La filosofía y los profesores

Me propongo decir algo sobre el llamado examen general en filosofía que forma parte de las pruebas exigidas en el estado de Hessen para obtener una plaza de profesor científico en Enseñanza Secundaria. Lo que he observado desde hace ya once años en este examen me ha llevado a pensar, con preocupación creciente, que el sentido del mismo es mal entendido, que no cumple su objetivo. A ello se une el que haya tenido que reflexionar también sobre la mentalidad de los examinados. He creído sentir su propio malestar en el examen. Muchos se sienten de entrada desplazados y no a la altura de las circunstancias; algunos tienen dudas sobre su sentido. Creo tener que hablar sobre el asunto porque el propio resultado del examen depende en buena medida de factores con los que me he encontrado. Y de los que los candidatos no son en absoluto conscientes. Sería falsa la actitud de un examinador que no intentara fundamentalmente ayudar a quienes, dada su función, está obligado a enjuiciar, por mucho que tal ayuda lleve una espina. La representatividad de mis palabras es exclusivamente mía y yo soy su único responsable, aunque estoy seguro de que mis colegas estarían de acuerdo conmigo en muchas cosas; sé, sobre todo, que Horkheimer llegó a los mismos resultados. Por otra parte, entre los candidatos hay algunos a los que mis temores no afectan. Se trata, sobre todo, de candidatos originaria y específicamente interesados por la filosofía; a menudo han llegado a conseguir, participando en nuestros seminarios, una relación genuina con la filosofía. Más allá de su círculo no faltan tampoco estudiosos con horizontes amplios y sensibilidad para las cosas del espíritu. Como personas realmente cultivadas llevan ya de antemano en sí mismos aquello cuya existencia o inexistencia debe ser averiguada, de modo insuficiente y fragmentario, mediante dicho examen. Pero mi crítica no va dirigida únicamente a los que no han conseguido pasar el examen. Éstos son a menudo menos hábiles, pero en absoluto menos cualificados que esa mayoría a la que se dejó pasar por criterios formales. Si algo caracteriza la situación fatal —una situación en la que el individuo que fracasa no tiene realmente la culpa—, es, precisamente, lo cerca que están de ella incluso quienes han pasado el examen sin problemas o lo han aprobado a un nivel medio aceptable, como suele decirse no sin connotaciones molestas. A menudo se tiene la impresión de que hay que dejar pasar a éste o aquél porque ha respondido de una forma más o menos correcta a la mayor parte de las preguntas objetivamente enjuiciables y controlables; pero no acaba uno de estar contento de esta decisión, por agradable que sea para el individuo afectado. Si nos centráramos estrictamente en el espíritu y no en la letra del orden del examen, dichos candidatos deberían ser valorados negativamente, pensando sobre todo en la juventud que un día les exigirá sus responsabilidades como profesores y con la que aún no me siento tan viejo como para no poder identificarme. El simple hecho de la necesidad de enseñantes no debería favorecer a aquéllos que por su condición darían presumiblemente como resultado lo contrario de lo que esa necesidad demanda. Considerada de forma global, la situación es problemática precisamente en los aspectos en orden a los que fue introducido el examen general. Creo que es mejor decirlo abiertamente y animar a la reflexión que seguir imponiéndome en silencio una praxis que, en los exámenes, ha de llevar necesariamente a la resignación y a la rutina y en los candidatos mismos, al menosprecio de lo que se exige de ellos; un menosprecio que a menudo no es otra cosa que una delgada envoltura de su propio auto-menosprecio. Es más amistoso ser inamistoso que apartar la mirada con un gesto amable (que resultaría incluso hasta cómodo) de aquello que en el estado de consciencia del examinado actúa contra su nivel más alto de posibilidades, un nivel que presumo a cualquiera. Benevolencia y respeto se sobreentienden en la humanidad; entre los que en nuestra Universidad han de examinar en filosofía no faltan, desde luego, en ninguno. Pero queremos ser humanos no sólo con los candidatos, cuyos temores podemos representarnos muy bien, sino también con los que un día se sentarán frente a ellos, a los que no vemos, y a los que amenaza mayor injusticia por parte del espíritu inculto y sin formar de lo que a cualquiera podrían amenazarle nuestras pretensiones espirituales. No hace falta para ello lo que Nietzsche llamaba amor al más alejado; basta con un poco de imaginación.

Cuando decía que los que se muestran verdaderamente a la altura del examen son, a menudo, los que han participado de modo activo en seminarios filosóficos, no pretendía ejercer con ello posición institucional alguna. Me tomo de lo más en serio la idea de la libertad académica y juzgo indiferente cómo se forma el estudiante, si asistiendo a seminarios y clases o leyendo, simplemente, por su cuenta. No era mi intención en absoluto equiparar el sentido de este examen a la formación técnica y especializada en filosofía. Lo único que quería significar es que son precisamente quienes se sienten impulsados por sí mismos, más allá del cultivo especializado de las ciencias particulares, a esa autoconsciencia del espíritu que es en definitiva la filosofía, los que más se adecuan, en general, a la concepción del examen. Esperar que todos pudiesen o quisiesen ser filósofos profesionales sería infantil; es éste precisamente un concepto que me inspira la mayor desconfianza. Lo último que nos gustaría que nuestros discípulos hicieran suya es la déformation professionelle (deformación profesional) de quienes convierten su propio campo automáticamente en el centro del mundo. La filosofía sólo se satisface a sí misma allí donde es algo más que una especialidad. Como puede leerse en el parágrafo 19 del reglamento de exámenes, al que tantos se aferran penosamente, el examen general

«debe determinar si el candidato ha comprendido el sentido y la capacidad formativa de su ámbito de especialización y si está en condiciones de considerarlos a partir de los problemas vivos filosóficos, pedagógicos y políticos del presente». (Página. 46.)

A lo que se añade expresamente:

«pero el examen en el que se subraya la dimensión filosófica no debe perderse en cuestiones filosóficas especializadas, sino que debe orientarse hacia las que hoy pueden tener mayor relevancia para la formación viva, algo para lo que resultan determinantes los campos de especialización del candidato».

Con otras palabras, el examen general intenta formarse una idea, en la medida en que algo así puede ser objeto de un examen, de si en la reflexión sobre su especialidad, esto es, meditando sobre lo que hacen y también autorreflexionando sobre sí mismos, los candidatos se despegan del ámbito de lo positivamente apropiado, y son capaces de sobrevolarlo. Podría decirse con toda sencillez: si son hombres espirituales, si en la expresión «hombres espirituales» no latiera la connotación de una suerte de arrogancia, la evocación de deseos elitistas de dominación que hacen difícil precisamente a los académicos la autorreflexión. Puede que la expresión «hombre espiritual» sea odiosa, pero la existencia de algo así sólo se percibe a partir de algo más odioso, esto es, de que uno no es un hombre espiritual. Queremos averiguar, en fin, en este examen si aquéllos que como profesores de Enseñanza Media tienen sobre sí una buena parte de la responsabilidad sobre la evolución espiritual y real de Alemania son intelectuales o bien, como hace ya ochenta años los llamaba Ibsen, tan sólo meros especialistas. El hecho de que la expresión «intelectual» cayera en descrédito por culpa de los nacionalsocialistas constituye para mí un motivo más para asumirla positivamente: no dejarse imponer la apatía como un ethos (moral) superior, no difamar la ilustración, resistirse a la cacería contra los intelectuales, se camufle ésta como se camufle, es el primer paso en el camino de la autorreflexión. Que uno sea o no un intelectual es algo que se manifiesta sobre todo en la relación que mantiene con su trabajo y con el todo social del que forma parte. Esta relación y no el ocuparse de ámbitos especializados como la epistemología, la ética o la misma historia de la filosofía es lo que constituye la esencia de la filosofía. Así la formuló un filósofo al que difícilmente cabría negar competencia en las diferentes disciplinas filosóficas. En el proyecto de una institución de enseñanza superior —con lo que se apunta a la Universidad— que se construiría en Berlín, dice Fichte:

«La filosofía es lo que comprende científicamente la actividad espiritual global, incluyendo en ella todas las manifestaciones especiales y ulteriormente determinadas de la misma: el arte de formación filosófica debería dar, pues, a las ciencias particulares su arte, y elevar lo que en ellas era hasta ahora mera capacidad natural dependiente de la buena fortuna a un poder y un hacer reflexivos y conscientes; el espíritu de la filosofía sería aquel que comprendiese primero a sí mismo y seguidamente a todos los restantes espíritus en sí mismo; el artista en una determinada ciencia debería ser ante todo un artista filosófico, y un arte especializado sería única y exclusivamente una determinación ulterior y una aplicación particular de un arte filosófico general».

O de modo quizá aún más impactante:

«Con este espíritu filosófico tan desarrollado, como forma pura del saber, debería ser concebida y troquelada la materia científica entera en su unidad orgánica en la institución de enseñanza superior».

Estas frases tienen menos valor hoy que hace ciento cincuenta años. El concepto enfático de filosofía al que tendía el movimiento del idealismo alemán cuando el espíritu del tiempo era uno con él, no añadía la filosofía como un apartado propio a las ciencias, sino que la buscaba en la autorreflexión viva del espíritu científico. Desde la consideración del proceso de especialización, que ha rebajado esta idea de la filosofía a la condición de simple fuerza en la retórica de las conmemoraciones, como algo realmente malo, como expresión de la cosificación del espíritu, que éste ha experimentado con el ascenso de la sociedad cosificada de intercambio, será posible encontrar la filosofía misma en la fuerza de la resistencia mediante el pensamiento propio que el individuo opone a la unidimensional y estrecha apropiación de conocimientos, incluidos los de las llamadas especialidades filosóficas.

Esto no debe ser entendido falsamente. No niego la necesidad de la autonomía de la filosofía frente a las ciencias particulares. Sin tal separación las ciencias de la naturaleza, al menos, habrían podido experimentar su gran despegue. Es posible que incluso a la propia filosofía no le fuera dado hacerse con sus apreciaciones más profundas, como en Hegel, hasta una vez consumado su desgajamiento respecto del tráfico científico particular. No cabe esperar, tras todo ello, la reunificación de lo escindido de un golpe de magia; lo filosófico debería guardarse también de esta ilusión. Algunas ciencias del espíritu altamente desarrolladas, como, por ejemplo, las filologías de mayor tradición, han tomado tal peso propio, disponen de una metodología y una temática tan depuradas, que la autorreflexión filosófica se les aparece casi inevitablemente como diletante. Apenas existe ya ningún puente que lleve de sus propias reflexiones a las filosóficas. Contrariamente, la conversión de la filosofía en disciplina especializada tampoco puede ser ya ignorada. La autorreflexión filosófica de las diferentes ramas de la ciencia desde la renuncia al conocimiento de lo que ha producido ya la filosofía especializada tendría fácilmente algo de quimérica. Una consciencia que se comportara como si en su material tomara cuerpo de modo inmediato la filosofía, no solo cedería, ante el peso del material, fácilmente a lo gratuito, sino que estaría además condenada a recaer de forma amateur en estudios filosóficos superados hace ya mucho tiempo. Ni ignoro la dificultad objetiva del examen, ni la disimulo. Pero considero que no hay que darse por satisfecho con eso, y sobre todo, que no hay que ser más papista que el papa. Que no haya, como parece innegable, un camino que lleve recta y unívocamente del trabajo científico especializado a la filosofía no quiere decir que no tengan nada que ver entre sí. Un germanista especializado en alemán antiguo se resistía, con toda razón, cuando se veía obligado a interpretar alegremente en clave histórico-filosófica las leyes que rigen los cambios fonéticos. Pero el problema, por ejemplo, de cómo la herencia mítica de las religiones populares en el Poema de los Nibelungos, que es arcaica en relación con el Cristianismo, asume a la vez en la figura de Hagen rasgos protestantes post-medievales —en el supuesto de que el episodio en el Danubio significara algo así—, ha sido reconocido como legítimo por los filólogos y sería fructífero para la filosofía. O si lo que desde finales del siglo XVIII tiene un parentesco tan estrecho, en cuanto lírica de la naturaleza, con el concepto de lo lírico deriva en buena medida de la forma lírica medieval, entonces la larga ausencia de este momento casi ineludible para la consciencia lírica posterior constituiría tanto un tema filosófico como un tema capaz de interesar a un germanista. Hay innumerables nexos transversales de este tipo, y los candidatos podrían elegir perfectamente alguno de su esfera. Para comprender a Schiller, resulta esencial su relación con Kant —y no precisamente en el orden biográfico o científico espiritual, sino en el de su reflejo en la figura de los dramas y de los poemas como tales—, igual que para la comprensión de Hebbel son esenciales los puntos de vista filosófico-históricos que operan en su dramaturgia. Casi nunca se me han propuesto temas de esta especie, para los que acabo de improvisar algunos ejemplos. Por supuesto que con todo ello no quiero decir que los temas técnico-filosóficos genuinos tengan que ser excluidos, o que sólo deban constituir excepciones. Pero, para comenzar, basta la diferencia entre las propuestas convencionales y las sugerencias como éstas que tienen algo que ver con autorreflexión, si no en relación con problemas especializados de orden científico particular sí, al menos, con complejos y ámbitos de trabajo más amplios. Por mi parte, me daría por satisfecho con que las propuestas de temas parecieran ir simplemente en la dirección que apunto.

Se escucha a menudo la queja de que la filosofía sobrecarga a los futuros profesores con una materia más, y con una materia con la que, por si fuera poco, muchos apenas tienen relación. Tengo que devolver el reproche: son en buena medida los propios candidatos los que convierten el examen en un examen especializado, no nosotros. Cuando se me asigna un candidato, como acostumbra a decirse, tengo por norma conversar con él sobre su propio campo, procurando que tome cuerpo de este modo alguna propuesta temática de la que se desprenda y pueda calibrarse algo así como la autocomprensión espiritual de su trabajo. Pero no se piense que esto provoca entusiasmo ni alegría autocomplaciente. Todo lo contrario. De prevalecer los gustos del candidato, habría que proponer una y otra vez para el trabajo escrito temas de carácter puramente técnico, teológico-filosófico o filosófico. Inmediatamente percibimos que ciertos filósofos y ciertos textos son particularmente estimados. A primera vista aparecen como más fáciles, por ejemplo las Meditaciones de Descartes, los empiristas ingleses, Shaftesbury, la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant, un conjunto temáticamente tan limitado que comienza a despertar numerosas dudas. No me dejo convencer fácilmente de que el Essay concerning Human Understanding («Ensayo sobre el entendimiento humano») del agudo Locke, como le llamó Kant, que tampoco para mí representa una lectura precisamente divertida, tenga una importancia especial para un germanista o un historiador, o pueda interesarle, sin más; tampoco me doy por satisfecho cuando el candidato, como parece ser cosa corriente en los últimos tiempos, tiene preparadas explicaciones rápidas de por qué optó por estudiar el prolijo texto fundacional de la filosofía del common sense (sentido común). La distinción entre filósofos fáciles y difíciles —y tengo la sospecha de que se distingue de modo similar entre examinadores fáciles y difíciles— es, dicho sea de paso, enteramente desacertada. Los abismos por los que se desliza Locke acechan en sus textos y pueden llegar en ocasiones a complicar prohibitivamente incluso una exposición que en sí resultaría discordante, en tanto que un pensador de tan mala fama como Hegel, en la medida en que no recubre los problemas con el manto de sanos puntos de vista, sino que se enfrenta a ellos y los reelabora sin contemplaciones, posee un grado muy superior de precisión concluyente. El intelectual o el hombre de espíritu debería entregarse sin miedo a semejantes reflexiones. Querer pasar el examen de acuerdo con el lema safety first (la seguridad es lo primero), corriendo los menores riesgos posibles, no es cosa que fortalezca precisamente la fuerza espiritual; por el contrario, pone finalmente en peligro una seguridad que siempre es problemática. Espero, con todo, que no por ello se propague una ola hegeliana entre los examinadores.

Cuando se insiste realmente en la conveniencia de elegir un objeto que tenga una relación con el ámbito específico de intereses del candidato más profunda que la de un simple contacto superficial, se tropieza enseguida con las más peregrinas dificultades. En una ocasión me tomé el mayor esfuerzo de inducir a un candidato a nombrar un ámbito de este tipo; le interesaba todo, decía, y con ello alimentaba mi sospecha de no interesarle en realidad nada. Finalmente citó un período determinado, y se me ocurrió una obra válida para su interpretación histórico-filosófica. Le sugerí redactar su trabajo sobre dicha obra, y con ello le llené de espanto. Me preguntó si el autor en cuestión era de primera magnitud y realmente importante para sus materias, como consta en el reglamento del examen; ya se sabe que la letra de los parágrafos de dicho reglamento se convierte a menudo en un medio para rehuir lo que con ellos se busca. Algunos candidatos hincan las garras y se aferran a los puntos de apoyo que da el reglamento para facilitar la orientación de examinados y examinadores como si se tratara de normas inviolables. Uno citó en una ocasión como ámbito de interés a Leibniz y su crítica a Locke. Cuando en la segunda vuelta propuso lo mismo y el examinador le explicó que no le parecía adecuado debatir con él otra vez sobre las mismas cosas, su primera reacción fue la de preguntar si tenía que ocuparse nuevamente de dos filósofos. Se actúa de acuerdo con la frase que Hoffmannsthal pone en boca de una Clitemnestra devorada por el miedo: «Para todo tiene que haber costumbres válidas». La consciencia de los candidatos en cuestión busca siempre cobertura, preceptos, canales; tanto para sentirse cómoda en caminos ya trillados como para conseguir que el proceso del examen sea reglamentado y ordenado de modo que queden al margen precisamente los problemas que dan al examen su sentido. En resumen, uno se encuentra con la consciencia reificada o cosificada. Y, sin embargo, la incapacidad para una existencia y un comportamiento libre y autónomo respecto de cualquier asunto, constituye una contradicción evidente de todo cuanto en los términos del examen, puede ser pensado de un modo racional y sin pathos bajo el rótulo de «formación auténtica del espíritu», el objetivo de los institutos de Enseñanza Media. En las negociaciones sobre la elección de tema se tiene la impresión de que los que han de ser examinados han asumido como máxima la frase de Brecht: «No quiero ser una persona», también y precisamente por haber aprendido de memoria en sus diferentes versiones el imperativo categórico. Los que se irritan por la exigencia de la asignatura de filosofía son los mismos que no ven en la filosofía nada más que una asignatura.

Hemos aprendido, por más de un motivo, a no sobrevalorar los trabajos escritos en la evaluación de los candidatos y a dar más peso al examen oral. Pero lo que en éste se oye y se ve apenas resulta más estimulante. Que un candidato bostece ostentosamente durante todo el examen para mostrar su animosidad contra la pretensión de que sea un intelectual, es en realidad cosa más bien de la buena educación que del espíritu, aunque entre una y otra haya más relación de la que puede sospechar un candidato así. La humanidad especializada, si se me permite la contradicción, celebra sus orgías en el examen oral. «El candidato», según consta en el reglamento del examen, «tiene que mostrar que domina los conceptos fundamentales del filósofo del que se ha ocupado y que comprende su evolución histórica». Un candidato al que se le preguntó por Descartes pudo reconstruir aceptablemente, como suele ser el caso, el desarrollo conceptual de las Meditaciones. El debate se centró en el concepto de res extensa, la substancia extensa, en su determinación meramente espacial-matemática y en la falta de categorías dinámicas en la concepción cartesiana de la naturaleza. A la pregunta de las consecuencias históricas de esta insuficiencia, el candidato manifestó honestamente que las ignoraba; ni siquiera había sido, pues, capaz de mirar más allá de Descartes, al que había expuesto con aplicación meritoria, lo suficiente como para percibir al menos con qué insuficiencia cartesiana enlazaba críticamente el sistema de Leibniz y, con él, la evolución a Kant. La concentración especializada en un gran filósofo reconocido le había cerrado el camino a lo que exige el reglamento del examen, es decir, al conocimiento de la evolución histórica del problema. A pesar de todo, aprobó. Otro me expuso con desagradable ligereza los razonamientos centrales de las primeras dos Meditaciones. Le interrumpí, para hacerme una idea de su nivel de comprensión, con la pregunta de si el experimento de la duda y su final en el ego cogitans (yo soy cosa pensante) no susceptible ya de duda posible le satisfacía enteramente. Imaginaba yo como respuesta una consideración no precisamente abismal: la de que esa conciencia individual empírica a la que se recurre en Descartes viene inmersa, ella misma, en el mundo espacio-temporal del que ha de ser desgajada, en el sentido de la meditación cartesiana, como un resto imborrable. El candidato me miró por un momento más bien enjuiciándome a mí que reflexionando sobre la deducción cartesiana. Es evidente que le parecí un hombre con sentido para lo supremo. Para agradarme contestó: no, lo que hay es un encuentro genuino. Hay que suponer que se había imaginado algo al respecto; que en el trasfondo de su consciencia había emergido el recuerdo tal vez de teorías que atribuyen al espíritu la posibilidad de un conocimiento intuitivo directo de la realidad. En cualquier caso, si es esto lo que pensaba, lo cierto es que no fue capaz de articularlo. Y si algo es la filosofía, como acostumbraba a definirla nuestro viejo maestro Cornelius, es el arte de expresarse. Lo característico de la respuesta es, con todo, que al arrojarme a la cabeza una frase tópica de una filosofía tan decadente y, en cualquier caso, tan inadecuada a la situación y al momento como la filosofía existencial, creía demostrarme su nivel y complacerme a la vez del modo más conspicuo. Entre la confianza en los hechos del especialista, que experimenta como un fastidio e incluso como un desacato contra el espíritu científico cualquier posible apelación reflexiva a lo que no es el caso, y la fe en las palabras cargadas de prestigio y en los giros mágicos de la jerga de la autenticidad[4] que se abre paso hoy en Alemania por todos los desagües, hay una relación de complementariedad. El lugar que deja vacío el pensamiento de la cosa misma, la renuncia a la reflexión espiritual sobre la ciencia, es inmediatamente ocupado por la frase cosmovisional, de acuerdo con la tan arraigada desdichada tradición alemana que envía a los nobles idealistas al cielo y a los vulgares materialistas al infierno. Más de una vez he experimentado cómo estudiantes que me consultaban si podían manifestar también sus propios puntos de vista en sus trabajos, y a los que animaba con demasiada ingenuidad a hacerlo, daban prueba de su autonomía con frases como la de que a Voltaire, que tanto contribuyó a la abolición de la tortura, le faltaba el verdadero sentimiento religioso. En esta alianza entre la falta de espíritu del terre á terre (a ras del suelo) y el estereotipo de la cosmovisión oficialmente sancionada se muestra una constitución espiritual emparentada con la totalitaria. El nacionalsocialismo sobrevive hoy, desde luego, menos en la creencia en sus doctrinas —en el supuesto de que ésta se diese realmente alguna vez, cosa que es discutible—, que en determinadas disposiciones formales del pensamiento. Entre ellas figuran la diligente adaptación a lo que en el momento esté vigente, la división en ovejas y lobos, la carencia de relaciones inmediatas, espontáneas, con hombres, cosas e ideas, el convencionalismo coactivo, la fe en lo existente a cualquier precio. Estas estructuras mentales y estos síndromes son, en cuanto tales y atendiendo a un contenido, apolíticos, pero su supervivencia tiene implicaciones políticas. De cuanto intento comunicar, esto es posiblemente lo más serio.

La chapucera fusión de apropiación de material empírico (lo que las más de las veces quise decir aquí), de material aprendido de memoria y declamación cosmovisional, muestra que el nexo entre cosa y reflexión se ha roto. Esto es algo que se constata una y otra vez en los exámenes, y que obliga de modo inmediato a inferir la ausencia de lo que debería tener quien se propone formar y educar, esto es, formación cultural. Una estudiante quería examinarse oralmente sobre Bergson, a pesar de la prudente recomendación a pensárselo mejor por parte de su examinador. Aquél le preguntó, para ver si tenía alguna idea de lo que se llaman nexos histórico-espirituales, sobre pintores de la época del filósofo, pintores cuya obra podía tener alguna relación con el espíritu de su filosofía. Primero aludió en tal sentido al naturalismo. Preguntada por nombres, citó primero a Manet, luego a Gauguin y, finalmente, tras no pocos ruegos, a Monet. El examinador insistió en que diese el nombre del gran movimiento pictórico general de fines del siglo XIX del que se trataba, a lo que no dudó en responder consciente de su victoria: expresionismo. Cierto es, ay, que no había elegido el impresionismo como tema, sino sólo Bergson, pero la cultura viva consiste precisamente en ser capaz de percibir relaciones como las que existen entre la filosofía de la vida y la pintura impresionista. Quien nada entiende de ello, tampoco puede entender a Bergson. La candidata, en efecto, demostró ser totalmente incapaz para disertar sobre los dos escritos que decía haber leído, Introduction à la métaphysique («Introducción a la metafísica») y Matiére et mémoire («Materia y memoria»).

Si alguien nos replicara con la pregunta, pongamos por caso, sobre cómo puede adquirirse el tipo de formación cultural capaz de permitirle a uno establecer asociaciones entre Bergson y el impresionismo, la verdad es que se nos pondría en un aprieto a los examinadores de filosofía. Porque la cultura es precisamente eso para lo que no existen normas fijas, usos sancionados; sólo puede ser adquirida mediante un esfuerzo y un interés espontáneos; ningún curso lo garantiza, ni siquiera los del tipo del Studium generale (Cultura general). A decir verdad, ni siquiera exige esfuerzos, sino la apertura, la capacidad de ser afectado por algo espiritual y asumirlo productivamente en la propia consciencia, en lugar de, como dice un insoportable cliché, ocuparse de ello en actitud de simple aprendizaje. Si no temiera el malentendido del sentimentalismo diría que la formación cultural exige amor; existe un déficit de capacidad de amor. Las indicaciones sobre su compensación son precarias; por lo general se decide al respecto en una fase temprana de la evolución infantil. Quien lo padece apenas debería enseñar a otros seres humanos. No sólo se limitará a perpetuar en la escuela ese sufrimiento que denunciaban los escritores hace sesenta años, y del que se supone, probablemente sin razón, que ha sido hace ya tiempo superado, sino que el déficit proseguirá en los alumnos y se cultivará al infinito ese estado espiritual que no tengo por inocente ingenuidad, sino por corresponsable en la desgracia del nacionalsocialismo.

Donde más drásticamente se revela la deficiencia es en la relación con el lenguaje. De acuerdo con el parágrafo 9 del reglamento del examen, hay que prestar una atención especial a la forma lingüística; en el caso de deficiencias lingüísticas serias el trabajo debería ser considerado como insuficiente. No quiero imaginarme a dónde llegaríamos si los examinadores se atuvieran a ello; me temo que ni siquiera podría ser satisfecha la más urgente demanda de nuevos profesores; y no me extrañaría que algunos candidatos confiaran precisamente en ello. Tan sólo unos pocos tienen alguna idea de la diferencia entre el lenguaje como medio de comunicación y el lenguaje como medio de expresión precisa de la cosa; piensan que basta con hablar para saber escribir, cuando en realidad el que no sabe escribir, por lo general, tampoco sabe hablar. No quisiera contarme entre los laudatores temporis acti (los que entonan la alabanza del pasado), pero el recuerdo de mi época de instituto me evoca profesores cuya sensibilidad lingüística, mejor dicho, cuya sencilla corrección en la expresión se diferencia enormemente del desaliño hoy predominante, un desaliño, por lo demás, que se justifica probablemente ante sí mismo invocando el uso dominante del lenguaje, y que no deja, en realidad, de reflejar el espíritu objetivo. El desaliño acostumbra a llevarse muy bien con la pedantería del profesorado. Tan pronto como en el debate sobre el tema del trabajo del examen tengo la impresión de que el candidato carece del sentido de la responsabilidad lingüística —y la reflexión sobre el lenguaje constituye el modelo de toda reflexión filosófica—, acostumbro a llamarle la atención sobre ese punto del reglamento y le expongo de entrada lo que espero de esos trabajos. Lo poco que fructifican tales exhortaciones parece mostrar que se trata de algo más que de indolencia. Lo que está en juego es la pérdida de la relación entre los candidatos y el lenguaje que hablan. Los clichés más bajos como «en algo así como», o «deseo genuino», o «aquel encuentro» son usados con la mayor desenvoltura, incluso con gusto, como si el dominio de las frases hechas fuese un signo de estar a la altura de los tiempos. Lo peor es la interrelación de las frases. En el trasfondo de la consciencia late, sin duda, el recuerdo de que un texto filosófico debería formar un nexo lógico o de fundamentación. Y, sin embargo, ni las relaciones entre los propios pensamientos ni, lo que es más común, entre las aseveraciones que tantas veces simulan pensamientos, guardan la menor correspondencia con ello. Relaciones pseudológicas y pseudocausales son generadas por partículas que pegan entre sí las frases en la superficie lingüística, pero que resultan inútiles a la hora de pensar la cosa misma; de dos frases, una acostumbra a ser presentada así, por ejemplo, como consecuencia lingüística de la otra, cuando ambas están lógicamente al mismo nivel.

La mayor parte de los candidatos, incluidos los que han estudiado lingüística, tienen escasa noción de lo que es el estilo; en lugar de eso buscan fatigosa y artificialmente sacar del tipo de discurso que les resulta familiar lo que erradamente creen que es el tono de la ciencia. El lenguaje de los trabajos escritos es todavía menos rico que el del examen oral. En buena medida es un balbuceo entreverado de frases hechas restrictivas e indeterminadas, del tipo de «hasta cierto punto», que en el mismo momento en que se dice algo parecen exonerar de la responsabilidad por lo dicho. Los extranjerismos, e incluso los nombres de otros idiomas, constituyen obstáculos que rara vez son franqueados sin detrimento para el propio obstáculo o para el candidato; la mayoría, pongamos por caso, de los que escogen como filósofo para su examen a Hobbes, un filósofo considerado normalmente fácil, se refieren a él como Hobbes como si ese bes hubiera sido tomado del dialecto en el que «algo» (etwas) se dice ebbes. En relación al dialecto, son necesarias aclaraciones. De una buena formación habría que esperar cierta dulcificación de las tosquedades del lenguaje regional. Pero no hay tal. El conflicto entre el alemán culto y el dialecto termina en tablas, solución que, ciertamente, no satisface a nadie, ni siquiera al futuro profesor cuyo malestar se evidencia a cada palabra. La proximidad del dialecto al hablante, el momento en el que éste, cuando dicho dialecto aún es campesino, habla al menos en su propia lengua tal como «le sale de las narices», según acostumbra a decirse popularmente, se pierde; pero no por ello se ha accedido al lenguaje culto objetivo, sino que éste sigue desfigurado por las cicatrices del dialecto. Ocurre como en el caso de esos jóvenes de las pequeñas ciudades que se ponen un frac que les viene grande cuando un domingo tienen que ayudar en alguna celebración[5]. No quiero decir nada, por supuesto, contra la grata institución de los cursos académicos en alemán para extranjeros, pero tal vez fuesen más importantes cursos para naturales del país, aunque sólo consiguieran que los futuros profesores se librasen de ese acento en el que la brutalidad de lo rústico se mezcla desagradablemente con la futura dignidad pedagógica. Complementaria de lo vulgar es la afectación, o lo que es igual, la inclinación a usar términos que quedan fuera del horizonte de experiencia del hablante, y que precisamente por eso salen de su boca como si fueran esos extranjerismos con los que presumiblemente complicarán la vida algún día a sus alumnos. Tales expresiones acostumbran a ser un bien cultural decaído de la capa superior o, hablando menos científicamente, uniformes de gala gastados, un bien al que sólo accede el llamado sector pedagógico cuando en el ámbito del espíritu libre nadie se sirve ya de él. La urbanidad es consustancial a la cultura, y su lugar geométrico es el lenguaje. No hay que reprochar a ninguna persona que provenga del campo, pero tampoco nadie debería convertirlo en un mérito al que aferrarse; quien no consigue emanciparse del provincianismo queda fuera del territorio de la cultura. Quienes quieren enseñar algo a otros deberían hacerse ellos mismos también conscientes, y del modo más enérgico, de la obligación de superar todo provincianismo en lugar de imitar ingenuamente lo que se considera culto. La divergencia aún existente entre la ciudad y el campo, la escasa relación con la cultura superior de lo agrario, cuyas tradiciones han sucumbido entretanto y no pueden ser ya revitalizadas, es una de las figuras en las que se perpetúa la barbarie. Lo que aquí está en juego no son finezas de la elegancia espiritual y lingüística. El individuo sólo se emancipa cuando se desgaja de la inmediatez de relaciones que en modo alguno son naturales, sino un simple resto de un estudio superado de la evolución histórica, de un muerto que ni siquiera sabe de sí mismo que está muerto.

Cuando uno ha sido castigado con la maldición de una fantasía exacta, puede imaginar muy bien cómo se llega a la elección de profesión: la familia orienta al joven sobre lo que tiene que hacer si quiere llegar a algo en la vida, desde la desconfianza quizá en que pueda conseguirlo por sí mismo sin la protección de las pruebas de capacitación que asegura una carrera acreditada. Pueden animar también a ello ciertas personalidades locales; confiando en sus relaciones se cocinan conjuntamente las combinaciones prácticas de materias. No deja de jugar aquí un papel la lamentable falta de consideración de la profesión de enseñante, tan difundida en Alemania, y no sólo en ella, que lleva a los candidatos a moderar en exceso sus aspiraciones. Muchos se han resignado ya, en realidad, antes de comenzar propiamente, y se encuentran tan poco cómodos consigo mismos como en su relación con las cosas del espíritu. Percibo en todo ello la degradante necesidad que paraliza de antemano la resistencia. Es posible que la situación en la que se encuentre ese tipo de bachiller apenas le deje otra elección. Suponerle capaz de vislumbrar lo problemático de su comienzo en el momento de esa decisión sobre su futuro es exigir demasiado. De lo contrario se habría roto ya el maleficio que, como hábito de falta de libertad espiritual, se manifiesta en el examen. Las personas en las que pienso están dentro de un círculo funesto; su interés las fuerza a la falsa decisión, de la que vienen a convertirse ellas mismas finalmente en víctimas. Nada sería más injusto que responsabilizarlas de esto. Si la idea de la libertad tiene que tener aún un sentido, éste sería el de que los desprovistos de las competencias apropiadas sacaran las consecuencias pertinentes en el punto de su evolución en el que fueran ya conscientes de las dificultades —y en la Universidad ha tenido que surgir forzosamente en algún momento tal consciencia—, del desgarro entre su existencia y su profesión, y de cuanto va unido a ello. Y entonces deberían o bien abandonar a tiempo la profesión con cuya concepción no concuerdan (sin valer como excusa, en un momento de auge económico, la ausencia de otras posibilidades), o bien hacer frente con toda la energía de la autocrítica al estado del que he citado algunos síntomas, asumiendo el deber de cambiarlo. Y este intento, que no es un resultado prefijado, sería precisamente la formación cultural que han de hacer suya los candidatos y también —no dudo en añadir por mi cuenta— lo que se exige en filosofía en el examen: que a los futuros profesores se les haga una luz sobre lo que ellos mismos hacen, en lugar de aferrarse sin lucidez ni iniciativa a ello. Las desventajas que, como sé muy bien, pesan sobre muchos, no son invariables. De ahí que la autorreflexión y el esfuerzo crítico sean efectivamente posibles. Serían lo contrario de ese celo ciego y obstinado por el que la mayoría parece haber optado. Está en las antípodas de la cultura y de la filosofía, porque es definido desde un principio por la apropiación de algo ya dado y operante, en donde brillan por su ausencia el sujeto, la propia persona que aprende, su juicio, su exposición, el substrato de libertad.

Lo que verdaderamente me perturba en los exámenes es la ruptura entre lo que filosóficamente se ha trabajado, y es objeto de exposición, y los sujetos vivos. Si su dedicación a la filosofía debería reforzar la identidad de su interés por el estudio especializado escogido, en realidad lo único que alienta es la subsistencia de la autoalienación. Una autoalienación que gana incluso en intensidad en los casos en que la filosofía se percibe como un obstáculo para la adquisición de conocimientos útiles, bien para la preparación de las materias principales y, por tanto, para progresar en ese campo, bien de cara a la apropiación de un saber profesionalmente rentable. Y así, la filosofía, convertida en materia de examen, acaba por mutar en su contrario; en lugar de atraer a sí a los adeptos, sólo sirve para dejar claro ante sus ojos, y ante los nuestros, lo profundo del fracaso de la formación cultural, y no sólo en lo que afecta a los candidatos, sino en general. El sucedáneo al que se aferran es el concepto de ciencia. En otro tiempo este concepto impuso como exigencia no aceptar nada sin inspección ni examen; exaltó la libertad y la emancipación de la tutela por dogmas heterónomos. Hoy la cientificidad se ha convertido, para sus discípulos, de un modo estremecedor, en una nueva figura de la heteronomía. Cuando se opera de acuerdo con las reglas científicas, cuando se obedece el ritual científico, cuando se ayuda a la ciencia, se cree erróneamente estar a salvo. La aprobación científica se convierte en sustitutivo de esa reflexión espiritual sobre lo fáctico en la que debería consistir la ciencia. La armadura tapa la herida. La consciencia cosificada interpone la ciencia convertida en un conjunto de aparatos entre sí misma y la experiencia viva. Cuanto más profundamente se cree haber olvidado lo mejor, tanto mayor consuelo se encuentra en la disposición sobre semejante conjunto de aparatos. Una y otra vez me veo interpelado por candidatos que me preguntan si pueden, si deben, si tienen que manejar bibliografía secundaria y cuál les recomiendo. El conocimiento de este tipo de bibliografía siempre es bueno, desde luego, porque impide caer por debajo del nivel ya alcanzado de conocimientos y descubrir otra vez el Mediterráneo. Quien desea cualificarse científicamente debe mostrar, en fin, que domina las reglas de juego del trabajo científico. Pero la preocupación por la bibliografía secundaria significa a menudo algo muy distinto. Unas veces, la expectativa de encontrar ahí los pensamientos que una autovaloración masoquista lleva a algunos a desconfiar de poder tener por su cuenta; otras veces se expresa, tal vez de modo inconsciente, la aspiración a convertirse (gracias al aparato científico, a las citas, a las notas bibliográficas y a una gran erudición) en uno de los elegidos por la gracia mística de la ciencia. Se quiere ser por lo menos uno de los suyos, porque de lo contrario no se es nada. No tengo inclinación hacia la filosofía existencial, pero en estos puntos tiene un momento de verdad. La ciencia como ritual dispensa del pensamiento y de la libertad. Oímos que la libertad tiene que ser salvada, que está amenazada desde el Este; y, desde luego, no me hago las menores ilusiones sobre la reglamentación de la consciencia más allá de la frontera. Pero en ocasiones me parece como si la libertad estuviera ya socavada también entre quienes aún la tienen formalmente; como si su hábito espiritual fuera asimilándose a lo regresivo incluso allí donde no está intencionalmente reglamentado; como si algo tendiera en las propias personas a la exoneración de la autonomía, de esa autonomía que en otro tiempo significó cuanto en Europa debía ser respetado y conservado. En la incapacidad del pensamiento para elevarse acecha ya el potencial de encuadre y sometimiento a una autoridad cualquiera, perceptible también en el actual modo puntual y complaciente de aferrarse a lo dado. Puede que algunos den todavía en glorificar ante sí mismos el hechizo como lo que la jerga de la autenticidad llama vinculación genuina. Pero se equivocan. No están más allá del aislamiento del espíritu autónomo; sino más acá de la individuación, de modo que, se imaginen lo que se imaginen, ni siquiera están tampoco en condiciones de superarla.

La idea de que hay que salir adelante y progresar en la vida acaba teniendo para algunos un poder tan central e inatacable que nada que pueda ir en contra es tomado seriamente en consideración. La actitud al respecto es de rechazo automático; por eso no sé si mis palabras pueden siquiera afectarla. Acomodarse consigo misma, aferrarse a la propia debilidad y querer tener siempre la razón a cualquier precio son rasgos específicos de la consciencia cosificada. Siempre es admirable la destreza con que, incluso los más torpes, consiguen desenvolverse cuando se trata de defender maleficios. Podría argumentárseme, sin que hubiera demasiado que oponer, que ese estado es perfectamente conocido, pero que nada puede hacerse en su contra. En apoyo de ello podrían aducirse consideraciones generales, como: dónde puede uno encontrar hoy el rayo de luz del sentido llamado a iluminarle su propio trabajo. Cabría recordar también —y aquí yo sería el primero en estar de acuerdo— que son condiciones sociales como el origen, sobre las que nadie tiene poder, las culpables de que no pueda estarse a la altura del concepto enfático de cultura: la mayoría han sido engañados y estafados en esas experiencias explícitas de las que se nutre la cultura y que preceden a toda enseñanza. Sería posible continuar remitiendo a la insuficiencia de la universidad, a su propio fracaso: en buena medida no procura lo que echamos en falta en los candidatos. Finalmente podría llamarse otra vez la atención sobre la sobrecarga de material científico y sobre la penosa situación del examen. No quiero entrar a discutir cuánto hay en ello de razón y cuánto de simple pretexto; hay argumentos que son en sí verdaderos, pero que pasan a ser falsos tan pronto como son puestos al servicio de intereses mezquinos. Estoy dispuesto, con todo, a admitir que en una situación en la que la dependencia virtual de todos respecto del todopoderoso entramado global reduce la posibilidad de libertad a un mínimo, la apelación a la libertad del individuo tiene un punto de vaciedad; la libertad no es un ideal inmutable e inalienable que pende sobre las cabezas de los hombres —imagen ésta que no en vano me recuerda la de la espada de Damocles—, sino que su propia posibilidad varía con el momento histórico. De todos modos, la presión económica sobre la mayoría de las personas no es hoy tan insoportable como para hacer imposible la autodeterminación y la autorreflexión: el sentimiento de impotencia social global, de dependencia universal, es lo que impide la cristalización de la propia determinación, más, en cualquier caso, que la necesidad material al viejo estilo.

Pero ¿puede exigirse a una persona que vuele? ¿Es el entusiasmo —en el que Platón, que no dejaba de saber bien qué es la filosofía, cifraba su condición subjetiva más importante— algo que pueda prescribirse? La respuesta no es tan simple como supone el gesto de rechazo. Porque este entusiasmo no es algo casual, no es simplemente una fase dependiente, pongamos por caso, del estadio biológico de la juventud. Tiene un contenido objetivo: la insatisfacción ante la simple inmediatez de la cosa: la experiencia de su apariencia; pero elevarse sobre ésta es algo que viene exigido por la cosa misma tan pronto como uno se sumerge de buena voluntad en ello. La elevación a la que me refiero va unida a la inmersión. En el fondo, cada cual experimenta en sí mismo la carencia; sé que no he dicho nada nuevo, sino simplemente algo por lo que algunos prefieren no darse por aludidos. Lo más urgente sería aconsejar la lectura de los textos de Schelling sobre el método del estudio académico. En su enfoque deudor de la filosofía de la identidad pueden descubrirse muchos motivos a los que yo llegué desde presupuestos de muy distinto orden; no deja de resultar asombroso que la situación en el año 1803, en el momento culminante del movimiento filosófico alemán, no fuera, en lo que aquí nos ha ocupado, tan diferente de la actual, en la que la filosofía ya no tiene la misma autoridad. A los futuros profesores no debería importarles tanto dirigirse hacia algo que les resulta ajeno e indiferente, cuanto ser fieles a la necesidad que se les impone en su trabajo, sin desistir de ello justificándose por la presunta coacción del estudio. Es posible que el espíritu lo tenga hoy más problemático que entonces, y sería cómico predicar el idealismo, aún en el supuesto de que mantuviese su perdida actualidad filosófica. Pero en la medida en que no se da por satisfecho con lo fácticamente existente, el espíritu mismo lleva en sí el impulso que se precisa de un modo subjetivo. Cuantos han escogido una profesión de orden espiritual han contraído la obligación de confiarse a su movimiento. Esperar que el orden del examen proceda de acuerdo con tal obligación no es una forma menor de honrarla. Nadie, con una indiferencia enmascarada de superioridad, debería dejar caer en saco roto lo que he querido expresar, sin conseguir tal vez hacerlo con la suficiente claridad. Mejor sería rastrear las huellas de aquello con lo que uno se comprometió anteriormente y en lo que puso sus expectativas. En lugar de darse por satisfecho con el argumento de que todo está mal y nada puede hacerse en contra, hay que reflexionar sobre esa fatalidad y sobre sus consecuencias para el propio trabajo, también para el examen. Ése sería el comienzo de esa filosofía que sólo cierra su puerta a quienes prefieren dejar en la penumbra las razones por las que se la cierra.