CAPÍTULO IV
—¡Dick!
La exclamación hizo que el joven se volviera vivamente en la silla, viendo que Vicky tenía la cabeza vuelta hacia el Norte.
—¡Mira!
Se habían detenido y Dick observó la salvaje y amedrentante silueta que, sobre un seco montículo rojizo, se recortaba claramente contra el pálido azul del cielo.
—Vienen siguiéndonos desde hace horas — gruñó finalmente.
—¡Oh!
Ella se volvió con ojos asustados.
—¿Nos atacarán?
El joven se encogió de, hombros.
—¿Quién puede saberlo? Pero él lo sabía. Estaba seguro de que les ataca rían. Eran comanches y aquellos diablos rojos no hacían otra cosa que cazar y guerrear. Habrían atacado de cualquier modo y mucho más siendo la presa una mujer. Tenían que vengar muchas afrentas hechas a sus hijas y Squaws, lo que les daba cierta razón, aunque de todos modos habría sido igual.
Nada les complacía tanto como torturar a un prisionero o humillar y esclavizar a una mujer blanca. Todos usaban de ella mientras duraba la correría y hasta llegar a su poblado, en el caso de que la cautiva lo resistiera, y entonces pasaba a ser propiedad del guerrero que la capturaba.
Naturalmente que no dijo nada de aquello, pero a juzgar por la palidez de la muchacha algo debía haber oído.
—No te asustes — sonrió —. Les daremos esquinazo.
Ella estaba asustada, eso era evidente, pero tenía un valor poco común.
—Guardaste el revólver de aquel hombre, ¿verdad? — preguntó serenamente, aun cuando estaba pálida hasta los labios.
—Sí.
—¿Quieres dármelo? Sé disparar y podría servirte de alguna ayuda en el caso de ser atacados.
Dick se inclinó sin objeciones y, abriendo la bolsa de la silla, sacó el largo Colt.
—Toma. Aunque si se produjera el encuentro me ayudarías más recargando mis armas, bueno es que tengas con qué defenderte para el caso de que me ocurriera algo.
Ella cogió el arma y la metió entre la blusa y la falda.
—Sigamos — dispuso Dick, sacudiendo las bridas.
Debían estar ya cerca del río Rojo y confiaba en que si conseguían pasarlo se verían libres de aquella persecución, pero no tenía una idea muy clara de su situación y el terreno empezaba a elevarse al tiempo que se hacía accidentado, lo cual le preocupaba seriamente.
Iban muy bien montados y estaba seguro de mantener distancias e incluso dejar rezagados a los salvajes jinetes cobrizos en el caso de que se decidieran a atacarles en campo abierto. Pero aquellos diablos eran maestros en aprovechar los accidentes del terreno y si les tendían ama emboscada...
—¿Qué piensas hacer?
La pregunta le arrancó de sus sombrías reflexiones haciéndole mirar a su compañera que se le había acercado hasta emparejar.
Estaba hondamente preocupado, pero eso no impidió que la admiración se reflejara en sus ojos, como siempre que la miraba.
Pese a la larga cabalgada, al polvo y al calor, aparecía fresca, increíblemente joven y bonita. Era como si el cansancio, el sudor y la suciedad no pudieran afectarla.
La falda pantalón permitía que ahora cabalgara a horcajadas y montaba por lo menos tan bien como él. No le había producido la menor molestia o retraso. Tenía una conversación vivaz, alegre e incluso chispeante, pero era capaz de permanecer callada durante largo tiempo cuando él no deseaba hablar, lo que advertía inmediatamente. Y en las acampadas no le permitía más que ocuparse de los caballos. Una mujer deliciosa y una magnífica compañera, todo en una pieza.
Pero le había preguntado algo.
Con esfuerzo desvió los ojos alzando la mirada hacia la cumbre del montículo. El piel roja había desaparecido.
—Todo depende de que se decidan a atacar, y el tiempo que tarden — contestó.
—¿Crees que lo harán pronto?
—No. Están aguardando algo y no les importa que conozcamos su presencia. Incluso es muy posible que se hayan dejado ver para hacernos acelerar la marcha.
—¿Quieres decir que tratan de empujarnos a algún sitio y desean que lleguemos cuanto antes?
—Es una posibilidad...
—¡Pero entonces...! ¿Por qué no retrocedemos?
—Porque no nos dejarían. Si te vuelves podrás descubrir una nube de polvo a nuestras espaldas.
Vicky giró al momento sobre la silla.
—¡Es cierto!
—Por eso tenemos que seguir. Pero sin prisas.
—¿Son muchos?
—No lo sé. Tal vez veinte o treinta.
—¡Dios mío!
—Es raro que haya una partida tan grande por estos alrededores, pero por lo que sea están ahí y tenemos que hacer frente a la situación. Dentro de una hora empezará a oscurecer y, si para entonces no nos han atacado, espero burlarlos.
—¿Cómo?
—Acamparemos de modo que crean vamos a pasar la noche. Los indios rara vez atacan entonces y lo más probable es que nos rodeen esperando el amanecer para lanzarse sobre nosotros. Sólo que no se acercarán mientras puedan ser vistos y mientras, ellos vienen nosotros nos iremos, con los cascos de los caballos forrados para no hacer ruido.
—¿Esperarán una hora?
—Llevan más tiempo siguiéndonos.
Dick no añadió que tal vez llegaran antes al lugar de la emboscada, aunque empezaba a temerlo. Pero no podían detenerse. Una rápida mirada atrás le convenció de que sus perseguidores estaban más cerca y la explicación no podía ser más que una.
¡Se acercaba el momento!
Estaban encaramándose por un onduloso terreno ascendente, precisamente, una alargada, pelada y redonda loma que había elegido porque «allí no podrían sorprenderles. Pero, ¿qué había al otro lado?
La incógnita se resolvió muy pronto. Antes incluso de coronar la loma, pues por encima de ella pudieron ver una larga, alta y abrupta línea de farallones que cerraban todo el horizonte, sólo rota en un punto. Una estrecha garganta como cortada a cuchillo, que era la única salida.
Una trampa. Una gigantesca trampa de la que no había escape posible, pues detrás tenían de diez a quince comanches cerrándoles el paso y por lo menos otros tantos estarían esperándoles en la garganta.
Dick se disponía a tirar de la brida para volver a su caballo, dispuesto a intentar abrirse paso en campo abierto, donde únicamente habría alguna posibilidad de salvación, cuando le detuvo un sonido grave y sordo.
¡El mugido de una res!
Pero allí no habían ranchos y era muy difícil que los piel rojas hubieran pasado por alto una vacada a cuyos conductores pudieran unirse, eludiendo así la emboscada.
Entonces, ¿qué?
No había más que una respuesta, pero de todos modos aguardó hasta coronar la loma.
—¡Bisontes! — murmuró, deteniendo a su montura.
Vicky se puso al momento a su lado.
Ante ellos, la rojiza línea de farallones parecía un gigantesco mar sin fin, ni más falla que la estrecha garganta que se abría casi exactamente enfrente. El terreno descendía hasta el mismo pie de aquella muralla, formando un valle alargado y estrecho en el que una pequeña manada de bisontes se movía inquieta. Como medio centenar de peludos animales muy agrupados.
Dick comprendió por fin la razón de que hubieran ido a tropezar con una partida tan numerosa de guerreros. Probablemente toda una tribu.
Las grandes matanzas de bisontes en el Norte estaban acabando con aquellos animales, principal y casi único medio de vida de los indios, por lo que eran pocas y pequeñas las manadas que llevaban al Sur en la anual inmigración.
Los comanches estaban sin duda dedicados a la caza cuando fue señalada su presencia y, para no alejarse de los animales, les habían empujado hacia allí con objeto de cazarlos con la misma facilidad que a aquellos torpes brutos.
—¿Es el fin, Dick?
El joven miró a la muchacha que le hacía tan serena pregunta. Estaba muy pálida y los hermosos ojos brillaban acuosos, pero le sonrió animosa.
No, no podía ser el fin. No podía de ningún modo permitir que ella cayera en poder de los salvajes.
Ni siquiera se dio cuenta de que no pensaba para nada en su propia vida, en el riesgo mortal en que se hallaba. Era la suerte de Vicky la que hacía que la angustia le clavara sus agudas garras en el pecho.
Alzando la cabeza, lanzó una sonora carcajada que logró hacer sonar alegre y desafiante.
—¿El fin? — repitió —. No, es sólo una buena broma. Verás la sorpresa que les damos a esos emplumados aulladores.
Los ojos egipcios se redondearon por una asombrada mezcla de incredulidad y esperanza.
—¿Quieres decir que... que podremos salir de esta trampa?
—¡Y claro! A toda prisa y armando el alboroto. ¿Estás dispuesta a dar una galopada?
Ella le miró intensa y largamente, con los ojos más luminosos e inmensos que nunca.
—Te quiero, Dick — murmuró —. Te quiero como ni siquiera soñé nunca que pudiera amarse.
Hizo una breve pausa antes de añadir:
—Sí, estoy dispuesta. Haré lo que quieras y te seguiré adonde vayas. Y si no lo consigo, continúa tú. No te detengas. Pero recuerda siempre que te he amado con todas las fuerzas de mi corazón.
Luego, hizo avanzar a su caballo y, echándole los brazos al cuello, le besó en los labios, con fuego, pero también con inmensa ternura. Una caricia a la vez dulce y fogosa, de esposa y de amante.
Al separarse, las lágrimas rodaban por. Sus mejillas, pero le sonrió.
—¿Qué he de hacer?
Dick hizo un esfuerzo por dominar la emoción y mostrarse jovial.
—Después de esto creo que voy a estar deseando encontrar una partida de indios todos los días—bromeó.
—¿Para qué necesites a los indios? Te basta con dejar de hacer el hurón. Estamos casados y quiero ser real y completamente tu mujer. Lo, sabes muy bien.
—Yo me lo he buscado — gruñó el joven desvanecida la sonrisa.
—Bien — añadió —. Voy a espantar esa manada y lanzarla contra la garganta. En cuanto nos acerquemos, métete entre las bestias y cabalga todo lo pegada que puedas al cuello de tu montura. ¿Me has entendido?
—Eso es todo. Empujaremos a los indios y pasaremos amparados por la confusión y el polvo. Toma. Lleva tú la acémila por si podemos salvarla, pero suelta el ronzal tan pronto te dificulte lo más mínimo. ¡Adelante!
Picando espuelas se lanzaron a todo galope por la suave ladera, bajando hacia el vallecillo como un alud.
Los bisontes estaban inquietos. Brutos con muy mala vista pero en cambio con buen olfato y fino oído, aparte de que Dick empezó a gritar y disparar sus armas antes de alcanzarlos, de modo que su inquietud se volvió pánico y empezaron a moverse en círculo.
Luego, de pronto, arrancaron en súbita estampida, tratando de alejarse.
Dick estaba ya allí, alcanzó rápidamente la cabeza y empezó a empujarla hacia donde quería, sin dejar de gritar y disparar.
Era un buen vaquero y conducir bisontes no resultaba más difícil, ni siquiera más peligroso que a los ágiles cornilargos téjanos, de largas patas, de modo que consiguió su propósito con relativa facilidad.
Una vez encauzada la estampida, se rezagó algo para empujar a las reses y, sin dejar de hacerlo ni gritar, se ocupó de recargar sus armas.
Su caballo era un animal bien domado y entrenado en las faenas camperas, de modo que sabía cuál era su obligación y una leve presión de las rodillas bastaba para dirigirle.
De ese modo el joven pudo sujetar la brida en la perilla de la silla y, con las manos libres, recargó sus armas hábil y rápidamente. Al máximo. Doce disparos que, o mucho se equivocaba, o iban a hacerle falta inmediatamente.
¡Ya estaban llegando a la garganta!
—¡Ahora! — le gritó a Vicky, gesticulando expresivamente, pues dudaba mucho que ella pudiera oírle entre el estruendo atronador de las pezuñas.
La muchacha, que cabalgaba tras las reses ayudando a empujarlas, espoleó a su montura haciéndola avanzar y abrirse paso entre las grupas de los bisontes.
¡Ya estaban! Las primeras cabezas se metieron en tromba por la estrecha garganta, estirándose porque la llenaban por completo.
Dick, que había enfundado sus revólveres, tiró del rifle y lo puso en el disparador. Un momento después entraba él también entre los altos muros casi cortados a pico.
Allí, el polvo, sin poder esparcirse, se elevó espeso y sofocante, como una sucia nube que todo lo cubría.
Dick se subió el pañuelo que llevaba anudado al cuello, tapándose la boca y la nariz.
Por encima del sordo trueno de las pezuñas, retumbó el fragoroso estruendo de un disparo, seguido de otros que se multiplicaron al rebotar su sonido en las angostas paredes.
¡Había empezado la batalla!
El joven vio unas sombras movibles y borrosas en un escarpado terreno, contra el muro de la izquierda, sin duda un desmoronamiento producido por las lluvias.
Estaban muy cerca y disparó su rifle contra una lengüeta anaranjada que acababa de producirse, tras de lo cual, alternó apretar el gatillo y mover la palanca automática con cuanta rapidez le fue posible.
No pudo ver cómo una veintena de cobrizos jinetes escapaban ante las apretadas testuces que se les echaban encima, ni cómo algunos se encaramaban como podían en aquellos lugares donde las abruptas paredes permitían siquiera intentarlo.
Pero tuvo que soportar el fuego de cuantos conseguían burlar la embestida de los bisontes y contener a los que iban quedando atrás.
Era un buen tirador, pero los accidentes del terreno, la inquietud de su corcel, su obligada movilidad para esquivar el fuego contrario y él polvo, especialmente el polvo, dificultaban que pudiera tirar con precisión, lo que se esforzaba en contrarrestar con un volumen de fuego que pronto agotó la carga del «Winchester».
Con todo, más de un caballo había caído bajo las balas y algún jinete también, cuando sustituyó el arma larga por uno de los «Colts», pues no podía pensar siquiera en recargar el rifle.
Por fortuna, la estrecha garganta era muy corta y salían ya de nuevo a campo abierto. Sin embargo, el peligro no había cesado. Por el contrario, era ahora mayor que nunca.
Furiosos porque la treta empleada por el vaquero no sólo había hecho inútil la emboscada, sino que sacaba a los bisontes del lugar ideal en que los tenían acorralados y amenazaba dispersarlos, los piel rojas se apartaron a ambos lados de la línea de farallones nada más rebasarlos y cargaron sobre el jinete que seguía empujándolos.
—¡Espuelas, Vicky! ¡Clava espuelas y corre todo lo que puedas! — tronó Dick, enarbolando un revólver en cada mano y disparando a voleo sin la menor tregua, volviéndose a uno y otro lado, forzado a despreocuparse de los que venían detrás.
Ahora, con mayor visibilidad, despejado el terreno y gracias a que las armas cortas le permitían más facilidad de movimientos, el joven derribó a dos salvajes con sólo tres disparos. Al cuarto alcanzó a un caballo que se rezagó coceando, rebelde a las exigencias de su jinete.
No obstante, aquello había agotado la carga de su revólver derecho, que ya empleara antes de salir de la garganta, y no podían quedar más de un par de disparos en el otro.
Al darse cuenta, Dick decidió reservarlos para un caso extremo y, enfundando, se echó sobre el cuello de su caballo, picando espuelas.
Había rebasado ya a los bisontes que se desviaban hacia la derecha, interceptando a los indios que llegaban de aquel lado y, ante él, la pradera aparecía sin obstáculos, con Vicky como a unas cincuenta yardas de distancia, cabalgando muy bien y sin abandonar la acémila que era también un buen caballo y no parecía retrasarla.
A su espalda, muy próximos todavía, oían el seco ladrido de los disparos y aquel ruido insoportable de los gritos comanches.
Con la salvación ante él, no se engañaba. El verdadero peligro había llegado. Cabalgando en línea recta y al aire despejado de la pradera, sin que el polvo le ocultara y los bisontes le protegieran en, buena parte, se hallaba expuesto como nunca al fuego de los guerrero que lo perseguían, los más próximos apenas a veinte yardas de distancia.
Ni siquiera hacía falta que le acertaran a él. Bastaba con que alcanzaran a su caballo.
Lo estuvo esperando de un momento a otro, mientras se acercaba lentamente a la muchacha que cabalgaba ante él.
—¡Suelta la acémila! — gritó con todas sus fuerzas —. ¡Suéltala!
Vicky se volvió a mirarle, irguiéndose algo sobre la silla, pero no debió entenderle.
Iba a repetirlo cuando advirtió que los disparos se habían alejado de un modo tan súbito como sorprendente...
¿Qué ocurría?
Lo supo nada más volverse. Los indios dependían de los bisontes y no podían exponerse a perder la manada. Por muy a regañadientes que fuera, habían tenido que abandonar la persecución para dedicarse a contener la estampida y hacer volver a las peludas reses antes de que se hiciera de noche.
Irguiéndose sobre la silla lanzó una sonora carcajada de alivio y alegría.
Los comanches iban a estar demasiado ocupados para que pudieran volver a molestarles.
—¿No estás herido?
Vicky había contenido a su caballo para permitir que la alcanzara y le miraba ansiosamente.
—Ni un rasguño —rió el vaquero—. ¿Qué te ha parecido el fandango?
Ella estaba muy asustada, pero hizo un esfuerzo por sonreírle y adaptarse a su humor.
—Muy movido — contestó en el mismo tono.
Dos horas más tarde, ya casi noche cerrada, alcanzaron el Red River.
—Nos detendremos muy poco, de modo que voy a bañar a los caballos para refrescarlos —dijo Dick, tras ayudar a descabalgar a la muchacha.