EL MALETÍN GRIS

P. MARTÍN DE CACERES

El viaje prometía ser feliz... El tren era rápido y confortable y su circunstancial compañero de departamento un elegante caballero de refinados y exquisitos modales. Sin embargo...

l caballero se levanto cortésmente y ayudo a Marcela a colocar sus maletas en la red. Extremadamente elegante y ataviado con toda pulcritud, aparentaba unos cincuenta años. Su rostro de formas angulosas y las sienes ligeramente plateadas permitieron a Marcela calificarle en el acto dentro de la categoría «interesante».

Una vez instalado el equipaje, el caballero en cuestión, extrayendo una pitillera de plata del bolsillo de su chaqueta, ofreció un cigarrillo a Marcela que lo rechazó dándole las gracias.

—¿Le molesta que yo fume? —preguntó solícito.

—En absoluto —repuso ella.

Y acto seguido, el caballero se enfrascó en la lectura de un montón de periódicos. Marcela agradeció que su compañero de viaje no se sintiera obligado a forzar una conversación salpicada con los tópicos de rigor acerca de los retrasos ferroviarios y otros lugares comunes que suelen sacarse a relucir cuando se inicia un viaje en tren. En cierto momento le pareció advertir que su acompañante sostenía el diario demasiado alto, como si más que leer pretendiera ocultar su rostro. Al momento siguiente sus miradas se encontraron reflejadas en el cristal de la ventanilla. Marcela retiró apresuradamente la vista y el caballero se concentró en la lectura, lo que pudo advertirse porque, poco a poco, el periódico fue descendiendo hasta situarse a una altura más natural.

Apenas se inició el viaje y un camarero recorrió los vagones anunciando la apertura del bar, su compañero de departamento se dirigió a Marcela.

—¿Puedo invitarla a tomar un café?

—Más tarde quizás —repuso ésta—. Es probable que en estos momentos todo el mundo haya tenido la misma idea. No soporto las aglomeraciones— añadió sin perder la sonrisa.

—Le ruego que me excuse, entonces —dijo él—. La acompañaré más tarde si me lo permite. Los trayectos se me hacen más cortos visitando el bar de vez en cuando.

Cuando Marcela se quedó sola en el departamento se dispuso a ojear uno de los periódicos de su acompañante, y ya extendía la mano hacia ellos cuando quedó inmovilizada por el sobresalto.

—¿De veras no quiere venir? —dijo el caballero reapareciendo súbitamente en la puerta.

Ella se sintió como si un policía la hubiera sorprendido robando una manzana de un puesto ambulante. El caballero debió de notar su embarazo porque añadió:

—Le recomiendo un artículo de «Semanario Mundial». Según su autor el tren es el medio de transporte más seguro— y con una leve inclinación de cabeza desapareció camino del bar.

Marcela se llamó estúpida por experimentar aquella sensación de intimidación y, cruzando los brazos, se mordió el labio inferior hasta hacerse daño. Unos momentos después tomó un diario y lo hojeó sin concentrarse demasiado en lo que hacía. Pensó que debería haber aceptado la invitación.

Unos minutos más tarde le asaltó la duda de si habría o no guardado en el maletín el regalo para su madre, y bajándolo de la red, introdujo la diminuta llave en la cerradura. Forcejeó un momento sin conseguir abrirlo hasta que se apercibió enojada de que lo había dejado abierto. Hasta transcurridos unos segundos no se dio cuenta de que aquella maleta no le pertenecía. La suya, casi exactamente igual a ésta, permanecía situada un poco más allá. Volvió a colocar apresuradamente todo en orden y de pronto advirtió que sus manos tropezaban con una peluca. Con un rápido movimiento separó una camisa sin poderse impedir la curiosidad y sus ojos se detuvieron en algo que en principio tomó por un soporte para mantener la peluca sin que ésta perdiera su forma. Pero al segundo siguiente, mientras sus manos trémulas se esforzaban por no desordenar más el contenido del maletín, tuvo que admitir que lo que sus ojos estaban contemplando era una cabeza humana, y junto a ella, la mano derecha de un hombre, ambos miembros horrendamente ensangrentados y como si apenas hiciera unas horas que habían sido seccionados del resto del cuerpo al que habían pertenecido.

A pesar de que lo más urgente era cerrar de nuevo el maletín antes de que el caballero regresara, cosa que podía ocurrir en cualquier momento, Marcela permaneció petrificada por el espanto, incapaz de reaccionar. Una sombra cruzó por el pasillo camino de otro departamento. Finalmente cerró la maleta, y no había hecho más que derrumbarse sobre su asiento, cuando hizo su aparición su compañero de viaje.

—Tenía usted razón —dijo—. El bar estaba completamente lleno.

Marcela le miró intentando sonreír, pero comprendió que tan sólo había esbozado una mueca estereotipada. El caballero la miró fijamente a su vez, y después tomó asiento.

Ella deseaba salir del departamento, pero estaba segura de que, antes de que lograra alcanzar la puerta, caería desvanecida al suelo. Por otra parte, un temblor convulsivo comenzaba a agitar su cuerpo y tuvo que emplear todas sus energías en controlarlo a fin de que él no lo advirtiera. El caballero se levantó de nuevo y cerró del todo la puerta corrediza cuyo pestillo no había encajado. A continuación tomó un periódico y comenzó a leer.

Necesitaba tomar algo que la hiciera reaccionar. Tenía el estómago revuelto, y el copioso sudor provocado por la impresión de lo que había visto se enfriaba sobre su piel provocándole nuevos escalofríos y temblores. Por último, sintiendo que la náusea invadía su garganta, se levantó camino de la puerta del departamento, pero sus fuerzas estaban tan menguadas que no fue capaz de descorrerla. El caballero, al advertirlo acudió en su ayuda.

Marcela salió al pasillo y se encaminó al W.C. El traqueteo del tren disimuló su propia falta de estabilidad. Un segundo antes de entrar en los servicios volvió la vista atrás. Su compañero de viaje se había instalado junto a una de las ventanillas del pasillo y parecía observar atentamente el paisaje.

Cuando, tras vaciar su estómago, se sintió ligeramente aliviada, pasaron rápidamente por su imaginación las diferentes opciones que le cabía adoptar. ¿Debería acudir al revisor y contarle lo sucedido? ¿Habría policía en el tren? ¿No sería preferible no darse por enterada?...

Necesitaba con urgencia una taza de té, pero al salir de nuevo al pasillo advirtió que el caballero continuaba en la misma posición, y al oír la puerta del W.C. se volvió hacia ella. Marcela, temiendo que recelara o le resultara extraño que, tras haber rehusado hacía poco, la viera encaminarse ahora hacia el bar, regresó en dirección al departamento como quien no puede impedirse caminar hacia su propia perdición. El caballero le abrió gentilmente la puerta y permaneció fuera dándole la espalda y contemplando el panorama. Tenía la sensación de que había comenzado a vigilar sus movimientos.

Acurrucándose en un rincón, cerró los ojos e intentó poner en orden sus pensamientos. Una oleada de tranquilidad mitigó su inquietud cuando se le ocurrió que el caballero no tenía por qué sospechar que ella había abierto la maleta debido a una confusión y estaba enterada del macabro contenido de la misma. Aparentando naturalidad, podía llegar tranquilamente al fin del viaje y denunciarlo luego a la policía, afirmando que no lo había hecho antes por las circunstancias de obligada proximidad, temor, etc.

Abrió nuevamente los ojos y con gran recelo elevó la vista hasta el maletín. Estaba pensando si sus nervios no le habrían jugado una mala pasada cuando se dio cuenta de que una de las dos pequeñas cerraduras permanecía abierta. Seguramente, en su confusión, la había cerrado mal y con el movimiento del tren se había desenganchado el mecanismo. La posibilidad de que el propietario de tan fúnebre equipaje se apercibiera de la situación volvió a sumirla en un gran estado de nervios. Ahora, el caballero se hallaba ligeramente vuelto hacia el departamento, y tan pronto dirigía su vista hacia el exterior como hacia el fondo del pasillo. No podía arriesgarse a intentar trabar el mecanismo de cierre sin grandes posibilidades de ser vista, pero tampoco resultaba conveniente dejarlo en aquel estado.

En tan inquieta situación, sus ojos fueron a parar sobre uno de los periódicos extendidos por el asiento. Dos columnas de la última página estaban ocupadas por un artículo cuyos titulares rezaban: «Salvaje asesinato. La víctima aparece decapitada y con las manos seccionadas». Ahora ya no le cabía duda de que lo que había visto era absolutamente real.

Decidida a jugarse el todo por el todo, se levantó aprovechando que el caballero se encontraba de espaldas, y aproximándose al maletín, alargó una mano temblorosa hacia la cerradura. En aquel momento se oyó el ruido de la puerta al descorrerse. Marcela, sin saber a ciencia cierta lo que hacía, dio un paso más y tomó convulsamente su propio maletín. A su espalda alguien dijo:

—Billetes, por favor.

El temblor de sus manos hizo que tardara más de lo normal en encontrarlo. Finalmente, volcó todo el contenido de su bolso sobre el asiento hasta que apareció.

El caballero continuaba en el pasillo, y, al salir del departamento, el revisor solicitó amablemente la exhibición de su billete. Después de que lo hubo mostrado, entró con intención de sentarse, Marcela palideció al ver que su compañero de viaje dirigía la vista hacia su maletín y reparaba en la cerradura.

—He perdido las llaves— dijo el caballero, y con una ligera presión del dedo encastró el mecanismo de cierre. Marcela suspiró hondamente. Su aspecto era el de una persona próxima a sufrir un desvanecimiento.

¿Se encuentra mal, querida? —preguntó su elegante compañero de tren.

Ella estaba decidida a poner aquel macabro hecho en conocimiento de la máxima autoridad del convoy, para lo cual debería alejarse del departamento.

—Una taza de té me vendrá bien, disculpe —dijo levantándose.

—Permita que la acompañe —manifestó el caballero.

—No se moleste, se lo ruego —repuso Marcela poniendo excesivo énfasis al rechazar la oferta.

—No puedo permitir que salga sola en esta situación —añadió él.

—¿En qué situación? —balbució la muchacha.

—Está usted pálida como un cadáver —comentó su compañero de viaje.

—¿Sí? —articuló ella sin fuerzas.

Abrió la puerta corrediza y la tomó por el brazo con firmeza sin que ella opusiera resistencia.

—¿Adonde... adonde me lleva?

—Al bar, naturalmente. ¿Dónde si no? —repuso el caballero.

Mientras permanecían en el concurrido salón-cafetería, Marcela experimentó la sensación de que todo el mundo estaba pendiente de ella y esperaban

una denuncia del terrible hallazgo. Hasta la pregunta del camarero le resultó significativa.

—¿Qué desea, señorita?

Ella pidió un té y su acompañante un café solo.

—¿Nada más? —inquirió el camarero con lo que ella en su estado de nervios lo tomó por doble intención.

—No —repuso secamente el caballero abonando las consumiciones.

Marcela tomó el té a grandes sorbos. El líquido caliente consiguió reanimarla, pero seguía teniendo la sensación de que se hallaba inmersa en una pesadilla de la que iba a despertar de un momento a otro. A su lado una pareja charlaba animadamente. Más allá tres mujeres maduras escuchaban ensimismadas a un cuarentón con aspecto de seductor de provincias.

—¿Regresamos? —preguntó a Marcela su acompañante.

En la plataforma de uno de los vagones se cruzaron con el revisor. Marcela le miró intentando transmitirle su inquietud, pero el empleado se limitó a pedirles de nuevo los billetes.

El caballero se dedicó a la lectura atenta de los diarios, y ella se acurrucó en su asiento. ¿Qué ocurriría si de pronto salía al pasillo y gritaba que aquel hombre era un asesino? ¿Se abalanzaría sobre ella antes de que tuviera tiempo de descorrer la puerta? ¿No iba a pensar la gente que había perdido el juicio?

Lo único sensato, suponiendo que él no sospechara que su maletín había sido abierto, era alejarse sola del departamento y poner el hecho en conocimiento del revisor y de la policía, si acaso viajaba en el tren algún agente. Otra opción consistía en mantenerse ajena a lo que había descubierto y esforzarse por conservar la serenidad hasta el final del trayecto. Pero, ¿y si el asesino decidía elegirla como próxima víctima y se abalanzaba contra ella en cualquier momento? En la parte superior, encima de la puerta, había espacio más que sobrado para ocultar un cuerpo. Bastaría cubrirlo con una manta para que nadie se apercibiera de que allí había un cadáver. La única esperanza de seguridad consistía en que alguien más se acomodara en aquel departamento, pero examinando con disimulo la cabecera de los asientos comprobó que solamente los dos ya ocupados ostentaban el cartel de reservados.

Cuando dejaron atrás la estación de El Río, Marcela recordó que dentro de pocos minutos llegarían a la zona de los túneles. Aquella sería una buena ocasión para abandonar el departamento sin ser vista. Aprovechando la oscuridad reinante saldría al pasillo y escaparía hacia una zona más alejada para denunciar lo que había descubierto. Todo esto suponiendo que el asesino no tuviera la misma idea y se arrojara sobre ella apenas penetraran en el primero de los túneles.

Como presintiendo los pensamientos de Marcela, el caballero abandonó la lectura de los periódicos, y sonriéndola distraídamente, salió al pasillo y, apoyándose en la barra metálica antepuesta a la ventanilla, se dedicó a la contemplación de la campiña.

Marcela advirtió con temor que no podía arriesgarse a abandonar el departamento en aquellas condiciones. Tan pronto abriera la puerta, él podría detenerla tan solo con darse media vuelta.

Durante unos segundos, y cuando ya el convoy rodaba ciñéndose a la muralla rocosa que pronto habría de atravesar subterráneamente, pensó que lo mejor sería atraer la atención del caballero, de tal modo que se viera obligado a sentarse de nuevo. Podría fingir que se encontraba pero o simular un mareo, pero descartó tal hipótesis debido a que, probablemente, su compañero se sentaría aún más cerca de ella. Lo más acertado sería salir también al pasillo y esperar la llegada del primer túnel. En cuanto se hiciera la oscuridad correría pasillo adelante hasta desaparecer.

Cuando estaba a punto de levantarse se abrió la puerta corrediza y entró el caballero, que, ocupando su asiento, la miró fijamente.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó.

Marcela movió afirmativamente la cabeza y se puso en pie dispuesta a abandonar el departamento.

—No debe salir ahora —manifestó él—. Nos aproximamos a una zona de túneles. Y como ella hiciera ademán de dirigirse hacia la puerta, el caballero añadió—: Está usted muy pálida todavía. No puedo permitir que salga sola. Y se puso en pie a su vez.

—Puedo ir sola... —balbució ella.

—Naturalmente, pero si no le molesta yo me veo en la obligación de velar por usted. Soy su compañero de viaje, y me siento responsable de lo que pueda ocurrirle.

—Voy a ir... —comenzó Marcela, pero de pronto se hizo la oscuridad. Habían entrado en el primero de los túneles.

El olor a carbonilla inundó el departamento, y Marcela, desorientada, avanzó un paso en dirección a la puerta. De pronto el tren dio un bandazo, y perdiendo el equilibrio, cayó sobre su compañero. Notó que unas manos de hierro la asían por sus muñecas sosteniéndola con firmeza. Unos segundos más tarde se hizo de nuevo la luz. Su rostro estaba muy cerca del del caballero. Unos ojos de aceradas pupilas se clavaban en los suyos. El aflojó la presión de sus manos e hizo regresar a Marcela a su asiento.

—¿Lo ve? —comentó—. Podía haberse hecho daño.

De nuevo se hizo la oscuridad. Marcela estaba segura de que los ojos del caballero continuaban fijos en su rostro. Los notaba igual que dos saetas certeramente dirigidas. Con toda seguridad se encontraba al acecho, y quizá sus brazos estaban abiertos como las alas desplegadas de un gran ave, prestos a atrapar a su víctima si intentaba el menor movimiento.

Cuando volvió la luz, se encontró sola en el departamento. Su acompañante había salido sin producir el menor ruido, o quizás el retumbar del convoy dentro del túnel había ahogado el sonido de la puerta. Casi inmediatamente después, el tren penetró en el último de aquellos paréntesis de oscuridad, y Marcela salió al pasillo dispuesta a alejarse todo lo posible. Caminó a tientas hasta el extremo del vagón, pasó al siguiente, y cuando el tren abandonó el seno de la montaña, Marcela entró en el primer departamento que encontró vacío y se sentó en un rincón corriendo las cortinillas de la puerta. Permaneció allí amodorrada hasta que la despertó el silbato de la locomotora. Ya era casi de noche.

Momentos después se abrió la puerta del departamento y entró el revisor.

—Me he dejado el billete en... —comenzó Marcela.

—No se preocupe —repuso el empleado—. Ya me lo ha enseñado en dos ocasiones.

—Yo... —balbució ella—. Tengo que decirle...

El revisor permaneció atento a las palabras de la muchacha.

—El hombre... Mi compañero de departamento.,.

El continuaba mirándola interesado. De pronto Marcela comprendió que todo lo que la situación tenía de terrible y angustiosa vivida en su departamento, se trocaba aquí en algo ridículo y sin sentido.

—No va a creerme... —dijo.

El revisor no movió un músculo de su rostro.

—El hombre que viaja en mi departamento... Ese caballero... —vaciló—. Ese hombre es...

—¿Un asesino? —inquirió el revisor.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó ella estupefacta.

—¿Por qué no regresa a su asiento? —rogó el empleado—. Allí tiene usted su equipaje.

—El maletín pequeño...

—Sí —afirmó el revisor.

—En ese maletín hay...

—La escucho.

—Dentro del maletín hay... una cabeza humana... y una mano —sollozó Marcela.

El revisor no pareció inmutarse.

—¡Lo he visto —gritó.

—Tranquilícese, señorita.

—En el maletín gris... ¿No ha visto el maletín gris?

—Desde luego que lo he visto

—¡No me cree! —exclamó Marcela—. ¿No ha leído los periódicos?

—Sí —repuso el revisor— Un crimen horrible. Las manos seccionadas... la cabeza. Por favor, tiene que volver a su departamento.

—Ese hombre...

—Estará sola. Ese caballero ya no se encuentra allí.

—¿Le... le han detenido? —preguntó.

—Tranquilícese. Vamos —dijo el revisor tomándola amablemente por el brazo.

—El maletín...

—Tampoco está ya. Cálmese, señorita.

El maletín gris había desaparecido, pero el resto del equipaje y el montón de periódicos continuaban allí.

—Lamento haberla asustado.

Marcela se volvió violentamente. Su compañero de departamento acababa de entrar. El revisor los contempló un momento a través del cristal de la puerta y luego desapareció.

—¿No le habían...?'—comenzó a decir Marcela.

—¿Se encuentra mejor ya? —preguntó el caballero.

—El revisor...

—Muy comprensivo —comentó él.

—Déjeme pasar —pidió Marcela.

—Le ruego que me excuse —repuso el caballero apartándose gentilmente a un lado. Ella asió la manilla de la puerta, pero sus menguadas fuerzas no bastaron para descorrerla. Fue necesario que su acompañante lo hiciera por ella.

Con paso vacilante Marcela salió al pasillo. Un viajero que caminaba en dirección opuesta se quedó mirándola cuando dijo:

—Ayúdeme, por favor. Me quiere... ¡Dios Santo! ¡Ayúdeme! —gritó.

Una mujer se asomó a la puerta de otro departamento. Al cabo de un momento varios rostros curiosos asistían a la escena.

—¡Quiere matarme! —exclamó Marcela. Los viajeros se miraron con cara de circunstancias—. ¡Por favor! ¡El es el asesino! ¡Lleva la cabeza y las manos en

Uno o dos pasajeros volvieron a entrar en sus departamentos cerrando a continuación la puerta. Una dama con gafas de concha se asomó al suyo y, llevándose el índice a los labios, solicitó silencio.

—¡Por favor! —gimió Marcela aferrándose a la barra metálica que protegía la ventanilla, y notó que las fuerzas la abandonaban. Instantes después perdió el conocimiento y se desplomó exánime.

—Pobrecilla —comentó uno de los viajeros.

—¿Hace mucho que sufre esas alucinaciones?

—Lamento el espectáculo —comentó el caballero dirigiéndose al revisor y a las demás personas presentes en el pasillo—, pero por eso me tomé la libertad de advertir a ustedes acerca del estado de mi sobrina.

—¿Puedo hacer algo más? —preguntó el revisor.

—Ya ha sido usted suficientemente amable —repuso el caballero. Ahora le daré un calmante y espero que descanse el resto de la noche. Si no le molesta —añadió—, tenga la amabilidad de devolverme mí maletín. Lo situaré de tal modo que ella no pueda

El revisor entró en un departamento vecino y regresó un momento después con el maletín. Una de las cerraduras estaba destrabada. Cuando ya iba a entregárselo a su propietario, el empleado perdió el equilibrio, y la pequeña maleta tropezó con la pared. Al instante cedió el segundo cierre, y todo el contenido del maletín se desparramó por el suelo.

—¡Cuánto lo siento! —exclamó el revisor disculpandose.

—No tiene mayor importancia —repuso su propietario—. He perdido las llaves, y las cerraduras no parecen muy firmes.

Ayudados por uno de los viajeros, fueron recogiendo las prendas desperdigadas, y cuando hubieron dado fin a la tarea, el caballero les dio las gracias y, deseándoles un feliz descanso, entró en su departamento.

—No olvide lo del último coche —dijo el revisor un segundo antes de que el propietario del maletín corriera la puerta.

El departamento estaba envuelto en una ténue luz violácea que propiciaba el sueño y permitía ver lo suficiente si alguien deseaba permanecer en vigilia. El suave traqueteo del tren fue desgarrando las brumas que envolvían el cerebro de Marcela, la cual, poco a poco, regresó a la realidad.

En principio, su mente permaneció en blanco, y no supo más que se encontraba tumbada y cubierta con una manta. El suave movimiento de la estancia le recordó que se encontraba en el tren, y volviendo sus ojos hacia la ventanilla vio al caballero que la contemplaba atentamente. Su rostro, bajo el influjo de aquella luz violeta, adquiría matices siniestros. Era como una esfinge inmóvil pero acechante que se hubiera arrogado la tarea de velar por ella. Lentamente, los últimos acontecimientos regresaron a su memoria y su mirada intentó penetrar más intensamente aquella inquietante iluminación. La pequeña lámpara morada parecía vibrar en el techo, y sus velocísimas oscilaciones se transmitían a todo el departamento bañando cada rincón con un temblor sin pausa.

—Se encuentra mejor, querida? —la voz llegó a los oídos de Marcela atravesando millones de kilómetros—. Ya ha pasado todo.

Marcela contempló los bultos del equipaje situados sobre la red. Los dos maletines gemelos estaban muy próximos.

—Usted... —musitó sin fuerzas. Las pupilas del caballero se contrajeron y su rostro lupino prestó atención a las entrecortadas palabras de la muchacha—. Esa horrible cabeza... La mano... —añadió ella con extrema debilidad.

—No hay horrible cabeza —repuso su compañero de viaje—. Ni tan siquiera mano... Ya no las hay

—concluyó con lo que acaso pudiera tomarse por un gesto de melancolía.

—Yo...

—Usted es mi sobrina, y ya no hay maño ni cabeza —añadió el caballero tajantemente.

—Yo lo he visto... —balbució la joven.

—Usted lo ha visto... —reflexionó él en voz alta.

—He visto una cabeza... y una mano cortada... ¿Por qué lo hizo?

—Por qué, por qué... ¿Todo ha de tener un por qué?

—Entonces admite que ahí hay una cabeza, una horrible cabeza... —sollozó Marcela.

—No era horrible —repuso el caballero—. Pero ya no está. Su inoportuna equivocación me ha obligado a arrojar esos, diríamos, recuerdos a la vía del tren.

—Déjeme salir —exclamó ella incorporándose—. Quiero salir —repitió—. Ha conseguido engañar al revisor. ¿Qué es eso de que soy su sobrina? Los demás viajeros me ayudarán. ¡Oh, Dios mío! ¡Déjeme salir!

El caballero permaneció inmóvil. En su rostro no se reflejaba emoción alguna, si no era una cierta nostalgia.

—¡No me impedirá salir! —gritó Marcela.

—Oh, querida, me decepciona usted. Una muchacha que parecía tan independiente y segura de sí misma. ¿No ha vivido usted nunca en Londres, por casualidad? Uno nunca debe perder la calma, el buen tono. Lo importante son las buenas maneras, independientemente de que nos encontremos rebanando una manzana o una garganta de mujer —concluyó con parsimonia.

—¡Asesino! —gritó Marcela—. ¡Suélteme!

—Yo diría que me encuentro sentado aproximadamente a un metro de usted. No puedo soltarla, puesto que ni siquiera la sujeto —dijo, y levantándose antes de que pudiera hacerlo Marcela, se aproximó a la puerta y la descorrió invitando gentilmente con un gesto a la muchacha.

—Está usted libre, tesoro.

—¿No va a retenerme? —preguntó ella desde el umbral.

—No —repuso el caballero, para precisar a continuación— no enteramente.

Al oír estas últimas palabras, Marcela salió velozmente al pasillo, y pidiendo socorro, se precipitó en el departamento contiguo. Al ver que estaba vacío, entró en el siguiente, y después en otro más alejado, pero en ninguno de ellos encontró un alma. Enloquecida de terror, fue recorriendo la totalidad del vagón. El caballero se asomó indolentemente a la puerta del departamento que ocupaba y encendió un cigarrillo con parsimonia.

—¡Socorro! —gritó Marcela—. ¡Ayúdenme, por favor! —pero nadie acudía en su auxilio. El caballero entró de nuevo en el departamento, y poco después salió nuevamente provisto de un par de guantes de goma de color ladrillo. Con mucha calma comenzó a calzárselos.

—¡Auxilio! —gritaba Marcela abriendo las puertas de los desiertos departamentos—. Finalmente llegó al extremo del vagón y forcejeó con la portezuela, que no se abrió.

—No era lógico turbar la paz de los demás viajeros —comenzó a decir el caballero a la vez que iniciaba la marcha pasillo adelante en dirección adonde se encontraba Marcela.

—¡Por favor! ¡Por favor! —rogaba la muchacha.

—Por esa razón, el revisor ha sido tan amable de prestarme este último vagón, en el que no viaja nadie, a fin de que, si acaso mi sobrina —dijo con intención— volvía a sufrir uno de sus ataques, en el transcurso de los cuales es asaltada por extravagantes alucinaciones, el resto de los viajeros no viera turbada la paz de su descanso —prosiguió mientras avanzaba por el pasillo.

—¡No se acerque! —gritaba Marcela—. ¡Me arrojaré a la vía!

El caballero chistó en tono desaprobatorio.

—No lo consentiré. Eso es algo que me corresponde a mí, y nadie me arrebatará el placer de empujarla hasta que su cuerpo sea destrozado por las ruedas de este último vagón. No todo su cuerpo —puntualizó.

—¡Por favor! ¡Por favor! —sollozaba Marcela—. ¿Por qué yo?

—¿Quién sino usted ha sido la que con su inoportuna equivocación me ha obligado a desprenderme de aquellos objetos valiosísimos?

¡Estúpida! —gritó perdiendo en cierto modo la calma—. ¿Por qué tuvo que abrir mi maletín?

—¡Me confundí! —gimió Marcela intentando razonar dentro de aquella absurda situación.

—«Me confundí» —remedó el caballero aflautando su voz. Acto seguido recuperó su flema habitual y continuó diciendo—: No importan las razones por las cuales viajaban conmigo esa cabeza y esa mano, lo que cuenta es que ya me había hecho a la idea.

—¡Oh! —fue todo lo que Marcela pudo articular.

—¿No se le ocurre nada más estimulante? —preguntó el caballero, a unos metros ya de la puerta sobre la que Marcela aporreaba sin cesar.

Comprendiendo que solamente una decisión heroica y desesperada podía sacarla de aquella situación, Marcela abrió la puerta que daba sobre la vía. Un torbellino de aire helado penetró en el vagón. El distorsionado rectángulo de luz se estrellaba contra la cuneta que cruzaba rauda un metro más abajo. La muchacha vaciló unos segundos, y después se dispuso a dar el salto que había de arrojarla fuera del convoy, pero antes de que pudiera intentarlo unas manos enguantadas la asieron por los cabellos, y levantándola en vilo la depositaron sobre la alfombra del pasillo. Después, las manos descendieron hasta su cuello y comenzaron a ejercer una presión brutal.

* * *

Cuando ya apuntaba el amanecer y los numerosos pájaros que poblaban los árboles de los campos vecinos recibían al sol con sus exaltados trinos, el tren se dispuso a entrar en la estación Suburbial.

El caballero elegantemente vestido abrió un departamento en el que dormitaba el revisor y tendiéndole la manilla metálica dijo:

—Muy agradecido por todo. Aquí tiene su llave.

—No hay de qué —repuso el revisor—. Me alegro de haberles sido útil. ¿Cómo se encuentra su sobrina?

—No del todo bien —repuso el caballero.

Los dos hombres se encaminaron hacia el último vagón, en la plataforma del cual se hallaban varias maletas y dos maletines casi idénticos.

—¿Dónde está su sobrina?

—No puede andar lejos —contestó el caballero—. Y añadió a continuación—: seguramente se habrá refugiado en la estación huyendo del relente mañanero. Le repito las gracias —dijo disponiéndose a bajar.

—Permita que le ayude —pidió gentilmente el revisor tomando un maletín gris.

—No, ese no —rogó el caballero apresurándose a cogerlo—. Si desea ayudarme cargue con ésta —declaró refiriéndose a la maleta grande.

—Cómo pesa —manifestó el probo empleado alargándosela hasta el andén.

—Con gusto la abandonaría. Es tan incómoda... Además, todo lo importante lo llevo aquí —dijo señalando el maletín gris—. El resto no es más que morralla.

—Podía haberla facturado.

—La próxima vez seguiré sus consejos —repuso el caballero—. A mi me gusta viajar con poco equipaje. Justamente lo necesario —dijo, y señalando el maletín sonrió complacido.

La locomotora silbó estridentemente y el convoy se puso lentamente en marcha.

—Muchas gracias por todo —añadió el caballero.

—«Qué señor tan amable» —reflexionó el revisor mientras hacía ondear su mano en señal de despedida—. «Espero que su sobrina se recupere por completo.» —Y cerrando la puerta del vagón se dispuso a picar los billetes de los escasos pasajeros que habían subido en la estación.