Televisión y formación cultural

KADELBACH: En los últimos tiempos, los debates sobre la formación cultural de adultos se ocupan cada vez más del tema de la televisión. Durante largos años —y ésta es la cosa— las universidades populares en las que se impartía formación para adultos se han sentido perjudicadas por la televisión, en la medida en que el público ha optado, prácticamente, por abandonarlas, para seguir los programas ofrecidos por este nuevo medio de comunicación de masas.

Durante los últimos dos años se ha intentado salir de algún modo de esta situación problemática y se ha debatido la cuestión de la televisión en relación, precisamente, con la formación de adultos. El presidente de las Universidades Populares Alemanas, el profesor Hellmut Becker, ha tomado posición sobre esta compleja temática en un trabajo titulado «Televisión y formación cultural» publicado en la revista Merkur. Por otra parte, toda una serie de trabajos y aportaciones sobre la televisión procedentes de los círculos de las universidades populares muestran que este medio ya no es considerado desde una perspectiva de conflicto, sino que se busca el acomodo e incluso la colaboración con él.

Todo ello suscita, naturalmente, gran cantidad de cuestiones e interrelaciones de orden pedagógico, metodológico y —me atrevería incluso a decir— epistemológico. Por ello, vamos a debatir ahora a fondo la cuestión de la televisión y de la formación. La naturaleza de la problemática en juego, y nuestra propia pretensión, indican la conveniencia de no limitarse a una aproximación y explicación meramente prácticas de la misma. A tal efecto hemos invitado al Profesor Theodor Adorno, filósofo y sociólogo frankfurtiano, a participar en este coloquio y a oficiar en él de interlocutor del Profesor Becker. Los conocimientos del Profesor Adorno sobre la televisión hunden sus raíces en una atención analítica muy profunda a este medio en los Estados Unidos de América, donde intentó analizar programas de la televisión y su público. Ambos puntos de vista, el del práctico y el del observador analítico parecen ofrecer a este coloquio —o, al menos, así me lo ha parecido— algunas posibilidades, tanto de debate como de orientación.

Señor Adorno, usted conoce perfectamente los esfuerzos que las universidades populares vienen dedicando en los últimos tiempos a la televisión. ¿Qué opina al respecto?

ADORNO: Lo primero que diría es que el concepto de formación cultural tiene, en lo que afecta a la televisión, un doble significado, y espero que no me consideren sospechoso de pedantería si diferencio brevemente entre ambos significados.

Por una parte cabe hablar, en efecto, de televisión en la medida en que ésta sirve de modo inmediato a fines formativos; esto es, en la medida en que los objetivos que orientan la televisión son de orden pedagógico: en la televisión escolar, en las universidades populares que imparten televisivamente sus enseñanzas y en organizaciones formativas y educativas de tipo similar. Por otra parte, hay algo así como una función, formativa o no formativa para la consciencia de las personas que la televisión ejerce por sí misma y que, desde luego, no hay más remedio que admitir dado el ingente número de horas que se dedican a verla y escucharla. La investigación, sin embargo, y tal vez sea útil decirlo, aún no ha encontrado hasta la fecha una respuesta específica a la pregunta tan frecuente en los Estados Unidos: «What Television does to people?» (¿qué efecto tiene realmente la televisión sobre las personas?). Tal vez podamos volver a hablar luego sobre ello.

Que entre mi amigo Becker y yo hayan tenido lugar algunas controversias es cosa que tiene no poco que ver, sin duda, con el hecho de que a él la televisión le ha interesado en sus trabajos sobre todo en un sentido específicamente pedagógico, en tanto que, por mi parte, he reflexionado, cuando como sociólogo de la cultura he tenido que ocuparme de la televisión, sobre el efecto de las emisiones no programadas explícitamente como formativas, es decir, ante todo sobre las series y obras televisivas. De entrada, quiero dejarlo claro de una vez para que no discutamos sobre cosas acerca de las que no tenemos por qué discutir. Tal vez me esté permitido añadir a ello la observación de que a diferencia de lo que se me ha reprochado repetidas veces, yo no soy enemigo de la televisión como tal. De lo contrario no habría participado en programas televisivos. Mis reticencias afectan más bien al uso que en buena medida se hace de la televisión, porque creo que este medio contribuye, en muchas, cuanto menos, de sus realizaciones concretas, a difundir ideologías y a orientar de un modo falso la consciencia de las personas que la contemplan. Pero sería también el último en negar que el medio televisivo contiene un potencial enorme de cara, precisamente, a la formación cultural en el sentido de la difusión de una información clarificadora. Diría que un punto de partida para una discusión de este tipo podría venir —al menos, para mí— caracterizado por la decisión de mantenerse lejos tanto del modo de pensar de los que alardean de no permitir que entre en su casa una cosa así, como del de los que dicen «Soy un hombre moderno y, en consecuencia, conscientemente superficial», y deciden frecuentar la televisión por considerarla moderna. En principio, lo moderno en la televisión es, sobre todo, la técnica de transmisión, en tanto que el contenido de lo que ahí se muestra es moderno o no si corresponde o no a una consciencia avanzada. Ésta es precisamente la cuestión que habría que dilucidar críticamente en este contexto.

BECKER: Creo que con ello queda trazado un marco básico en el que podemos sentirnos relativamente cómodos, porque para mí la cuestión radica en que la resistencia que, en tan amplia medida, ha encontrado en Alemania la televisión entre intelectuales y pedagogos no es precisamente lo que va a impedirle desarrollar sus peligros específicos, sino al contrario. Es un hecho conocido que el dinero gusta de vengarse de quien lo desprecia, resultando similar a ello el peligro de que la resistencia de muchos maestros, de muchos intelectuales alemanes que dicen «No tenemos televisión porque queremos evitar ese asalto a nuestra intimidad», sea una resistencia que lleva a que el hijo del intelectual o del maestro la vea en casa de algún vecino trabajador, quedando así expuesto a este medio sin la menor preparación. Lo que me interesa es, pues, que seamos conscientes tanto de la función formativa, como usted la caracterizaba, esto es, de las funciones formativas clarificadoras de la televisión, como de sus seductores peligros, y que desde esta doble consciencia creemos instituciones capaces de enseñar televisión, o sea que introduzcan el uso de este vehículo de formación de masas tanto en la educación de adultos como en la escuela.

KADELBACH: ¿Está usted pensando ahora en el público, Sr. Becker?

BECKER: Yo diría que lo mismo vale para los que hacen televisión. Cuando decimos que la televisión ha de estar al servicio del entretenimiento, de la información y de la formación cultural, tenemos bien claro que el entretenimiento, la información y la formación cultural influyen de modo conjunto en la configuración del desarrollo humano, esto es, del espectador y del oyente. De ahí que no pueda resultarle en modo alguno indiferente a la opinión pública lo que ocurre efectivamente con el entretenimiento, la información y la formación cultural en la televisión. La pregunta a la que en cuanto opinión pública nos enfrentamos es la siguiente: ¿cómo podemos conseguir que se desarrolle el efecto clarificador de la televisión y se restrinjan a un mínimo inevitable sus peligros?

KADELBACH: ¿Querría usted tal vez detallar un poco lo que entiende como «efecto clarificador» de la televisión? ¿Apunta usted a la parte informativa de este medio o usa la expresión en un sentido mucho más amplio?

BECKER: Yo diría que, en un sentido bastante inmediato, televisión puede significar aquí ilustración, clarificación. Pero al mismo tiempo tenemos que ser conscientes de que en estos campos la capacidad de ordenar lo visto es, naturalmente, pequeña, y que precisamente ahí donde los efectos clarificadores de la televisión son más fuertes es donde resulta a la vez más intensa su fuerza seductora. Por todo ello es tan importante y difícil la cuestión.

KADELBACH: Tal como usted plantea las cosas el desafío fundamental radica, si no le he entendido mal, en la necesidad de conseguir que el mayor número posible de personas comprenda esta tendencia clarificadora de la televisión y aprenda a contar con ella en su propia existencia, o de cara a su personalidad, o en su vida.

BECKER: Sí. Diría, ante todo, que las personas que «hacen» la televisión tienen que reflexionar con todo cuidado y precisión sobre lo que hacen.

ADORNO: Pienso que el concepto de información resulta, en principio, más adecuado a la televisión que el de formación cultural, que dudo un poco en utilizar y que no guarda una relación demasiado inmediata o cabal con lo que ocurre en la televisión.

Considero también que la información va siempre más allá de la simple transmisión de hechos cuando al contemplarse, por ejemplo, las escenas del Parlamento éstas son vistas realmente en conexión con la forma en que el semanario Der Spiegel[6] ha tratado el asunto. En la medida, pues, en que no son vistas como caídas del cielo, tiene lugar el aprendizaje de una manera mejor de ver, de una manera de ver capaz de reforzar el juicio político, la capacidad de enjuiciar políticamente, muy superior a la de quien ha escuchado sólo quién sabe cuán largas exposiciones sobre los métodos que han de ser aplicados para que un proyecto de ley se convierta en ley.

Por lo demás, Sr. Becker, comparto enteramente la tesis de que habría que enseñar a ver la televisión a los espectadores. Hasta qué punto llega mi coincidencia con usted es cosa que se desprende ya del título, un tanto irónico, desde luego, de mi trabajo sobre la televisión realizado en Estados Unidos: «How to look at television?», que significa más o menos lo siguiente: «¿Cómo convertirse en un buen televidente?». Pero una vez eliminada, si se me permite hacerlo, la ironía de este título, sin ofender por ello a quienes están ahora escuchando, sigue con todo latiendo en él la cuestión de fondo: cómo hay que ver la televisión para no dejarse engañar, esto es, sin sucumbir a la televisión como ideología. Con otras palabras: la enseñanza que ha propuesto usted en el coloquio sobre estos medios no debería proponerse sólo capacitar a los espectadores para elegir lo adecuado, sino que debería desarrollar de entrada sus capacidades críticas; debería poner a las personas en condiciones de desenmascarar ideologías, por ejemplo; debería ponerlas al resguardo de identificaciones falsas y problemáticas, y debería, sobre todo, protegerlas de esa propaganda general a favor del mundo que viene ya inmediatamente dada por la simple forma de estos medios, con anterioridad a todo contenido.

KADELBACH: ¿Puedo interrumpirle un momento, Sr. Adorno? Ha comenzado usted por decir que la televisión podría ser ella misma una ideología, y seguidamente ha utilizado la misma palabra ideología en el contexto de una alusión al peligro de sucumbir a una ideología. ¿No convendría, tal vez, que en aras de la claridad conceptual nos explicara usted qué entiende por «televisión como ideología»?

ADORNO: Por «televisión como ideología» entiendo, en principio, simplemente lo que puede constatarse a propósito, sobre todo, de las series televisivas norteamericanas, de las que tampoco faltan, ciertamente, ejemplos entre nosotros. Apunto, en efecto, a su tentativa de inculcar en las personas la falsa consciencia y las deformaciones y ocultaciones de la realidad presentándoles una serie de valores, como tan bellamente suele decirse, de cuya validez positiva efectiva les persuaden dogmáticamente, en tanto que la formación cultural de la que hablamos debería, por el contrario, capacitarlas para ponderar su problemática y formarse un juicio propio y autónomo al respecto. Más allá de ello hay que contar también con algo así como un carácter ideológico-formal de la televisión, con el desarrollo de una suerte de dependencia de la televisión que acaba haciendo de ella, como también de otros medios, y en realidad ya por su mera existencia, el único contenido de consciencia, y que con la plétora de la oferta desvía a las personas de lo suyo y de lo que realmente les afecta. Contra este segundo carácter ideológico más general de la televisión habría que vacunar, en la medida de lo posible, a las personas, antes de referirse a cualquier otra ideología concreta y determinada, mediante el tipo de iniciación en el uso de la televisión que usted, Sr. Becker, proponía antes.

BECKER: ¿Podría expresarlo nuevamente de modo más directo? Creo que el peligro radica en el fondo, por ejemplo, en que los jóvenes se representen el amor tal como la televisión se lo muestra, esto es, en que interioricen imágenes y representaciones estereotipadas de relaciones humanas muy directas antes de haberlas podido experimentar siquiera ellos mismos. Que inicien, en suma, su propia evolución determinados ya por representaciones estereotipadas.

KADELBACH: Anticipación de sucedáneos.

BECKER: Sí, y la cuestión a la que hay que enfrentarse se plantea mucho antes en las series televisivas que, por ejemplo, en las emisiones de orden político.

ADORNO: ¡Tiene usted toda la razón!

BECKER: Porque la política, al menos de la forma en que se muestra entre nosotros en la televisión, se asume como un espacio de discusión en el que intervienen los diferentes puntos de vista, muchas veces antagónicos; mientras que a propósito de las actitudes fundamentales ante la vida, tal como se expresan en dichas series, se proponen cosas que pasan con mayor fuerza al inconsciente y que resultan, en consecuencia, mucho más peligrosas.

ADORNO: Me uno, si se me permite, a la tesis de que en el fondo las series televisivas al uso son políticamente mucho más peligrosas de lo que pueda llegar nunca a serlo una emisión política.

BECKER: Si yo hiciera hoy, digamos, una película sobre el Tercer Reich no mostraría las tropas de las SA invadiendo territorios, sino que intentaría sacar escenas de películas de amor rodadas en aquella época, consiguiendo así probablemente una aproximación mucho más sutil al clima del Tercer Reich. Pero lo que hay que plantearse a propósito de esas emisiones es, en definitiva, si puede ser la televisión mejor que la sociedad a la que pertenece. ¿Puede actuar, digámoslo así, y recurriendo a una expresión familiar, como una «institución moral» sobre esa sociedad, o es un simple espejo de ella?

ADORNO: Lo que hay, naturalmente, que decir al respecto, de modo muy general, es que una institución tan prestigiada por la sociedad como la televisión está, obviamente, comprometida en su ontología hasta los tuétanos con ella. Pero creo que hay que procurar no caer aquí en un pensamiento mecanicista. En la medida, en efecto, en que en la elaboración de los programas intervienen no pocas personas críticas y autónomas, que están incluso en la oposición, resulta posible ir hasta cierto punto más allá de lo que hay y superarlo gracias a relaciones personales especiales y, sobre todo, a la competencia técnica de personas que tienen aquí algo que hacer y que decir. Mientras haya personas que entienden técnicamente mucho de televisión, que perciben que ciertas piezas, de Beckett, por ejemplo, resultan más apropiadas al medio, y que tienen energía como para emitir realmente Das letzte Band («La última cinta») de este autor no solo acústica, sino también ópticamente, en lugar de sagas sobre tales o cuales familias lugareñas, que en cada región se llaman, por lo demás, de un modo distinto, podemos confiar en emisiones que superen el nivel general de la televisión existente hasta el momento y que ayuden también a la transformación de la consciencia de las personas. La solidificación relativa de las burocracias en el seno de ciertas instituciones de la industria cultural permite, paradójicamente, a estas instituciones comportarse de modo menos conformista de lo que sería el caso de estar bajo un control inmediato aparentemente democrático.

BECKER: Quisiera contar un ejemplo, sumamente interesante, sobre los proyectos televisivos que ha ido organizando la UNESCO para las regiones más primitivas de estados civilizados. Es bien sabido que a unos 50 o 60 km de París existen aldeas en las que no hay ni siquiera agua corriente, no digamos ya una canalización o algo parecido, y en donde las personas viven en un estado de consciencia que no se imaginaría posible a 60 km de París. La UNESCO puso experimentalmente en estos sitios aparatos de televisión colectivos. La población aldeana se congregó ante el televisor y se pidió a ciertas personalidades que, tras determinadas emisiones, participaran en un debate con los aldeanos. Se llegó por esta vía a la conclusión de que sobre esta base cabría proceder, digámoslo así, a una urbanización tardía de ciertos medios que, naturalmente, no representaría una formación cultural en el sentido clásico, pero que sí cumpliría una función formativa de primer orden de cara a la participación de estos hombres en la vida actual.

No voy tan lejos como para decir que juzgo inevitable que la gente vea hoy, en los países en vías de desarrollo, por ejemplo, la televisión antes de ser alfabetizada. Pero en la práctica las cosas van por ese camino, y en esa medida la televisión me parece un medio con ayuda del cual esta sociedad en que vivimos se adapta a sí misma. Cuanto de problemático hay que señalar, Sr. Adorno, a propósito del proceso de adaptación vale, por supuesto, en relación con esto. Mediante esta adaptación se consigue, por una parte, algo muy necesario para el funcionamiento de nuestro mundo moderno en general. Pero, por otra, toma cuerpo algo muy peligroso sobre lo que usted ha llamado una y otra vez la atención.

ADORNO: Para que no haya ningún malentendido: considero absolutamente inofensivas las cosas a las que usted se ha referido. Si en esas regiones infradesarrolladas situadas en medio de países altamente desarrollados los trogloditas salen de sus cuevas gracias a la televisión, yo me sentiría tan feliz por ello como usted Si he criticado a la televisión, mi crítica no iba contra el hecho, pongamos por caso, de que con la televisión las cuevas de los trogloditas pudieran resultar menos acogedoras, porque prefiero una casa higiénica a una cueva acogedora. Veo el peligro en cosas muy diferentes. Concretamente en que allí donde la televisión parece estar a la altura de los requisitos de la vida moderna, cuando en realidad oculta los problemas mediante arreglos y desplazamientos de acento, se genera siempre falsa consciencia. Que las personas aprendan el amor en la televisión, no me parecería ni siquiera grave, porque de vez en cuando salen en la pequeña pantalla chicas muy guapas, y no veo por qué no tendrían que enamorarse de ellas jóvenes en la edad de la pubertad. No me parece peligroso. Aunque aprendieran modales eróticos por este medio, no sería ningún inconveniente. Valéry dijo una vez que el amor se aprende realmente en los libros, y lo que vale para los libros también tendría que valer para la televisión.

KADELBACH: (y los modales son siempre buenos.)

ADORNO: Y los modales son siempre buenos.

KADELBACH: La cuestión es, una vez más, si realmente aprenden modales.

ADORNO: Hasta cierto punto es probable que sí, aunque también de un modo muy externo y superficial, que luego va mucho más, tal como discurren los genuinos procesos formativos, de fuera adentro que al revés, como pretende la ideología. Pero no quiero dejar de indicar también lo que considero el peligro específico. Que es, ciertamente, algo muy vencido del lado del contenido, de modo que no tiene ya nada que ver con el medio técnico. Se trata de esos productos televisivos indeciblemente falaces en los que en apariencia se debaten, discuten y presentan, sí, presuntos problemas, o al menos, como tales calificados, dando la impresión de estar a la altura de los tiempos y de ofrecer a las personas la oportunidad de enfrentarse a cuestiones esenciales. Tales problemas son deformados por la vía de presentarlos como si para todos ellos hubiese un remedio salvífico a mano, como si bastara con que la abuela buena o el bondadoso tío aparecieran por la puerta más próxima para recomponer un matrimonio destrozado. Aquí lo tenemos: el espantoso mundo de los modelos y arquetipos de una «vida sana», que primero dan a las personas una imagen falsa de lo que es la verdadera vida y que les llevan luego a pensar que contradicciones que llegan hasta lo más profundo de nuestra sociedad pueden compensarse y resolverse mediante las relaciones de persona a persona, como si la realidad toda dependiera de las personas. Creo que incluso ante la más suave de estas tendencias a la armonización del mundo hay que reaccionar con el rigor más extremo, y que desenmascarando tales fraudes los intelectuales, tantas veces recriminados por su influencia disolvente, rinden literalmente un servicio a la humanidad.

BECKER: Estaría usted, por tanto, de acuerdo conmigo en que la frase que en una ocasión escribió un teólogo evangélico —«La televisión tiene que mostrar una vida familiar positiva»— remite precisamente a lo que no queremos en la televisión, es decir, a la representación de una ilusión, no a la introducción en la realidad de los problemas efectivos.

ADORNO: Encuentro tan espantosa esa frase del teólogo que si tuviera que caracterizarla me faltarían las expresiones diplomáticas que sin duda exige el vigente código radiofónico.

KADELBACH: Pero éstas son, señores míos, cuestiones relativas al comportamiento y a los modos de comportamiento. Veo otro problema en que se exija que a la televisión, en amplios círculos de la opinión pública ilustrada, no sólo que presente máximas de conducta de este tipo, sino que desarrolle valores, criterios normativos de evaluación a tenor de los que todo tenga que ser más o menos criticado, más o menos medido y más o menos encuadrado. O por decirlo de forma aún más contundente, y usted, Sr. Becker, conoce bien la cuestión a raíz de los debates en torno a las universidades populares: que se adjudique a la televisión la tarea de hacer el mundo mejor, más hermoso, más noble y más verdadero con la ayuda de las improbables posibilidades que encierra, como siempre se subraya, este medio.

BECKER: Yo diría que la posibilidad mayor de este medio radica, si es bien utilizado, en su capacidad de confrontar con la realidad en lugar de con la ilusión, y que el peligro mayor radica en que pone frente a la ilusión y no frente a la realidad. Es evidente que quienes hacen los programas de televisión tienen, en este sentido, la responsabilidad decisiva de no convertir este medio en una instancia pedagógica con la excusa de la función formativa de la televisión.

ADORNO: Quisiera añadir a ello una reflexión estética. No cabe la menor duda de que lo importante en relación con la televisión es oponerse a la ideologización de la vida, y yo sería el último en rebajar la exigencia que acaba usted de expresar. Creo, por el contrario, que la radicalizaría. Deberíamos, con todo, precavernos del malentendido de que lo que hemos caracterizado como consciencia de la realidad haya de ser necesariamente producido con los medios de un realismo artístico. Precisamente porque el mundo de esta televisión es una especie de pseudorrealismo, precisamente porque hasta el último aparato telefónico tiene que estar conforme y porque el público pondría en masa el grito en el cielo si en tales o cuales aparatos técnicos aparecieran errores o fallos, es por lo que, contrariamente, en el medio televisivo la posibilidad de generar consciencia de la realidad viene en buena medida vinculada a la renuncia a limitarse a reproducir una vez más, simplemente, la realidad superficial cotidiana visible en la que desarrollamos nuestras vidas. La mendacidad de la que hablábamos antes radica en el hecho de que esa armonización y ese falseamiento de la vida no pueden ser reconocidos por tener lugar entre bastidores. Utilizo la voz «bastidores» aquí en un sentido muy amplio. Parecen ajustarse tan exactamente a la realidad, son tan realistas, que el contrabando de la ideología es introducido furtivamente sin que se note, y las personas saborean el veneno armonizador sin darse siquiera cuenta de la operación de que son objeto. Es más, puede que crean incluso que se comportan a este respecto de un modo realista. Pues bien, es precisamente en este punto donde han de situarse las resistencias.

BECKER: Esto llega hasta el mundo de los anuncios publicitarios. Tenemos un tipo de anuncios que a primera vista son de todo punto realistas, y yo estaba completamente convencido de ello hasta que leí hace poco que la UNESCO había propuesto a una firma de telefonía que le pedía un pequeño film publicitario que sacara en él una dama elegantemente vestida con un corderito entre los brazos diciendo que éste era un teléfono, con lo que haría publicidad del mismo. Exactamente lo contrario, por tanto, de lo que usted quiso decir con su realismo.

KADELBACH: Pero así damos un paso decisivo hacia delante, porque con esto lo que nos sale al encuentro es la posibilidad de introducir, rompiendo moldes, un extrañamiento en relación con este vehículo de comunicación de masas. Ya la propia dimensión del cristal opaco impide, a decir verdad, presentar un estereotipo de la vida de modo realista.

ADORNO: Lo que ocurre es que aún no se hace suficiente uso de este hecho.

BECKER: ¡Demasiado poco!

KADELBACH: Creo que es Cocteau quien decía que las huellas en la nieve y una hoja que cae pueden contar historias. Éste uso no tópico de los símbolos, capaz de producir extrañamiento, y cuyo aprendizaje debería ser obligado, es precisamente lo que habría que tener más a la vista tanto respecto del autor como del receptor.

BECKER: Si tuviéramos un control más activo de la emisión mediante una investigación específica, podríamos llegar mucho mejor al fundamento de todas estas cosas. Lo curioso es que en Alemania preferimos averiguar mediante encuestas si esto o aquello le ha gustado a la gente y cuánto, por ejemplo; algo que considero relativamente poco interesante. Me parecería mucho más interesante que hubiera investigaciones sociológicas, llevadas a cabo a ser posible durante años, sobre una serie de emisiones destinadas a averiguar en detalle los efectos de las mismas sobre determinados grupos humanos. Creo que esta «investigación de control» a largo plazo podría ayudar a conocer con el tiempo, de modo mucho más exacto, lo que la televisión aporta realmente de positivo, si es que aporta algo, o lo que ocasiona.

ADORNO: Respecto a este problema, la investigación social empírica está hoy en una situación relativamente difícil. A pesar de lo elaborado de sus métodos, hasta el momento ha conseguido relativamente pocos resultados en este terreno. Tal vez guarde ello relación con el hecho de que los procesos profundos a los que usted, Sr. Becker, aludía antes, también discurren de un modo que apenas pueden ser apresados como efectos de determinadas series o emisiones ni siquiera con los métodos más perfeccionados. No cabe aprehender, objetivándolo, lo que como proceso inconsciente es en sí mismo decididamente inobjetivable.

BECKER: Me parece, con todo, Sr. Adorno, que usted mismo, junto con Pollock y Horkheimer, ha mostrado, en discusiones colectivas desarrolladas a iniciativa suya que hay métodos que, más allá de toda investigación cuantitativa, resultan apropiados para liberar también, para la investigación sociológica, determinadas capas del subconsciente humano.

ADORNO: Así lo creo también, desde luego. Desde mi perspectiva, éste es un terreno en el que no se avanza con los métodos usuales de investigación, ni tampoco con las encuestas de opinión, por perfeccionados que sean sus métodos, sino que lo que aquí da realmente juego es el método más plausible del «content analysis» («análisis de contenido»), esto es, el análisis de los fenómenos mismos, al hilo del que cabe hacerse en cierta medida una idea de lo que los fenómenos deben significar, desde el punto de vista de sus consecuencias, para las personas, por mucho que los efectos no resulten objetivables. Quiero llamar también la atención sobre el hecho de que la televisión no debe ser considerada de modo aislado, puesto que no es sino un momento en el sistema global de la actual cultura dirigida de masas, industrialmente condicionada, a la que las personas están expuestas sin tregua en cada revista ilustrada, en cada quiosco de prensa, en innumerables canales de la vida, hasta el punto de que la modelación global de la consciencia y de la subconsciencia únicamente puede desarrollarse a través de la totalidad de estos medios. Mi propuesta sería, realmente, la de atenerse en principio a la figura del material y a su integración y ejercer desde ahí la crítica, sin confiarse en la presunta validez al respecto de los métodos positivistas, o lo que es igual, en que sus efectos sobre las personas sean hic et nunc (aquí y ahora) tan inmediatos como cabría presuponer de acuerdo con el análisis de este material. Pero esto son quizá detalles técnicos de la investigación, que deberían quedar fuera de consideración. Sólo una cosa: con la aseveración de que no es posible probar exactamente los efectos de estas cosas, esa relación causa-efecto no queda, obviamente, refutada. Queda, simplemente, a nivel subliminal; es mucho más sutil y más refinada y, por eso, mucho más peligrosa.

BECKER: Creo que para ello es además necesario dar a esta investigación, a pesar de las dificultades, un espacio mucho más amplio. Habría que clarificar también, y a propósito de los efectos de la televisión que se han descrito, algo que falta especialmente entre nosotros; por ejemplo, revistas sobre los programas que introduzcan de modo objetivo en las correspondientes materias y faciliten al televidente una elección mucho más consciente y, sobre todo, una programación que tome más decididamente como pauta los posibles efectos y consecuencias, y así sucesivamente. Todas estas cosas exigen una televisión que atienda a estos sutiles problemas, teniendo además bien claro al respecto que no hay respuestas patentadas disponibles. Pero la investigación es necesaria también en un sentido muy distinto, porque cuando se trata de una institución formativa —y esto vale igualmente, dicho sea de paso, para la totalidad de la formación de adultos no dirigida al examen—, los resultados sólo pueden ser controlados mediante investigaciones científicas. Sin controles, digámoslo así, la institución entera podría perderse en sus propias ilusiones. Pido, pues, igual tipo de investigación tanto para los resultados del trabajo que se lleva a cabo en las universidades, como para los de la televisión.

KADELBACH: Tal vez haya una rama en la que esto pueda ser practicado pronto. Según se dice, están en marcha preparativos para una televisión escolar, y una serie de clases escolares, incluyendo a sus maestros, han sido minuciosamente consultadas de cara a ello. Decía usted, Sr. Becker, al comienzo de nuestro debate, que muchos profesores podrían temer que con la irrupción de la televisión en la clase escolar se viera perturbada la esfera íntima del aula. Tal vez sea éste precisamente un punto de partida para desarrollar criterios y métodos que pudieran tener valor de ejemplaridad para casos modélicos ulteriores y similares.

BECKER: Yo también lo diría. Creo que la televisión escolar está sometida, como es obvio, a condiciones muy especiales. Los resultados a que se llega al investigar, en este sentido, la televisión escolar de un modo más preciso no resultan exportables automáticamente a los otros ámbitos. Como se desprende ya del hecho de que la televisión escolar se encuadre, en una medida muy distinta, en una institución cerrada. Yo mismo veo la televisión escolar como un medio educativo que debería ser introducido en la escuela, precisamente porque ofrece la posibilidad de incluir de modo estimulante en una escuela una enseñanza especialmente cualificada.

Antes pensaba que transmitir la intensidad de una buena hora de clase con la ayuda de la televisión tendría que resultar enormemente difícil. Entretanto he tenido ocasión de conocer algunos de estos experimentos de aplicación de la televisión a la enseñanza en los Estados Unidos y me he visto obligado a revisar mi opinión. Porque lo que pasa es, más bien, que una hora de clase mucho mejor preparada y desarrollada con mucho más cuidado tiene una enorme capacidad de atracción, de modo que el peligro radica antes en la posibilidad de que los niños se aburran luego en las horas normales de clase. Hay que decir también a este respecto, con toda claridad, que la idea de que la televisión permitiría un ahorro de maestros a la escuela convencional es falsa. Una clase desarrollada televisivamente sólo funciona de un modo satisfactorio, como es obvio, si la emisión es comentada y explicada después, en las implicaciones y detalles de su contenido, por un profesor asistente a la misma. Y considero que en una época de disminución de la calidad, la televisión representa, en virtud de la constante difusión de la enseñanza a ella aneja, una posibilidad real de multiplicación de la calidad. Esto es algo en cierto modo inevitable, dado que aún no hemos formado un número lo suficientemente alto de personas cualificadas que sean capaces de satisfacer las exigencias, en aumento cuantitativo creciente, a que se enfrenta hoy el sistema educativo. La televisión escolar tiene, por supuesto, la ventaja añadida del control muy inmediato. En los Estados Unidos se organiza la cosa de tal modo, que los maestros que tutelan en un distrito de cierta importancia estas horas de enseñanza, se reúnen regularmente con el «profesor televisivo», lo que lleva al desarrollo de una crítica muy intensa de las diferentes emisiones, llamada lógicamente a tener un efecto muy positivo para la mejora y reformulación ulterior de las mismas. Creo que aquí cabe extraer una conclusión importante de cara también a la televisión general: que tanto la crítica como la repetición representan una oportunidad muy grande de la televisión. Antes teníamos la idea de que para un programa la repetición era algo problemática. Hoy nos damos cuenta de que un curso de primera clase de actualización de conocimientos para profesores de física, con experimentos excelentes, puede ser emitido perfectamente otra vez un año después. No ha empeorado por ello. Todo lo contrario: suscita el interés de gran cantidad de personas diferentes. Lo que habla a favor de la necesidad de poner en marcha una organización de programas muy diferente a lo que teníamos hasta el momento, y que no lleva, más allá de la televisión escolar, y desbordando su ámbito, a la cuestión de si tiene sentido o no incluir en la televisión programas específicos de formación.

ADORNO: Quisiera añadir aún otra cosa sobre la cuestión de la televisión escolar. El problema que se ha planteado aquí es muy complejo. Por una parte, en efecto, la llamada inmediatez de la clase, lo que se llama «situación de transmisión» entre profesor y alumno. Por otra, la posibilidad de una enseñanza técnica y cualitativamente muy mejorada mediante una televisión centralizada. Semejantes cuestiones, en las que sus pros y contras apenas pueden averiguarse, en realidad, con la ayuda del simple pensamiento, constituyen el ideal de lo que puede ser decidido mediante la investigación empírica. Podría imaginarme fácilmente cómo realizar un experimento, en el que la misma materia fuera explicada a un grupo de niños por profesores relativamente buenos, una clase de física por ejemplo, y seguidamente a otro por el sistema de la televisión escolar. Habría que comprobar en cuál de estos cursos habían aprendido más los alumnos, entrevistando, tras las clases, a ambos grupos y comparando los resultados respectivos. Estas cosas pueden medirse mediante tests y métodos exactos. Con otras palabras: el lado informativo de la televisión, que es, sin duda, el que a todos nos parece más productivo, es, a la vez, el que puede ser investigado mejor con los métodos modernos y a propósito del cual cabe decidir realmente lo que en sus rendimientos concretos es bueno y malo. Sobre la base de los resultados podrían, pues, introducirse aquí también determinadas mejoras o soluciones de compromiso, combinaciones y toda clase de posibles variantes de este tipo. Pero usted quería hablar de un problema muy importante y también muy complejo, concretamente de las emisiones televisivas dirigidas a grupos específicos y, en consecuencia, de la televisión formativa, y le he interrumpido, Sr. Becker.

BECKER: Quería en realidad poner sobre el tapete la cuestión de si tiene sentido hacer programas formativos específicos, o sea, la idea del «tercer programa» trasladada a la televisión. Encuentro muy peligroso que concentremos la idea de la formación cultural en un programa y descarguemos, por así decirlo, los restantes de toda responsabilidad en cuanto a la función formativa de la televisión. Eso no es posible en absoluto. En el programa televisivo anterior se rozaban también, ciertamente, los problemas específicos que se plantean, por ejemplo, en la formación de adultos, pero si en un determinado programa televisivo fueran expuestas estas cuestiones de modo monográfico, el efecto de cara a la programación televisiva, globalmente considerada, podría resultar más estimulante. Creo que ha sido Klaus von Bismarck el que ha hablado de un programa para «minorías cualificadas». Yo tendería a pensar que estas minorías cualificadas no constituyen una única minoría cualificada, sino que lo que está en juego son minorías cualificadas de modo diverso, según la estructura de la oferta de programas.

KADELBACH: Permítanme una pregunta: ¿quién cualifica a las minorías que se consideran a sí mismas cualificadas?

BECKER: Es evidente que se cualifican a sí mismas por el hecho, valga como ejemplo, de aprender ruso en la televisión, o incluso de escuchar a Hellmut Becker y a Theodor Adorno.

ADORNO: El problema que acaba de plantear es, realmente, de central importancia, y pone sobre la mesa, pasando ya a un plano más general, algunas de las contradicciones de nuestra sociedad. Por lo demás, esto vale no únicamente para la televisión, sino también para la radio, para las emisiones musicales, por ejemplo, para la práctica entera de los programas de la tercera radio. Hace ya mucho que estoy familiarizado con ello en relación, sobre todo, con la música moderna avanzada. La cosa está, en efecto, planteada, con toda seguridad, y lo he comprobado en contextos sociológico-musicales con independencia de nuestro coloquio, en los siguientes términos: lo que podríamos llamar la «neutralización de la cultura» es algo que se ve incluso fomentado y reforzado mediante esta especialización. Lo que indica que precisamente lo avanzado, lo nuevo, lo espiritual, vienen a convertirse en una especie de asunto para especialistas —por no usar la otra expresión «exquisitos»—, acuñado como tal y como tal devaluado. Por otro lado, sin embargo, la presión plebiscitaria de las incontables personas que ven y oyen y que no tienen otra preocupación que la de que no se les tenga debidamente en cuenta, es tan grande, que las cosas más importantes de los programas pasan a ser ahuyentadas. Entre la cualidad espiritual y las necesidades de los consumidores, ya manipulados a su vez ellos mismos, se abre un abismo cada vez mayor, lo que constituye toda una antinomia social. Si yo fuera director de programa, lo primero que tendría serían noches de insomnio. Pero como por fortuna sólo soy un pensador teórico, diría que es probable que se tengan que armonizar ambas cosas. Hay, por una parte, que dar acogida en la televisión también a las cosas que no llegan al gran público, en el sentido de un programa cualificado para minorías. Pero no tienen que estar, por otra, herméticamente cerradas, sino que deben ser acercadas finalmente también, mediante una política de programas inteligente y muy consecuente, a las otras personas. Es probable que en este empeño el shock sea un medio más efectivo que el hábito, aunque aquí no deja de haber también algo así como una tradición de formación cultural.

Permítanme que les recuerde sólo algo que ha ocurrido en el terreno de la música: Hübner viene organizando desde hace ya muchos años en Hamburgo un programa muy determinado, Neue Werk («Obra nueva»), con música sumamente arriesgada. Gracias a lo consecuente de su planificación, y que ésta cubre largos períodos, se ha ido formando poco a poco un gran público que oye estos conciertos, y que asiste incluso a ellos cuando se dan en la Radio de Hamburgo en emisión directa. Podría imaginarme que precisamente en el ámbito de la televisión y en el plano visual, donde las resistencias son, en general, menores que en el ámbito musical, podría conseguirse algo parecido. Habría que poner en marcha aquí algo así como una planificación común con sentido entre las secciones que se ocupan de los programas cualificados para minorías, y las que lo hacen con los programas generales, posibilitando la discusión común de los problemas que se plantean, incluyendo los sociológicos. Tal vez pudiese abrirse así una brecha en la muralla del conformismo también con músicas arriesgadas y muy ambiciosas.

BECKER: Pero precisamente en este contexto lo que importaría es plantearse la cuestión de los efectos que el programa emitido pueda luego tener sobre las personas. Lo que antes conté de la aldea primitiva próxima a París se repetiría aquí a un nivel muy distinto, no necesariamente en la forma de una recepción colectiva, sino quizá en la de la formación de grupos que reelaboran lo que les ha llegado a través de la televisión, porque una de las experiencias básicas de toda formación de adultos es la de que la integración sólo tiene lugar en virtud de una toma de posición propia. Si no se crea un espacio organizativo para esta toma de posición propia, se corre el peligro de que las cosas resbalen incluso sobre las minorías cualificadas como las gotas de agua.

KADELBACH: De ahí lo conveniente que resulta que quienes hacen los programas de televisión se ofrezcan y se pongan a disposición de personas, círculos y agrupaciones de las universidades populares, para profundizar sobre las cosas que vienen de las emisiones y, yendo más allá de la pantalla, para meditar sobre ellas; interiorizándolas e interactuando con ellas; pero que sus componentes vean que no se trata de una mera declamación lanzada al vacío, sino de algo que posibilita, o al menos ése es el enfoque, lo que se llama formación.

ADORNO: Quisiera, para acabar, y si no peco con ello de inmodestia, sacar aún de un modo más unilateral y con toda rapidez un par de conclusiones de nuestra conversación. El medio técnico de la televisión es nuevo. Hasta el momento los contenidos y métodos, y cuanto ello comporta, son, aún, más o menos tradicionales.

Desde el punto de vista del medio de comunicación de masas, la tarea a desarrollar sería la siguiente: encontrar contenidos, realizar emisiones que sean adecuadas, por su propia materia, a este medio, en lugar de buscarlos fuera en algún otro sitio. Creo que lo más fructífero de nuestra charla es que todas las cosas a las que nos hemos referido y de las que nos hemos ocupado positivamente —la importancia, por ejemplo, del elemento informativo y documental, la importancia del montaje y del distanciamiento respecto del realismo, la importancia de la interacción entre investigación y producción, la irrupción en la llamada esfera íntima de la escuela y, finalmente, la interacción entre emisiones especiales y emisiones generales— son, en su totalidad, innovaciones. Innovaciones que parecen estar en armonía con la especificidad tanto social como tecnológica de este medio de comunicación de masas, y que se oponen todos a los intentos de copiar o difundir luego ulteriormente, tanto en el orden del contenido como en el de la forma, cualesquiera bienes culturales tradicionales. Ahí es donde yo percibiría realmente algo así como un canon, como una pauta de aquello hacia lo que la televisión debe tender en su desarrollo si quiere seguir avanzando a partir del concepto de formación y no recaer, contrariamente, por debajo de él.

BECKER: Pero esto tiene que reflejarse también en la organización, en las entidades de control, en quienes tienen a su cargo la programación de la televisión, y estas cosas que acaba usted de sintetizar tienen que ser meditadas a fondo por las personas que desarrollan su actividad en ese medio. Así resultaría posible una televisión en el sentido que acaba usted de esbozar.