamos muy interesados en saber qué puede fallar en un androide.

—No, señor Venice —replicó Wanda—. Es una idea única y no queremos compartirla. Con una tesis así podemos establecernos como profesionales para toda la vida. No podemos correr el riesgo de que alguien nos la robe.

—¿No puedes darnos una pista?

—No, ni siquiera una pista. No digas una palabra, Jed. Pero le diré una cosa, señor Venice. No me gustaría ser el propietario de ese androide.

—¿Lo dices por la policía? —pregunté.

—Me refiero a la proyección psicológica, señor Venice. ¡Proyección! Ese es el peligro… Y no diré nada más. Ya he dicho demasiado.

Escuché pasos afuera y una voz ronca que cantaba en tono apagado: «Be fleet be fleet, cool and discreet, honey…» Mi androide entró en la habitación, ya cumplidos sus deberes en la central energética de la universidad. No fue presentado. Le hice un gesto. Inmediatamente respondí a la orden y fui hacia el barril de cerveza para sustituir a Vandaleur en la tarea de servir a los invitados. Sus expertos dedos se retorcieron en una especie de ritmo personal. Poco a poco fue cesando aquel movimiento y finalizó el extraño canturreo.

Los androides no eran algo anormal en la universidad. Los estudiantes de mejor posición tenían androides aparte de coches y aviones. El androide de Vandaleur no suscitó comentarios, pero la joven Wanda era muy observadora e inteligente. Advirtió las magulladuras de mi frente y meditó de nuevo en la tesis histórica que ella y Jed Stark iban a redactar. Al acabar la fiesta se dirigió hacia su habitación, en el piso de arriba, conversando con Jed mientras subían las escaleras.

—Jed, ¿por qué ese androide tiene la frente magullada?

—Es posible que se hiriera, Wanda. Trabaja en la central de energía y allí hay aparatos muy pesados.

—¿Sólo eso?

—¿Qué otra cosa se te ocurre?

—Podría ser una magulladura apropiada.

—¿Apropiada para qué?

—Para ocultar lo que hay grabado en su frente.

—Eso es absurdo, Wanda. No hacen falta marcas en la frente para reconocer a un androide. Como tampoco te hace falta ver la marca de un coche para saber que es un coche.

—No me refiero a que quiera hacerse pasar por humano, sino a que simule ser un androide de menos categoría.

—¿Por qué?

—Suponte que tuviera las letras AM en su frente.

—¿Aptitudes múltiples? ¿Y cómo es que Venice lo malgasta alimentando el fuego de los hornos cuando podría ganar más…? ¡Ah, ah! ¿Te refieres a que podría tratarse de…?

Wanda asintió con un gesto.

—¡Vaya! —Stark frunció los labios—. ¿Qué hacemos? ¿Llamamos a la policía?

—No. En realidad no sabemos si es un AM. Si esto es cierto y resulta ser el androide asesino, nuestra tesis sigue siendo lo más importante. Es nuestra gran oportunidad, Jed. Si es ese androide podemos efectuar una serie de pruebas controladas y…

—¿Cómo nos aseguraremos?

—Muy fácil. Película infrarroja. Revelará lo que hay bajo la magulladura. Pide prestada una cámara y compra película. Entraremos a escondidas en la central de energía mañana por la tarde y haremos algunas fotos. Luego nos enteraremos de la verdad.

A la tarde siguiente entraron sin ser vistos en la central de la universidad. Era un sótano inmenso situado a gran profundidad. Un lugar oscuro y sombrío, iluminado por los resplandores que surgían de las puertas de los hornos. Entre el rugido del fuego, Wanda y Jed escucharon una voz extraña gritando y cantando, levantando ecos en la bóveda: «All reet! All reet! So jeet your seat. Be fleet be fleet, cool and discreet, honey…» Y vieron una figura haciendo cabriolas y siguiendo el ritmo de una loca banda acorde con la música que cantaba. Las piernas y los dedos de las manos se retorcían, los brazos se agitaban.

Jed Stark alzó la cámara y empezó a tomar fotos con el carrete de película infrarroja, concentrándose en aquella cabeza oscilante. Luego, Wanda chilló. Yo les había visto y me precipité sobre ellos blandiendo una pala de acero que aplastó la cámara y los derrumbó a ambos, primero a la chica, luego al chico. Jed trató de enfrentarse a mí, jadeando hasta quedar en una situación desesperada. Luego el androide los arrastró hasta el horno y les arrojó a las llamas con gran parsimonia en una escena horrible. Brincaba y cantaba. Luego volvió a mi hotel.

El termómetro de la central energética registró 100,9 criminales grados Fahrenheit. All reet! All reet!

Adquirimos pasajes de tercera clase en el Lyra Queen, y Vandaleur y el androide hicieron los más insólitos trabajos para ganarse la comida. Durante las guardias nocturnas, Vandaleur se sentaba solo en la parte delantera del entrepuente con una carpeta en su regazo, descifrando el contenido. Aquella carpeta era todo lo que había podido llevarse de Lyra Alpha. La había robado de la habitación de Wanda. Llevaba el título ANDROIDE y contenía el secreto de mi enfermedad.

Y en su interior sólo había periódicos. Montones de periódicos de toda la galaxia, impresos, microfilmados, grabados, fotocopiados… El Star-Banner de Rigel… el Picayune de Paragon… el Times-Leader de Megaster… el Herald de Lalande… el Journal de Lacaille… el Intelligencer de Indi… el Telegram-News de Eridani… All reet! All reet!

Sólo periódicos. Todos y cada uno de ellos contenían un relato sobre la espantosa carrera criminal del androide. Y también noticias, nacionales e internacionales, deportes, notas de sociedad, el tiempo, informes portuarios, la bolsa, historias de interés humano, películas, concursos, crucigramas… En alguna parte de aquella masa de hechos inconexos se hallaba el secreto que Wanda y Jed habían descubierto. Vandaleur examinó los periódicos sin esperanza alguna. No podía hacer nada. So jeet your seat!

—Te venderé —dije al androide—. Ojalá te pudras. Cuando aterricemos en Terra te venderé. Me conformaré hasta con el tres por ciento de tu valor.

—Valgo cincuenta y siete mil dólares al cambio corriente —repliqué.

—Si no puedo venderte, te entregaré a la policía —dije.

—Soy una propiedad valiosa —respondí—. Está prohibido poner en peligro una propiedad valiosa. No me destruirás.

—¡Dios te maldiga! —chilló Vandaleur—. Conque se trata de eso, ¿eh? Tienes confianza en que yo te proteja. ¿Ese es tu secreto?

El androide de aptitudes múltiples le observó con sus ojos serenos y expertos.

—A veces es una buena cosa ser propiedad de alguien —opinó.

La temperatura era de tres grados bajo cero cuando la Lyra Queen llegó al espaciopuerto de Croydon. El hielo y la nieve del viento se convertían en vapor bajo los retropropulsores de la nave. Los pasajeros, entumecidos por el frío, cruzaron la oscura pista hacia la aduana y de ahí se embarcaron en el autobús que iba a llevarlos a Londres. Vandaleur y el androide no tenían ni un centavo y se vieron obligados a ir andando.

A medianoche llegaron a Picadilly Circus. La ventisca de diciembre no había amainado, y la estatua de Eros estaba cubierta de hielo. Giraron a la derecha, caminaron hacia Trafalgar Square, y luego por el Strand hacia el Soho, estremeciéndose de frío y sintiendo la humedad en sus huesos. Antes de llegar a Fleet Street, Vandaleur vio una figura solitaria que venía de St. Paul Street. Empujó al androide a una callejuela.

—Necesitamos dinero —musitó. Señaló a la figura que se aproximaba—. Ese tiene dinero. Quítaselo.

—Esa orden no puede ser obedecida —dijo el androide.

—Quítaselo —repitió Vandaleur—. Por la fuerza. ¿Lo entiendes? Estamos desesperados.

—Es contrario a mi directriz fundamental —repliqué—. No puedo atentar contra la vida o la propiedad. La orden no puede ser obedecida.

—¡Por amor de Dios! —estalló Vandaleur—. Has atacado, destruido, asesinado… No me vengas ahora con directrices fundamentales. Quítale el dinero. Mátalo si es preciso. ¡Escúchame, estamos en una situación desesperada!

—Es contrario a mi directriz fundamental —insistió el androide—. Esa orden no puede ser obedecida.

Empujé al androide y me encaré con el extraño. Era alto, de buena planta y aspecto sombrío, con una mezcla de seguridad y cinismo. Llevaba un bastón y vi que era ciego.

—¿Qué ocurre? —dijo—. Puedo oírle aquí, a mi lado. ¿Qué se le ofrece?

—Señor… —Vandaleur vaciló—. Estoy desesperado.

—Todos estamos desesperados —contestó el extraño—. Francamente desesperados.

—Señor… Necesito algún dinero.

—¿Está pidiendo o robando? —Los ojos ciegos miraron por encima de Vandaleur y el androide.

—Estoy preparado para las dos cosas.

—Ah. Igual que todos. Es la historia de nuestra raza. —El extraño hizo un gesto con los hombros—. He estado mendigando en St. Paul, amigo mío. Lo que yo deseo no puede robarse. ¿Qué es lo que usted desea? ¿Cómo es que tiene tanta suerte como para poder robarlo?

—Dinero —dijo Vandaleur.

—¿Dinero para qué? Anímese, amigo mío. Charlemos. Le diré por qué mendigo si usted me dice por qué roba. Me llamo Blenheim.

—Mi nombre es… Vole.

—No estaba pidiendo recuperar la vista en St. Paul, señor Vole. Pedía un número.

—¿Un número?

—Exacto. Números racionales, números irracionales. Números imaginarios. Enteros positivos. Enteros negativos. Fracciones, positivas y negativas. ¿Eh? ¿Nunca ha oído hablar del inmortal tratado de Blenheim sobre los Veinte Ceros o sobre las Diferencias en Ausencia de Cantidad? —Blenheim sonrió con amargura—. Soy el mago de la Teoría del Número, señor Vole, y el encanto de los números se ha agotado para mí. Tras cincuenta años de magia, se acerca la vejez y el apetito se desvanece. He estado rezando en St. Paul, pidiendo inspiración. Dios mío, oré, si es que existes, envíame un número.

Vandaleur alzó lentamente la carpeta y tocó con ella la mano de Blenheim.

—Aquí hay un número —dijo—. Un número secreto, oculto. El número de un crimen. Le propongo un trato, señor Blenheim: Un número a cambio de alojamiento.

—Nada de mendigar, nada de robar. Sólo un trato. Toda la vida se reduce a lo trivial. —Los ojos del ciego volvieron a mirar por encima de Vandaleur y el androide—. Tal vez el Todopoderoso no sea Dios, sino un mercader. Venga a mi casa.

Compartimos una habitación en el piso superior de la casa de Blenheim: dos camas, dos lavabos, dos armarios, una bañera… Vandaleur volvió a magullarme la frente y me ordenó que buscara trabajo. Mientras el androide actuaba, consulté con Blenheim y le leí los periódicos, uno por uno. All reet! All reet!

Vandaleur no le contó demasiadas cosas. Era un estudiante, expliqué, que pretendía hacer una tesis sobre el androide asesino. En aquellos periódicos que había recogido estaban los hechos que explicarían los crímenes, hasta aquel momento desconocidos para Blenheim. Debía existir una relación, un número, una estadística… algo que explicara mi locura, expuse, y Blenheim se sintió atraído por el misterio, la historia detectivesca, el interés humano del número.

Examinamos los periódicos. Mientras yo los leía en voz alta, Blenheim tornaba notas con su caligrafía meticulosa, propia de un ciego. A continuación le leí sus notas. Había clasificado los periódicos por su tipo, carácter de letra, hechos, tendencias, artículos, estilos, palabras, ternas, anuncios, fotos, líneas editoriales, prejuicios… Analizó, estudió y meditó. Y vivimos juntos en aquel piso, siempre con un poco de frío, siempre un poco atemorizados, siempre un poco más cerca… unidos por nuestro miedo, por nuestro odio mutuo. Igual que una cuña en un árbol vivo, partiendo el tronco para quedar incorporada eternamente al tejido vegetal. Siempre juntos. Vandaleur y el androide. Be fleet be fleet!

Una tarde, Blenheim pidió a Vandaleur que fuera a su despacho y le mostró sus notas.

—Creo que ya lo tengo —dijo—, pero no puedo entenderlo.

El corazón de Vandaleur latió apresuradamente.

—Aquí están las correlaciones —prosiguió Blenheim—. Existen artículos sobre el androide criminal en cincuenta periódicos. ¿Qué otra cosa hay, aparte de los crímenes, que también esté en los cincuenta periódicos?

—No lo sé, señor Blenheim.

—Era una pregunta retórica. Aquí está la respuesta. El tiempo.

—¿Cómo?

—El tiempo. Todos los crímenes fueron perpetrados en días cuya temperatura había superado los 90 grados Fahrenheit.

—Pero eso es imposible —exclamó Vandaleur—. En Lyra Alpha hacía frío.

—No tenemos informes sobre un crimen cometido en Lyra Alpha. Ningún periódico habla de eso.

—No, es cierto. Yo… —Vandaleur estaba confundido. De repente añadió—: Tiene razón. La habitación del horno. Allí hacía calor. ¡Calor! Claro. ¡Dios mío, sí! Esa es la respuesta. El horno eléctrico de Dallas Brady… Los arrozales de Paragon. So jeet your seat. Sí. ¿Pero por qué? ¿Por qué, Dios mío?

Entré en la casa en aquel instante y al pasar frente al despacho vi a Vandaleur y Blenheim. Me introduje en la habitación y aguardé órdenes, mis aptitudes múltiples siempre listas para servir.

—Ese es el androide, ¿eh? —dijo Blenheim al cabo de unos segundos interminables.

—Sí —respondió Vandaleur, todavía confuso por el descubrimiento—. Y eso explica por qué se negó a atacarle a usted aquella noche en el Strand. No hacía suficiente calor para anular la directriz fundamental. Sólo con calor… El calor, all reet!

Miró al androide. Una orden lunática pasó del hombre al androide. Me negué. Está prohibido atentar contra la vida. Vandaleur gesticuló frenéticamente. Luego agarró a Blenheim por los hombros, lo sacó de la silla y lo arrojó al suelo. Blenheim gritó una vez. Vandaleur saltó sobre él como un tigre, manteniéndole inmóvil y tapando su boca con una mano.

—Busca un arma —ordenó al androide.

—Está prohibido atentar contra la vida.

—Es un problema de supervivencia. ¡Dame un arma!

El matemático se revolvió y Vandaleur le sujetó con todas sus fuerzas. Inmediatamente me dirigí hacia un aparador donde sabía que había un revólver. Lo examiné. Estaba cargado con cinco balas. Lo di a Vandaleur, que lo cogió, apretó el cañón contra la cabeza de Blenheim y apretó el gatillo. El ciego se estremeció un instante.

Disponíamos de tres horas antes de que la cocinera regresara de su día libre. Saqueamos la casa. Nos llevamos el dinero y las joyas de Blenheim. Llenamos de ropa una maleta. Cogimos las notas de Blenheim y destruimos los periódicos. Y nos fuimos de allí sin dejar de mirar atrás. En el despacho de Blenheim dejamos un montón de periódicos estrujados bajo una vela encendida que apenas tenía un centímetro de cera. Y empapamos la alfombra con petróleo. Mejor dicho, yo fui el que lo hizo todo. El androide se negó. Me está prohibido atentar contra la vida o la propiedad.

All reet!

Cogieron el metro hasta Leicester Square, cambiaron de tren y llegaron al Museo Británico. De aquí se dirigieron a una pequeña casa georgiana cerca de Russell Square. Un letrero decía: NAN WEBB, CONSULTORA PSICOMÉTRICA. Vandaleur había tomado nota de la dirección hacía algunas semanas. Entraron en la casa. El androide aguardó en el vestíbulo con la maleta. Vandaleur penetró en el despacho de Nan Webb.

Era una mujer alta de cabello gris casi cortado al rape, delicado cutis inglés y horribles piernas inglesas. Sus facciones eran toscas y su mirada penetrante. Saludó a Vandaleur con un gesto de cabeza, terminó una carta, puso un sello y alzó la vista.

—Me llamo Vanderbilt —dije—. James Vanderbilt.

—Muy bien.

—Soy un estudiante de intercambio de la universidad de Londres.

—Muy bien.

—He estado investigando el caso del androide asesino y creo haber descubierto algo muy interesante. Querría que me aconsejara. ¿Cuáles son sus honorarios?

—¿A qué colegio universitario pertenece?

—¿Por qué lo pregunta?

—Hay un descuento para estudiantes.

—El Merton College.

—Serán dos libras, por favor.

Vandaleur dejó dos libras en la mesa y mostró las notas de Blenheim.

—Hay una relación —expliqué— entre los crímenes del androide y el tiempo. Advertirá que todos los crímenes fueron cometidos cuando la temperatura superaba los 90 grados Fahrenheit. ¿Existe una explicación psicométrica para esto?

Nan Webb asintió y estudió las notas por un momento.

—Es obvio —dijo—. Se trata de sinestesia.

—¿Cómo?

—Sinestesia. Señor Vanderbilt, denominamos sinestesia a una sensación interpretada al momento como si proviniera de un órgano distinto al que ha sido estimulado. Por ejemplo: un estímulo sónico que da lugar a una sensación simultánea de color definido. O un color que provoca una sensación de sabor. O un estímulo lumínico que produce una sensación de sonido. Puede haber una confusión o interrupción de todas las sensaciones de gusto, olor, dolor, presión, temperatura, etc. ¿Comprende?

—Creo que sí.

—Su investigación ha descubierto el hecho de que el androide puede reaccionar sinestésicamente ante estímulos térmicos que superen el nivel de los noventa grados. Es muy probable que exista una respuesta endocrina. Quizá una relación entre la temperatura y la parte que en el androide sustituye a la glándula suprarrenal. La temperatura elevada provoca una respuesta de miedo, cólera, excitación y actividad física violenta… todo ello dentro de los dominios de la glándula suprarrenal.

—Sí, comprendo. Entonces, si el androide fuera mantenido en climas fríos…

—No habría estímulos, ni tampoco respuestas. No habría más crímenes. Correcto.

—Comprendo. ¿Qué significa «proyección»?

—¿Por qué lo dice?

—¿Existe algún peligro de proyección para el dueño del androide?

—Una pregunta interesante. La proyección es un impulso que se exterioriza e influye sobre otra persona. Es el proceso de imponer sobre otro las ideas o impulsos propios. El paranoico, por ejemplo, proyecta en otros sus conflictos y alteraciones, con el fin de hacerlos externos. Acusa a otros hombres, directa o indirectamente, de tener el mismo mal contra el que está luchando.

—¿Y qué peligro supone la proyección?

—El peligro de creer las implicaciones. Si usted vive con un psicótico que proyecta su enfermedad sobre usted, existe el peligro de caer en sus características psicóticas y de que usted mismo se convierta prácticamente en un psicótico. Como sin duda alguna le está sucediendo, señor Vandaleur.

Vandaleur se puso en pie bruscamente.

—Es usted un imbécil —prosiguió Nan Webb en tono tajante. Agitó las notas—. Esta caligrafía no es la de un estudiante de intercambio. Es la peculiar letra del famoso Blenheim. Todos los expertos ingleses conocen esta letra de ciego. No existe ningún Merton College en la universidad de Londres. Fue una conjetura fatal, porque Merton es uno de los colegios de Oxford. Y usted, señor Vandaleur, está tan claramente influido por su relación con el androide trastornado… por la proyección, si lo prefiere así, que dudo entre llamar a la policía o al manicomio de criminales locos.

Saqué el arma y disparé.

—Antares II, Alpha Aurigae, Acrux IV, Pollux IX, Rigel Centaurus —dijo Vandaleur—. Todos son fríos. Fríos como el beso de una bruja. Temperaturas de 40 grados Fahrenheit. Nunca pasan de los 70. Volveremos a trabajar. Ojo con esa curva.

El androide de aptitudes múltiples giró el volante con sus manos perfectas. El coche tomó la curva suavemente y aceleró entre las marismas del norte y la infinidad de cañaverales, pardos y secos, y bajo el frío cielo inglés. El sol iba desapareciendo con rapidez. Una solitaria bandada de avutardas volaba torpemente hacia el este. Más arriba de la bandada, un helicóptero volvía al calor de su base.

—Se acabó el calor para nosotros —dije—. Basta de calor. Estamos a salvo cuando hace frío. Nos ocultaremos en Escocia, conseguiremos algún dinero, iremos a Noruega, obtendremos más dinero y después nos iremos de aquí. A Pollux. Estamos a salvo. Hemos vencido y podemos seguir viviendo.

Sonó una sirena en el cielo, seguida de una voz discordante:

«¡ATENCIÓN! ¡JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE! ¡ATENCIÓN! ¡JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE!»

Vandaleur se sobresaltó y miró hacia arriba. El helicóptero solitario volaba sobre ellos. De su panza brotaron nuevas órdenes:

«¡ESTÁN RODEADOS! ¡LA CARRETERA ESTA BLOQUEADA! ¡DETÉNGANSE AL MOMENTO PARA SER DETENIDOS! ¡DETÉNGANSE INMEDIATAMENTE!»

Miré a Vandaleur esperando órdenes.

—Sigue adelante —dijo Vandaleur.

El helicóptero se aproximó más al coche.

«¡ATENCIÓN, ANDROIDE! ¡ESTÁS CONDUCIENDO EL VEHÍCULO! ¡FRENA INMEDIATAMENTE! ¡ESTA ORDEN OFICIAL ANULA TODAS LAS ÓRDENES PRIVADAS!»

—¿Qué demonios estás haciendo? —grité.

—Una orden oficial anula todas las privadas —respondió el androide—. Debo indicarte que…

—¡Apártate del volante, condenado! —ordenó Vandaleur.

Di un golpe al androide, lo aparté y pasé por encima de él para coger el volante. El coche se salió de la carretera y se precipitó dando bandazos por entre el barro y las cañas heladas. Vandaleur recuperó el control y siguió conduciendo por la marisma hacia una carretera paralela que se hallaba a ocho kilómetros de distancia.

—Eludiremos su bloqueo —dijo en un gruñido.

El coche seguía dando tumbos. El helicóptero descendió todavía un poco más. Un reflector proyectó su luz desde la panza del aparato.

«¡ATENCIÓN! ¡JAMES VANDALEUR Y ANDROIDE! ¡ENTRÉGUENSE! ¡ESTA ORDEN OFICIAL ANULA TODAS LAS ÓRDENES PRIVADAS!»

—Él no puede entregarse —exclamó el furioso Vandaleur—. Nadie va a entregarse. Él no puede y yo no quiero.

—¡Dios mío! —murmuré—. Los venceremos a pesar de todo. Burlaremos el bloqueo. Venceremos el calor…

—Debo indicarte que mi directriz fundamental me obliga a obedecer las órdenes oficiales que anulen las órdenes privadas —observé—. Debo entregarme.

—¿Y quién ha dicho que sea una orden oficial? —preguntó Vandaleur—. ¿Ellos? ¿Los del helicóptero? Han de mostrar sus credenciales. Han de probar su autoridad oficial antes de que te entregues. ¿Cómo estás tan seguro de que no son estafadores que quieren engañarnos?

Sujetando el volante con una sola mano, buscó en su bolsillo para asegurarse de que el arma seguía allí. El coche patinó. Los neumáticos rechinaron contra el hielo y las cañas. El volante se escapó de la mano de Vandaleur, el coche derrapó en una pequeña elevación y dio una vuelta de campana. Entre el rugido del motor y los chirridos de los neumáticos, Vandaleur salió del vehículo arrastrando al androide. Estábamos fuera del círculo luminoso que proyectaba el helicóptero. Nos introdujimos en la marisma, en la oscuridad, en la ocultación… Vandaleur tiraba del androide mientras su corazón latía apresuradamente.

El helicóptero llegó al lugar del accidente y se cernió sobre el vehículo. La luz del reflector revoloteó y el altavoz siguió bramando. Aparecieron luces en la carretera que habíamos abandonado: las patrullas de persecución y bloqueo se reunían para recibir instrucciones del helicóptero a través de la radio. Vandaleur y el androide se introdujeron más y más en la marisma, camino de la carretera paralela y la salvación. Ya era de noche. El cielo estaba completamente oscuro, sin una sola estrella. La temperatura descendía. El viento nocturno nos penetraba hasta los huesos.

A nuestra espalda se produjo una explosión apagada. Vandaleur, jadeante, volvió la mirada. El combustible del coche había explotado. Brotó un géiser de llamas, una fuente ígnea increíble que descendió sobre un cráter de cañas ardientes. Con la ayuda del viento, el distante borde del fuego creció hasta convertirse en un muro de tres metros de alto. La cortina incandescente empezó a moverse hacia nosotros, crujiendo violentamente. Por encima de ella se elevaba una nube de humo grasiento. Vandaleur distinguió siluetas de hombres detrás del fuego… un grupo de batidores que examinaba la marisma.

—¡Dios mío! —chillé, y traté desesperadamente de ponerme a salvo.

Corrió, arrastrándome tras él, hasta que sus pies rompieron la superficie helada de una laguna. Pisoteó el hielo con toda furia y luego se arrojó al agua helada, arrastrando al androide con nosotros.

La cortina de fuego se aproximó. Podía escuchar los crujidos y sentir el calor. Él podía ver claramente a los buscadores. Vandaleur buscó el revólver. El bolsillo se había roto y no había ningún arma. Gruñó y se estremeció de frío y terror. El resplandor del incendio era cegador. Encima de nosotros, el helicóptero se mantenía apartado, incapaz de penetrar entre el humo y las llamas para ayudar a los batidores que se movían lejos, a nuestra derecha.

—Perderán nuestro rastro —susurró Vandaleur—. Estate quieto. Es una orden. No nos encontrarán. Los venceremos. Nos salvaremos del fuego. Nos…

Se oyeron tres claros disparos a menos de treinta metros de los fugitivos. ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! Eran las tres últimas balas de mi revólver que, alcanzado por el fuego en el lugar donde cayó, había hecho explosión. Los batidores se volvieron hacia el sonido y empezaron a desplazarse hacia nosotros. Vandaleur maldijo histéricamente y trató de sumergirse más para no sentir el insoportable calor del incendio. El androide empezó a retorcerse.

La cortina ígnea llegó hasta ellos. Vandaleur llenó sus pulmones de aire y se preparó para sumergirse hasta que el fuego acabara de pasar. El androide se estremeció y chilló con todas sus fuerzas.

All reet! All reet! —gritó—. Be fleet be fleet!

—¡Maldito seas! —exclamé. Traté de meterlo en el agua.

—¡Maldito seas! —le maldije. Le di un puñetazo en la cara.

El androide golpeó a Vandaleur, que se debatió hasta salir del barro y ponerse en pie. Antes de que pudiera proseguir mi ataque, las llamas le cautivaron de un modo hipnótico. Bailó una danza lunática ante la cortina de fuego. Sus piernas se doblaron. Sus brazos hicieron gestos frenéticos. Los dedos acompañaron el ritmo de aquella danza alocada. El androide chilló, cantó y corrió… Un vals grotesco que precedió al abrazo del fuego. Un monstruo de fango perfilado contra los brillantes resplandores.

Los perseguidores gritaron. Se escucharon disparos. El androide dio dos vueltas sobre sí mismo y luego prosiguió su horrenda danza ante las llamas. Se produjo una ráfaga de aire. El fuego se aproximó a la danzante silueta y la envolvió de repente. Cuando el fuego se alejó dejó tras de sí una sollozante masa de carne sintética rezumando sangre escarlata que nunca se coagularía.

El termómetro habría registrado 1.200 maravillosos grados Fahrenheit.

Vandaleur no murió. Yo me escapé. Perdieron su rastro mientras observaban cómo brincaba y moría el androide. Pero en estos días no sé cuál de nosotros es él. Proyección, Wanda me lo advirtió. Proyección, le dijo Nan Webb. Si vives mucho tiempo con un nombre o una máquina locos, yo también me vuelvo loco. Reet!

Pero hay algo que sabemos. Sabemos que no tenían razón. El nuevo robot y Vandaleur lo saben porque el nuevo robot también empezó a retorcerse. Reet! Aquí, en el frío Pollux, el robot se retuerce y canta. No hace calor, pero mis dedos se contraen. No hace calor, pero se ha llevado a la pequeña Talley para un paseo solitario. Un robot barato. Un servomecanismo… no tenía dinero para otra cosa mejor… pero se retuerce, canturrea y pasea solo con la niña, por sitios donde no puedo encontrarlos. ¡Dios mío! Vandaleur no podrá encontrarme hasta que sea demasiado tarde. Cool and discreet, honey, bailando sobre el hielo mientras el termómetro registra 10 grados Fahrenheit.