Se dice a menudo que en nuestra época de líneas de ensamblaje, cintas de montaje y producción en masa no hay sitio para el artesano individual para el artista en madera o metal que fabricó tantos tesoros de tiempos pasados. Como la mayoría de las generalizaciones, ésta simplemente no es verdad. Dicho artista es más raro hoy, pero no está extinguido. A menudo tiene que cambiar su vocación, pero, de manera modesta, todavía existe. Incluso se le puede encontrar en la isla de Manhattan, si se le sabe buscar. Donde los alquileres son bajos y no existen las regulaciones contra incendios, puede descubrirse su diminuto y atestado taller en los sótanos de las casas de apartamentos o en las plantas superiores de tiendas abandonadas. Tal vez no construya ya violines, relojes de cuco o cajitas de música, pero emplea la misma destreza de siempre, y nunca crea dos objetos exactamente iguales. No desprecia la mecanización, por lo que debajo de los restos de su banco de trabajo pueden encontrarse varias herramientas eléctricas. El artesano ha progresado con la época: el hombre que ejecuta extrañas labores, el hombre universal que nunca sabe cuándo fabrica una obra de arte, siempre está presente por doquier.
El taller de Hans Muller era una amplía sala situada al fondo de un almacén abandonado, a poco más de un tiro de piedra del puente de Queensborough. La mayor parte del edificio había sido vallado en espera de la demolición, y más pronto o más tarde Hans tendría que trasladarse. Sólo se podía entrar allí atravesando un patio lleno de hierbajos, que durante el día utilizaban como aparcamiento y por la noche era frecuentado por delincuentes juveniles. Estos nunca le habían causado molestias a Hans, ya que jamás los denunciaba a la policía cuando los agentes efectuaban sus búsquedas periódicas. La policía comprendía la posición de Hans y no le presionaba, de manera que el artesano se llevaba bien con todo el mundo. Como era un ciudadano pacífico, esto le convenía mucho.
El trabajo en que Hans se hallaba ocupado en aquellos momentos habría intrigado profundamente a sus antepasados bávaros. Y todo empezó porque un cliente arruinado le entregó un televisor en pago a unos servicios prestados…
Hans aceptó el televisor de mala gana, no porque fuese un individuo anticuado a quien no gustaba la televisión, sino porque sabía que le faltaba tiempo para contemplar los programas. Sin embargo, pensó que siempre le quedaba el recurso de vender el aparato por cincuenta dólares. Pero antes, quiso saber qué tal eran los programas…
Su mano se dirigió al botón; la pantalla se llenó con figuras móviles… y, como millones de hombres antes que él, Hans estuvo perdido. Entró en un mundo que ignoraba existiese, un mundo de naves espaciales de combate, de planetas exóticos, de razas extrañas…; en resumen: el mundo del Capitán Zipp, comandante de la Legión Espacial.
Sólo cuando el aburrido parlamento sobre Crunche, el Cereal Maravilloso, hubo dado paso a un combate de boxeo casi igual de aburrido entre dos tipos musculosos que parecían haber firmado un pacto de no agresión, se desvaneció la magia. Hans era un hombre simple. Siempre le habían entusiasmado los cuentos de hadas… y éste era un cuento de hadas moderno, con unos detalles que los hermanos Grimm ni siquiera habían soñado. De modo que Hans no vendió el televisor.
Transcurrieron varias semanas antes de que se esfumase su gozo ingenuo, falto de críticas. Lo primero que empezó a molestar a Hans fue el mobiliario y el decorado general del mundo del futuro. Él era, como se ha indicado, un artista, y se negaba a creer que en cien años escasos el gusto se deteriorase tanto como los fabricantes del Crunche parecían creer.
También le asqueaban las armas que usaban el Capitán Zipp y sus enemigos. Cierto que Hans no pretendía entender los principios en que se fundaba el Desintegrador de Protones Portátil, pero, si bien funcionaba, no existía el menor motivo para que fuese tan feo. Tampoco eran convincentes las ropas y los interiores de la nave espacial. ¿Cómo lo sabía? Siempre había poseído un sentido altamente desarrollado de la armonía de las cosas, y el mismo podía incluso extenderse al campo de la novela.
Ya se ha dicho que Hans era un hombre simple. También era listo y sabía que en la televisión se gana dinero. De modo que se sentó y empezó a dibujar.
Aunque el productor del Capitán Zipp no hubiese perdido la paciencia con su escenógrafo, las ideas de Hans Muller ciertamente le habrían interesado. Poseían una autenticidad y un realismo fuera de serie. Estaban totalmente libres del elemento de falsedad que incluso empezaba a fastidiar a los seguidores más juveniles de las aventuras del Capitán Zipp. Y el productor contrató a Hans en el acto.
Sin embargo, el artista impuso sus condiciones. Trabajaba en ello por afición, a pesar de que ganase más dinero del que había visto en toda su vida. No quería ayudantes, y continuaría en su pequeño taller. Lo único que deseaba era producir modelos, es decir, los dibujos básicos. La producción en masa debía tener lugar en otra parte; él era un artífice, no una fábrica.
Este arreglo surtió efecto. El Capitán Zipp se había modificado hacía más de seis meses y era la preocupación primordial de todas las obras rivales sobre el espacio. Este, según opinaban sus televidentes, no era un simple serial del futuro. Era el futuro, respecto a esto no había discusión. Incluso los actores parecían inspirados por el nuevo ambiente, y fuera del plató solían comportarse como los viajeros del tiempo del siglo XX extraviados en la época victoriana, situación denigrante porque ya no tenían acceso a los aparatos que siempre habían formado parte de su existencia.
Pero Hans no estaba enterado de esto. Trabajaba completamente recluido, negándose a ver a nadie, exceptuando al productor, ejecutando todos sus negocios por teléfono… y contemplando el resultado final para asegurarse de que no habían mutilado sus ideas. La única señal de su relación con el mundo levemente fantástico de la televisión comercial era un cajón de Crunches en un rincón del taller. Había recibido aquel regalo para el desayuno de parte del agradecido presentador del producto y afortunadamente Hans había recordado a tiempo que no le pagaban para comerse aquella bazofia.
Un domingo por la noche trabajaba hasta tarde, haciendo los últimos retoques a un nuevo casco espacial, cuando de pronto comprendió que no estaba solo. Se volvió lentamente, de cara a la puerta. Había estado cerrada… entonces, ¿cómo se había abierto con tanto silencio? En el umbral se hallaban dos individuos de pie, inmóviles, contemplándole. Hans sintió que el corazón le subía a la garganta, y trató de reunir todo su valor para enfrentarse con ellos. Al menos, pensó, por suerte tenía muy poco dinero en el taller. Luego se preguntó si, bien pensado, esto sería conveniente. Tal vez se enfadasen…
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó—. ¿Qué hacen aquí?
Uno de los hombres avanzó hacia él, mientras el otro continuaba de vigilancia a la puerta. Los dos recién llegados llevaban abrigos nuevos, con los sombreros bajados hasta la frente, de forma que Hans no lograba ver sus rostros. Pensó que iban muy bien vestidos para ser ladrones.
—No se alarme, señor Muller —dijo el que se acercaba, leyendo sus pensamientos sin dificultad—. No se trata de un atraco. Esto es oficial. Pertenecemos a… la Seguridad.
—No comprendo.
El otro sacó una cartera que llevaba debajo del abrigo y extrajo un mazo de fotografías.
—Ah, nos ha causado graves trastornos, señor Muller. Hemos tardado dos semanas en localizarle. Eran tan reservados sus clientes… Sin duda estaban ansiosos por ocultarle los rivales. Sin embargo, aquí estamos ya y nos gustaría que contestase a algunas preguntas.
—¡No soy ningún espía! —se indignó Hans, al comprender el significado de aquellas palabras—. ¡Ustedes no pueden obligarme! ¡Yo soy un leal ciudadano de Estados Unidos!
El otro ignoró el estallido. Le entregó una foto a Hans.
—¿Reconoce esto?
—Sí, es el interior de la nave espacial del Capitán Zipp.
—¿Lo dibujó usted?
—Sí.
De la cartera salió otra fotografía.
—¿Y esto?
—Es la ciudad marciana de Paldar, vista desde el aire.
—¿Y esto?
—Oh, es el cañón de protones. Me siento orgulloso del mismo.
—Diga, señor Muller…, ¿son suyas estas ideas?
—Sí, no se las he copiado ni quitado a nadie.
Su inquisidor se volvió hacia su acompañante y ambos hablaron en voz tan baja que Hans no oyó nada.
—Lo siento —continuó el intruso—. Pero se ha producido una grave filtración. Puede ser accidental…, hum…, hasta inconsciente, pero esto afecta al resultado. Por favor, acompáñenos.
Había tal fuerza y autoridad en la voz del desconocido que Hans empezó a ponerse el abrigo sin rechistar. No dudaba de las credenciales de sus visitantes, ni pensó siquiera en pedir pruebas de su identidad. Estaba preocupado, aunque no seriamente alarmado. Claro está, era obvio lo ocurrido. Recordaba el caso de un escritor de ciencia ficción durante la guerra, que describió la bomba atómica con una exactitud desconcertante. Cuando todo se hacía con el mayor sigilo, podían ocurrir estos accidentes. Y ahora se preguntaba qué habría dado a conocer.
Ya en el umbral, se volvió a contemplar su taller.
—Todo es un ridículo error —declaró—. Si presenté algún secreto en el programa, fue una coincidencia. Jamás haría nada que molestara al FBI.
Fue entonces cuando el segundo hombre habló al fin, con un acento inglés pésimo y peculiar.
—¿Qué es el FBI? —preguntó.
Pero Hans ya no le oyó. Se hallaba dentro de la nave espacial.