Hay buenos pensamientos y malos pensamientos, repetían las
monjas a menudo. ¿Cuáles eran los pensamientos buenos y cuáles los
malos? ¿Cómo se podían distinguir unos de otros? Los pensamientos
no tienen olor y eso hace todo más difícil.
Yo andaba por los senderos del jardín y pensaba. Si Dios
fuese verdaderamente amable, también les habría dado un perfume,
así sería posible distinguirlos desde que se forman en la mente.
Una cosa es acercarse a una rosa; y otra, a una prímula. La primera
te aturde con su olor, de la otra ni te das cuenta. Del mismo modo,
los pensamientos malos deberían tener un olor fuerte, desagradable,
a caca o a pescado podrido, por ejemplo, y los buenos, por el
contrario, un perfume suave, amable, olor a vainilla o chocolate.
Así el mundo sería más simple. Nadie podría esconderse detrás de
las palabras porque de repente todos sentirían el hedor o el
perfume. Quien piensa mal o tiene malas intenciones, sería
descubierto antes de abrir la boca.
Hacia los ocho años, en el catecismo, había descubierto la
existencia del ángel de la guarda. Desde aquel día, cuando me
preguntaban: «¿Por qué estás siempre sola?», respondía: «Está
conmigo el ángel de la guarda, no estoy sola.»
«El ángel de Rosa está siempre con ella», bisbiseaban las
monjas, mirándome desde lejos. «Dios te bendiga», murmuraba la
vieja hermana portera, cuando pasaba a mi lado. Así yo podía pensar
en paz.
Había una cosa que me atormentaba desde hacía algún tiempo.
Se refería a Jesús. Yo había hecho algunos cálculos. En el
dormitorio éramos doce y cada una de nosotras, por la noche, le
pedía algo. Había otros cuatro dormitorios, con peticiones
parecidas y, además, estaban las monjas. Así que, sólo con
nosotras, debía ocuparse de un montón de personas. Si además salía
del colegio, el número aumentaba espantosamente. ¿Cómo se las
arreglaba Jesús para acordarse de todas las peticiones y, sobre
todo, para concederlas? Y, además, ¿estábamos realmente seguros de
que las concediera? Mamá me decía que Jesús me quería y que también
la quería a ella. Las monjas decían que quería a
todos.
Pero ¿qué era el amor? No conseguía entenderlo. No era un
olor ni una moneda para comprar las cosas. Las monjas hablaban del
amor como si fuera el pegamento del mundo, pero cegaban las
ventanas y leían las cartas por miedo a que el amor estallara. ¿De
qué amor estaban hablando?
Cuanto más me lo preguntaba, menos conseguía entenderlo. Se
lo pregunté a mi compañera de pupitre. «Es cuando un hombre y una
mujer duermen desnudos, uno encima y la otra
debajo.»
Los veranos con mis tíos eran interminables. Nadie venía a
vernos. No hacíamos excursiones, salvo el 15 de agosto a un
santuario mariano poco distante. El aire no se movía, la luz era
deslumbrante, el calor fermentaba los excrementos. Pipí de conejo,
caca de gallina. Sólo se podía pasear con la nariz
tapada.
«Deberías acostumbrarte, señorita», me decía mi tía, con mala
sombra. Un día, el gallinero, la conejera, la leñera y la casa
serían mías. A esto se refería mi tía. Debía acostumbrarme porque
aquélla sería mi vida, limpiar las gallinas, retorcerles el
pescuezo, recoger los tomates, pelarlos, hervirlos, despellejar a
los conejos y luego, por la tarde, sentarme delante de la casa, al
anochecer, a mirar pasar como una exhalación los Tir por la
carretera comarcal.
«Si no hubiera sido por nosotros», repetía a
menudo.
Si no hubiera sido por vosotros, continuaba dentro de mí, a
esta hora tendría una casa preciosa y un papá. O estaría en el mar
con las monjas, de campamento. Asi que cualquier cosa sería mejor
que quedarme allí, inhalando el plomo de los motores, el metano de
la descomposición.
Incluso las personas en el verano huelen más. A treinta
metros, con los ojos cerrados, hubiera distinguido entre mi tío y
mi tía, el párroco y el cartero.
Con el calor los ruidos llegaban a ser terribles. Vrouum vroumm, los acelerones de los camiones en el
escaléxtric. Bzzzzbzz, el zumbido de las
moscas. Croac, croac, el croar de las ranas
en una zanja poco distante. Y de noche, los mosquitos. Mosquitos de
todas las dimensiones. En cuanto apagabas la luz, se te echaban
encima, silbaban alrededor de las orejas, zssszss. Matarlos no servía de nada. Por cada
muerto, diez salían de la nada.
En la cocina, mi tío había instalado una especie de lámpara
que compró en una feria. En cuanto un insecto la rozaba, se
carbonizaba. Sonaba un chichs, olía a pollo
quemado. A cada muerte, mi tía gritaba: «¡Otro!», y repetía el
número que hacía en la jornada.
Zsss, croac, vroumm, chichs,
bzzzzbzz… ¿Con quién podía hablar yo? Las preguntas que
acumulaba en la cabeza desde el invierno, en verano se me
convertían en un sombrero estrecho.
A mi tía no le caía simpática, a mi tío le era indiferente.
El cartero me regalaba siempre un caramelo y el párroco no me
soportaba.
Lo supe desde la primera vez que lo vi. Olor a menestra, olor
a bodega, olor a algo sucio. Tenía los ojos pequeños y oblicuos
como los de un jabalí. Cuando mi tía me presentó, se quedó inmóvil,
mirándome como si hubiera visto un insecto. Ni me dio la mano ni me
acarició. Sólo se tocó la nariz y dijo:
«Sí, la hija de la Marisa.»
Un día de agosto fui a verlo, de todas formas. Si don Firmato
no sabía responderme, ¿quién iba a poder? Estaba echando una
cabezada en la penumbra fresca, al fondo de la iglesia. Me senté a
su lado, le tiré de una manga.
«Eres tú», refunfuñó.
«Quiero saber una cosa.»
«Dime.»
«¿Qué es el amor?»
Se volvió a mirarme: sus ojos eran lentos,
acuosos.
«¿Cuántos años tienes?»
«Doce.»
«El amor es pecado.»
Entre todos los pecados, don Firmato prefería el de la carne,
y por eso los otros niños lo llamaban entre ellos don Filete. No
había domingo en que, después de rodeos más o menos largos, no
acabara hablando de aquello. Si la lectura del día eran las
bienaventuranzas, se las arreglaba como fuera para hablar de la
perdición de los sentidos. Para don Firmato, un muro infranqueable
dividía el mundo. Se estaba a uno u otro lado. Un lado era el
infierno y otro el paraíso. Se nacía ya predispuesto. No había
posibilidad de elección. Todo estaba decidido desde el
principio.
Una vez, alguien escribió «Firmato = Cerdo» con pintura roja
en los muros de la casa del cura. Al pasar por allí, se me escapó
la risa.
Esa misma tarde, llegaron los carabineros y le hicieron un
montón de preguntas a mi tía. La puerta de la casa ¿estaba abierta
de noche, o no? ¿Se podía salir por la ventana y volver sin que
nadie se diera cuenta? Luego subieron a mi cuarto y miraron en el
armario y debajo de la cama. Me miraron las manos y los antebrazos.
Escudriñaron incluso debajo de mis uñas para ver si quedaba alguna
huella de pintura.
«Mi sobrina», repetía mi tía siguiendo a los carabineros, «es
una chica estupenda. Todos los domingos va a misa conmigo. Por la
noche se acuesta temprano. Y además, sargento, si hubiera sido ella
la habría matado con mis propias manos».
Los carabineros asentían, muy serios. Don Firmato debía estar
absolutamente convencido de mi culpabilidad. Si hubiese dependido
de él, yo ya hubiera ardido en las llamas del infierno. Mi tía me
había defendido únicamente porque sabía que me era imposible salir
de casa por la noche. Cada tarde cerraba con llave todas las
puertas y del segundo piso, donde yo dormía, no se podía bajar sin
hacerse daño.
Pero al día siguiente tuve que unirme al grupo de fieles
encargado de borrar la pintada de los muros de la casa del cura.
Cuando pasó por mi lado, el párroco me dijo en un murmullo: «De tal
madre, tal hija. Ella está en el infierno y tú estás ya en la sala
de espera.»
Mi madre era puta. A los ocho años yo no lo sabía todavía:
estaba convencida de que trabajaba de noche limpiando oficinas.
Seguí creyéndolo hasta los once años. Entretanto el sueño de
seguirla al mundo de las sombras había desaparecido. Las monjas
habían llamado a un psicólogo para que me ayudara. El psicólogo
vino al colegio. Hablamos en una habitación, solos los
dos.
«Muerta», me dijo. «¿Puedes entender lo que significa?
Significa que tu madre ya no está aquí, en la tierra, que nunca
podrás abrir una puerta y verla. Ya no podrás tocarla ni abrazarla.
Te tienes que acostumbrar a vivir con las cosas hermosas que
recuerdes de ella.» Luego me acarició y continuó: «Si quieres
llorar, llora.»
Todos querían que llorase, pero yo no tenía ganas. En vez de
llorar me preguntaba: ¿adónde va a parar la basura? También la
basura es así. Un día la bolsa está en casa, en el rincón bajo el
fregadero, y al día siguiente ya no está. Viene un camión grande y
la devora. Después de pasar el camión, sólo queda el hedor en el
aire.
La muerte no debía de ser algo muy distinto: salía y devoraba
a las personas como a las bolsas dejando tras de sí una nube de mal
olor. El mismo olor que cuando los Tir de la carretera comarcal
atropellaban a un perro.
La verdad me la gritó a la cara tía Elide, una mañana. Por
alguna razón, se había enfadado conmigo. En esas ocasiones, sus
ojos se volvían de vidrio; su lengua, de metal. «Ya es hora de
acabar con la farsa», gritó. Y luego desgranó la verdad como un
rosario. «Tu madre no murió en un accidente, sino que la
atropellaron mientras esperaba a los clientes en una curva de la
circunvalación.»
«¿Qué vendía?», pregunté.
Mi tía me miró con aire de desafío. «¿No lo entiendes? Vendía
su cuerpo. Era una mujer que sólo sabía abrir las
piernas.»
Desde aquel día, cada vez que hablaba de ella, tía Elide la
llamaba así. La mujer que abría las piernas.
Lo aguanté más de un año. Luego, una mañana, en la cocina, en
cuanto empezó a decir: «Sólo sabía…», la corté.
«¡También sabía abrir de par en par los brazos!», le
grité.
Mi tía se puso palidísima.
«Desgraciada», murmuró, «con los sacrificios que hacemos por
ti».
Entonces cogí un tizón de la chimenea con las tenazas y lo
acerqué a las cortinas.
«Tócame y le prendo fuego a todo.»
Llegó mi tío en su socorro: «El fuego se apaga con agua», y
me tiró a la cara el contenido de la jarra.
¿Empecé a odiarlos aquel día?
Creo que sí.
Me quedaba en mi cuarto y escribía mensajes. Os odio, quiero
que os muráis, que os atropelle un coche, que os dé un ataque, una
enfermedad terrible. A las palabras, añadía dibujos, y luego lo
rompía todo, iba al baño y, antes de hacerlo desaparecer,
descargaba encima mis cosas.
Pero, delante de ellos, fingía que no pasaba nada, me
esforzaba en ser amable. Tenía miedo de las represalias. Mi tío
siempre me amenazaba con encerrarme en la leñera porque estaba
llena de ratones, arañas y serpientes. Para vencer el miedo, empecé
a ir sola a la leñera. Allí nadie me buscaba ni nadie me molestaba.
Al poco tiempo, la leñera se había convertido en mi refugio
preferido. Los seres humanos ya me daban más miedo que los ratones
y las serpientes.
Una vez, mientras iba en bicicleta por un camino blanco,
encontré a una señora con dos niños. Gritaba como una loca porque a
pocos metros de ella había una bicha. Para demostrarle que no hacía
daño, me bajé de la bicicleta, cogí por la cola a la bicha y se la
puse delante de las narices. «Ve», le dije, «basta cogerlas por la
cola. No pueden revolverse». En lugar de darme las gracias, siguió
gritando como una obsesa.
Al día siguiente, todo el pueblo decía que yo debía tener
algo raro porque iba por ahí con serpientes en el bolsillo y les
acariciaba el hocico, como se acaricia a los perros.