CAPITULO VIII
Caí enferma antes del viaje, y en vez de irnos al campo, nos instalamos en un chalet, de donde partió mi marido para ir él solo a visitar a su madre. Cuando se marchó, yo me hallaba ya suficientemente restablecida para poder acompañarle; pero él me rogó que me quedara, como si temiera por mi salud. Comprendí que en el fondo, no era por mi salud que temía, sino que estaba convencido de que no sería buena para nosotros la permanencia en el campo. No insistí mucho, y me quedé. En verdad, sin él me encontré en el vacío y en el aislamiento; pero cuando regresó, me di cuenta de que su presencia no añadía a mi vida lo que en otro tiempo le había llevado.
La alegre intimidad de antes, cuando todos los pensamientos, todas las sensaciones, me oprimían como un crimen si no se las había comunicado; cuando todas sus acciones, todas sus palabras me parecían modelos de perfección; cuando la alegría nos hacía reír de cualquier cosa, sólo al mirarnos uno al otro; aquella intimidad había desaparecido tan insensiblemente, que nosotros mismos no nos dábamos cuenta de semejante metamorfosis.
En el fondo, cada Uno tenía ocios, ocupaciones e intereses separados que no intentábamos vivir en común. Habíamos cesado de experimentar turbación alguna de vivir de este modo, en mundos completamente distintos, enteramente
extraños el uno para el otro. Nos acostumbramos a esta idea, y al cabo de un año había desaparecido todo azoramiento mutuo cuando nos mirábamos. Sus accesos de alegría, sus niñerías, habían desaparecido completamente, y también había desaparecido aquella indulgente indiferencia hacia todas las cosas contra las que antes me había rebelado; no había sobrevivido nada de aquella mirada profunda de otro tiempo, que me turbaba ala par que me regocijaba; cesaron también aquellas plegarias, aquellos transportes que tanto nos placía compartir, y llegamos incluso a vernos muy poco. Sergio estaba constantemente de viaje, y yo no temía ni me lamentaba de quedarme sola; por mi parte, me había lanzado al torbellino de la vida social del gran mundo, sin experimentar en lo más mínimo la necesidad de exhibirme con él.
Entre nosotros no se producían escenas ni discusiones. Esforzábame en satisfacerle, y él cumplimentaba todos mis deseos. Habríase dicho que seguíamos amándonos uno a otro.
Cuando nos encontrábamos a solas, cosa que, por otra parte, no sucedía a menudo, no experimentaba a su lado ni júbilo, ni agitación, ni embarazo, como si me hallara sola con mis pensamientos. Sabía muy bien que quien se hallaba junto a mí no era ningún advenedizo, ningún desconocido, sino al contrario, un hombre excelente, mi marido, en fin, a quien conocía tan bien como a mí misma. Estaba convencida de saber de antemano lo que iba a hacer o decir, toda su manera de ver, y cuando actuaba o pencaba distintamente de como yo esperaba, parecíame simplemente que me había equivocado. Por otra parte, no esperaba nada de él. En una palabra: era mi marido y nada más. Parecíame que las cosas eran así y debían serlo; que no podían existir, y que de hecho no habían existido nunca otras relaciones entre nosotros.
Cuando se ausentaba, sobre todo al principio, experimentaba, no obstante, los efectos de una terrible soledad, y hallábame lejos de él cuando creía sentir aún con fuerza todo el valor de su ayuda. Al veris regresar, me colgaba con alborozo de su cuello; pero apenas transcurridas dos horas, había olvidado ya esta alegría y no atinaba a decirle nada. En estos cortos instantes, en que renacía entre nosotros una ternura apacible y templada, me parecía que no era aquello lo que tan poderosamente llenara mi alma, y creía leer en sus ojos la misma impresión. Comprendía cómo en aquella ternura había un límite, que ni él ni yo queríamos franquear. A veces, esto me producía accesos de melancolía, pero no tenía tiempo para pensar seriamente en sus causas, y me esforzaba en olvidar esta melancolía mediante una gran diversidad de distracciones, de las cuales acaso no me daba perfecta cuenta, pero que constantemente se me ofrecían. La vida de sociedad, que en un principio me aturdiera con su esplendor y con la satisfacción que daba a mi amor propio, dominó pronto todas mis inclinaciones, llegando a ser una costumbre que me subyugaba, y ocupando en mi alma todo el espacio destinado a albergar el sentimiento. Procuraba también no quedarme sola con mi misma por miedo a profundizar demasiado mi situación. Todo mi tiempo, desde por la mañana temprano hasta altas horas de la noche, no me pertenecía, estaba como presa, y me parecía que siempre había de ser así.
De este modo transcurrieron tres años, y nuestras relaciones siguieron siendo las mismas, como inmovilizadas, fijadas, y como si no pudieran mejorar ni empeorar. En el curso de estos tres años, dos importantes acontecimientos habían sobrevivido en el seno de nuestra familia, pero ni el uno ni el otro habían producido cambio alguno en nuestra existencia. Estos acontecimientos fueron el nacimiento de mi primer hijo, y la muerte de Tatiana Semenovna. 2n un principio, el sentimiento maternal me invadió con tal fuerza, y se apoderó de mí un transporte tan inesperado, que llegué a figurarme que empezaba para mí una nueva vida; pero a los dos meses, este sentimiento, en progresiva decadencia, acabó no siendo más que el simple y frío cumplimiento de un deber. Mi marido, en cambio, desde el nacimiento del primer hijo había vuelto a ser el hombre de antes, dulce, pacífico, apegado al hogar, y había dado a su hijo toda sn antigua ternura y toda su alegría.
A menudo, cuando, antes de salir, yo entraba en traje de noche en la habitación del niño para darle la bendición nocturna, encontraba a Sergio Mikailovitch junto a la camita y creía leer une mirada de reproche, una mirada severa y atenta que parecía reconvenirme y me sentía avergonzada. Me aterraba mi indiferencia por mi propio hijo, y me preguntaba: “¿ Seré peor que las otras mujeres? Más, ¿qué debo hacer? —pensaba—. Amo a mi hijo, ciertamente, pero, sin embargo, no puedo permanecer sentada a su lado días y días; esto me aburriría, y en cuanto a fingir, no lo quisiera por nada del mondo.”
La muerte de su madre causó profunda pena a Sergio Mikailovitch. Le resultaría muy doloroso, afirmaba, vivir sin ella en Nikolski.
Aun cuando yo lo sentí mucho y participé en la pena de mi marido, me habría sido mas agradable y mucho más descansado vivir en el campo. Habíamos pasado en la capital la mayor parte de estos tres años. Sólo en una ocasión pasé dos meses seguidos en el campo; y el tercer año nos fuimos al extranjero.
Pasa.nos el verano en un balneario. Tenía yo entonces veintiún años. Nuestra fortuna, pensaba, hallábase en estado floreciente; de la vida de familia no esperaba nada más de lo que ya me había dado; parecíame ser querida por cuantos me conocían; mi salud era excelente; mis vestidos, los más elegantes; sabía que era linda; el tiempo era soberbio; me envolvía no sé qué atmósfera de belleza y de elegancia, y todo me parecía alegre en extremo. No obstante, no me sentía contenta como llegué a estarlo en Nikolski, cuando hallaba mi felicidad en mí misma, cuando era feliz porque merecía serlo; cuando mi dicha era grande, pero susceptible de aumentar aún. Ahora no era lo mismo, aunque aquel verano no resultaba menos bueno. No tenía nada que desear, nada que esperar, nada que temer: mi vida, al parecer, hallábase en toda su plenitud, y figurábame también que mi conciencia estaba tranquila.
Entre los jóvenes que brillaban en aquella estación balnearia, no había un solo hombre que pudiera distinguirse en cualquier cosa de los demás, ni el viejo príncipe K..., nuestro embajador, que me hacía la corte con alguna insistencia. El uno era muy joven; el otro demasiado viejo; el uno, un inglés de cabello rubio; otro un francés barbudo; todos me resultaban perfectamente indiferentes, pero, al propio tiempo, me eran indispensables. Con sus rostros insignificantes, pertenecían a aquella atmósfera elegante de la vida en que me hallaba sumergida. Había, empero, entre ellos, el marqués italiano D..., que me llamó la atención más que los otros por la forma atrevida con que exteriorizó el entusiasmo que yo le inspirara. No dejó perder ninguna ocasión de ha* liarse conmigo, de bailar, de montar juntos a caballo, y de ir al casino, y me decía continuamente que yo era hermosa. A veces, desde la ventana, le veía rondar nuestra casa, y a menudo la desagradable asiduidad de las miradas que me lanzaban sus ojos centelleantes, me había hecho ruborizar y volver la cara, avergonzada.
Era joven, de buena presencia, elegante, y lo más notable es que en su sonrisa, y en cierta expresión de su frente, se parecía a mi marido.
Me impresionó tal semejanza, por más que se diferenciaban en el conjunto, en la boca, en la mirada, en la forma alargada de su mentón, y que en lugar del encanto que comunicaba a mi marido la expresión de una bondad y calma ideales, aquél tenía algo de grosero y casi de bestial. Me figuré que me amaba apasionadamente; a veces pensaba en él con orgullosa compasión. Intenté calmarlo, llevarlo a los límites de Una posible confianza medio amistosa. Pero él rehusó mis tentativas en la forma más decisiva y persistió, muy a pesar mío, en turbarme con las manifestaciones de una pasión, muda aún, pero que amenazaba hacer explosión a cada instante. Aunque no me lo confesaba, temía a aquel hombre y, en cierta manera contra mi propia voluntad, pensaba a menudo en él. Mi marido le había conocido, e incluso llegó a intimar más con él que con las otras relaciones que teníamos, ante las cuales, se limitaba simplemente a ser el esposo de su mujer, mostrándose frío y altivo por añadidura. Hacia fines de la temporada de baños, estuve algo indispuesta, y durante dos semanas no salí de casa.
Cuando, después de la enfermedad, salí una tarde por primera vez para ir al concierto, me enteré de que durante mi reclusión, había llegado lady C..., a quien se esperaba desde hacía tiempo, y que tenía mucha fama por su belleza. Alrededor mío se formo un círculo de personas que me tributaron una alegre acogida; pero un círculo más numeroso aún se agrupó en torno de la recién llegada belleza, A mi lado no se hablaba sino de ella y de su hermosura. Me la mostraron; era, en efecto, muy seductora, pero me impresionó desfavorablemente la suficiencia que revelaban sus rasgos, y así lo manifesté. Aquel día, todo lo que hasta entonces me había parecido tan alegre me llenó de aburrimiento. Al día siguiente, lady C... organizó una excursión al castillo, a la cual renuncié. Nadie permaneció a mi lado, y decididamente todo cambió de aspecto ante mis ojos. En aquel momento me pareció todo estúpido y fastidioso, cosas y hombres; sentía ganas de llorar, de terminar cuanto antes la cura y regresar a Rusia. En el fondo de mi alma habíase deslizado un sentimiento malsano, que yo no osaba confesarme; salía muy raramente, sola y de mañana, a beber las aguas o a dar un paseo por los alrededores con L. M., una de mis compatriotas. Mi marido no estaba entonces conmigo, habíase marchado unos días antes á Heidelberg, donde esperaba la terminación de mi cura para regresar en seguida a Rusia, y no venía a verme más que de tarde en tarde.
Un día, lady C... invitó a toda la sociedad a una excursión, y por nuestra parte, L. M... y yo fuimos después de comer al castillo. Mientras seguíamos al paso de nuestro coche el tortuoso camino que serpenteaba entre hileras de castaños seculares, a través de los cuales veíanse a lo lejos los deliciosos y elegantes contornos de Badén, bajo los postreros rayos del sol poniente, nos pusimos a hablar seriamente de lo que en la vida nos había ocurrido. L. M..., a quien conocía de antiguo, se me apareció por primera vez bajo el aspecto de una mujer hermosa y espiritual, con quien se podía hablar de todo y ¿le lo que la sociedad ofrecía de atractivo. La conversación recayó sobre la familia, los hijos, la vida tan vacua que se llevaba en el lugar donde nos hallábamos, nuestro deseo de volver a encontramos en Rusia, en el campo, y de pronto, no sé qué impresión dulce y triste se apoderó de nosotras. Fue bajo la influencia de estos sentimientos graves que llegamos al castillo. Detrás de los muros reinaban la sombra y la frescura; en la cima de las ruinas se quebraban aún los rayos del sol, y el más ligero ruido de los pasos y de las voces resonaba bajo las bóvedas. A través de la puerta se abría, como en un marco, el cuadro natural del paisaje de Badén, encantador y, no obstante, frío para nuestros ojos rusos.
Estábamos sentadas descantando, y contemplábamos en silencio la puesta del sol. Se oyeron una voces con cierta distinción, y me pareció comprender que alguien pronunciaba mi nombre de familia. Presté oído atento, e involuntariamente percibí con claridad alguna frases. Las voces me eran conocidas: la del marqués D..., y la del francés, su amigo, a quien también conocía. Hablaban de mí y de lady C... El francés nos comparaba a las dos y analizaba la belleza de cada uno de nosotras. No decía nada ofensivo, mas a pesar de ello, la sangre se me agolpó en el corazón cuando oí sus palabras. Explicaba detalladamente lo que hallaba de bueno, ya en mí ya en lady C,., De mí, que ya tenía un hijo, de lady C..., que tenía diez y nueva años ¡ las trenzas de mis cabellos eran muy bellas,; ero en cambio las de lady C... eran más graciosas. Lady C... era más gran señora, “mientras que la otra” decía hablando de mí, “es una de aquellas princesitas rusas que tan a menudo hacen su aparición por aquí”. Acabó diciendo que yo hacía muy bien en no tratar de luchar contra lady C...„ pues de lo contrario hallaría definitivamente en Badén mi propia tumba.
—Me sabría mal.
—A menos que no quiera consolarse con nosotros —añadió irónicamente el francés con una risa guasona y cruel.
—Si se marchara, la seguiría —dijo groseramente la voz de acento italiano.
—Feliz mortal! ¡Aún puede amar! —repuso su interlocutor en tono de burla,
—¿Amar? —prosiguió el italiano, y se detuvo un momento—. No puedo vivir sin amar; Sin amor no hay vida. Convertir la vida e:¿ una novela: sólo esto vale la pena. Y mi novela no se corta nunca por el centro; ésta, como las otras, ha de llegar a su fin.
—Buena suerte, amigo mío —repuso el francés.
No oí nada más, porque pasaron detrás de un ángulo del muro, y pronto sus pasos se perdieron hacia otro lado. Bajaron la escalera, y a los pocos minutos salieron por una puerta lateral, y quedaron muy sorprendidos de vernos. Me ruboricé cuando el marqués D... se me acercó, y me espanté cuando al salir del castillo me ofreció el brazo. No pude negarme a aceptarlo, y andando tras de L. M. que iba con el amigo del marqués, nos dirigimos al coche. Yo estaba ofendida por lo que el francés había dicho de mí, si bien en secreto reconocía que había dado nombre a lo que yo misma sentía; pero las palabras del marqués me habían confundido y sublevado por su grosería. Torturábame la idea de haber oído aquellas palabras, y al propio tiempo ya no tenía miedo de él. Me disgustaba sentirle tan cerca de mí; sin mirarle, sin responderle, y esforzándome en no oír sus palabras, caminaba precipitadamente detrás de L. M... y del francés.
El elegante marqués me decía no sé qué acerca de la belleza de la vida, acerca de la inesperada felicidad de haberme encontrado y no sé cuántas cosas más; pero yo no le escuchaba. Pensaba en mi marido, en mi hijo, en Rusia; me oprimían la vergüenza, la piedad, el deseo de apresurar aún más mi regreso a casa y de hallarme en mi solitaria habitación del hotel de Badén, a fin de reflexionar en libertad acerca de lo que desde hacía un momento se agitaba en mi alma. Pero L. M... andaba despacio; había un buen trecho aún hasta la carretera, se me antojó que mi pareja acortaba el paso obstinadamente, como si trataba de quedarse a solas conmigo. “Esto no puede ser”,' me dije, y decidí andar a paso más vivo. Pero el marqués me contuvo de una manera que no dejaba lugar a dudas, y me oprimió el brazo. En este momento L. M... dio la vuelta a un recodo del camino, y quedamos completamente solos. Me sobrecogió intenso temor.
—Dispérseme —le dije con mucha frialdad, y quise retirar mi brazo; pero el encaje de la manga se enganchó en uno de sus botones. Entonces, inclinándose hacia mí, se puso a desengancharla, y sus dedos, sin guantes, tocaron mi brazo. Un sentimiento nuevo, que no era de terror ni de gozo, hizo que un escalofrío recorriera mi espalda. Le miré al propio tiempo, para que mi fría mirada expresase todo el menosprecio que me inspiraba; pero esta mirada, al parecer, no expresó este sentimiento, sino el de terror y de agitación. Sus ojos ardientes y húmedos, clavados en mí, me miraban con pasión; sus manos cogían las mías por la muñeca; sus labios dijeron que me amaba, que yo le era todo para él, y sus manos me oprimieron con más fuerza. Sentí como fuego en mis venas; los ojos se me nublaron, temblé, y las palabras con que habría querido detenerle se anudaron en mi garganta. De pronto sentí un beso en la mejilla, y entonces, trémula y helada, permanecí inmóvil y le miré. Sin fuerzas para hablar ni para obrar, dominada por un profundo terror, esperaba y deseaba Dios sabe qué.
Esto duró sólo un instante. Pero este instante fue terrible. En aquel momento lo vi tal como era; analicé su semblante de una sola mirada: la frente estrecha y baja, la nariz derecha y correcta, con las ventanas dilatadas, el bigote y la barba finos y brillantes; las mejillas cuidadosamente afeitadas, y el cuello impecable. ¡Le aborrecía y le temía; era un extraño pera mí y, no obstante, en aquellos momentos, con qué fuerza resonaban en mí la turbación y la pasión de aquel hombre aborrecible, de aquel extraño!
—¡La amo! —murmuró con aquella voz tan semejante a la de mi marido.
En el acto mismo recordé a éste y a mi hijo; se me aparecieron como seres queridísimos que hubiesen existido en otro tiempo, y para los cuales todo hubiera terminado. De pronto, desde detrás de un recodo del camino, se oyó la voz de L. M... que me llamaba. Recobré mi ánimo; arranqué mi mano de las suyas sin mirarle, y escapé como quien dice a reunirme con L. M... Subimos al coche, y sólo entonces le lancé una mirada. El marqués se quitó el sombrero y me dijo algo, sonriendo. No sospechó la inexpresable tortura que me afligía en aquel momento.,
¡Qué desgraciada me parecía la vida, qué sombrío el porvenir! L. M... me habló, pero no comprendía nada de lo que me decía. Figuróseme que me hablaba sólo por compasión, para disimular el menosprecio que le inspiraba. En cada una de sus palabras, en cada una de sus miradas, creía percibir este menosprecio y esta compasión ultrajantes.
El beso abrasaba aún mis mejillas con escocedora vergüenza, y el recuerdo de mi marido y de mi hijo me resultaba insoportable. Una vez sola en mi estancia, esperaba poder meditar acerca de mi situación; pero me pareció aterradora la idea de quedarme sola. No tomé el te que me trajeron, y sin saber yo misma por qué, con gran apresuramiento decidí marcharme aquella misma tarde en el tren de Heidelberg, para reunirme con mi marido. Cuando estuve instalada con mi doncella en el desierto vagón, cuando la máquina se puso en movimiento, y mientras respiraba el aire fresco por las ventanillas abiertas, empecé a recobrarme y a representarme con mayor clarín dad mi pasado y mi porvenir. Toda mi vida de matrimonio, desde el día en que nos marchamos a San Petersburgo, se me apareció de pronto bajo una nueva luz. y llenó de reproches mi conciencia.
Por primera vez recordé vivamente los comienzos de nuestra existencia en el campo; mis planes, y por primera vez esta pregunta se formuló en mi espíritu. ¿Qué has hecho por su felicidad?, y me sentí culpable hacia él. Pero me dije también, ¿por qué no me ha retenido a tiempo; por qué disimular ante mí; por qué evitar toda explicación; por qué ofenderme? ¿Por qué no usaba conmigo el poder de su amor? ¿Acaso ya no me amaba? Pero fuese él culpable o no, el beso de aquel extraño no quedaría por ello menos grabado en mi mejilla, y me parecía aún sentirlo. Cuanto más me aproximaba a Heidelberg, más clara se me ofrecía la imagen de mi marido, y más terrible la inminente espera de volverle a ver. Se lo diría todo, todo; inundaría mis ojos con las lágrimas del arrepentimiento, pensaba, y me perdonaría. Pero yo misma no sabía lo que era aquel “todo” que había de decirle, y no estaba muy convencida de que me perdonase. Así, pues, desde que entré en la habitación de mi marido y vi su rostro tan sereno, aunque sorprendido, no me sentí ya en condiciones de decirle nada, de confesarle nada, ni de suplicarle el perdón. Un indecible pesar y un profundo arrepentimiento gravitaban sobre mí.
—¿Qué idea te ha dado? —dijo—. Yo pensaba ir a reunirme contigo mañana. —Pero al examinarme de más cerca se mostró casi asustado—. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —prosiguió.
—Nada —respondí, conteniendo mis lágrimas con gran dificultad—. He venido sin más ni más. Marchémonos a Rusia, si puede ser mañana.
Sergio quedó un buen rato en silencio, observándome con atención.
—Vamos, cuéntame, ¿qué te ha ocurrido? —dijo por fin.
Me ruboricé involuntariamente, y bajé los ojos. En los suyos brillaba no sé qué presentimiento de ultraje y de ira. Tuve miedo de las ideas que podían asaltarlo, y con un poderoso esfuerzo de disimulo, del que yo misma no me
habría creído capaz, me apresuré a contestar con naturalidad:
—No me ha ocurrido nada; sólo que me han vencido el aburrimiento y la tristeza. Estaba sola, y he pensado mucho en ti y en nuestro género de vida. ¡Cuánto tiempo hace que soy culpable contigo! Después de esto, puedes llevarme adonde quieras. Sí, hace mucho tiempo que soy culpable contigo —repetía, y de nuevo las lágrimas se escapaban de mis ojos—.¡ Volvamos al campo! —exclamé—. ¡Y para siempre!
—¡Ah, querida! Ahórrate estas escenas sentimentales —dijo Sergio fríamente—. Que te vayas al campo está muy bien, porque nos encontramos un poco justos de dinero: pero que sea para siempre, esto es una quimera. Sé muy bien que no puedes permanecer mucho tiempo en el campo. Vamos; toma una taza de té; te sentará bien —concluyó, levantándose para llamar a la criada.
Me imaginé lo que sin duda pensaba de mí, y me sentí ofendida de las ideas que creía leer en la mirada llena de desconfianza y de vergüenza que me dirigió. ¡No, no quiere ni puede comprenderme! Le dije que iba a ver al niño, y le dejé. Ansiaba estar sola y poder llorar, llorar, llorar...