PARTE SEGUNDA

LA MARQUESA DE MONTEMAYOR

A cualquier chiquillo de la escuela en España se le exige hoy en día que sepa más acerca de doña María, marquesa de Montemayor, de lo que el hermano Junípero logró descubrir en años y años de investigación. Antes que hubiese pasado un siglo desde su muerte, sus cartas habían llegado a ser uno de los monumentos de la literatura española, y su vida y su época han sido siempre desde entonces objeto de extensos estudios. Pero sus biógrafos han errado el camino en una dirección, tanto como en otra lo errara el franciscano; han intentado atribuirle un sinfín de gracias, leer retrospectivamente en su vida y en su persona algunas de las bellezas en que abundan sus cartas, mientras que todo el conocimiento real de aquella mujer maravillosa debe obtenerse humillándola y desvistiéndola de todas las bellezas menos de una.

Era hija de un comerciante de tejidos que había ganado el dinero y el odio de los limeños a un tiro de piedra de la plaza Mayor. Su niñez fue triste; era fea; tartamudeaba; su madre la perseguía con sarcasmos en su empeño de despertar en ella algún encanto social, y la obligaba a andar por la ciudad cargada con un verdadero arnés de joyas. Vivía sola y pensaba a solas. Se presentaron muchos pretendientes, pero mientras pudo luchó contra la costumbre de su tiempo y estaba decidida a quedarse soltera. Hubo escenas histéricas con su madre, recriminaciones, y gritos y puertas cerradas con tremendos portazos. Por fin, a los veintiséis años se encontró con que había firmado el contrato de matrimonio con un noble altanero y arruinado, y la catedral de Lima zumbó elegantemente con las burlas de todos los invitados.

Siguió viviendo sola y pensando a solas, y cuando le nació una hija exquisita, puso en ella un amor idólatra. Pero la niña Clara salió a su padre; era fría e intelectual. A los ocho años, corregía con toda tranquilidad el modo de hablar de su madre y la miraba con asombro y repulsión. La madre, asustada, se hizo mansa y obsequiosa, pero no supo dominarse y perseguía a doña Clara con atenciones nerviosas y agobiante cariño. Reprodujéronse las recriminaciones histéricas, los gritos y los portazos. De todas las propuestas de matrimonio que cayeron sobre ella, doña Clara eligió deliberadamente la que exigía irse a vivir a España. Y a España se fue, aquella tierra de la que se necesitaban seis meses para recibir respuesta a una carta. La despedida para tan largo viaje se convertía en el Perú en solemne servicio religioso. Se bendecía el barco y a medida que iba ensanchándose el espacio entre el bajel y la costa, los que se iban y los que se quedaban caían de hinojos y cantaban un himno que siempre parecía sonar débil y tímido en tanto aire libre. Doña Clara se hizo a la vela con la más admirable compostura, dejando a su madre que miraba alejarse al brillante barco, con la mano apretada ya sobre el corazón, ya sobre la boca. Borrosa y estriada se iba haciendo la visión del sereno Pacífico y de las enormes nubes perlinas que sobre él colgaban inmóviles.

Al quedarse sola en Lima, la vida de la marquesa se hizo cada vez más interior. Descuidó su esmero en el vestir, y como todas las gentes solitarias, hablaba en voz alta consigo misma. Toda su existencia yacía en el ardiente centro de su mente. En aquel escenario se representaban infinitos diálogos con su hija, reconciliaciones imposibles, escenas eternamente vueltas a empezar de remordimiento y perdón. Se veía pasar por la calle a una mujer envejecida, con la peluca roja un tanto caída sobre una oreja, con la mejilla izquierda abrasada por una afección leprosa, y la derecha con un emplasto suplementario de colorete. La barbilla no estaba nunca seca; sus labios no estaban nunca quietos. Lima era una ciudad de excéntricos, pero aun allí el chiste perpetuo era ella cuando recorría las calles o subía y bajaba las gradas de las iglesias. La gente pensaba que estaba siempre ebria. Se decían de ella cosas aún peores, y hasta hubo quien pidió que se la encerrase. Tres veces la denunciaron ante la Inquisición. Y no es imposible que la hubiesen quemado si su yerno no hubiese tenido tanta influencia en España y ella tampoco hubiese reunido unos cuantos amigos en la corte del virrey que seguían tratándola por su extraño modo de ser y su inmensa erudición.

El lamentable carácter de las relaciones entre madre e hija se amargaba aún más por desacuerdos en cuestiones de dinero. La condesa Clara recibía una importante pensión de su madre, que también le enviaba frecuentes regalos. Doña Clara pronto llegó a ser la mujer número uno por su belleza y sobre todo por su inteligencia en la corte española. Toda la riqueza del Perú no habría bastado para mantenerla en el tren grandioso con que se creía obligada a vivir. Aunque parezca extraño, su derroche procedía de uno de los mejores rasgos de su naturaleza; consideraba hijos a sus amigos, a sus criados y a todas las personas interesantes de la capital. De hecho, parecía no existir en el mundo una sola persona por la cual no se agotase a fuerza de hacerle favores. Entre sus protégés estaba el cartógrafo De Blasiis (cuyos Mapas del Nuevo Mundo estaban dedicados a la condesa de Montemayor, entre los gritos de entusiasmo de los cortesanos de Lima que leían que era ella la «admiración de su ciudad y un sol que nacía en Poniente»). Otro de sus favorecidos fue el científico Azuarius, cuyo tratado sobre las leyes de la hidráulica fue prohibido por la Inquisición, por demasiado excitante. Durante una década, la condesa sostuvo en realidad todas las artes y las ciencias de España; no fue culpa suya si durante aquel tiempo no se produjo nada memorable.

Pasados cuatro años desde la marcha de doña Clara, doña María recibió licencia para visitar Europa. Por ambos lados se anticipó la visita con resoluciones alimentadas en remordimientos. Una se propuso tener paciencia; la otra no ser demasiado efusiva. Ambas fracasaron. Cada una atormentó a la otra y estuvo a punto de perder el juicio entre las alternancias de autoacusación y las erupciones de pasión. Por fin, un día doña María se levantó antes de amanecer, sin atreverse más que a besar la puerta tras la cual estaba durmiendo su hija, tomó el barco y se volvió a América. De allí en adelante, la escritura de cartas se vio obligada a ocupar el lugar de todo el cariño que no podía vivirse.

Tales fueron las cartas que, en un mundo atónito, han llegado a ser libro de texto de los escolares y hormiguero de los gramáticos. Doña María hubiera inventado su genio si no hubiera nacido con él, tanto necesitaba su amor atraer la atención, acaso la admiración de su hija distante. Se impuso la obligación de frecuentar la sociedad para cosechar sus ridiculeces; adiestró sus ojos para observar; leyó las obras maestras de su lengua para descubrir sus efectos; se introdujo en el grupo de los que eran célebres por su conversación. Noche tras noche, en su palacio barroco, escribía y volvía a escribir las páginas increíbles, forcejeando con su mente desesperada para dar a luz aquellos milagros de gracia e ingenio, aquellas crónicas destiladas de la corte del virrey. Sabemos ahora que su hija a duras penas miraba las cartas y que el que se hayan conservado se debe a su yerno. A la marquesa le hubiera asombrado saber que sus cartas eran inmortales. Y sin embargo, muchos críticos la han acusado de tener un ojo fijo en la posteridad, y señalan cierto número de cartas que tienen todo el aire de ser piezas de virtuosismo. Se les antoja imposible que doña María se tomase tantos trabajos para deslumbrar a su hija, como la mayoría de los artistas se toman para deslumbrar al público. Lo mismo que su yerno, no la comprendieron; al conde le deleitaban sus cartas, pero pensaba que con haber saboreado su estilo había extraído toda su riqueza y su intención y no veía (como otros muchos lectores) el propósito entero de la literatura que es la notación del corazón. El estilo no es más que la vasija ligeramente despreciable en que el amargo líquido se confía al mundo.

A la marquesa le hubiese asombrado hasta el saber que sus cartas eran muy buenas, porque tales autores viven siempre en la noble atmósfera de sus propias mentes y aquellos productos que a nosotros nos parecen notables son para ellos poco más que una rutina cotidiana.

Ésta era la anciana que pasaba hora tras hora sentada en su mirador, tocada con el viejo sombrero de paja que proyectaba una sombra purpúrea sobre su rostro arrugado y amarillo. ¡Cuán a menudo, al volver las páginas sus enjoyadas manos, se preguntaría, casi divertida, si el dolor constante de su corazón sería de origen orgánico! Si acaso —fantaseaba— un cirujano sutil le abriese el corazón, trono maltrecho, ¿no podría acabar por descubrir en él una señal y, levantando el rostro hacia el anfiteatro, gritar a sus discípulos: «Esta mujer ha sufrido y su sufrimiento ha dejado una marca en la estructura de su corazón»? Esta idea la había visitado tantas veces que un día la escribió en una carta a su hija, y ésta la reprendió por ser demasiado introspectiva y hacer un culto de la pena.

El saber que nunca pagarían su amor con amor obraba sobre sus ideas como la marea desgasta el acantilado. Lo primero que desapareció fue su creencia religiosa, porque todo lo que podía pedir a un dios o a la inmortalidad era que le diesen un lugar donde las hijas amen a las madres. Los demás atributos del cielo no le importaban un ardite. Después perdió su fe en la sinceridad de los que la rodeaban. En secreto, se negaba a creer que nadie (excepto ella) amase a nadie. Todas las familias vivían en una baldía atmósfera de costumbres y se besaban unos a otros con secreta indiferencia. Vio que las gentes de este mundo se movían de un lado para otro dentro de una armadura de egoísmo, ebrios a fuerza de mirarse a sí mismos, sedientos de lisonjas, no oyendo casi nada de lo que les decían, sin que les conmovieran las desdichas que caían sobre sus amigos más íntimos, temiendo todos los llamamientos que pudieran interrumpir su larga comunión con sus propios deseos. Así eran los hijos y las hijas de Adán desde la China al Perú. Y cuando, en el mirador, sus pensamientos tomaban ese giro, se le contraía la boca de vergüenza porque sabía que ella también pecaba y que, aunque su amor por su hija era tan vasto que podía incluir todos los colores del amor, no estaba exento de un matiz de tiranía; amaba a su hija, no por su hija sino por sí misma. Ansiaba verse libre de esa atadura innoble, pero la pasión era demasiado feroz para poder luchar contra ella. Y entonces, en aquel verde mirador, una guerra extraña sacudía a la horrenda señora, una lucha singularmente fútil contra una tentación a la cual nunca tendría ocasión de sucumbir. ¿Cómo podría dominar a su hija cuando su hija había tomado la precaución de poner entre ambas cuatro mil millas? A pesar de lo cual, doña María luchaba a brazo partido con el fantasma de su tentación, y siempre resultaba vencida. Quería a su hija para sí; necesitaba oírla decir: «Eres la mejor de las madres posibles»; ansiaba oírla murmurar: «¡Perdóname!».

Dos años después de su vuelta de España tuvo lugar una serie de acontecimientos sin importancia que ejercieron gran influencia en la vida interior de la marquesa. En su correspondencia no hay más que una levísima alusión a ellos, pero como se encuentra en la carta XXII que contiene otros signos, haré lo que pueda por dar una traducción y un comentario de la primera parte de la carta:

¿Es que no hay médicos en España? ¿Dónde están aquellos buenos hombres de Flandes que acostumbraban a cuidarte tan bien? ¡Ay, tesoro mío, qué castigo mereces por consentir que un resfriado te dure tantas semanas! Don Vicente, os suplico que hagáis entrar en razón a mi hija. ¡Ángeles del cielo, os imploro que hagáis entrar en razón a mi hija! Ahora que estás mejor, te lo pido, resuelve que a la primera amenaza de resfriado tomarás unas buenas unciones y te meterás en cama. Aquí en el Perú, no sirvo para nada; nada puedo hacer. No seas terca, amor mío. Dios te bendiga. En el paquete de hoy incluyo la goma de no sé qué árbol que las hermanitas de Santo Tomás venden de puerta en puerta. No sé si servirá de algo. No puede hacer daño. Dicen que en el convento las tontas de las hermanas la respiran con tal diligencia que en misa no se nota el olor a incienso. No sé si valdrá para algo. Pruébala.

Descansa, amor mío; envío a Su Católica Majestad la cadena de oro perfecta. [Su hija le había escrito: «La cadena llegó en buen estado y la llevé en el bautizo de la Infanta. Su Católica Majestad tuvo la gentileza de admirarla y cuando le dije que me la habías dado tú, me encargó te cumplimentase por tu buen gusto. No dejes de enviarme una lo más parecida posible por mediación del chambelán».] No hace falta que sepas que para conseguirla tuve que ir a asaltar un cuadro. Recordarás que en la sacristía de San Martín hay un retrato, pintado por Velázquez, del virrey que fundó el monasterio con su mujer y con su niña. Y que su mujer lleva una cadena de oro. Decidí que sólo aquella cadena podía servir para el caso. Así, una medianoche me deslicé a la sacristía, me subí a la mesa de vestir como una chiquilla de doce años y eché a andar sobre ella. El lienzo se resistió un poco, pero el pintor vino en mi ayuda a través del color. Le dije que la muchacha más bonita de España deseaba ofrecer la más linda cadena de oro que pudiera encontrarse a la más graciosa Majestad del mundo. Ni más ni menos. Y así nos estuvimos hablando, los cuatro en el aire gris y plata que hace que un cuadro sea un Velázquez. Ahora estoy pensando en una luz más dorada: estoy mirando el palacio; tengo que pasar la noche con un Tiziano, ¿me lo consentirá el virrey?

Pero Su Excelencia está otra vez con gota. Digo otra vez porque la adulación de la corte insiste en que hay veces que está libre de ella. Como era el día de San Marcos, Su Excelencia salió para ir a visitar la Universidad donde veintidós nuevos doctores eran lanzados al mundo. Pero apenas le habían llevado del diván al coche, empezó a dar gritos y se negó a seguir el viaje. Le volvieron a la cama, donde encendió un deliciosísimo cigarro y mandó a buscar a la Perichole. Y mientras los demás escuchábamos largos discursos doctrinales, más o menos en latín, él oía hablar de nosotros, más o menos en español, a los labios más rojos y más crueles de la ciudad. [Doña María se permitió escribir esto a pesar de que acababa de leer en la última carta de su hija: «¿Cuántas veces tendré que decirte que seas más prudente en las cosas que dices en tus cartas? A menudo traen señales de haber sido abiertas en el camino. Nada podría juzgarse peor que tus observaciones acerca de tú sabes qué quiero decir en el Cuzco. Tales observaciones no son graciosas, aunque Vicente te las elogie en su postdata, y pudieran causarnos dificultades con Ciertas Personas aquí en España. Sigo asombrándome de que tus indiscreciones no hayan dado ocasión para que te ordenen retirarte a tus tierras, hace ya mucho tiempo».]

Hubo grandísima concurrencia en los Ejercicios y dos mujeres se cayeron de la tribuna, pero Dios con su bondad dispuso que cayesen sobre doña Mercedes. Las tres están malheridas, pero dentro de un año ya estarán pensando en otra cosa. En el momento del accidente el presidente estaba hablando, y como es corto de vista no pudo figurarse qué significaban los gritos, la agitación y el golpetazo de los cuerpos al caer. Fue muy divertido ver cómo se inclinaba y hacía reverencias creyendo que le estaban aplaudiendo.

Hablando de la Perichole, y de aplausos, has de saber que Pepita y yo hemos decidido ir hoy a la comedia. El público sigue idolatrando a la Perichole; hasta le perdona los años que tiene. Nos dicen que salva lo que puede, todas las mañanas, pasándose por las mejillas lapiceros alternados de hielo y de fuego. [La traducción se queda especialmente corta en este concepto que tiene toda la flamante elocuencia del lenguaje español. La marquesa quiso poner en él una obsequiosa adulación a su hija la condesa, y faltó a la verdad. La gran actriz tenía entonces veintiocho años, sus mejillas la suavidad y el lustre del mármol amarillo oscuro, y ciertamente hubieran conservado su calidad durante muchos años. Fuera de los cosméticos que requería su trabajo en el teatro, Camila Perichole se echaba con las manos agua fría a la cara como una campesina en el bebedero de los caballos.] Ese hombre curioso a quien llaman Tío Pío se pasa la vida a su lado. Don Rubio dice que no ha podido averiguar si es su padre, su amante o su hijo. La Perichole es maravillosa. Ríñeme lo que quieras, diciéndome que soy una provinciana tonta, pero no tenéis en España actrices como ésta. [Y por ahí seguía.]

De aquella visita al teatro pende todo el asunto. La marquesa decidió ir a la comedia donde la Perichole representaba el papel de doña Leonor en Trampa adelante, de Moreto; acaso pudiera sacar material para la próxima carta a su hija. Llevó consigo a Pepita, una joven sobre la cual tendremos mucho que decir. Doña María la había pedido prestada al orfanato que estaba unido al convento de Santa María Rosa de las Rosas, para que le sirviese de acompañante. La marquesa estaba sentada en su palco mirando con vacilante atención al brillante escenario. En los entreactos, la Perichole acostumbraba a dejar de lado el papel cortesano y aparecía a telón corrido para cantar unas cuantas canciones epigramáticas. La maliciosa actriz había visto llegar a la marquesa y se puso a improvisar coplas que aludían a su fealdad, a su avaricia, a su desmedida afición a la bebida, y hasta a la fuga de su hija. La cantante se las arregló para dirigir sutilmente la atención del público hacia la señora, y un murmullo de desprecio acompañaba la risa de los espectadores. Mas la marquesa, profundamente conmovida por los dos primeros actos de la comedia, apenas reparó en la cantante, aunque al parecer la miraba con los ojos muy abiertos, porque estaba pensando en España. Camila Perichole se fue envalentonando y el aire estaba cargado de electricidad con el odio y el gozo de la multitud. Por fin, Pepita tiró de una manga a la marquesa y le dijo al oído que deberían marcharse. Cuando salieron del palco, la sala entera se puso en pie y rompió en un rugido de triunfo. La Perichole se lanzó a una danza desenfrenada, porque vio al empresario en el fondo del patio de butacas y comprendió que le iba a subir el sueldo. Pero la marquesa no se dio cuenta de lo que había ocurrido; en realidad estaba muy contenta, porque durante el espectáculo se le habían ocurrido unas cuantas frases felices, frases, ¿quién sabe?, que tal vez pudieran traer una sonrisa al rostro de su hija, y acaso llegaría a murmurar: «La verdad es que mi madre es encantadora».

A su debido tiempo llegó a oídos del virrey el informe de que en el teatro se habían burlado públicamente de una de sus aristócratas. Llamó a palacio a la Perichole y le ordenó que fuese a visitar a la marquesa y a disculparse. La visita había de llevarla a cabo con los pies descalzos y vestida de negro. Camila discutió y luchó, pero todo lo que pudo conseguir fue un par de zapatos.

El virrey tenía tres motivos para insistir. En primer lugar, la cantante se había tomado libertades con su corte. Don Andrés había logrado hacer tolerable el destierro organizando un ceremonial tan complicado que sólo podían recordarlo y cumplirlo gentes que no tenían otra cosa en que pensar. Mimaba a su reducida aristocracia y cuidaba de sus minuciosas distinciones, así es que cada insulto a una marquesa era un insulto a su persona. En segundo lugar, el yerno de doña María era un personaje cada vez más importante en España, cargado de posibilidades de perjudicar al virrey y hasta de suplantarle. Al conde don Vicente de Abuirre no había que molestarle, ni siquiera en la persona de su suegra medio chiflada. Finalmente, al virrey le encantaba humillar a la actriz. Sospechaba que le estaba engañando con un matador, acaso con un actor… entre las adulaciones de la corte y la inercia de la gota no lograba poner completamente en claro con quién era… pero de todos modos era evidente que la cantante estaba empezando a olvidar que él era uno de los primeros hombres del mundo.

La marquesa, además de no haber oído las insultantes canciones, estaba, en otros aspectos, sin preparar para la visita de la actriz. Tienen ustedes que saber que, después de la marcha de su hija, doña María había descubierto un consuelo: se había dado a la bebida. Todo el mundo bebía chicha en el Perú y no era deshonra alguna que en un día de fiesta le encontrasen a uno inconsciente. Doña María había ido descubriendo que sus monólogos febriles no la dejaban dormir en toda la noche. Una vez tomó al retirarse una copa delicadamente estriada de chicha. El olvido fue tan dulce que ahora ya bebía mayores tragos e intentaba disimular los efectos ante Pepita; decía que no se sentía bien, y fingía que su salud estaba en decadencia. Acabó por renunciar a todo fingimiento. Los barcos que llevaban sus cartas a España no acostumbraban a salir más que una vez al mes. Durante la semana precedente a la preparación del envío, observaba una dieta estricta y cultivaba el trato con la ciudad entera asiduamente en busca de material. El día anterior a la salida del correo escribía la carta, preparaba el paquete al despuntar la aurora y dejaba a Pepita que se la entregase al agente. Luego, en cuanto el sol se levantaba, se encerraba en su habitación con unos cuantos frascos y se dejaba llevar durante unas cuantas semanas, libre del peso de la conciencia. Luego surgía de su bienaventuranza y se disponía a entrar en el período de «entrenamiento» preparándose a escribir otra carta.

Así, la noche que siguió al escándalo en el teatro, escribió la carta XXII y se fue a la cama con un botellón. Al día siguiente, Pepita no hacía más que entrar y salir del cuarto, mirando con ansiedad el cuerpo que estaba tendido en el lecho. Por la tarde Pepita se instaló con su labor en la estancia. La marquesa miraba al techo con los ojos muy abiertos, y hablaba consigo misma… Al oscurecer, llamaron a Pepita y le informaron de que la Perichole había venido a visitar a la señora. Pepita recordaba muy bien la escena del teatro y respondió enojada que la señora se negaba a recibirla. El hombre bajó con la respuesta, pero volvió asustado con la noticia de que la señora Perichole venía armada con una carta de presentación del señor virrey. Pepita se aproximó al lecho de puntillas y empezó a hablar a la marquesa. Los ojos vidriosos se volvieron hacia el rostro de la joven. Pepita la sacudió cariñosamente. Con gran esfuerzo, doña María intentó fijar la mente en lo que le decían. Dos veces se incorporó y se volvió a tender negándose a seguir intentando comprender; como un general que intenta reunir en la noche bajo la lluvia la división dispersa de su ejército fue reuniendo la memoria, la atención y otras pocas facultades y, apretándose fuertemente la frente con la mano, pidió que le trajesen un cuenco de nieve. Cuando se lo trajeron, larga y perezosamente se la apretaba contra las sienes a puñados, se frotaba con ella las mejillas, levantándose; luego estuvo largo rato en pie apoyada en la cama y mirándose los zapatos. Por fin levantó la cabeza con decisión, pidió su abrigo forrado de pieles y un velo. Se los puso y entró vacilante en su mejor sala de recibir donde la actriz, en pie, la estaba esperando.

Camila tenía intención de mostrarse malhumorada y hasta, a ser posible, desvergonzada, mas por primera vez la impresionó la dignidad de la anciana. La hija del mercero sabía presentarse a veces con toda la distinción de los Montemayor, y cuando estaba ebria alcanzaba la grandeza de Hécuba. Para Camila aquellos ojos medio cerrados tenían aire de autoridad cansada, y comenzó a hablar casi con timidez.

—He venido, señora, a asegurarme de que no habrá interpretado mal nada de lo que dije la tarde en que Vuestra Gracia me hizo el honor de visitar mi teatro.

—¿Interpretar mal? ¿Interpretar mal? —dijo la marquesa.

—Vuestra Gracia pudiera haberse figurado que mis palabras tenían intención de faltarle al respeto.

—¿A mí?

—¿Vuestra Gracia no está ofendida con esta humilde servidora? ¿Vuestra Gracia se da cuenta de que una pobre actriz, en mi posición, puede a veces dejarse llevar más allá de sus intenciones?… ¿de que es muy difícil… de que todo…?

—¿Cómo podría estar ofendida, señora? Todo lo que alcanzo a recordar es que usted trabajó maravillosamente. Es usted una gran artista. Debiera usted ser feliz, feliz. Mi pañuelo, Pepita…

La marquesa dijo aquellas palabras rápida y vagamente, pero la Perichole se quedó confundida. Apoderóse de ella una sensación de vergüenza. Se puso roja. Por fin, pudo murmurar:

—Fueron las canciones en los entreactos. Temí que Vuestra Gracia…

—Sí, sí… ahora recuerdo. Me fui pronto con Pepita, nos retiramos muy temprano, ¿verdad? Pero, señora, usted perdonará que me marchase antes que usted hubiese terminado su admirable representación. No recuerdo por qué nos fuimos. Pepita… sin duda una ligera indisposición…

Era imposible que nadie en el teatro no se hubiera dado cuenta de la intención de las canciones. Camila sólo pudo suponer que la marquesa, gracias a una especie de magnanimidad fantástica, estaba representando la farsa de no haberla notado. Casi se le saltaron las lágrimas.

—Pero es su merced tan buena que, señora… quiero decir, Vuestra Gracia… que no quiso reparar en mi chiquillada. Yo no sabía que erais tan bondadosa… Señora, permitid que os bese la mano.

Doña María, atónita, alargó la mano. Hacía muchísimo tiempo que nadie se había dirigido a ella con tanta consideración. Sus vecinos, sus proveedores, sus criados —porque hasta Pepita le tenía miedo—, su misma hija, nunca se habían acercado así a ella. Despertó en ella un nuevo estado de ánimo, que muy probablemente se tachará de estúpido. Tornóse locuaz:

—¿Ofenderme, ofenderme contigo, hermosa… prodigiosa chiquilla? Yo que soy una mujer loca a quien nadie quiere, ¿ofendida contigo? Siento, hija mía, como si estuviese… ¿cómo dice el poeta?… «sorprendiendo a través de una nube la conversación de los ángeles». Tu voz descubre nuevas maravillas en nuestro Moreto. Cuando dijiste

Don Juan, si mi amor estimas

y la fe segura es necia,

enojarte mis temores

es no quererme discreta.

¿Tan seguros…?,

etcétera… ¡era verdad! ¡Y qué ademán hiciste al final de la primera jornada! Así, con la mano. Un ademán como el que hizo la Virgen al decir al arcángel Gabriel: «¿Cómo es posible que yo vaya a tener un hijo?». No, no, tú eres quien vas a empezar a ofenderte conmigo, porque te voy a hablar de un ademán que debes recordar para hacerlo algún día. Sí, estaría muy bien en esa escena en que perdonas a tu don Juan de Lara. Quizá deba decirte que se lo vi hacer un día a mi hija. Mi hija es una mujer hermosísima… todo el mundo lo piensa. ¿Conocéis a mi hija doña Clara, señora?

—Su Gracia me hizo a menudo el honor de visitar mi teatro. Conocí a la condesa mucho… de vista.

—No te estés así con una rodilla hincada en el suelo, hija mía… Pepita, di a Genarito que sirva a esta señora unos dulces inmediatamente. Figúrate que un día nos peleamos, no recuerdo por qué. ¡Ay, no tiene nada de extraño!: todas las madres de vez en cuando… ¿No puedes acercarte un poco más? No creas a las gentes que dicen que me trataba mal. Eres una gran mujer con hermoso temperamento y puedes ver en estas cosas mucho más adentro de lo que ve la multitud… Es un encanto hablar contigo. ¡Qué hermoso cabello tienes! ¡Qué hermoso cabello!… Mi hija no tiene un temperamento caliente e impulsivo, eso lo sé. Pero, hija mía, tiene tal inteligencia y tanta gracia… Todas las rozaduras entre nosotras son culpa mía. ¿No es prodigioso que esté siempre tan pronta a perdonarme? Aquel día fue uno de esos momentos. Las dos nos dijimos cosas un tanto vivas y cada una se fue a su habitación… y luego cada una fue en busca de la otra para pedir perdón. Una puerta nos separaba y ambas tirábamos en sentido contrario. Pero… al fin ella… me tomó así… la cara así… con sus dos manos blancas. ¡Así! ¡Mira!

La marquesa estuvo a punto de caerse de la silla al inclinarse, con el rostro bañado en lágrimas de felicidad, y hacer el ademán bienaventurado. Debiera decirse el ademán místico, porque el incidente no era más que un sueño repetido con frecuencia.

—Me complace que estés aquí —continuó— porque así has oído de mis propios labios que no me trata mal, como dice la gente. Escucha, señora, la culpa fue mía. Mírame, mírame. Un error me hizo madre de una niña, tan hermosa. Soy difícil. Soy molesta. Tú y ella sois grandes mujeres. No, no me detengas; sois mujeres exquisitas y yo soy sólo una mujer nerviosa… necia… estúpida. Déjame que te bese los pies. Soy imposible. Soy imposible. Soy imposible.

Aquí, la anciana se cayó del sillón y Pepita la levantó del suelo y la llevó a la cama. La Perichole se marchó consternada, y pasó largo rato mirándose los ojos en el espejo, con las palmas de las manos apretadas contra las mejillas.

Pero la persona que presenció más horas difíciles de la marquesa fue su acompañante, Pepita. Pepita era huérfana y la había criado aquel extraño genio de Lima, la abadesa, madre María del Pilar. La única ocasión en que se hallaron frente a frente las dos grandes mujeres del Perú (como había de revelárnoslo la perspectiva de la historia) fue aquel día en que doña María fue a visitar a la directora del convento de Santa María Rosa de las Rosas, y le preguntó si podría prestarle alguna muchacha lista del orfanato para que le hiciese compañía. La abadesa miró fijamente a la grotesca anciana… Hasta la gente más sabia del mundo no lo es perfectamente, y la madre María del Pilar, que era capaz de adivinar el pobre corazón humano detrás de todas las máscaras de la necedad y la desconfianza, siempre se había negado a conceder uno a la marquesa de Montemayor. Le hizo una porción de preguntas y luego se paró a pensar. Quería dar a Pepita la experiencia mundana de vivir en el palacio. También quería inclinar a la anciana hacia sus propios intereses. Y estaba llena de sombría indignación, porque sabía que estaba mirando a una de las mujeres más ricas del Perú, y la más ciega.

Era una de esas personas que han consentido que el corazón se les destroce poco a poco, porque se enamoran de una idea varios siglos antes del señalado para su aparición en la historia de la civilización. Se precipitó, contra la obstinación de su tiempo, en su deseo de dar un poco de dignidad a las mujeres. A medianoche, cuando había terminado de sumar las cuentas de la Casa, se hundía en la loca visión de un siglo en el cual las mujeres pudieran organizarse para proteger a las mujeres, a las mujeres que trabajan, a las mujeres que viajan, a las mujeres que sirven de criadas, a las mujeres cuando son viejas o están enfermas, a las mujeres que había descubierto en las minas del Potosí o en los talleres de los mercaderes de tejidos, a las muchachas que había recogido en las puertas de la calle en noches de lluvia. Mas siempre, a la mañana siguiente, había tenido que afrontar el hecho de que las mujeres en el Perú, hasta sus monjas, pasaban por la vida con dos nociones: una, que todas las desdichas que podían caer sobre ellas dependían meramente del hecho de que no eran lo bastante atractivas para atrapar a un hombre que las mantuviera y, segunda, que toda la miseria del mundo se podía dar por bien empleada a cambio de las caricias del varón. No había conocido más mundo que los alrededores de Lima, y daba por sentado que toda su corrupción era el estado normal de la humanidad.

Mirando atrás, desde nuestro siglo, podemos ver la locura total de su esperanza. Ni veinte mujeres como ella hubieran logrado hacer impresión ninguna en aquel siglo. Sin embargo, ella continuaba con toda diligencia su tarea. Se parecía a la golondrina de la fábula que una vez cada mil años se llevaba un grano de trigo con la esperanza de levantar una montaña que llegase a la luna. Personas así nacen en todos los siglos; insisten obstinadamente en transportar sus granos de trigo, y sacan cierto gozo de las burlas de los que las están mirando. «¡Qué modo tan raro tienen de vestirse!», exclamamos. «¡Qué modo tan raro!»

En su rostro corriente y rubicundo había gran bondad, y más idealismo que bondad y más espíritu de generalización que idealismo. Todo su trabajo, sus hospitales, su orfanato, su convento, sus repentinos viajes de salvamento, necesitaban dinero. Nadie sentía más admiración que ella por la pura bondad, y sin embargo muchas veces se había visto obligada a sacrificar su bondad propia, casi su idealismo, a sus funciones de generalato, tan tremendas eran las luchas necesarias para obtener subsidios de sus superiores eclesiásticos. El arzobispo de Lima, a quien conoceremos más tarde bajo un aspecto más grato, la odiaba hasta el punto de contar como una de las compensaciones del morir el no estar obligado a recibir sus visitas.

Últimamente había notado no sólo el soplo de la ancianidad sobre sus mejillas, sino una advertencia más grave. Un escalofrío de terror la sobrecogió, no por ella sino por su obra. ¿Quién había en el Perú que diese importancia a las cosas que a ella le importaban? Y, levantándose un día al amanecer, había hecho un recorrido rápido por su hospital, su convento y su orfanato, buscando un alma a quien pudiera preparar para sucederla. Fue examinando a toda prisa cara vacía tras cara vacía, deteniéndose a veces más por esperanza que por convencimiento. En el patio, dio con un grupo de muchachas que estaban lavando ropa, y su mirada reparó inmediatamente en una chiquilla de doce años que mientras dirigía a las demás en la artesa, al mismo tiempo les contaba con gran fuego dramático los milagros menos probables de santa Rosa de Lima. Y así fue cómo su búsqueda terminó en Pepita. Educar a un ser para una futura grandeza es siempre difícil, mas entre las susceptibilidades y las envidias de un convento hay que llevar a cabo la empresa con fantástico trabajo indirecto. Asignó a Pepita las tareas más aborrecidas de la Casa, pero así llegó a comprender todos los aspectos de su administración. Acompañaba a la abadesa en sus viajes, aunque fuese como encargada de los huevos y las verduras. Y en todas partes aparecía de pronto y le hablaba largo rato, no sólo de su experiencia religiosa sino de cómo hay que dirigir a las mujeres y cómo disponer departamentos para enfermedades contagiosas y cómo pedir dinero. Fue un paso en esta educación para la futura grandeza el que llevó a Pepita a entrar en los locos quehaceres de ser la señorita de compañía de doña María. Durante los dos primeros años, sólo iba al palacio alguna que otra tarde, pero después fue a vivir en él definitivamente. Nunca le habían enseñado a esperar felicidad ninguna y las molestias, por no decir los terrores, de su nueva posición no le parecieron excesivos para una chiquilla de catorce años. Nunca sospechó que la abadesa, incluso allí, se cernía sobre la casa calculando los esfuerzos y vigilando el momento en que una carga ya no fortalece sino daña.

Unas cuantas de las pruebas de Pepita eran físicas; por ejemplo, los sirvientes de la casa se aprovechaban de la indisposición de doña María; abrían los dormitorios del palacio a sus parientes; robaban a mansalva. Pepita estaba sola contra todos ellos y sufría una persecución de pequeñas molestias y bromas de mal gusto. Su alma también tenía sus angustias: cuando acompañaba a doña María en sus vagabundeos por la ciudad, a la anciana le acometían deseos de precipitarse en una iglesia, porque lo que había perdido de la religión como fe lo había reemplazado en la religión como magia. «Quédate aquí tomando el sol, queridita; salgo enseguida», solía decir. Y luego se olvidaba en un ensueño ante el altar y salía de la iglesia por otra puerta. La madre María del Pilar había acostumbrado a Pepita a una obediencia casi morbosa, y cuando, después de varias horas, se aventuraba a entrar en la iglesia y se cercioraba de que su señora ya no estaba allí, volvía a la esquina de la calle y esperaba mientras las sombras del atardecer caían gradualmente sobre la plaza. Esperando así en público, sufría el tormento de una chiquilla tímida que se avergonzaba de que la mirase todo el que pasaba. Aún vestía el uniforme del orfanato (que un minuto de pensar en ello de doña María hubiese cambiado) y sufría alucinaciones en que los hombres se quedaban mirándola y murmuraban… y no siempre eran alucinaciones. Y además sufría, porque algunos días la marquesa de pronto se daba cuenta de que la tenía consigo, le hablaba cordial y graciosamente, y dejaba aparecer durante unas cuantas horas toda la exquisita sensibilidad que ponía en sus cartas; pero, a la mañana siguiente, volvía a encerrarse en sí misma, y aunque nunca la trataba con dureza, se mostraba indiferente, como si no la viese. Los principios de esperanza y afecto que Pepita estaba tan necesitada de exteriorizar quedaban heridos. Andaba de puntillas por el palacio, silenciosa, desconcertada, acogiéndose sólo a su sentido del deber y a su lealtad a su «madre en el Señor», a la madre María del Pilar, que la había enviado allí.

Por fin un hecho nuevo vino a ejercer un efecto considerable sobre las vidas de la marquesa y de su acompañante:

Querida madre —escribió su hija—: el tiempo ha sido agotador y el hecho de que los jardines y los huertos estén en flor lo hace aún más molesto. Podría soportar las flores si no tuviesen perfume. Por lo tanto, te pido permiso para escribirte menos extensamente que de costumbre. Si Vicente vuelve antes de que salga el correo le encantará terminar el pliego y darte todos esos pesados detalles sobre mi persona que, al parecer, tanto te deleitan. Este otoño no iré a Grignan en Provenza como esperaba, porque mi hijito nacerá a principios de octubre.

¿Qué hijito? La marquesa se apoyó en la pared. Doña Clara había previsto las agitadoras importunidades que la noticia había de despertar en su madre y había intentado mitigarlas merced al aire de indiferencia con que le anunciaba el acontecimiento. La astucia no dio resultado. La famosa carta XLII fue la respuesta.

Ahora, al fin, la marquesa tenía algo por qué inquietarse. Su hija iba a ser madre. Este acontecimiento, que a doña Clara no hacía sino molestarle, descubrió una nueva escala de emociones en la marquesa. Se convirtió en una mina de ciencia médica y de indicaciones. Recorrió la ciudad en busca de viejas experimentadas y vertió en sus cartas toda la sabiduría popular del Nuevo Mundo. Cayó en la superstición más abominable. Practicó un degradante sistema de tabúes para proteger al niño. Se negó a consentir que hubiera un solo nudo en la casa. Prohibió a las sirvientas que se atasen el pelo, y ocultó entre sus vestidos ridículos símbolos de un alumbramiento feliz. En las escaleras mandó señalar los escalones pares con tiza roja y a una doncella que inadvertidamente pisó uno de ellos, la arrojó de la casa con lágrimas y gritos. Doña Clara estaba en manos de la naturaleza maligna que se reserva el derecho de gastar a sus vástagos las bromas más terribles. Existía un ceremonial de propiciación que había aliviado a generaciones de mujeres del campo. Ejército tan amplio de testigos seguramente indicaba que algo de verdad había en él. Por lo menos daño no podía hacer, y acaso hiciera bien. Pero la marquesa no se satisfacía únicamente con los ritos del paganismo; estudió también las prescripciones de la cristiandad. Se despertaba cuando aún no había amanecido y tropezaba por las calles para asistir a las misas más tempranas. Se agarraba histérica a las barandas de los altares intentando arrancar a las pintarrajeadas imágenes un signo, sólo uno, el fantasma de una sonrisa, la furtiva inclinación de una cabeza de cera. ¿Iría todo bien? Dulce, dulce Madre, ¿iría todo bien?

A veces, después de todo un día empleado en recurrir frenéticamente a tales invocaciones, producíase una revulsión. La naturaleza es sorda. Dios es indiferente. Nada que esté en poder del hombre puede alterar el curso de la ley. Luego, en cualquier esquina de cualquier calle, se detenía, presa de la desesperación y, apoyándose en la pared, ansiaba que se la llevasen de un mundo que no tenía plan ninguno. Mas, pronto, la creencia en el gran Acaso surgía de lo más hondo de su naturaleza, y echaba a correr a su casa para encender velas encima de la cama de su hija.

Por fin, llegó el momento de celebrar el rito supremo de los hogares peruanos que están esperando este acontecimiento: hizo la peregrinación al santuario de Santa María de Cluxambuqua. Si en la devoción hay alguna eficacia, seguramente la habría en una visita a dicho santuario. El terreno en que estaba erigido había sido sagrado a través de tres religiones; hasta antes de la civilización incaica, los seres humanos en su angustia se habían abrazado a las rocas y se habían azotado para arrancar la buena voluntad de los cielos. Allí llevaron a la marquesa, en su silla de manos, cruzando el puente de San Luis Rey y subiendo a las colinas hacia aquella ciudad de mujeres de amplia cintura, ciudad tranquila que se movía despacio y sonreía lentamente; ciudad con aire de cristal, fría como los manantiales que alimentaban sus muchas fuentes; ciudad de campanas, suaves y musicales, entonadas para sostener unas contra otras las más felices querellas. Si alguna decepción surgía en Cluxambuqua, el dolor se anonadaba en la aplastante permanencia de los Andes y en el ambiente de tranquilo goce que manaba por el cauce de sus calles. Apenas la marquesa alcanzó a ver a lo lejos los blancos muros de la ciudad posada en las rodillas de los picos más altos, sus dedos dejaron de dar vueltas a las cuentas del rosario y las apresuradas preces de su temor se interrumpieron en sus labios.

Ni siquiera se apeó en la posada, sino que dejando que Pepita arreglase lo necesario para su estancia, se fue a la iglesia y estuvo arrodillada largo tiempo dando suaves palmadas. Estaba atenta a la nueva marea de resignación que subía en su interior. Acaso llegaría a aprender con el tiempo a permitir tanto a su hija como a sus dioses que hicieran lo que les diese la real gana y arreglasen sin ella sus propios asuntos. No le molestaba el cuchicheo de las viejas que vendían velas y medallas y hablaban de dinero desde la mañana a la noche. Ni siquiera la distraía el sacristán oficioso que intentaba recoger unas cuantas monedas para esto o lo de más allá y que, por despecho, la hizo cambiar de sitio con pretexto de arreglar en el suelo una baldosa. Al fin, salió el sol y se sentó en una de las gradas de la fuente. Contempló las pequeñas procesiones de lisiados que daban lentas vueltas por los jardincillos. Miró cómo volaban tres halcones entre las nubes. Los niños que habían estado jugando junto a la fuente se la quedaron mirando un momento y echaron a correr asustados, pero una llama (dama de largo cuello y dulces ojos a flor de piel agobiada bajo una capa de piel demasiado pesada para ella y que bajaba con melindre una escalera interminable) se acercó y le ofreció para que la acariciase su hendida naricilla de terciopelo. La llama se interesa profundamente por los seres humanos con quienes va tropezando, y hasta tiene afición a pretender que es uno de ellos, y le gusta insertar su cabeza en sus conversaciones como si, de un momento a otro, fuese a levantar la voz y a contribuir al diálogo con un tímido y útil comentario. Bien pronto doña María se vio rodeada por unas cuantas de esas hermanitas que parecían a punto de preguntarle por qué daba palmadas y cuánto costaba la vara del encaje de su velo.

Doña María había mandado que un mensajero especial le trajese inmediatamente las cartas que llegasen de España. Había viajado desde Lima lentamente, y así ahora, cuando estaba sentada en la plaza, un muchacho de su quinta subió corriendo y puso en sus manos un gran paquete envuelto en pergamino del cual colgaban unos cuantos sellos de cera. Lentamente, deshizo la envoltura. Con mesurados ademanes estoicos, leyó primero un cariñoso y jocoso billete de su yerno, luego, la carta de su hija. Venía plagada de hirientes observaciones brillantemente escritas, acaso compuestas por el mero virtuosismo de hacer sufrir primorosamente. Cada una de aquellas frases saltaba a los ojos de la marquesa, y luego, cuidadosamente envuelta en comprensión y perdón, se le hundía en el corazón. Por último, se puso en pie, dispersó a las simpatizantes llamas y, con grave rostro, volvió al santuario.

Mientras doña María pasaba así la tarde en la iglesia y en la plaza, Pepita estaba preparando el alojamiento. Indicó a los cargadores dónde debían dejar los grandes cestos de mimbre y empezó a desembalar el altar, el brasero, los tapices y los retratos de doña Clara. Bajó a la cocina y dio al cocinero instrucciones exactas para preparar ciertas gachas que eran el alimento de la señora. Luego volvió a las habitaciones y esperó. Decidió escribir una carta a la abadesa. Largo tiempo estuvo con la pluma en la mano, mirando a lo lejos mientras le temblaban los labios. Veía el rostro de la madre María del Pilar, tan rojo y bien relimpio, y los maravillosos ojos negros. Oía su voz como al final de la cena (las huérfanas sentadas con los ojos bajos y las manos cruzadas) y ella comentando los acontecimientos del día, o cuando, a la luz de una vela, estaba en pie entre las camas del hospital y anunciaba el tema de la meditación nocturna. Pero más claramente que nada, Pepita recordaba las repentinas conversaciones en que la abadesa (no atreviéndose a esperar a que la muchacha tuviese más edad) discutía con ella los deberes de su oficio. Entonces hablaba a Pepita de igual a igual. Semejantes conversaciones son turbadoras y maravillosas para una chiquilla inteligente, y la madre María del Pilar había abusado de ellas. Había ampliado la visión de Pepita explicándole cómo debía sentir y actuar más allá de la medida de sus años. Y sin proponérselo, había envuelto a Pepita en todo el fulgor de su personalidad, como Júpiter lo hizo con Sémele. Pepita estaba asustada por su propia insignificancia; se ocultaba y lloraba. Y además la abadesa había fundido a la chiquilla en el molde de disciplina de su larga soledad, donde Pepita forcejeaba, negándose a dejarse llevar, a creer que la habían abandonado. Y ahora, en esta posada desconocida, en aquellas montañas, cuya altitud le hacía perder un poco la cabeza, Pepita ansiaba la querida presencia, la única cosa real en su vida.

Escribió una carta, toda borrones e incoherencia. Luego bajó las escaleras para ver si había bastante provisión de carbón y para probar las gachas.

La marquesa volvió y se sentó a la mesa. «No puedo hacer más. Lo que haya de ser, será», murmuró. Se quitó del cuello los amuletos de superstición y los echó al brasero que ardía. Tenía la extraña sensación de haber puesto a Dios en contra suya con demasiadas plegarias, así es que se dirigió a él oblicuamente. «Después de todo está en manos ajenas. Ya no pretendo tener la menor influencia. Lo que haya de ser, será.» Estuvo largo rato sentada, con la cara apoyada en las palmas de las manos, haciendo el vacío en la mente. Sus miradas cayeron sobre la carta de Pepita. La abrió mecánicamente y empezó a leer. Había leído toda una página antes de llegar a darse cuenta del sentido de las palabras: «…pero todo esto no es nada si usted me quiere y desea que siga con ella. No debiera decírselo, pero de cuando en cuando las malas doncellas me encierran en las habitaciones y roban cosas y tal vez mi señora puede pensar que soy yo quien las roba. Espero que no. Espero que se encuentre bien de salud y que no tendrá disgustos en el hospital ni en ninguna otra parte. Aunque no la veo, pienso siempre en su merced y recuerdo todo lo que me dijo, mi querida madre en el Señor. Sólo quiero lo que su merced quiera, pero si su merced me deja volver unos pocos días al convento, más no, si no le parece bien. Pero estoy demasiado sola y no hablo con nadie y todo lo demás. A veces no sé si su merced se habrá olvidado de mí, y si pudiera su merced encontrar un minuto para escribirme una cartita o algo que pudiera tener conmigo, aunque ya sé lo ocupada que está su merced…».

Doña María no siguió leyendo. Dobló la carta y la puso a un lado. Por un momento, se sintió llena de envidia; deseó mandar sobre otra alma tan completamente como era capaz de hacerlo aquella monja… Más que todo, anhelaba volver a aquella simplicidad en el amor, arrojar de sí el peso del orgullo y la vanidad que los suyos habían llevado siempre consigo. Para aquietar el tumulto de su mente tomó un libro devoto e intentó fijar la atención en sus palabras. Pero pasado un momento sintió bruscamente la necesidad de releer la carta entera, para sorprender, si era posible, el secreto de semejante felicidad.

Pepita volvió trayendo la cena, seguida por una sirviente. Doña María la miró por encima del libro como hubiese mirado a un visitante del cielo. Pepita andaba de puntillas por la habitación arreglando la mesa y dando instrucciones a su ayudanta.

—La cena de su merced está lista —dijo al fin.

—Pero, hija mía, ¿no vas a comer conmigo?

En Lima, Pepita se sentaba generalmente a la mesa con su señora.

—Creí que su merced estaba fatigada, señora. Cené abajo.

«No quiere comer conmigo —pensó la marquesa—. Me conoce y me rechaza.»

—¿Quiere su merced que le lea en voz alta mientras come? —preguntó Pepita, que se daba cuenta de que había cometido un error.

—No; si quieres, puedes irte a la cama.

—Gracias, señora.

Doña María se había puesto en pie y se acercó a la mesa. Apoyando una mano en el respaldo de una silla dijo, vacilando:

—Hijita querida, voy a enviar una carta a Lima mañana temprano. Si tú tienes alguna, puedes mandarla con la mía.

—No, no tengo ninguna —dijo Pepita. Y añadió precipitadamente—: Voy abajo a buscar carbón para su merced.

—Pero, hija mía, tienes una para… la madre María del Pilar. ¿Por qué no quieres…?

Pepita fingió ocuparse del brasero.

—No, no voy a enviarla —dijo. Durante la larga pausa que siguió a estas palabras, se dio cuenta de que la marquesa la estaba mirando estupefacta—. He cambiado de intención.

—Sé que le gustaría recibir carta tuya, Pepita. La haría muy feliz. Lo sé.

Pepita se ruborizó. Dijo lentamente:

—El posadero dijo que tendría más carbón para su merced al oscurecer. Voy a decirle que lo suba. —Miró a la anciana y vio que no había dejado de mirarla con los ojos muy abiertos y tristes, preguntando… Pepita sentía que éstas no eran cosas de las que se habla; sin embargo, la anciana parecía preocuparse tan de veras por el asunto, que se decidió a una respuesta—: No era una carta buena —dijo.

Doña María se quedó con la boca abierta.

—¿Por qué? A mí me parece muy hermosa. Hazme caso, lo sé. No, no. ¿Por qué ha de ser mala esa carta?

Pepita frunció el ceño buscando una palabra que zanjase la cuestión.

—No es… no es… valiente dijo. Y luego no volvió a decir más. Se llevó la carta a su cuarto y pudo oírse cómo la rompía. Luego se acostó y se quedó mirando fijamente en la oscuridad, aún disgustada por haber hablado de aquella manera. Y doña María se sentó ante su plato asombrada.

Nunca había puesto valor ni en la vida ni en el amor. Sus ojos escrutaron con fiereza su corazón. Pensó en sus amuletos, en las cuentas de su rosario, en sus borracheras… pensó en su hija. Recordó la relación mutua de tantos años, coronada por el desastre de conversaciones malinterpretadas, de imaginarios desaires, de confidencias inoportunas, de acusaciones de falta de consideración, de distanciamiento. («Es que aquel día debí yo de estar loca», pensaba recordando que había dado puñetazos sobre la mesa.) «pero no es culpa mía —exclamó—. No es culpa mía si soy así… Me dejo llevar por las circunstancias. Así me criaron. Pero mañana empiezo una vida nueva. Lo has de ver, hija mía».

Por fin, hizo un sitio en la mesa y, volviendo a sentarse escribió la que ella llamaría su primera carta, su primera carta llena hasta de faltas de ortografía a fuerza de valor. Recordó, avergonzada, que en la anterior había preguntado lamentablemente a su hija cuánto la quería, y había citado vorazmente las pocas y vacilantes frases de cariño que doña Clara había arriesgado últimamente. Doña María podría no recordar aquellas páginas, mas era capaz de escribir otras, nuevas, libres y generosas, nadie ha notado jamás en ellas vacilación alguna. Es la famosa carta LVI, a la cual llaman los enciclopedistas su Segunda Epístola a los Corintios por su párrafo inmortal sobre el amor: «De entre los miles de personas que encontramos en toda una vida, hija mía…», etc. Casi amanecía cuando terminó la carta. Abrió el balcón y se quedó mirando la multitud de estrellas que centelleaban sobre los Andes. Durante las horas de la noche, aunque hubiese habido pocos para escucharlo, todo el cielo había estado sonoro con el canto de aquellas constelaciones. Luego entró con una vela en la mano en la habitación en que dormía Pepita y la estuvo mirando y alisó el húmedo cabello que cubría la frente de la muchacha. «Viva yo ahora —dijo— para empezar de nuevo.»

Dos días después, emprendieron el camino de vuelta a Lima, y al cruzar el puente de San Luis Rey, el accidente que ya sabemos cayó sobre ellas.