EL CORAZÓN REVELADOR

EDGAR ALLAN POE

Las mejores producciones de Poe no son relatos. Son algo más. Son descripciones del alma humana, retorciéndose en las convulsiones de la ruptura.

D. H. Lawrence

FECTIVAMENTE, soy nervioso, tremendamente nervioso, y lo he sido siempre. Pero, ¿decís por eso que estoy loco? La enfermedad ha podido aguzar mis sentidos, pero no por eso los ha destruido ni embotado. El más sensible de todos ellos era el oído. Escuché todas las cosas del cielo y de la tierra, e incluso bastantes del infierno. ¿Cómo, entonces, he de estar loco? Si prestáis atención, podréis observar con cuánto equilibrio, calma y vigor puedo narraros toda esta historia.

Contar cómo pudo esa idea entrar por primera vez en mi cerebro no es posible. Día y noche me acosó, una vez que la hube concebido. Y no había motivo alguno. La pasión nada tenía que ver con ello. Porque yo quería al viejo. Jamás me había hecho daño alguno. Nunca me insultó, ni su oro despertó en mí la menor codicia. Pero era su ojo. Sí, era su ojo, uno de sus ojos que se parecía al ojo de un buitre, un ojo azul pálido, con una catarata. Mi sangre se helaba cuantas veces caía ese ojo sobre mí. Y así, poco a poco, se me fue metiendo en la cabeza la idea de matar al viejo para, de tal forma, librarme para siempre del ojo maldito.

Es difícil que no me creáis loco, pero recapacitad en que los locos nada saben de cosa alguna. Y si me hubiérais visto, si hubiérais sido testigos de la sabiduría con que procedí, de las cautelas, los disimulos, las precauciones con que llevé a cabo mi proyecto...

Jamás había estado tan amable con él como durante la larga semana que procedió al asesinato. Noche tras noche, alrededor de las doce, descorría el pestillo de su puerta y la abría despacio, muy suavemente. Y cuando ya estaba lo bastante abierta como para que pudiera pasar mi cabeza, introducía por la abertura una linterna sorda, cerrada, muy bien cerrada, para que no se filtrara claridad alguna. Entonces metía la cabeza. Os hubiérais reído viendo con qué habilidad lo hacía, cómo la movía lenta, muy lentamente, por temor a despertar al anciano. Necesitaba al menos una hora para introducir toda la cabeza por la abertura y poder así ver al viejo acostado en su cama... ¿Hubiera dado un demente tantas muestras de prudencia?

Y en esos momentos, cuando toda mi cabeza estaba dentro de la habitación, abría con precaución, con infinito cuidado mi linterna, y justamente lo necesario para que un hilo imperceptible de luz incidiera sobre el ojo de buitre. Esto lo hice durante siete interminables noches, precisamente a las doce. Pero me fue imposible realizar mi propósito porque siempre encontraba el ojo cerrado; no era el viejo el que me molestaba, sino su ojo maldito. Y todas las mañanas, justo cuando amanecía, entraba en su cuarto y le hablaba cordialmente, llamándole por su nombre, interesándome por cómo había pasado la noche. Tendría que ser un viejo muy perspicaz para sospechar siquiera que noche tras noche, a las doce precisamente, alguien le observaba durante el sueño.

Extremé mis precauciones al abrir su puerta la octava noche. Mucho más de prisa de lo que se movía entonces mi mano se mueve la aguja de un reloj. Nunca, como aquella noche, me pude dar tanta cuenta de la magnitud de mis facultades, de mi sagacidad extraordinaria. La sensación de triunfo me embargaba de tal manera que apenas podía dominarla. Pensar que estaba allí abriendo la puerta poco a poco, y que él ni siquiera soñaba en mis acciones o mis pensamientos secretos... Esa idea hizo que se me escapara una risita, y es posible que me oyese, porque de pronto se movió en su lecho como si estuviera a punto de despertar. Quizá supongáis que entonces me retiré. Pues no lo hice. Negro, negro como la pez estaba su cuarto; tan espesas eran las tinieblas, ya que el viejo había cerrado las ventanas con todo cuidado por miedo a los ladrones. Seguro de que él no podría ver la puerta entreabierta, continué empujándola un poco más, siempre un poco más...

Ya había introducido mi cabeza del todo, y me disponía a abrir la linterna cuando mi pulgar resbaló sobre su cierre de hierro, despertando al anciano con el ruido tan bruscamente que éste se incorporó de la cama y preguntó:

—¿Quién está ahí?

Guardé silencio y permanecí completamente inmóvil. No moví un solo músculo durante toda una hora, y en ese tiempo no oí que volviera a acostarse. Continuaba sentado en la cama, escuchando, exactamente igual que había hecho yo durante noches enteras, atento al roce de las arañas en las paredes.

De pronto oí un débil gemido. Comprendí que se trataba de un lamento de terror mortal. No había en esa expresión asomo alguno de dolor o tristeza. Nada de eso... Era el murmullo sordo y ahogado que escapa de lo íntimo de un alma oprimida por el espanto. Conocía demasiado bien ese murmullo. Infinidad de noches, justo al filo de la medianoche, cuando el sueño se había apoderado de todos, irrumpía en mi propio lecho, excavando con su eco terrible los horrores que me consumían. Sabía, por tanto, lo que estaba padeciendo el viejo, y hasta sentía piedad por él, aunque una risa sorda llenase mi corazón. Estaba perfectamente seguro de que continuaba despierto desde el momento en que, habiendo escuchado el primer rumor, se revolvió en la cama. Sus temores habían ido siempre en aumento, aunque procuraba persuadirse de que no tenían fundamento. Se había dicho a sí mismo: «Nada, el viento en la chimenea. Un ratón que corre por el suelo», o «un simple grillo que canta». Sí. Trató de calmarse con estas burdas hipótesis. Pero no le sirvió. Fue todo inútil, porque la muerte que se aproximaba había pasado ante él con su gran sombra negra, envolviendo con ella a su víctima. Y era la influencia fúnebre de su sombra no vista la que le hacía sentir —aunque no viese ni escuchase nada—, la presencia de mi cabeza en su cuarto.

Recurrí a toda la paciencia del mundo para esperar tan largo rato. Pero después, sin oír que se acostara de nuevo, me aventuré a abrir un poco la linterna, pero tan poco, tan poco como si nada. Y tan furtivamente como no podréis imaginároslo. Aunque al fin un único y pálido rayo, como un hilo de telaraña, salió por la mínima ranura y descendió sobre su ojo de buitre maldito.

Esta vez estaba abierto, enteramente abierto, y al verlo así me encolericé. Lo estaba viendo con una nitidez absoluta, su azul mate cubierto por una nube horrorosa que me halaba la médula de los huesos... Pero no veía más que el ojo, sólo el ojo...

Aquello que llamáis locura no es más que una hiperestesia de los sentidos. Un rumor sordo, ahogado, continuo, llegó hasta mis oídos, similar al que produce un reloj envuelto en algodón. Reconocí el sonido inmediatamente. Era el corazón del viejo que latía y latía... Y eso excitó mi furia como el valor del soldado se excita con el redoble del tambor.

Pero me dominé y continué sin mover un músculo. Apenas respiraba. Tenía quieta la linterna en las manos, aunque esforzándome por conservar el rayo de luz fijo sobre el ojo. Al mismo tiempo, ese pálpito infernal de su corazón se hacía cada vez más fuerte, más apresurado, más sonoro... El pánico del viejo tuvo que ser absolutamente desmesurado, porque el latir aumentaba minuto a minuto. Ya os he dicho que era nervioso. Lo soy en realidad, y mucho. Y por eso, en pleno corazón de la noche, en medio del temible silencio de aquella vieja casa, un ruido tan desusado hizo penetrar en mi ánimo un irresistible pavor. Me contuve, no obstante, durante algunos minutos, y permanecí tranquilo. Pero la asquerosa pulsación se hacía cada vez más fuerte, siempre más fuerte, más fuerte...

Creí que el corazón iba a estallar, y era que una nueva angustia se apoderaba de mí: tal vez ese rumor pudiera ser oído por algún vecino. Por lo tanto, había sonado la hora del viejo. Di un gran alarido, abrí de pronto la linterna y me precipité en el cuarto. El anciano dejó escapar un grito, solamente un grito. Porque en un momento le derribé al suelo, depositando sobre su cuerpo el tremendo peso de la cama. Sonreí entonces, complacido, viendo tan adelantada mi obra. Sin embargo, el corazón siguió palpitando con un latido ahogado durante algunos minutos. Pero ya no me atormentaba, puesto que no podía oírse a través de las paredes. Cesó al fin. El viejo estaba muerto.

Levanté la cama y examiné el cadáver. En efecto, estaba muerto, tan muerto como una piedra. De todas formas, puse mi mano sobre su corazón, y allí la mantuve durante algunos minutos. No pude advertir el menor latido porque, como digo, estaba muerto como una piedra. Su ojo repugnante ya no volvería a molestarme más.

Tal vez insistáis en considerarme loco. Pero vuestra opinión variará cuando os describa las precauciones inteligentes que tomé para ocultar el cadáver. La noche avanzaba rápidamente y yo trabajaba de prisa, aunque en silencio. Lo primero que hice fue desmembrar el cuerpo. Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas.

Luego arranqué tres tablas del entarimado y coloqué los despojos bajo el piso de madera. Después volví a poner las tablas con tanta destreza y habilidad que ningún ojo humano —ni siquiera el suyo— habría podido descubrir allí nada alarmante. Nada que lavar. Ni una mancha, ni una mancha de sangre. No se me escapó pormenor alguno. Una cubeta lo hizo desaparecer todo.

Eran las cuatro de la madrugada, y estaba tan oscuro como si fuera medianoche, cuando terminé todas estas operaciones. En el momento en que el reloj señalaba la hora, llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir totalmente confiado porque, ¿qué era lo que había que temer? Entraron tres hombres, que se presentaron con toda cortesía como agentes de la policía. Al parecer, un vecino había oído un grito durante la noche y eso le hizo despertar la sospecha de que se había cometido un crimen. Se presentó una denuncia en la comisaría, y aquellos agentes habían sido enviados para realizar una investigación.

Di la bienvenida a aquellos caballeros, sin dejar de sonreír. Porque, ¿qué había que temer?

—El grito —les dije— lo di yo, soñando. El viejo se ha marchado de viaje.

Acompañé a los policías por toda la casa. Les invité, incluso, a que buscaran, a que buscaran perfectamente bien. Finalmente les conduje a su cuarto. Les mostré sus tesoros en seguridad perfecta, en perfecto orden. Mi propia confianza llegó a entusiasmarme, hasta el punto de que les llevé unas sillas a la habitación y les supliqué que se sentaran mientras yo, con la desbordada audacia del triunfo, coloqué mi propia silla exactamente en el lugar que ocultaba los miembros despedazados del viejo.

Pues bien, los agentes se mostraron satisfechos. Mi actitud les había convencido y yo me sentía perfecta, singularmente bien. Se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté con toda jovialidad. Pero, al poco rato, me di cuenta de que palidecía y deseé que se fueran. Me parecía que mis oídos zumbaban y me dolía la cabeza. Sin embargo, los policías continuaban sentados y prosiguiendo su trivial conversación. El zumbido se hizo más claro, persistió y se volvió cada vez más perceptible. Para liberarme de tan angustiosa sensación empecé a hablar y a hablar sin parar. Pero el zumbido persistía tenazmente, y de tal modo, que acabé descubriendo que no tenía su origen en mis oídos.

Me puse entonces muy pálido, sin duda. Pero seguía hablando sin tino, elevando el tono de mi voz. El ruido aumentaba, aumentaba, y ya nada podía hacer para evitarlo.

Se trataba de un ruido sordo, continuo, ahogado, similar al producido por un reloj envuelto en algodón... Respiraba con dificultad. Los agentes nada oían..., todavía.

Parloteé con mayor vehemencia, más de prisa. Pero el rumor crecía sin cesar. Me levanté y discutí sobre tonterías, con voz muy alta y gesticulando violentamente. Pero el rumor crecía, crecía siempre. ¿Por qué no se querían marchar los policías? Comencé a andar de un lado para otro de la habitación, pesadamente, dando enormes zancadas, como' si sus observaciones me exasperasen. Pero el rumor crecía sin cesar. ¡Dios mío! ¿Qué podía yo hacer? Echaba espumarajos, desvariaba, pateaba. Movía la silla en que estaba sentado y la hacía resonar sobre el suelo. Pero el rumor lo dominaba todo y crecía incesantemente, más fuerte, cada vez más fuerte, siempre más fuerte.

Y aquellos hombres continuaban hablando, bromeando, sonriendo... ¿Sería posible que no oyeran nada? ¡Gran Dios, de ninguna manera! ¡Estaban oyendo, estaban sospechando! ¡¡Los sabían!! ¡Estaban divirtiéndose con mi terror! Así lo creí y lo sigo creyendo ahora.

Pero había algo infinitamente peor que aquella agonía insufrible, algo más insoportable que aquella burla. Imposible tolerar por más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. Me di cuenta de que era preciso gritar o morir, porque entonces... ¿Lo oís? ¡Escuchad! ¡Cuán alto, cuán alto sigue latiendo, siempre más alto, siempre más alto!

—¡Malditos! —exclamé—. ¡No disimuléis por más tiempo, miserables! ¡Lo confieso todo! ¡Arrancad esas tablas! ¡¡Aquí, aquí está el latido de su horrible corazón!!...