CAPÍTULO VII
De cara al cielo, dolorosamente combado sobre una gruesa raíz que se le clavaba en la espalda, Dick abrió los ojos, para volver a cerrarlos inmediatamente con tal sensación de mareo que le produjo un vahído.
Pequeños cúmulos se desplazaban en el cielo produciendo la angustiosa sensación de que el enorme risco colgado sobre su cabeza estaba desplomándosele encima.
Tan sólo pensar en hacer el más leve movimiento era un verdadero martirio, todo el cuerpo le dolía e incluso simplemente respirar constituía un suplicio.
Hasta que recordó a Vicky y lo ocurrido. Entonces se irguió súbitamente sin notar apenas el torturante dolor de su espalda y se apoyó contra el rugoso tronco del árbol que se balanceó, produciendo un pequeño desprendimiento de tierra.
Y no fue hasta después de desvanecerse aquel ruido que percibió el martilleo de herrados cascos, de caballo.
Quedó quieto, apoyado contra el tronco del árbol, alzada la cabeza y atento el oído.
Se alejaban subiendo por el camino de ciervos.
Aquella senda no podía estar frecuentada, tenía necesariamente que haber otro camino y sólo podían ser los mismos que le despeñaran a tiros. Y si habían bajado hasta allí para volver a subir, tenía que haber una importante razón, importante razón que sólo podía ser...
¡Vicky!
Un grito quedó ahogado en algún recóndito lugar de su garganta, pues no produjo sonido alguno.
Tenía la espalda dolorida, manos, codos y rodillas desollados, pero no vaciló. Sólo se detuvo un momento para comprobar que no había perdido sus revólveres y que estaban en buen estado. Luego, aunque lenta, inició resueltamente la ascensión.
Y no sólo para ganar la senda. Tenía que anticiparse a los hombres montados, para lo cual no había más que un medio. Escalar directamente, en vertical el enorme risco.
No era fácil subir directamente hacia la cumbre, trepando por ásperas paredes resecas o rocas de formidable aspecto, pero Dick no desistió de su empeño, pese a que más de una vez hubo de morderse los labios para sofocar un grito de dolor al herirse nuevamente sus desolladuras, o bien cuando su maltratada espalda se negaba a admitir una contorsión y esfuerzo extraordinario.
Mano a mano, engarriando los doloridos dedos donde podía y ayudándose con los pies allí donde el más leve accidente le permitía un punto de apoyo, se izó bravamente, sin desmayos.
Al atravesar por segunda vez la senda, salió detrás de los jinetes que ascendían lentamente, alejándose de él, demasiado absortos en el peligroso camino para que ninguno volviera la cabeza.
¡No se había equivocado! Vicky iba en medio de la hilera, con todo el cuerpo y los brazos enrollados con un lazo, atados los pies por debajo de la tripa de su montura y la falda subida de modo que llevaba casi todas las piernas al descubierto.
Al verla, los latidos de su sangre parecieron adquirir la sonoridad de un tambor y una oleada ardiente le inyectó los ojos y coloreó sus mejillas.
Su primer impulso fue saltar a la senda, empuñar sus revólveres y correr tras aquellos desalmados emprendiéndola a tiros con ellos tan pronto los tuviera a su alcance.
Un resto de razón le detuvo, sin embargo. La batalla en el angosto camino produciría enorme confusión que muy fácilmente podría precipitar a Vicky al abismo; pues sus ligaduras la incapacitaban totalmente para dominar al caballo o saltar tan siquiera de él.
La nube roja desapareció tan súbitamente como había llegado, substituida por fría y mortal determinación, y Dick se izó hasta la senda con todo el dolor y la ira rugiendo en el interior de su pecho poderoso pero sin que asomara al exterior más que por el helado fuego que llameaba en el fondo de sus azules ojos.
Ahora debía darse mayor prisa para no ser descubierto en la próxima revuelta.
Aquel trepar casi corriendo estuvo a punto de resultarle fatal, porque tomó un tallo seco por una raíz y al cogerse a él se desprendió súbitamente cuando estaba prácticamente colgado de él.
Acababa de alcanzar una arista rocosa con el pie y se aferró desesperadamente al paredón, con tanta fuerza que brotó sangre de las despellejadas yemas de sus dedos.
Sin prestar atención al dolor, Dick pegó su frente sudorosa contra la reseca tierra, permaneciendo así unos instantes para dejar pasar el amago de mareo que había estado muy cerca de causar su fin.
La próxima aparición de los jinetes le sorprendió ya por encima de ellos, en una pared lisa, sin más medios de ocultarse que pequeños matorrales secos y algunas ondulaciones socavadas por el viento y las lluvias.
El menor movimiento atraería la atención de aquellos hombres, de modo que se adosó a una de aquellas ligeras cavidades y, volviéndose con cuidado para no producir el menor desprendimiento, bien pegado a la pared, empuñó su revólver.
Estaba medio oculto a la vista de los jinetes que se acercaban por el sendero, polvoriento y difícilmente, distinguible, pero no podrían dejar de verle si cualquiera de ellos levantaba la cabeza al pasar por debajo, de modo que se preparó para lo peor.
Fueron unos minutos de extremada tensión y, aunque no podía descuidarse un momento, fue superior a sus fuerzas dejar de mirar a Vicky.
La fatiga, el desánimo, seguramente también el miedo, la vencían sobre la silla, balanceándose sin posibilidad de asirse a ningún sitio, medio oculta la pálida carita por los cobrizos cabellos que refulgían al sol y que la inclinación echaba hacia delante.
Tan desamparada y frágil que le produjo una punzada en el corazón.
Tenía que salvarla. Nada ni nadie debía impedírselo.
Pasaron bajo él con una lentitud desesperante y aún tuvo que aguardar hasta que se alejaron lo suficiente. Entonces enfundó el revólver y, volviéndose precavidamente en su especie de hornacina, reanudó la ascensión con nuevas energías.
Cuando dio fin a la titánica empresa, se ahogaba, tenía manos y rodillas en carne viva y apenas podía mantenerse en pie, pero sentíase satisfecho, porque ahora podría presentar batalla en el lugar adecuado y la sorpresa serviría para compensar, tal vez con ventaja, la diferencia numérica.
Puesto que disponía aún de algún tiempo, buscó un buen lugar tras el que parapetarse, para que eligió una especie de paredón terroso situado precisamente ante el lugar donde empezaba. La senda.
Una vez apostado tras el parapeto, volvió a repasar las armas y su munición, añadiendo a cada revólver un cartucho más de los cinco habituales, una vez hecho lo cual procedió a liar trabajosamente un cigarrillo, pues tenía los dedos tan estropeados que apenas le fue posible.
No había riesgos de que el humo denunciara su presencia, pues mucho antes de que aparecieran Vicky y sus raptores, el golpeteo de cascos denunciaría su proximidad, dándole tiempo sobrado para prepararse.
Pero su impaciencia era tal y le sabía tan mal el cigarrillo, que acabó tirándolo a medio consumir, aunque sólo para empezar a liar otro casi inmediatamente.
Acababa de tirarlo también cuando, muy débil aún, le llegó el metálico sonido de herraduras golpeando el pedregoso sendero, y aquel martilleo fue acercándose perceptiblemente.
¡Ya estaban allí!
Con un suspiro de alivio, Dick se quitó el sombrero y asomó entre unas hojas que le ocultarían aunque alguno de los jinetes mirara directamente en su dirección.
El clip clop de los cascos se oía ya con claridad enervante porque el eco, al rebotar y elevarse, daba sensación de que estaban ya allí mismo.
Sin embargo, no tuyo que esperar mucho tiempo y, a unas treinta yardas de distancia, coronando la fuerte rampa que llevaba hasta la cima, apareció el primer jinete.
Luego la acémila, otro jinete y Vicky, tras la que iba el último de los forajidos.
El joven esperó hasta que todos estuvieran arriba e incluso que se hubieran separado prudentemente del abismo.
Entonces, teniéndolos muy cerca, abandonó su refugio saltando al descubierto con un grito de reto, fírmente empuñados los revólveres. Y presto a disparar seguidamente.
El hombre que iba delante dio un grito al tiempo que tiraba del revólver, pero toda su violencia fue cortada por el estallido de un disparo que le partió el corazón.
Vicky le vio aparecer como si surgiera de la bruma de sus ojos enrojecidos y nublados por las lágrimas, arrogante y fiero, el hombre más gallardo, irreductible y valiente del mundo entero.
—¡Dick! — gritó, sin apenas atreverse a dar crédito a sus ojos.
Pero él no podía prestarle la menor atención en aquellos momentos decisivos.
Disparaba a dos manos, haciendo que sus armas entonaran un estruendoso canto de muerte, mientras en su pecho se alzaba otro de triunfo y gratitud, porque ella estaba allí y le era dado salvarla.
Cada uno de los disparos llegaba a su destino.
El primero de los jinetes, alcanzado en el corazón, cayó hacia atrás pesadamente; otro fue doblándose con mucha lentitud y su cuerpo era una criba cuando cayó pesadamente al suelo.
Dick estaba avanzando mientras agitaba las armas como dando campanillazos que estallaban torrentosos entre nubes de humo y lengüetadas de fuego.
El último de sus enemigos se derrumbó de costado con la cabeza volada en el mismo momento que hacía el único, desviado y totalmente inofensivo disparo efectuado por parte de los facinerosos.
No había terminado aquella pesadilla, sin embargo. El caballo de Vicky habíase espantado por los disparos y reculaba encabritado sin que ella pudiera hacer nada por dominarlo. Estaba ya peligrosamente cerca del precipicio.
Dick se lanzó hacia él enfundando sus armas y lo cogió de la suelta brida apartándole del peligro.
Al alzar la cabeza, encontró los ojos de Vicky que le miraban con toda el alma en ellos, mientras las lágrimas resbalaban silenciosamente por sus mejillas. Pero esta vez lágrimas de felicidad.
—Dick... — suspiró.
—Ya ha pasado todo, querida.
De un tirón desenfundó el cuchillo de caza, cortando las ligaduras que sujetaban los pies de la muchacha, y ella se dejó caer en sus brazos, hecha un fardo todavía, pero tendiéndole los labios temblorosos e implorantes.
—Dick — repitió, tan quedo que fue apenas una modulación del aliento.
Y él la besó, sin pensar en nada, con alivio, felicidad y gratitud al buen Dios que les había protegido.
—¡Oh, Dick! — suspiró ella al soltarla —. Desátame, por favor. He de devolverte ese beso y darte un millón más, mi héroe querido, pero necesito los brazos libres. Me muero por abrazarte.
Él la miró cariñosamente con un burlón alzamiento de las cejas.
—Entonces será mejor dejarte así hasta que te facture en la primera diligencia.
—¡Dick!
—¿Serás buenecita? Recuerda lo que me prometiste.
Ella le miró largamente y la angustia fue nublando los dos focos luminosos en que la felicidad había convertido sus ojos.
—Será lo mejor —murmuró quedamente.
Él la observó extrañado.
—¿Qué quieres decir?
—No te he traído más que complicaciones. Desde el principio, antes incluso de conocerte, ya puse en peligro tu vida.
—¡Qué tonterías!
Ella bajó la cabeza para ocultar las lágrimas que cuajaban nuevamente sus bellos ojos exóticos.
—Me iré cuando quieras, Dick — dijo con un hilo de voz.
Él se acercó sin una palabra, deshizo el nudo y quitó el lazo que la enrollaba, dejándola caer al suelo.
Durante un momento sintió la irresistible tentación de enlazarla por la cintura, estrecharla contra su pecho y asegurarle entre besos que no deseaba su marcha; que quería tenerla siempre consigo, que le había enamorado, que el temor de perderla le había hecho sufrir condenadamente, que se desolló las manos y rodillas por correr en su auxilio, escalando aquel endemoniado precipicio, que se habría dejado la carne a trozos hasta desgastarse incluso los huesos, que no le habría importado morir, que lo hubiera hecho incluso feliz si su vida hubiera servido para salvarla, que...
Pero no lo dijo, no la abrazó. El peligro, los peligros corridos demostraban que tenía razón, que no debía, que no tenía derecho a pedirle siguiera viviendo en aquel país salvaje y lleno de peligros, porque no siempre le acompañaría la suerte.
—Ven — murmuró —. Hay todavía algo de sombra tras ese paredón, y podrás descansar un poco mientras recobro los caballos y cargo los cadáveres. Tendremos que llevarlos a Electra y dar cuenta de lo ocurrido.
Vicky se dejó llevar sin objeciones. Estaba realmente agotada, pero lo peor era el silencio de él.
La dejaría ir, puesto que no la quería. Dentro de muy pocos días, horas más bien, una diligencia la alejaría de él para siempre.
* * *
Atardecía cuando entraron en el pequeño poblado ganadero y, como Dick había supuesto, su llegada produjo una conmoción.
Su paso, seguidos por la acémila y tres caballos cargados de cadáveres, hizo salir a las gentes de las casas y poco a poco fue reuniéndose un gentío que les siguió en expectante silencio hasta la oficina cárcel donde debía encontrarse al alguacil.
Pero alguien debía habérseles adelantado, pues un individuo alto y flaco, de rostro huesudo y afilado que lucía un enorme mostacho grisáceo, ostentando una placa de latón en el chaleco, les esperaba en el mismo borde de la alta y falsa acera.
Dick detuvo el caballo un momento antes de llegar a su altura y, descabalgando cansadamente, ayudó a desmontar a Vicky, nuevamente ataviada con su equipo de montar.
—¿Muy cansada? — preguntó.
La muchacha apoyó un momento la cabeza en el pecho de él.
—Medio muerta — asintió con un hilo de Voz.
—Sólo un momento más y buscaremos alojamiento. Podrás descansar todo lo que quieras.
—Perdón, señora — el alguacil se había acercado con el sombrero en la mano —. Veo que están ustedes muy fatigados, pero temo que deberé entretenerles unos momentos. ¿Quiere usted pasar a mi oficina? Podrá sentarse y mi esposa le proporcionará cualquier cosa que desee.
—Gracias — asintió la muchacha.
—Por aquí.
La oficina era amplia y destartalada, con una enorme y vacía celda de barrotes al fondo, en una esquina.
El alguacil se apresuró a ofrecerles sillas y, acercándose de dos largas zancadas a una puerta inmediata a su gran mesa de trabajo, dio un berrido.
—¡Bridie!
—Ya voy, hombre. No hace falta que des esos gritos — replicó una voz regañona desde el interior.
El alguacil se volvió hacia los recién llegados con una sonrisa de disculpa.
—Con los años se le ha agriado el carácter — dijo.
—Si vuelvo a oírte decir que me estoy haciendo vieja, Charles Gilbert vas a tener que entendértelas conmigo y con mi escoba.
Hablando todavía apareció una rolliza matrona de aspecto resuelto y jovial, que miró a la pareja con unos ojos grandes y redondos, curiosos y atentos.
—¡Jesús, hija! — exclamó de inmediato —. Está usted deshecha. ¿Es que han atravesado el desierto perseguidos por los indios?
—Entre otras cosas — sonrió Vicky débilmente.
—Venga conmigo, hijita. ¡Este país es un verdadero infierno! Siempre se lo digo a Charly, pero él tiene savia de choya corriéndole por las venas en lugar de sangre. Vamos, apóyese en raí. Un baño, buena comida y reposo la dejarán como nueva.
—No se moleste, por favor. Buscaremos aloj...
—¡Buscarán rábanos! ¡Pues no faltaba más!, Resueltamente fue hasta la muchacha y se la llevó medio a rastras, sin hacer el menor caso de sus protestas.