VIII


Aquella noche y las noches siguientes tuve el mismo sueño. Estaba en una gran casa vacía, una casa llena de pasillos y habitaciones. Aunque hubiera por medio alguna herramienta de trabajo, ladrillos, un palustre, un pincel en un tarro de pintura, parecía abandonada desde hacía tiempo. Las tablas del suelo crujían y de las paredes y las jambas colgaban telarañas. ¿Por qué me encuentro aquí?, me pregunto, pero no sé la respuesta. Así que sigo adelante. Avanzo despacio, con cautela, tanteando sin cesar el terreno. No sé adónde dirigirme, pero está claro que voy buscando la salida. Y, exactamente al bajar las escaleras, oigo la voz de un niño. En vez de jugar o reír, está llorando. «¿Qué sucede?», grito en el vacío de la casa. «¡Que alguien lo busque! ¡Que alguien le ayude!» En ese instante me doy cuenta de que en algún sitio, dentro, ha estallado un incendio. Las paredes son de madera y el humo corre ya por los pasillos. La voz del niño es cada vez más desesperada. En lugar de ponerme a salvo, corro a buscarlo. Subo un piso, subo otro, llego a la mansarda y luego corro a la bodega. No hay decenas de puertas sino cientos y están todas cerradas. El llanto se desplaza de una a otra. Las llamas me siguen como una jauría de perros. Luego el llanto se hace más nítido, más preciso, entiendo que alguien le está haciendo daño al niño. Tengo ante mí tres puertas y una voz me dice: «Sólo podrás abrir una, elige pero hazlo rápido.» Me decido por la de la izquierda, alargo las manos para abrirla y sólo entonces me doy cuenta de que en vez de brazos tengo tentáculos. No los tentáculos fuertes del pulpo, sino los de la medusa, resbaladizos y blandos. Los lanzo igualmente hacia el picaporte, parecen espaguetis demasiado cocidos, se agarran un instante y enseguida resbalan, caen. En el pasillo el calor es casi insoportable, las medusas no soportan las altas temperaturas. Ya siento cómo ceden los tentáculos de las piernas. Moriré derretida, pienso, y en ese instante me doy cuenta de que hay un hombre sobre mí. ¿Me ha sacado él del agua? ¿O ha venido a ayudarme? Ahora estoy completamente en el suelo, el niño llora cada vez más fuerte. Quisiera taparme los oídos, pero no tengo oídos. Miro al hombre y veo que tiene dos ojos oscuros y en la mano un arpón. Lo levanta y lo lanza contra mí. Siento cómo me atraviesa la punta y me clava en el suelo. Un momento antes de morir, me doy cuenta de que la voz del niño era la mía.


Al día siguiente, me desperté en la casa vacía. Franco volvió a primeras horas de la tarde.

«¿Por qué tienes esa cara?», preguntó en cuanto me vio.

«Me duele la cabeza.»

«Es lo que pasa cuando se mezclan los vinos.»

Me dio una pastilla y, al rato, volvió a salir. Me quedé toda la tarde en casa. La señora Giulia llamó por teléfono.

«¿Hay algún problema?», dijo cuando oyó mi voz.

«Un terrible dolor de cabeza.»

«Será el estrés del examen.»

Después de la llamada, cogí el vodka del frigo y me lo bebí como si fuese agua. Me quedé en el diván frente al televisor hasta que reuní la fuerza para arrastrarme a la cama. Ya casi estaba en el duermevela cuando sentí la respiración de Franco. Sabía a vino y a ajo. Estaba sobre mí.

«No», dije en voz baja.

«¿Por qué no?»

«Estoy cansada.»

«Lo importante es que yo no esté cansado.»

¿Quién ha dicho que las estrellas sólo caen en las noches de agosto? Estando allí, con los ojos abiertos, vi una luminosísima que atravesaba el cielo. ¿Qué deseo?, me pregunté. Pero era demasiado tarde, la estrella había desaparecido ya.

Dos noches después vino Aldo a cenar a nuestra casa. Habría podido escapar, pero me quedé. ¿Dónde hubiera podido esconderme?

Empecé a beber desde primeras horas de la tarde. A la hora de la cena apenas si me tenía en pie. Sólo me acuerdo de que nos reímos mucho. En cierto momento me oí decir: «Para hacer eso, ¡quiero por lo menos el triple de dinero!»

De tanta carcajada, tenía la cara inundada de lágrimas.

Cuando volvió la señora Giulia, tenía la cara llena de pústulas, me subían desde el cuello a las mejillas. Para evitar verme, había cubierto el espejo con un trapo.

«Eres demasiado emotiva», me regañó con cariño, «no vale la pena agobiarse así por un examen que, a fin de cuentas, es una tontería».

Para dejarme estudiar en paz, se quedaba todo el día con Annalisa. Yo estaba sentada en mi cuarto, frente a los libros abiertos, y bebía vodka. Luego me lavaba los dientes y comía caramelos de menta para que no lo notaran.

Para evitar quedarme sola con Franco, acompañaba a la señora a todas partes. En cuanto había un silencio demasiado largo entre nosotras, yo empezaba a hablar. Tenía miedo de que la verdad le viniera a los labios. Que de repente pudiera decir: «¿Qué ha pasado entre tú y mi marido?»

Como, por el momento, no parecía sospechar nada, seguía tratándome con el cariño de siempre. Quizá lo mejor hubiera sido abrirle mi corazón y contarle cómo habían ido las cosas. Pero, con toda seguridad, también la habría perdido a ella y no era capaz de soportarlo.

Una noche, Franco me cerró el paso en las escaleras. Yo había bajado a la cocina a coger una botella de vino. Había invitados a cenar y todos comían en la terraza. Me apretaba con fuerza contra las paredes, sentía su cuerpo duro contra la fragilidad del mío. Sus labios estaban a la altura de mis ojos, los vi moverse susurrando: «¿No quieres divertirte?»

«Voy a gritar.»

El primero de julio, como todos los estudiantes, salí con el diccionario bajo el brazo para presentarme al examen escrito. Cuando ya estaba en las escaleras, la señora Giulia se asomó a la puerta y gritó: «¡Mucha suerte!» «Gracias», respondí.

Sentada ante el folio en blanco, lo llené de arriba abajo con la misma frase. «No sé qué escribir, no sé qué escribir, no sé qué escribir…» Cuando no quedaba ni una línea libre, me levanté, lo entregué y salí del aula. Era temprano, así que paseé un poco por la ciudad antes de volver a casa.

Al segundo examen, el de matemáticas, ni siquiera fui. Salí a la hora justa, cogí un autobús y luego otro, para no correr el riesgo de que me vieran. Me senté en un bar a desayunar y luego di un paseo por las calles de los alrededores. De pronto, en una calle solitaria, se detuvo un coche. Dentro iba un hombre gordo con la nariz aplastada.

«¿Dónde vas tan sola?», dijo, asomándose a la ventana abierta.

«No sé adónde voy», respondí con rabia, «pero tú puedes irte al infierno».

El hombre gritó no sé qué y volvió a arrancar, derrapando.

Me sentía hinchada. Estaba nerviosa. La regla se me había atrasado una semana. Los exámenes tienen la culpa, me decía, pero era la primera en no creérmelo.

La segunda semana de julio, la señora Giulia volvió a la playa con Annalisa. Esa vez Franco se fue con ellas. En esos días hubiera debido presentarme a las pruebas orales.

El día del examen, me quedé en casa para hacer el test de embarazo.

Dio positivo.

Aquella tarde llamé por teléfono a Aldo. «Sé que estás sola», dijo, «¿quieres que vaya a hacerte compañía?»

Colgué el teléfono sin responder.

¿Y ahora? Algo estaba creciendo dentro de mí como un día yo había crecido dentro de mi madre.

Pensaba con nostalgia en la penumbra del colegio, en aquel mundo donde cada cosa tenía su justo lugar. Es imposible volver atrás. Al final de los túneles, hay siempre luz. Pero si el túnel es una cuña, al final sólo hay una oscuridad más profunda.

Allí estaba yo, a tientas, y ya sabía que aquella oscuridad no era una oscuridad aparente. Ni siquiera empujando, dando patadas, gritando palabras mágicas, podría abrir un respiradero. Quizá, desde el principio, había elegido el destino de la rata que equivoca la dirección, y en vez de dirigirse hacia lo alto, desciende y tropieza con un muro de roca.

¿Existía alguien que pudiera ayudarme?

A mis tíos no les daría esa satisfacción. Ya veía a Cuello de Pavo repitiendo con aire altivo: «Dije que eras como tu madre, capaz sólo de…»

Lo único que me quedaba era llamar a la superiora. ¿Pero con qué palabras iba a decirle que esperaba un hijo y no sabía de quién?

Pasé los tres días siguientes bebiendo y llorando por los distintos divanes de la casa. Por fin me decidí y marqué el número del colegio. ¿No había dicho que aceptaría cualquier cosa que yo le dijera?

«La madre superiora no está», respondió la telefonista.

«¿Cuándo podría hablar con ella?», pregunté cambiando la voz para que no me reconociera.

«Lleva dos meses en el hospital. Está muy mal.»

Fin de la comunicación.

Mientras esperaba que Franco volviera empecé a tomar baños muy calientes, a golpearme el vientre con violencia. Había dentro una especie de araña que estaba creciendo. Día tras día alargaba sus patas peludas. Primero me invadiría la vejiga y luego el intestino. Desde allí subiría al estómago y colonizaría el hígado. La sentiría llegar hasta la garganta. Quizá ya no era una araña sino un murciélago, una criatura de la noche. Como todos los que viven en la oscuridad, no necesitaba ojos, nacería ciego, con los globos oculares completamente vacíos. Por eso yo hacía cualquier cosa para que no viniera al mundo.

El domingo por la noche volvieron a la ciudad.

Mientras la señora deshacía las maletas, me acerqué a Franco y le dije: «Estoy embarazada.»

Se quedó un instante inmóvil, mirándome fijamente a los ojos.

«¿Estás segura?»

«Sí.»

«No te preocupes, es sólo un accidente de tráfico. El que ha hecho el daño, paga la reparación.»

Al día siguiente la señora me preguntó: «¿Qué? ¿Has aprobado?»

«Sí», respondí, «con notable».

Insistió en celebrarlo aquella noche. Compró una tarta helada y una botella de vino espumoso. Después de brindar todos juntos, me eché a llorar.

«¿Por qué llora?», preguntó Annalisa con su voz estúpida. Franco miraba por la ventana. La señora me abrazó.

«Rosa llora porque es demasiado sensible.»

A la semana siguiente, Franco pidió cita en la clínica de un amigo. «Ya verás, es menos grave que sacarse una muela.»

No podía pegar un ojo. En verano, la mansarda era una especie de horno. Incluso con el tragaluz totalmente abierto, me faltaba el aire. Me duchaba e inmediatamente volvía a ducharme. La barriga y los pechos habían empezado a hincharse. «Te sienta bien haber ganado peso», observó la señora Giulia.

En el silencio de la noche, miraba las estrellas. La verdad es que el cielo era grande, incluso podría haber habido Alguien allí arriba. Sola, con aquella cosa que me crecía dentro, me habían vuelto las ganas de rezar. Un día había pensado, sólo los débiles y los estúpidos tienen necesidad de Él. Ahora me daba cuenta de que tenía razón. Había sido estúpida y ahora era débil, por eso pedía a grandes voces que Alguien se asomase al umbral del universo. Ya que nadie me ayuda, ¡ayúdame Tú!

Sentía vergüenza de mis pensamientos, de mi hipocresía. Lo trataba como si fuera una compañía de seguros. Después de lo que había dicho y hecho, ¿con qué palabras podría dirigirme ya a Él? Cualquier invocación sería lanzada desde el cielo como una pelota de tenis que rebota contra un muro.

Quizá tenía razón don Firmato: era verdaderamente la hija de Satanás. Quizá la mejor solución habría sido que mi tía me hubiera matado con sus propias manos aquella noche. Había notado el olor a azufre y no se había equivocado. ¿Con quién me había concebido mi madre? Y ¿con quién había concebido yo a mi hijo?

Miraba al cielo y no podía llorar. Miraba al cielo y no podía rezar.

No sé por qué, pero a los labios me vino una palabra. Una palabra que nunca había pronunciado. Perdón.

Una noche tuve un sueño. En mi vientre ya no había una araña sino un pequeño punto de luz. En vez de estar quieto, giraba sobre sí mismo lanzando sus rayos en la oscuridad. Yo nunca había visto una luz tan clara, tan intensa y transparente.

A la mañana siguiente me desperté con un ruido extraño en los oídos. Mientras me duchaba, pensé que sería la tensión baja. Por la tarde el ruido continuaba. No era el usual zumbido, más bien se parecía al ruido del mar: ese que se oye en una caracola o cuando rompen las olas en la playa.

Sólo faltaban dos días para la cita en la clínica. ¿Qué debía hacer con ese niño que yo no había deseado? ¿Cómo iba a aceptar a uno con la cara de Aldo o con la cara de Franco? Lo odiaría, intentaría destruirlo desde el primer día. En vez de leche, le daría de beber veneno.

Quizá mi madre había experimentado conmigo los mismos sentimientos, había pensado en tirarme al váter y no lo había hecho. Ahora era yo la que lamentaba el rechazo de ese gesto. Mi vida era una total equivocación. Mejor, mucho mejor sería no haber nacido.

La mañana de la intervención, Franco me dio dinero para el taxi. Debía tener también para la vuelta. La clínica estaba casi en las afueras. Salí con mucho anticipo para llegar puntual. El autobús me dejó en mi destino una hora antes de lo previsto.

No tenía ganas de entrar, así que di un paseo por las calles de los alrededores. Había algunas casas de reciente construcción, campos incultos, cuatro o cinco cobertizos y, entre los cobertizos, casi aplastada, una iglesita. Debía de haber sido construida cuando la ciudad aún quedaba lejos. El aire ya era caliente. La puerta estaba entreabierta. Pensé en el fresco, así que la empujé y entré. Era pequeña y no precisamente bonita, con el suelo de baldosas como la consulta de un dentista. Sobre el altar reinaba un feo crucifijo. No parecía un Cristo muerto sino un Cristo en plena agonía. Se retorcía, descompuesto, como si aún el dolor le devorara los huesos. Pero las flores de los dos jarrones a sus pies ya estaban muertas. Se inclinaban, marchitas, sobre el agua sucia.

A la derecha del altar había una estatua de la Virgen. Tenía una corona de lucecitas en la cabeza, como las góndolas, y el largo manto azul y blanco. Tenía los brazos abiertos como si esperara acoger a alguien. Estaba descalza, pero esto no le impedía aplastar con el pie desnudo la cabeza de una serpiente.

Ante ella temblaban dos velas encendidas.

Estaban a punto de apagarse, pensé, y en ese instante, por una vidriera rota, irrumpieron los gorriones. Gorjeaban con fuerza, persiguiéndose en el aire como si estuvieran jugando. Volaron aquí y allí con gran estruendo. Luego, se posaron sobre los dos brazos de la cruz.

No eran compañeros de juego, sino una madre con sus pequeños. Ahora los pequeños piaban y batían las alas y la madre los alimentaba, hundiendo el pico en sus pequeñas gargantas abiertas de par en par. Ellos pedían y ella les daba. Los alimentaba aunque ya fueran grandes, aunque ya pudieran volar solos.

La Virgen, con su sonrisa apacible, seguía mirándome. En mitad de las mejillas tenía dos círculos apenas un poco más rojos.

Levanté los ojos hacia ella y le dije: «¿No deberías ser Tú la madre de todos nosotros?»

Entonces alargué la mano para tocarle el pie que aplastaba la serpiente. Pensaba que estaría frío, pero estaba tibio.

Media hora después estaba sobre la camilla de la clínica. El médico amigo de Franco untaba el gel para la ecografía. El ruido del mar aún no me había abandonado. Tunf, sfluc, tunf, sfluc, tunf, sfluc.

«Doctor», pregunté, «¿es posible que sienta ya el corazón de mi hijo?»

El médico se echó a reír. «¡Qué imaginación!» Me señaló un punto en la pantalla. «Eso que llamas tu hijo, ahora mismo no es muy diferente de un esputo.» Luego añadió: «Vístete y siéntate en la sala de al lado. Procederemos dentro de media hora.»

Me vestí y empecé a esperar. De pronto, sentada, sentí el olor de mi madre. El olor de su piel y del agua de colonia. Ese olor que yo llevaba años sin sentir. El olor de la lluvia de besos. Miré a mi alrededor. En la sala no había nadie, las ventanas estaban cerradas. Entonces comprendí e hice lo único que podía hacer. Me levanté y me fui.

Cerca de la parada del autobús, había una cabina de teléfonos. Llamé a Franco. Estaba en el estudio.

«¿Cómo estás?», me preguntó.

«Estoy bien porque he decidido tenerlo.»

«¿Te has vuelto loca?»

«A lo mejor.»

«¿Quieres traer al mundo otro pobre infeliz?»

«A lo mejor.»

Siguió un largo silencio, luego dijo:

«Jamás me hubiera esperado de ti un comportamiento tan estúpido. Pero, en fin, tú eres libre de arruinarte la vida. Habría que ver si me la quiero arruinar yo también.»

La barriga todavía no se notaba, pero le faltaba poco. ¿Qué haría yo entonces?

Pensaba en esto, unos días después, cuando, al entrar en la cocina, me encontré a los dos, frente a mí, con la cara inmóvil, lívida.

«¿Qué ha pasado?», pregunté con un hilo de voz, preparada para lo peor.

La voz de Giulia temblaba.

«¿Cómo has podido hacerme esto?»

Bajé la mirada. ¿Así se vengaba él?

«Es verdad, debería haberlo dicho antes.»

«¿Decirme qué? ¿Que eres una ladrona? ¡Y yo que te he tratado como a una hija! Hace días que busco mi anillo de la esmeralda y ¿dónde lo encuentro? ¡En el fondo de uno de tus cajones! ¡Quién sabe cuántas cosas habrás hecho desaparecer en estos meses!»

«Hemos cometido el error de fiarnos», añadió Franco con una mirada opaca. «Pero cuando la raíz está podrida, antes o después se pudre la planta. Te hemos querido, de todas formas. Por eso no llamaremos a la policía. Pero debo pedirte que dejes la casa antes de mañana por la mañana. Y, obviamente, que devuelvas todo lo que no te pertenece.»

La enésima noche en blanco. En vez de descansar, pasé el tiempo pensando en la mejor manera de vengarme. La ausencia de luz favorece los pensamientos más tremendos.

Me hubiera gustado coger a su hija y ahogarla con una almohada, arrojarla a un canal, ver su pelo dorado fluctuar bajo el agua como trapos viejos. Me hubiera gustado coger una lata de gasolina y vaciarla sobre el parqué y los muebles de madera y lanzar luego una cerilla y dejarlo morir como mueren las mujeres indias, sobre la pira del marido. Me hubiera gustado estropear los frenos de su coche y verlo estrellarse contra un muro. Me hubiera gustado escupirle a la cara y clavarle un cuchillo en el vientre. Me hubiera gustado abrirlo de la cabeza al vientre como un atún, extrayendo las vísceras calientes con mis manos. Me hubiera gustado darle a beber una pócima mortal, un veneno lentísimo, que produjese una agonía insoportable.

Luego pensé que la muerte, en el fondo, era un don, que sería mucho mejor obligarlo a vivir en la humillación y el tormento. Podría caerse por las escaleras y romperse la espina dorsal, quedar en una cama para siempre, con el respirador tapándole la boca. O podría hundirse una casa de las que había construido. El hundimiento provocaría un montón de muertos y él iría a la cárcel y lo perdería todo. Cuando saliera, la mujer no estaría esperándolo, la hija, ya adulta, fingiría no conocerlo. Y él acabaría en la calle, rondando por los comedores de los vagabundos con bolsas de plástico en la mano.

También habría podido decirle a su mujer que no había robado nada en su casa. Yo odiaba, sí, pero mi odio no tenía ningún nexo con la codicia. Habría podido contarle con pelos y señales todo lo que ocultaba la historia del robo. Habría podido revelarle lo que hacía su marido cuando se quedaba a trabajar hasta tarde en el estudio. Habría podido decirle que el hijo que me crecía dentro probablemente era el hermano o la hermana de Annalisa y que, por lo tanto, estábamos a punto de ser parientes.

Habría podido decírselo, pero ella hubiera podido no creerme. Es más, con toda seguridad no me hubiera creído, porque yo sólo era alguien sin familia, la hija de la prostituta que robaba y empinaba el codo, mientras que el hombre acusado era su marido. El hombre que la mantenía en el bienestar y con el que había traído al mundo una hija que era la luz de sus ojos. Callar era menos grave que no ser creída.

Poco antes del alba cogí mi bolsa del armario y metí las pocas cosas con las que llegué.

Antes de salir dejé una nota en el bolso de la señora Giulia. Decía: «Algún día comprenderá. Perdóneme», y, debajo, mi nombre.

Era a primeros de agosto y la ciudad estaba desierta. Un vehículo del servicio municipal de limpieza pasaba lentamente por la calle y regaba las aceras. Los pájaros-avión chillaban a decenas entre los tejados de las casas. Un gato con un collar rojo atravesó la calle. Yo no sabía adónde ir, así que acabé en el parque. Era el lugar más fresco que conocía. Había algunos ancianos que paseaban al perro, muchachos que aprovechaban la temperatura suave para hacer jogging.

Me senté en un banco apartado. A poca distancia, sobre una fuentecilla de hierro colado, se posaban las palomas. Alargaban el cuello, por turno, hacia el chorro de agua. Veía cómo se llenaba el buche y cómo descendía el agua por la garganta.

Más allá, una vieja con los pies envueltos en dos bolsas de plástico examinaba el contenido de una papelera. Olía las cosas y luego las tiraba. Tenía un rostro sereno, casi divertido. Quizá algún día fue una persona importante, había tenido hijos y los hombres se habían enamorado de ella.

Me había preguntado siempre qué es el amor, pero nunca qué es la vida. Venimos al mundo y somos el himno mismo de la precariedad. Basta un virus un poco arrogante, un golpe ligero en la nuca para que nos deslicemos a la otra parte.

Somos un himno a la precariedad y una invitación al mal, a hacérnoslo mutuamente los unos a los otros. Una invitación que hemos aceptado desde el primer día de la creación. La hemos aceptado por obediencia, por pasión, por pereza, por distracción. Te mato para vivir. Te mato para poseer. Te mato para librarme de ti. Te mato porque amo el poder. Te mato porque no vales nada. Te mato porque quiero vengarme. Te mato porque matar me da placer. Te mato porque me molestas. Te mato porque me recuerdas que a mí también me pueden matar.

Todo en el mundo tiene su contrario. El Norte y el Sur. Lo alto y lo bajo. El frío y el calor. El macho y la hembra. La luz y la oscuridad. El bien y el mal. Pero entonces, si es así verdaderamente, ¿por qué es posible decir: «Te mato» y no es posible decir: «Te devuelvo la vida»? La vida nació antes que el hombre y ningún hombre es capaz, con su sola voluntad, de crear la vida. «¡Muere!», podemos gritar, pero no: «¡Vive!». ¿Por qué? ¿Qué se esconde en este misterio?

Mientras pensaba estas cosas, se me acercó un perro. Parecía viejo, tenía mechones de pelo blanco, el vientre hinchado por la desnutrición, la mirada cubierta por un velo opaco. Con fatiga se sentó a mi lado. Tenía la boca abierta y respiraba ruidosamente.

«No tengo comida», le dije, pero no se movió.

El sol empezaba a pegar, así que me puse bajo un gran castaño de Indias. La copa daba una sombra agradable, bajo sus hojas zumbaban decenas de insectos.

El perro me siguió. No había banco y me senté en la tierra. El perro se tendió a mi lado. Su respiración parecía un fuelle.

«¿Quieres una caricia?», le pregunté, poniéndole la mano en la cabeza. Entrecerró los ojos con una expresión que parecía de felicidad.

El cielo sobre nosotros era azul como el fondo de una taza de esmalte. Ya no había pájaros-avión sino sólo alguna paloma que volaba fatigosamente. Más arriba, el vientre plateado de un avión brillaba como un arenque. Luego desapareció, dejando tras de sí una franja blanca, larga y precisa como un camino en el campo.

¿Hay senderos en el cielo?, me pregunté entonces. Y ¿adónde llevan? Y ¿quién los traza?

En ese momento el perro me dio la pata.

«¿Nos guía Alguien o estamos solos?», le pregunté.

Tenía los ojos entornados, le colgaba la lengua. Parecía sonreír.

«Respóndeme.»