Se llamaba Mensch (hombre, en alemán), y antaño hubo una pequeña broma entre ellos que luego se convirtió en amargura.

—¡Ojalá fueses ahora como antes! —exclamó ella—. Por la noche no hacías más que gemir y dar vueltas en la oscuridad, sin decir nunca por qué, dejándonos hambrientos y sin importarte, cómo vivíamos o éramos. Yo solía acusarte por ello, pero no importaba, no, de veras. Todavía me aferro a ello. Y me aferraría para siempre, porque gracias a ello tú actuabas por ti mismo, eras un alma libre.

—Siempre he actuado por mí mismo —replicó Mensch—, y te diré por qué.

La joven dejó escapar un sonido de disgusto.

—¿Quién lo comprendería?

Era una destitución, ya vieja; algo que ella había recordado y meditado, sin entenderlo en muchos años, algo que producía cansancio.

—Y tú solías amar a la gente, amarla de veras. Como aquella vez en que aquel chico destrozó la boca de incendios y la farola que había delante de la casa y tú lo arreglaste todo y recogiste al abogado herido, llamaste a la ambulancia y a todo el mundo, y le llevaste al hospital, y no le dejaste firmar los papeles porque estaba mareado. Y revolver aquella pensión de arriba abajo para buscar la dentadura postiza de Victor y llevársela cuando ya estaba en la cárcel. Y pasarte el día sentado en la salita, aquella vez en que fue allí la señora No Sé Cuántos para su primera cura de cáncer de garganta, a fin de poder luego acompañarla a casa, a pesar de que no la conocías. No había nada que no hicieras por la gente.

—Siempre hice lo que pude. Y no he parado.

Burla.

—Lo mismo hicieron Henry Ford, Andrew Carnegie y la familia Krupp. Miles de empleos, millones en impuestos para todo el mundo. Conozco las historias.

—La mía no es igual —objetó él tímidamente.

Ella lo dijo después, sin odio ni pasión, ni siquiera con mucho énfasis, lo dijo con voz falta de calor:

—Nos amábamos y tú huiste.

Se amaban. Ella se llamaba Fauna, y hubo una broma entre ellos. Fauna el Animal y Mensch el Hombre, y lo que había entre ambos. «Sodoma está dentro de uno —gritó equivocadamente a Chaucer—. Sensualidad, canta el cornudo.» (Porque ella tenía un marido entre las lecciones de arpa, las alfombras enmohecidas, sin terminar y colgadas, y el esqueleto de una comedia, y todos los demás proyectos abandonados en el desván de su vida.)

Era una de esas personas que aguardan la llegada de lo perfecto y abandonan las demás cosas tan pronto como descubren que no son lo principal. Cuando alguien así consigue lo perfecto, es para siempre, y todo el mundo exclama: «¡Dios mío, cómo ha cambiado!» Pero no ha cambiado.

Pero cuando llega lo perfecto, y no sirve, jamás volverá a terminar nada. Nunca.

Los dos eran muy jóvenes cuando se conocieron y ella poseía una casita en un bosque Próximo a una de aquellas poblaciones costeras que consiguen su reputación de ser turísticas, artísticas y artesanas, y que en realidad tienen un enjambre de verdaderos artistas dentro y en torno. La gente bohemia es tolerada en tales lugares siempre que: a) atraigan, o al menos no retraigan, a los turistas, y b) que no ganen nunca mucho dinero. Ella era una chica bonita y esbelta, a la que gustaba ir desnuda debajo de su túnica larga y cuidar a los seres enfermos, mientras no pudieran hablar, como es el caso de pájaros con un ala rota, filodendros y cosas así, y muchas músicas…, muchas clases de música; y realizar cosas diestras que nunca terminaba hasta que llegó lo real. Tenía un documento de propiedad de la casita y un empleo en la tienda de marcos local; era pintoresca, nada exigente y jamás se mezclaba en adelantos ni peticiones. Creía sólo en que debía ser amable con todo el mundo, con cuantos la rodeaban, y pensaba…, bueno, esto no es exacto. Nunca había pensado mucho, pero sentía que si uno es amable con todos, la amabilidad se propagará por el mundo como una mancha curativa, y que esto es lo uno hace con las guerras, la ambición y la injusticia. Era un elemento aceptable, casi aprobado, de la localidad, cuando pavimentaron su calle colocaron la boca de incendios y la farola delante de su casa.

Mensch llegó con su pelo largo y una guitarra colgada a la espalda, la cabeza llena de buenos libros y grave inquietud. No sabía nada del amor, y Fauna le enseñó lo mejor que sabía. Se marchó a vivir con ella al día siguiente de que la joven descubriera que la guitarra estaba afinada como un laúd. Mensch tenía buenas manos para el trabajo, y terminaba todo lo que empezaba. Sí, y sabía hacer docenas de cosas: blocs de cocina bellamente dibujados para listas de la compra, fabricados con maderas locales, rollos de papel de máquinas sumadoras y pedazos de sierra en el fondo para poder cortar mucho o poco papel, y reproducciones auténticas de fuelles para chimeneas y pelamanzanas, y toda clase de objetos semejantes que pudieran exhibirse en las tiendas (no almacenes, ya que allí había tiendas) del pueblo verde, dándole al joven ciertas ganancias. Asimismo, sabía de transistores, de transmisiones de doble hélice, de uniones excéntricas y de cosas tales como Wankels y células combustibles. Trabajaba mucho en la habitación de atrás con imanes, ejes y líquidos de colores de varias clases, y un día tuvo una idea, y empezó a jugar con tijeras, cartón y algunas piezas de metal. Casi todo lo resultante fue un armazón con una hélice, aunque estaba compuesto de ciertas cosas especiales, y estructurado de cierta extraña manera. Cuando juntó todos los pedazos, la hélice empezó a girar, y de pronto lo comprendió todo. Realizó un ligero reajuste y la hélice, que en su mayor parte era de cartón, dejó escapar como un chillido y empezó a girar muy aprisa. Tanto, que el eje, un clavo de diez peniques, cortó los puntales del cartón. La hélice salió volando por la habitación, y desparramó por ella varios fragmentos de metal mal pegados. Mensch no hizo esfuerzo alguno por recoger los fragmentos, sino que se quedó como cegado y pasó a la otra habitación. Fauna le miró, corrió hacia él y lo abrazó:

—¿Qué tienes? ¿Qué pasa?

Pero él se limitó a callar, como herido por un rayo, hasta que las lágrimas resbalaron por sus mejillas. No se enteró siquiera.

Fue entonces cuando empezó a gemir de pronto en medio de la noche, y a saltar y a da vueltas en la oscuridad. Cuando ella contó años más tarde que él no quiso explicarle el motivo, era verdad y, no lo era, porque lo que él le dijo fue que tenía en la cabeza algo tan importante que algunas personas le matarían para obtenerlo, y que otras harían lo mismo para suprimirlo. Por otra parte, si no se lo contaba a ella era para que no estuviera en peligro, ya que la amaba. La joven lloró mucho, y aseguró que él no confiaba en ella, pero él dijo que sí, pero que deseaba cuidarla, no arrojarla a los lobos. Luego añadió, y por esto gemía y daba vueltas de noche, que lo que tenía en la cabeza haría florecer los desiertos y alimentaría a la gente de todo el mundo, pero que si lo dejaba suelto sería como una epidemia a causa de lo que los demás harían con lo que él sabía; y que la primera persona que muriese a causa de ello moriría por su causa. Y él no podía soportar tal idea. Tenía que tomar una decisión, pero antes debía decidir si la muerte de una persona era un precio suficiente a cambio de la felicidad y seguridad de millones de seres, y si la muerte de millares estaría justificada si significaba el fin de la pobreza. Sabía historia y psicología, y poseía un cerebro matemático, así como unas manos de picapedrero. También sabía sobradamente lo que podía suceder según la decisión que tomase. Por ejemplo, sabía dónde podía descargarse de la idea y de toda responsabilidad a cambio del dinero suficiente para que él y Fauna, y un par de cientos de amigos, tal vez, viviesen en medio de un lujo absoluto el resto de sus vidas; lo único que tendría que hacer sería firmar y ver su idea encerrada para siempre en una empresa, ya que había al menos tres gigantes industriales que urgentemente pujarían uno contra otro para conseguir el privilegio.

O le matarían.

También pensó en sacar fotocopias y esparcir millones de ejemplares por todas las ciudades del mundo, o bien buscar científicos de elevada ética e ingenieros de gran moralidad, y reunirlos a todos en una empresa que fabricase y poseyese la licencia del aparato, solo sólo para fines legales. Esto podía hacerse con un nuevo matarratas o una nueva máquina de coser, pero no con una cosa tan potente que cambiaría la faz de la tierra, eliminando el hambre, la niebla, y el robo de materias primas; no podía hacerse, puesto que también moriría la industria petroquímica (excepto para los tintes y los plásticos), las compañías de electricidad, los motores de combustión interna y todo lo relacionado con la fabricación y la combustión, y hasta con la energía atómica para casi todos sus propósitos.

Mensch hizo cuanto pudo para no hacer nada, y esto sucedió en el intervalo de sus gemidos y paseos nocturnos, pero no le valió: la idea no le abandonaba. Y entonces decidió lo que tenía que hacer, y lo que debía hacer a fin de hacerlo. Primero entró en la barbería del pueblo.

Fauna se enfadó por esto y porque consiguiera un empleo en Flextronics, la industria eléctrica de la localidad, que tenía contratos con el Gobierno para fabricar pequeñas piezas de calculadoras, y que era objeto de mofa por parte del sector bibliotecario, literario y artístico de la ciudad. Un horario regular la dejó apabullada, y aunque él se comportó igual (aunque ciertamente no parecía el mismo) por la casa, la joven se sintió muy trastornada. Nunca había tenido tanto dinero como el que Mensch traía el día de paga, ni lo quería, y por primera vez en su vida tuvo que esforzarse por remendar, improvisar y hacerlo todo sin poder acusar de ello a la pobreza. Las razones que se daba a sí misma por vivir de este nuevo modo le parecieron insuficientes, por lo que intentó vivir del mismo modo bohemio de antes. Luego, él compró un coche, cosa que a ella le pareció el colmo de la inmoralidad.

Lo que lo malogró todo fue que alguien le contara a ella que Mensch asistía a las reuniones de la Junta Urbana, cosa que nunca había hecho, y que había propuesto que se votaran ordenanzas que prohibían sentarse sobre la hierba de la verde ciudad, que se tocaran instrumentos musicales en los distritos, de la población, que se nadase en las piscinas después de anochecido, y, finalmente, que sé contratasen más policías. Cuando ella le pidió una explicación, él se limitó a mirarla tristemente durante un largo rato, sin negarlo. No quiso discutirlo y la abandonó.

Alquiló una habitación en una buena pensión cerca de la fábrica, trabajó como el diablo hasta que consiguió ingresar en la Universidad, y luego asistió a una escuela nocturna hasta que obtuvo otra licenciatura. Empezó a dar vueltas en torno al puesto de la Legión los sábados por la noche, a beber un poco y a invitar a whisky a los demás. Se aprendió toda una revista de chistes verdes, que contaba con dos tercios de sexo y uno de baño. Finalmente, pidió un permiso en la fábrica, de la que por entonces, era jefe de sección, y descendió río abajo hasta una ciudad universitaria, en la que trabajó con gran, constancia para obtener el título de ingeniero posgraduado, en tanto asistía a una escuela nocturna para estudiar leyes. La vida le resultaba dura porque tenía que ganar cuantos centavos podía, a fin de conservar la raya del pantalón y los zapatos relucientes, lo que consiguió. Todavía encontró tiempo para ingresar en la iglesia local. Llegó a ser miembro del círculo religioso y predicador lego, sacando los textos de sus homilías del Almanaque del Pobre Ricardo, y pronunciándolas (lo mismo que su autor), como si creyera cada una de sus palabras.

Cuando llegó el momento, montó de nuevo el aparato, pero no con pasta y cartón, sino con piezas fabricadas, que eran un setenta por ciento enigmáticas, de movimientos mecánicos que se contrarrestaban entre sí, uniéndolo todo mediante cables energéticos, que se entrecruzaban por todas partes. Patentó las piezas y algunos grupos de piezas, y, finalmente, todo el aparato. Luego cogió sus títulos, sus documentos escolares y universitarios, sus patentes y su corte de pelo, junto con una carta de presentación de su pastor evangélico, lo presentó todo a un Banco y consiguió un crédito suficiente para comprar compañía moribunda que fabricaba cintas de transportador portátiles. Construyó su aparato en el segmento conductor, y se echó a la carretera para venderlo. Lo vendió bien. Era seguro. Un automóvil con una batería de seis voltios podía cargar con aquel aparato combustible para un año sin necesidad de reemplazarlo o repostar, lo que no era extraño, porque la carga la hacía funcionar el pequeño bulto negro Instalado en el segmento conductor que, aunque no mayor que un cestillo de pan, y sin necesidad de combustible alguno, hacía girar silenciosa y poderosamente un eje hasta que se juntaban los puntales.

No pasó mucho tiempo antes de que la competencia adquiriera los impulsores de Mensch y los rompiera para saber de dónde venía aquella tremenda eficacia. El aparato logró derrotar a casi todo el mundo, pero un par de tipos inteligentes y un vejestorio con aspecto de chivo lograron comprender que estaban contemplando y examinando algo no mayor que un cestillo de pan, que hacía girar indefinidamente un eje sin necesidad de combustible, y al saber qué cosas podría con aquel aparato colocado bajo la capota de un coche o en las barquillas de una aeronave, o bien para bombear agua en el desierto, o para generar luz y fuerza en los montes y las selvas, sin tener que abrir carreteras o tender ferrocarriles o líneas eléctricas. Y algunos de esos tipos inteligentes lograron llegar hasta Mensch. Este, o bien los contrató y maniató con cuerdas de oro y algunos beneficios, o los hizo vigilar y los disuadió o desacreditó y, en casó necesario, los arruinó.

Inevitablemente, alguien consiguió duplicar, el efecto Mensch, pero por entonces el joven ya poseía un edificio lleno de abogados con sus lápices bien afilados y sus instrucciones apunto. El hábil operario que había duplicado el efecto, y que había quemado sus naves, hundiendo cuanto tenía y pidiendo prestado a fin de montar, una fábrica donde construir el aparato, se halló en medio de una tormenta tan grande de quebrantamientos de ley, de demandas; de desistimientos y cesiones, y de pagos de impuestos, que vendió su fábrica a precio de coste a Mensch, y aceptó muy agradecido un empleo de director. Y aquél fue sólo el primero.

Entonces aparecieron los militares, pero Mensch ya los esperaba, así como a sus planes para apoderarse de sus patentes y acciones como recurso nacional. Les dejó acumular sus demandas y peticiones que iban procediendo cada vez de más arriba del mando, en tanto sus negativas eran, cada vez más y las amenazas mayores. Finalmente, se con la figura más alta. Esta reunión la concertó un obispo, ya que todos aquellos atareados años, Mensch no había olvidado sus deberes semanales para unas vacaciones con la Escuela Bíblica, o una excursión o un bazar. Y Mensch, en ese pináculo de poder, riqueza y respetabilidad, pudo mostrarle al presidente una serie duplicada de los documentos que había colocado en un Banco, y que el día en que sus patentes fueran requisadas por los militares, él entregaría a los institutos de investigación de Albania y otros puntos del norte y el este. Y esto sería el fin de todo.

Al año siguiente, un bólido movido por el efecto ganó el primer premio de, Indianápolis. No era tan veloz como el Granatelli, pero fue rodando en torno a la pista sin tener que efectuar ninguna parada. Naturalmente, hubo una cierta reacción, pero el inevitable final fue que la industria del automóvil capituló y con ella todos cuantos abogaban por el antiguo combustible. Les siguieron la electricidad, el gas, el vapor y los motores Diesel, que quedaron anticuados y fueron sustituidos por los impulsores Mensch, mientras las plantas atómicas aguardaban su turno.

Inmediatamente después de su victoria en Indianápolis, Mensch entregó sus fotocopias a Albania, pues al fin y al cabo jamás se había comprometido a no hacerlo. Al mismo tiempo, llegaron a Hong Kong, de donde pasaron rápidamente al continente. La Unión Soviética formuló la reclamación de que el efecto Mensch ya había sido descubierto en el siglo XIX por Tsiolkovski, el cual lo había descartado porque estaba más interesado en los cohetes. Pero ni siquiera los rusos lograron mantener tal reclamación sin reírse junto con todo el mundo y trataron de adelantar a las demás naciones en el desarrollo del aparato. Ninguna máquina de este mundo puede resistir esta clase de esfuerzo (Las máquinas, por difíciles que sean, necesitan bosques de leyes de patentes para vivir y medrar) y los soviéticos (en realidad fue un científico checo, que es lo mismo, ¿verdad? Bueno, los soviéticos afirmaron que sí es lo mismo) No tardaron en proclamar que habían refinado y mejorado el aparato, hasta convertirlo en un simple armazón que sostenía una pieza móvil, la hélice, hecho todo ello, naturalmente, con ciertas sustancias simples que, al unirse, empezaban a funcionar. Claro está, eran el mismo armazón y la misma hélice con que Mensch, todo terror y lágrimas, había iniciado su carrera. El «refinamiento» checo, bueno, soviético, era, como todo lo demás, lo que él había pronosticado y lo primero hacia lo que se había orientado.

Por entonces no había ya una sola revista de mecánica en el mundo, ni apenas un taller de calderero, que no hiciese funcionar hélices Mensch. Las infracciones se producían en tan gran cantidad, que ni si quiera los leguleyos de Mensch hubiesen podido detener la inundación. Y tampoco lo intentaron porque…

Por segunda vez en la historia moderna (la primera corrió a cargo de un hombre extraordinario llamado Kemal Ataturk), un hombre de auténtica estatura dictatorial se fijó un objetivo, lo alcanzó y abdicó. A Mensch no le importó un ardite que los editorialistas más prudentes, con el índice colocado junto a, la nariz, afirmaran que se había arruinado a sí mismo, destruyendo su propio imperio al extender sus fronteras y entregar las patentes al dominio público. Mensch sabía lo que había hecho y por qué, y lo que los demás opinaban no le importaba en absoluto.

—Lo qué importa —le explicó a Fauna en su casita de la boca de incendios y la destrozada farola— es que no haya un solo kraal en África ni aldea en Asia que no pueda bombear agua, labrar la tierra y calentar e iluminar sus chozas utilizando no una planta de fuerza, sino una lo bastante sencilla como para ser construida en el sitio por un simple mecánico competente. Hay aparatos pequeños que mecen cunas y mueven juguetes, y otros grandes que iluminan ciudades enteras. Mueven los trenes y sacan punta a los lápices, y no necesitan combustible. El agua desalinizada del Mediterráneo ya está siendo vertida en el norte del Sahara; pronto, habrá allí nuevas urbes, como hace cinco mil años… dentro de diez años, el aire de toda la Tierra será mucho más puro, y la demanda de petróleo ha descendido ya tanto que la perforación de los pozos casi ha cesado por completo. «Tener y no tener» ya no significa lo mismo que antes, porque todo el mundo tiene acceso a una fuerza motriz barata. Por esto lo hice ¿no entiendes?

Necesitaba realmente que ella lo entendiera.

—Tú con tu corte de pelo —replicó ella, amargamente—. Y con aquellos horribles zapatos y tu iglesia y tus diplomas universitarios, y convertido en un «pulentado».

—Potentado —la corrigió Mensch, distraídamente—. Pero escucha, Fauna, deseo que me escuches. El camino para lograr mis fines fue cortarme el pelo, llevar zapatos color marrón, conseguir diplomas, ir a los Bancos e industrias, al Gobierno, y servirme de todo lo que ya estaba hecho para mi uso.

—No necesitabas nada de eso. Yo creo que sólo quisiste mover las cosas, sacudirlas, y estar en los periódicos y en los libros de historia. Podías haber construido tu motor en esta casa, enseñarlo a la gente, venderlo, no moverte de aquí y tocar el laúd, y todo habría sido lo mismo.

—No, estás equivocada —objetó Mensch—. ¿Sabes en qué clase de mundo vivimos? En un mundo en el que si un hombre inventa un remedio contra el cáncer y está casado con su hermana sus vecinos queman hipócritamente su casa y todas sus notas. Si un hombre construye la torre más bella del país y después empieza a creer que hay que adorar a Satanás le vuelan la torre. Yo conozco un libro precioso y emotivo, escrito por una mujer que más tarde se volvió loca y escribió libros idiotas, y ya nadie volvió a leer su gran obra. Puedo nombrar tres clases de terapia psíquica que podrían haber cambiado la faz del mundo, y en cada caso el inventor tuvo que ingresar en un instituto mental, o abrazar una seudoreligión y presentarse como un tonto… y ahora nadie se interesa por sus descubrimientos. A grandes políticos se les ha prohibido llegar a estadistas por estar divorciados. Y yo no quería que me robasen la máquina Mensch… o que la enterraran. O se burlasen de ella a causa de mi melena y por tocar el laúd. Es fácil tener el pelo largo y tocar la guitarra y ser amable con la gente cuando quienes te rodean hacen lo mismo. Es mucho más difícil ser el que lo hace primero, porque has de pagar el precio, y los demás se ríen de ti o te encierran.

—Y así, tú te uniste a los hipócritas —le acusó.

—Los he utilizado —replicó él, sencillamente—. He utilizado cada carretera y camino que conducía adonde yo quería ir, sin fijarme en quién lo había abierto o para qué.

—Y has pagado el precio —se mofó ella—. Millones en el Banco, miles de personas dispuestas a caer de rodillas en cuanto haces chasquear los dedos. Un buen precio. Y podías haber tenido amor.

Entonces él se incorporó y la contempló. El cabello de Fauna, era mucho menos espeso, aunque todavía lacio y sedoso. Extendió una mano hacia él, levantó unas hebras… Eran blancas. Las soltó.

Pensó en los niños gordos de Biafra, en el aire puro, en las playas sin contaminación, en la comida más barata, en el transporte mucho menos caro, en la fabricación a mejores precios, en la mayor cantidad de tierras, que reducirían las presiones y el histerismo durante el largo y lento proceso del control de población… ¿Qué le había impulsado a negarse tanto a sí mismo, a rebelarse, a moverse, a sacudir, a destruir el statu quo como lo había hecho, en lugar de conformarse…? ¡Conformarse! ¿Al pelo largo y a un laúd? Podías haber tenido amor.

—Pero lo tuve —murmuró.

Luego, sabiendo que ella jamás querría ni podría entenderle, se metió en su coche silencioso y sin combustible y se marchó.