Al día siguiente, me desperté en la casa vacía. Franco volvió
a primeras horas de la tarde.
«¿Por qué tienes esa cara?», preguntó en cuanto me
vio.
«Me duele la cabeza.»
«Es lo que pasa cuando se mezclan los
vinos.»
Me dio una pastilla y, al rato, volvió a salir. Me quedé toda
la tarde en casa. La señora Giulia llamó por
teléfono.
«¿Hay algún problema?», dijo cuando oyó mi
voz.
«Un terrible dolor de cabeza.»
«Será el estrés del examen.»
Después de la llamada, cogí el vodka del frigo y me lo bebí
como si fuese agua. Me quedé en el diván frente al televisor hasta
que reuní la fuerza para arrastrarme a la cama. Ya casi estaba en
el duermevela cuando sentí la respiración de Franco. Sabía a vino y
a ajo. Estaba sobre mí.
«No», dije en voz baja.
«¿Por qué no?»
«Estoy cansada.»
«Lo importante es que yo no esté cansado.»
¿Quién ha dicho que las estrellas sólo caen en las noches de
agosto? Estando allí, con los ojos abiertos, vi una luminosísima
que atravesaba el cielo. ¿Qué deseo?, me pregunté. Pero era
demasiado tarde, la estrella había desaparecido
ya.
Dos noches después vino Aldo a cenar a nuestra casa. Habría
podido escapar, pero me quedé. ¿Dónde hubiera podido
esconderme?
Empecé a beber desde primeras horas de la tarde. A la hora de
la cena apenas si me tenía en pie. Sólo me acuerdo de que nos
reímos mucho. En cierto momento me oí decir: «Para hacer eso,
¡quiero por lo menos el triple de dinero!»
De tanta carcajada, tenía la cara inundada de
lágrimas.
Cuando volvió la señora Giulia, tenía la cara llena de
pústulas, me subían desde el cuello a las mejillas. Para evitar
verme, había cubierto el espejo con un trapo.
«Eres demasiado emotiva», me regañó con cariño, «no vale la
pena agobiarse así por un examen que, a fin de cuentas, es una
tontería».
Para dejarme estudiar en paz, se quedaba todo el día con
Annalisa. Yo estaba sentada en mi cuarto, frente a los libros
abiertos, y bebía vodka. Luego me lavaba los dientes y comía
caramelos de menta para que no lo notaran.
Para evitar quedarme sola con Franco, acompañaba a la señora
a todas partes. En cuanto había un silencio demasiado largo entre
nosotras, yo empezaba a hablar. Tenía miedo de que la verdad le
viniera a los labios. Que de repente pudiera decir: «¿Qué ha pasado
entre tú y mi marido?»
Como, por el momento, no parecía sospechar nada, seguía
tratándome con el cariño de siempre. Quizá lo mejor hubiera sido
abrirle mi corazón y contarle cómo habían ido las cosas. Pero, con
toda seguridad, también la habría perdido a ella y no era capaz de
soportarlo.
Una noche, Franco me cerró el paso en las escaleras. Yo había
bajado a la cocina a coger una botella de vino. Había invitados a
cenar y todos comían en la terraza. Me apretaba con fuerza contra
las paredes, sentía su cuerpo duro contra la fragilidad del mío.
Sus labios estaban a la altura de mis ojos, los vi moverse
susurrando: «¿No quieres divertirte?»
«Voy a gritar.»
El primero de julio, como todos los estudiantes, salí con el
diccionario bajo el brazo para presentarme al examen escrito.
Cuando ya estaba en las escaleras, la señora Giulia se asomó a la
puerta y gritó: «¡Mucha suerte!» «Gracias»,
respondí.
Sentada ante el folio en blanco, lo llené de arriba abajo con
la misma frase. «No sé qué escribir, no sé qué escribir, no sé qué
escribir…» Cuando no quedaba ni una línea libre, me levanté, lo
entregué y salí del aula. Era temprano, así que paseé un poco por
la ciudad antes de volver a casa.
Al segundo examen, el de matemáticas, ni siquiera fui. Salí a
la hora justa, cogí un autobús y luego otro, para no correr el
riesgo de que me vieran. Me senté en un bar a desayunar y luego di
un paseo por las calles de los alrededores. De pronto, en una calle
solitaria, se detuvo un coche. Dentro iba un hombre gordo con la
nariz aplastada.
«¿Dónde vas tan sola?», dijo, asomándose a la ventana
abierta.
«No sé adónde voy», respondí con rabia, «pero tú puedes irte
al infierno».
El hombre gritó no sé qué y volvió a arrancar,
derrapando.
Me sentía hinchada. Estaba nerviosa. La regla se me había
atrasado una semana. Los exámenes tienen la culpa, me decía, pero
era la primera en no creérmelo.
La segunda semana de julio, la señora Giulia volvió a la
playa con Annalisa. Esa vez Franco se fue con ellas. En esos días
hubiera debido presentarme a las pruebas orales.
El día del examen, me quedé en casa para hacer el test de
embarazo.
Dio positivo.
Aquella tarde llamé por teléfono a Aldo. «Sé que estás sola»,
dijo, «¿quieres que vaya a hacerte compañía?»
Colgué el teléfono sin responder.
¿Y ahora? Algo estaba creciendo dentro de mí como un día yo
había crecido dentro de mi madre.
Pensaba con nostalgia en la penumbra del colegio, en aquel
mundo donde cada cosa tenía su justo lugar. Es imposible volver
atrás. Al final de los túneles, hay siempre luz. Pero si el túnel
es una cuña, al final sólo hay una oscuridad más
profunda.
Allí estaba yo, a tientas, y ya sabía que aquella oscuridad
no era una oscuridad aparente. Ni siquiera empujando, dando
patadas, gritando palabras mágicas, podría abrir un respiradero.
Quizá, desde el principio, había elegido el destino de la rata que
equivoca la dirección, y en vez de dirigirse hacia lo alto,
desciende y tropieza con un muro de roca.
¿Existía alguien que pudiera ayudarme?
A mis tíos no les daría esa satisfacción. Ya veía a Cuello de
Pavo repitiendo con aire altivo: «Dije que eras como tu madre,
capaz sólo de…»
Lo único que me quedaba era llamar a la superiora. ¿Pero con
qué palabras iba a decirle que esperaba un hijo y no sabía de
quién?
Pasé los tres días siguientes bebiendo y llorando por los
distintos divanes de la casa. Por fin me decidí y marqué el número
del colegio. ¿No había dicho que aceptaría cualquier cosa que yo le
dijera?
«La madre superiora no está», respondió la
telefonista.
«¿Cuándo podría hablar con ella?», pregunté cambiando la voz
para que no me reconociera.
«Lleva dos meses en el hospital. Está muy
mal.»
Fin de la comunicación.
Mientras esperaba que Franco volviera empecé a tomar baños
muy calientes, a golpearme el vientre con violencia. Había dentro
una especie de araña que estaba creciendo. Día tras día alargaba
sus patas peludas. Primero me invadiría la vejiga y luego el
intestino. Desde allí subiría al estómago y colonizaría el hígado.
La sentiría llegar hasta la garganta. Quizá ya no era una araña
sino un murciélago, una criatura de la noche. Como todos los que
viven en la oscuridad, no necesitaba ojos, nacería ciego, con los
globos oculares completamente vacíos. Por eso yo hacía cualquier
cosa para que no viniera al mundo.
El domingo por la noche volvieron a la
ciudad.
Mientras la señora deshacía las maletas, me acerqué a Franco
y le dije: «Estoy embarazada.»
Se quedó un instante inmóvil, mirándome fijamente a los
ojos.
«¿Estás segura?»
«Sí.»
«No te preocupes, es sólo un accidente de tráfico. El que ha
hecho el daño, paga la reparación.»
Al día siguiente la señora me preguntó: «¿Qué? ¿Has
aprobado?»
«Sí», respondí, «con notable».
Insistió en celebrarlo aquella noche. Compró una tarta helada
y una botella de vino espumoso. Después de brindar todos juntos, me
eché a llorar.
«¿Por qué llora?», preguntó Annalisa con su voz estúpida.
Franco miraba por la ventana. La señora me abrazó.
«Rosa llora porque es demasiado sensible.»
A la semana siguiente, Franco pidió cita en la clínica de un
amigo. «Ya verás, es menos grave que sacarse una
muela.»
No podía pegar un ojo. En verano, la mansarda era una especie
de horno. Incluso con el tragaluz totalmente abierto, me faltaba el
aire. Me duchaba e inmediatamente volvía a ducharme. La barriga y
los pechos habían empezado a hincharse. «Te sienta bien haber
ganado peso», observó la señora Giulia.
En el silencio de la noche, miraba las estrellas. La verdad
es que el cielo era grande, incluso podría haber habido Alguien
allí arriba. Sola, con aquella cosa que me crecía dentro, me habían
vuelto las ganas de rezar. Un día había pensado, sólo los débiles y
los estúpidos tienen necesidad de Él. Ahora me daba cuenta de que
tenía razón. Había sido estúpida y ahora era débil, por eso pedía a
grandes voces que Alguien se asomase al umbral del universo. Ya que
nadie me ayuda, ¡ayúdame Tú!
Sentía vergüenza de mis pensamientos, de mi hipocresía. Lo
trataba como si fuera una compañía de seguros. Después de lo que
había dicho y hecho, ¿con qué palabras podría dirigirme ya a Él?
Cualquier invocación sería lanzada desde el cielo como una pelota
de tenis que rebota contra un muro.
Quizá tenía razón don Firmato: era verdaderamente la hija de
Satanás. Quizá la mejor solución habría sido que mi tía me hubiera
matado con sus propias manos aquella noche. Había notado el olor a
azufre y no se había equivocado. ¿Con quién me había concebido mi
madre? Y ¿con quién había concebido yo a mi hijo?
Miraba al cielo y no podía llorar. Miraba al cielo y no podía
rezar.
No sé por qué, pero a los labios me vino una palabra. Una
palabra que nunca había pronunciado. Perdón.
Una noche tuve un sueño. En mi vientre ya no había una araña
sino un pequeño punto de luz. En vez de estar quieto, giraba sobre
sí mismo lanzando sus rayos en la oscuridad. Yo nunca había visto
una luz tan clara, tan intensa y transparente.
A la mañana siguiente me desperté con un ruido extraño en los
oídos. Mientras me duchaba, pensé que sería la tensión baja. Por la
tarde el ruido continuaba. No era el usual zumbido, más bien se
parecía al ruido del mar: ese que se oye en una caracola o cuando
rompen las olas en la playa.
Sólo faltaban dos días para la cita en la clínica. ¿Qué debía
hacer con ese niño que yo no había deseado? ¿Cómo iba a aceptar a
uno con la cara de Aldo o con la cara de Franco? Lo odiaría,
intentaría destruirlo desde el primer día. En vez de leche, le
daría de beber veneno.
Quizá mi madre había experimentado conmigo los mismos
sentimientos, había pensado en tirarme al váter y no lo había
hecho. Ahora era yo la que lamentaba el rechazo de ese gesto. Mi
vida era una total equivocación. Mejor, mucho mejor sería no haber
nacido.
La mañana de la intervención, Franco me dio dinero para el
taxi. Debía tener también para la vuelta. La clínica estaba casi en
las afueras. Salí con mucho anticipo para llegar puntual. El
autobús me dejó en mi destino una hora antes de lo
previsto.
No tenía ganas de entrar, así que di un paseo por las calles
de los alrededores. Había algunas casas de reciente construcción,
campos incultos, cuatro o cinco cobertizos y, entre los cobertizos,
casi aplastada, una iglesita. Debía de haber sido construida cuando
la ciudad aún quedaba lejos. El aire ya era caliente. La puerta
estaba entreabierta. Pensé en el fresco, así que la empujé y entré.
Era pequeña y no precisamente bonita, con el suelo de baldosas como
la consulta de un dentista. Sobre el altar reinaba un feo
crucifijo. No parecía un Cristo muerto sino un Cristo en plena
agonía. Se retorcía, descompuesto, como si aún el dolor le devorara
los huesos. Pero las flores de los dos jarrones a sus pies ya
estaban muertas. Se inclinaban, marchitas, sobre el agua
sucia.
A la derecha del altar había una estatua de la Virgen. Tenía
una corona de lucecitas en la cabeza, como las góndolas, y el largo
manto azul y blanco. Tenía los brazos abiertos como si esperara
acoger a alguien. Estaba descalza, pero esto no le impedía aplastar
con el pie desnudo la cabeza de una serpiente.
Ante ella temblaban dos velas encendidas.
Estaban a punto de apagarse, pensé, y en ese instante, por
una vidriera rota, irrumpieron los gorriones. Gorjeaban con fuerza,
persiguiéndose en el aire como si estuvieran jugando. Volaron aquí
y allí con gran estruendo. Luego, se posaron sobre los dos brazos
de la cruz.
No eran compañeros de juego, sino una madre con sus pequeños.
Ahora los pequeños piaban y batían las alas y la madre los
alimentaba, hundiendo el pico en sus pequeñas gargantas abiertas de
par en par. Ellos pedían y ella les daba. Los alimentaba aunque ya
fueran grandes, aunque ya pudieran volar solos.
La Virgen, con su sonrisa apacible, seguía mirándome. En
mitad de las mejillas tenía dos círculos apenas un poco más
rojos.
Levanté los ojos hacia ella y le dije: «¿No deberías ser Tú
la madre de todos nosotros?»
Entonces alargué la mano para tocarle el pie que aplastaba la
serpiente. Pensaba que estaría frío, pero estaba
tibio.
Media hora después estaba sobre la camilla de la clínica. El
médico amigo de Franco untaba el gel para la ecografía. El ruido
del mar aún no me había abandonado. Tunf,
sfluc, tunf, sfluc, tunf, sfluc.
«Doctor», pregunté, «¿es posible que sienta ya el corazón de
mi hijo?»
El médico se echó a reír. «¡Qué imaginación!» Me señaló un
punto en la pantalla. «Eso que llamas tu hijo, ahora mismo no es
muy diferente de un esputo.» Luego añadió: «Vístete y siéntate en
la sala de al lado. Procederemos dentro de media
hora.»
Me vestí y empecé a esperar. De pronto, sentada, sentí el
olor de mi madre. El olor de su piel y del agua de colonia. Ese
olor que yo llevaba años sin sentir. El olor de la lluvia de besos.
Miré a mi alrededor. En la sala no había nadie, las ventanas
estaban cerradas. Entonces comprendí e hice lo único que podía
hacer. Me levanté y me fui.
Cerca de la parada del autobús, había una cabina de
teléfonos. Llamé a Franco. Estaba en el estudio.
«¿Cómo estás?», me preguntó.
«Estoy bien porque he decidido tenerlo.»
«¿Te has vuelto loca?»
«A lo mejor.»
«¿Quieres traer al mundo otro pobre
infeliz?»
«A lo mejor.»
Siguió un largo silencio, luego dijo:
«Jamás me hubiera esperado de ti un comportamiento tan
estúpido. Pero, en fin, tú eres libre de arruinarte la vida. Habría
que ver si me la quiero arruinar yo también.»
La barriga todavía no se notaba, pero le faltaba poco. ¿Qué
haría yo entonces?
Pensaba en esto, unos días después, cuando, al entrar en la
cocina, me encontré a los dos, frente a mí, con la cara inmóvil,
lívida.
«¿Qué ha pasado?», pregunté con un hilo de voz, preparada
para lo peor.
La voz de Giulia temblaba.
«¿Cómo has podido hacerme esto?»
Bajé la mirada. ¿Así se vengaba él?
«Es verdad, debería haberlo dicho antes.»
«¿Decirme qué? ¿Que eres una ladrona? ¡Y yo que te he tratado
como a una hija! Hace días que busco mi anillo de la esmeralda y
¿dónde lo encuentro? ¡En el fondo de uno de tus cajones! ¡Quién
sabe cuántas cosas habrás hecho desaparecer en estos
meses!»
«Hemos cometido el error de fiarnos», añadió Franco con una
mirada opaca. «Pero cuando la raíz está podrida, antes o después se
pudre la planta. Te hemos querido, de todas formas. Por eso no
llamaremos a la policía. Pero debo pedirte que dejes la casa antes
de mañana por la mañana. Y, obviamente, que devuelvas todo lo que
no te pertenece.»
La enésima noche en blanco. En vez de descansar, pasé el
tiempo pensando en la mejor manera de vengarme. La ausencia de luz
favorece los pensamientos más tremendos.
Me hubiera gustado coger a su hija y ahogarla con una
almohada, arrojarla a un canal, ver su pelo dorado fluctuar bajo el
agua como trapos viejos. Me hubiera gustado coger una lata de
gasolina y vaciarla sobre el parqué y los muebles de madera y
lanzar luego una cerilla y dejarlo morir como mueren las mujeres
indias, sobre la pira del marido. Me hubiera gustado estropear los
frenos de su coche y verlo estrellarse contra un muro. Me hubiera
gustado escupirle a la cara y clavarle un cuchillo en el vientre.
Me hubiera gustado abrirlo de la cabeza al vientre como un atún,
extrayendo las vísceras calientes con mis manos. Me hubiera gustado
darle a beber una pócima mortal, un veneno lentísimo, que produjese
una agonía insoportable.
Luego pensé que la muerte, en el fondo, era un don, que sería
mucho mejor obligarlo a vivir en la humillación y el tormento.
Podría caerse por las escaleras y romperse la espina dorsal, quedar
en una cama para siempre, con el respirador tapándole la boca. O
podría hundirse una casa de las que había construido. El
hundimiento provocaría un montón de muertos y él iría a la cárcel y
lo perdería todo. Cuando saliera, la mujer no estaría esperándolo,
la hija, ya adulta, fingiría no conocerlo. Y él acabaría en la
calle, rondando por los comedores de los vagabundos con bolsas de
plástico en la mano.
También habría podido decirle a su mujer que no había robado
nada en su casa. Yo odiaba, sí, pero mi odio no tenía ningún nexo
con la codicia. Habría podido contarle con pelos y señales todo lo
que ocultaba la historia del robo. Habría podido revelarle lo que
hacía su marido cuando se quedaba a trabajar hasta tarde en el
estudio. Habría podido decirle que el hijo que me crecía dentro
probablemente era el hermano o la hermana de Annalisa y que, por lo
tanto, estábamos a punto de ser parientes.
Habría podido decírselo, pero ella hubiera podido no creerme.
Es más, con toda seguridad no me hubiera creído, porque yo sólo era
alguien sin familia, la hija de la prostituta que robaba y empinaba
el codo, mientras que el hombre acusado era su marido. El hombre
que la mantenía en el bienestar y con el que había traído al mundo
una hija que era la luz de sus ojos. Callar era menos grave que no
ser creída.
Poco antes del alba cogí mi bolsa del armario y metí las
pocas cosas con las que llegué.
Antes de salir dejé una nota en el bolso de la señora Giulia.
Decía: «Algún día comprenderá. Perdóneme», y, debajo, mi
nombre.
Era a primeros de agosto y la ciudad estaba desierta. Un
vehículo del servicio municipal de limpieza pasaba lentamente por
la calle y regaba las aceras. Los pájaros-avión chillaban a decenas
entre los tejados de las casas. Un gato con un collar rojo atravesó
la calle. Yo no sabía adónde ir, así que acabé en el parque. Era el
lugar más fresco que conocía. Había algunos ancianos que paseaban
al perro, muchachos que aprovechaban la temperatura suave para
hacer jogging.
Me senté en un banco apartado. A poca distancia, sobre una
fuentecilla de hierro colado, se posaban las palomas. Alargaban el
cuello, por turno, hacia el chorro de agua. Veía cómo se llenaba el
buche y cómo descendía el agua por la garganta.
Más allá, una vieja con los pies envueltos en dos bolsas de
plástico examinaba el contenido de una papelera. Olía las cosas y
luego las tiraba. Tenía un rostro sereno, casi divertido. Quizá
algún día fue una persona importante, había tenido hijos y los
hombres se habían enamorado de ella.
Me había preguntado siempre qué es el amor, pero nunca qué es
la vida. Venimos al mundo y somos el himno mismo de la precariedad.
Basta un virus un poco arrogante, un golpe ligero en la nuca para
que nos deslicemos a la otra parte.
Somos un himno a la precariedad y una invitación al mal, a
hacérnoslo mutuamente los unos a los otros. Una invitación que
hemos aceptado desde el primer día de la creación. La hemos
aceptado por obediencia, por pasión, por pereza, por distracción.
Te mato para vivir. Te mato para poseer. Te mato para librarme de
ti. Te mato porque amo el poder. Te mato porque no vales nada. Te
mato porque quiero vengarme. Te mato porque matar me da placer. Te
mato porque me molestas. Te mato porque me recuerdas que a mí
también me pueden matar.
Todo en el mundo tiene su contrario. El Norte y el Sur. Lo
alto y lo bajo. El frío y el calor. El macho y la hembra. La luz y
la oscuridad. El bien y el mal. Pero entonces, si es así
verdaderamente, ¿por qué es posible decir: «Te mato» y no es
posible decir: «Te devuelvo la vida»? La vida nació antes que el
hombre y ningún hombre es capaz, con su sola voluntad, de crear la
vida. «¡Muere!», podemos gritar, pero no: «¡Vive!». ¿Por qué? ¿Qué
se esconde en este misterio?
Mientras pensaba estas cosas, se me acercó un perro. Parecía
viejo, tenía mechones de pelo blanco, el vientre hinchado por la
desnutrición, la mirada cubierta por un velo opaco. Con fatiga se
sentó a mi lado. Tenía la boca abierta y respiraba
ruidosamente.
«No tengo comida», le dije, pero no se
movió.
El sol empezaba a pegar, así que me puse bajo un gran castaño
de Indias. La copa daba una sombra agradable, bajo sus hojas
zumbaban decenas de insectos.
El perro me siguió. No había banco y me senté en la tierra.
El perro se tendió a mi lado. Su respiración parecía un
fuelle.
«¿Quieres una caricia?», le pregunté, poniéndole la mano en
la cabeza. Entrecerró los ojos con una expresión que parecía de
felicidad.
El cielo sobre nosotros era azul como el fondo de una taza de
esmalte. Ya no había pájaros-avión sino sólo alguna paloma que
volaba fatigosamente. Más arriba, el vientre plateado de un avión
brillaba como un arenque. Luego desapareció, dejando tras de sí una
franja blanca, larga y precisa como un camino en el
campo.
¿Hay senderos en el cielo?, me pregunté entonces. Y ¿adónde
llevan? Y ¿quién los traza?
En ese momento el perro me dio la pata.
«¿Nos guía Alguien o estamos solos?», le
pregunté.
Tenía los ojos entornados, le colgaba la lengua. Parecía
sonreír.
«Respóndeme.»