CAPITULO IV

Nos hallábamos en 3a Cuaresma de la Asunción, y por lo tanto, nadie sorprendiose de mi proyecto de empezar entonces mis ejercicios espirituales. Durante toda la semana, Sergio Mikailovitch no vino a vemos ni una sola vez, y lejos de sorprenderme, de alarmarme, o molestarme por ello, me alegraba de que no viniera, y no lo esperaba hasta el día de mi cumpleaños.

En el transcurso de aquella semana, me levante todos los días muy temprano, y mientras enganchaban el carruaje, paseándome sola por el jardín, evocaba el pasado, y meditaba acerca de lo que me convenía hacer para encontrarme satisfecha de mí misma al llegar la noche, y orgullosa de no haber cometido ninguna falta.

Cuando el coche estaba listo, subía a él acompañada de Macha, o de una doncella, y nos marchábamos a la iglesia, a unas tres verstas de casa. Al entrar en la iglesia, me acordaba siempre de que allí se reza por todos aquellos “que entran con el santo temor de Dios” y me esforzaba en elevarme hasta aquella idea, sobre todo en el momento de franquear los dos escalones del atrio que cubrían las hierbas.

En aquella hora, no había, de ordinario, más de una docena de personas en la iglesia, campesinos y siervos que se preparaban para hacer sus ejercicios piadosos. Yo me desvivía por responder con ejemplar humildad a sus saludos y, cosa que consideraba una hazaña, me dirigía personalmente al cajón de los cirios para tomar algunos de manos del viejo soldado que hacía las veces de starosta[1], y luego iba a colocarlos ante las imágenes. A través de la puerta del santuario, descubría el mantel del altar, que mamá había bordado, y encima de la imagen, dos ángeles rodeados de estrellas, que de pequeña había hallado muy grandes, y una paloma circundada de dorada aureola que en aquella época absorbía muy a menudo mi atención. Detrás del coro, entreveía la pila bautismal toda abollada, sobre la cual había sostenido tantas veces a los niños de nuestros siervos, y donde yo misma había sido bautizada. El viejo presbítero, aparecía en su casulla hecha del paño mortuorio que cubría el ataúd de mi padre, y entonaba el oficio con la misma voz que, retrocediendo en mi memoria, reconocía como la que cantara en nuestra casa los oficios de la iglesia, en el bautizo de Sonia, en los responsos de mi padre y en el entierro de mi madre. Después, oí resonar en el coro aquella otra voz cascada del chantre, que me era tan familiar. Veía, como siempre, a cierta anciana arrodillada que asistía a todos los oficios, arrimada al muro, estrechando entre sus manos cruzadas un pañuelo desteñido, y mirando fijamente, con ojos empañados por las lágrimas, una de las imágenes del coro, mientras su boca desdentada mascullaba no sé qué oración Y no era la simple curiosidad o las so reminiscencias las que me aproximaban a todos estos objetos, a todos estos seres: todos se mostraban a mis ojos grandes y santos, todos llenos de un profundo sentido.

Prestaba gran atención a todas las palabras de la plegaria que leían; trataba de poner mis sentimientos en consonancia con ellas, y si no las comprendía., pedía mentalmente a Dios que me iluminara, o bien substituía con mis propios rezos aquellos que no entendiera bien. Cuando leían las oraciones de penitencia, acordábame de mi pasado, y aquel pasado de mi inocente infancia se me antojaba tan negro en comparación con el estado de serenidad en que se hallaba mi alma en aquel momento, que, asustada, lloraba por mí misma; mas sentía al mismo tiempo que todo me era perdonado, y que aun cuando hubiera tenido muchas más faltas que reprocharme, el arrepentimiento hubiera sido tanto más dulce.

Al terminar el oficio, en el momento de pronunciar el sacerdote las palabras: “Que la bendición del Señor sea con vosotros”, creía experimentar instantáneamente, y comunicarse a toda mi persona, un sentimiento de bienestar físico, como si una corriente de luz y de calor me penetrara de pronto hasta el corazón.

Terminado el oficio, si el sacerdote se acercaba a mí, y me preguntaba si había de venir a casa a celebrar las vísperas, y cuándo quería que viniese, se lo agradecía con emoción, y le contestaba que iría yo misma a la iglesia, a pie o en coche.

—¿De manera que quiere usted tomarse esta molestia? —me respondía.

Yo no sabía qué replicar por miedo a pecar de orgullosa.

Desde la iglesia, solía mandar que se retirara el coche, si no venía Macha con migó, y regresaba sola a pie, saludando profunda y humildemente a todos los que encontraba, buscando ocasiones para favorecerles, para darles consejos, para sacrificarme por ellos de uno u otro modo, ayudando a levantar algún carro volcado, arrullando a algún niño en brazos, o metiéndome en el barro para ceder el paso.

Una tarde, oí decir al administrador, quien pasaba cuentas con Macha, que un aldeano, Simón, había ido a pedirle una tabla de pino para el ataúd de su hija, y un rublo para los funerales, y que se lo había facilitado todo.

—Pero, ¿tan pobres son? —pregunté yo.

—Muy pobres, señorita; viven sin sal[2] —repaso el administrador.

Se me oprimió el corazón, y al propio tiempo alegreme, en cierta manera, de haberme enterado de aquello. Haciendo creer a Macha que iba a pasear, subí corriendo a mi cuarto, cogí todo el dinero que tenía (había muy poco, pero no disponía de más); y, después de persignarme, me marché sola por la terraza y el jardín, hacia la aldea y la isba[3] de Simón. Estaba en un extremo de la aldea, y sin que nadie me viera, me acerqué a la ventana, y sobre la misma dejé el dinero, y llamé. Entonces rechinó la puerta, salió alguien de la vivienda, y llamó; pero yo helada, y temblando de miedo como si hubiera cometido un crimen, huí corriendo a casa. Macha preguntóme qué tenía y de dónde venía. Mes yo ni tan sólo comprendí lo que decía ni le contesté nada. En aquel momento, todo me parecía cosa de poca monta y sin consecuencias.

Una vez en mi habitación, me paseé durante largo rato sola, de un extremo a otro, no sintiéndome en disposición de hacer nada de pensar nada, e incapaz de darme cuenta de mis propios sentimientos. Imaginábame la alegría de aquella familia, las palabras que se escaparían de su boca en loor de quien les hubiese dejado el dinero, y hasta me daba pena, entonces, no habérselo entregado yo misma. Preguntábame qué habría dicho Sergio Mikailovitch si hubiese sabido aquel paso, y gozaba al pensar que no lo sabría jamás. Sentíame invadida de tal júbilo, tan penetrada de la imperfección de todos y de mí misma, me consideraba a mí y a todos con tanta dulzura que la idea de la muerte se me aparecía como una visión de dicha. Sonreí, recé, lloré, y en aquel instante amé de pronto a todos los seres que moran en el mundo; y me amé a mí misma con extraño ardor. Leyendo mis libros piadosos, hallé muchos pasajes del Evangelio, y cuanto leía de aquel libro parecíame más y más inteligible; la historia de aquella vida divina me resultaba más conmovedora y sencilla que nunca, y las profundidades de sentimiento que descubría en aquella lectura, más terribles y más impenetrables. Pero, cuando hube terminado, parecióme todo claro y fácil, considerando de nuevo la vida a que me había lanzado, y meditando acerca de la misma. Parecióme imposible no vivir ejemplarmente, y muy simple amar a todo el mundo y ser amada de todos. Por otra parte, todos eran tan buenos y amables conmigo, incluso Sonia, a quien seguía dando las lecciones, y que se había transformado por completo, esforzándose por comprenderlo todo, para satisfacerme y no causarme ninguna pena. Lo que intentaba ser yo para con los otros, éranlo ellos para mí, Pasando luego a mis enemigos, cuyo perdón debía obtener antes del gran día, me acordé solamente de una señorita de la vecindad, de quien me burlé un año atrás ante persona«de visita, y que desde entonces había dejado de venir. Le escribí una carta en la que reconocía mi falta, y le pedía perdón. Me respondi6 solicitan* do también el mío, y perdonándome. Derramé lágrimas de placer al ver aquellas simples líneas que me parecieron entonces llenas de sentimiento profundo y conmovedor. Mi criada lloró también cuando le pedí perdón. ¿ Por qué eran todos tan buenos conmigo? ¿Cómo había merecido tanto afecto?, me preguntaba.

Me acordé entonces involuntariamente de Sergio Mikailovitch, y pensé en él. No podía ser de otra manera, y no conté esta distracción como una ligereza. Ciertamente, no pensé de ningún modo en él tal como lo hiciera aquella noche en que, por primera vez, descubrí que le amaba; pensé en él como en mí misma, asociándole a pesar mío, a todas las preocupaciones de mi porvenir. La influencia dominante que su presencia ejerciera sobre mí, desvanecíase completamente en mi imaginación. Sentíame a la sazón igual a él, y desde la cúspide del edificio del ideal en que me aislaba, obtenía de él plena comprensión. Todo cuanto antes me pareciera extraño, hacíaseme inteligible... Apreciaba por fin aquel pensamiento suyo de que la dicha verdadera consiste en vivir para los demás, y estaba completamente de acuerdo con él. Me parecía que los dos gozaríamos de una dicha tranquila e ilimitada.

Y no me imaginaba ni el viaje al extranjero, ni la sociedad, ni los esplendores, sino una existencia apacible, la vida de familia en el campo, la abnegación perpetua de la propia voluntad, el amor perpetuo del uno por el otro, y el reconocimiento perpetuo y absoluto de la dulce y misericordiosa Providencia.

Hice mis devociones y prácticas religiosas tal como me había propuesto, el día de mi cumpleaños. Cuando volví de la iglesia, aquel día, mi corazón rebosaba de tal modo felicidad, que experimenté toda clase de temores; temor de la vida, temor de todas las sensaciones, temor de cuanto podía perturbar aquella dicha. Mas apenas habíamos descendido ¿el carruaje al pie de la escalinata, cuando oí resonar en el puentecillo el ruido tan familiar del cabriolé de Sergio Mikailovitch, y en seguida lo percibí. Entramos juntos en el salón, y me felicitó. Jamás desde que le conocía me había sentido tan tranquila cerca de él, ni tan independiente como aquella mañana. Sentía que llevaba en mí un mundo entero, todo nuevo, que él no comprendía y que le era superior. No experimenté a su lado la más ligera agitación. Tal vez comprendió, sin embargo, lo que pasaba por mi alma, pues me mostró una dulzura y una delicadeza particular y una especie de deferencia religiosa. Me acerqué al piano, pero Sergio Mikailovitch lo cerró, se metió la llave en el bolsillo y dijo:

—No eche a perder el estado de ánimo en que la veo; ahora, en el fondo de su alma hay una música a la que ni remotamente se asemeja ninguna armonía de este mundo.

Le agradecí mucho esta idea, y, al mismo tiempo, me resultó algo desagradable que comprendiera así, tan fácilmente, tan claramente, todo lo que en el dominio de mi alma había de quedar secreto para todos;

Después de comer, dijo que había venido a felicitarme, y también a despedirse porque al día siguiente partía para Moscou. Al pronunciar estas palabras, miró a Macha, y seguidamente me lanzó una rápida ojeada, cual si temiera observar alguna emoción en mi rostro, mas yo no me mostré ni emocionada ni extra— fiada, y ni tan sólo le pregunté si su ausencia seria larga. Sabía que hablaría de tal modo, pero que no se marcharla. ¿Cómo lo sabía?, no puedo explicarlo ahora; pero en aquel día memorable, parecíame saber todo cuanto había sido y todo lo que había de ser. Me hallaba como en uno de aquellos felices sueños, en lo & que se tiene una especie de visión laminosa tanto del futuro como del pasado.

Quería marcharse en seguida después de la comida, pero Macha, al levantarse de la mesa, se fue a echar la siesta, y Sergio Mikailovitch hubo de aguardar a que despertase para poder despedirse.

El sol daba de lleno en el salón, y nos trasladamos a la terraza. Apenas nos habíamos sentado, cuando entablé, con perfecta calma, la conversación que iba a decidir la suerte de mi amor. Empecé, pues, a hablar ni más tarde ni más temprano, sino en el preciso instante en que nos encontramos frente a frente, y no se dijo nada de más; ni en toda!a conversación ni en el tono del coloquio se deslizó nada que pudiera entorpecer lo que yo había querido decir. Yo misma no acierto a comprender de dónde me vinieron aquella calma, aquella revolución, y aquella precisión de mis palabras. Habríase dicho que no era yo la que hablaba, y que algo independiente de mi propia voluntad era lo que me hacía hablar. Sergio Mikailovitch estaba sentado frente a mí, y después de atraer hacia sí una rama de lilas, la arrancó con todas sus hojas. Cuando comencé a hablar, dejó caer la rama, y se cubrió el rostro con la mano. Esta postura podía ser tanto la de un hombre perfectamente tranquilo, como la de una persona dominada de profunda agitación.

—¿Por qué se marcha usted? —pregunté al empezar, en tono decidido; y me quedé mirándole a los ojos.

Sergio Mikailovitch no respondió en seguida.

—Un negocio —pretexto al fin, bajando los ojos.

Comprendí que le resultaba difícil fingir ante una pregunta formulada tan francamente por mí.

—Escúcheme —proseguí—; usted sabe bien lo que significa para mí el día en que estamos. Por muchos conceptos, es un gran día. Si le interrogo, no es sólo para testimoniarle el interés (usted no ignora que estoy acostumbrada a verle, y que le aprecio); le interrogo porque necesito saberlo. ¿Por qué se marcha usted?

—Me resulta excesivamente difícil decirle la verdad, explicarle por qué me marcho. Durante esta semana he pensado mucho en usted y en mí mismo, y he decidido que me convenid marchar... ¿Comprende... por qué? Pues si me aprecia, no me interrogue más.

Se enjugó la frente con la mano, y con la misma mano se cubrió los ojos, añadiendo:

—Esto me resulta penoso, Katia. Pero usted lo comprende...

El corazón empezó a latir fuertemente en mi pecho.

—Yo no puedo comprender —repliqué—; no puedo; pero usted, hábleme, en nombre de Dios, en nombre del día en que estamos, hábleme; podré oírle todo con calma.

Sergio Mikailovitch cambió de postura; me miró, y volvió a coger la rama de lilas.

—Pues bien —replicó al cabo de un instante de silencio, y con voz que en vano quería ser firme— por más que sea absurdo y casi imposible de traducir en palabras, por mucho que me cueste, intentaré darle una explicación —y al acabar estas palabras, frunció el entrecejo, cual si acabase de sentir algún dolor físico.

—Vamos, pues —dije.

—Figúrese que hubiera un señor, pongamos que se llamara A., viejo y fatigado de la vida, y una señorita B., joven, feliz«desconocedora del mundo y de la vida. A consecuencia de diversas relaciones de familia, él la ama como a Una hija y no teme que ese cariño pueda cambiar de naturaleza.

Se calló, y yo no le interrumpí.

—Pero —prosiguió de pronto, con voz breve y resuelta, sin mirarme— olvida que B. es joven, que la vida no es para ella sino un juego, que muy fácilmente puede llegar a amarla, y B. puede divertirse con ello. Se equivoca, y un día advierte que otro sentimiento, tan pesado de soportar como un remordimiento, se ha deslizado en su alma, y se asusta. Teme ver comprometidas sus buenas y antiguas relaciones de amistad, y decide alejarse antes que tengan tiempo de cambiar de naturaleza.

Al decir esto, pasó de nuevo la mano por encima de sus ojos, con aparente negligencia, y los ocultó.

—¿Y por qué teme amar de otra manera? —repuse yo, dominando mi emoción, y con voz firme. Pero sin duda le parecí frívola, pues respondió con aire de hombre ofendido:

—"Usted es joven y yo ya no lo soy. A usted puede gustarle jugar; a mí me conviene otra cosa. Sólo le ruego que no se burle de mí, pues le aseguro que me lastimaría, y para usted, sería Un cargo de conciencia.” Esto es lo que dijo A. —añadió—; mas todo es absurdo. Ahora comprenderá por qué me marcho; no hablemos más de ello, se lo ruego...

—.¡Sí, sí, hablemos! —exclamé, y las lágrimas me hicieron, temblar la voz—. ¿La amaba o no?

Sergio Mikailovitch no respondió.

—¿Y si no la amaba, por qué jugaba con ella como con una niña? —continué yo.

—Sí, sí, A. fue culpable —respondió, interrumpiéndome—; pero todo esto ha acabado, se han separado... como buenos amigos.

—¡Pero es horroroso! ¿No hay otro final? —pregunté, asustada de lo que decía.

—Sí, hay otro. ¿ Y descubrió su rostro trastornado mirándome cara a cara—. Hay incluso dos filiales distintos; pero, por amor de Dios, no me interrumpa más y escúcheme tranquilamente. Unos dicen —comenzó de nuevo, levantándose y sonriendo con expresión triste y dolorosa—; unos dicen que A se volvió loco; que ama a B. con amor insensato, y que se lo ha dicho... Pero ella se ha limitado a reír. Para B. todo aquello no había sido sino una divertida charla; para él, una cuestión de vida o muerte.

Me estremecí y quise interrumpirle, decir que no debía atreverse a hablar de tal modo; pero él me atajó y, poniendo su mano sobre la mía, terminó con voz temblorosa:

—Espere; otros dicen que ella se apiadó, que se imaginó ¡pobre infeliz, que no conocía el mundo), poder amarle efectivamente, y que accedió a ser su espora. Y él, como Un insensato, creyó; creyó que su vida toda recomenzaba de nuevo. Pero ella misma se dio cuenta que le engañaba, y que él la engañaba... No hablemos más de ello —concluyó, en un estado que, evidentemente, le impedía seguir hablando; y vino a sentarse, en silencio, frente a mí.

Decía: “No hablemos más”, y era bien patente que con todas las fuerzas de su alma esperaba una palabra mía. Quise hablar, efectivamente, mas no podía: algo me oprimía el pecho. Le miré; estaba pálido, y su labio inferior temblaba. Me causó extraordinaria pena. Hice un nuevo esfuerzo, y de pronto, consiguiendo romper el silencio que me paralizaba, dije con voz lenta, concentrada, que a cada instante temía oír quebrarse:

—La historia tiene un tercer final (me interrumpí, pero Sergio Mikailovitch, permaneció callado), y este otro final es que él no la amaba, que al partir le hizo un gran daño, creyendo hacerle un bien, que se marchó, y es más, que se mostró orgulloso. No es por mi parte, sino por la Se usted, que ha habido inconsciencia; desde el primer día la amé —repetí y al pronunciar estas palabras “le amé”, mi voz pasó involuntariamente de su expresión lenta y concentrada, a un grito salvaje que me asustó a mí misma.

Sergio Mikailovitch permanecía de pie delante de mí, pálido; su labio inferior temblaba cada vez más. y por sus mejillas se deslizaron dos lágrimas silenciosas.

—¡Eso no está bien! —exclamé con pena, sintiendo que me ahogaban la ira y las ganas de llorar insaciadas—. ¿Y por qué, Dios mió?... —continué, levantándome para alejarme.

Pero Sergio Mikailovitch se precipitó hacia mí. Y muy pronto su cabeza descansó sobre mis rodillas; sus labios besaban y volvían a* besar mis manos temblorosas, y las bañaban con sus lágrimas.

—¡Dios mío, si lo hubiese sabido! —murmuró.

—¿Por qué ¿Por qué? —repetía yo maquinalmente, y embargaba mi alma una de aquellas dichas que se desvanecen en seguida para siempre jamás, una de esas dichas que nunca vuelven.

Cinco minutos después, Sonia corría en busca de Macha, proclamando a gritos por toda la casa que Katia iba a casarse con Sergio Mikailovitch.