PARTE CUARTA

EL TÍO PÍO

En una de sus cartas (la XXIX) la marquesa de Montemayor intenta describir la impresión que le causaba el Tío Pío, «nuestro viejo Arlequín»:

Estuve toda la mañana sentada en el mirador verde, haciendo un par de chinelas para ti, alma mía —dice a su hija—. Como el hilillo de oro no ocupaba toda mi atención, pude observar la actividad de un tropel de hormigas en la pared que tenía al lado. Detrás del tabique estaban con toda paciencia destruyendo mi casa. Cada tres minutos aparecía entre dos de las tablas una diminuta obrera y tiraba al suelo un grano de madera. Luego, movía hacia mí sus antenas y volvía, solícita, a entrar en su misterioso corredor. Entretanto, varios de sus hermanos y hermanas trotaban en sentidos opuestos por una especie de camino real, deteniéndose para frotarse mutuamente las cabezas o, si los mensajes que llevaban eran de primera importancia, negándose coléricas a dejarse frotar. E inmediatamente pensé en el Tío Pío. ¿Por qué? ¿Dónde, si no en él, había visto ese mismo gesto con el cual detiene a un abate que pasa o a un lacayo de la corte y murmura con los labios pegados a la oreja de su víctima? Y, como no podía menos que suceder, antes de mediodía, le vi pasar corriendo cuando iba a uno de sus misteriosos recados. Como soy la más desocupada y la más necia de las mujeres, mando a Pepita en busca de un pedazo de turrón que colocaré en el camino real de las hormigas. También envío unas palabras al café Pizarro pidiéndoles que si el Tío Pío aparece por allí antes de ponerse el sol, le digan que venga a hablar conmigo. Le daré ese tenedor para servir la ensalada viejo y torcido que tiene una turquesa en el mango y él me traerá una copia de esa balada nueva que todo el mundo canta sobre la d-q-a de Ol-v-s. Chiquilla mía, tendrás lo mejor de todo cuanto hay, y lo tendrás antes que nadie.

Y en la carta siguiente:

Querida mía: El Tío Pío es el hombre más delicioso del mundo, excepto tu marido. Digamos que es el segundo hombre más delicioso del mundo. Su conversación es encantadora. Si no tuviera tan mala fama, le haría mi secretario. Podría escribir todas mis cartas y generaciones enteras se levantarían llamándome ingeniosa. ¡Ay!, le tienen tan apolillado la enfermedad y las malas compañías, que tengo que dejarle en su bajo mundo. Es, no ya una hormiga, sino una baraja sucia. Y dudo que todas las aguas del Pacífico pudieran volverle a poner limpio y fragante. ¡Pero qué español tan divino habla y qué exquisitas cosas dice en él! Eso es lo que se saca de pasarse la vida en un teatro sin oír más diálogos que los de Calderón. ¡Ay, qué le pasa a este mundo, alma mía, para que trate tan mal a un ser como éste! Tiene los ojos tristes como los de una vaca a la que acaban de quitar su décimo ternero.

Habéis de saber antes que este Tío Pío era la doncella de Camila Perichole. Era también su maestro de canto, su peluquero, su masajista, su lector, su recadero, su banquero; el rumor público añadía: su padre. Por ejemplo, le enseñaba sus papeles. Se susurraba que Camila sabía leer y escribir. Pero tal lisonja carecía de fundamento; el Tío Pío leía y escribía por ella y para ella. En lo mejor de la temporada, la compañía ponía en escena dos o tres comedias por semana, y como en cada una de ellas había un papel largo y florido para la Perichole, la mera tarea de aprenderlos de memoria no era ninguna tontería.

El Perú había pasado, en cincuenta años, de ser un estado fronterizo a ser un estado en renacimiento. Su interés por la música y el teatro era intenso. Lima celebraba sus días festivos oyendo una misa de Tomás Luis de Victoria por la mañana y la centelleante poesía de Calderón por la tarde. Verdad es que los limeños gustaban de interpolar canciones triviales entre las más exquisitas comedias y algunos efectos lacrimosos en la música más austera; pero, al menos, nunca se sometieron al tedio de una veneración mal empleada. Si les hubiese disgustado la comedia heroica, no hubieran vacilado en quedarse en casita; si hubiesen sido sordos a la polifonía, nada hubiera podido impedirles asistir a una misa más temprana. Cuando el arzobispo volvía de un corto viaje a España, toda Lima se preguntaba: «¿Qué habrá traído?». Por fin, corrían las noticias de que había vuelto con tomos de misas y motetes de Palestrina, Morales y Victoria, y con treinta y cinco comedias de Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón y Moreto. Se organizaba en su honor una fiesta cívica. La escuela de los niños de coro y el salón verde de la comedia se llenaban de obsequios de verduras y trigo. Todo el mundo quería alimentar a los intérpretes de tanta belleza.

Éste era el teatro en que Camila Perichole fue gradualmente alcanzando su fama. Tan rico era el repertorio y tan de fiar la concha del apuntador, que pocas comedias se representaban más de cuatro veces en la temporada. La empresa tenía toda la flor del drama español del siglo XVII a que recurrir, incluso muchas obras que, para nosotros, se han perdido. Sólo de Lope de Vega, la Perichole había aparecido en un centenar de comedias. Hubo muchas actrices admirables en Lima durante aquellos años, pero ninguna mejor que ella. Los limeños estaban demasiado lejos de los teatros de España para poderse dar cuenta de que era la mejor de todo el mundo español. Suspiraban por ver a alguna de las actrices de Madrid a quienes nunca habían visto y a las que atribuían vagas y nuevas excelencias. Sólo una persona sabía de cierto que la Perichole era gran comedianta, y esa persona era su maestro: el Tío Pío.

El Tío Pío procedía, ilegítimamente, de una buena familia castellana. A la edad de diez años se escapó de la hacienda de su padre para irse a Madrid; persiguiéronle sin gran diligencia. Y desde entonces vivió de su ingenio. Poseía los seis atributos del aventurero: memoria para nombres y caras, con la maña para mudar la suya; don de lenguas; inagotable invención; discreción; el arte de trabar conversación con desconocidos; y esa libertad de conciencia que surgió del desprecio a los ricos alelados que le servían de presa. Desde los diez a los quince, repartió propaganda para comerciantes, cuidó caballos e hizo recados confidenciales. De los quince a los veinte, amaestró osos y serpientes para circos ambulantes; cocinó y mezcló ponches; plantado en la puerta de las tabernas más caras daba informes al oído de los viajeros…, a veces nada más dudoso sino que cierta casa noble se veía reducida a vender la vajilla de plata, y que gracias a él podría adquirirse sin pagar comisión a un platero de oficio. Tenía entrada libre a todos los teatros y sabía aplaudir como diez. Esparcía calumnias a tanto la calumnia. Vendía informes sobre las cosechas y sobre el valor de las tierras. De los veinte a los treinta, sus servicios llegaron a ser apreciados en círculos muy altos…; el Gobierno le enviaba a animar ciertas rebeldías un tanto desalentadas en los montes, para que el tal Gobierno pudiera intervenir y aplastarlas del todo. Era su discreción tan profunda que el partido francés le empleaba aun sabiendo que el partido austríaco utilizaba también sus servicios. Tuvo largas entrevistas con la princesa de los Ursinos, pero entraba y salía por la escalera de servicio. Durante esta fase ya no necesitó proporcionar placeres a los caballeros, ni plantar menudas cosechas de calumnias.

Nunca hizo la misma cosa más de dos semanas seguidas, ni aun cuando, al parecer, hubiera de proporcionarle grandes ganancias. Pudiera haber llegado a ser empresario de circo, director de teatro, tratante de antigüedades, importador de sedas italianas, secretario en palacio o en la catedral, traficante en provisiones para el Ejército, especulador en casas y tierras, mercader de disipaciones y placeres. Mas parecía estar escrita en su personalidad, por algún accidente o alguna temprana admiración de su niñez, una repugnancia a poseer nada, a estar atado, a someterse a un compromiso largo. Esto fue lo que le impidió ser ladrón, por ejemplo. Había robado varias veces, pero las ganancias no habían sido de suficiente importancia para quitarle el miedo a que le encerrasen; tenía el ingenio suficiente para escapar en el mismo lugar del robo a todas las policías del mundo, pero nada podría protegerle contra la soplonería de sus enemigos. Del mismo modo, durante algún tiempo se vio reducido a investigar por cuenta de la Inquisición, pero cuando hubo visto a varias de sus víctimas encapuchadas, comprendió que se estaba enredando en una institución cuyos movimientos no se podían predecir.

Al llegar a los veinte, el Tío Pío llegó a ver claramente que su vida tenía tres anhelos. El primero era su necesidad de independencia acuñada en un molde curioso, a saber: el deseo de variar, de ser secreto y de saberlo todo. Estaba dispuesto a renunciar a todas las dignidades de la vida pública si, en secreto, sentía que podía mirar de arriba abajo a hombres de gran importancia, sabiendo de ellos más de lo que ellos mismos sabían; y con tal conocimiento, que ocasionalmente se transformara en acción y le convirtiera en agente de asuntos de Estado y de personajes. En segundo lugar, necesitaba estar siempre cerca de mujeres hermosas, de las cuales era perpetuo adorador en el mejor y en el peor sentido de la palabra. Estar cerca de ellas le era tan necesario como respirar. Su reverencia por la belleza y el hechizo todo el mundo lo podía notar y reírse de él, pero las damas de la corte, del teatro y de las casas de placer apreciaban su perfecto conocimiento. Le atormentaban, le insultaban, pero le pedían consejo y les confortaba singularmente su devoción absurda. Sabía sufrir con grandeza sus rabietas, su mezquindad y sus lágrimas confidenciales; todo lo que pedía era que le aceptasen como cosa natural, que se fiasen de él, que le consintiesen como a un perro cariñoso y un poco loco entrar y salir en sus habitaciones, que le pidieran que les escribiese las cartas. Era insaciablemente curioso de sus entendimientos y sus corazones. Nunca esperaba que le amasen (tomando prestado por un momento otro sentido de la palabra); para eso se iba a gastar el dinero a los rincones más oscuros de la ciudad; siempre se mostraba desesperadamente despreocupado, con su chispita de bigote, su poquito de barba, sus ojos inmensos, tristes y ridículos. Ellas constituían su clientela; ellas le pusieron el nombre de Tío Pío, y cuando estaban en algún apuro es cuando más se revelaba él; si caían en desgracia, les prestaba dinero; cuando estaban enfermas, su devoción duraba más que la harto flaca de sus amantes y que la exasperada paciencia de sus criadas; cuando el tiempo o la enfermedad les robaban la belleza, las seguía sirviendo en recuerdo de su hermosura; y cuando morían era la suya la pena honrada que les acompañaba hasta el término de su viaje.

En tercer lugar, necesitaba estar cerca de los que gustaban de la literatura española y admiraban sus obras maestras, especialmente el teatro. Había descubierto sin ayuda de nadie tal tesoro, Pidiendo libros prestados o robándolos de las bibliotecas de sus patrones, alimentándose de ellos en secreto, entre los bastidores, pudiera decirse, de su loca vida. Despreciaba a los grandes que, a pesar de su educación y sus costumbres, no mostraban aprecio ni asombro ante los milagros del orden de la palabra en Cervantes y Calderón. Ansiaba componer versos. Nunca se dio cuenta de que muchas de las canciones satíricas que escribiera para los vodeviles habían pasado a la música popular y habían ido a todas partes a lo largo de los caminos reales.

Como resultado de una de esas peleas que surgen tan naturalmente en los burdeles, se le había complicado demasiado la vida, y se marchó al Perú. El Tío Pío en el Perú tuvo muchos más oficios que el Tío Pío en Europa. Aquí también se ocupó en la venta y compra de propiedades, en circos, placeres, insurrecciones y antigüedades. Un junco chino había naufragado en su viaje desde Cantón a América; él sacó a tierra las balas de porcelana roja y vendió los cuencos a los coleccionistas de rarezas. Redescubrió los soberanos remedios de los incas y estableció un saneado comercio de píldoras. A los cuatro meses, ya puede asegurarse que conocía a todo el mundo en Lima. Entonces añadió a este conocimiento los habitantes de veintenas de pueblos de la costa, campamentos mineros y arrendamientos en el interior. Sus pretensiones de omnisciencia fueron siendo cada vez más fundadas. El virrey descubrió al Tío Pío y toda su riqueza de información; contrató sus servicios para muchos asuntos. En la decadencia de su juicio, don Andrés había conservado un talento: era maestro en la técnica de tratar a los servidores confidenciales. Trató al Tío Pío con gran tacto y alguna deferencia; comprendió qué trabajos no había que pedirle que emprendiese y entendió su necesidad de variación e intermitencia. Tío Pío, a su vez, se asombraba de que un príncipe hiciese tan poco uso de su posición para el poder o para la fantasía o para el mero deleite de manipular el destino de los demás hombres; pero el servidor amaba a su amo porque podía hacer citas de cualquiera de los prefacios de Cervantes y porque su lenguaje aún conservaba un poco de sal castellana. Muchas mañanas, Tío Pío entraba en palacio por corredores en los cuales no se cruzaba sino con un confesor o con un matón confidencial, y se sentaba con el virrey a tomar el chocolate matutino.

Mas, a pesar de toda su actividad, el Tío Pío no era rico. Hubiérase dicho que abandonaba cualquier aventura en cuanto amenazaba con prosperar. Aunque nadie lo sabía, tenía una casa. Estaba llena de perros que podían crecer y multiplicarse, y el piso alto estaba reservado para las aves. Pero hasta en este reino estaba solitario, y orgulloso de su soledad, como si en ella residiese cierta superioridad. Por fin, tropezó con una aventura que vino como extraño don del cielo y que combinaba las tres grandes ambiciones de su vida: su pasión por dirigir las vidas ajenas, su culto por las mujeres hermosas y su admiración por los tesoros de la literatura española. Descubrió a Camila Perichole. Su verdadero nombre era Micaela Villegas. Cuando tenía doce años, cantaba por los cafés, y el Tío Pío siempre había sido el alma misma de los cafés. Entonces, sentado entre los guitarristas, vio a aquella chiquilla inculta que cantaba baladas, imitando todas las inflexiones de las cantantes más expertas que la habían precedido, y le entró en la mente la decisión de hacer de Pigmalión. La compró. En vez de dormir en la bodega de la taberna, heredó un catre en su casa. Escribió canciones para ella, le enseñó cómo cuidar la calidad de su tono, le compró un traje nuevo. Al principio, ella no reparó sino en que era maravilloso que nadie le pegara, que le ofrecieran sopa caliente, que le enseñaran algo. Mas el que estaba realmente deslumbrado era el Tío Pío. Su experimento temerario florecía más allá de cuanto hubiera podido profetizarse. La chicuela de doce años, silenciosa y siempre un tanto malhumorada, devoraba el trabajo. La hizo ejercitarse sin fin en la interpretación y en la mímica; propúsole problemas para lograr transmitir al público el ambiente de una canción; la llevaba al teatro y la obligaba a fijarse en todos los detalles de la representación. Pero el más grande asombro se lo produjo Camila como mujer. Los largos brazos y piernas llegaron a armonizarse formando un cuerpo de gracia perfecta. El rostro casi grotesco y hambriento se hizo hermoso. Toda su naturaleza se trocó en gentil, misteriosa y extrañamente cuerda; y toda su gentileza se volvió hacia él. No encontraba en él defecto alguno y le era resueltamente leal. Se tomaron cariño profundo pero sin pasión. Él respetó la leve sombra nerviosa que cruzara el rostro de ella cuando se le acercó demasiado. Y de ese mismo renunciamiento brotó el perfume de una ternura, ese fantasma de pasión que, en la más inesperada de las relaciones, puede hacer que una vida entera consagrada al deber enojoso transcurra como un amable ensueño.

Viajaron mucho, buscando nuevas tabernas, porque el atributo más alto de una cantante de café es y será siempre la novedad. Fueron a México, con sus escasas ropas atadas en el mismo mantón. Durmieron en las playas, les maltrataron en Panamá y naufragaron en algunas islitas del Pacífico embadurnadas de excrementos de aves. Atravesaron selvas buscando astutamente el camino entre serpientes y escarabajos. Se alquilaron para recoger cosechas cuando los tiempos eran demasiado difíciles. Nada del mundo les sorprendía.

Entonces empezó para la muchacha un curso de entrenamiento aún más duro, un régimen que más parecía la preparación de un acróbata. La instrucción se complicaba un tanto por el hecho de que el aumento de su popularidad fue muy rápido; y había peligro de que el aplauso que recibía la hiciese estar satisfecha de su trabajo demasiado pronto. El Tío Pío nunca la maltrató físicamente, pero recurría a un sarcasmo que tenía sus propios terrores.

Después de una representación, Camila, al volver a su cuarto, encontraba al Tío Pío silbando como al descuido en un rincón. Adivinaba inmediatamente lo que quería decir su actitud, y gritaba:

—¿Qué pasa ahora? ¡Madre de Dios, Madre de Dios!, ¿qué pasa ahora?

—Nada, perlita. Mi Camila de las Camilas, no pasa nada.

—Hay algo que no te ha gustado. ¡Encuentrafaltas horroroso! Dilo de una vez. ¿Qué ha sido?

—No, pececillo. Adorable estrella de la mañana, supongo que lo has hecho todo lo mejor que has podido.

La sugestión de que era una artista limitada y que ciertas facilidades le estaban negadas para siempre la ponía infaliblemente frenética. Rompía a llorar:

—¡Ojalá no te hubiera conocido! Me envenenas la vida. Te figuras que he trabajado mal. Te gusta pretender que no valgo. Está bien. Cállatelo.

El Tío Pío seguía silbando.

—Claro que me doy cuenta de que esta noche no he estado muy bien, y no hace falta que tú me lo digas. Bueno. Ahora, márchate. No quiero verte dando vueltas y vueltas en mi cuarto. Ya es bastante representar este papel, sin volver del trabajo y encontrarte con esa cara.

Bruscamente, el Tío Pío se inclinaba sin levantarse del asiento y preguntaba con airada intensidad:

—¿Por qué replicaste tan deprisa ese parlamento del prisionero?

Más lágrimas de la Perichole:

—¡Dios, déjame morir en paz! Un día me dices que más deprisa y al día siguiente me dices que más despacio. Después de todo, dentro de un par de años habrás conseguido que me vuelva loca, y entonces ya no tendrás que preocuparte por mí.

Más silbidos.

—Y además, el público me aplaudió más que nunca. ¿Lo has oído? Más que nunca. ¡Eso es! Más deprisa o más despacio, les da lo mismo. Lloraron. Estuve divina. Y eso es lo único que me importa. Y ahora, cállate. ¡Cállate!

Él estaba completamente callado.

—Me puedes peinar, pero si dices una palabra más no vuelvo a trabajar. Puedes irte buscando otra.

En vista de lo cual, él le peinaba el cabello aplacadoramente durante diez minutos, fingiendo no reparar en los sollozos que sacudían su cuerpo exhausto. Por fin, ella se volvía rápidamente y apoderándose de una de sus manos se la besaba con frenesí:

—Tío Pío —decía—, ¿de veras estuve tan mal? ¿Soy una deshonra para ti? ¿Estuve tan mal que tuviste que marcharte del teatro?».

—En la escena del barco estuviste bien —se decidía por fin a admitir juiciosamente, después de una larga pausa, el Tío Pío.

—Pero he estado mejor otras veces, Tío Pío. ¿Recuerdas la noche en que volviste de Cuzco?

—Has estado muy bien en el final.

—¿De veras?

—Pero, mi flor, mi perla, ¿qué te pasó en la réplica al prisionero?

Aquí, la Perichole se echaba de bruces sobre la mesa entre las pomadas, sobrecogida por un tremendo ataque de llanto. Sólo la perfección, sólo la perfección servía. Ya la perfección no había llegado nunca.

Entonces, empezando en voz baja, Tío Pío hablaba una hora entera, analizando la comedia, entrando en un mundo de agudeza en materia de voz, de ademán y de medida, y a menudo se estaban hasta el amanecer declamando el uno para el otro el señorial diálogo de Calderón.

¿A quién intentaban satisfacer ambos? No al público de Lima. Aquél hacía mucho tiempo que estaba satisfecho. Venimos de un mundo en el cual hemos conocido increíbles normas de excelencia, y recordamos confusamente bellezas que no hemos vuelto a apresar; y volvemos a ese mundo. Tío Pío y la Perichole se atormentaban en un esfuerzo por establecer en el Perú las normas de los teatros de algún cielo en el que Calderón les había precedido. El público a quien se destinan las obras maestras no es de este mundo.

Con el paso del tiempo, Camila perdió algo de su concentración en el arte. Cierto desprecio intermitente hacia su oficio la hizo negligente. Ello se debía a la pobreza de interés en los papeles de mujer en el drama clásico español. En un tiempo en que los dramaturgos reunidos en torno a las cortes de Inglaterra y Francia (un poco más tarde en Venecia) enriquecían los papeles de mujer con estudios de ingenio, hechizo, pasión e histeria, los autores dramáticos de España tenían los ojos fijos en sus héroes, sobre sus caballeros que se debatían en los conflictos del honor o como pecadores que, en el último momento, volvían a la cruz. Unos cuantos años los gastó Tío Pío en descubrir modos de interesar a la Perichole en los papeles que le tocaban en suerte. En una ocasión pudo anunciarle que una nieta de Vico de Barrera había llegado al Perú. El Tío Pío de tiempo atrás había transmitido a Camila su veneración por los grandes poetas y Camila nunca puso en duda que estaban un tanto por encima de los reyes y en nada por debajo de los santos. Así, con gran excitación eligieron una de las obras del maestro para representarla ante su nieta. Ensayaron el poema cien veces, ya con el gozo grande de la invención, ya con desaliento. En la noche de la representación, Camila, mirando por entre los pliegues del telón, hizo que Tío Pío le señalase a la mujer pequeñita, de media edad, gastada por los cuidados de la pobreza y de una abundante familia, pero a Camila le pareció que estaba contemplando toda la hermosura y toda la dignidad del mundo. Mientras estaba esperando los versos que precedían a su entrada en escena, se apoyaba en Tío Pío, en silencio reverencial, y el corazón le daba golpetazos. En los entreactos, se retiró a un polvoriento rincón de la guardarropía, donde nadie pudiera dar con ella, y allí estuvo sentada en un rincón. Terminada la representación, Tío Pío condujo a la nieta de Vico de Barrera al cuarto de Camila. Camila estaba entre las ropas que colgaban de la pared, llorando de felicidad y de vergüenza. Por fin se puso de rodillas y besó las manos de la buena señora, y la otra besó las suyas, y mientras el público volvía a su casa y se acostaba, la visitante relataba a Camila todas las anécdotas que se habían conservado en la familia referentes a Vico, a su obra y a sus costumbres.

Tío Pío era felicísimo cuando entraba en la compañía una actriz nueva, porque el descubrir a su lado un nuevo talento siempre reanimaba el de la Perichole. Al Tío Pío (de pie detrás de la última fila de público, rendido doblemente por la alegría y por la malicia) se le antojaba que el cuerpo de la Perichole se había convertido en una lámpara de alabastro en la cual alguien había colocado una luz fuerte. Sin recurrir a trucos ni a falso énfasis, se entregaba al empeño de borrar a la recién llegada. Si la obra era una comedia, se convertía en perfecta personificación del ingenio, y si (como era lo más corriente) se trataba de un drama, de mujeres agraviadas y odios implacables, el escenario ardía con su emoción. Su personalidad llegaba a ser tan eléctrica que si por azar ponía la mano sobre la de un compañero actor, una corriente de simpatía pasaba a través de todo el público. Mas, tales ocasiones de excelencia iban siendo cada vez menos frecuentes. A medida que su técnica era más segura, la sinceridad iba siendo menos necesaria. Hasta cuando Camila estaba distraída, el público no advertía la diferencia y sólo Tío Pío se apenaba.

Tenía Camila un rostro hermoso, o mejor dicho, un rostro hermosísimo excepto cuando estaba en reposo. Entonces el que la miraba se sorprendía al descubrir que tenía la nariz larga y delgada, la boca fatigada y un tanto pueril, los ojos insatisfechos…, una chiquilla campesina malhumorada, arrancada de los cafés cantantes y completamente incapaz de establecer armonía ninguna entre las exigencias de su arte, de sus apetitos, de sus sueños y de su abrumadora rutina diaria. Cada una de esas cosas era un mundo distinto y la lucha entre ellas pronto hubiese reducido a la idiotez o a la trivialidad a un físico menos tenaz. Hemos visto que a pesar de su descontento con los papeles, la Perichole conocía muy bien el goce que puede encontrarse en la interpretación y que, de cuando en cuando, se calentaba con aquella llama. Pero la de amor la atraía más a menudo, aunque no con gran seguridad de dicha, hasta que el mismo Júpiter le envió unas cuantas perlas.

Don Andrés de Ribera, virrey del Perú, era el resto de un hombre delicioso, destrozado por la mesa, la alcoba, una grandeza de España y diez años de destierro. De joven había formado parte de embajadas a Versalles y a Roma; había peleado en las guerras en Austria; había estado en Jerusalén. Era viudo y sin hijos de una mujer enorme y rica; había coleccionado un poco de todo: monedas, vinos, actrices, condecoraciones y mapas. La mesa le había dado la gota; la alcoba, una tendencia a las convulsiones; la grandeza, un orgullo tan vasto y tan pueril que rara vez escuchaba lo que le decían y hablaba mirando al cielo en perpetuo monólogo; el destierro, océanos de aburrimiento, un aburrimiento tan persuasivo que era como un dolor… se despertaba con él y con él pasaba el día, y se sentaba todas las noches a la cabecera de su cama para velarle el sueño. Camila iba pasando los años en la rutina de trabajos forzados que es el teatro, salpimentada por unos cuantos no muy limpios asuntos de amor, cuando aquel personaje olímpico (porque tenía cara y porte dignos de representar en la escena dioses y héroes) la trasplantó de golpe a las deliciosísimas cenas del palacio. Contra toda las tradiciones de la escena y del Estado, adoró a su maduro admirador; creyó que iba a ser feliz para siempre. Don Andrés enseñó a la Perichole muchísimas cosas, y para su brillante y despierto entendimiento ése fue uno de los más dulces ingredientes del amor. Le enseñó un poco de francés; a ser atildada y limpia; las maneras de dirigirse a la gente. El Tío Pío le había enseñado cómo se mueven las damas en las grandes ocasiones; él le enseñó a perder bellamente el empaque. El Tío Pío y Calderón habíanle enseñado a emplear la hermosa lengua española; don Andrés le enseñó el ingenioso argot de El Buen Retiro.

Al Tío Pío le causó ansiedad la invitación de Camila a palacio. Hubiera preferido con mucho que continuase con sus vulgares asuntos de amor en la guardarropía del teatro. Pero cuando vio que su arte iba ganando con el nuevo barniz, se puso muy contento. Sentábase en el fondo del teatro, meciéndose en el asiento de pura alegría y diversión, al ver cómo la Perichole hacía comprender al público que frecuentaba el gran mundo del cual escriben los dramaturgos. Tenía un ademán nuevo para sostener una copa de vino, para cambiar un adiós, una manera nueva de entrar por una puerta que lo decían todo. Para Tío Pío nada más importaba. ¿Qué había en el mundo más encantador que una hermosa mujer que hace justicia a una obra maestra española? Una representación (solía pensar) llena de observación, en la cual hasta el espaciar las palabras como es debido revela un comentario de la vida y del texto… lanzado por una hermosa voz, ilustrado por un modo de andar perfecto, por considerable belleza personal e irresistible hechizo. «Ya estamos casi listos para llevar a España esta maravilla», murmuraba para sus adentros. Después de la representación entraba en el camerino y decía: «¡Muy bien!». Pero antes de marcharse se las arreglaba para preguntarle dónde, en nombre de las once mil vírgenes de Colonia, había adquirido aquel modo afectado de decir «excelencia».

Pasado algún tiempo, el virrey preguntó a la Perichole si le divertiría que invitase a sus cenas de medianoche a unos cuantos amigos discretos, y si le agradaría encontrarse con el arzobispo. Camila estuvo encantada. El arzobispo estuvo encantado. La víspera de su primer encuentro envió a la actriz un brinquillo formado por una esmeralda del tamaño de un naipe.

Había algo en Lima envuelto en varas y varas de raso violeta de las cuales salían una cabeza grande e hidrópica y dos manos regordetas color de perla; y este algo era el arzobispo. Entre los rollos de carne que los rodeaban miraban unos ojos negros que hablaban de malestar, de bondad y de ingenio. Aprisionada en toda aquella grasa, había un alma curiosa y ardiente, mas por el hecho de no poder negarse a comer un faisán o un ganso o a beber su diaria procesión de vinos romanos, era su propio y cruel carcelero. Amaba su catedral. Amaba sus deberes. Era muy devoto. A días miraba rencorosamente su volumen. Pero la angustia del remordimiento era menos punzante que la desolación de la abstinencia, y en aquel momento se encontraba deliberando acerca de los secretos mensajes que cierto asado enviaría a la ensalada que le habría de seguir. Y para castigarse llevaba una vida ejemplar en todo otro respecto.

Había leído toda la literatura de la Antigüedad y toda la había olvidado excepto un aroma general de encanto y desilusión. Los Padres de la Iglesia y los Concilios le habían instruido y toda su enseñanza quedó olvidada excepto una flotante impresión de disensiones que no tenían aplicación en el Perú. Había leído todas las obras maestras libertinas de Italia y Francia y las releía anualmente; hasta entre los tormentos del mal de piedra (felizmente disuelta a fuerza de beber el agua de las fuentes de Santa María de Cluxambuqua), no encontraba nada más sabroso que las anécdotas de Brantôme y el divino Aretino.

El arzobispo sabía que la mayor parte de los curas del Perú eran unos tunantes. Necesitaba recurrir a toda su delicada educación epicúrea para impedirse hacer algo con que remediarlo; tenía que repetirse a menudo sus nociones favoritas, a saber: que la injusticia y la infelicidad en el mundo son una constante; que la teoría del progreso es una ilusión; que los pobres, como nunca han conocido la felicidad, son insensibles a la desdicha. Como todos los ricos, era incapaz de creer que los pobres (miren su ropa, vean sus casas) pudieran sufrir en realidad. Como todos los hombres cultos, creía que únicamente los que han leído mucho pueden saber que son infelices. En una ocasión, alguien le llamó la atención sobre las iniquidades de su diócesis, y estuvo a punto de hacer algo. Acababa de enterarse de que los sacerdotes del Perú iban tomando la costumbre de exigir una cierta cantidad de harina por una absolución, pudiéramos decir de segunda clase, y el quíntuplo por una absolución realmente efectiva. Se echó a temblar de indignación; rugió, ordenando a su secretario que le trajera recado de escribir, y le anunció que iba a dictarle un mensaje aplastante para sus pastores. Pero en el tintero no había tinta; no había tinta en el despacho adjunto; no pudo hallarse tinta en todo el palacio. El estado de cosas en su propia casa trastornó de tal modo al buen señor, que cayó enfermo por causa de las dos iras combinadas, y así aprendió a guardar para sí sus indignaciones.

La adición del arzobispo a las cenas tuvo tan buen éxito que don Andrés se dio a pensar en nuevos nombres. El Tío Pío le iba siendo cada vez más útil, pero esperó a que Camila propusiese incluirle en la lista por su propio acuerdo. Y, a su debido tiempo, Tío Pío trajo consigo al navegante de todos los mares, el capitán Alvarado. Generalmente, la reunión comenzaba algunas horas antes de la llegada de Camila, que venía después de terminada la función en el teatro. Llegaba hacia la una de la madrugada, radiante, cargada de joyas y cansadísima. Los cuatro hombres la recibían como si hubiera sido una gran reina. Durante una hora, poco más o menos, ella llevaba la conversación, pero gradualmente se iba reclinando más y más en el hombro de don Andrés, seguía el curso de las palabras que pasaban revoloteando de uno en otro de aquellos rostros arrugados y alegres. Hablaban durante la noche entera, confortando así sus corazones, que siempre suspiraban por España, y se decían que aquella reunión tenía el espíritu de la altiva alma española. Hablaban de fantasmas y de presentimientos, y de la tierra antes de que el hombre apareciese en ella, y sobre la posibilidad de que los planetas chocaran unos con otros; sobre si el alma puede verse en forma de paloma, revoloteando en el momento de la muerte; se preguntaban si en la segunda venida de Cristo a Jerusalén, tardaría mucho en llegar la noticia al Perú. Seguían hablando hasta la salida del sol, de guerras y de reyes, de poetas y eruditos, de países extraños. Cada uno aportaba a la conversación su caudal de sabias, tristes anécdotas y su árido desdén hacia la raza humana. La inundación de luz dorada chocaba contra los Andes, y entrando por el gran ventanal caía sobre los montones de frutas, el manchado brocado de la mesa y la suave y pensativa frente de la Perichole, que se había dormido sobre la manga de su protector. Seguíase una larga pausa, pues ninguno quería hacer el primer movimiento para marcharse, y las miradas de todos se posaban sobre aquel pájaro extraño y hermoso que vivía entre ellos… Pero Tío Pío no había dejado de mirarla en toda la noche, miradas rápidas de sus ojos negros, llenas de ternura y de ansiedad, que descansaban sobre el gran secreto que era la razón de su vida.

El Tío Pío nunca dejaba de vigilar a Camila. Dividía a los habitantes de este mundo en dos grupos, los que habían amado y los que no habían amado. Era una horrible aristocracia, al parecer, porque los que no tenían capacidad para el amor (o mejor dicho para sufrir por amor) no podía decirse que estuviesen vivos ni habían de volver a vivir después de la muerte. Era una especie de gente de paja que llenaba el mundo con su risa sin sentido y sus lágrimas y su parloteo, y desaparecían aún amables y vanos en el aire leve. Para esta distinción cultivaba su propia definición del amor, que no se parecía a ninguna otra y en la que había reunido todas sus amarguras y el orgullo de su extraña vida. Miraba el amor como una especie de enfermedad cruel a través de la cual es preciso que pasen los elegidos al final de la juventud y de la cual salen pálidos y agotados, pero listos para el trabajo de vivir. Existía (así lo creía) un gran repertorio de errores misericordiosamente imposibles para los que se habían curado de tal enfermedad. Por desdicha, les quedaba una hueste de fallos, pero, al menos (así lo demostraban muchos ejemplos), nunca cometían el error de tomar una amabilidad rezagada por completa entrega de la vida, nunca volvían a mirar a un ser humano, desde un príncipe a un criado, como un objeto mecánico. Tío Pío no cesaba nunca de vigilar a Camila porque le parecía que no había pasado nunca por semejante iniciación. En los meses siguientes a su presentación al virrey, contuvo el aliento y esperó. Contuvo el aliento años enteros. Camila dio al virrey tres hijos, pero siguió siendo la misma de siempre. Sabía que la primera señal de su entrada en la plena posesión del mundo sería su maestría en ciertos efectos de su trabajo de actriz. Había ciertos pasajes en las obras dramáticas que algún día habría de lograr, sencilla, fácilmente y con secreto gozo, porque aludirían a la nueva y rica sabiduría de su corazón; pero su modo de abordar tales pasajes se iba haciendo cada vez más y más rutinario, por no decir torpe. Ahora, veía que se había cansado del virrey, y había vuelto a una serie de amoríos furtivos con actores, matadores y mercaderes de la ciudad.

Cada vez le molestaba más trabajar en el teatro, y otro parásito se abrió camino en su entendimiento. Quería ser una dama. Contrajo lentamente un ansia de respetabilidad, y empezó a referirse a su trabajo como a un pasatiempo. Adquirió una dueña y unos cuantos lacayos, e iba a la iglesia a las horas elegantes. Asistía a las fiestas oficiales de la Universidad, y aparecía entre los donantes de grandes limosnas. Hasta aprendió un poco a leer y escribir. A todo el que hacía la más leve alusión a su vida bohemia, le desafiaba con furia. Hacía llevar al virrey una vida horrible con su pasión por lograr concesiones y su gradual usurpación de privilegios. El vicio nuevo desplazó al antiguo y se hizo ruidosamente virtuosa. Se inventó unos cuantos parientes y sacó no se sabe de dónde unos cuantos primos. Obtuvo una legitimación sin documentos de sus hijos. En sociedad, cultivaba un delicado y lánguido magdalenismo, como hubiera podido hacerlo una gran señora, y llevaba un cirio en las procesiones penitenciales, junto a señoras que no tenían que arrepentirse sino de algún arrebato de mal genio o una furtiva ojeada a Descartes. Su pecado había sido el teatro, y todo el mundo sabe que hubo hasta santos actores: ahí estaban san Gelasio y san Ginés y santa Margarita de Antioquía y santa Pelagia.

Había un balneario de moda en las colinas, no lejos de Santa María de Cluxambuqua. Don Andrés, que había viajado por Francia, quiso edificarse un pequeño Vichy de mentirijillas. Había una pagoda, unos cuantos salones, un teatro, una pequeña plaza de toros y algunos jardines de estilo francés. La salud de Camila nunca tuvo la menor sombra, pero se construyó una villa cerca del balneario y bebía las aguas nauseabundas a las once en punto. La marquesa de Montemayor ha dejado un brillante retrato de aquel paraíso de ópera bufa con la divinidad reinante, pavoneándose con altiva sensibilidad por las avenidas de conchillas molidas y recibiendo el homenaje de los que no podían permitirse ofender al virrey. Doña María hace el retrato de este gobernante, solemne y cansado, jugando noche tras noche sumas que hubieran podido edificar otro Escorial. Y junto a él traza el retrato de su hijo, el pequeño don Jaime, de Camila. Don Jaime, a los siete años, era un cuerpecillo raquítico que parecía haber heredado no sólo la frente y los ojos de su madre, sino la propensión a convulsiones de su padre. Sobrellevaba sus padecimientos con el silencioso asombro de un animal, y como un animal se avergonzaba cuando alguna evidencia de ellos se presentaba en público. Era tan hermoso de faz que las formas más triviales de lástima dejaban de manifestarse en su presencia, y el mucho pensar en sus dificultades había dado a su rostro una dignidad paciente y sobrecogedora. Su madre le vestía de terciopelo granate, y cuando podía, la seguía a unas cuantas varas de distancia, desenredándose con gravedad de las señoras que intentaban detenerle y hablarle. Camila no se enfadaba nunca con don Jaime, pero nunca era efusiva con él. Cuándo brillaba el sol, se les podía ver paseando en silencio por aquellas terrazas artificiales, y Camila se preguntaba cuándo llegaría aquella felicidad que ella siempre había asociado a la idea de posición social, mientras don Jaime se regocijaba sencillamente al sol y veía con ansiedad acercarse alguna nube. Parecían figuras que se hubiesen extraviado allí viniendo de algún país remoto, o saliendo de alguna antigua balada, que aún no hubiesen aprendido la lengua nueva y aún no hubiesen encontrado amigos.

Camila tenía alrededor de treinta años cuando dejó la escena, y le costó otros cinco adquirir su puesto en la sociedad. Fue engordando poco a poco, pero bastante, mas su cabeza parecía embellecer de año en año. Se dio a vestir exageradamente, y el suelo de sus salones reflejaba, al reflejarla, una verdadera torre de joyas, chales y plumas. Llevaba el rostro y las manos cubiertos de un polvo azulado con el cual contrastaba una boca irritable escarlata y naranja. La furia casi loca de su temperamento alternaba con la suavidad de su comportamiento cuando estaba en compañía de las señoras mayores. En las primeras etapas de su ascensión, había intimado al Tío Pío que no quería que la viesen con él en público, pero, por fin, llegaron a impacientarla sus más discretas visitas. Le hablaba con formalidad y en tono evasivo. Nunca cruzaba la mirada con la suya, y parecía andar siempre a la caza de pretextos para pelearse con él. Pero él seguía aventurándose a poner a prueba su paciencia una vez al mes, y cuando la visita se había hecho imposible subía las escaleras y acababa la hora entre los niños.

Un día llegó a la villa de las colinas y, por intermedio de la doncella, pidió licencia para hablar con la señora. Dijéronle que le recibiría en el jardín francés un poco antes de la puesta de sol. Había venido de Lima por un extraño impulso sentimental. Como todos los solitarios, había atribuido a la amistad un fulgor divino; se figuraba que las gentes que pasaban por las calles, riendo juntas y besándose al separarse, los que comían juntos entre tantas sonrisas… apenas me lo podréis creer, pero él se figuraba que sacaban de toda aquella afectuosidad grandísima satisfacción. Y, por ello, de pronto se apoderó de él la excitación de verla de nuevo, de que le llamase «Tío Pío», de volver a vivir un momento la confianza y el buen humor de su largo vagabundeo.

Los jardines franceses estaban en el extremo sur de la ciudad. Tras ellos se alzaban los más altos Andes y delante de ellos había un parapeto que daba sobre un valle hondo y dominaba el oleaje de colinas que se extendía hasta el Pacífico. Era la hora en que los murciélagos salen a volar bajo y los animalejos pequeños juegan temerarios entre los pies de los paseantes. Unos pocos solitarios quedaban aún en los jardines; miraban soñadoramente al cielo que, gradualmente, iba perdiendo su color, o, apoyados en la balaustrada contemplaban el valle, queriendo adivinar en cuál de las aldeas ladraba un perro. Era la hora en que el padre vuelve del campo a casa y juega un momento en el patio con el perro que salta hacia él, le sujeta el hocico cerrado o se echa el animal a la espalda. Las muchachas miran al espacio buscando en él la primera estrella para fijar en ella un deseo, y los muchachos se impacientan esperando la cena. Hasta la madre más atareada se queda parada un momento y sonríe a su amada y desesperante familia.

El Tío Pío se quedó en pie apoyándose en uno de los bancos de piedra y contempló a Camila, que venía directa hacia él.

—Llego tarde —dijo—. Disculpa. ¿Qué me quieres?

—Camila… —empezó a decir él.

—Mi nombre es doña Micaela.

—No es mi intento ofender a la señora doña Micaela, pero cuando durante veinte años me consentiste que te llamase Camila, me parece que…

—¡Ay, haz lo que quieras! ¡Llámame lo que mejor te parezca!

—Camila, prométeme que me escucharás. Prométeme que no echarás a correr a la primera frase.

Camila rompió a hablar con inesperada pasión:

—Tío Pío, escúchame tú a mí. Estás loco si piensas que puedes hacerme volver al teatro. Sólo recordar el teatro me da horror. Compréndelo. ¿El teatro? ¡El teatro!, la recompensa diaria de insultos en aquel basurero. Comprende que estás perdiendo el tiempo.

—No querría que volvieras si fueses feliz con tus nuevos amigos —respondió él con suavidad.

—¿No te gustan mis nuevos amigos? —respondió vivamente—. ¿Qué me ofreces a cambio?

—Camila, no hago sino recordar…

—No quiero que nadie me critique. No necesito que nadie me dé consejos. Dentro de poco empezará a hacer frío, tengo que irme a mi casa. No te ocupes de mí, eso es todo. No pienses más en mí.

—Camila, querida, no te enojes. Deja que te hable. Sopórtame sólo diez minutos.

No comprendía por qué estaba llorando. No sabía qué decirle. Hablaba al azar:

—Ya ni siquiera vas nunca al teatro, y todo el mundo repara en ello. También el público se aparta de él. No representan la comedia antigua sino dos veces por semana; todas las demás noches dan esas nuevas farsas en prosa. Aburridas, pueriles e indecentes. Ya nadie sabe hablar español. Ni siquiera sabe nadie andar correctamente. El día del Corpus dieron El festín de Baltasar, donde tú estabas tan maravillosa. Ahora fue una vergüenza.

Hubo una pausa. Un hermoso cortejo de nubes, como un rebaño de ovejas, iba subiendo del mar, trepando por los valles entre las colinas. Camila, de pronto, le tocó una rodilla, y su rostro volvió a ser el de veinte años antes.

—Perdona, Tío Pío, el que sea tan mala. Jaime ha estado enfermo toda la tarde. No se le puede aliviar con nada. Allí está tendido, tan pálido y tan sorprendido. Hay que pensar en otra cosa. Tío Pío, no serviría de nada volver al teatro. Al público le gustan las farsas en prosa. Estábamos locos intentando mantener viva la comedia antigua. Deja que la gente lea las comedias antiguas en los libros si le da la gana. No vale la pena luchar contra todos.

—Prodigiosa Camila, no era justo contigo cuando estabas en la escena. No sé qué orgullo loco me impulsaba. Te escatimé el elogio que merecías. Perdóname. Siempre has sido una artista muy grande. Si llegas a darte cuenta de que no eres feliz entre estas gentes, podrías pensar en ir a Madrid. Allí tendrías un gran triunfo. Todavía eres joven y hermosa. Tiempo tendrás después para que te llamen doña Micaela. Pronto seremos viejos. Pronto hemos de morir.

—¡No iré jamás a España! Todo el mundo es igual, Madrid o Lima.

—¡Oh, si pudiésemos ir a alguna isla donde la gente te conociera sólo por ti misma! Y te amase…

—Tienes cincuenta años y todavía andas soñando con islas semejantes, Tío Pío.

Tío Pío inclinó la cabeza y murmuró:

—Claro es que te quiero, Camila, y que te querré siempre, y más de lo que puedo decir. El haberte conocido es mi vida entera. Ahora eres una gran señora. Y eres rica. No hay nada en que yo pueda ayudarte. Pero siempre estoy dispuesto.

—¡Qué absurdo eres! —dijo ella sonriendo—. Has dicho eso como lo hubiera dicho un muchacho. Parece que no aprendes al hacerte viejo, Tío Pío. No existe cosa semejante a esa clase de amor y a esa clase de islas. Sólo en el teatro se encuentran tales cosas.

Tío Pío callaba avergonzado, pero no convencido.

Por fin, Camila se levantó y dijo con tristeza:

—¿De qué estamos hablando? Va haciendo frío, tengo que marcharme. Te tienes que resignar. No tengo ánimo para el teatro. —Hubo una pausa—. ¿Y lo demás?… ¡Ay, no lo comprendo! No son más que cosas que van pasando. Tengo que ser como soy. No intentes entenderlo tampoco. No pienses en mí, Tío Pío. No hagas más que perdonarme, eso es todo. No hagas más que intentar perdonarme.

Calló un momento buscando algo hondamente sentido que decirle. La primera nube alcanzó la terraza; oscurecía; los últimos paseantes iban dejando los jardines. Camila estaba pensando en don Jaime, en don Andrés y en sí misma. No podía encontrar las palabras. De pronto, se inclinó, le besó la mano y se alejó rápidamente. Y él permaneció sentado largo tiempo, temblando de felicidad e intentando penetrar el significado de todo aquello.

Corrió la noticia por todo Lima. Doña Micaela Villegas, la dama que antes había sido la Perichole, tenía las viruelas. Varios centenares de personas tenían también las viruelas, pero el interés y la malignidad populares se concentraron sobre la actriz. Una esperanza loca recorrió la ciudad de que se deteriorase la belleza que le había permitido despreciar la clase de la que había salido. Salieron del cuarto de la enferma las nuevas de que Camila se había quedado ridículamente tonta, y la copa de los envidiosos rebosó de alegría. Tan pronto como le fue posible, hizo que la llevasen a la ciudad desde su villa, en las colinas; ordenó que vendieran su elegante palacete. Devolvió sus joyas a quienes se las habían regalado y vendió sus galas. El virrey, el arzobispo y los pocos hombres de la corte que habían sido sus admiradores sinceros siguieron sitiando su puerta con mensajes y obsequios; los mensajes no tuvieron respuesta y los obsequios se devolvieron sin explicaciones. Nadie más que la enfermera y las doncellas tenían licencia para verla desde el principio de la enfermedad. Como respuesta a sus repetidos intentos, don Andrés recibió una gran suma de dinero que Camila le envió con una carta, compendio de la mayor amargura y del mayor orgullo posibles.

Como todas las mujeres hermosas acostumbradas a continuos tributos a su belleza, daba por descontado, sin cinismo ninguno, que la hermosura era necesariamente la base de cualquier apego que alguien le tuviese: por tanto, cualquier atención que ahora le mostrasen tenía que brotar de una lástima mezclada con un tanto de condescendencia y levemente perfumada con satisfacción ante tal mudanza. Aquel dar por sentado que ya no debía esperar devoción ninguna, puesto que su belleza había desaparecido, procedía del hecho de que nunca había conocido otro amor que el amor pasión. El cual, aunque se gaste en generosidad y atenciones, aunque dé origen a visiones y a poesía grande, sigue siendo una de las expresiones más agudas del egoísmo. Hasta que ha pasado a través de una larga servidumbre, a través del odio que el que ama llega a sentir hacía sí mismo, a través de la burla, a través de grandes dudas, no puede ocupar puesto entre las grandes lealtades. Muchos de los que en él han gastado una vida entera no pueden hablarnos más de amor que el chiquillo que ayer perdiera un perro. Como sus amigos continuaron sus esfuerzos por arrastrarla de nuevo a la sociedad, se enojaba cada vez más y más y repartía por la ciudad mensajes insultantes. Durante algún tiempo corrió la voz de que iba a entrar en religión. Pero nuevos rumores de que todo era furia y desesperación en el modesto rancho contradijeron la noticia. Para los que estaban cerca de ella, su desesperación era horrible de contemplar. Estaba convencida de que había terminado su vida y la de sus hijos. En su histérico orgullo, había devuelto más de lo que poseía y el acercarse de la pobreza se añadía a la soledad y a la tristeza del porvenir. No le quedaba otra cosa sino pasar sus días en soledad celosa en el centro del ranchito que estaba completamente descuidado. Rumiaba horas y horas en el gozo de sus enemigos y se la oía pasear por su cuarto y dar gritos extraños.

El Tío Pío no se desalentó. Con el pretexto de hacerse útil a los niños, echando una mano en la administración del rancho y prestándole discretamente algún dinero, obtuvo la entrada en la casa y hasta llegó a ver a su dueña siempre cubierta con un velo. Pero aun entonces, Camila, convencida en su orgullo de que la compadecía, le hería con el acero de su lengua y sacaba no se sabe qué extraño consuelo en hacerle desprecios. Y él la quería más, comprendiendo mejor que ella misma todas las etapas en la convalecencia de su humillado espíritu. Pero un día acaeció un accidente que le hizo perder la última acción en el consuelo que intentaba darle. Abrió una puerta.

Ella creía haberla cerrado con llave. Hacía una hora que había llegado hasta ella una secreta esperanza; se le ocurrió que tal vez podría hacer una pasta con tiza y nata para dársela en la cara. Ella, que tantas veces se había burlado de las viejas de la corte, quiso recordar durante algunos momentos si algo de lo que había aprendido en el teatro podría ahora servirle de ayuda. Creyó haber echado el cerrojo a la puerta, y con manos apresuradas y agitado corazón, se embadurnó la cara con una capa de palidez grotesca, y cuando estaba mirándose al espejo y se daba cuenta de la inutilidad de su intentona, vio en el cristal la imagen de Tío Pío, que estaba en el umbral lleno de asombro. Se levantó de la silla dando un grito y se tapó la cara con las manos.

—¡Vete! ¡Sal de mi casa para siempre! —chilló—. ¡No quiero volverte a ver en la vida!

Avergonzada, le hizo salir con blasfemias y odio, le persiguió por el pasillo y le tiró cosas mientras bajaba la escalera. Dio órdenes al ranchero para que no dejase al Tío Pío entrar en la finca. Pero él siguió intentando verla durante una semana. Por fin, se volvió a Lima. Mataba el tiempo lo mejor que podía, pero ansiaba volver a su lado como hubiera podido ansiarlo un mozo de dieciocho años. Por fin, se le ocurrió una estratagema y volvió a las colinas para ponerla en práctica.

Una mañana, antes de salir el sol, se tendió en el suelo bajo su ventana. Imitó en la oscuridad el sonido del llanto, y hasta donde pudo lograrlo del llanto de una niña. Estuvo así llorando durante un cuarto de hora. No levantó la voz por encima de esa altura que un músico italiano representaría con la notación piano, mas con frecuencia interrumpía el llanto fiando en que si Camila estaba dormida se insinuaría en su mente, tanto por la duración como por la interrupción. El aire era fresco y agradable. La primera débil línea de zafiro iba apareciendo tras los picos, y en Oriente, el lucero de la mañana vibraba a cada momento con más cariñosa intención. Profundo silencio envolvía todos los edificios del rancho, y sólo una brisa ocasional hacía suspirar las hierbas. Encendióse de pronto una luz en el cuarto de Camila, y un momento después se abrió la persiana y se inclinó en ella una cabeza envuelta en velos.

—¿Quién está ahí? —preguntó una hermosa voz.

El Tío Pío se estuvo callado.

Camila volvió a decir en tono matizado de impaciencia:

—¿Quién está ahí? ¿Quién llora?

—Doña Micaela, señora, le ruego que tenga la bondad de ampararme.

—¿Quién eres y qué necesitas?

—Soy una pobre niña. Soy Estrella. Pido a vuestra merced que venga y me ampare. No llame a su doncella. Se lo ruego, doña Micaela, venga, venga…

Camila se quedó silenciosa un instante, y luego dijo bruscamente: «Está bien». Y cerró la persiana. Poco después apareció en la esquina de la casa. Llevaba una capa empapada en rocío. Se quedó a cierta distancia y dijo:

—Ven aquí, donde estoy… ¿Quién eres?

—Camila, soy yo. Tío Pío. Perdóname, pero necesito hablarte —dijo, poniéndose en pie.

—¡Madre de Dios, cuándo me veré libre de este hombre! Compréndelo. No quiero ver a nadie. No quiero hablar con alma nacida. Mi vida se acabó. Eso es todo.

—Camila, por nuestra larga vida juntos, te pido que me concedas una cosa. Después me marcharé y no volveré a molestarte.

—No te concedo nada, nada. Apártate de mí.

—Te prometo que no te volveré a molestar si me escuchas esta vez.

Echó a correr hacia la puerta del otro lado de la casa, y el Tío Pío se vio obligado a correr junto a ella para estar seguro de que ella oía lo que le iba diciendo. Se detuvo.

—¿Qué es ello? Date prisa. Hace frío. No estoy, bien. Tengo que volver a mi cuarto.

—Camila, deja que me lleve a don Jaime un año para vivir conmigo a Lima. Deja que sea su maestro. Déjame enseñarle el castellano. Aquí está en manos de criados. No aprende nada.

—No.

—Camila, ¿qué va a ser de él? Tiene buen entendimiento y necesita aprender.

—Está enfermo. Es delicado. Tu casa es una cochiquera. No le sienta bien más que el campo.

—Ha mejorado mucho estos últimos meses. Te prometo que limpiaré mi casa. Pediré a la madre María del Pilar que me busque un ama de llaves. Aquí se pasa el día en los establos. Le enseñaré todo cuanto debe saber un caballero… esgrima, latín y música. Leeremos todas…

—Una madre no se puede separar de su hijo de ese modo. Es imposible. Se te ha ocurrido eso porque estás loco. Deja de pensar en mí y en todo lo que me rodea. Ya no existo. Yo y mis hijos nos las arreglaremos lo mejor que podamos. No intentes volver a molestarme. No quiero ver a ningún ser humano.

Entonces Tío Pío se sintió obligado a emplear un medio fuerte.

—Siendo así —dijo—, págame el dinero que me debes.

Camila se quedó callada, confusa. Se dijo: «La vida es demasiado espantosa para sobrellevarla. ¿Cuándo me moriré?». Pasado un momento le respondió con voz ronca:

—Tengo muy poco dinero. Te pagaré lo que pueda. Te pagaré ahora. Aquí tengo unas pocas joyas. Así no necesitamos volvernos a ver en la vida.

Se avergonzaba de su pobreza. Dio unos cuantos pasos, luego se volvió y dijo:

—Ahora veo que eres un hombre muy duro. Pero es justo que te pague lo que te debo.

—No, Camila. Sólo lo he dicho para dar fuerza a mi petición. Nunca tomaré dinero tuyo. Pero préstame un año a don Jaime. Le tendré cariño y me cuidaré de él. ¿Tan mal lo hice contigo? ¿Fui mal maestro para ti en aquellos años?

—Es cruel por tu parte estar siempre exigiendo gratitud, gratitud, gratitud. Yo sabía agradecer… ¡bien, bien! Pero ahora, como no soy la misma mujer, no tengo nada que agradecerle a nadie.

Reinó el silencio. Los ojos de Camila miraban al lucero que parecía guiar al cielo entero en su maravilla. Tenía en el corazón un gran dolor: el dolor de un mundo que ya no tenía sentido. Luego dijo:

—Si Jaime se quiere ir contigo, está bien. Le hablaré esta misma mañana. Si quiere irse, le encontrarás en la posada a eso de mediodía. Buenas noches. Con Dios.

—Con Dios.

Camila volvió a entrar en la casa. Al día siguiente el muchacho muy serio apareció en la posada. Sus ricas ropas estaban sucias y rotas y llevaba un hatillo para mudarse. Su madre le había dado una moneda de oro para gastar y una piedrecita que brillaba en la oscuridad, para que la mirase en sus noches de insomnio. Se sentaron los dos en un carricoche, pero pronto el Tío Pío se dio cuenta de que las sacudidas no eran buenas para el muchacho. Le llevó a hombros. Cuando se acercaron al puente de San Luis Rey, Jaime intentó ocultar su vergüenza porque sabía que iba a llegar uno de esos momentos que le separaban de la demás gente. Le daba vergüenza especialmente porque el Tío Pío había dado alcance a su amigo, un capitán de barco. Y justo cuando llegaron al puente, habló a una señora que iba viajando con una niñita. El Tío Pío dijo que después que cruzaran el puente se sentarían a descansar, pero resultó no ser necesario.