Un episodio en la
vida
del profesor Brooke
El profesor Brooke nunca se había peleado de verdad con nadie de su departamento, pero había un especialista en Yeats, que se llamaba Riley, a quien no lograba tragar. Riley era muy llamativo, tanto que hasta su cabello rojo vivo parecía una afectación, y se decía que había tenido líos con algunas de las alumnas. Por regla general, Brooke no daba crédito a estos rumores, pero en el caso de Riley estaba dispuesto a hacer una excepción. Una vez había visto a una chica muy bonita salir llorando del despacho de Riley. Las alumnas lloraban a veces cuando recibían malas notas, pero la pena de esta chica era algo diferente: parecía causada más por un desengaño amoroso que por una nota baja.
Pertenecían a la misma parroquia, y Brooke, a quien le gustaba sentarse en los últimos bancos de la iglesia, veía a menudo a Riley en misa con su mujer y sus cuatro hijos pelirrojos. Cuando veía a los niños y al padre juntos, como una hilera de velas llameantes, Brooke siempre sentía algo más de afecto hacia Riley. Luego éste se volvía hacia su mujer o miraba atrás, revelando los manillares de su bigote innecesariamente grande, y a Brooke le desagradaba de nuevo.
El domingo después de que hubiera visto a la chica salir del despacho de Riley, Brooke le observó cuando se acercaba al altar para comulgar y luego regresaba a su asiento con los ojos bajos y las manos cruzadas. ¿Estaba rezando, o estaba tratando de recordar si había mirado el cuello de su camisa para ver si tenía manchas? ¿De dónde sacaba Riley el tiempo, teniendo en cuenta su incansable producción de artículos y libros superficiales, para tener aventuras con muchachas que aún no dominaban la sintaxis inglesa, que aún estaban experimentando con peinados y perfumes? ¿Lo sabía la señora Riley?
Brooke le comentó el asunto a su mujer después de comer, cuando sus hijos ya se habían levantado de la mesa. Hablaban a menudo de las infidelidades de otras personas, no de una forma mezquina o arrogante, sino por la sensación de alivio que les daba seguir enamorados después de dieciséis años. La mujer de Brooke dijo que una chica llorosa no significaba mucho; las chicas lloraban continuamente. En su opinión, Brooke no debería llegar a una conclusión hasta que supiera algo más. A Brooke le conmovió la generosidad e inocencia de su mujer y fingió estar de acuerdo.
En noviembre la organización regional de la Asociación de Lenguas Modernas iba a reunirse en Bellingham. El profesor Brooke había sido invitado a participar en una mesa redonda la tarde del segundo día y, aunque no le gustaban los carnavales literarios, esperaba poder poner algo de cordura en el encuentro. Conocía el trabajo de los otros participantes en la mesa redonda y consideraba que existía un peligro real de que el debate se convirtiera en una reyerta.
Justo antes de salir, Brooke recibió una llamada de Riley. Éste tenía que presentar una ponencia esa tarde y se le había estropeado el coche. ¿Podría ir con él?
—Por supuesto —contestó Brooke, pero después de colgar se quejó con su mujer—. Maldita sea, me apetecía ir solo.
No era sólo la pérdida de tranquilidad lo que le molestaba; él y Riley se habían peleado la semana anterior en una reunión del comité de selección y temía que Riley, que no tenía tacto ni sentido de la oportunidad, reanudase la discusión. Brooke no deseaba pasarse todo el viaje a Bellingham discutiendo con un hombre que llevaba trajes azul pálido.
Pero Riley estaba taciturno, preocupado. Cuando salían de Seattle le pidió a Brooke que parara en una gasolinera para que él pudiera hacer una llamada telefónica. Brooke le observó mientras estaba en la cabina; fruncía el ceño y gesticulaba como un hombre que está practicando un discurso. Cuando volvió al coche tenía una expresión teatralmente atormentada y Brooke se sintió obligado a preguntarle si ocurría algo malo.
—Sí —contestó Riley—, pero no te interesará oírlo, créeme —añadió que tenía problemas con el editor de su último libro.
Brooke no le creyó del todo. Se preguntó si tendría algo que ver con la chica. Tal vez Riley la había dejado embarazada y estaba tratando de disuadirla de abortar.
—No dejes de decírmelo, si puedo hacer algo —dijo.
—Muy amable por tu parte —dijo Riley—. ¿Sabes? Me recuerdas a un tipo que conocí en el instituto que fue votado como el Más Simpático de la Clase. En serio.
Puso el brazo sobre el respaldo del asiento y le sonrió a Brooke de una forma característica suya, curvando hacia arriba los manillares de su bigote y mostrando un brillo de dientes. Parecía como si se hubiera tropezado en alguna parte con la frase «una sonrisa pícara» y hubiera ensayado esta expresión para ajustarse a ella. A Brooke le sacaba de quicio.
—Dime, ¿qué es lo peor que has hecho en tu vida? —preguntó Riley.
—¿Lo peor que he hecho en mi vida?
Riley asintió, mostrando más dientes.
Por algún motivo a Brooke le entró pánico: le sudaban las manos agarradas al volante, le temblaban las rodillas y no podía pensar con claridad.
—Olvídalo —dijo Riley después de un rato, soltó una risita y casi no volvió a hablar durante el resto del viaje.
Brooke se tranquilizó finalmente, pero la pregunta persistía. ¿Qué era lo peor que había hecho en su vida? Una noche, cuando tenía trece años y estaba solo en casa, después de acabar con todas las cerezas al marrasquino que había en la nevera y aburrirse de ver a los vecinos en el punto de mira del rifle de caza de su padre, llamó a los padres de una niña que había muerto de leucemia y preguntó por ella. Ese mismo año tiró a un gato por un puente. Más adelante, en el instituto, sin pensarlo, utilizó en tono despectivo la palabra «negro» delante de un compañero de clase negro que le consideraba su amigo, y aseguró que había seducido a una chica que sólo le había permitido besarla.
Cuando Brooke recordaba estas cosas sentía dolor, una tensión en los músculos del cuello que le hundía la cabeza entre los hombros y un hormigueo en las muñecas. Sin embargo, dudaba de que a Riley le hubieran impresionado mucho. Claramente Riley le tenía catalogado como un santurrón. Y, en cierto modo, lo era; es decir, trataba de ser bueno. Cuando uno trata de ser bueno corre el riesgo de parecer un mojigato, pero ¿cuál es la alternativa? Brooke no quería saberlo. No obstante, a veces se preguntaba si se había dejado domar demasiado fácilmente.
La mesa redonda no fue un éxito. Uno de los participantes, un hombre joven llamado Abbot de la Universidad del Estado de Oregón, había publicado recientemente un libro sobre Samuel Johnson en el que intentaba presentarle como un poeta y pensador de la Ilustración. La tesis era tan errónea que Brooke había supuesto que no era sincera, pero no era éste el caso. Abbot parecía creer que sus ideas le honraban e insistía en introducirlas en conversaciones en las que no venían a cuento. Después de una parrafada muy larga, Brooke decidió rebatirle y lo hizo, creyó que con fortuna, en pocas palabras.
—Excelentes argumentos —dijo la presidenta, una especialista en Dryden de Reed College, y que llevaba gafas de sol y echaba humo por la boca mientras hablaba. Volviéndose a Abbot preguntó:
—¿Ha terminado usted su exposición?
Abbot la miró, ofendido, luego asintió.
—Bien —dijo la presidenta—. Citando a Samuel Johnson, esa figura paradigmática de la Ilustración, «Nadie hubiera deseado que fuera más larga».
Abbot se quedó aplastado. Se le crispó la cara por la humillación y permaneció callado durante el resto del debate. Brooke se sintió violento por la forma en que la presidenta trató a Abbot, no sólo porque fue cruel sino porque su crueldad era inconfundiblemente profesoral.
Cuando terminó la mesa redonda estuvo charlando con una mujer que había conocido en la escuela de posgraduados. Se les unió un joven de aspecto atlético que Brooke supuso que sería uno de sus alumnos hasta que ella se lo presentó como su marido. La diferencia de edad entre ellos hizo que Brooke se sintiera incómodo y pronto se alejó de ellos.
La habitación donde había tenido lugar el debate era la mitad de una sala alargada dividida por un panel plegable. En el otro lado acababa de comenzar una reunión de algún tipo. Todas las voces eran masculinas, y Brooke supuso que pertenecían a un grupo de jefes de exploradores que estaba celebrando un congreso en el hotel. Se quedó de pie en un extremo de la mesa de la comida y se tomó varios sandwiches pequeños que tenían clavadas unas banderitas en las que alguien había escrito a máquina citas literarias relacionadas con la comida y la bebida. Vio a Abbot al otro extremo, mirando a la gente con una sonrisa de superioridad. Brooke esperaba que no llegara a convertirse en el tipo de académico que cree que sus ideas no son aceptadas porque son demasiado profundas y originales. Se acercó a Abbot y le enseñó una de sus banderitas.
—¿Qué le ha salido a usted? —le preguntó.
—Nada —contestó Abbot—. Estoy a régimen —miró su café, la superficie del cual tenía un brillo iridiscente.
—Dígame —dijo Brooke— ¿en qué está trabajando ahora?
Abbot respiró hondo, dejó la taza en la mesa y, pasando junto a Brooke, salió de la habitación.
—Uff —dijo la mujer que estaba al otro lado de la mesa.
Brooke se volvió hacia ella. Era espectacular; no guapa, realmente, pero muy rubia y muy maquillada.
—¿Ha visto eso?
—Sí. Usted lo intentó, al menos —se agachó y sacó de debajo de la mesa otra fuente de sandwiches—. Tome uno. Son de queso y salami.
—No, gracias. Se me atragantan las citas.
Ella dejó la fuente y las mejillas se le pusieron tan coloradas como si acabaran de abofetearla.
Brooke hizo girar una de las banderitas con un dedo.
—Las ha puesto usted, ¿no?
—Sí.
—Siento haber dicho eso. Sólo estaba tratando de hacerme el gracioso.
—No tiene importancia.
—Voy a quedarme calladito —dijo Brooke—. Cada vez que abro la boca ofendo a alguien.
—No he entendido del todo de qué trataba la mesa redonda —dijo—, pero era él quien estaba interrumpiendo todo el tiempo. Pensé que usted era simpático. Escuchándole, me di cuenta de que me caería bien. Pero esa mujer. Si alguien me hablara así alguna vez, me moriría. De veras, me moriría.
Se inclinaba hacia Brooke y le hablaba en voz baja, como si estuviera haciéndole confidencias. Sus labios eran muy llenos y, como la Comadre de Bath, tenía los dientes de delante separados. Brooke iba a decirle que en los tiempos de Chaucer se pensaba que tener los dientes separados significaba que la persona era muy sensual, pero decidió no decirlo. Ella podría tomarlo a mal.
Al otro lado del panel los jefes de exploradores estaban diciendo el Juramento de Lealtad.
—¿De dónde sacó todas estas citas? —preguntó Brooke.
—Del Bartlett. Fue una tontería.
—No, no. Fue un detalle.
Brooke pensaba poner fin a la conversación ahí, pero la mujer le hizo varias preguntas y le pareció que también él debería preguntarle algo. Se llamaba Ruth. Era enfermera en el Hospital General de Bellingham y había vivido allí toda su vida. Era soltera. Los camareros estaban en huelga y una profesora que pertenecía a su sociedad literaria le había pedido a Ruth que echara una mano en el congreso.
—Sociedad literaria —dijo Brooke—. Creí que ya no existían.
—Oh, sí —dijo ella—. Es lo más importante de mi vida.
En ese momento llegó corriendo otra mujer con una lista de cosas que Ruth tenía que recoger en la cocina del hotel. Cuando Ruth se volvió para marcharse, le miró por encima del hombro y le sonrió.
Había ya varias personas haciendo cola para coger sandwiches. Brooke se apartó para dejar sitio y pronto se encontró en un rincón con un estudiante posgraduado de su universidad que acababa de terminar una aburrida tesis sobre Ruskin.
—Bueno —dijo el estudiante, un muchacho alto y encorvado—, supongo que el buen doctor debe de estar hoy revolviéndose en su tumba.
—¿Qué buen doctor? —preguntó Brooke, incómodo con esta persona que había dedicado cuatro años de su vida a leer Las piedras de Venecia.
—El doctor Johnson.
—No sé qué quiere decir —dijo Brooke.
Riley, sosteniendo varios sandwiches, se les unió y el estudiante no tuvo oportunidad de explicárselo.
—Realmente has machacado a Abbot —dijo Riley.
—Yo no pretendía machacar a nadie.
—Me tenías engañado.
—Era una mesa redonda —dijo Brooke—. Él expuso su opinión y yo la mía. Para eso estábamos allí.
—Lo que quieres decir es que la opinión de él era equivocada y la tuya correcta.
—Así lo creo. ¿Tú qué crees?
—No conozco la época todo lo bien que debiera —dijo Riley—, pero sus ideas me parecieron originales. Bastante interesantes.
—Interesantes del mismo modo en que son interesantes las teorías sobre la Tierra plana.
—Te envidio —dijo Riley—. Estás siempre tan seguro de ti mismo...
El estudiante miró su reloj.
—Ahh —dijo—. Tengo que irme.
—No siempre estoy seguro de mí mismo —dijo Brooke—. Pero esta vez sí.
—No estaba pensando sólo en la mesa redonda.
Riley le recordó a Brooke la discusión en la reunión del comité de selección de la semana pasada. Quería saber cómo podía Brooke negarle un puesto a una mujer que tenía un marido enfermo y tres hijos. Quería saber cómo justificaba Brooke eso ante sí mismo.
—Se nos pidió que consideráramos su capacidad profesional —dijo Brooke—. Es una pésima profesora, como usted sabe muy bien, y no ha publicado nada desde hace más de cuatro años. Ni siquiera la crítica de un libro.
—Así de sencillo, ¿no?
—No fue nada sencillo —dijo Brooke—. Si pudiera hacer algo por ella, que no fuera darle una plaza fija, lo haría. Y ahora, si me disculpa, voy a salir a tomar el aire.
Una brisa fría y salada venía desde el mar. Las calles estaban vacías. Brooke dio varias vueltas a la manzana del hotel, haciéndole una inclinación de cabeza al portero cada vez que pasaba por delante de la entrada. Los faroles de la calle estaban encendidos y algún mineral incrustado en el hormigón lo hacía resplandecer de una forma falsa e irritante.
Llegó a la conclusión de que él estaba en lo cierto y Riley se equivocaba. Pero ¿por qué se sentía tan mal? Era ridículo. Comería algo y volvería a casa esa misma noche. Riley podría encontrar a otra persona que le llevara.
Cuando salía del restaurante del hotel vio a la mujer rubia —Ruth— de pie en el hall. Estaba a punto de darse la vuelta pero en ese momento ella miró en su dirección, sonrió y le hizo un gesto con la mano. Era evidente que se alegraba de verle y Brooke decidió acercarse a saludarla. No hacerlo, pensó, sería una grosería. Se sentaron uno junto a otro en unas sillas que, por alguna razón, estaban fijas en el suelo. En las sillas que había frente a ellos dos jefes de exploradores estaban echando un pulso. El perfume de Ruth, que olía a lavanda, envolvía a Brooke en oleadas. Deseó cerrar los ojos y aspirarlo.
—He llamado a la biblioteca —dijo ella—, pero no tenían ninguno de tus libros.
—No me sorprende —dijo Brooke. Le explicó que eran demasiado especializados para interesar al público en general.
—De todas formas me gustaría leerlos —dijo Ruth—. Hay gente en la sociedad literaria que escribe cosas, haikus y cosas así, pero nunca había conocido a nadie que hubiera escrito un libro y menos dos libros. Tal vez pueda encargarlos en una librería.
—Es posible —dijo Brooke, pero esperaba que no fuera así. Sus libros eran muy difíciles y ella podía pensar que era un pedante.
—¿Sabes? —dijo ella—. Tenía la sensación de que te vería esta noche, aquí o en la lectura de poemas.
—No sabía que hubiera una —dijo Brooke—. ¿Quién es el poeta?
—Francis X. Dillon. ¿Es amigo tuyo?
—No. ¿Por qué me lo preguntas?
—Bueno, como los dos sois escritores...
—He oído hablar de él —dijo Brooke—. Por supuesto.
La poesía de Dillon le gustaba mucho a sus alumnos más jóvenes y a su suegra. Brooke había cogido uno de sus libros en unos almacenes no hacía mucho, intrigado por la propaganda de la contraportada, en la que se afirmaba que el poeta había sido traducido a veintitrés idiomas, entre ellos el hindú. Mientras volvía las páginas Brooke se formó la imagen de un gurú en una celda oscura leyendo estos espantosos versos a la única luz de su propia aura mística. Ahora pensó que sería una lástima perder la oportunidad de ver a Dillon en persona.
La sala era grande y excesivamente caldeada y estaba tan atestada de gente que los dos tuvieron que quedarse de pie en la parte de atrás. El poeta se retrasó media hora pero nadie se marchó, a pesar de que el aire estaba cargado y olía mal.
Dillon llegó y, sin disculparse, empezó a leer. Llevaba una camisa de leñador y unos pantalones anchos de color caqui atados a la cintura con una cuerda. Todos los poemas hablaban de árboles. Parecían decir que la gente tenía mucho que aprender de los árboles. Los árboles eran naturales y desinhibidos y no creían necesario construir carreteras y fábricas por todas partes.
El principio por el cual estaban ordenados los poemas se le escapaba a Brooke hasta que, en una pausa, Dillon comentó que ahora iban a ascender al terreno de los álamos temblones. Entonces Brooke comprendió que los poemas estaban agrupados de acuerdo con la elevación. Habían empezado el ascenso al nivel del mar con las secoyas de la costa y había ido subiendo constantemente desde entonces. La atención de Brooke se dispersó hasta que el público empezó a aplaudir; se sumó a los aplausos, suponiendo que ya habían llegado al límite forestal. Dillon leyó como bis un poema muy largo, que describió como «mi otro poema de cedros», y cuando terminó salió de la sala sin decir una palabra a nadie.
—¡No es maravilloso! —dijo Ruth mientras aplaudían al podio vacío.
Brooke asintió con la cabeza, lo mejor que pudo.
Ella no se dejó engañar. Más tarde, en Lord George’s, el bar donde Ruth sugirió que fueran para tomar una copa, le preguntó por qué no le habían gustado los poemas. Él intuyó que estaba al borde de las lágrimas.
—Sí que me gustaron —dijo—. Me encantaron.
—¿De veras?
—Oh, sí. Me parecieron extraordinarios.
—A mí también —dijo Ruth y empezó a describir sus reacciones ante determinados poemas que Dillon había leído.
Brooke se preguntó por qué le habría traído a este sitio, con escudos, mazas y espadas en las paredes. Había dicho que a él le encantaría. ¿Qué querría decir con eso?
—Otra cosa que me gusta de su poesía —dijo Ruth— es que no te dan ganas de suicidarte después de leerla.
—Es verdad —dijo Brooke.
Se fijó en que dos hombres sentados en una mesa cercana la estaban mirando. Probablemente pensaban que era su mujer. Se dio cuenta de que le envidiaban.
—El año pasado fui a ver una obra de teatro —dijo Ruth—, una obra de Shakespeare, en la que un rey le daba todo a sus hijas...
—El rey Lear.
—Eso es. Y luego ellas se volvían contra él y le dejaban sin nada y le sacaban los ojos a su mejor amigo y los pisoteaban. No entiendo por qué nadie, y menos un escritor realmente bueno como Shakespeare, puede concebir una porquería semejante.
—La vida no es siempre edificante —dijo Brooke.
—Lo sé perfectamente —dijo Ruth—, créeme. Pero ¿por qué tengo que meter la nariz en la mierda? A mí me gusta leer acerca de gente que se ama. Me gusta leer que las montañas son hermosas, y las estrellas y todo eso. Me gusta leer acerca de personas que cuidan a un animal y luego lo dejan en libertad.
—Eres muy hermosa —dijo Brooke.
—No sabes cuál es mi verdadero aspecto —dijo Ruth—. Este no es mi pelo. Es una peluca.
—No hablaba de tu aspecto —dijo Brooke, y en parte era verdad.
—Hola —dijo Riley, que se había acercado a su mesa con Abbot. Ambos llevaban el abrigo puesto y Riley estaba poniendo su sonrisa y soplándose las manos juntas y ahuecadas. Su cara estaba blanca con un matiz azulado, como la leche. Brooke se preguntó por qué los pelirrojos palidecían por el frío cuando otras personas se sonrojaban. Era curioso. Abbot se balanceaba hacia detrás y hacia delante al ritmo de una música que sólo él oía.
—Hemos ido de copas —dijo Riley—. ¿Os importa que nos sentemos?
Ruth se corrió hacia Brooke y Riley se sentó a su lado e inmediatamente empezó a hablarle en voz baja. Abbot se sentó junto a Brooke. Al principio se quedó callado, luego, bruscamente, se apoyó contra él y le habló al oído como si fuera un teléfono.
—He estado pensando en lo que dijo usted hoy. Interesante. Muy interesante. Pero totalmente equivocado.
Comenzó a repetir los argumentos que había expuesto antes. Cuando la camarera le trajo su bebida, un brebaje a base de zumo de tomate, se derramó la mayor parte en la pechera de la camisa.
—No tiene remedio —dijo, apartando el pañuelo que Ruth le tendía.
Brooke se volvió a Riley.
—¿Qué tal tu ponencia?
—Fue brillante —dijo Abbot—. Increíblemente brillante.
—Gracias —dijo Riley—. Fue bastante bien, creo.
—Siento habérmela perdido —dijo Brooke—. Fuimos a la lectura de Dillon.
—Eso me estaba contando tu amiga...
—Ruth —dijo Brooke.
—¡Ruth! Qué nombre tan bonito. «Donde tú vayas yo iré; donde tú mores» —dijo Riley, mirándola directamente a la cara— «allí moraré yo también».
Este hombre es insoportable, pensó Brooke, y buscó bajo la mesa la mano de Ruth. Se la cogió y la apretó. Ella respondió con otro apretón. ¿Qué diablos estoy haciendo? pensó Brooke, feliz.
—Disculpen —dijo Abbot. Se puso de pie, se sentó de nuevo pesadamente y cayó de bruces sobre la mesa.
—Yo diría que este soldado ha caído —dijo Riley.
—¿Te importaría llevarle al hotel? —preguntó Brooke—. Yo acompañaré a Ruth a su casa.
Riley titubeó y Brooke sospechó que estaba tratando de encontrar la manera de invertir la proposición.
—De acuerdo —contestó Riley al fin—. Llamaré un taxi.
En una mesa al otro lado del local un grupo de jefes de exploradores juntaron las cabezas y cantaron:
Nuestros remos limpios y brillantes,
relucientes como la pla-ta,
veloces como el vuelo del ánsar,
se hunden, se hunden e impulsan,
se hunden, se hunden e impulsan.
Cuando la canción terminó aullaron de una forma que todos conocían y uno de ellos dio una voltereta en el suelo.
Brooke había pensado regresar al hotel después de dejar a Ruth en la puerta de su casa, pero no se le ocurrieron las palabras apropiadas para la despedida y entró detrás de ella. Había almohadones rojos dispuestos en círculo en el cuarto de estar y una gruesa vela en medio del suelo. Junto a la puerta colgaba una fotografía ampliada y enmarcada de tres gaviotas en vuelo con el sol detrás. Varios elefantes de madera, colocados de menor a mayor como en una tabla de crecimiento, marchaban trompa contra cola por el estante superior de la librería.
—Soy partidaria de la sinceridad —dijo Ruth.
—Yo también —dijo Brooke, pensando que le iba a decir que tenía novio o que estaba prometida. Deseaba que así fuera.
Ruth no dijo nada. Se llevó las dos manos a la cabeza y se quitó el pelo como si fuera un sombrero. Debajo no había pelo, sólo una suave pelusa como la de un recién nacido. Ruth puso la peluca en un busto de escayola que había entre una silla de camello y algunas muñecas extranjeras encima de un estante de chucherías. Luego miró a Brooke de frente.
—¿Te importa? —preguntó.
—Claro que no.
—No digas «Claro que no». Eso no quiere decir nada. Además, he tenido un par de experiencias malas.
—No, Ruth. No me importa.
Brooke pensó que tenía un aspecto exótico. Le recordó unas fotos que había visto de mujeres francesas a las que les habían afeitado la cabeza por acostarse con alemanes. Sabía que debía marcharse, pero si se iba ahora ella podría interpretarlo mal y sentirse dolida.
—No me importa llevar la peluca para salir —explicó Ruth—, para que la gente no se sienta incómoda. Pero cuando estoy en casa quiero ser sencillamente yo misma, nada más —sirvió un vaso de vino para cada uno y encendió la vela—. Soy persona de suelo —dijo, acomodándose a un almohadón—. Si quieres una silla, hay una en el dormitorio.
—No hace falta —dijo Brooke—. Yo también soy persona de suelo.
Le dio un tironcito a las perneras de sus pantalones y se sentó estilo indio enfrente de ella. Como si acabara de ocurrírsele, se quitó la chaqueta del traje, la dobló y la dejó a su lado sobre el almohadón.
—Así está mejor —dijo, y se frotó las manos.
—Pensé que a ti no te molestaría —dijo Ruth—. He observado que generalmente a las personas creativas les interesa algo más que el físico.
—A mí me parece que estás bien —dijo él—. Resultas exótica.
—¿Tú crees? Francamente, yo preferiría tener pelo. Estuve muy enferma hace unos años y esto es todo lo que me quedó después de la quimioterapia. Me dijeron que me volvería a crecer, pero no me creció. Por lo menos estoy viva —arrancó un poco de cera de la vela y la hizo rodar entre sus manos—. Durante algún tiempo no me lo tomé demasiado bien.
—Lo siento —dijo Brooke—. Debió de ser terrible.
Ruth le contó que estaba allí tumbada, esperando a que sucediera, cuando una amiga vino a visitarla y se dejó un libro de poemas de Francis X. Dillon.
—¿Conoces «Amanecer cerca de Monterrey»? —preguntó.
—Vagamente —dijo Brooke. Recordaba que terminaba con el mandato «¡Abrazaos!». Le había parecido tonto.
—Ese fue el primer poema que leí —dijo Ruth—. Cuando llegué al final, lo leí otra vez y otra más, y supe que iba a vivir. Y aquí estoy.
—Deberías escribir a Dillon y contárselo.
—Ya lo hice. Escribí un poema y se lo mandé.
—¿Qué te contestó? ¿Le gustó?
—No lo sé. No quería que pensara que trataba de sacarle algo, así que no puse mi dirección. Pero empecé a leer montones de poemas y cuando salí del hospital me hice de la sociedad literaria.
Nombró a los poetas que le importaban, todos ellos, como Dillon, del tipo con el que se hacen los álbumes de Navidad y cuyos versos aparecen en la parte inferior de los posters edificantes.
—¿Qué hacéis allí? —preguntó Brooke—. En la sociedad.
—Compartimos.
—¿Os prestáis libros?
—Eso, y otras cosas. A veces nos leemos algo en voz alta y hablamos de la vida.
—Parece un grupo de encuentro.
—¿No es para eso para lo que escribís libros? —preguntó Ruth—. ¿Para unir a la gente y para ayudarla a vivir?
Brooke no sabía exactamente para qué había escrito sus libros. No estaba seguro de que sus motivos pudieran soportar esa clase de escrutinio.
—Léeme tu poema, Ruth. El que le mandaste a Dillon.
—De acuerdo.
Empezó a recitarlo de memoria. Brooke movía la cabeza siguiendo el ritmo, que era forzado y obvio. Apenas oía las palabras. Estaba pensando que nada de lo que él había pensado o dicho nunca podría hacer que una mujer deseara volver a vivir.
—Es precioso —dijo cuando ella terminó de leer—. ¿Por qué no me lees otro?
—Es el único poema que he escrito, excepto otro, que es muy personal.
Dijo que no podía escribir a menos que algo la impulsara a hacerlo, una emoción realmente fuerte.
—Entonces lee otra cosa.
Ella sacó un libro de la estantería, lo abrió y carraspeó.
—«Amanecer en Monterrey» de Francis X. Dillon —dijo. Miró a Brooke—. Oh, me encanta cómo me miras.
—Lee —dijo Brooke.
Se obligó a sonreír y a mover la cabeza en los momentos oportunos. Después de un rato empezó a disfrutarlo e incluso se permitió creer lo que el poema decía: que el mundo era bello, que nosotros éramos bellos y que podíamos serlo aún más si nos dejábamos ir; si gritábamos cuando teníamos ganas de gritar, corríamos desnudos cuando teníamos ganas de correr desnudos, nos abrazábamos cuando teníamos ganas de abrazarnos.
Riley se presentó en la habitación de Brooke a la mañana siguiente, vestido con una chaqueta verde y unos pantalones y una corbata a cuadros.
—Me dijiste que querías salir temprano —dijo—. Espero no haber venido demasiado temprano.
Brooke notó que Riley miraba hacia la cama por encima de su hombro. Había pensado en revolverla un poco, pero no fue capaz de hacerlo. Ahora lo lamentaba.
—Deberías haberme llamado —dijo.
Riley sonrió.
—Pensé que estarías levantado.
Deprimido, Brooke habló muy poco durante el viaje de vuelta. Riley habló por los codos, aunque no parecía darse cuenta de ello. Describió los problemas que tenía con la editorial universitaria que iba a publicar su nuevo libro y le dio a Brooke muchos consejos sobre cómo tratar a los editores. Convirtió en una anécdota su lucha para llevar a Abbot a su habitación la noche anterior, y cuando pasaban a alguna mujer en la carretera valoraba sus caras.
La mujer de Riley estaba de pie junto al ventanal. Les saludó con la mano cuando Brooke paró el coche delante de la casa. Riley sacó su maleta del asiento de atrás y metió la cabeza por la ventanilla justo cuando Brooke estaba poniendo el coche en marcha.
—Escucha —dijo—. No sé lo que sucedió anoche, ni me importa. Por lo que a mí respecta nunca he oído hablar de alguien que se llama Ruth.
—No fue lo que tú supones —dijo Brooke.
—Nunca lo es —contestó Riley. Dio unos golpecitos en el techo del coche con los nudillos y se dirigió a su casa.
Brooke decidió no contarle a su mujer lo que había hecho. En el pasado ella sabía todo lo que se relacionaba con él y a Brooke le complacía ser el hombre que ella pensaba que era. Ahora era diferente de lo que ella creía y siendo sincero le haría daño. Brooke consideraba que no tenía derecho a herirla. Tendría que fingir que todo era como siempre. Se lo debía. Le parecía una hipocresía, pero no veía mejor forma de resolver el asunto.
Sin ser realmente consciente de ello, Brooke veía los sucesos de su vida como si formaran capítulos y cuando le parecía que un capítulo llegaba a su fin le gustaba cerrarlo con un sentimiento adecuado. Decidió que nunca más se sentaría al final de la iglesia y observaría a Riley. A partir de ahora se sentaría delante y dejaría que Riley, sabiendo lo que sabía, le observara a él. Se arrodillaría delante de Riley como todos debemos, pensó, arrodillarnos ante los demás.
Naturalmente, el capítulo que ahora se cerraba para el profesor Brooke no se cerraba para todo el mundo. Durante todo ese invierno encontró en su buzón de la universidad poemas de amor anónimos en sobres sin dirección del remitente.
Y la mujer de Brooke, al deshacer su maleta, notó olor a perfume en una corbata. Entonces repasó la ropa sucia y descubrió el mismo perfume intenso en una de sus camisas. Tenía que haber una explicación, pero, a pesar de que se quedó mucho rato sentada en el borde de la cama con la cabeza entre las manos y meciéndose hacia delante y hacia atrás, no consiguió imaginar cuál podría ser. Y su marido estuvo tan normal esa noche, tan alegre y cariñoso, que ella se sintió indigna de él. La duda pasó de su mente a su cuerpo; se convirtió en uno de esos estremecimientos que le dejan a uno helado de vez en cuando durante años y luego desaparecen.